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Morriña	Tropical
	
	
	
Calixto	López	Hernández
Rosalía	Rouco	Leal
	
	
(2014)
I.	El	gallego	más	bueno	del	mundo
	
El	guardia	rural	me	dio	un	fuerte	empujón	hacia	dentro	del	sucio	y	oscuro	
calabozo	donde	caí	de	bruces,	apenas	tenía	unos	doce	años	cuando	aquello.	
Pero	¿qué	fue	lo	que	me	llevó	a	esta	situación?	¿Qué	delito	había	cometido?	
Estaba	allí	por	la	sospecha	de	robo	del	dinero	de	Bonifacio	Estupiñán,	el	
gallego	de	más	buen	corazón	que	he	conocido	en	toda	mi	vida,	y	mire	que	he	
conocido	gallegos.	¿Que	era	inocente?	claro	esta,	bueno	en	parte:	no	me	había	
robado	el	dinero,	ni	sabía	si	existía	o	no;	y	para	ser	más	exacto	hasta	mucho	
tiempo	después	que	se	descubrió	dudaba	de	su	existencia.		Sí,	me	había	
llevado	otra	cosa,	incluso	más	importante,	su	reliquia	más	valorada,	pero	por	
deseos	propios	del	difunto	antes	de	morir.
	
				Corría	el	año	de	1958,	la	zafra	había	concluido	meses	atrás,	y	sin	empleo	
fijo,	los	hombres	buscaban	alguna	faena	ocasional	en	el	llamado	tiempo	
muerto.	Todos	no	tenían	esa	suerte	y	los	recursos	de	los	hogares	siempre	
cortos	y	mermados	obligaban	a	las	mujeres	a	ingeniárseles	de	cualquier	
manera	para	lograr	el	sustento	de	sus	familias.	Y	el	primer	pensamiento	en	mi	
barrio	era	acudir	a	la	tienda	o	bodega,	como	la	llamasen,	del	gallego	Bonifacio	
y	comprar	de	“fiao”	(crédito),		es	decir	para	pagar	un	más	adelante	que	
siempre	seguía	adelante,	y	cuya	cifra	crecía	de	año	en	año,	y	se	anotaba	por	
éste	meticulosamente	en	un	libro	de	finanzas	cuyas	páginas	nunca	se	acababan	
y	siempre	tenía	hojas	limpias,	aunque	amarillentas	por	el	tiempo,	para	nuevos	
usuarios.
	
				Sí,	no	importa	cuanto	debieses	y	si	no	pudieses	pagar	nunca,	quien	entraba	a	
la	bodega	con	la	barriga	vacía	salía	de	allí	con	un	par	de	cartuchos	
conteniendo		arroz,	frijoles,	azúcar,	café	y	hasta	una	lata	de	sardina,	o	un	
pedazo	de	tasajo	o	bacalao,	suficiente	a	medias	para	mitigar	el	hambre	de	
algunos	días,	y	si	no	había	resuelto	el	problema,	podría	volver	y	volver,	
siempre	y	cuando	fuese	honesto,	sincero	y	él	supiera	que	lo	hacía	por	
necesidad	y	no	por	abusar	de	su	buen	corazón.
	
				Vivía	solo,	no	se	le	conocía	familia,	ni	su	historia	de	cómo	llego,	y	las
penalidades	que	pasó	los	primeros	años	antes	de	establecer	definitivamente	la	
bodega.	Que	nació	en	1898	lo	supimos	después,	durante	el	entierro	y	por	su	
epitafio	en	la	tumba,	que	siempre	ha	 permanecido	 limpia	 y	 con	 ofrendas
florales	puestas	por	no	se	quien,	al	principio	por	las	comadres	agradecidas,	que
eran	muchas	y	ahora	no	se	por	que	benefactor	que	debe	estar	en	la	USA	y	que	
paga	a	alguien	por	este	servicio.	Al	principio	llegué	a	pensar	que	de	esto	se	
ocupaba	el	sepulturero,	pero	cuando	pasé	por	ahí	un	atardecer	y	lo	oí	hablando	
con	los	muertos	y	con	más	alcohol	que	sangre		corriendo	por	sus	venas,	
comprendí	que	eran	otras	personas,	pero	que	si	esto	estaba	bien	para	que	
removerlo	y	andar	en	averiguaciones.
				Siempre	en	zafra	se	cumplía	el	riguroso	ritual	de	saldar	las	deudas	que	
teníamos	con	Bonifacio	hasta	donde	podíamos,	e	incluso	éste	a	veces	eludía	
un	poco	el	pago:	─	Mire	comadre,	déjelo	para	comprarle	una	mudita	de	ropa	a	
los	muchachos,	o	para	un	par	de	zapatos	(duros	“rompe	 piedras”),	 que	 podías
adquirir	en	cualquier	zapatería	por	un	peso.
	
				Así	era	el	gallego	Bonifacio	Estupiñán,	yo	lo	conocía	muy	bien,	tal	vez	más	
que	nadie,	pues	dos	años	antes	comencé	a	trabajar	para	él	tan	pronto	salía	de	la	
escuela,	y	por	Dios,	más	que	trabajo	aquello	para	mi	era	un	juego	lleno	de	
sorpresas.
	
				Todo	comenzó	por	mi	labor	como	“mandadero	de	barrio”,		que	me	hacia	ir	
varias	veces	al	día	a	su	establecimiento,	sí,	“mandadero”,	 esto	 es,	 que
cualquier	vecino	que	no	podía	desplazarse	hasta	la	bodega	yo	lo	hacia	por	él,
unas	veces	por	un	centavo	y	muchas	por	nada,	y	dependiendo	del	tamaño	de	la
compra	ahí	estaba	el	gallego	para	darme	un	puñado	de	caramelos	de	los	que	se
llamaban	“de	contra”	hechos	de	azúcar	y	limón,	y	envueltos	en	tosco	papel
amarillo,	que	cuando	no	estaban	viejos	eran	deliciosos,	a	veces	un	dulce	de
harina,	 un	 matagallegos,	 etc.	 que	 para	 mi	 eran	 la	 gloria,	 y	 realizaba	 todo
aquello	con	total	seriedad
	
				El	gallego	comenzó	por	mandarme	a	buscar	un	latón	de	galletas	a	una	
panadería	cercana.	De	unas	galletas	gruesas	que	se	comían	mucho	en	aquellos	
tiempos.	Esta	acción	se	repitió	varias	veces	y	siempre	yo	salía	con	un	cartucho	
de	este	producto	muy	bien	venido	en	mi	hogar.	Después	me	encomendó	otras
gestiones,	donde	generalmente	yo	tenía	que	hacer	el	cobro	y	las	cuentas	que	
siempre	salían	bien	en	tiempo	de	gentes	honradas.	También	las	fuerzas	de	
Bonifacio	decaían	con	la	edad,	así	que	un	día	sorpresivamente	 habló	 con	 mi
madre	para	que	yo	lo	ayudara	en	algunos	menesteres,	a	más	de	aprender	el
oficio.
	
				Y	así	comencé,	sin	salario	ni	contrato,		solo	con	el	vínculo	de	las	palabras.	
Sin	salario,	sí,	pero	semanalmente	me	daba	una	amplia	factura	de	productos	
básicos	para	la	casa,	que	se	fue	ampliando,	primero	con	alimentos,	después	
detergente,		jabón,	pasta	dental,	etc.	Por	último,	el	fin	de	semana	me	daba	25	o	
40	centavos	o	al	final	hasta	un	peso	para	que	fuera	al	cine,	cosa	que	me	venia	
muy	bien	pues	en	aquel	tiempo	me	gustaban	mucho	las	películas.
	
				Fui	adentrándome	y	desarrollando	habilidades	en	el	oficio	de	manera	que	a	
veces	cuando	él	tenía	que	hacer	alguna	gestión	en	el	pueblo,	o	quería	dormir	la	
siesta	con	sus	huesos	y	músculos	adoloridos	del	trabajo	de	toda	una	vida,	yo	
me	quedaba	solo	y	atendía	aquello	con	la	seriedad	y	la	meticulosidad	de	un	
adulto.	También	los	domingos,	único	día	de	esparcimiento	del	español,	donde	
con	frecuencia	se	reunía	con	algunos	compatriotas	en	el	patio	de	la	bodega	
casa	y	en	una	fogata	asaban	chorizos,	longanizas,	etc.	y	donde	bebían	vino	
español	en	abundancia,	sí	español,	pues	no	sabía	discernir	si	era	de	la	 Rioja,	 o
de	 Castilla	 la	 Mancha,	 o	 de	 la	 propia	 Galicia.	 Generalmente	 todos	 eran
hombres,	comerciantes	como	él,	o	amigos	de	la	Colonia	Española,	o	algún	que
otro	paisano.	Allí	esos	gallegos	sí	se	hacían	las	mil	historias	de	su	añorada
Galicia,	de	los	puertos	del	Ferrol,	de	la	Coruña,	de	Vigo,	de	los	montes,	las
rías	y	las	especies	de	animales	de	Lugo	y	de	Órense.
	
				Que	se	soltaban	muchas	palabrotas	si:	“me	 cago	 en	 Dios”,	 “carajo”,
“mierda”,	 etc.	 pero	 era	 su	 lenguaje,	 no	 le	 hacían	 daño	 a	 nadie	 y	 luego	 al
atardecer	se	iban	desgajando	uno	a	uno,	embriagados	por	la	nostalgia	de	su
añorada	tierra	y	con	la	cara	roja	como	un	tomate	de	beber	tanto	vino;	y	al	día
siguiente	a	lo	suyo,	la	dura	faena	diaria.
	
				Mujeres	en	el	sentido	exacto	de	la	palabra	no	le	conocí,	no	por	falta	de	
hombría,	sino	por	la	timidez	propia	de	estas	criaturas,	al	parecer	duras,	pero
tiernas,	que	veneraban	el	respeto	y	lo	llevaban	hasta	niveles	exagerados.	
Aunque	sí,	y	no	una	mulata	como	siempre	le	adicionan	a	los	gallegos,	cosa	
que	siempre	no	es	así,	porque	sino	de	dónde	habríamos	salido	nosotros.	
Aquella	era	una	mujer	de	piel	canela	de	muy	buen	cuerpo,		y		más	salpicona	
de	la	cuenta,	sobre	cuyas	amplias	sentaderas	en	más	de	una	ocasión	vi	posarse
las	manotas	del	gallego,	pero	con	beneplácito	de	la	criolla,	y	puede	que	con	el
fin	de	cobrar	en	especies,	con	una	amplia	factura	“gratuita”,	pues	por	mucho
que	busqué	y	rebusqué	su	nombre	en	el	libro	de	finanzas	de	Don	Bonifacio,
ella	 no	 estaba	 registrada,	 pese	 a	 no	 pagar	 nunca	 ni	 siquiera	 con	 alguna
moneda.
	
				Su	tienda	era	la	última	antes	de	salir	del	pueblo,	lo	que	resultaba	importante,		
pues	también	era	la	primera	para	la	entrada	de	los	campesinos	en	sus	caballos	
a	los	que	destinaba	un	par	de	postes	con	argollas	frente	al	portal.	Allí	llegaban	
temprano,	algunos	con	la	costumbre	de	tomarse	la	mañana,	esto	es:	un	ron,	
aguardiente	o	anís	que	le	aclarara	las	entendederas	antes	de	sumergirse	en	el	
complejo	y	abrumador	mundo	de	la	ciudad,	y	allí	también	compraban	de	
regreso	las	facturas	de	alimentos	para	varios	días	o	semanas.	Éstos,	los	
trabajadores	de	un		aserrío	cercano	y	la	soldadesca	de	la	guardia	rural	del	
cuartel,	constituían	una	clientela	habitual,	más	las	comadres	de	aquel	barrio	
pobre,	último	del	pueblo	antes	de	adentrarse	en	los	campos	y	potreros,	después	
el	cementerio	a	poco	más	de	dos	kilómetros,	y	mucho	más	allá	las	famosas	
arroceras	del	Sur,	casi	llegando	a	la	costa.
	
				La	guardia	rural,	no	tan	ofensiva	como	se	le	retrata,	tampoco	tan	noble	o	
mansa,	y	no	de	juego,	pues	para	que	un	borracho,	o	un	guapetón	de	alcantarilla	
se	llevase	un	par	de	planazos	sobre	el	lomo	solo	necesitaba	abrir	la	boca	y	
decir	cualquier	tontería,	aunque	también	un	indefenso	guajiro	desarmado,	que	
no	entendiese	que	en	las	leyes	del	monte	había	que	dejar	que	la	rural	se	llevase	
algún	animalito:	gallina,	guanajo	o	puerco	pequeño,	pues	había	que	
comprender	que	“el	 pobre	 guardia”	 tenía	 que	 andar	 muchas	 leguas	 para
adentrarse	hasta	aquellos	inhóspitos	lugares	con	sus	caballos	gordos,	grandes	y
demasiado	 bien	 comidos,	 incapaces	 de	 alcanzar	 en	 carrera	 hasta	 un	 viejo
caballo	cojo.
Había	guardias	buenos	y	honorables	que	pagaban	siempre	lo	que	compraban	
y	otros	malos	y	muy	malos	como	el	sargento	Flores,	que	pedía	la	mañana,	esto	
es	un	trago,	escogía	un	buen	tabaco	Montecristi,	se	echaba	un	par	más	en	el	
bolsillo	de	su	camisa,	se	llevaba	el	resto	de	la	botella	para	el	camino	y	nunca	
pagó	ni	un	centavo.	Al	principio	Bonifacio	anotaba	sus	gastos	en	el	libro	de	
finanzas,	pero	después	se	cansó,	y	tomó	aquello	como	pérdidas	obligatorias	
del		negocio.
				Este	sargento	es	el	que	me	había	prendido	con	solo	doce	años	y	me	había	
llevado	hasta	el	calabozo	del	cuartel	por	la	acusación	hecha	por	un	par	de	
“sobrinos”	de	Bonifacio	que	aparecieron	de	dónde	no	se	sabe	dónde,	y	que	no
sabían	decir	ni	una	sola	palabra	en	galego,	y	por	más	sospecha	eran	amigos	del
notario	 del	 pueblo.	 Sí,	 aparecieron	 como	 dos	 aves	 de	 mal	 agüero,	 con	 sus
guayaberas	 blancas,	 pantalón	 ancho	 de	 muselina,	 y	 zapatos	 de	 dos	 tonos	 a
reclamar	la	herencia	de	su	difunto	tío	como	únicos	familiares	que	él	tenia.
	
				Sí,	aquel	velorio	donde	las	mujeres	lloraban	como	si	hubiesen	perdido	a	uno	
de	sus	seres	más	queridos:	¿por	qué	te	los	llevas	Dios	mió?,	¿por	qué	y	por	
qué	y	qué	nos	vamos		a	hacer	sin	ti?	Alguna	incluso	¿por	qué	en	tiempo	
muerto	y	no	esperastes	la	próxima	zafra?	Pero	en	verdad	las	lágrimas	fueron	
vertidas	con	sinceridad,	en	aquel	el	acto	fúnebre	más	concurrido	del	que	se	
tenga	noticias	en	la	historia	del	pueblo	y	donde	hubo	que	cerrar	la	calle	por	
tanto	gentío.	Todos	abandonaron	sus	tareas	y	en	el	día	y	la	noche	velaron	a	
aquel	insigne	español	cuya	muerte	en	el	combate	contra	los	más	grandes	
enemigos	de	la	época:	el	hambre	y	la	miseria,	lo	hacían	ser	un	General	de	
héroes	invencible.
	
				Se	fue	una	tarde	de	domingo	del	mes	de	agosto	de	1958,	cuando	se	hallaba	
con	sus	paisanos,		con	sus	chorizos	y	sus	vinos,	probablemente	a	causa	de	un	
infarto	que	el	médico	como	de	costumbre	catalogó	como	“síncope	 cardiaco”,
solo	exhaló	un	quejido	y	se	fue	con	rostro	tranquilo	hacia	el	sitio	que	deben
tener	los	gallegos	buenos	en	el	cielo.	Algunos	de	sus	compañeros	organizaron
con	prontitud	aquel	velorio,	donde	no	faltó	la	taza	de	chocolate	humeante	y	el
café	 fuerte	 para	 aguantar	 el	 sueño,	 y	 darle	 el	 último	 adiós	 a	 aquel	 ilustre
paisano	 dentro	 de	 una	 caja	 de	 roble	 con	 su	 mejor	 vestimenta,	 la	 única	 que
tenía	para	las	ocasiones:	un	traje	de	paño	negro.
	
				Al	regresar	del	entierro,	los	dos	“sobrinos”	de	Bonifacio	se	dieron	a	la	feroz	
tarea	de	buscar	y	rebuscar	por	todas	partes	el	dinero	que	tenía	el	gallego	
escondido,		y	que	debía	ser	mucho,	por	que	éste	no	malgastaba	ni	un	centavo	y	
no	disponía	de	lujos	de	ninguna	índole.	Todo	lo	registraron:	primero	la	casa,	
después	la	bodega,	latas,	estantes,	debajo	de	los	sacos	de	sal,	azúcar,	etc.	Está	
demás	añadir	que	buscar	en	una	tienda	de	la	época	con	sus	miles	de	artículos	
era	una	tarea	difícil	y	engorrosa,	pero	ellos	querían	llevarla	a	cabo	 de
inmediato,	no	importaba	si	aún	el	espíritu	de	Don	Bonifacio	estuviese	en	la
tierra,	el	dinero,	el	dinero,	era	eso	solo	lo	que	contaba	y	lo	que	no	encontraron.
	
				Luego	de	su	infructuosa	búsqueda	la	cogieron	conmigo,	me	zarandearon,	
me	pegaron	incluso,	pero	yo	realmente	no	sabía	nada	de	aquel	dichoso	dinero	
y	por	nada	del	mundo	tampoco	se	lo	hubiese	dicho	aunque	lo	supiera.	El	
sargento	Flores	hizo	lo	mismo,	y	después	al	calabozo	donde	me	encontraba	
ahora.	Pasé	un	día	y	una	noche	sin	comer	ni	beber,	como	castigo	o	tortura	para	
que	se	me	soltara	la	lengua.	Al	día	siguiente,	el	Sargento	se	sentó	solo	
conmigo,	y	en	tono	al	parecer	amigable	me	interrogó	de	nuevo,	su	intención	
era	también	quedarse	con	la	plata	y	no	dársela	a	los	supuestos	sobrinos,	 pero
nada,	 incluso	 me	 ofreció	 una	 parte,	 pero	 nada	 y	 después	 me	 amenazó	 con
enviarme	a	un	correccional	de	menores	en	La	Habana,	donde	pasaría	las	de
Caín,	 pero	 yo	 realmente	 no	 conocía	 de	 la	 existencia	 del	 dinero	 que	 tanto
buscaban,	al	final	abandonó	el	local	luego	de	darme	un	par	de	galletazos,	que
sonaron	como	los	aplausos	en	un	espectáculo	de	payasos.
	
				Antes	del	anochecer	del	segundo	día	vino	a	verme	una	mujer,	la	esposa	del	
carcelero,	que	después	de	reprimirlo,	pues	parece	que	ella	lo	mismo	mandaba	
en	la	casa	que	en	el	cuartel,	me	trajo	comida	y	ropa	limpia,	y	amenazó	a	su	
marido	con	echarlo	de	la	casa	y	no	dormir	más	con	él,	y	hablar	incluso	con	el	
Teniente	del	puesto,	del	cual	él	estaba	celoso.	Mientras	tanto,	las	comadres	se	
movilizaban	y	le	gritaban	a	los	guardias	“abusadores”	en	plena	calle,		y	se	
juntaron	todas	al	tercer	día	y	fueron	para	el	cuartel,	y	como	eran	tiempos	de	
Revolución	y	temían	que	aquello	se	agravase	y	traspasase	las	fronteras	de	la	
localidad,	me	soltaron,	estaba	libre,	con	algún	sopapo	 final	 y	 las	 mil
amenazas,	pero	yo	no	sabia	nada	del	dinero	del	gallego,	al	que	quería	como	a
un	padre.
	
				A	poco,	sin	hallar	el	famoso	dinero,	los	“sobrinos”	comenzaron	a	trabajar	la	
bodega,	con	la	clientela	dispersa	y	perdida	por	su	falta	de	actitud,	tacto		y	
benevolencia,	de	manera	que	a	poco	pasasen	por	allí	solo	dos	o	tres	personas	
al	día,		con	lo	que	en	poco	más	de	dos	años	hubo	que	cerrar	el	negocio	y	
vendérselo	al	propietario	de	otra	bodega	cercana	de	la	competencia.	
	
				Comenzó	entonces	el	traslado	y	el	movimiento	de	los	muebles	y	estantes,	y	
al	mover	el	ultimo	de	éstos,	el	más	escondido,	notaron	una	loseta	de	piso	
suelta,	y	debajo,	en	cajas	 de	 tabaco,	 apilados	 billetes	 de	 20,	 50	 y	 100,	 que
sumaban	cerca	de	10	mil	pesos	lo	que	hubiese	significado	una	gran	fortuna,
pero	ahora	no,	pues	ya	esos	billetes	no	tenían	valor	alguno	después	del	cambio
de	moneda	llevado	a	cabo	por	el	nuevo	gobierno	semanas	antes.
	
				Yo,	sin	embargo,	sí	había	recibido	una	gran	herencia,	valorada	en	una	
cantidad	semejante,	o	más	bien	todos	en	el	barrio:	el	libro	de	finanzas	de	Don
Bonifacio,	 donde	 con	 letra	 y	 números	 claros	 se	 especificaba	 lo	 que	 había
comprado	 cada	 persona	 al	 fiao,	 producto,	 precio	 y	 cantidad	 en	 las	 hojas	 de
cada	familia.	Y	esto	me	lo	había	dado	a	custodiar	Bonifacio	Estupiñán	una
semana	antes	de	morir,	como	su	último	acto	de	humanismo,	pues	sabía	que	no
le	quedaba	mucho	y	que	su	corazón	estaba	a	punto	de	estallar.
	
				Me	había	llamado	aparte	al	cerrar	la	bodega,	y	me	contó	sucesos	que	
determinaron	y	explicaban	su	actitud	ante	las	personas	humildes	del	barrio.	
Había	llegado	a	Cuba	a	principios	de	siglo,	a	bordo	del	“Valbanera”	un	
trasatlántico	español	que	naufragó	por	los	vientos	de	un	huracán	tropical	entre	
el	9	y	el	10	de	septiembre	de	1919.	Su	destino	al	igual	que	el	de	la	mayoría	de	
los	pasajeros	era	la	 Habana,	donde	lo	esperaban	unos	parientes,	pero	en	el	
trayecto	entre	las	Islas	de	Tenerife	y	Santiago	de	Cuba,	conoció	a	una	joven	
canaria	que		viajaba	sola	con	su	niña	de	pocos	meses,	pues	en	el	Puerto	de	
Santa	Cruz	de	la	 Palma,	último	antes	de	salir	para	Cuba,	su	amante	la	
abandonó,	quedando	sola	y	desamparada.	Esta	pequeñuela	le	tomó	mucho	
cariño	y	se	apretaba	contra	su	pecho	para	calmar	su	miedo	en	los	vaivenes	de
las	olas.	Al	llegar	se	había	establecido	entre	ellos	unos	fuertes	lazos	
sentimentales	por	lo	que	lo	agarraba	con	sus	manitas	y	no	quería	separase	de	
él;	decidió		entonces	quedarse	en	aquella	ciudad	y		no	terminar	su	trayecto	
hasta	la	capital.	Esto	le	salvo	la	vida,	pues	el	mal	tiempo	al	arribar	a	la	 Habana
impidió	 que	 el	 barco	 entrara	 al	 puerto	 y	 éste	 naufragó	 en	 los	 bajos	 de	 la
Florida,	pereciendo	sus	488	ocupantes,	entre	la	tripulación	y	los	pasajeros.
	
				La	vida	en	Santiago	de	Cuba	les	resultó	muy	difícil,	él	no	tenía	parientes	allí	
y	los	de	ella	la	echaron	a	la	calle	al	conocer	que	la	niña	era	una	hija	al	parecer	
ilegitima,	pronto	se	les	acabó	el	escaso	dinero	que	traían	y	comenzaron	a	
pernoctar	en	cualquier	lugar	donde	les	cogía	la	noche,	no	tenían	siquiera	un	
poco	de	leche	para	darle	a	la	cría	que	se	les		moría	de	hambre	y	frio.	Una	
noche,	al	no	poder	soportar	más	aquella	situación,	entró	a	una	bodega	como	la
que	ahora	tenía,	forzando	la	cerradura	y	robó	cuanto	alimento	pudo	llevarse	en
un	saco.	Unos	vecinos	lo	vieron	y	dieron	aviso	a	las	autoridades	que	en	breve
lo	capturaron,	aunque	ya	la	niña	había	saciado	el	hambre.
	
			La	policía	avisó	al	tendero	para	que	hiciera	la	denuncia,	éste	al	llegar	resultó	
ser	un	ex	oficial	criollo	de	la	guerra	del	95,	ya	entrado	en	años,	que	le	pareció	
de	porte	amenazador		y	arrogante,	pero	que		al	conocer	la	situación	en	que	se	
encontraba,	no	formuló	denuncia	alguna,	dijo	que	no	le	habían	robado	nada	y	
que		era	un	amigo	peninsular	que	estaba	esperando	desde	hacía	días,	pero	que	
había	perdido	la	dirección	y	por	eso	estaba	en	esta	situación.	Al	salir	no	supo	
como	agradecerle	aquello,	más	que	les	pagó	un	hospedaje	algunos	días	y	lo	
empleó	en	su	tienda,	donde	con	el	tiempo	aprendió	los	manejos	del	negocio	y	
empezó	a	tomar	la	actitud	bondadosa	de	su	noble	anfitrión,	cosa	que	lo	
acompañó	desde	entonces	por	toda	la	vida.	Después	supo	que	su	benefactor	
había	perdido	toda	su	familia	en	la	guerra	y	que	salvó	la	vida	gracias	a	un	
joven	soldado	recluta	español,	a	quien	dieron	orden	de	ultimarlo,	pero	que	en	
un	acto	de	bondad	lo	dejó	escapar.		
	
				Años	después,	la	joven	canaria	que	lo	acompañaba,	no	soportando	las	
condiciones	de	la	emigración	y	añorando	su	tierra	y	sus	costumbres,		regresó	a	
las	Islas	Canarias,	para	lo	cual,	Salvador,	el	criollo	benefactor,	corrió	con	
todos	los	gastos	de	viaje.
Con	el	correr	del	tiempo,	Salvador	comenzó	a	languidecer,	enfermó	y	
falleció	en	pocos	meses.	Al	morir	le	dejó	todo	cuanto	poseía,	con	lo	que	se	
vino	al	Camagüey,	no	por	probar	fortuna,	sino	porque	ya	sin	mujer	y	sin	
amigo,	no	tenía	ningún	sentido	permanecer	en	aquella	ciudad,	que	le	traía	todo	
tipo	de	recuerdos:	buenos	y	también	malos.	
	
				Al	cambiar	la	propiedad	de	la	tienda	en	Santiago	de	Cuba	dejó	olvidado,	de	
forma	inconsciente,	el	libro	donde	Salvador	tenía	todos	sus	apuntes	
financieros,	y	los	nuevos	dueños,	personas	de	mal	corazón,	comenzaron	a	
cobrar	todas	las	deudas	de	las	pobres	personas	a	quien	éste	había	ayudado.	Él	
estaba	ajeno	a	todo	aquello,	hasta	que	se	enteró	por	una	carta	que	le	enviaron	
unos	deudores	en	circunstancias	muy	penosas.	Se	personó	rápido	en	Santiago	
y	exigió	el	libro	aquel	como	de	su	propiedad	y	que	no	formaba	parte	de	la	
operación	de	compra	y	venta	de	la	bodega.	Los	nuevos	propietarios	en	un	
principio	se	negaron,	pero	la	ley	estaba	de	su		parte	y	al	acudir	a	las	
autoridades	tuvieron	que	devolvérselo,	pero	no	así	el	dinerillo	que	le	habían	
cobrado	a	varias	de	las	familias	que	se	encontraban	en	una	miseria	espantosa.	
Las	ayudó	cuanto	pudo	antes	de	abandonar	la	ciudad,	y	aquellas	muestras	de	
agradecimiento	que	recibió	las	conservó	como	una	de	las	cosas	más	hermosas	
que	le	habían	pasado	en	la	vida.
	
				Una	vez	aquí	quemó	aquel	libro	y	aunque	precisaba	de	uno	nuevo,		pues	
necesitados	hay	en	todas	partes,	decidió	que	antes	de	morir	éste	debía	
desaparecer,	o	ser	custodiado	por	alguien	de	su	entera	confianza	para	que	no	
cayera	en	manos	de	gentes	sin	escrúpulos	ni	humanismo.	A	mi	ahora	me	lo	
encomendaba	para	que	lo	conservara	bajo	promesa	de	que	no	cobraría	ni	un	
centavo	a	las	pobres	personas	cuyas	deudas	estaban	allí	anotadas.	Llevé	el	
libro	para	mi	casa	y	lo	escondí	en	un	lugar	completamente	seguro,	bajo	las	
tablas	de	un	profundo	y	peligroso	pozo	artesiano	que	amenazaba	con	
derrumbarse,	pero	cuyas	maderas	de	duro	jiquí,	sopotaron	el	paso	de	los	años.	
	
					Como	en	su	ambición	ciega	y	en	su	desconocimiento	sobre	la	labor	
comercial,	los	“sobrinos”	 no	 se	 percataron	 de	 su	 existencia,	 éste	 siguió
escondido	bajo	mi	cuidado	por	todos	estos	años	y	aun	hoy	lo	conservo	con	sus
hojas	 amarillas,	 el	 forro	 deteriorado	 y	 sucio,	 como	 una	 reliquia,	 como	 un
tesoro,	 y	 me	 distraigo	 con	 aquellas	 simples	 y	 expresivas	 anotaciones,	 que
durante	más	de	veinte	años	escribió	Don	Bonifacio	Estupiñán,	“el	gallego	más
bueno	del	mundo”.
II.	Muerte	en	la	arboleda
	
─Gallego	Sírvame	un	trago	de	ron	Bacardí.
	
Dijo	Indalecio	con	tono	imperativo	dirigiéndose	al	gallego	Robustiano	en	la	
bodega	de	éste	a	las	afueras	del	pueblo,	después	de	amarrar	la	yegua	pinta	que	
montaba	en	una	argolla	de	bronce	en	el	portal	de	la	tienda.	Se	trataba	de	un	
guajiro	que	tenía	una	finca	cercana		con	dos	caballerías	de	caña,	además	de	
frutales	y	alguna	cría	de	animales.
	
					─Sí,		y	no	me	aleje	la	botella,	que	hoy	cobré	el	diferencial	de	la	zafra	
pasada	(Esto	es,	un	cobro	adicional	por	la	venta	de	caña	que	se	hacía	una	vez	
culminada	la	venta	de	ésta	en	el	 mercado	 internacional,	 si	 superaba	 los
cálculos	preliminares).
	
				El	gallego	solícito	y	obediente	le	sirvió	el	trago	y	le	dijo:
	
				─¡Vaya,	felicidades	Don	Indalecio!	y	se	alejó	a	atender	otros	clientes.
	
					A	poco	se	desmontó	de	su	caballo	blanco	cenizo	otro	guajiro	con	barba	sin
afeitar	de	tres	días,	y	amarró	la	bestia	a	otra	anilla	del	portal	de	la	tienda.
	
					─	¡Ah,	venga	Emiliano!,	que	lo	invito	a	un	trago,	que	suerte	verlo	pues
usted	no	sale	de	sus	montes.
	
En	 efecto,	Emiliano	vivía	a	más		de	cuatro	leguas	de	allí	y	por	eso	iba	al	
pueblo	justo	lo	necesario.
	
				─¿Qué	vamos	ha	hacer	Indalecio,	si	ahí	es	donde	tengo	la	tierrita?	Lo	voy	a
tomar	con	gusto,	pero	después	invito	yo.	─	dijo	Emiliano.
	
				─Gallego	no	se	me	arremolone	y	sírvale	un	trago	a	mi	compadre.	─	Ordenó
Indalecio	y	después	prosiguió	como	en	voz	baja.	─No	se	enteró	lo	que	pasó	en
la	arboleda	el	domingo.
	
				─He	oído	algo	con	relación	a		Estanislao	pero	no	se	si	será	verdad.
─Pues	lo	madrugaron	el	domingo	cuando	venía	de	la	Valla	de	gallos	y	dicen
que	llevaba	mucha	plata.
	
				─¿Y	cómo	fue?
	
				─En	el	medio	de	la	arboleda,	le	dieron	dos	fotutazos	en	el	pecho,	uno	lo
mató,	 fue	 directo	 en	 el	 corazón,	 según	 me	 dijo	 el	 cabo	 Manrique,	 que	 hoy
estuvo	 de	 mañana	 en	 la	 finca,	 como	 siempre,	 a	 buscar	 su	 puerquito	 pa	 la
Navidad,	 pero	 el	 muy	 cabrón	 vino	 con	 otro	 guardia	 más,	 el	 nuevo	 que
reclutaron	el	mes	pasado,	y	tuve	que	darle	a	este	un	guanajito,	y	mira	que	se	lo
he	dicho	al	Cabo,	que	venga	solo,	pero	me	dijo	que	era	para	que	el	soldao
aprendiera	el	oficio	y	supiera	donde	vivían	los	amigos.
	
				─Venga	otro	trago	gallego,	que	ahora	invito	yo,	dijo	Emiliano	después	de
apurar	la	línea	de	ron	y	limpiarse	los	labios	con	el	puño	de	su	sucia	y	sudada
camisa.
	
				Y	así	siguieron	hablando	desenfadadamente	entre	tragos	rápidos,	de	un	ron
que	aunque	“bautizado”	(adulterado)	no	había	perdido	su	espíritu.
	
				A	poco	Indalecio	no	paraba	de	hablar,	Emiliano	lo	escuchaba	con	atención,	
y	el	gallego	parecía		entretenido	en	otra	cosa.
	
				─Pues	sí	mi	compadre,	lo	madrugaron	y	lo	enterraron	el	mismo	lunes	para
evitar	pleitos	alrededor,	y	ahora	la	viuda,	Amparo,	no	para	de	llorar	y	de	llorar
y	 mira	 que	 este	 sinvergüenza,	 bueno	 ya	 no	 tanto	 porque	 esta	 muerto,	 la
maltrataba	 y	 la	 tenía	 como	 un	 trapo,	 abandonada	 en	 la	 casa	 de	 la	 finca
mientras	iba	de	guajira	en	guajira	por	todos	lados.	Sí,	usted	lo	sabe,	el	tipo	era
de	pico	fácil	y	que	yo	le	conozca	tenía	una	novia	en	San	Jerónimo	y	otra	en	la
Porfuerza,	y	dicen	que	también	por	Céspedes	y	en	Piedrecitas,	y	por	aquí	se	le
cuenta	algo,	así	que	con	tanto	faldeo	cualquiera	se	lo	podía	cargar.
	
				─Cuénteme,	siga	contando	Indalecio,	pues	usted	sabe	que	vivo	solo	en	el
rancho	y	por	allí	no	pasa	ni	un	alma,	ni	siquiera	la	Rural,	pues	dice	que	se	le
cansan	los	caballos	y	que	pierden	el	día	solo	por	venir	a	verme,	pero	en	verdad
es	que	tienen	poco	que	agarrar	por	allá,	salvo	en	la	cosecha	del	arroz,	pero
esperan	su	saquito	en	el	molino
	
				─Según	dicen,	el	domingo,	después	de	la	pelea	de	gallos	estuvo	tomando
hasta	tarde,	pues	había	llevado	cuatro	finos	bravos	y	peleó	tres	que	ganó	con
fuertes	apuestas,	sobre	todo	el	último,	con	el	famoso	giro,	en	que	se	llevó	una
fortuna,	pues	ese	día	Apolinar,	el	dueño	de	la	finca	“la	Esmeralda”	apostó	duro
y	perdió	hasta	la	camisa.	Después	dijo	que	Estanislao	había	hecho	trampa,	que
tenía	el	gallo	untao	y	cosas	semejantes,	y	si	no	intervienen	los	galleros	hubiera
corrido	mucha	sangre,	pues	ya	habían	desenvainado	los	machetes.	Por	eso	a
éste	lo	tienen	preso	en	el	cuartel	como	sospechoso,	también	a	Don	Ambrosio,
el	padre	de	la	Amparo,	la	viuda.	Y	hay	dos	más	presos:	Eleuterio	y	Severino.
Y	 si	 no	 hay	 más	 es	 porque	 no	 hay	 más	 capacidad	 en	 el	 cuartel,	 pues	 al
Estanislao	mucha	gente	se	la	tenía	jurá.
	
				─Y	esta	gente	¿por	qué	esta	presa?
	
				─Bueno,	 lo	 de	 Don	 Ambrosio	 usted	 lo	 conoce,	 una	 noche	 le	 llevó	 la
muchachita,	aun	sin	florecer,	y	después	no	se	quería	quedar	con	ella	diciendo
que	no	era	señorita	y	otras	cosas	que	no	se	dicen	de	las	mujeres,	hasta	que	el
viejo	y	sus	dos	muchachotes,	muy	fuertes	por	cierto,	lo	esperaron	un	día	al
salir	de	la	arboleda	y	le	dieron	una	buena	paliza,	lo	que	lo	hizo	reflexionar	y
cumplir	con	su	palabra	con	la	guajira,	aunque	duerme	más	veces	fuera	que	en
su	finca.
	
				─El	 mismo	 domingo	 Amparito	 se	 fue	 llorando	 hasta	 su	 casa	 porque	 el
Estalisnao	le	había	dado	un	montón	de	golpes,	dicen	que	tiene	moretones	por
toas	partes,	a	pesar	que	esta	preña,	y	el	viejo	salio	a	buscarlo	pero	el	estaba	pa
la	Vallita.Y	usted	sabe	el	genio	que	se	gasta	don	Ambrosio,	por	eso	esta	preso.
	
				─En	 cuanto	 a	 Eleuterio	 también	 se	 la	 tenia	 jurá,	 pues	 él	 era	 novio	 con
permiso	de	Amparo	antes	que	Estanislao	se	la	llevara,	y	ya	había	preparado
hasta	la	cobija	del	rancho	para	llevársela,	pero	este	ultimo	la	palabreo	bien,	le
hizo	muchas	promesas,	hasta	la	de	montarle	casa	en	el	pueblo,	y	la	infeliz	se	lo
creyó.	Eso	fue	cuando	la	fiesta	de	la	Colonia	del	Carmen,	a	la	que	no	pudo	ir
el	novio	que	estaba	por	allá,	por	Sibanicú,	viendo	unas	reses.	Allí	se	pasaron	la
noche	bailando	y	pese	a	que	se	lo	avisaron	cuando	llegó,	este	se	confió	y	el
Estanislao	 fue	 muy	 rápido,	 como	 siempre,	 y	 le	 levanto	 la	 paloma	 en	 un
santiamén.
	
				─Por	eso	se	la	tenía	sentenciá,	y	ya	en	dos	o	tres	veces	que	había	estado	en
el	pueblo	lo	había	estado	buscando,	según	decía	para	cortársela,	pero	el	muy
pillo	no	daba	cara,	por	eso	también	es	sospechoso.
	
				─Y	Severino	que	tiene	que	ver	con	esto.
	
				─Bueno	 lo	 de	 Severino	 es	 otra	 cosa,	 según	 me	 contó	 el	 cabo	 Manrique
viene	de	antes,	por	el	lindero	del	arroyo	que	el	Estanislao	lo	corrió	y	dejó	sin
agua	 a	 los	 animales	 de	 éste,	y	como	las	escrituras	no	estaban	claras	y		
Estanislao	le	soltó	algunos	pesos	al	Notario,	éste	dijo	que	no,	que	el	primero
no	tenía	derecho	y	ahora	el	pobre	le	tiene	que	pagar	por	el	agua	o	llevárselos
muy	lejos,	hasta	la	laguna	para	que	los	animales	puedan	beber.
	
				─Hace	poco	los	sorprendieron	discutiendo	y	el	Severino,		hombre	de	pocas	
palabras	pero	de	machete	suelto,	lo	amenazó	y	le	dijo	que	un	día	iba	a	aparecer
con	la	boca	llena	de	hormigas,	y	así	están	las	cosas.
	
				─¿Pero	entonces	quien	fue?,	preguntó	ingenuo	Emiliano.
	
				─Que	¿quién	fue?,	nadie	lo	sabe,	porque	había	mucha	gentes	con	motivo,
pero	por	ahora	parece	que	es	uno	de	estos.
	
				─Dicen	que	por	el	tamaño	de	los	huecos	debió	ser	con	un	38,	y	para	colmo
a	Eleuterio	le	encontraron	uno	con	medio	cargador,	aunque	éste	dice	que	lo
había	 utilizado	 para	 ahuyentar	 unos	 gavilanes	 que	 rondaban	 las	 gallinas	 del
patio.
	
				─A	ver	Robustiano,	este	gallego	será	tonto,	tráenos	la	botella,	que	se	me
seca	la	garganta.	Reclamó	Indalecio	en	tono	ofensivo.
	
				─Mire	por	favor,	respete,	dijo	el	gallego	en	tono	bajo,	casi	suplicante,	éste
parecía	ajeno	a	toda	aquella	conversación,	 o	 más	 bien	 al	 relato	 de	 Indalecio,
que	todos	sabían	que	con	dos	tragos	se	le	soltaba	la	lengua	hasta	nunca	parar.
	
				─Es	 una	 broma	 gallego,	 no	 joda,	 dijo	 Emiliano	 intercediendo	 con
desenfado.
	
				El	gallego	Robustiano	era	un	hispano,	que	desde	hacia	años	regenteaba	la
bodega	 donde	 se	 encontraban,	 “las	 Delicias”,	 aunque	 por	 su	 aspecto	 y
contenido	 no	 tenía	 nada	 de	 delicias.	 Era	 de	 estatura	 baja	 y	 con	 incipiente
calvicie,	 no	 se	 le	 conocía	 familia,	 ni	 cómo	 llegó	 al	 pueblo,	 y	 parecía	 una
persona	inofensiva,	pese	a	las	constantes	bromas	pesadas	y	trato	rudo	de	los
guajiros.
	
				─¿Y	ahora	qué	harán	con	ellos?	─	preguntó	Emiliano.
	
				─Bueno,	según	me	dijo	el	Manrique,	el	juicio	va	a	ser	rápido	para	evitar	las
posibles	venganzas	por	parte	de	la	familia	del	difunto,	aunque	sus	hermanos	y
el	viejo	se	han	mostrado	tranquilos	y	quieren	dejar	que	proceda	la	ley,	pues
conocen	de	las	fechorías	de	su	hijo	al	que	habían	dado	muchos	consejos.
	
				─Creo	 que	 el	 mismo	 viernes	 viene	 un	 juez,	 amigo	 del	 Alcalde,	 de
Camaguey	 y	 que	 quiere	 aprovechar	 el	 viaje	 para	 comprar	 unos	 toros	 al
hacendado	Facundo,	que	tiene	los	mejores	cebú	de	la	región.	Dicen	que	llega
temprano	en	la	mañana	y	que	ya	al	mediodía	dictara	sentencia,	pues	es	muy
rápido	 y	 lo	 que	 le	 interesa	 es	 condenar	 rápido	 a	 alguien,	 pues	 tiene	 un
almuerzo	con	puerco	asado	en	púa	con	Don	Facundo,	y	en	este	viaje,	más	que
dictar	sentencia,	lo	que	le	interesa	es	conseguir	estos	magníficos	ejemplares	de
cría,	para	una	finca	que	tiene	en	Altagracia,	por	el	camino	de	Nuevitas.
	
				─Sé	que	a	uno	lo	mandaran	para	el	presidio	de	Isla	de	Pinos,	por	lo	menos
con	20	años	en	las	costillas,	y	a	los	demás	los	irán	soltando	poquito	a	poco.
	
				─Venga	 gallego	 sirve	 de	 la	 botella	 que	 allá	 en	 tu	 Galicia	 no	 pasan	 estas
cosas,	porque	los	hombres	tienen	pocos	cojones.	Dijo	Indalecio	cada	vez	más
ofensivo.
El	 gallego	 no	 dijo	 nada,	 aunque	 lo	 miró	 muy	 serio,	 sirvió	 las	 pequeñas
copas,	y	por	equivocación	o	a	propósito,	dejó	correr	algo	del	preciado	líquido
sobre	la	mano	de	Indalecio.
	
				─Cabrón	gallego,	ve	que	después	no	me	lo	vayas	a	cobrar.
	
				Poco	después	los	guajiros	abandonaron	tambaleándose	el	local.	El	gallego
cerró	 la	 bodega	 y	 entró	 en	 el	 cuarto	 que	 se	 encontraba	 en	 la	 trastienda	 del
establecimiento.
	
				“Guajiros	 comemierdas”	 ─	 balbuceó	 entre	 dientes	 ─.	 Entonces	 rebuscó
debajo	de	la	almohada	y	sacó	un	revolver	38	de	cañón	largo	o	de	tiro	como	le
llamaban,	 revisó	 el	 cargador,	 le	 faltaban	 dos	 balas,	 lo	 metió	 en	 una	 caja	 de
madera	 que	 tenia	 debajo	 de	 la	 cama	 donde	 se	 encontraba	 un	 gran	 fajo	 de
billetes.
	
				“Mañana”	 ─	 pensó	 ─		“vendrá	 la	 Amparo	 a	 buscar	 su	 factura	 y	 algunas
velas	 para	 el	 difunto,	 estaremos	 juntos	 de	 nuevo,	 a	 ver	 como	 sigue	 nuestro
rapaz	en	la	barriga,	y	dentro	de	tres	o	cuatro	meses	ella	venderá	la	finca	de
Estanislao,	pues	ahora	es	su	dueña,	y	alegando	que	le	trae	malos	recuerdos,	y
para	olvidar	sus	penas	dirá	que	se	va	una	semanita	para	vuelta	abajo,	a	casa	de
unos	parientes,	mientras	yo	acabo	de	liquidar	la	bodega	con	un	paisano,	y	con
toda	la	plata	que	tenemos,	incluyendo	lo	que	ganó	el	desgraciao	en	la	pelea	de
gallos,	nos	iremos	para	Venezuela	o	la	Argentina,	donde	nos	parezca	mejor.	La
esperaré	en	el	hotel	Plaza,	en	la	Habana,	donde	trabaja	un	amigo,	y	después
tomaremos	 el	 primer	 vapor	 para	 uno	 de	 estos	 países,	 y	 a	 vivir	 como	 reyes,
mientras	monto	otro	negocio,	tal	vez	la	ganadería,	pues	puede	que	se	me	vaya
mejor	que	a	estos	guajiros.
III.	El	fantasma	de	la	arboleda
	
																							“El	que	a	hierro	mata,	a	hierro	muere”
	
La	vida	en	la	Argentina,	para	el	gallego	Robustiano	Muñeira,	no	resultó	lo
grata	 que	 él	 se	 había	 imaginado	 cuando	 salió	 de	 Cuba	 acompañado	 de	 su	
amada		Amparo	Valdivia,	hermosa	campesina	que	había	arrebatado	al	guajiro
fanfarrón	y	busca	pleitos	Estanislao	Malaventura,	al	que	había	dado	muerte	en
una	arboleda	unos	diez	años	atrás.	Esto	lo	recordaba	cada	vez	que	tenía	que
echar	mano	de	su	revolver	38,	que	lo	había	acompañado	desde	la	Isla.
	
				No	 era	 la	 primera	 vez	 que	 Robustiano	 daba	 muerte	 a	 una	 persona,	 pues
como	 veterano	 de	 las	 legiones	 a	 las	 que	 se	 incorporó	 desde	 muy	 temprana
edad,	dada	su	gran	fortaleza	física	que	superaba	la	de	los	mozos	de	la	aldea,
había	participado	en	numerosos	combates	y	escaramuzas	militares	en	el	Norte
de	África,	en	que	habían	perdido	la	vida	muchos	de	los	lugareños	mal	armados
y	entrenados	a	quienes	se	enfrentaban.
	
				Una	vez	que	salió	de	la	legión,	y	con	los	pocos	reales	que	tenía,	se	fue	para
Cuba	donde	las	cosas	le	habían	ido	muy	bien.	Allí,	como	buen	gallego	de	la
época,	había	montado	una	bodega	que	vendía	cualquier	tipo	de	productos	a
buenos	precios,	dado	el	boom	alcista	del	mercado	azucarero	en	las	primeras
décadas	 del	 siglo	 XX.	 Luego,	 con	 el	 deterioro	 de	 la	 economía	 al	 bajar
bruscamente	los	precios	del	azúcar,	se	las	había	arreglado	de	mil	maneras,	con
trampas	o	sin	ellas,	las	primeras	bien	aprendidas	en	la	legión	y	las	segundas	en
su	aldea	como	campesino	y	trabajador.	Su	bodega	“Las	Delicias”	(aunque	no
tenía	nada	de	delicias),	se	hallaba	ubicada	en	una	posición	privilegiada	a	las
afueras	de	la	ciudad,	por	lo	que	mantenía	una	buena	clientela	de	guajiros,	en
sus	mil	menesteres	en	el	pueblo.
	
				En	la	bodega	conoció	de	las	desventuras	de	Amparo	Valdivia,	desdichada		
joven	que	se	enamoró	locamente	de	un	“malandro”	conquistador,	Don	Juan	de
pacotilla,	de	apellido	Malaventura,	que	al	final	la	tuvo,	aunque	en	sus	primeros
tiempos,	 todo	 eran	 buenas	 venturas.	 La	 información	 le	 llegó	 por	 los
comentarios	de	los	guajiros	después	del	cuarto	o	quinto	ron	adulterado	con	una
mezcla	de	alkolite	y	aguardiente	de	caña	peleón,	que	el	preparaba	y	que	hacía
pasar	 como	 un	 buen	 Bacardí,	 luego	 que	 le	 diera	 un	 toque	 de	 caramelo	 de
azúcar	parda	de	caña.
	
				De	 manera,	 que	 un	 día	 en	 que	 la	 muchacha	 acudió	 llorando	 al
establecimiento	a	comprar	de	fiado,	porque	el	marido	no	le	había	dejado	nada,		
ni	un	centavo	para	comer,	él	respondió	con	buenas	maneras,	 le	 dio	 lo	 que
necesitaba	 y	 aún	 más,	 y	 le	 comunicó	 que	 la	 tienda	 estaba	 a	 su	 disposición,
cuando	quisiese	y	que	del	pago	no	se	preocupara.	Pero	como	la	situación	de
penuria	continuaba,	y	ella	no	quería	acudir	a	su	padre	y	hermano,	conocedora
del	genio	que	se	gastaban	éstos,	y	que	siempre	habían	censurado	su	unión	con
Malaventura,	siguió	requiriendo	los	favores	del	gallego,	hasta	que	un	día	uno	o
los	dos,	se	dieron	cuenta	que	había	que	buscar	alguna	forma	de	pago	y	ella	se
entregó	 a	 él	 de	 buena	 gana,	 no	 porque	 fuera	 presa	 fácil	 de	 conquista,	 sino	
porque	veía	en	el	gallego	la	estabilidad	y	la	protección	que	siempre	necesita	
una	mujer.	Por	otra	parte,	hay	que	decir		que	el	Estanislao	ni	la	tocaba,	porque	
siempre	estaba	lleno	de	placer	con	sus	muchas	novias	de	la	zona.
	
				Con	 Robustiano,	 Amparo	 encontró	 también	 consolación	 del	 sexo,	 que	 el
gallego	no	lo	practicaba	mal	dada	su	experiencia	en	los	burdeles	de	Ceuta	y
Melilla	en	su	etapa	de	legionario.	Con	el	tiempo	la	relación	se	fue	estrechando
aún	 más,	 hasta	 que	 un	 día	 ella	 le	 comunicó	 al	 gallego	 que	 estaba	 “preña”
porque	 hacia	 dos	 meses	 que	 no	 tenía	 menstruación.	 Esto	 fue	 más	 que
suficiente	para	que	se	afianzara	aún	más	la	relación	entre	ellos,	porque	aquello
de	 un	 futuro	 rapaz,	 y	 la	 posible	 creación	 de	 familia	 le	 caía	 muy	 bien	 al
peninsular.	Pero	llegado	a	esto	se		manifestó	el	conflicto	del	estado	civil	de	la
Amparo	 como	 mujer	 de	 Estanislao,	 y	 estaba	 claro	 que	 cuando	 el	 pueblo	 se
enterara,	ella	iba	a	caer	en	la	boca	de	todos,	y	de	seguro	el	marido	engañado,
pediría	alguna	reparación,	y	todos	conocían	que	era	bueno	con	el	machete,	el
revolver	y	la	escopeta.
	
				Por	esta	razón	eligieron	un	plan	más	sencillo	y	eficiente	con	el	que	todos
ganarían,	incluso	con	las	cuentas,	pues	el	campesino	tenía	una	buena	finquita
con	frutas,	ganado	y	una	excelente	cría	de	gallos	finos,	que	aunque	no	atendía
mucho,	le	daba	lo	suficiente	para	mantener	su	ritmo	de	vida	de	gandul,	sin
disparar	ni	un	chícharo.	El	plan	consistía	en	cargarse	al	guajiro	en	un	buen
momento,	de	manera	que	la	Amparo	se	quedaría	con	la	finca	del	marido,	y	el
gallego,	con	lo	que	tenía	ahorrado	y	la	venta	de	la	bodega,	dispondrían	de	lo
suficiente	 para	 irse	 a	 otro	 sitio	 sin	 que	 nadie	 lo	 impidiera,	 ni	 lo	 censurara,
considerando	 la	 situación	 de	 la	 pobre	 viuda	 desamparada,	 lo	 que	 todo	 el
mundo	entendería,	dado	lo	poco	que	la	atendía	Estanislao	y	lo	mucho	que	la
maltrataba.
	
				La	 ocasión	 se	 dio	 pronto	 y	 con	 premio	 incluido,	 cuando	 un	 domingo	 el
Estanislao	ganó	mucho	dinero	en	la	valla	con	la	pelea	de	gallos,	sobre	todo
con	Apolinar,	al	que	había	dejado	“pelao	y	sin	un	quilo”	y	con	el	que	incluso
había	tenido	hasta	una	pelea,	porque	este	último	decía	que	había	trampas	y	que
los	 gallos	 estaban	 “untaos”.	 Todo	 coincidía	 favorablemente,	 máxime	 que
nadie	se	imaginaba	que	Robustiano	era	bueno	con	las	armas,	pues	él	se	tenía
bien	guardado	lo	de	la	legión;	así	que	lo	esperaría	en	la	densa	arboleda	que
había	muy	a	las	afueras	del	pueblo,	lugar	en	el	que	le	daría	muerte,	pues	el
guajiro	tenía	que	pasar	por	allí	obligatoriamente	para	evitar	dar	un	largo	rodeo.	
La	cosa	le	fue	fácil,	no	solo	por	su	buen	manejo	de	las	armas,	sino	porque	
Apolinar	venía	con	muchos	tragos	de	más		sosteniéndose		a	duras	penas	sobre
	el	caballo,	por	lo	que	cuando	se	encontró	con	el	gallego,	a	más	de	no	pensar
en	nada	malo,	no	realizó	ningún	acto	defensivo,	incluso	ni	cuando	éste	sacó	el
arma	y	le	metió	dos	balas	en	el	pecho.	Una	vez	con	el	dinero	del	occiso,	el
gallego	mostrando	una	gran	frialdad	salió	por	un	costado	de	la	arboleda	y	se
dirigió	hacia	su	bodega	tan	tranquilo	como	siempre.
	
				Como	 era	 de	 esperar,	 nadie	 pensó	 que	 el	 bonachón	 y	 hasta	 para	 muchos
medio	 cobarde	 del	 gallego	 sería	 el	 asesino,	 y	 la	 culpa	 la	 cargaron	 cuatro
guajiros	de	la	zona	que	tenían	motivos	suficientes	para	cargarse	a	Estanislao,
incluyendo	 Ambrosio,	 el	 padre	 de	 la	 Amparo,	 su	 ex	 novio	 Eleuterio,	 y
Severino	 con	 el	 que	 había	 pleitos	 sobre	 un	 lindero	 que	 daba	 al	 río,	 y	 por
supuesto	Apolinar	por	lo	de	los	gallos.
	
				Luego	de	un	proceso	judicial	relámpago	por	parte	de	un	joven	juez	que	vino
de	Camagüey,	la	capital	de	provincia,	más	interesado	en	unos	sementales	de
cebú	 que	 en	 el	 juicio	 mismo,	 condenaron	 a	 Apolinar,	 pues	 el	 juez	 se	 había
leído	hacia	unos	días	un	libro	que	le	habían	sugerido	de	un	tal	Maquiavelo,
que	 planteaba	 entre	 otras	 cosas,	 que	 los	 intereses	 materiales	 son	 más
importantes	que	los	de	los	lazos	sanguíneos,	o	la	propia	moral,	a	la	hora	de
ejecutar	una	venganza.
	
				Al	 principio,	 sin	 embargo,	 todo	 parecía	 indicar	 que	 el	 culpable	 era	 el	 ex
novio	de	Amparo,	Eleuterio,	porque	le	habían	encontrado	un	revolver	de	igual
calibre,	como	con	el	que	habían	realizado	el	asesinato,	faltándole	tres	balas;
pero	su	suerte	fue	por	el	famoso	libro,	“el	Príncipe”	de	Maquiavelo,	y	cuando	
se	enteró	como	fue	la	cosa,	y	lo	del	libro	del	italiano,	el		guajiro	mandó	a	
comprar	todos	los	que	había	en	la	librería,	 y	 aunque	 no	 sabía	 leer,	 se	 las
ingenio	 para	 que	 se	 lo	 leyera	 un	 lector	 de	 tabaquería	 que	 salió	 muy	 bien
parado,	porque	obtuvo	el	libro	de	gratis,	aprendió	lo	suyo	de	éste,	le	cobró	el
servicio	 a	 Eleuterio,	 lo	 utilizó	 en	 su	 lectura	 en	 la	 tabaquería,	 y	 varios
hacendados	más	alquilaron	sus	servicios	orales.
	
				Así	las	cosas,	un	buen	día	Robustiano	le	vendió	la	bodega	en	buen	precio	a
un	paisano	suyo	que	venía	a	establecerse	procedente	de	Santiago	de	Cuba,	un	
tal	Bonifacio	Estupiñan,		que	hacia	un	buen	uso	de	su	nombre	porque	para	
todos	era	el	gallego	 más	 bueno	 del	 mundo,	 al	 menos	 para	 las	 comadres	 del
barrio,	 que	 disfrutaron	 de	 crédito	 libre	 y	 abierto,	 de	 forma	 constante,	 sin
intereses	y	sin	apuro	de	pagos.
	
				Con	el	producto	de	la	venta,	sus	ahorros	y	el	dinero	que	le	había	quitado	a	
su	víctima,	un	buen	día	se	embarcó	en	un	vapor	con	destino		a	la	 Argentina,
llevándose	 consigo	 a	 la	 preciosa	 guajira	 con	 su	 rapaz	 en	 la	 barriga.	 No	 fue
necesario	siquiera	vender	la	finca	de	ésta,	aunque	si	se	arregló	las	escrituras
para	que	pasaran	a	la	viuda,	porque	como	no	había	casamiento	legal	jurídico,
solo	el	de	las	costumbres,	aunque	en	condiciones	normales	esto	hubiese	sido
suficiente,	entendió	con	buen	tino	que	así	debía	ser	para	por	si	acaso
	
				Las	cosas	parecía	que	le	iban	a	ir	bien	a	todos,	nadie	echaba	de	menos	al
bribón	 de	 Estanislao,	 parecía	 que	 ni	 la	 familia	 siquiera	 a	 la	 que	 siempre	 le
estaba	 dando	 dolores	 de	 cabeza,	 todos	 coincidían	 que	 había	 conseguido	 el
castigo	que	se	merecía,	las	novias	pronto	lo	olvidaron	por	nuevos	y	mejores
amores,	 Don	 Ambrosio,	 el	 padre	 de	 Amparo,	 y	 sus	 hermanos	 aceptaron	 de
buena	gana	el	cambio	de	pariente,	además	que	tenía	su	“platica”	y	que	se	la		
había	llevado	incluso	a	vivir	al	extranjero,	a	la	 Argentina,	 un	 país	 del	 que	 se
hablaba	muy	bien	en	aquellos	tiempos.	Eleuterio	el	ex	novio	de	la	muchacha
había	recuperado	su	honor	sin	apenas	matar	un	mosquito	y	Severino	recobró	el
lindero	de	la	finca	que	le	había	quitado	el	difunto.	También	el	juez	recibió	lo
suyo,	pues	el	hacendado	Don	Facundo	le	cobró	los	toros	Cebú	a	bajo	precio
por	el	rápido	trabajo	que	había	echo	y	dejar	de	tener	en	vilo	medio	pueblo.
	
				Solo	 hubo	 dos	 perdedores,	 Apolinar,	 para	 prisión,	 aunque	 quedaba	 en	 un
buen	 sitió	 en	 el	 pueblo	 al	 librarlo	 del	 Estanislao,	 e	 incluso	 se	 realizaron
gestiones	para	aliviarle	la	pena	por	el	delito	que	no	había	cometido	y	hasta	se
recogieron	firmas,	de	manera	que	de	los	20	años	a	cumplir,	la	pena	se	le	quedó
en	la	mitad	a	expensas	que	se	portara	bien	para	recibir	más	rebajas.	El	otro
perdedor,	 y	 si	 perdió	 todo,	 hasta	 la	 vida,	 fue	 el	 ahora	 difunto	 Estanislao
Malaventura,	que	no	quería	aceptar	de	ninguna	manera	su	papel	de	muerto,
por	 lo	 que	 pronto	 comenzó	 a	 hacer	 de	 las	 suyas	 ahora	 convertido	 en	 “el
fantasma	de	la	arboleda”		por	donde	salía	todas	las	noches	a	hacer	la	vida	
imposible	de	todo	aquel	que	osara	atravesarla.
	
				Salía	 cabalgando	 con	 ojos	 espectrales	 enrojecidos,	 emitiendo	 gritos
horribles,	y	su	caballo	relinchos	horripilantes	como,	si	salieran	de	ultratumba.
Aquella	figura	fantasmal	no	quería	abandonar	la	Tierra	hasta	no	vengarse	de
su	asesino,	pero	eso	lo	tenía	difícil	porque	aquel	se	encontraba	muy	lejos,	en	la
Pampa	Argentina,	tratando	de	hacer	el	papel	de	gaucho,	que	no	se	le	daba	bien
a	pesar	de	leerse	varias	veces	a	Martín	Fierro.
	
				Estanislao	en	su	nuevo	rol	de	fantasma	y	con	todos	los	atributos	necesarios
empezó	a	sentirse	bien	en	este	papel,	y	a	falta	de	venganza	con	el	verdadero
autor	de	su	muerte,	la	emprendió	con	todo	el	que	se	acercaba	a	la	arboleda	una
vez	oscurecía,	de	manera	que	el	nuevo	tema	de	conversación	y	noticia	en	el
pueblo	era	el	del	“fantasma	de	la	arboleda”.	Esta	demás	decir	que	se	hicieron	
numerosos	conjuros	para	ahuyentarlo	de	la	zona	por	cuanta	persona	tenía	que
ver	con	las	ciencias	ocultas	y	hasta		con	la	iglesia,	 en	 la	 que	 el	 cura
frecuentemente	trataba	de	enviarlo	al	infierno	sin	pasaje	de	vuelta,	pero	todo
esto	sin	éxito.
	
				Entonces	acudieron	a	otras	personalidades	de	la	región,	hasta	uno	que	se	las
daba	de	ser	el	mejor	en	todo	lo	que	fuera	oculto,	que	aunque	tenía	un	cabello
lacio,	suave	y	ondulado,	orgullo	de	las	pomadas,	salió	de	la	arboleda	con	el
pelo	 que	 parecía	 un	 erizo	 y	 nunca	 más	 se	 le	 alisó	 por	 muchas	 grasas	 y
pomadas	que	empleó.
	
					Por	último,	al	no	encontrar	solución	pidieron	la	ayuda	de	los	Tres	Monteros
Negros	de	Dolores	Cruz,	dada	la	fama	bien	justificada	que	tenía	la	viuda,	que
no	 era	 viuda,	 por	 lo	 que	 se	 aparecieron	 un	 buen	 día	 en	 la	 arboleda	 cuando
nadie	los	esperaba.	Eran	altos,	fuertes,	con	cara	seria	y	afilada,	vestidos	con
telas	muy	oscuras	y	montando	sus	enormes	caballos	negros	que	no	cesaron	de
relinchar	 tan	 pronto	 llegaron	 a	 la	 arboleda;	 eran:	 Margarito	 de	 la	 Caridad
Cuesta,	José	María	Echenique	y	Genaro	Benítez,	que	durante	toda	la	noche
persiguieron	 sin	 descanso	 en	 la	 Tierra	 y	 en	 Ultratumba	 al	 jinete	 fantasmal,
hasta	que	en	una	zona	limítrofe	entre	ambos	mundos,	pudieron	dar	con	él	y
alcanzar	un	trato	justo	para	las	partes.	En	esencia,	el	fantasma	saldría	un	día	sí
y	 otro	 no,	 para	 dar	 oportunidad	 a	 los	 guajiros	 de	 acceder	 al	 pueblo	 para
resolver	sus	asuntos,	hasta	que	éste	pudiese	vengarse	de	su	asesino,	que	ya	la
gente	 empezaba	 a	 sospechar	 que	 no	 era	 Apolinar,	 el	 condenado	 en	 prisión.
Una	vez	cerrado	el	acuerdo,	al	amanecer	salieron	de	la	arboleda	los	tres	jinetes
cansados	 y	 bañados	 en	 sudor,	 al	 igual	 que	 los	 caballos	 por	 tanto	 corretear
detrás	del	fantasma	entre	los	dos	mundos.
	
				Es	justo	reconocer	a	favor	del	difunto,	 que	 si	 bien	 Estanislao	 no	 cumplía
con	sus	promesas	en	vida,	sí	lo	hizo	en	esta	ocasión	en	el	más	allá,	bien	fuere
porque	 hubiese	 cambiado	 de	 actitud	 en	 su	 nuevo	 status,	 o	 porque	 se	 sentía
mejor	sin	que	lo	persiguiesen	los	tres	temidos	negros	monteros.
	
				Después	 de	 estar	 algunos	 años	 por	 la	 Argentina,	 Robustiano	 comprendió
que	lo	de	él	no	era	ser	gaucho	y	mucho	menos	andar	bajo	el	fuerte	viento	que
barre	 la	 pampa	 austral	 detrás	 de	 unas	 reses	 que	 valían	 poco,	por	tanta	que
había	en	aquellas	inmensas	praderas,	y	a	decir	verdad	era	razonable	su	forma	
de	pensar	pues	resultaba	más	económico	asar	media	vaca	entera	que	comerse	
un	plato	de	espaguetis,	pues	ese	si	escaseaba	por	tanto	italiano	de	Italia	que	
emigraba	a		la	 Argentina,	 entonces	 trató	 de	 encaminar	 un	 negocio	 en	 el
comercio	 minorista,	 pero	 se	 encontró	 que	 había	 llegado	 tarde,	 precisamente
muy	detrás	de	los	discípulos	de	Julio	Cesar	y	aunque	éstos	no	eran	como	los
de	Chicago	o	Nueva	York,	no	se	sentía	a	gusto	entre	ellos;	y	mucho	menos	con	
sus	informalidades,		constantes	bromas	de	doble	sentido,	y	sus	miradas	pícaras
y	descaradas	a	su	Amparo.
	
				Le	quedaba	un	último	intento	dada	su	experiencia	militar	en	la	legión	por	lo
que	 pensó	 que	 podría	 servir	 en	 el	 ejército	 argentino,	 pero	 éste	 solo	 tenía
conflictos	cotidianos	de	por	vida,	si	se	podían	llamar	así,	con	los	chilenos	y	a
esa	guerrita	nadie	le	daba	mucha	importancia.
	
				Pensó	entonces	en	regresar	a	la	madre	patria,	pero	aquello	estaba	al	rojo	y
con	los	rojos,	por	lo	que	decidió	que	lo	mejor	era	volverse	a	Cuba	donde	las
cosas	le	habían	ido	tan	bien.	Así	que	un	día	remató	poncho,	estancia	y	ganado,
y	se	marchó	hacia	la	isla	caribeña	de	donde	entendía	que	no	debía	haber	salido
nunca,	además,	allí	le	quedaba	la	finca	de	la	Amparo	y	tenía	algún	dinerillo
que	había	podido	salvar	luego	de	sus	desventuras	en	la	tierra	del	tango	y	de
Gardel.
	
					Un	día	apareció	en	el	pueblo	con	la	Amparo	y	el	rapaz,	igualito	a	él	en	todo
menos	en	el	escaso	pelo	de	la	cabeza,	y	aunque	habían	pasado	diez	años,	si	no
fuese	 por	 lo	 del	 fantasma	 de	 la	 arboleda	 todo	 hubiese	 estado	 igual.	 Los
familiares	de	la	Amparo	lo	recibieron	bien,	además	que	al	irse	tenía	fama	de
contar	 con	 una	 posición	 solvente	 aunque	 ya	 este	 no	 era	 el	 caso,	 también	 la
situación	del	país	no	era	la	misma,	no	había	dinero	por	ninguna	parte	en	una
época	que	llamaron	el	"Machadato",	no	por	la	dictadura,	sino	más	bien	fue	un
término	 económico	 del	 momento.	 El	 azúcar	 no	 valía	 nada	 en	 el	 mercado
mundial	 y	 con	 unos	 pocos	 centavos	 podía	 perfectamente	 comer	 una	 familia
entera,	pero	esos	son	los	que	la	gente	no	tenía.
	
				Su	 primera	 gestión	 fue	 la	 de	 tratar	 de	 recuperar	 la	 bodega	 que	 le	 había
vendido	al	paisano	Bonifacio,	pero	éste	le	puso	como	condición	que	tenía	que
cargar	con	el	dinero	que	la	gente	le	debía,	y	cuando	revisó	el	viejo	y	sucio
libro	de	anotaciones	se	dio	cuenta	que	aquello	no	lo	podía	asumir	nadie,	y	que
tendría	que	trabajar	más	de	diez	años	al	menos,	sin	obtener	la	más	mínima
ganancia.	Poner	otra	bodega	cercana	era	un	suicidio,	pues	todas	las	familias	se
encontraban	 tan	 comprometidas	 con	 Bonifacio	 que	 no	 hubiese	 tenido	 ni	 un
solo	cliente,	como	sucedió	con	algunos	que	le	quisieron	hacer	la	competencia
al	buen	gallego.
	
				Sólo	 le	 quedaba	 la	 opción	 de	 la	 finca	 de	 la	 Amparo,	 que	 aunque	 estaba
abandonada,	 con	 unos	 pocos	 recursos	 podría	 comenzar	 a	 producir,	 aunque
para	 esto	 tenía	 que	 volver	 a	 su	 etapa	 juvenil	 de	 campesino	 de	 la	 aldea	 de
antaño,	pero	ya	sus	fuerzas	y	su	ánimo	no	eran	los	mismos.	Claro,	que	ante
ninguna	otra	opción	y	viendo	que	la	poca	plata	se	le	iba	rapidito,	se	armó	de
un	machete	largo	de	buen	acero,	y	empezó	a	limpiar	el	terreno	para	recuperar
lo	 que	 quedaba	 de	 frutal	 perdido	 en	 el	 marabú.	 Sus	 cuñados	 lo	 ayudaron	 a
remendar	el	rancho	y	pronto	comenzó	a	parecerse	más	a	un	guajiro	de	la	zona,
que	a	un	aspirante	de	gaucho	regresado	de	la	Argentina.
	
				Nadie	 sospechaba	 que	 él	 había	 asesinado	 a	 Estanislao	 Malaventura,	 ni
siquiera	 lo	 asociaron	 conque	 desde	 su	 llegada	 el	 fantasma	 comenzó	 a	 salir
todas	 las	 noches	 incumpliendo	 la	 promesa	 contraída	 con	 los	 tres	 monteros
negros	de	Dolores	Cruz,	pero	eso	no	extrañó	a	nadie	dada	la	fama	que	tenía	de
mal	quedar	en	vida	el	ahora	fantasma.
	
				En	lo	que	respecta	a	Robustiano,	él,	aunque	no	creía	en	nada,	lo	respetaba	
todo,		por	lo	que	no	se	le	 ocurrió	 transitar	 por	 la	 arboleda,	 ni	 siquiera	 por	 el
día,	 pero	 eso	 lógicamente	 para	 el	 pequeño	 negocio	 de	 frutas	 que	 pensaba
iniciar	no	era	bueno,	porque	le	sería	muy	difícil	entrar	en	competencia	con	los
otros	 guajiros	 que	 utilizaban	 el	 camino	 de	 la	 arboleda,	 como	 los	 barcos	 el
Canal	 de	 Panamá,	 desechando	 el	 largo	 y	 peligros	 trayecto	 del	 Estrecho	 de
Magallanes,	muy	al	sur	de	la	Patagonia.
	
				Efectivamente,	bajo	estas	circunstancias,	el	negocio	de	las	frutas	no	le	iba
muy	bien	al	gallego,	pues	cuando	llegaba	al	pueblo,	después	de	andar	más	de
media	 legua	 que	 los	 demás,	 ya	 todos	 los	 viandantes	 y	 tenderos	 se	 habían
quedado	 las	 necesarias	 y	 él	 apenas	 podía	 vender	 alguna,	 y	 como	 fruta,	 y
tropical	aún	más,	no	tardaban	en	echárseles	a	perder.	Otra	opción,	como	lo	de
la	 cría	 de	 gallos	 finos	 que	 le	 había	 dado	 buenos	 dividendos	 al	 difunto
Estanislao,	de	eso	él	no	entendía	nada,	y	ya	lo	del	ganado	no	le	había	ido	bien
con	los	argentinos,	entonces	pensó	en	vender	la	finca,	porque	lo	último	era
enfrentarse	al	fantasma,	pero	en	aquellos	momentos	que	nadie	tenía	dinero	no
recibió	ninguna	propuesta	digna	de	entrar	a	considerar.
	
				Entonces,	 ante	 esa	 situación	 casi	 de	 desesperación,	 entendió	 que	 debía
llenarse	de	valor	y	enfrentar	al	fantasma,	de	la	misma	forma	en	que	se	enroló	
en	legión		y	si	en	vida	él	se	lo	había	cargado,	no	dudaba	que	de	muerto	podría
hacerlo	 de	 nuevo,	 porque	 para	 algo	 él	 se	 llamaba	 Robustiano	 Muñeira,	 ex
legionario	 y	 gallego	 de	 la	 "Terra	 Gallica".	 Y	 efectivamente	 armado	 de	 su
revolver	 y	 con	 suficientes	 balas	 en	 los	 bolsillos,	 cargó	 las	 alforjas	 de	 su
caballo	de	hermosos	y	grandes	aguacates	y	se	reintrodujo,	una	vez	salido	el	sol
en	la	arboleda,	sin	que	ese	día	sufriera	ningún	contratiempo,	por	lo	que	aunque
no	fue	de	los	primeros	en	llegar,	sí	pudo	colocar	a	un	precio	aceptable	media
alforja,	lo	que	posibilitó	comprar	algo	de	azúcar,	café	y	manteca,	y	no	regresar
con	las	manos	vacías	a	la	casa,	aunque	si	aún	con	tres	cuartas	partes	de	la	fruta
sin	vender.
	
				Al	 día	 siguiente	 hizo	 lo	 mismo	 por	 lo	 que	 mejoró	 el	 semblante	 de	 la
Amparo	de	manera	que	hicieron	algo	de	amor	como	en	los	viejos	tiempos.	La
cosa	siguió	igual	los	siguientes	días,	pero	el	gallego	veía	que	aún	no	podía
llegar	a	los	niveles	de	la	competencia,	por	lo	que	un	día	se	llenó	de	valor	y
salió	a	oscuras,	muy	de	madrugada,	por	lo	que	llegó	a	la	arboleda	sin	nada	de
luz,	se	persignó	antes	de	entrar	y	al	principio	no	vio	ni	escuchó	nada,	hasta	que
a	mediados	del	oscuro	y	espeso	monte,	sintió	el	relinchar	de	un	caballo	hacia
sus	espaldas	y	la	figura	de	un	jinete	que	se	desvanecía	y	aparecía	de	nuevo,
unas	 veces	 detrás,	 y	 otras	 delante,	 le	 soltó	 un	 par	 de	 fotutazos	 pero	 nada,
aunque	ya	comenzaban	a	penetrar	las	luces	del	alba	y	poco	a	poco	la	figura
fosforescente	desapareció	por	completo.	Entonces,	muy	asustado	comprendió
que	mientras	actuase	a	la	luz	del	día	no	tendría	problemas	y	ajustó	su	horario	a
estas	condiciones.
	
				El	invierno	se	le	pronosticaba	bien	a	Robustiano,	pues	las	frutas	escaseaban
y	sin	embargo	él	tenía	algunas	matas	de	aguacate	de	madurar	tardío,	por	lo	que	
la	navidad		le	sería	muy	beneficiosa,	el	problema	es	que	en	invierno	los	días	
son	más	cortos	y	las	noches	más	largas	y	por	esas	fechas,	sobre	 todo	 el	 24	 de
diciembre	los	tenderos	le	pidieron	que	trajera	la	fruta	bien	temprano,	antes	del
amanecer,	para	ellos	poder	cerrar	a	media	tarde	e	irse	a	cenar	con	sus	familias.
	
				Aquello	 era	 un	 problema	 para	 Robustiano,	 pues	 tendría	 que	 atravesar	 la
arboleda	 a	 oscuras,	 pero	 no	 tenía	 opción,	 por	 lo	 que	 aquel	 día	 de	 navidad,
además	del	revolver	llevó	un	farol	encendido	para	dar	luz	y	alejar	al	espíritu;
así	se	adentró	tembloroso,	lentamente	en	la	arboleda,	a	poco	sintió	las	pisadas
del	jinete	fantasmagórico	a	su	alrededor,	montado	en	el	caballo	fosforescente
acompañado	 de	 relinchos	 largos	 y	 espeluznantes,	 y	 como	 una	 voz	 de
ultratumba	que	le	gritaba	“asesino,	asesino”,	trató	de	apurar	el	caballo,	pero
éste	 no	 obedecía,	 se	 encontraba	 asustado,	 como	 petrificado,	 le	 clavó	 las
espuelas	y	solo	logró	que	el	animal	saliera	en	estampida	por	un	camino	lateral
internándose	aún	más	en	la	arboleda.	Por	el	salto	del	caballo	se	le	cayó	el	farol		
que	se	apagó	del	impacto,	 mientras	 él	 no	 atinaba	 como	 frenar	 la	 bestia	 que
horrorizada	corría	a	todo	galope	perseguida	por	el	jinete	fantasmagórico.	Sólo
atinó	a	sacar	el	revólver	y	disparar	en	todas	direcciones,	pero	las	veces	que
creyó	dar	en	el	blanco,	vio	como	las	balas	atravesaban	la	figura	fantasmal	y	su
risa	 y	 sus	 palabras	 guturales	 provenientes	 de	 Ultratumba:	 “no	 me	 puedes
matar,	ya	estoy	muerto”.
	
				El	cuerpo	sin	vida	de	Robustiano	lo	encontraron	al	atardecer,	después	que	la
Amparo	preocupada	pidió	a	sus	hermanos	que	lo	buscaran,	porque	nadie	en	el
pueblo	daba	razón	de	él,	y	el	caballo	había	regresado	solo	sin	jinete	por	el
medio	día	con	las	alforjas	llenas	de	aguacates.	Estaba	tirado	al	lado	de	una
Ceiba	en	el	centro	de	la	arboleda,	con	los	ojos	abiertos,	vidriosos,	y	una	mueca
como	de	horror.	Había	muerto	de	un	infarto,	según	diagnosticó	el	médico	de
oídas,	porque	no	quiso	ni	por	nada	del	mundo	entrar	a	la	arboleda.	Tanto	era	el
temor	que	imponía	el	fantasma.
A	partir	de	esa	noche	no	se	oyó	más	el	galopar	del	caballo	con	su	jinete
fantasmal,	 ni	 sus	 relinchos,	 ni	 los	 gritos	 de	 Ultratumba,	 ni	 salir	 la	 luz
fosforescente.	Al	parecer	el	fantasma	se	había	cobrado	su	venganza.
IV.	Casino	Español
	
1.	Guajiro	y	Ajedrecista
	
Guajiro	y	ajedrecista,	dos	palabras	que	se	contradecían	explícitamente	en	la
Cuba	de	los	primeros	50	años	del	siglo	XX,	guajiro	porque	si	no	era	ofensa,
podría	referirse	a	una	persona	humilde,	honrada	y	trabajadora,	pero	también
con	poco	intelecto,	cultura	e	instrucción.	Mientras	que	el	ajedrez,	era	el	juego
ciencia	por	excelencia	donde	la	inteligencia	humana	debía	manifestarse	en	su
máxima	expresión.
	
				Esta	contradicción,	sin	embargo,	quedó	en	entredicho	un	domingo	del	mes
de	mayo,	no	recuerdo	de	qué	año,	cuando	hizo	su	entrada	por	las	anchas	y
lustradas	 puertas	 del	 Casino	 Español	 de	 la	 ciudad	 un	 campesino	 con	 típica
ropa	 de	 faena	 para	 participar	 en	 el	 más	 importante	 de	 los	 torneos	 de	 la
temporada.	Todo	esto	tomaba	mayor	relevancia	por	cuanto	éste	era	un	lugar
rodeado	 de	 lujo	 y	 al	 que	 asistía	 el	 selecto	 grupo	 de	 las	 clases	 vivas:	 ricos
comerciantes,	médicos,	políticos,	abogados	y	lo	que	se	apreciase	de	ser	digno
de	aquel	pueblo	de	las	llanuras	del	Camagüey.
	
				Sí,	el	Casino	Español,	cuyo	nombre	era	el	reflejo	de	aquellos	peninsulares,
principalmente	gallegos	que	como	se	decía:	habían	arribado	a	la	isla	“…con
un	 real	 en	 el	 bolsillo	 y	 el	 estómago	 estrujao”	y		que	consiguieron	amasar	
inmensas	fortunas,	por	su	ahorro	y	perseverancia,	aprovechando	las	épocas	de	
bonanza	azucarera	y	exprimiendo	hasta	el	último	centavo,	propio	o	ajeno,	y	
sobre	todo	el	sudor	de	trabajadores	y	campesinos,	que	muchas	veces	no	tenían	
ni	para	alimentar	a	sus	familias.	Algunos,	por	suerte	y	los	más	acudiendo	a	
trampas	o	cuanto	medio	legal	o	ilegal	estuviese	a	su	alcance,	se	habían	
convertido	en	lo	que	eran,	las	clases	vivas	del	pueblo,	los	demás	claro	está,	
debían	ser	las	clases	muertas	donde	sin	lugar	a	dudas	estarían	bien	ubicados	
los	guajiros.
	
				He	ahí,	sin	embargo,	que	aquel	casino,	joya	de	la	ciudad,	recibía	la	visita	de
un	joven	vestido	como	el	más	humilde	de	todos	los	guajiros,	calzando	zapatos
rústicos	 de	 piel	 dura	 y	 sin	 curtir,	 con	 tiras	 de	 guano	 en	 vez	 de	 cordones,
pantalón	 azul	 de	 mezclilla	 raído	 y	 algún	 que	 otro	 parche	 cocido	 a	 mano,
camisa	de	caqui	grueso,	con	manchas	de	sudor	bajo	los	brazos	por	el	recorrido
a	pie	por	guardarrayas	y	terraplenes,	y	para	rematar,	un	sombrero	de	guano,
estrujado,	desteñido	y	con	alguna	tira	suelta	por	el	sobre	uso.
	
				Cuando	 lo	 interceptaron	 en	 la	 puerta	 dijo	 que	 venia	 para	 participar	 en	 el
torneo	de	ajedrez	que	se	jugaría	esa	tarde,		y	que	se	celebraba	de	año	en	año,	
premiado	con	una	fuerte	suma	de	$5000	obtenido	del	depósito	de	cada		
participante,	$200,	que	formarían	parte	de	la	bolsa	del	ganador	y	un	
suplemento	aportado	por	el	casino.	Está	de	más	decir	que	continuaron	
preguntas	tales	como:	¿si	sabía	jugar	al	ajedrez,	que	si	traía	el	dinero	para	la	
apuesta?	y	otras	más	de	forma	irrespetuosa	e	insultante.
	
				Aquel	 extraño	 visitante	 respondió	 con	 simpleza,	 aparentando	 ser	 algo
ignorante:	que	sabía	mover	las	piezas,	incluso	el	movimiento	del	caballo	en
forma	de	“ele”	y	que	saltaba	por	el	tablero	igual	a	los	naturales	de	la	sabana.
Presentó	 para	 la	 apuesta	 en	 vez	 de	 dinero	 un	 reloj	 de	 oro	 de	 bolsillo	 que
rápidamente	 identificó	 el	 joyero	 del	 pueblo	 como	 de	 22	 quilates,	con	valor	
muy	superior	a	los	$200	requeridos,	luego	que	le	brillaron	sus	ojos	por	la	
calidad,		marca	y	belleza	del	valioso	instrumento.
	
				Pero	 ¿cómo	 había	 llegado	 aquel	 joven	 desaliñado	 y	 vestido	 de	 forma
estrafalaria	 a	 este	 lugar?	 Era	 una	 historia	 que	 se	 remontaba	 a	 años	 atrás,
cuando	sus	padres	comprendieron	que	no	era	bueno	para	el	trabajo	de	campo,
que	a	duras	penas	completaba	su	faena	y	que	le	“patinaba	el	coco”	por	las
cosas	 que	 decía.	 Fue	 entonces	 que	 se	 lo	 encomendaron	 al	 viejo	 Bartolomé
Barroso,	 gallego	 de	 pura	 cepa,	 de	 los	 que	 la	 letra	 más	 importante	 del
abecedario	era	la	“ñ”	y	que	todavía	se	refería	a	la	lluvia	como	“chuvia”,	y	el
único	que	sabía	leer,	escribir	y	hacer	cuentas	en	la	colonia	y	en	leguas	a	la
redonda.	 Surgía	 luego	 otra	 incógnita	 ¿qué	 hacía	 ese	 gallego	 en	 aquel	 sitio
viviendo	en	un	bohío	(rancho,	choza)	abandonado	y	en	una	absoluta	miseria?
Y	 esto	 nadie	 lo	 sabía,	 no	 se	 le	 conocía	 familia.	 De	 él	 se	 tejían	 muchas
historias:	 que	 había	 logrado	 amasar	 una	 gran	 fortuna	 y	 que	 una	 mujer	 lo
arruinó,	o	que	un	paisano	le	arrebató	sus	tierras,	o	que	lo	perdió	todo	en	el
juego,	o	mil	cosas	más	de	las	que	se	habla	en	cualquier	lugar	cuando	no	se
sabe	o	hay	dudas	sobre	algo.
	
				Como	buen	gallego,	del	carácter	ni	hablar,	por	lo	que	no	admitía	preguntas
y	 sólo	 se	 observaba	 que	 ya	 con	 muchos	 achaques	 arriba	 vivía	 en	 la	 más
absoluta	pobreza	en	un	rancho	mal	cobijado	de	guano	y	yaguas,	al	lado	de	un	
arroyo,	al	terminar	el	terraplén,	a		poco	 más	 de	 dos	 kilómetros	 de	 la	 colonia.
Allí	enviaron	a	Leoncio	nombre	de	nuestro	ilustre	joven,	en	aquel	momento
aún	adolescente,	a	que	después	de	la	faena	aprendiera	un	poco	de	números	y
letras	para	que	pudiese	hacer	algo	en	la	vida,	porque	el	trabajo	de	campo	le	
quedaba	grande.	Era	lento	con	el	machete,	cansón	con	la	guataca	por	lo	que	
siempre	terminaba	el	último,		apenas	se	sostenía	en	un	caballo	y	no	sabía	ni
	“ordeñar	la	chiva”	como	se	decía,	y	malo	o	con	mala	suerte	hasta	para	pescar
truchas	y	biajacas	en	el	río.
	
				Cuando	Leoncio	llegó	aquella	primera	tarde	al	bohío	de	Bartolomé	y	entró	
en	la	aparente	división	de	sala,	cuarto	y	cocina,	todo	con		piso	de	tierra	mal	
apisonado,	solo	encontró	miseria	por	todas	partes	y	nada	digno	de	su	atención,		
salvo	un	puñado	de	libros,	de	los	que	sólo	identificó	las	ilustraciones	y	sí,	en	
una	esquina	un	tablero	como	de	damas	con	figuras	diferentes:	 blancas	 y
negras,	labradas	a	mano	que	le	llamó	poderosamente	la	atención.	El	viejo	al
darse	 cuenta	 sonrió	 pícaramente.	 -	 ¡Ah!	 te	 interesa	 el	 ajedrez,	 pues	 ya
aprenderás,	pero	primero	las	letras	y	los	números.
	
				Y	 así	 durante	 meses	 el	 muchacho	 aprendió,	 y	 justo	 es	 decir	 que	 lo	 hizo
rápido,	pero	por	mucho	que	insistía	que	le	enseñaran	aquel	misterioso	juego,
Bartolomé	no	se	lo	permitía,	hasta	que	un	día	el	viejo	gallego	le	dijo:
	
				─	Ya	sabes	leer	y	escribir	y	eres	muy	bueno	en	aritmética,	por	eso		ahora	te	
enseñaré	este	juego	que	es	mi	consuelo	en	los	momentos	de	soledad	y	cuyo	
conocimiento	bien	empleado	te	podrá	servir	de	mucho,	pues	la	vida	no	es	más	
que	una	partida	de	ajedrez,	unas	veces	con	los	humanos	y	por	último	con	la	
muerte,	con	la	que	se	juega	la	última	y	siempre	se	pierde.
	
				Y	así	Leoncio	aprendió	las	reglas	del	ajedrez,	el	movimiento	de	las	piezas,
la	táctica	y	la	estrategia,	las	peligrosas	celadas,	la	ofensiva,	el	contraataque	y
el	 valor	 de	 la	 posición,	 también	 a	 modelar	 su	 carácter,	 antes	 compulsivo	 y
desmedido	y	después	razonado	y	cauteloso.
	
				Jugaron	 muchas	 partidas,	 de	 inicio	 el	 viejo	 Bartolomé	 le	 daba	 piezas	 de
ventaja	y	siempre	ganaba,	hasta	que	lo	hicieron	de	igual	a	igual	y	un	día	el
alumno	superó	a	su	maestro	y	éste	le	dijo:	─Ya	estas	preparado,	sólo	me	falta
enseñarte	que	no	te	confíes	del	rival	por	inofensivo	que	parezca,	y	cuidado	con
sus	manos	que	si	son	rápidas	pueden	poner	tu	pieza	en	otra	posición	y	no	en	la
casilla	donde	la	colocaste.	Por	este	motivo	es	por	el	que	estoy	aquí,	por	confiar
en	un	mal	paisano	al	que	apoyé	y	con	el	que	compartí	techo,	comida	y	una
finca	 con	 la	 que	 se	 quedó	 al	 ganar,	 haciendo	 trampas,	 en	 una	 partida	 sin
anotación	en	que	al	virar	la	espalda,	con	la	rapidez	del	relámpago,	puso	mi
reina	bajo	el	ataque	de	un	peón.	Ese	mal	hijo	de	España	aún	vive,	compró	un
titulo	 de	 Doctor	 en	 Leyes,	 sin	 saber	 nada	 de	 letras,	 es	 ahora	 una	 figura
relevante	en	el	pueblo:	el	Notario,	y	preside	el	Casino	Español.	Su	hijo	padece
de	 sus	 mismos	 males,	 es	 un	 buen	 ajedrecista,	 ha	 competido	 incluso	 en	 la
capital,	 pero	 tú	 puedes	 derrotarlo	 y	 esa	 sería	 mi	 mayor	 alegría	 antes	 de
emprender	el	viaje	del	que	nunca	se	regresa.
	
				Aquellas	sinceras	palabras	del	gallego,	su	maestro	y	mentor,	impresionaron	
mucho	a	Leoncio	que	al	fin	conoció	la	historia	de	aquel	singular	personaje	y	al	
que	valoró	aun	más	y	comenzó	a	sentirse	como	parte	de	su	hijo	y	a	sentir	
como	suyos	los	agravios	e	injusticias	ocasionadas	por	su	paisano
	
				Una	tarde,	pocos	días	después,	el	maestro	lo	esperó	a	la	entrada	del	bohío	y	
lo	sorprendió	con	un	juego	idéntico	al	de	él,	hecho	con	sus	propias	manos,	de	
la	madera	de	un	viejo	cedro	del	monte	para	las	figuras	blancas		y	de	un	ébano	
carbonero	para	las	piezas	negras.	Aún	se	notaban	sus	 manos	 callosas	 y
sangrantes	torturadas	por	el	esfuerzo	de	pulir	las	figuras.
	
				Ahora	─	le	dijo	─	viajarás	por	los	pueblos	y	ciudades,	y	jugarás	con	todo	el	
que	encuentres,	independientemente	de	su	condición	social,	raza	o	color;	
pasarás	frío,	hambre	y	algunas	veces	tendrás	la	luna	por	techo,	pero	necesito	
que	te	entrenes	bien,	que	aprendas	los	subterfugios	del		reloj	y	cuando	hayas
vencido	a	todos,	sin	excepción,	regreses	por	un	mes	de	mayo	a	participar	en	el
gran	torneo	del	Casino	Español.
	
			Leoncio	obedeció	el	mandato	de	su	maestro	y	viajó	pueblo	por	pueblo,	hoy
perdiendo	 y	 mañana	 volviendo	 a	 jugar,	 hasta	 ganar,	 comiendo	 lo	 que
encontrase,	lo	que	pudiese	adquirir	cuando	le	pagaban	por	una	partida,	o	en
alguna	apuesta,	a	veces	sólo	los	frutos	del	monte,	hasta	que	un	día,	después	de
derrotar	a	todos	los	contrincantes	a	los	se	había	enfrentado	a	lo	largo	de	media
isla,	regresó	a	la	colonia	y	fue	en	busca	de	su	maestro	al	que	encontró	en	su
camastro,	casi	sin	poderse	mover,	con	una	tos	húmeda	y	persistente,	con	los
pulmones	destrozados	y	las	costillas	pegadas	a	la	vieja	y	arrugada	espalda.
	
				Sabía	que	vendrías,	─	dijo	con	voz	ronca	y	apagada		─	que	 no	 moriría	 sin
ver	acabada	mi	obra,	mañana	es	el	día	en	que	se	celebra	el	gran	torneo	del
Casino	Español.	No	hay	tiempo	que	perder	debes	inscribirte	antes	de	empezar
el	evento.
	
				─Pero	no	tengo	el	dinero	para	la	apuesta.
	
			Sí,	aquí	está,	lo	he	guardado	por	todos	estos	años	esperando	este	momento,	a
pesar	de	la	mucha	miseria	en	que	he	vivido.
	
			Y	el	viejo	sacó	de	debajo	de	su	almohada	un	reloj	de	bolsillo,	de	oro	casi
puro.
	
				─Esto	vale	más	de	los	$200	de	la	apuesta.
	
				Leoncio	no	dijo	nada,	se	limitó	a	cumplir	los	requerimientos	de	su	maestro,	
aunque	su	cabeza	se	encontraba	llena	de	dudas	y	de	incertidumbres,	se	
preguntaba	si	estaba	verdaderamente		preparado	para	llevar	a	cabo	la	difícil	
misión	que	le	asignaba	Bartolomé.		Y	realmente	no	tenía	respuesta,	pues	
aunque	había	viajado	por	muchos	pueblos	y	ciudades,	 y	 jugado	 con	 los
mejores	ajedrecistas	de	aquellos	lugares,	se	enfrentaba	por	primera	vez	a	una
responsabilidad	sentimental	que	no	estaba	aún	seguro	de	poder	cumplir.	No
quiso	dejar	al	viejo	solo	y	volvió	con	su	madre	y	sus	hermanas	para	que	lo
cuidaran,	éste	casi	agonizaba.	Se	despidió	de	él	y	sintió	el	calor	de	sus	fiebres
y	el	apretón	de	sus	manos	temblorosas.
	
				Al	día	siguiente,	durante	el	trayecto	hacia	la	ciudad	por	el	terraplén	lleno	de	
un	polvo	fino,	que	se	dispersaba	en	todas	direcciones	por	el	golpe	de	sus	botas,	
comenzó	a		repasar	cada	uno	de	los	consejos	del	viejo:	“Acuérdate,	sé	
cauteloso,	deja	que	te	infravaloren,	que	piensen	que	no	sabes	nada,	que	eres	un	
ignorante,	permite	que	avancen,	que	precipiten	el	ataque,	espéralos	con	una	
fuerte	defensa,	a	continuación	contraataca	sin	compasión	y	destruye	sus	
posiciones	llenas	de	debilidades,	hasta	que	los	remates	en	su	propia	guarida;	
después	se	abochornaran	de	haber	sido	derrotado	por	un	guajiro,	entonces	la	
pasión	los	segará	y	serás	su	verdadera	pesadilla	en	el	ajedrez.	Inscríbete	 con
mi	apellido	y	si	ganas	le	dirás	al	falso	Doctor	Sebastián	Caldeira,	que	eso	es	de
parte	de	Don	Bartolomé	Barroso;	y	cuídate	si	juegas	con	su	hijo	de	la	trampa
que	te	mostré,	que	seguro	la	tratará	de	hacer	si	se	ve	perdido”.
	
				Y	así	fue	que	Leoncio	Barroso,	aunque	éste	no	fuera	su	verdadero	apellido,
se	presentó	con	vestimenta	rústica	de	guajiro	pobre	aquella	tarde	del	mes	de
mayo	en	el	lujoso	Casino	Español	de	la	ciudad.
2.	Casino	Español
	
				Eran	16	jugadores	por	sistema	eliminatorio	pues	solo	habría	un	gran	premio,	
nada	menos	que	$5000,	toda	una	fortuna	para	la	época.	Sí,	16	jugadores,	8	
mesas,	tiempo	de	meditación	de	sólo	30	minutos,	máximo	de	60		por	partida	y		
con	hora	de	comienzo	a	las	4:00	de	la	tarde,		con	el	fin	de	finalizar	antes	de	
media	noche	y		con	un	breve	receso	entre	partidas.
	
			Alrededor	del	enorme	salón	se	dispusieron	los	grandes	sillones	de	balanceo
de	maderas	preciosas	puestos	a	disposición	de	las	distinguidas	damas	con	sus
vistosos	vestidos	de	tul,	sedas	y	otros	tejidos	cubriendo	bonitos	o	feos	cuerpos
bajo	rostros	indiferentes.
	
				Los	hombres	 venían	 ataviados	 con	 hermosas	 guayaberas	 o	 trajes	 de	 dril
cien,	botas	suaves	de	piel	de	becerro	o	zapatos	brillosos	de	dos	tonos,	fumando
habanos	de	vuelta	abajo	y	llenando	de	humo	todo	el	inmenso	salón.
	
				A	Leoncio	le	correspondió	el	número	13	en	el	sorteo,	lo	que	causó	risas	y	la	
suposición	de	que		los	guajiros	no	tenían	suerte	ni	en	los	sorteos.	¿Qué	que	
hacía	aquel	muerto	de	hambre	allí?	era	la	pregunta	de	todos	y	lo	malo	es	que	
no	se	escondían	para	decirlo,	pero	él	se	mantuvo	indiferente,	con	cara	y	
aspecto	fantasmal	y	los	ojos	y	la	mente	puestos	en	otra	parte.
	
				La	 primera	 partida	 fue	 con	 Avelino	 Domínguez,	 éste	 con	 las	 blancas.	 Se
trataba	 del	 hijo	 del	 dueño	 de	 las	 dos	 ferreterías	 del	 pueblo,	 estudiante	 de
ingeniería	en	la	Habana	y	considerado	un	portento	de	las	matemáticas,	y	un
experto	del	ajedrez.
	
				Al	sonar	la	campanilla	Avelino	adelantó	el	peón	del	rey	con	la	idea	de		
provocar	una	apertura	española	como	forma	de		hacer	honor	al	casino	y	de	
entrar	en	un	juego	abierto	con	grandes	posibilidades	para	el	que	poseía	la	
salida,	a	lo	que	no	correspondió		Leoncio,	pues	su	maestro	se	lo	había	repetido
muchas	veces:	“Estadísticamente	las	blancas	ganan	más	que	las	negras	con	la
Española,	 enfréntalo	 con	 una	 Siciliana,	 Caro	 Khan	 o	 Francesa	 o	 hasta	 la
defensa	o	Ataque	Arlekine	si	lo	consideras”.	Esto	último	fue	lo	que	hizo	el
campesino	dando	la	sensación	que	apenas	sabía	mover	las	piezas,	mientras	que
su	caballo	huía	perseguido	por	los	peones	blancos	que	se	le	echaban	encima
como	lobos	de	una	jauría.
	
				El	hijo	del	ferretero	de	manera	un	tanto	desenfrenada	y	pensando	que	su
contrincante	 no	 conocía	 nada	 del	 juego	 ciencia	 trató	 de	 acorralar	 al	 caballo
más	de	lo	aconsejado	en	este	tipo	de	apertura,	dejando	sus	peones	dislocados,
sin	apoyo	y	demasiado	adelantados	por	el	tablero.	Entonces	al	guajiro	se	le	vio
sonreír	por	primera	vez,	su	oponente	había	caído	ingenuamente	en	la	trampa,
por	lo	que	de	repente	irrumpió	con	la	caballería	y	los	alfiles	que	dieron	cuenta
de	 aquellos	 aspirantes	 a	 lobos	 en	 una	 posición	 de	 partida	 perdida	 por	 su
oponente	desde	el	inicio.
	
				No	 hicieron	 falta	 los	 30	 minutos,	 en	 menos	 de	 20	 la	 situación	 para	 el
conductor	de	las	piezas	blancas	resultaba	insoportable,	éste,	molesto	y	como	si
no	quisiera	hacer	el	ridículo,	se	levantó	y	dejó	que	se	agotara	el	tiempo	ante	la
mirada	incrédula	de	los	presentes,	incapaces	de	dar	crédito	a	lo	que	veían	sus
ojos.	Se	acercaron	entonces	las	jóvenes	de	vestidos	de	tul,	no	por	celebrar	el
triunfo	del	guajiro,	sino	con	el	objeto	de	burlarse	del	hijo	del	ferretero.
	
				Solo	una,	tal	vez	la	única	mujer	que	entendía	algo	de	ajedrez	por	las	veces
que	su	padre,	amigos,	y	su	propio	hermano	se	enfrascaban	en	este	juego	en	la
sala	del	hogar,	observó	la	posición	y	notó	que	aquello	no	podía	ser	un	evento
de	 suerte,	 que	 el	 intelecto	 del	 guajirito	 daría	 sorpresas	 en	 aquel	 torneo,	 era
joven,	 hermosísima	 su	 nombre	 era	 Estefanía	 la	 hija	 del	 Notario,	 abogado	 y
rico	terrateniente	Sebastián	Caldeira,	Presidente	además	del	Casino	Español.
	
				─Tuviste	suerte	guajiro,	veamos	con	quien	te	toca	ahora,	─	le	dijo	un	joven	
con	facciones	achinadas,	puede	que	el	hijo	del	dueño	de	varias	fondas	y	
restaurantes	del	pueblo,	efectivamente,		Joaquín	Lí,	economista	y	gerente	de	
los	negocios	de	su	padre	que	no	hablaba	muy	bien	el	español.
	
				Leoncio	 decidió	 comer	 algo,	 pues	 no	 tenía	 nada	 en	 el	 estómago,	 pero
también	le	resonaron	las	palabras	del	viejo	Barroso:	“cuando	la	barriga	está
llena	 el	 cerebro	 piensa	 menos”,	 por	 lo	 que	 se	 contentó	 con	 unas	 lascas	 de
queso	con	jamón	y	medio	vaso	de	zumo	de	naranja.
	
				Quedaban	8	contendientes	pues	igual	número	había	sido	eliminado	en	la	
primera	ronda		y	la	suerte	quiso	que	en	esta	ocasión	le	tocara	el	mismo	chinito	
Lí,	que		enfrentó	al	campesino	con	una	Defensa	Siciliana	variante	del	Dragón,	
esquema	peligrosísimo	ya	que	las	piezas	negras	contraatacan	por	el	flanco	
dama	apoyadas	por	el	alfil	en	la	diagonal	central	que	ejerce	como	un	dragón	
cuya	cola	envuelve	el	ala	izquierda	donde	generalmente	se	traslada	al	rey	
blanco.
	
				La	partida	parecía	ser	compleja	y	peligrosa	para	Leoncio,	pero	éste	había	
sido	instruido		por	Bartolomé	y	la	única	estrategia	al	efecto	pasaba	por	llegar	
primero	al	reducto	del	rey	contrario	y	cortar	la	cabeza	de	la	bestia	mitológica,	
esto	es,	intercambiar	alfiles	de	semejante	color	lo	que	traslada	a	la	potente	y	
ofensiva	reina	blanca	al	escenario	de	ataque,	dejando	algo	desguarnecida	la	
defensa.	En	una	situación	así,	es	aconsejable	para	las	negras	sacrificar	la	
calidad,	cuestión	esta	que	el	carácter	pausado	asiático	no	era	muy	dado	a	
hacer,	por	lo	que	abierto	el	flanco	rey	antes	de	iniciarse	el	asalto	de	la	cola	del	
despiadado	reptil	volador,	éste,	 descabezado,	 no	 dio	 posibilidades	 al	 ilustre
hijo	del	Celeste	Imperio	de	llevar	adelante	sus	planes,	y	con	las	columnas	de	la
zona	del	enroque	del	rey	abiertas	y	expuesto	el	monarca	a	las	voraces	torres	y
la	dama	enemiga,	no	le	quedó	más	remedio	que	declinar	su	rey	con	la	calma
típica	de	de	los	hijos	de	este	laborioso	pueblo,	tranquilo,	sosegado	y	apenas	sin
mostrar	enfado	alguno,	al	menos	por	fuera.
	
				Después,	por	mera	cortesía,	Lí	felicitó	al	guajiro	sin	añadir	más	palabras	y	
se	oyeron	los	murmullos	de	los	presentes,	no	de	alabanzas	o	congratulaciones	
al	ganador,	sino	de	odio	y		rencor	acumulado	contra	el	representante	de	una
	“clase	inferior”,	que	descaradamente	incursionaba	en	sus	vedados	territorios.
	
				Se	habían	desarrollado	dos	rondas,	quedaban	sólo	4	contendientes	en	la	lid
y	el	guajiro	con	los	ojos	semicerrados	se	recostó	en	un	balance	aguardando	por
el	 próximo	 lance,	 entonces	 sintió	 una	 mano	 que	 le	 halaba	 el	 sombrero	 que
tenía	 sobre	 su	 rostro	 y	 se	 sorprendió	 al	 ver	 los	 negros	 ojos	 de	 Estefanía
Caldeira	 y	 su	 sonrisa	 con	 dientes	 de	 nácar.	 Esto	 fue	 el	 mejor	 despertar	 de
Leoncio	en	toda	su	vida	y	lo	hizo	salir	de	su	modorra	pensando	que	estaba	en
el	cielo.
	
				Estefanía,	 con	 un	 vaso	 de	 limonada	 en	 la	 mano	se	lo	ofreció,	pero	él	lo	
rechazó	temeroso	de	que	tuviera	algo	que	pudiese	hacerle	daño,		dada	la	
opinión	que	tenía	de	los	Caldeira,	sin	embargo,	se	equivocaba	y	la	joven	 le
sonrió,	─	guajiro	volviste	a	ganar,	¿dónde	aprendiste	a	jugar	tan	bien?	–	Solo,
en	el	monte	-	contestó	él,	arisco.	Ella	siguió	con	el	vaso	entre	sus	delicadas	y
blancas	manos	jugueteando	con	él	de	forma	provocadora.
	
				─Haz	convertido	este	aburrido	torneo	en	todo	un	espectáculo,	y	eso	que	no
quería	venir,	¡lo	que	me	hubiera	perdido!	Mi	padre	y	los	comerciantes	están
que	rabian.	El	de	la	ferretería	dice	que	no	te	venderá	ni	un	clavo	y	el	chino	que
le	 pondrá	 picante	 a	 la	 comida	 si	 pasas	 por	 alguna	 de	 sus	 fondas.	 Te	 estás
buscando	 muchos	 enemigos,	 así	 que	 al	 menos	 ten	 una	 aliada,	 porque	 te
encuentras	completamente	solo.
	
				─Ya	sabré	arreglármelas.
	
				─¿Tú	crees?,	mira	que	son	muy	poderosos.
	
				─No	tengo	nada	que	perder,	lo	que	tenía	se	me	está	yendo	ahora	mismo,	en
el	monte,	en	un	camastro	de	yaguas.
	
				─Lo	siento,	─	dijo	la	joven	─	no	quería	herir	tus	sentimientos.
	
				En	eso	tocaron	de	nuevo	la	campana	y	a	Leoncio	le	tocó	jugar	nada	más	y
nada	menos	que	con	Justiniano	Benítez,	el	Director	del	Instituto	de	Segunda
Enseñanza,	quien	introdujo	la	práctica	del	ajedrez	en	el	Casino	y	maestro	de
los	que	se	iniciaban	en	el	juego	en	el	pueblo,	y	por	supuesto	de	los	que	ahora
como	expertos	él	había	y	tendría	que	enfrentar.
	
				El	Profesor,	viejo	zorro	del	ajedrez,	saliendo	con	blancas	buscó	un	juego	
sólido	y	posicional	mediante	una	apertura	Inglesa,	adelantando	su	peón	alfil	
dama	hasta	la	cuarta	posición.	Ahora	se	desarrollaría	una		partida	cerrada
donde	debía	imperar	la	más	fina	táctica	al	estilo	de	Lasker	o	Capablanca.	No	
en	balde	al	maestro	le	apodaban	“Lasker”		en	el	pueblo,	por	sus	aparentes	
jugadas	simples	y	sencillas,	pero	impregnadas	de	un	veneno	letal	que	actuaba,	
no	de	forma	inmediata,	sino	a	lo	largo	de	la	partida.
	
				Leoncio	no	se	inmutó,		recordó	las	palabras	de	Bartolomé	y	su	imagen	seria
y	 bondadosa:	 “emplea	 el	 estilo	 de	 Capablanca,	 es	 como	 una	 secuencia	 de
pasos,	un	algoritmo	matemático.	Busca	en	cada	movimiento	obtener	la	más
mínima	 ventaja,	 nada	 de	 apuros	 y	 mucho	 ojo	 al	 tiempo	 porque	 las	 partidas
pueden	ser	intensas,	largas	y	agotadoras”.
	
				Entonces	respondió	con	su	propio	peón	alfil	dama	hasta	la	cuarta	posición	y
comenzó	 aquel	 duelo	 de	 titanes	 en	 que	 los	 alfiles	 en	 forma	 de	 fiancheto
alargaron	 sus	 brazos	 diagonales	 y	 el	 intercambio	 de	 piezas	 se	 redujo	 al
mínimo.	Hubo	intentos	posteriores	de	ambos	bandos	de	atacar	por	los	flancos
sin	ningún	resultado,	pues	el	centro	del	tablero	había	quedado	bloqueado	por
los	peones.
	
				“Ten	presente	Leoncio	que	en	los	juegos	cerrados	el	caballo	es	superior	al
alfil,	si	puedes	cambiarlo	hazlo”.
	
				Y	eso	logró	hacer	Leoncio,	dejándose	acorralar	un	alfil	para	cambiarlo	por
un	 caballo	 en	 lo	 que	 los	 presentes	 mostraron	 regocijo	 y	 el	 propio	 maestro
esbozó	una	sonrisa	burlona	y	recostó	la	espalda,	como	aliviado.	El	viejo	zorro
trataría	ahora	de	abrir	alguna	diagonal	o	columna,	pero	el	guajiro	lo	tenía	todo
previsto	y	muy	bien	calculado,	y	atenazó	el	juego	con	sus	peones	y	los	dos
caballos,	uno	de	los	cuales	comenzó	a	moverse	con	soltura	como	si	se	hallase
correteando	en	un	prado,	saltaba	por	todo	el	tablero	creando	debilidades	en	la
posición	 enemiga,	 que	 a	 duras	 penas	 podía	 solucionar	 Justiniano,	 lo	 que	 lo
llevaba	 a	 emplear	 más	 tiempo	 de	 lo	 normal,	 hasta	 que	 a	 los	 30	 minutos,
consumido	el	cronos	reglamentario,	se	cayó	la	banderilla	de	su	reloj.
	
				Había	sido	derrotado	uno	de	los	jugadores	más	sólidos	del	pueblo,	el	que
rara	 vez	 perdía	 alguna	 partida,	 el	 “Lasker”	 del	 Casino,	 por	 el	 nuevo
Capablanca,	 así	 lo	 bautizaron	 algunos,	 mientras	 que	 el	 veterano	 jugador
enojado	se	justificaba	diciendo	que	en	un	torneo	normal	con	dos	horas	y	media
de	reflexión	hubiese	ganado	por	la	superioridad	del	alfil	cuando	se	abriera	el
juego.	Leoncio	lo	miró	con	cierto	desprecio	y	le	dijo:
	
				─En	seis		jugadas	más	usted	se	vería	obligado	a	intercambiar	torre	por	
caballo	en	un	jaque	doble,	pues	se	encuentra	acorralado,	sin	posibilidad	de	
movimiento	en	una	posición	cerrada	del	juego,	y	entonces	sí,	pero	sería	yo	el	
que		abriría	uno	de	los	flancos	por	donde	entraría	una	de	mis	torres	y	
destrozaría	su	retaguardia	con	sus	alfiles	bloqueados,	inofensivos	y	sin	valor	
alguno.	Si	tiene	dudas	vea	y	con	una	rapidez	no	mostrada	hasta	ese	momento	
movió	las	piezas,	explicó	variantes	y	efectivamente	en	la	jugada	indicada	 se
realizaba	la	susodicha	doble	amenaza	con	la	sensible	pérdida	de	calidad	y	la
posterior	 apertura	 del	 flanco	 dama	 por	 donde	 penetraba	 la	 artillería	 con	 su
temible	poder	devastador.
	
				La	sorpresa	fue	general,	los	murmullos	se	repetían,	el	enfado	y	la	antipatía
por	el	campesino	se	incrementaban	y	adquirían	proporciones	desmedidas,	los
insultos	se	los	lanzaban	casi	a	la	cara,	a	veces	llenos	de	palabrotas	indecentes.
Pero	él	se	mantuvo	inmutable	como	una	estatua,	lo	que	incrementó	la	ira	de
los	miembros	del	selecto	club.
	
				A	Leoncio	le	entró	hambre,	pero		no	quería	comer,	entonces	sintió	las	
delicadas	manos	de	Estefanía	que	lo	 tomó	 de	 un	 brazo	 y	 le	 dijo:	 ─	 vamos,
tienes	que	tomar	algo,	mejor	un	café,	pues	ahora	te	tocará	con	mi	hermano	que
es	capaz	de	todo	por	no	perder	y	en	este	momento	habla	con	mi	padre	para
recibir	instrucciones.
	
				─Y	¿por	qué	me	ayuda	en	contra	de	su	padre?
	
				─Tenemos	muchas	diferencias	y	sobre	todo	me	quiere	casar	con	el	imbécil
del	 hijo	 del	 Alcalde,	 ese	 que	 se	 ríe	 como	 un	 tonto	 en	 el	 medio	 del	 salón
creyéndose	gracioso.
	
				Se	 dirigieron	 a	 la	 barra,	 no	 tuvo	 que	 pedir	 nada,	 de	 ello	 se	 encargó
Estefanía.
─Dos	cafés	bien	fuertes	con	poca	azúcar.
	
				Pronto	las	tazas	de	café	humeantes	llegaron	depositadas	en	sendos	platos
pequeños	y	sorbo	a	sorbo	para	no	quemarse	la	lengua	se	las	tomaron,	él	serio	y
preocupado,	 ella	 resplandeciente	 y	 sonriente	 con	 una	 estola	 azul	 sobre	 un
precioso	vestido	satinado	algo	corto	para	las	costumbres	de	los	pueblos.
	
				─¿Dónde	vives	guajiro?
	
				─En	los	dos	últimos	años	donde	me	sorprende	la	noche,	a	veces	bajo	una
guásima,	o	en	un	banco	del	anden	de	trenes,	o	en	un	camastro	por	compasión
de	algún	aficionado.
	
				─¿Así	te	ganas	la	vida?
	
				─Sí,	recién	empiezo.
	
				─¿No	has	estado	en	la	Habana?
	
				─No,	lo	más	que	llegué	fue	hasta	Colón	en	Matanzas.
	
				─Pues	te	has	perdido	lo	mejor	de	Cuba.
	
				─¿Vives	allá?
	
				─Estudio	allí	Filosofía	y	Letras.
	
				Sonó	la	campanilla	de	nuevo	y	Leoncio	se	dirigió	a	su	mesa,	pero	al	
sentarse	frente	a	Javier	Caldeira,	éste		le	dijo	en	voz	baja	y	amenazadora		
─¿Qué	hacías	conversando	con	mi	hermana,	animal?,	te	voy	a	destrozar.
	
				Leoncio	 sonrió	 y	 no	 le	 respondió	 nada,	 de	 manera	 que	 el	 joven	 Caldeira
hizo	 como	 si	 le	 fuera	 a	 pegar	 y	 éste	 con	 voz	 calmada	 le	 dijo	 ─	 atrévete	 si
quieres	andar	con	el	brazo	partido	por	el	pueblo;	y	apretó	su	mano	fuertemente
en	 un	 gesto	 que	 los	 demás	 pensaron	 que	 era	 de	 caballerosidad,	 pero	 donde
Javier	mostró	una	mueca	de	dolor	por	el	fuerte	apretón	del	guajiro.
El	gesto	no	pasó	desapercibido	para	Don	Sebastián,	enfurecido	y	con	ganas
de	intervenir.
	
				─Al	 fin	 Leoncio	 liberó	 lentamente	 la	 mano	 de	 Javier	 manteniendo	 una
ligera	sonrisa.
	
				Volvió	a	recordar	a	Bartolomé:	“Mientras	más	furor	muestre	el	contrario	su
juego	 será	 más	 débil,	 pues	 lo	 dominará	 la	 soberbia,	 y	 el	 ajedrez	 es	 puro
razonamiento”
	
				A	Leoncio	e	correspondían	las	piezas		blancas	y	volvió	a	hacer	tributo	al	
casino,	reducto	de	sus	enemigos	de	clase,	abriendo	el	juego	con	el	peón	rey	
central	hasta	la	cuarta	posición	en		espera	de	una	apertura	española.
	
				En	 efecto	 esto	 ocurrió,	 pero	 notó	 demasiada	 alegría	 en	 el	 rostro	 de	 su
oponente.
	
			“¿Qué	tramará?”,		─	pensó
	
				Sí,	Javier	planteó	una	apertura	española,	pero	en	la	cual	las	negras	
comienzan	atacando	desde		el	inicio	en	lo	que	se	llamaría	el	actual	“Ataque	o	
variante	Marshall”	por	ser	este	jugador	norteamericano	quien	la	creó	y	la	
ensayó	muchas	veces	antes	de	emplearla	contra	el	cubano	José	Raúl	
Capablanca.	Aunque	éste	último	logró,	no	sin	dificultad,	neutralizarla
	
				Leoncio	no	conocía	los	entrecejos	de	esta	apertura	y	al	principio	se	sintió
atenazado	y	acorralado	por	la	agresividad	de	su	oponente,	entonces	volvió	a
pensar	en	su	mentor:	“en	situaciones	complejas,	mantén	la	calma	y	da	paso	a
la	intuición,	pues	muchas	veces	no	es	tal	la	gravedad	y	tu	rival	actúa	más	bien
como	un	toro	al	que	se	puede	marear	con	el	capote”.
	
				Y	efectivamente,	y	ha	sido	siempre	mi	curiosidad	¿cómo	respondió	o	salió
de	esa	situación	nuestro	joven	campesino?,	puede	que	no	exactamente	como
Capablanca,	pero	quizás	lo	ayudara	la	intuición	del	hombre	de	campo	en	su
constante	 enfrentamiento	 con	 la	 naturaleza	 en	 situaciones	 diversas	 y
complejas.	 A	 poco	 el	 feroz	 ataque	 fue	 calmándose	 luego	 que	 las	 blancas
devolvieran	el	peón	tomado	al	inicio,	quedando	en	ligera	superioridad	por	sus
dos	 alfiles	 blancos	 enfocando	 dominantes	 las	 posiciones	 del	 indefenso	 rey
negro.	 Sin	 embargo,	 se	 hacía	 necesario	 jugar	 rápido,	 con	 un	 mínimo	 de
meditación,	pues	había	consumido	más	tiempo	de	lo	normal	y	aún	las	negras
tenían	posibilidad	de	obtener	la	victoria	por	esta	vía.
	
				Y	eso	hizo	Leoncio,	que	en	la	ciudad	de	Santa	Clara	había	tenido	que	jugar
muchas	veces	partidas	de	cinco	minutos	“rapid	transit”,	único	requisito	que	le	
ponía	el	encargado	de	la	sala	de	ajedrez	para	que	durmiera	en	el	local	una	vez	
cerrado	y	comiera	un	congrís		(arroz	cocido	mezclado	con	frijoles	negros)	con	
plátano	y	bistec	o	picadillo	en	un	puesto	de	comidas	chino.
	
				El	jaque	final	sería	cuestión	de	tiempo	y	así	se	lo	hizo	saber	Leoncio:	─
Mate	en	nueve	jugadas.
	
				Palabras	que	resonaron	en	el	silencio	del	salón	y	que	dejó	a	los	espectadores
atónitos,	sorprendidos,	suspendidos	en	el	tiempo	presenciando	aquel	dramático
espectáculo.	 La	 sorpresa	 fue	 general	 y	 en	 un	 cuchicheo	 de	 Don	 Justiniano
pasadas	algunas	jugadas,	el	experimentado	maestro	vaticinó	lo	mismo.
	
				Entonces	Javier	hizo	ademán	de	levantarse	y	como	que	fuese	a	perder	el
equilibrio,	 de	 modo	 que	 algunas	 piezas	 podrían	 caer	 o	 quedar	 fuera	 de
posición,	 pero	 las	 fuertes	 manos	 del	 guajiro	 sujetaron	 con	 firmeza	 la	 mesa,
mientras	hábilmente	el	joven	Caldeíra	con	una	rapidez	inaudita,	propia	de	un
mago	de	circo	tomó,	sin	ser	visto	por	los	demás,	uno	de	los	alfiles	contrarios	e
iba	a	guardarlo	en	su	chaqueta,	cuando	Leoncio,	también	con	una	rapidez	solo
posible	de	adquirir	por	un	campesino	en	las	cotidianas	labores	de	campo,	le
agarró	la	mano	mientras	que	con	la	otra	equilibraba	la	mesa.	Luego	le	dijo	─
suelta	 la	 pieza,	 tramposo,	 ─	 y	 a	 poco	 bajo	 la	 fuerte	 presión	 del	 guajiro	 su
mano	 se	 abrió	 apareció	 la	 susodicha	 figura	 blanca,	 lo	 que	 motivó	a	
continuación	un	murmullo	de		repudio	y	desaprobación	por	parte	de	los	
presentes.
	
				─Haces	las	mismas	trampas	que	tu	padre	─	le	dijo	Leoncio	─	sobre	todo
con	 su	 paisano	 Bartolomé	 Barroso	 que	 le	 dio	 techo	 y	 comida	 cuando	 llegó
desamparado	de	Galicia	y	después	con	una	artimaña	semejante	le	arrebató	su
finca.
	
				Los	 jueces	 presurosos	 pararon	 momentáneamente	 los	 relojes	 y	 todos
posaron	 su	 mirada	 en	 Don	 Sebastián	 que	 pálido	 y	 nervioso	 balbuceaba
palabras	incoherentes	pues	jamás	se	hubiese	esperado	aquello.	No	sabía	qué
decir.	 De	 pronto	 se	 oyó	 un	 fuerte	 murmullo	 y	 muchos	 recordaron	 partidas
anteriores,	aparentemente	ganadas,	que	por	sucesos	como	éste	habían	perdido
y	que	siempre	el	Notario	aludía	a	que	le	daban	algunos	mareos.
	
				Los	jueces	iban	a	dar	la	partida	por	perdida	para	Javier	pero	Leoncio	se	lo
impidió.
	
				─No,	deje	que	la	termine,	sólo	faltan	unas	pocas	jugadas	para	el	jaque	mate.
	
				A	regañadientes	Javier	se	sentó		bajo	la	atenta	mirada	de	los	presentes	hasta
culminar	 la	 partida	 con	 el	 jaque	 mate	 calculado	 en	 la	 esquina	 misma	 del
tablero.
	
				Se	hizo	un	profundo	silencio	y	entonces	Estefanía	valientemente,	y	mirando
desafiante	a	su	padre,	comenzó	a	aplaudir	y	de	hecho,	poco	a	poco	lo	hicieron,
aunque	a	regañadientes	los	demás,	en	un	gesto	de	caballerosidad	que	de	no
hacerlo	hubiese	dejado	en	entredicho	las	buenas	costumbres	exigidas	para	los
“hidalgos”	miembros	del	Casino	Español.
	
				Leoncio	sonriente	reclamó	de	inmediato	el	premio,	que	a	falta	de	cartera
metió	en	su	sombrero	con	el	que	cubrió	su	pelambre	tosca	y	lacia,	y	pidió	que
lo	dejaran	abandonar	el	casino	pues	su	maestro	se	le	moría.	Esto	hicieron,	no
ocultando	su	enfado	los	honorables	miembros	de	aquel	selecto	club,	aunque
ninguno	se	ofreció	para	llevarlo	pese	a	la	gravedad	del	asunto	que	requería	su
abandono	presuroso	del	local.
	
				─Ve	 con	 suerte	 le	 dijo	 Estefanía,	 ─	 ante	 el	 reproche	 de	 su	 familia	 y	 los
demás	 presentes,	 sobre	 todo	 de	 las	 aburridas	 y	 pasmosas	 damas	 de	 aquella
hipócrita	sociedad.
El	joven	partió	a	la	carrera,	sólo	se	detuvo	en	la	piquera	de	autos	de	alquiler
y	tomó	uno	con	un	chofer	somnoliento	que	aquel	viaje	le	venía	bien	después
de	una	noche	de	escaso	movimiento.
	
				─Vaya	rápido	por	favor,	queme	las	llantas	que	mi	maestro	se	muere.
	
				El	coche	apuró	el	terraplén	dejando	una	estela	de	polvo	en	el	medio	de	la
noche.
	
				Al	 llegar,	 Leoncio	 se	 encontró	 a	 su	 madre,	 hermanas	 y	 demás	 vecinos
alrededor	del	camastro	de	Bartolomé.	Éste	apenas	respiraba.
	
				Traiga	un	médico	por	favor	ordenó	al	chofer	pero	su	padre	se	interpuso,	no
es	 necesario,	 no	 lo	 atormentes,	 le	 quedan	 minutos,	 casi	 no	 respira,	 es	 un
milagro	que	aún	esté	vivo.
	
				Entonces	Leoncio	se	sentó	al	lado	del	escuálido	cuerpo	y	le	agarró		las	
manos	mientras	miraba	aquel	rostro	estático	surcado	de	arrugas.
	
					Sacó	de	su	sombrero	el	reloj	de	oro	que	el	viejo	le	había	dado	y	se	lo	puso
en	sus	manos,	─	ganamos	maestro,	ganamos,	al	fin	se	hizo	justicia,	ya	don
Sebastián	no	hará	más	fechorías,	incluso	es	posible	que	alguno	intente	llevarlo
a	los	tribunales	por	sus	mucho	delitos.	Hemos	ganado,	lo	que	usted	me	enseñó
valió	para	algo.
	
				Entonces,	el	moribundo	en	un	último	acto	sobrehumano	agarró	con	fuerza	el
reloj	y	las	manos	de	Leoncio	y	esbozó	una	sonrisa,	la	última	de	aquel	santo
hombre,	que	sólo	había	hecho	el	bien	en	la	vida.
	
				Gruesas	lágrimas	corrieron	por	el	rostro	de	Leoncio,	de	las	mujeres	y	de
muchos	 de	 los	 presentes,	 incluso	 de	 los	 duros	 hombres	 de	 campo
acostumbrados,	las	más	de	las	veces,	a	la	desgracia	y	el	infortunio.
	
					Lo	 velaron	 esa	 misma	 noche	 y	 al	 siguiente	 día	 partió	 el	 cortejo	 fúnebre
hacia	el	cementerio,	previa	la	despedida	de	duelo	hecha	por	un	paisano,	pues
el	 cura	 no	 se	 daba	 por	 enterado	 de	 los	 sucesos	 de	 los	 campos.	 Durante	 el
trayecto	 se	 incorporó	 detrás,	 al	 final,	 un	 lujoso	 coche	 con	 las	 ventanillas
cerradas	en	cuyo	asiento	trasero	se	hallaba	sentada	una	mujer	joven,	con	el
rostro	 cubierto	 por	 un	 velo	 negro	 emitiendo	 ligeros	 sollozos.	 Se	 trataba	 de
Estefanía	Caldeira	que	con	su	presencia	trataba	de	mitigar	las	imperdonables
faltas	de	su	padre	para	con	su	paisano.
	
				Flores	no	faltaron,	tampoco	sencillas	coronas,	algunas	hechas	a	mano	por
las	 guajiras	 del	 lugar.	 Asistieron	 todos	 los	 vecinos	 de	 la	 colonia	 y	 sus
contornos	 y	 sólo	 tal	 vez	 faltó	 un	 epitafio	 en	 el	 que	 se	 leyera:	 “A	 Don
Bartolomé	Barroso,	el	más	insigne	de	los	paisanos	gallegos”.
	
	
				Una	 semana	 después,	 un	 joven	 vestido	 con	 ropa	 sencilla	 se	 detuvo	 un
instante	frente	al	lujoso	Casino	Español,	observó	el	edificio	de	arriba	abajo
una	y	otra	vez,	y	al	final	expresó	en	voz	muy	baja:	─	Un	día	volveremos	a
vernos	las	caras,	─	luego	siguió	hasta	la	cercana	estación	donde	tomó	el	tren
de	primera	clase	procedente	de	Santiago	de	Cuba	y	con	destino	a	la	Habana,	la
capital	del	país.	Antes	había	dejado	a	sus	a	padres	alojados	en	una	pequeña
finca	 que	 compró	 y	 a	 la	 cual	 pertenecía	 el	 bohío	 del	 difunto	 Bartolomé
Barroso,	que	dispuso	dejarán	intacto,	como	un	tributo	a	su	maestro	y	mentor,	y	
de		repartir	lo	que	pudo	entre	los	pobres	vecinos	de	la	colonia.
	
				Ya	 en	 el	 tren	 se	 dirigió	 al	 puesto	 asignado	 al	 lado	 de	 una	 joven	 con
sombrero	 negro	 que	 miraba		distraída	por	la	ventanilla.	─	Con	permiso,	
señorita		─	dijo,	 mientras	 subía	 el	 equipaje	 por	 encima	 de	 su	 asiento	 y	 se
quitaba	el	sombrero	blanco	de	pajilla.	Al	sentarse,	la	joven	viró	su	rostro	para
ver	a	su	acompañante	y	entonces	él	pudo	observar	los	dientes	nacarados	que
adornaban	 la	 sonrisa	 de	 la	 mujer	 más	 bella	 que	 había	 conocido	 nunca:
Estefanía	Caldeira,	su	compañera	de	viaje	a	la	capital	y	para	toda	la	vida.
5.	¡Vaya	Suerte	la	Mía!
	
La	locomotora	rugió	como	si	fuera	un	león	en	medio	de	la	selva,	sedienta	de
kilómetros	por	recorrer	por	las	líneas	férreas	paralelas	de	hierro	y	vomitando
vapor	 en	 todas	 direcciones,	 como	 los	 dragones	 de	 los	 cuentos	 de	 la	 edad
media.	El	silbido	del	tren	se	escuchó	a	kilómetros	de	distancia,	espantando	a
una	yegua	de	brío	que	se	entretenía	en	romances	con	un	caballo	alazán	en	un
potrero	vecino.	Las	bandadas	de	“mayitos”,	con	sus	cantos	agudos	y	su	porte
esbelto	de	colores	variados,	se	levantaron	desde	las	altas	ramas	de	los	álamos
cercanos	 a	 la	 estación,	 mientras	 entre	 las	 hierbas	 una	 codorniz	 huía	 del
embelezo	a	que	estaba	sometida	por	un	majá	de	dos	varas	que	la	tenía	lista
para	el	desayuno.
	
				En	 las	 casillas	 de	 ganado	 del	 tren	 unos	 toros	 cebú	 y	 unas	 vacas	 holstein
legítimas	con	su	toro	acompañante	se	tambalearon	bajo	el	efecto	de	la	inercia
al	arrancar	el	tren,	hasta	ocupar	de	nuevo	su	posición	original,	una	vez	éste
uniformara	el	movimiento.	Eran	propiedad	de	Don	Ramón	Carballo,	gallego
de	pura	cepa	de	las	aldeas	perdidas	en	los	bosques	de	la	provincia	de	Lugo.
Este	insigne	hijo	de	la	patria	gallega	las	había	comprado	en	el	oriente	de	la
provincia,	en	la	zona	ganadera	de	Güáimaro	para	una	hacienda	inmensa,	de	
decenas	de	caballerías	recién	adquirida	en	el	centro	de	las	llanuras	del	
Camagüey	a	donde	se	desplazaba	hoy	para	establecerse,	aunque	su	negocio	
principal	eran	las	frutas,	el	café,	y	los	embutidos.	Entre	sus		planes	estaba	
montar	una	torrefactora	de	café,	y	una	fábrica	de	embutidos	en	el	cercano	
pueblo	de	Florida,	no	la	de		los	americanos,	sino	la	del	Camagüey.
	
				Con	Don	Ramón	iba	su	esposa,	una	alta	y	hermosa	santiaguera,	como	las	de	
antes,	con	su	piel	de	chocolate	de		dientes	nacarados,	andar	contoneado	y	
puede	que	con	las		calenturas	propias	de	las	mujeres	tropicales,	claro	está,	para	
con	sus	maridos.	Se	llamaba	Inés,	no	la	del	Juan	Tenorio	de	Sevilla,	que	
aparentemente	santa	y	pura	se	entregó	al	famoso	burlador.	Ésta	no,	y	aunque	la	
habían	pretendido	muchos	marinos	andaluces	del	puerto	de	Cádiz,	se	había	
entregado	a	un	solo	hombre,	su	marido,	Don	Ramón	Carballo,	o	Don	Mongo
como	le	decían	los	más	allegados,	aunque	no	tenía	nada	de	mongólico,	pero
así	es	la	derivación	de	nombres	en	Cuba	y	en	todas	partes.	Sí,	su	nombre	era
Inés	 de	 la	 Cruz	 Montesdeoca	 apellido	 que	 le	 había	 dado	 la	 madre,	 que	 le
gustaba	más	que	el	primero	que	poseía	y	que	nunca	decía	cual	era,	por	lo	que
cualquiera	que	se	nos	ocurriese	pudiese	ser.	Pero	esto	sólo	era	posible	en	unas
islas	bendecidas	por	Dios,	donde	todo	lo	que	se	hace	con	nobleza	o	pasión	está
bien	hecho	salga	como	salga	y	donde	las	leyes	son	como	las	ligas	de	los	tira
piedras	 que	 se	 pueden	 estirar	 hasta	 donde	 sean	 capaces	 sin	 romperse.	 Con
ellos	venían	sus	dos	hijos	adolescentes	llamados	Ramón	como	el	padre	y	Juan
por	un	amigo	de	éste	muerto	en	un	naufragio.
	
				El	telegrafista	de	la	estación	de	Algarrobo,	poblado	de	donde	había	hecho	
su	salida	la	locomotora	momentos	antes,		hizo	su	oficio	en	proclamar	la	
situación	del	tren	en	dirección	a	Occidente,	y	que	en	poco	más	de	tres	cuartos
de	hora	llegaría	a	la	estación	de	Florida.	También	envió	uno	para	que	el	jefe	de
aquella	estación	le	hiciera	llegar	a	las	autoridades	locales,	que	esperaban	con
impaciencia	la	llegada	del	ilustre	hijo	de	las	tierras	de	Rosalía	de	Castro	y	del
sepulcro	del	apóstol	Santiago,	que	allí	viajaba	Don	Ramón	Carballo,	Senador
de	 la	 República	 por	 uno	 de	 los	 partidos	 del	 momento,	 pudiese	 ser	 liberal,
conservador,	auténtico,	cívico	o	de	otro	nombre,	menos	comunista	o	socialista,
cuestión	de	gustos,	porque	al	final	todos	gobiernan	de	forma	semejante,	con
sus	más	y	sus	menos.
	
				En	los	bancos	de	la	estación	de	Florida	ya	se	había	dado	cita	lo	mejor	de	la
sociedad	local	presidida	por	su	ilustre	Alcalde,	bueno	en	modales,	amplio	en
hablar	y	que	se	decía	era	descendiente	de	capitanes	y	coroneles	de	la	pasada
guerra	 de	 independencia.	 A	 su	 alrededor,	 concejales,	 hacendados	 y
comerciantes,	 el	 notario	 y	 el	 jefe	 de	 bufetes	 de	 abogados,	 el	 director	 de	 la
escuela	 privada	 de	 segunda	 enseñanza	 para	 brindar	 su	 oficio	 a	 los	 hijos
criollos	del	insigne	visitante	y	a	partir	de	hoy	ciudadano	ilustre	del	pueblo,	con
diploma	 y	 medallas	 que	 ya	 tenía	 listo	 para	 entregar	 el	 secretario	 del
ayuntamiento.	También	el	dueño	de	la	clínica	privada	con	su	cuerpo	médico
por	si	alguien	necesitaba	de	sus	servicios;	y	por	supuesto	el	cura	de	la	iglesia
católica	del	pueblo,	que	en	sus	más	de	treinta	años	de	andanzas	por	la	isla	aún
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Morriña Tropical: el gallego más bueno del mundo

  • 2. I. El gallego más bueno del mundo El guardia rural me dio un fuerte empujón hacia dentro del sucio y oscuro calabozo donde caí de bruces, apenas tenía unos doce años cuando aquello. Pero ¿qué fue lo que me llevó a esta situación? ¿Qué delito había cometido? Estaba allí por la sospecha de robo del dinero de Bonifacio Estupiñán, el gallego de más buen corazón que he conocido en toda mi vida, y mire que he conocido gallegos. ¿Que era inocente? claro esta, bueno en parte: no me había robado el dinero, ni sabía si existía o no; y para ser más exacto hasta mucho tiempo después que se descubrió dudaba de su existencia. Sí, me había llevado otra cosa, incluso más importante, su reliquia más valorada, pero por deseos propios del difunto antes de morir. Corría el año de 1958, la zafra había concluido meses atrás, y sin empleo fijo, los hombres buscaban alguna faena ocasional en el llamado tiempo muerto. Todos no tenían esa suerte y los recursos de los hogares siempre cortos y mermados obligaban a las mujeres a ingeniárseles de cualquier manera para lograr el sustento de sus familias. Y el primer pensamiento en mi barrio era acudir a la tienda o bodega, como la llamasen, del gallego Bonifacio y comprar de “fiao” (crédito), es decir para pagar un más adelante que siempre seguía adelante, y cuya cifra crecía de año en año, y se anotaba por éste meticulosamente en un libro de finanzas cuyas páginas nunca se acababan y siempre tenía hojas limpias, aunque amarillentas por el tiempo, para nuevos usuarios. Sí, no importa cuanto debieses y si no pudieses pagar nunca, quien entraba a la bodega con la barriga vacía salía de allí con un par de cartuchos conteniendo arroz, frijoles, azúcar, café y hasta una lata de sardina, o un pedazo de tasajo o bacalao, suficiente a medias para mitigar el hambre de algunos días, y si no había resuelto el problema, podría volver y volver, siempre y cuando fuese honesto, sincero y él supiera que lo hacía por necesidad y no por abusar de su buen corazón. Vivía solo, no se le conocía familia, ni su historia de cómo llego, y las
  • 3. penalidades que pasó los primeros años antes de establecer definitivamente la bodega. Que nació en 1898 lo supimos después, durante el entierro y por su epitafio en la tumba, que siempre ha permanecido limpia y con ofrendas florales puestas por no se quien, al principio por las comadres agradecidas, que eran muchas y ahora no se por que benefactor que debe estar en la USA y que paga a alguien por este servicio. Al principio llegué a pensar que de esto se ocupaba el sepulturero, pero cuando pasé por ahí un atardecer y lo oí hablando con los muertos y con más alcohol que sangre corriendo por sus venas, comprendí que eran otras personas, pero que si esto estaba bien para que removerlo y andar en averiguaciones. Siempre en zafra se cumplía el riguroso ritual de saldar las deudas que teníamos con Bonifacio hasta donde podíamos, e incluso éste a veces eludía un poco el pago: ─ Mire comadre, déjelo para comprarle una mudita de ropa a los muchachos, o para un par de zapatos (duros “rompe piedras”), que podías adquirir en cualquier zapatería por un peso. Así era el gallego Bonifacio Estupiñán, yo lo conocía muy bien, tal vez más que nadie, pues dos años antes comencé a trabajar para él tan pronto salía de la escuela, y por Dios, más que trabajo aquello para mi era un juego lleno de sorpresas. Todo comenzó por mi labor como “mandadero de barrio”, que me hacia ir varias veces al día a su establecimiento, sí, “mandadero”, esto es, que cualquier vecino que no podía desplazarse hasta la bodega yo lo hacia por él, unas veces por un centavo y muchas por nada, y dependiendo del tamaño de la compra ahí estaba el gallego para darme un puñado de caramelos de los que se llamaban “de contra” hechos de azúcar y limón, y envueltos en tosco papel amarillo, que cuando no estaban viejos eran deliciosos, a veces un dulce de harina, un matagallegos, etc. que para mi eran la gloria, y realizaba todo aquello con total seriedad El gallego comenzó por mandarme a buscar un latón de galletas a una panadería cercana. De unas galletas gruesas que se comían mucho en aquellos tiempos. Esta acción se repitió varias veces y siempre yo salía con un cartucho de este producto muy bien venido en mi hogar. Después me encomendó otras
  • 4. gestiones, donde generalmente yo tenía que hacer el cobro y las cuentas que siempre salían bien en tiempo de gentes honradas. También las fuerzas de Bonifacio decaían con la edad, así que un día sorpresivamente habló con mi madre para que yo lo ayudara en algunos menesteres, a más de aprender el oficio. Y así comencé, sin salario ni contrato, solo con el vínculo de las palabras. Sin salario, sí, pero semanalmente me daba una amplia factura de productos básicos para la casa, que se fue ampliando, primero con alimentos, después detergente, jabón, pasta dental, etc. Por último, el fin de semana me daba 25 o 40 centavos o al final hasta un peso para que fuera al cine, cosa que me venia muy bien pues en aquel tiempo me gustaban mucho las películas. Fui adentrándome y desarrollando habilidades en el oficio de manera que a veces cuando él tenía que hacer alguna gestión en el pueblo, o quería dormir la siesta con sus huesos y músculos adoloridos del trabajo de toda una vida, yo me quedaba solo y atendía aquello con la seriedad y la meticulosidad de un adulto. También los domingos, único día de esparcimiento del español, donde con frecuencia se reunía con algunos compatriotas en el patio de la bodega casa y en una fogata asaban chorizos, longanizas, etc. y donde bebían vino español en abundancia, sí español, pues no sabía discernir si era de la Rioja, o de Castilla la Mancha, o de la propia Galicia. Generalmente todos eran hombres, comerciantes como él, o amigos de la Colonia Española, o algún que otro paisano. Allí esos gallegos sí se hacían las mil historias de su añorada Galicia, de los puertos del Ferrol, de la Coruña, de Vigo, de los montes, las rías y las especies de animales de Lugo y de Órense. Que se soltaban muchas palabrotas si: “me cago en Dios”, “carajo”, “mierda”, etc. pero era su lenguaje, no le hacían daño a nadie y luego al atardecer se iban desgajando uno a uno, embriagados por la nostalgia de su añorada tierra y con la cara roja como un tomate de beber tanto vino; y al día siguiente a lo suyo, la dura faena diaria. Mujeres en el sentido exacto de la palabra no le conocí, no por falta de hombría, sino por la timidez propia de estas criaturas, al parecer duras, pero
  • 5. tiernas, que veneraban el respeto y lo llevaban hasta niveles exagerados. Aunque sí, y no una mulata como siempre le adicionan a los gallegos, cosa que siempre no es así, porque sino de dónde habríamos salido nosotros. Aquella era una mujer de piel canela de muy buen cuerpo, y más salpicona de la cuenta, sobre cuyas amplias sentaderas en más de una ocasión vi posarse las manotas del gallego, pero con beneplácito de la criolla, y puede que con el fin de cobrar en especies, con una amplia factura “gratuita”, pues por mucho que busqué y rebusqué su nombre en el libro de finanzas de Don Bonifacio, ella no estaba registrada, pese a no pagar nunca ni siquiera con alguna moneda. Su tienda era la última antes de salir del pueblo, lo que resultaba importante, pues también era la primera para la entrada de los campesinos en sus caballos a los que destinaba un par de postes con argollas frente al portal. Allí llegaban temprano, algunos con la costumbre de tomarse la mañana, esto es: un ron, aguardiente o anís que le aclarara las entendederas antes de sumergirse en el complejo y abrumador mundo de la ciudad, y allí también compraban de regreso las facturas de alimentos para varios días o semanas. Éstos, los trabajadores de un aserrío cercano y la soldadesca de la guardia rural del cuartel, constituían una clientela habitual, más las comadres de aquel barrio pobre, último del pueblo antes de adentrarse en los campos y potreros, después el cementerio a poco más de dos kilómetros, y mucho más allá las famosas arroceras del Sur, casi llegando a la costa. La guardia rural, no tan ofensiva como se le retrata, tampoco tan noble o mansa, y no de juego, pues para que un borracho, o un guapetón de alcantarilla se llevase un par de planazos sobre el lomo solo necesitaba abrir la boca y decir cualquier tontería, aunque también un indefenso guajiro desarmado, que no entendiese que en las leyes del monte había que dejar que la rural se llevase algún animalito: gallina, guanajo o puerco pequeño, pues había que comprender que “el pobre guardia” tenía que andar muchas leguas para adentrarse hasta aquellos inhóspitos lugares con sus caballos gordos, grandes y demasiado bien comidos, incapaces de alcanzar en carrera hasta un viejo caballo cojo.
  • 6. Había guardias buenos y honorables que pagaban siempre lo que compraban y otros malos y muy malos como el sargento Flores, que pedía la mañana, esto es un trago, escogía un buen tabaco Montecristi, se echaba un par más en el bolsillo de su camisa, se llevaba el resto de la botella para el camino y nunca pagó ni un centavo. Al principio Bonifacio anotaba sus gastos en el libro de finanzas, pero después se cansó, y tomó aquello como pérdidas obligatorias del negocio. Este sargento es el que me había prendido con solo doce años y me había llevado hasta el calabozo del cuartel por la acusación hecha por un par de “sobrinos” de Bonifacio que aparecieron de dónde no se sabe dónde, y que no sabían decir ni una sola palabra en galego, y por más sospecha eran amigos del notario del pueblo. Sí, aparecieron como dos aves de mal agüero, con sus guayaberas blancas, pantalón ancho de muselina, y zapatos de dos tonos a reclamar la herencia de su difunto tío como únicos familiares que él tenia. Sí, aquel velorio donde las mujeres lloraban como si hubiesen perdido a uno de sus seres más queridos: ¿por qué te los llevas Dios mió?, ¿por qué y por qué y qué nos vamos a hacer sin ti? Alguna incluso ¿por qué en tiempo muerto y no esperastes la próxima zafra? Pero en verdad las lágrimas fueron vertidas con sinceridad, en aquel el acto fúnebre más concurrido del que se tenga noticias en la historia del pueblo y donde hubo que cerrar la calle por tanto gentío. Todos abandonaron sus tareas y en el día y la noche velaron a aquel insigne español cuya muerte en el combate contra los más grandes enemigos de la época: el hambre y la miseria, lo hacían ser un General de héroes invencible. Se fue una tarde de domingo del mes de agosto de 1958, cuando se hallaba con sus paisanos, con sus chorizos y sus vinos, probablemente a causa de un infarto que el médico como de costumbre catalogó como “síncope cardiaco”, solo exhaló un quejido y se fue con rostro tranquilo hacia el sitio que deben tener los gallegos buenos en el cielo. Algunos de sus compañeros organizaron con prontitud aquel velorio, donde no faltó la taza de chocolate humeante y el café fuerte para aguantar el sueño, y darle el último adiós a aquel ilustre paisano dentro de una caja de roble con su mejor vestimenta, la única que
  • 7. tenía para las ocasiones: un traje de paño negro. Al regresar del entierro, los dos “sobrinos” de Bonifacio se dieron a la feroz tarea de buscar y rebuscar por todas partes el dinero que tenía el gallego escondido, y que debía ser mucho, por que éste no malgastaba ni un centavo y no disponía de lujos de ninguna índole. Todo lo registraron: primero la casa, después la bodega, latas, estantes, debajo de los sacos de sal, azúcar, etc. Está demás añadir que buscar en una tienda de la época con sus miles de artículos era una tarea difícil y engorrosa, pero ellos querían llevarla a cabo de inmediato, no importaba si aún el espíritu de Don Bonifacio estuviese en la tierra, el dinero, el dinero, era eso solo lo que contaba y lo que no encontraron. Luego de su infructuosa búsqueda la cogieron conmigo, me zarandearon, me pegaron incluso, pero yo realmente no sabía nada de aquel dichoso dinero y por nada del mundo tampoco se lo hubiese dicho aunque lo supiera. El sargento Flores hizo lo mismo, y después al calabozo donde me encontraba ahora. Pasé un día y una noche sin comer ni beber, como castigo o tortura para que se me soltara la lengua. Al día siguiente, el Sargento se sentó solo conmigo, y en tono al parecer amigable me interrogó de nuevo, su intención era también quedarse con la plata y no dársela a los supuestos sobrinos, pero nada, incluso me ofreció una parte, pero nada y después me amenazó con enviarme a un correccional de menores en La Habana, donde pasaría las de Caín, pero yo realmente no conocía de la existencia del dinero que tanto buscaban, al final abandonó el local luego de darme un par de galletazos, que sonaron como los aplausos en un espectáculo de payasos. Antes del anochecer del segundo día vino a verme una mujer, la esposa del carcelero, que después de reprimirlo, pues parece que ella lo mismo mandaba en la casa que en el cuartel, me trajo comida y ropa limpia, y amenazó a su marido con echarlo de la casa y no dormir más con él, y hablar incluso con el Teniente del puesto, del cual él estaba celoso. Mientras tanto, las comadres se movilizaban y le gritaban a los guardias “abusadores” en plena calle, y se juntaron todas al tercer día y fueron para el cuartel, y como eran tiempos de Revolución y temían que aquello se agravase y traspasase las fronteras de la localidad, me soltaron, estaba libre, con algún sopapo final y las mil
  • 8. amenazas, pero yo no sabia nada del dinero del gallego, al que quería como a un padre. A poco, sin hallar el famoso dinero, los “sobrinos” comenzaron a trabajar la bodega, con la clientela dispersa y perdida por su falta de actitud, tacto y benevolencia, de manera que a poco pasasen por allí solo dos o tres personas al día, con lo que en poco más de dos años hubo que cerrar el negocio y vendérselo al propietario de otra bodega cercana de la competencia. Comenzó entonces el traslado y el movimiento de los muebles y estantes, y al mover el ultimo de éstos, el más escondido, notaron una loseta de piso suelta, y debajo, en cajas de tabaco, apilados billetes de 20, 50 y 100, que sumaban cerca de 10 mil pesos lo que hubiese significado una gran fortuna, pero ahora no, pues ya esos billetes no tenían valor alguno después del cambio de moneda llevado a cabo por el nuevo gobierno semanas antes. Yo, sin embargo, sí había recibido una gran herencia, valorada en una cantidad semejante, o más bien todos en el barrio: el libro de finanzas de Don Bonifacio, donde con letra y números claros se especificaba lo que había comprado cada persona al fiao, producto, precio y cantidad en las hojas de cada familia. Y esto me lo había dado a custodiar Bonifacio Estupiñán una semana antes de morir, como su último acto de humanismo, pues sabía que no le quedaba mucho y que su corazón estaba a punto de estallar. Me había llamado aparte al cerrar la bodega, y me contó sucesos que determinaron y explicaban su actitud ante las personas humildes del barrio. Había llegado a Cuba a principios de siglo, a bordo del “Valbanera” un trasatlántico español que naufragó por los vientos de un huracán tropical entre el 9 y el 10 de septiembre de 1919. Su destino al igual que el de la mayoría de los pasajeros era la Habana, donde lo esperaban unos parientes, pero en el trayecto entre las Islas de Tenerife y Santiago de Cuba, conoció a una joven canaria que viajaba sola con su niña de pocos meses, pues en el Puerto de Santa Cruz de la Palma, último antes de salir para Cuba, su amante la abandonó, quedando sola y desamparada. Esta pequeñuela le tomó mucho cariño y se apretaba contra su pecho para calmar su miedo en los vaivenes de
  • 9. las olas. Al llegar se había establecido entre ellos unos fuertes lazos sentimentales por lo que lo agarraba con sus manitas y no quería separase de él; decidió entonces quedarse en aquella ciudad y no terminar su trayecto hasta la capital. Esto le salvo la vida, pues el mal tiempo al arribar a la Habana impidió que el barco entrara al puerto y éste naufragó en los bajos de la Florida, pereciendo sus 488 ocupantes, entre la tripulación y los pasajeros. La vida en Santiago de Cuba les resultó muy difícil, él no tenía parientes allí y los de ella la echaron a la calle al conocer que la niña era una hija al parecer ilegitima, pronto se les acabó el escaso dinero que traían y comenzaron a pernoctar en cualquier lugar donde les cogía la noche, no tenían siquiera un poco de leche para darle a la cría que se les moría de hambre y frio. Una noche, al no poder soportar más aquella situación, entró a una bodega como la que ahora tenía, forzando la cerradura y robó cuanto alimento pudo llevarse en un saco. Unos vecinos lo vieron y dieron aviso a las autoridades que en breve lo capturaron, aunque ya la niña había saciado el hambre. La policía avisó al tendero para que hiciera la denuncia, éste al llegar resultó ser un ex oficial criollo de la guerra del 95, ya entrado en años, que le pareció de porte amenazador y arrogante, pero que al conocer la situación en que se encontraba, no formuló denuncia alguna, dijo que no le habían robado nada y que era un amigo peninsular que estaba esperando desde hacía días, pero que había perdido la dirección y por eso estaba en esta situación. Al salir no supo como agradecerle aquello, más que les pagó un hospedaje algunos días y lo empleó en su tienda, donde con el tiempo aprendió los manejos del negocio y empezó a tomar la actitud bondadosa de su noble anfitrión, cosa que lo acompañó desde entonces por toda la vida. Después supo que su benefactor había perdido toda su familia en la guerra y que salvó la vida gracias a un joven soldado recluta español, a quien dieron orden de ultimarlo, pero que en un acto de bondad lo dejó escapar. Años después, la joven canaria que lo acompañaba, no soportando las condiciones de la emigración y añorando su tierra y sus costumbres, regresó a las Islas Canarias, para lo cual, Salvador, el criollo benefactor, corrió con todos los gastos de viaje.
  • 10. Con el correr del tiempo, Salvador comenzó a languidecer, enfermó y falleció en pocos meses. Al morir le dejó todo cuanto poseía, con lo que se vino al Camagüey, no por probar fortuna, sino porque ya sin mujer y sin amigo, no tenía ningún sentido permanecer en aquella ciudad, que le traía todo tipo de recuerdos: buenos y también malos. Al cambiar la propiedad de la tienda en Santiago de Cuba dejó olvidado, de forma inconsciente, el libro donde Salvador tenía todos sus apuntes financieros, y los nuevos dueños, personas de mal corazón, comenzaron a cobrar todas las deudas de las pobres personas a quien éste había ayudado. Él estaba ajeno a todo aquello, hasta que se enteró por una carta que le enviaron unos deudores en circunstancias muy penosas. Se personó rápido en Santiago y exigió el libro aquel como de su propiedad y que no formaba parte de la operación de compra y venta de la bodega. Los nuevos propietarios en un principio se negaron, pero la ley estaba de su parte y al acudir a las autoridades tuvieron que devolvérselo, pero no así el dinerillo que le habían cobrado a varias de las familias que se encontraban en una miseria espantosa. Las ayudó cuanto pudo antes de abandonar la ciudad, y aquellas muestras de agradecimiento que recibió las conservó como una de las cosas más hermosas que le habían pasado en la vida. Una vez aquí quemó aquel libro y aunque precisaba de uno nuevo, pues necesitados hay en todas partes, decidió que antes de morir éste debía desaparecer, o ser custodiado por alguien de su entera confianza para que no cayera en manos de gentes sin escrúpulos ni humanismo. A mi ahora me lo encomendaba para que lo conservara bajo promesa de que no cobraría ni un centavo a las pobres personas cuyas deudas estaban allí anotadas. Llevé el libro para mi casa y lo escondí en un lugar completamente seguro, bajo las tablas de un profundo y peligroso pozo artesiano que amenazaba con derrumbarse, pero cuyas maderas de duro jiquí, sopotaron el paso de los años. Como en su ambición ciega y en su desconocimiento sobre la labor comercial, los “sobrinos” no se percataron de su existencia, éste siguió escondido bajo mi cuidado por todos estos años y aun hoy lo conservo con sus hojas amarillas, el forro deteriorado y sucio, como una reliquia, como un
  • 11. tesoro, y me distraigo con aquellas simples y expresivas anotaciones, que durante más de veinte años escribió Don Bonifacio Estupiñán, “el gallego más bueno del mundo”.
  • 12. II. Muerte en la arboleda ─Gallego Sírvame un trago de ron Bacardí. Dijo Indalecio con tono imperativo dirigiéndose al gallego Robustiano en la bodega de éste a las afueras del pueblo, después de amarrar la yegua pinta que montaba en una argolla de bronce en el portal de la tienda. Se trataba de un guajiro que tenía una finca cercana con dos caballerías de caña, además de frutales y alguna cría de animales. ─Sí, y no me aleje la botella, que hoy cobré el diferencial de la zafra pasada (Esto es, un cobro adicional por la venta de caña que se hacía una vez culminada la venta de ésta en el mercado internacional, si superaba los cálculos preliminares). El gallego solícito y obediente le sirvió el trago y le dijo: ─¡Vaya, felicidades Don Indalecio! y se alejó a atender otros clientes. A poco se desmontó de su caballo blanco cenizo otro guajiro con barba sin afeitar de tres días, y amarró la bestia a otra anilla del portal de la tienda. ─ ¡Ah, venga Emiliano!, que lo invito a un trago, que suerte verlo pues usted no sale de sus montes. En efecto, Emiliano vivía a más de cuatro leguas de allí y por eso iba al pueblo justo lo necesario. ─¿Qué vamos ha hacer Indalecio, si ahí es donde tengo la tierrita? Lo voy a tomar con gusto, pero después invito yo. ─ dijo Emiliano. ─Gallego no se me arremolone y sírvale un trago a mi compadre. ─ Ordenó Indalecio y después prosiguió como en voz baja. ─No se enteró lo que pasó en la arboleda el domingo. ─He oído algo con relación a Estanislao pero no se si será verdad.
  • 13. ─Pues lo madrugaron el domingo cuando venía de la Valla de gallos y dicen que llevaba mucha plata. ─¿Y cómo fue? ─En el medio de la arboleda, le dieron dos fotutazos en el pecho, uno lo mató, fue directo en el corazón, según me dijo el cabo Manrique, que hoy estuvo de mañana en la finca, como siempre, a buscar su puerquito pa la Navidad, pero el muy cabrón vino con otro guardia más, el nuevo que reclutaron el mes pasado, y tuve que darle a este un guanajito, y mira que se lo he dicho al Cabo, que venga solo, pero me dijo que era para que el soldao aprendiera el oficio y supiera donde vivían los amigos. ─Venga otro trago gallego, que ahora invito yo, dijo Emiliano después de apurar la línea de ron y limpiarse los labios con el puño de su sucia y sudada camisa. Y así siguieron hablando desenfadadamente entre tragos rápidos, de un ron que aunque “bautizado” (adulterado) no había perdido su espíritu. A poco Indalecio no paraba de hablar, Emiliano lo escuchaba con atención, y el gallego parecía entretenido en otra cosa. ─Pues sí mi compadre, lo madrugaron y lo enterraron el mismo lunes para evitar pleitos alrededor, y ahora la viuda, Amparo, no para de llorar y de llorar y mira que este sinvergüenza, bueno ya no tanto porque esta muerto, la maltrataba y la tenía como un trapo, abandonada en la casa de la finca mientras iba de guajira en guajira por todos lados. Sí, usted lo sabe, el tipo era de pico fácil y que yo le conozca tenía una novia en San Jerónimo y otra en la Porfuerza, y dicen que también por Céspedes y en Piedrecitas, y por aquí se le cuenta algo, así que con tanto faldeo cualquiera se lo podía cargar. ─Cuénteme, siga contando Indalecio, pues usted sabe que vivo solo en el rancho y por allí no pasa ni un alma, ni siquiera la Rural, pues dice que se le cansan los caballos y que pierden el día solo por venir a verme, pero en verdad
  • 14. es que tienen poco que agarrar por allá, salvo en la cosecha del arroz, pero esperan su saquito en el molino ─Según dicen, el domingo, después de la pelea de gallos estuvo tomando hasta tarde, pues había llevado cuatro finos bravos y peleó tres que ganó con fuertes apuestas, sobre todo el último, con el famoso giro, en que se llevó una fortuna, pues ese día Apolinar, el dueño de la finca “la Esmeralda” apostó duro y perdió hasta la camisa. Después dijo que Estanislao había hecho trampa, que tenía el gallo untao y cosas semejantes, y si no intervienen los galleros hubiera corrido mucha sangre, pues ya habían desenvainado los machetes. Por eso a éste lo tienen preso en el cuartel como sospechoso, también a Don Ambrosio, el padre de la Amparo, la viuda. Y hay dos más presos: Eleuterio y Severino. Y si no hay más es porque no hay más capacidad en el cuartel, pues al Estanislao mucha gente se la tenía jurá. ─Y esta gente ¿por qué esta presa? ─Bueno, lo de Don Ambrosio usted lo conoce, una noche le llevó la muchachita, aun sin florecer, y después no se quería quedar con ella diciendo que no era señorita y otras cosas que no se dicen de las mujeres, hasta que el viejo y sus dos muchachotes, muy fuertes por cierto, lo esperaron un día al salir de la arboleda y le dieron una buena paliza, lo que lo hizo reflexionar y cumplir con su palabra con la guajira, aunque duerme más veces fuera que en su finca. ─El mismo domingo Amparito se fue llorando hasta su casa porque el Estalisnao le había dado un montón de golpes, dicen que tiene moretones por toas partes, a pesar que esta preña, y el viejo salio a buscarlo pero el estaba pa la Vallita.Y usted sabe el genio que se gasta don Ambrosio, por eso esta preso. ─En cuanto a Eleuterio también se la tenia jurá, pues él era novio con permiso de Amparo antes que Estanislao se la llevara, y ya había preparado hasta la cobija del rancho para llevársela, pero este ultimo la palabreo bien, le hizo muchas promesas, hasta la de montarle casa en el pueblo, y la infeliz se lo creyó. Eso fue cuando la fiesta de la Colonia del Carmen, a la que no pudo ir
  • 15. el novio que estaba por allá, por Sibanicú, viendo unas reses. Allí se pasaron la noche bailando y pese a que se lo avisaron cuando llegó, este se confió y el Estanislao fue muy rápido, como siempre, y le levanto la paloma en un santiamén. ─Por eso se la tenía sentenciá, y ya en dos o tres veces que había estado en el pueblo lo había estado buscando, según decía para cortársela, pero el muy pillo no daba cara, por eso también es sospechoso. ─Y Severino que tiene que ver con esto. ─Bueno lo de Severino es otra cosa, según me contó el cabo Manrique viene de antes, por el lindero del arroyo que el Estanislao lo corrió y dejó sin agua a los animales de éste, y como las escrituras no estaban claras y Estanislao le soltó algunos pesos al Notario, éste dijo que no, que el primero no tenía derecho y ahora el pobre le tiene que pagar por el agua o llevárselos muy lejos, hasta la laguna para que los animales puedan beber. ─Hace poco los sorprendieron discutiendo y el Severino, hombre de pocas palabras pero de machete suelto, lo amenazó y le dijo que un día iba a aparecer con la boca llena de hormigas, y así están las cosas. ─¿Pero entonces quien fue?, preguntó ingenuo Emiliano. ─Que ¿quién fue?, nadie lo sabe, porque había mucha gentes con motivo, pero por ahora parece que es uno de estos. ─Dicen que por el tamaño de los huecos debió ser con un 38, y para colmo a Eleuterio le encontraron uno con medio cargador, aunque éste dice que lo había utilizado para ahuyentar unos gavilanes que rondaban las gallinas del patio. ─A ver Robustiano, este gallego será tonto, tráenos la botella, que se me seca la garganta. Reclamó Indalecio en tono ofensivo. ─Mire por favor, respete, dijo el gallego en tono bajo, casi suplicante, éste
  • 16. parecía ajeno a toda aquella conversación, o más bien al relato de Indalecio, que todos sabían que con dos tragos se le soltaba la lengua hasta nunca parar. ─Es una broma gallego, no joda, dijo Emiliano intercediendo con desenfado. El gallego Robustiano era un hispano, que desde hacia años regenteaba la bodega donde se encontraban, “las Delicias”, aunque por su aspecto y contenido no tenía nada de delicias. Era de estatura baja y con incipiente calvicie, no se le conocía familia, ni cómo llegó al pueblo, y parecía una persona inofensiva, pese a las constantes bromas pesadas y trato rudo de los guajiros. ─¿Y ahora qué harán con ellos? ─ preguntó Emiliano. ─Bueno, según me dijo el Manrique, el juicio va a ser rápido para evitar las posibles venganzas por parte de la familia del difunto, aunque sus hermanos y el viejo se han mostrado tranquilos y quieren dejar que proceda la ley, pues conocen de las fechorías de su hijo al que habían dado muchos consejos. ─Creo que el mismo viernes viene un juez, amigo del Alcalde, de Camaguey y que quiere aprovechar el viaje para comprar unos toros al hacendado Facundo, que tiene los mejores cebú de la región. Dicen que llega temprano en la mañana y que ya al mediodía dictara sentencia, pues es muy rápido y lo que le interesa es condenar rápido a alguien, pues tiene un almuerzo con puerco asado en púa con Don Facundo, y en este viaje, más que dictar sentencia, lo que le interesa es conseguir estos magníficos ejemplares de cría, para una finca que tiene en Altagracia, por el camino de Nuevitas. ─Sé que a uno lo mandaran para el presidio de Isla de Pinos, por lo menos con 20 años en las costillas, y a los demás los irán soltando poquito a poco. ─Venga gallego sirve de la botella que allá en tu Galicia no pasan estas cosas, porque los hombres tienen pocos cojones. Dijo Indalecio cada vez más ofensivo.
  • 17. El gallego no dijo nada, aunque lo miró muy serio, sirvió las pequeñas copas, y por equivocación o a propósito, dejó correr algo del preciado líquido sobre la mano de Indalecio. ─Cabrón gallego, ve que después no me lo vayas a cobrar. Poco después los guajiros abandonaron tambaleándose el local. El gallego cerró la bodega y entró en el cuarto que se encontraba en la trastienda del establecimiento. “Guajiros comemierdas” ─ balbuceó entre dientes ─. Entonces rebuscó debajo de la almohada y sacó un revolver 38 de cañón largo o de tiro como le llamaban, revisó el cargador, le faltaban dos balas, lo metió en una caja de madera que tenia debajo de la cama donde se encontraba un gran fajo de billetes. “Mañana” ─ pensó ─ “vendrá la Amparo a buscar su factura y algunas velas para el difunto, estaremos juntos de nuevo, a ver como sigue nuestro rapaz en la barriga, y dentro de tres o cuatro meses ella venderá la finca de Estanislao, pues ahora es su dueña, y alegando que le trae malos recuerdos, y para olvidar sus penas dirá que se va una semanita para vuelta abajo, a casa de unos parientes, mientras yo acabo de liquidar la bodega con un paisano, y con toda la plata que tenemos, incluyendo lo que ganó el desgraciao en la pelea de gallos, nos iremos para Venezuela o la Argentina, donde nos parezca mejor. La esperaré en el hotel Plaza, en la Habana, donde trabaja un amigo, y después tomaremos el primer vapor para uno de estos países, y a vivir como reyes, mientras monto otro negocio, tal vez la ganadería, pues puede que se me vaya mejor que a estos guajiros.
  • 18. III. El fantasma de la arboleda “El que a hierro mata, a hierro muere” La vida en la Argentina, para el gallego Robustiano Muñeira, no resultó lo grata que él se había imaginado cuando salió de Cuba acompañado de su amada Amparo Valdivia, hermosa campesina que había arrebatado al guajiro fanfarrón y busca pleitos Estanislao Malaventura, al que había dado muerte en una arboleda unos diez años atrás. Esto lo recordaba cada vez que tenía que echar mano de su revolver 38, que lo había acompañado desde la Isla. No era la primera vez que Robustiano daba muerte a una persona, pues como veterano de las legiones a las que se incorporó desde muy temprana edad, dada su gran fortaleza física que superaba la de los mozos de la aldea, había participado en numerosos combates y escaramuzas militares en el Norte de África, en que habían perdido la vida muchos de los lugareños mal armados y entrenados a quienes se enfrentaban. Una vez que salió de la legión, y con los pocos reales que tenía, se fue para Cuba donde las cosas le habían ido muy bien. Allí, como buen gallego de la época, había montado una bodega que vendía cualquier tipo de productos a buenos precios, dado el boom alcista del mercado azucarero en las primeras décadas del siglo XX. Luego, con el deterioro de la economía al bajar bruscamente los precios del azúcar, se las había arreglado de mil maneras, con trampas o sin ellas, las primeras bien aprendidas en la legión y las segundas en su aldea como campesino y trabajador. Su bodega “Las Delicias” (aunque no tenía nada de delicias), se hallaba ubicada en una posición privilegiada a las afueras de la ciudad, por lo que mantenía una buena clientela de guajiros, en sus mil menesteres en el pueblo. En la bodega conoció de las desventuras de Amparo Valdivia, desdichada joven que se enamoró locamente de un “malandro” conquistador, Don Juan de pacotilla, de apellido Malaventura, que al final la tuvo, aunque en sus primeros
  • 19. tiempos, todo eran buenas venturas. La información le llegó por los comentarios de los guajiros después del cuarto o quinto ron adulterado con una mezcla de alkolite y aguardiente de caña peleón, que el preparaba y que hacía pasar como un buen Bacardí, luego que le diera un toque de caramelo de azúcar parda de caña. De manera, que un día en que la muchacha acudió llorando al establecimiento a comprar de fiado, porque el marido no le había dejado nada, ni un centavo para comer, él respondió con buenas maneras, le dio lo que necesitaba y aún más, y le comunicó que la tienda estaba a su disposición, cuando quisiese y que del pago no se preocupara. Pero como la situación de penuria continuaba, y ella no quería acudir a su padre y hermano, conocedora del genio que se gastaban éstos, y que siempre habían censurado su unión con Malaventura, siguió requiriendo los favores del gallego, hasta que un día uno o los dos, se dieron cuenta que había que buscar alguna forma de pago y ella se entregó a él de buena gana, no porque fuera presa fácil de conquista, sino porque veía en el gallego la estabilidad y la protección que siempre necesita una mujer. Por otra parte, hay que decir que el Estanislao ni la tocaba, porque siempre estaba lleno de placer con sus muchas novias de la zona. Con Robustiano, Amparo encontró también consolación del sexo, que el gallego no lo practicaba mal dada su experiencia en los burdeles de Ceuta y Melilla en su etapa de legionario. Con el tiempo la relación se fue estrechando aún más, hasta que un día ella le comunicó al gallego que estaba “preña” porque hacia dos meses que no tenía menstruación. Esto fue más que suficiente para que se afianzara aún más la relación entre ellos, porque aquello de un futuro rapaz, y la posible creación de familia le caía muy bien al peninsular. Pero llegado a esto se manifestó el conflicto del estado civil de la Amparo como mujer de Estanislao, y estaba claro que cuando el pueblo se enterara, ella iba a caer en la boca de todos, y de seguro el marido engañado, pediría alguna reparación, y todos conocían que era bueno con el machete, el revolver y la escopeta. Por esta razón eligieron un plan más sencillo y eficiente con el que todos ganarían, incluso con las cuentas, pues el campesino tenía una buena finquita
  • 20. con frutas, ganado y una excelente cría de gallos finos, que aunque no atendía mucho, le daba lo suficiente para mantener su ritmo de vida de gandul, sin disparar ni un chícharo. El plan consistía en cargarse al guajiro en un buen momento, de manera que la Amparo se quedaría con la finca del marido, y el gallego, con lo que tenía ahorrado y la venta de la bodega, dispondrían de lo suficiente para irse a otro sitio sin que nadie lo impidiera, ni lo censurara, considerando la situación de la pobre viuda desamparada, lo que todo el mundo entendería, dado lo poco que la atendía Estanislao y lo mucho que la maltrataba. La ocasión se dio pronto y con premio incluido, cuando un domingo el Estanislao ganó mucho dinero en la valla con la pelea de gallos, sobre todo con Apolinar, al que había dejado “pelao y sin un quilo” y con el que incluso había tenido hasta una pelea, porque este último decía que había trampas y que los gallos estaban “untaos”. Todo coincidía favorablemente, máxime que nadie se imaginaba que Robustiano era bueno con las armas, pues él se tenía bien guardado lo de la legión; así que lo esperaría en la densa arboleda que había muy a las afueras del pueblo, lugar en el que le daría muerte, pues el guajiro tenía que pasar por allí obligatoriamente para evitar dar un largo rodeo. La cosa le fue fácil, no solo por su buen manejo de las armas, sino porque Apolinar venía con muchos tragos de más sosteniéndose a duras penas sobre el caballo, por lo que cuando se encontró con el gallego, a más de no pensar en nada malo, no realizó ningún acto defensivo, incluso ni cuando éste sacó el arma y le metió dos balas en el pecho. Una vez con el dinero del occiso, el gallego mostrando una gran frialdad salió por un costado de la arboleda y se dirigió hacia su bodega tan tranquilo como siempre. Como era de esperar, nadie pensó que el bonachón y hasta para muchos medio cobarde del gallego sería el asesino, y la culpa la cargaron cuatro guajiros de la zona que tenían motivos suficientes para cargarse a Estanislao, incluyendo Ambrosio, el padre de la Amparo, su ex novio Eleuterio, y Severino con el que había pleitos sobre un lindero que daba al río, y por supuesto Apolinar por lo de los gallos. Luego de un proceso judicial relámpago por parte de un joven juez que vino
  • 21. de Camagüey, la capital de provincia, más interesado en unos sementales de cebú que en el juicio mismo, condenaron a Apolinar, pues el juez se había leído hacia unos días un libro que le habían sugerido de un tal Maquiavelo, que planteaba entre otras cosas, que los intereses materiales son más importantes que los de los lazos sanguíneos, o la propia moral, a la hora de ejecutar una venganza. Al principio, sin embargo, todo parecía indicar que el culpable era el ex novio de Amparo, Eleuterio, porque le habían encontrado un revolver de igual calibre, como con el que habían realizado el asesinato, faltándole tres balas; pero su suerte fue por el famoso libro, “el Príncipe” de Maquiavelo, y cuando se enteró como fue la cosa, y lo del libro del italiano, el guajiro mandó a comprar todos los que había en la librería, y aunque no sabía leer, se las ingenio para que se lo leyera un lector de tabaquería que salió muy bien parado, porque obtuvo el libro de gratis, aprendió lo suyo de éste, le cobró el servicio a Eleuterio, lo utilizó en su lectura en la tabaquería, y varios hacendados más alquilaron sus servicios orales. Así las cosas, un buen día Robustiano le vendió la bodega en buen precio a un paisano suyo que venía a establecerse procedente de Santiago de Cuba, un tal Bonifacio Estupiñan, que hacia un buen uso de su nombre porque para todos era el gallego más bueno del mundo, al menos para las comadres del barrio, que disfrutaron de crédito libre y abierto, de forma constante, sin intereses y sin apuro de pagos. Con el producto de la venta, sus ahorros y el dinero que le había quitado a su víctima, un buen día se embarcó en un vapor con destino a la Argentina, llevándose consigo a la preciosa guajira con su rapaz en la barriga. No fue necesario siquiera vender la finca de ésta, aunque si se arregló las escrituras para que pasaran a la viuda, porque como no había casamiento legal jurídico, solo el de las costumbres, aunque en condiciones normales esto hubiese sido suficiente, entendió con buen tino que así debía ser para por si acaso Las cosas parecía que le iban a ir bien a todos, nadie echaba de menos al bribón de Estanislao, parecía que ni la familia siquiera a la que siempre le
  • 22. estaba dando dolores de cabeza, todos coincidían que había conseguido el castigo que se merecía, las novias pronto lo olvidaron por nuevos y mejores amores, Don Ambrosio, el padre de Amparo, y sus hermanos aceptaron de buena gana el cambio de pariente, además que tenía su “platica” y que se la había llevado incluso a vivir al extranjero, a la Argentina, un país del que se hablaba muy bien en aquellos tiempos. Eleuterio el ex novio de la muchacha había recuperado su honor sin apenas matar un mosquito y Severino recobró el lindero de la finca que le había quitado el difunto. También el juez recibió lo suyo, pues el hacendado Don Facundo le cobró los toros Cebú a bajo precio por el rápido trabajo que había echo y dejar de tener en vilo medio pueblo. Solo hubo dos perdedores, Apolinar, para prisión, aunque quedaba en un buen sitió en el pueblo al librarlo del Estanislao, e incluso se realizaron gestiones para aliviarle la pena por el delito que no había cometido y hasta se recogieron firmas, de manera que de los 20 años a cumplir, la pena se le quedó en la mitad a expensas que se portara bien para recibir más rebajas. El otro perdedor, y si perdió todo, hasta la vida, fue el ahora difunto Estanislao Malaventura, que no quería aceptar de ninguna manera su papel de muerto, por lo que pronto comenzó a hacer de las suyas ahora convertido en “el fantasma de la arboleda” por donde salía todas las noches a hacer la vida imposible de todo aquel que osara atravesarla. Salía cabalgando con ojos espectrales enrojecidos, emitiendo gritos horribles, y su caballo relinchos horripilantes como, si salieran de ultratumba. Aquella figura fantasmal no quería abandonar la Tierra hasta no vengarse de su asesino, pero eso lo tenía difícil porque aquel se encontraba muy lejos, en la Pampa Argentina, tratando de hacer el papel de gaucho, que no se le daba bien a pesar de leerse varias veces a Martín Fierro. Estanislao en su nuevo rol de fantasma y con todos los atributos necesarios empezó a sentirse bien en este papel, y a falta de venganza con el verdadero autor de su muerte, la emprendió con todo el que se acercaba a la arboleda una vez oscurecía, de manera que el nuevo tema de conversación y noticia en el pueblo era el del “fantasma de la arboleda”. Esta demás decir que se hicieron numerosos conjuros para ahuyentarlo de la zona por cuanta persona tenía que
  • 23. ver con las ciencias ocultas y hasta con la iglesia, en la que el cura frecuentemente trataba de enviarlo al infierno sin pasaje de vuelta, pero todo esto sin éxito. Entonces acudieron a otras personalidades de la región, hasta uno que se las daba de ser el mejor en todo lo que fuera oculto, que aunque tenía un cabello lacio, suave y ondulado, orgullo de las pomadas, salió de la arboleda con el pelo que parecía un erizo y nunca más se le alisó por muchas grasas y pomadas que empleó. Por último, al no encontrar solución pidieron la ayuda de los Tres Monteros Negros de Dolores Cruz, dada la fama bien justificada que tenía la viuda, que no era viuda, por lo que se aparecieron un buen día en la arboleda cuando nadie los esperaba. Eran altos, fuertes, con cara seria y afilada, vestidos con telas muy oscuras y montando sus enormes caballos negros que no cesaron de relinchar tan pronto llegaron a la arboleda; eran: Margarito de la Caridad Cuesta, José María Echenique y Genaro Benítez, que durante toda la noche persiguieron sin descanso en la Tierra y en Ultratumba al jinete fantasmal, hasta que en una zona limítrofe entre ambos mundos, pudieron dar con él y alcanzar un trato justo para las partes. En esencia, el fantasma saldría un día sí y otro no, para dar oportunidad a los guajiros de acceder al pueblo para resolver sus asuntos, hasta que éste pudiese vengarse de su asesino, que ya la gente empezaba a sospechar que no era Apolinar, el condenado en prisión. Una vez cerrado el acuerdo, al amanecer salieron de la arboleda los tres jinetes cansados y bañados en sudor, al igual que los caballos por tanto corretear detrás del fantasma entre los dos mundos. Es justo reconocer a favor del difunto, que si bien Estanislao no cumplía con sus promesas en vida, sí lo hizo en esta ocasión en el más allá, bien fuere porque hubiese cambiado de actitud en su nuevo status, o porque se sentía mejor sin que lo persiguiesen los tres temidos negros monteros. Después de estar algunos años por la Argentina, Robustiano comprendió que lo de él no era ser gaucho y mucho menos andar bajo el fuerte viento que barre la pampa austral detrás de unas reses que valían poco, por tanta que
  • 24. había en aquellas inmensas praderas, y a decir verdad era razonable su forma de pensar pues resultaba más económico asar media vaca entera que comerse un plato de espaguetis, pues ese si escaseaba por tanto italiano de Italia que emigraba a la Argentina, entonces trató de encaminar un negocio en el comercio minorista, pero se encontró que había llegado tarde, precisamente muy detrás de los discípulos de Julio Cesar y aunque éstos no eran como los de Chicago o Nueva York, no se sentía a gusto entre ellos; y mucho menos con sus informalidades, constantes bromas de doble sentido, y sus miradas pícaras y descaradas a su Amparo. Le quedaba un último intento dada su experiencia militar en la legión por lo que pensó que podría servir en el ejército argentino, pero éste solo tenía conflictos cotidianos de por vida, si se podían llamar así, con los chilenos y a esa guerrita nadie le daba mucha importancia. Pensó entonces en regresar a la madre patria, pero aquello estaba al rojo y con los rojos, por lo que decidió que lo mejor era volverse a Cuba donde las cosas le habían ido tan bien. Así que un día remató poncho, estancia y ganado, y se marchó hacia la isla caribeña de donde entendía que no debía haber salido nunca, además, allí le quedaba la finca de la Amparo y tenía algún dinerillo que había podido salvar luego de sus desventuras en la tierra del tango y de Gardel. Un día apareció en el pueblo con la Amparo y el rapaz, igualito a él en todo menos en el escaso pelo de la cabeza, y aunque habían pasado diez años, si no fuese por lo del fantasma de la arboleda todo hubiese estado igual. Los familiares de la Amparo lo recibieron bien, además que al irse tenía fama de contar con una posición solvente aunque ya este no era el caso, también la situación del país no era la misma, no había dinero por ninguna parte en una época que llamaron el "Machadato", no por la dictadura, sino más bien fue un término económico del momento. El azúcar no valía nada en el mercado mundial y con unos pocos centavos podía perfectamente comer una familia entera, pero esos son los que la gente no tenía. Su primera gestión fue la de tratar de recuperar la bodega que le había
  • 25. vendido al paisano Bonifacio, pero éste le puso como condición que tenía que cargar con el dinero que la gente le debía, y cuando revisó el viejo y sucio libro de anotaciones se dio cuenta que aquello no lo podía asumir nadie, y que tendría que trabajar más de diez años al menos, sin obtener la más mínima ganancia. Poner otra bodega cercana era un suicidio, pues todas las familias se encontraban tan comprometidas con Bonifacio que no hubiese tenido ni un solo cliente, como sucedió con algunos que le quisieron hacer la competencia al buen gallego. Sólo le quedaba la opción de la finca de la Amparo, que aunque estaba abandonada, con unos pocos recursos podría comenzar a producir, aunque para esto tenía que volver a su etapa juvenil de campesino de la aldea de antaño, pero ya sus fuerzas y su ánimo no eran los mismos. Claro, que ante ninguna otra opción y viendo que la poca plata se le iba rapidito, se armó de un machete largo de buen acero, y empezó a limpiar el terreno para recuperar lo que quedaba de frutal perdido en el marabú. Sus cuñados lo ayudaron a remendar el rancho y pronto comenzó a parecerse más a un guajiro de la zona, que a un aspirante de gaucho regresado de la Argentina. Nadie sospechaba que él había asesinado a Estanislao Malaventura, ni siquiera lo asociaron conque desde su llegada el fantasma comenzó a salir todas las noches incumpliendo la promesa contraída con los tres monteros negros de Dolores Cruz, pero eso no extrañó a nadie dada la fama que tenía de mal quedar en vida el ahora fantasma. En lo que respecta a Robustiano, él, aunque no creía en nada, lo respetaba todo, por lo que no se le ocurrió transitar por la arboleda, ni siquiera por el día, pero eso lógicamente para el pequeño negocio de frutas que pensaba iniciar no era bueno, porque le sería muy difícil entrar en competencia con los otros guajiros que utilizaban el camino de la arboleda, como los barcos el Canal de Panamá, desechando el largo y peligros trayecto del Estrecho de Magallanes, muy al sur de la Patagonia. Efectivamente, bajo estas circunstancias, el negocio de las frutas no le iba muy bien al gallego, pues cuando llegaba al pueblo, después de andar más de
  • 26. media legua que los demás, ya todos los viandantes y tenderos se habían quedado las necesarias y él apenas podía vender alguna, y como fruta, y tropical aún más, no tardaban en echárseles a perder. Otra opción, como lo de la cría de gallos finos que le había dado buenos dividendos al difunto Estanislao, de eso él no entendía nada, y ya lo del ganado no le había ido bien con los argentinos, entonces pensó en vender la finca, porque lo último era enfrentarse al fantasma, pero en aquellos momentos que nadie tenía dinero no recibió ninguna propuesta digna de entrar a considerar. Entonces, ante esa situación casi de desesperación, entendió que debía llenarse de valor y enfrentar al fantasma, de la misma forma en que se enroló en legión y si en vida él se lo había cargado, no dudaba que de muerto podría hacerlo de nuevo, porque para algo él se llamaba Robustiano Muñeira, ex legionario y gallego de la "Terra Gallica". Y efectivamente armado de su revolver y con suficientes balas en los bolsillos, cargó las alforjas de su caballo de hermosos y grandes aguacates y se reintrodujo, una vez salido el sol en la arboleda, sin que ese día sufriera ningún contratiempo, por lo que aunque no fue de los primeros en llegar, sí pudo colocar a un precio aceptable media alforja, lo que posibilitó comprar algo de azúcar, café y manteca, y no regresar con las manos vacías a la casa, aunque si aún con tres cuartas partes de la fruta sin vender. Al día siguiente hizo lo mismo por lo que mejoró el semblante de la Amparo de manera que hicieron algo de amor como en los viejos tiempos. La cosa siguió igual los siguientes días, pero el gallego veía que aún no podía llegar a los niveles de la competencia, por lo que un día se llenó de valor y salió a oscuras, muy de madrugada, por lo que llegó a la arboleda sin nada de luz, se persignó antes de entrar y al principio no vio ni escuchó nada, hasta que a mediados del oscuro y espeso monte, sintió el relinchar de un caballo hacia sus espaldas y la figura de un jinete que se desvanecía y aparecía de nuevo, unas veces detrás, y otras delante, le soltó un par de fotutazos pero nada, aunque ya comenzaban a penetrar las luces del alba y poco a poco la figura fosforescente desapareció por completo. Entonces, muy asustado comprendió que mientras actuase a la luz del día no tendría problemas y ajustó su horario a
  • 27. estas condiciones. El invierno se le pronosticaba bien a Robustiano, pues las frutas escaseaban y sin embargo él tenía algunas matas de aguacate de madurar tardío, por lo que la navidad le sería muy beneficiosa, el problema es que en invierno los días son más cortos y las noches más largas y por esas fechas, sobre todo el 24 de diciembre los tenderos le pidieron que trajera la fruta bien temprano, antes del amanecer, para ellos poder cerrar a media tarde e irse a cenar con sus familias. Aquello era un problema para Robustiano, pues tendría que atravesar la arboleda a oscuras, pero no tenía opción, por lo que aquel día de navidad, además del revolver llevó un farol encendido para dar luz y alejar al espíritu; así se adentró tembloroso, lentamente en la arboleda, a poco sintió las pisadas del jinete fantasmagórico a su alrededor, montado en el caballo fosforescente acompañado de relinchos largos y espeluznantes, y como una voz de ultratumba que le gritaba “asesino, asesino”, trató de apurar el caballo, pero éste no obedecía, se encontraba asustado, como petrificado, le clavó las espuelas y solo logró que el animal saliera en estampida por un camino lateral internándose aún más en la arboleda. Por el salto del caballo se le cayó el farol que se apagó del impacto, mientras él no atinaba como frenar la bestia que horrorizada corría a todo galope perseguida por el jinete fantasmagórico. Sólo atinó a sacar el revólver y disparar en todas direcciones, pero las veces que creyó dar en el blanco, vio como las balas atravesaban la figura fantasmal y su risa y sus palabras guturales provenientes de Ultratumba: “no me puedes matar, ya estoy muerto”. El cuerpo sin vida de Robustiano lo encontraron al atardecer, después que la Amparo preocupada pidió a sus hermanos que lo buscaran, porque nadie en el pueblo daba razón de él, y el caballo había regresado solo sin jinete por el medio día con las alforjas llenas de aguacates. Estaba tirado al lado de una Ceiba en el centro de la arboleda, con los ojos abiertos, vidriosos, y una mueca como de horror. Había muerto de un infarto, según diagnosticó el médico de oídas, porque no quiso ni por nada del mundo entrar a la arboleda. Tanto era el temor que imponía el fantasma.
  • 28. A partir de esa noche no se oyó más el galopar del caballo con su jinete fantasmal, ni sus relinchos, ni los gritos de Ultratumba, ni salir la luz fosforescente. Al parecer el fantasma se había cobrado su venganza.
  • 29. IV. Casino Español 1. Guajiro y Ajedrecista Guajiro y ajedrecista, dos palabras que se contradecían explícitamente en la Cuba de los primeros 50 años del siglo XX, guajiro porque si no era ofensa, podría referirse a una persona humilde, honrada y trabajadora, pero también con poco intelecto, cultura e instrucción. Mientras que el ajedrez, era el juego ciencia por excelencia donde la inteligencia humana debía manifestarse en su máxima expresión. Esta contradicción, sin embargo, quedó en entredicho un domingo del mes de mayo, no recuerdo de qué año, cuando hizo su entrada por las anchas y lustradas puertas del Casino Español de la ciudad un campesino con típica ropa de faena para participar en el más importante de los torneos de la temporada. Todo esto tomaba mayor relevancia por cuanto éste era un lugar rodeado de lujo y al que asistía el selecto grupo de las clases vivas: ricos comerciantes, médicos, políticos, abogados y lo que se apreciase de ser digno de aquel pueblo de las llanuras del Camagüey. Sí, el Casino Español, cuyo nombre era el reflejo de aquellos peninsulares, principalmente gallegos que como se decía: habían arribado a la isla “…con un real en el bolsillo y el estómago estrujao” y que consiguieron amasar inmensas fortunas, por su ahorro y perseverancia, aprovechando las épocas de bonanza azucarera y exprimiendo hasta el último centavo, propio o ajeno, y sobre todo el sudor de trabajadores y campesinos, que muchas veces no tenían ni para alimentar a sus familias. Algunos, por suerte y los más acudiendo a trampas o cuanto medio legal o ilegal estuviese a su alcance, se habían convertido en lo que eran, las clases vivas del pueblo, los demás claro está, debían ser las clases muertas donde sin lugar a dudas estarían bien ubicados los guajiros. He ahí, sin embargo, que aquel casino, joya de la ciudad, recibía la visita de un joven vestido como el más humilde de todos los guajiros, calzando zapatos
  • 30. rústicos de piel dura y sin curtir, con tiras de guano en vez de cordones, pantalón azul de mezclilla raído y algún que otro parche cocido a mano, camisa de caqui grueso, con manchas de sudor bajo los brazos por el recorrido a pie por guardarrayas y terraplenes, y para rematar, un sombrero de guano, estrujado, desteñido y con alguna tira suelta por el sobre uso. Cuando lo interceptaron en la puerta dijo que venia para participar en el torneo de ajedrez que se jugaría esa tarde, y que se celebraba de año en año, premiado con una fuerte suma de $5000 obtenido del depósito de cada participante, $200, que formarían parte de la bolsa del ganador y un suplemento aportado por el casino. Está de más decir que continuaron preguntas tales como: ¿si sabía jugar al ajedrez, que si traía el dinero para la apuesta? y otras más de forma irrespetuosa e insultante. Aquel extraño visitante respondió con simpleza, aparentando ser algo ignorante: que sabía mover las piezas, incluso el movimiento del caballo en forma de “ele” y que saltaba por el tablero igual a los naturales de la sabana. Presentó para la apuesta en vez de dinero un reloj de oro de bolsillo que rápidamente identificó el joyero del pueblo como de 22 quilates, con valor muy superior a los $200 requeridos, luego que le brillaron sus ojos por la calidad, marca y belleza del valioso instrumento. Pero ¿cómo había llegado aquel joven desaliñado y vestido de forma estrafalaria a este lugar? Era una historia que se remontaba a años atrás, cuando sus padres comprendieron que no era bueno para el trabajo de campo, que a duras penas completaba su faena y que le “patinaba el coco” por las cosas que decía. Fue entonces que se lo encomendaron al viejo Bartolomé Barroso, gallego de pura cepa, de los que la letra más importante del abecedario era la “ñ” y que todavía se refería a la lluvia como “chuvia”, y el único que sabía leer, escribir y hacer cuentas en la colonia y en leguas a la redonda. Surgía luego otra incógnita ¿qué hacía ese gallego en aquel sitio viviendo en un bohío (rancho, choza) abandonado y en una absoluta miseria? Y esto nadie lo sabía, no se le conocía familia. De él se tejían muchas historias: que había logrado amasar una gran fortuna y que una mujer lo arruinó, o que un paisano le arrebató sus tierras, o que lo perdió todo en el
  • 31. juego, o mil cosas más de las que se habla en cualquier lugar cuando no se sabe o hay dudas sobre algo. Como buen gallego, del carácter ni hablar, por lo que no admitía preguntas y sólo se observaba que ya con muchos achaques arriba vivía en la más absoluta pobreza en un rancho mal cobijado de guano y yaguas, al lado de un arroyo, al terminar el terraplén, a poco más de dos kilómetros de la colonia. Allí enviaron a Leoncio nombre de nuestro ilustre joven, en aquel momento aún adolescente, a que después de la faena aprendiera un poco de números y letras para que pudiese hacer algo en la vida, porque el trabajo de campo le quedaba grande. Era lento con el machete, cansón con la guataca por lo que siempre terminaba el último, apenas se sostenía en un caballo y no sabía ni “ordeñar la chiva” como se decía, y malo o con mala suerte hasta para pescar truchas y biajacas en el río. Cuando Leoncio llegó aquella primera tarde al bohío de Bartolomé y entró en la aparente división de sala, cuarto y cocina, todo con piso de tierra mal apisonado, solo encontró miseria por todas partes y nada digno de su atención, salvo un puñado de libros, de los que sólo identificó las ilustraciones y sí, en una esquina un tablero como de damas con figuras diferentes: blancas y negras, labradas a mano que le llamó poderosamente la atención. El viejo al darse cuenta sonrió pícaramente. - ¡Ah! te interesa el ajedrez, pues ya aprenderás, pero primero las letras y los números. Y así durante meses el muchacho aprendió, y justo es decir que lo hizo rápido, pero por mucho que insistía que le enseñaran aquel misterioso juego, Bartolomé no se lo permitía, hasta que un día el viejo gallego le dijo: ─ Ya sabes leer y escribir y eres muy bueno en aritmética, por eso ahora te enseñaré este juego que es mi consuelo en los momentos de soledad y cuyo conocimiento bien empleado te podrá servir de mucho, pues la vida no es más que una partida de ajedrez, unas veces con los humanos y por último con la muerte, con la que se juega la última y siempre se pierde. Y así Leoncio aprendió las reglas del ajedrez, el movimiento de las piezas,
  • 32. la táctica y la estrategia, las peligrosas celadas, la ofensiva, el contraataque y el valor de la posición, también a modelar su carácter, antes compulsivo y desmedido y después razonado y cauteloso. Jugaron muchas partidas, de inicio el viejo Bartolomé le daba piezas de ventaja y siempre ganaba, hasta que lo hicieron de igual a igual y un día el alumno superó a su maestro y éste le dijo: ─Ya estas preparado, sólo me falta enseñarte que no te confíes del rival por inofensivo que parezca, y cuidado con sus manos que si son rápidas pueden poner tu pieza en otra posición y no en la casilla donde la colocaste. Por este motivo es por el que estoy aquí, por confiar en un mal paisano al que apoyé y con el que compartí techo, comida y una finca con la que se quedó al ganar, haciendo trampas, en una partida sin anotación en que al virar la espalda, con la rapidez del relámpago, puso mi reina bajo el ataque de un peón. Ese mal hijo de España aún vive, compró un titulo de Doctor en Leyes, sin saber nada de letras, es ahora una figura relevante en el pueblo: el Notario, y preside el Casino Español. Su hijo padece de sus mismos males, es un buen ajedrecista, ha competido incluso en la capital, pero tú puedes derrotarlo y esa sería mi mayor alegría antes de emprender el viaje del que nunca se regresa. Aquellas sinceras palabras del gallego, su maestro y mentor, impresionaron mucho a Leoncio que al fin conoció la historia de aquel singular personaje y al que valoró aun más y comenzó a sentirse como parte de su hijo y a sentir como suyos los agravios e injusticias ocasionadas por su paisano Una tarde, pocos días después, el maestro lo esperó a la entrada del bohío y lo sorprendió con un juego idéntico al de él, hecho con sus propias manos, de la madera de un viejo cedro del monte para las figuras blancas y de un ébano carbonero para las piezas negras. Aún se notaban sus manos callosas y sangrantes torturadas por el esfuerzo de pulir las figuras. Ahora ─ le dijo ─ viajarás por los pueblos y ciudades, y jugarás con todo el que encuentres, independientemente de su condición social, raza o color; pasarás frío, hambre y algunas veces tendrás la luna por techo, pero necesito que te entrenes bien, que aprendas los subterfugios del reloj y cuando hayas
  • 33. vencido a todos, sin excepción, regreses por un mes de mayo a participar en el gran torneo del Casino Español. Leoncio obedeció el mandato de su maestro y viajó pueblo por pueblo, hoy perdiendo y mañana volviendo a jugar, hasta ganar, comiendo lo que encontrase, lo que pudiese adquirir cuando le pagaban por una partida, o en alguna apuesta, a veces sólo los frutos del monte, hasta que un día, después de derrotar a todos los contrincantes a los se había enfrentado a lo largo de media isla, regresó a la colonia y fue en busca de su maestro al que encontró en su camastro, casi sin poderse mover, con una tos húmeda y persistente, con los pulmones destrozados y las costillas pegadas a la vieja y arrugada espalda. Sabía que vendrías, ─ dijo con voz ronca y apagada ─ que no moriría sin ver acabada mi obra, mañana es el día en que se celebra el gran torneo del Casino Español. No hay tiempo que perder debes inscribirte antes de empezar el evento. ─Pero no tengo el dinero para la apuesta. Sí, aquí está, lo he guardado por todos estos años esperando este momento, a pesar de la mucha miseria en que he vivido. Y el viejo sacó de debajo de su almohada un reloj de bolsillo, de oro casi puro. ─Esto vale más de los $200 de la apuesta. Leoncio no dijo nada, se limitó a cumplir los requerimientos de su maestro, aunque su cabeza se encontraba llena de dudas y de incertidumbres, se preguntaba si estaba verdaderamente preparado para llevar a cabo la difícil misión que le asignaba Bartolomé. Y realmente no tenía respuesta, pues aunque había viajado por muchos pueblos y ciudades, y jugado con los mejores ajedrecistas de aquellos lugares, se enfrentaba por primera vez a una responsabilidad sentimental que no estaba aún seguro de poder cumplir. No quiso dejar al viejo solo y volvió con su madre y sus hermanas para que lo cuidaran, éste casi agonizaba. Se despidió de él y sintió el calor de sus fiebres
  • 34. y el apretón de sus manos temblorosas. Al día siguiente, durante el trayecto hacia la ciudad por el terraplén lleno de un polvo fino, que se dispersaba en todas direcciones por el golpe de sus botas, comenzó a repasar cada uno de los consejos del viejo: “Acuérdate, sé cauteloso, deja que te infravaloren, que piensen que no sabes nada, que eres un ignorante, permite que avancen, que precipiten el ataque, espéralos con una fuerte defensa, a continuación contraataca sin compasión y destruye sus posiciones llenas de debilidades, hasta que los remates en su propia guarida; después se abochornaran de haber sido derrotado por un guajiro, entonces la pasión los segará y serás su verdadera pesadilla en el ajedrez. Inscríbete con mi apellido y si ganas le dirás al falso Doctor Sebastián Caldeira, que eso es de parte de Don Bartolomé Barroso; y cuídate si juegas con su hijo de la trampa que te mostré, que seguro la tratará de hacer si se ve perdido”. Y así fue que Leoncio Barroso, aunque éste no fuera su verdadero apellido, se presentó con vestimenta rústica de guajiro pobre aquella tarde del mes de mayo en el lujoso Casino Español de la ciudad.
  • 35. 2. Casino Español Eran 16 jugadores por sistema eliminatorio pues solo habría un gran premio, nada menos que $5000, toda una fortuna para la época. Sí, 16 jugadores, 8 mesas, tiempo de meditación de sólo 30 minutos, máximo de 60 por partida y con hora de comienzo a las 4:00 de la tarde, con el fin de finalizar antes de media noche y con un breve receso entre partidas. Alrededor del enorme salón se dispusieron los grandes sillones de balanceo de maderas preciosas puestos a disposición de las distinguidas damas con sus vistosos vestidos de tul, sedas y otros tejidos cubriendo bonitos o feos cuerpos bajo rostros indiferentes. Los hombres venían ataviados con hermosas guayaberas o trajes de dril cien, botas suaves de piel de becerro o zapatos brillosos de dos tonos, fumando habanos de vuelta abajo y llenando de humo todo el inmenso salón. A Leoncio le correspondió el número 13 en el sorteo, lo que causó risas y la suposición de que los guajiros no tenían suerte ni en los sorteos. ¿Qué que hacía aquel muerto de hambre allí? era la pregunta de todos y lo malo es que no se escondían para decirlo, pero él se mantuvo indiferente, con cara y aspecto fantasmal y los ojos y la mente puestos en otra parte. La primera partida fue con Avelino Domínguez, éste con las blancas. Se trataba del hijo del dueño de las dos ferreterías del pueblo, estudiante de ingeniería en la Habana y considerado un portento de las matemáticas, y un experto del ajedrez. Al sonar la campanilla Avelino adelantó el peón del rey con la idea de provocar una apertura española como forma de hacer honor al casino y de entrar en un juego abierto con grandes posibilidades para el que poseía la salida, a lo que no correspondió Leoncio, pues su maestro se lo había repetido muchas veces: “Estadísticamente las blancas ganan más que las negras con la Española, enfréntalo con una Siciliana, Caro Khan o Francesa o hasta la
  • 36. defensa o Ataque Arlekine si lo consideras”. Esto último fue lo que hizo el campesino dando la sensación que apenas sabía mover las piezas, mientras que su caballo huía perseguido por los peones blancos que se le echaban encima como lobos de una jauría. El hijo del ferretero de manera un tanto desenfrenada y pensando que su contrincante no conocía nada del juego ciencia trató de acorralar al caballo más de lo aconsejado en este tipo de apertura, dejando sus peones dislocados, sin apoyo y demasiado adelantados por el tablero. Entonces al guajiro se le vio sonreír por primera vez, su oponente había caído ingenuamente en la trampa, por lo que de repente irrumpió con la caballería y los alfiles que dieron cuenta de aquellos aspirantes a lobos en una posición de partida perdida por su oponente desde el inicio. No hicieron falta los 30 minutos, en menos de 20 la situación para el conductor de las piezas blancas resultaba insoportable, éste, molesto y como si no quisiera hacer el ridículo, se levantó y dejó que se agotara el tiempo ante la mirada incrédula de los presentes, incapaces de dar crédito a lo que veían sus ojos. Se acercaron entonces las jóvenes de vestidos de tul, no por celebrar el triunfo del guajiro, sino con el objeto de burlarse del hijo del ferretero. Solo una, tal vez la única mujer que entendía algo de ajedrez por las veces que su padre, amigos, y su propio hermano se enfrascaban en este juego en la sala del hogar, observó la posición y notó que aquello no podía ser un evento de suerte, que el intelecto del guajirito daría sorpresas en aquel torneo, era joven, hermosísima su nombre era Estefanía la hija del Notario, abogado y rico terrateniente Sebastián Caldeira, Presidente además del Casino Español. ─Tuviste suerte guajiro, veamos con quien te toca ahora, ─ le dijo un joven con facciones achinadas, puede que el hijo del dueño de varias fondas y restaurantes del pueblo, efectivamente, Joaquín Lí, economista y gerente de los negocios de su padre que no hablaba muy bien el español. Leoncio decidió comer algo, pues no tenía nada en el estómago, pero también le resonaron las palabras del viejo Barroso: “cuando la barriga está
  • 37. llena el cerebro piensa menos”, por lo que se contentó con unas lascas de queso con jamón y medio vaso de zumo de naranja. Quedaban 8 contendientes pues igual número había sido eliminado en la primera ronda y la suerte quiso que en esta ocasión le tocara el mismo chinito Lí, que enfrentó al campesino con una Defensa Siciliana variante del Dragón, esquema peligrosísimo ya que las piezas negras contraatacan por el flanco dama apoyadas por el alfil en la diagonal central que ejerce como un dragón cuya cola envuelve el ala izquierda donde generalmente se traslada al rey blanco. La partida parecía ser compleja y peligrosa para Leoncio, pero éste había sido instruido por Bartolomé y la única estrategia al efecto pasaba por llegar primero al reducto del rey contrario y cortar la cabeza de la bestia mitológica, esto es, intercambiar alfiles de semejante color lo que traslada a la potente y ofensiva reina blanca al escenario de ataque, dejando algo desguarnecida la defensa. En una situación así, es aconsejable para las negras sacrificar la calidad, cuestión esta que el carácter pausado asiático no era muy dado a hacer, por lo que abierto el flanco rey antes de iniciarse el asalto de la cola del despiadado reptil volador, éste, descabezado, no dio posibilidades al ilustre hijo del Celeste Imperio de llevar adelante sus planes, y con las columnas de la zona del enroque del rey abiertas y expuesto el monarca a las voraces torres y la dama enemiga, no le quedó más remedio que declinar su rey con la calma típica de de los hijos de este laborioso pueblo, tranquilo, sosegado y apenas sin mostrar enfado alguno, al menos por fuera. Después, por mera cortesía, Lí felicitó al guajiro sin añadir más palabras y se oyeron los murmullos de los presentes, no de alabanzas o congratulaciones al ganador, sino de odio y rencor acumulado contra el representante de una “clase inferior”, que descaradamente incursionaba en sus vedados territorios. Se habían desarrollado dos rondas, quedaban sólo 4 contendientes en la lid y el guajiro con los ojos semicerrados se recostó en un balance aguardando por el próximo lance, entonces sintió una mano que le halaba el sombrero que tenía sobre su rostro y se sorprendió al ver los negros ojos de Estefanía
  • 38. Caldeira y su sonrisa con dientes de nácar. Esto fue el mejor despertar de Leoncio en toda su vida y lo hizo salir de su modorra pensando que estaba en el cielo. Estefanía, con un vaso de limonada en la mano se lo ofreció, pero él lo rechazó temeroso de que tuviera algo que pudiese hacerle daño, dada la opinión que tenía de los Caldeira, sin embargo, se equivocaba y la joven le sonrió, ─ guajiro volviste a ganar, ¿dónde aprendiste a jugar tan bien? – Solo, en el monte - contestó él, arisco. Ella siguió con el vaso entre sus delicadas y blancas manos jugueteando con él de forma provocadora. ─Haz convertido este aburrido torneo en todo un espectáculo, y eso que no quería venir, ¡lo que me hubiera perdido! Mi padre y los comerciantes están que rabian. El de la ferretería dice que no te venderá ni un clavo y el chino que le pondrá picante a la comida si pasas por alguna de sus fondas. Te estás buscando muchos enemigos, así que al menos ten una aliada, porque te encuentras completamente solo. ─Ya sabré arreglármelas. ─¿Tú crees?, mira que son muy poderosos. ─No tengo nada que perder, lo que tenía se me está yendo ahora mismo, en el monte, en un camastro de yaguas. ─Lo siento, ─ dijo la joven ─ no quería herir tus sentimientos. En eso tocaron de nuevo la campana y a Leoncio le tocó jugar nada más y nada menos que con Justiniano Benítez, el Director del Instituto de Segunda Enseñanza, quien introdujo la práctica del ajedrez en el Casino y maestro de los que se iniciaban en el juego en el pueblo, y por supuesto de los que ahora como expertos él había y tendría que enfrentar. El Profesor, viejo zorro del ajedrez, saliendo con blancas buscó un juego sólido y posicional mediante una apertura Inglesa, adelantando su peón alfil dama hasta la cuarta posición. Ahora se desarrollaría una partida cerrada
  • 39. donde debía imperar la más fina táctica al estilo de Lasker o Capablanca. No en balde al maestro le apodaban “Lasker” en el pueblo, por sus aparentes jugadas simples y sencillas, pero impregnadas de un veneno letal que actuaba, no de forma inmediata, sino a lo largo de la partida. Leoncio no se inmutó, recordó las palabras de Bartolomé y su imagen seria y bondadosa: “emplea el estilo de Capablanca, es como una secuencia de pasos, un algoritmo matemático. Busca en cada movimiento obtener la más mínima ventaja, nada de apuros y mucho ojo al tiempo porque las partidas pueden ser intensas, largas y agotadoras”. Entonces respondió con su propio peón alfil dama hasta la cuarta posición y comenzó aquel duelo de titanes en que los alfiles en forma de fiancheto alargaron sus brazos diagonales y el intercambio de piezas se redujo al mínimo. Hubo intentos posteriores de ambos bandos de atacar por los flancos sin ningún resultado, pues el centro del tablero había quedado bloqueado por los peones. “Ten presente Leoncio que en los juegos cerrados el caballo es superior al alfil, si puedes cambiarlo hazlo”. Y eso logró hacer Leoncio, dejándose acorralar un alfil para cambiarlo por un caballo en lo que los presentes mostraron regocijo y el propio maestro esbozó una sonrisa burlona y recostó la espalda, como aliviado. El viejo zorro trataría ahora de abrir alguna diagonal o columna, pero el guajiro lo tenía todo previsto y muy bien calculado, y atenazó el juego con sus peones y los dos caballos, uno de los cuales comenzó a moverse con soltura como si se hallase correteando en un prado, saltaba por todo el tablero creando debilidades en la posición enemiga, que a duras penas podía solucionar Justiniano, lo que lo llevaba a emplear más tiempo de lo normal, hasta que a los 30 minutos, consumido el cronos reglamentario, se cayó la banderilla de su reloj. Había sido derrotado uno de los jugadores más sólidos del pueblo, el que rara vez perdía alguna partida, el “Lasker” del Casino, por el nuevo Capablanca, así lo bautizaron algunos, mientras que el veterano jugador
  • 40. enojado se justificaba diciendo que en un torneo normal con dos horas y media de reflexión hubiese ganado por la superioridad del alfil cuando se abriera el juego. Leoncio lo miró con cierto desprecio y le dijo: ─En seis jugadas más usted se vería obligado a intercambiar torre por caballo en un jaque doble, pues se encuentra acorralado, sin posibilidad de movimiento en una posición cerrada del juego, y entonces sí, pero sería yo el que abriría uno de los flancos por donde entraría una de mis torres y destrozaría su retaguardia con sus alfiles bloqueados, inofensivos y sin valor alguno. Si tiene dudas vea y con una rapidez no mostrada hasta ese momento movió las piezas, explicó variantes y efectivamente en la jugada indicada se realizaba la susodicha doble amenaza con la sensible pérdida de calidad y la posterior apertura del flanco dama por donde penetraba la artillería con su temible poder devastador. La sorpresa fue general, los murmullos se repetían, el enfado y la antipatía por el campesino se incrementaban y adquirían proporciones desmedidas, los insultos se los lanzaban casi a la cara, a veces llenos de palabrotas indecentes. Pero él se mantuvo inmutable como una estatua, lo que incrementó la ira de los miembros del selecto club. A Leoncio le entró hambre, pero no quería comer, entonces sintió las delicadas manos de Estefanía que lo tomó de un brazo y le dijo: ─ vamos, tienes que tomar algo, mejor un café, pues ahora te tocará con mi hermano que es capaz de todo por no perder y en este momento habla con mi padre para recibir instrucciones. ─Y ¿por qué me ayuda en contra de su padre? ─Tenemos muchas diferencias y sobre todo me quiere casar con el imbécil del hijo del Alcalde, ese que se ríe como un tonto en el medio del salón creyéndose gracioso. Se dirigieron a la barra, no tuvo que pedir nada, de ello se encargó Estefanía.
  • 41. ─Dos cafés bien fuertes con poca azúcar. Pronto las tazas de café humeantes llegaron depositadas en sendos platos pequeños y sorbo a sorbo para no quemarse la lengua se las tomaron, él serio y preocupado, ella resplandeciente y sonriente con una estola azul sobre un precioso vestido satinado algo corto para las costumbres de los pueblos. ─¿Dónde vives guajiro? ─En los dos últimos años donde me sorprende la noche, a veces bajo una guásima, o en un banco del anden de trenes, o en un camastro por compasión de algún aficionado. ─¿Así te ganas la vida? ─Sí, recién empiezo. ─¿No has estado en la Habana? ─No, lo más que llegué fue hasta Colón en Matanzas. ─Pues te has perdido lo mejor de Cuba. ─¿Vives allá? ─Estudio allí Filosofía y Letras. Sonó la campanilla de nuevo y Leoncio se dirigió a su mesa, pero al sentarse frente a Javier Caldeira, éste le dijo en voz baja y amenazadora ─¿Qué hacías conversando con mi hermana, animal?, te voy a destrozar. Leoncio sonrió y no le respondió nada, de manera que el joven Caldeira hizo como si le fuera a pegar y éste con voz calmada le dijo ─ atrévete si quieres andar con el brazo partido por el pueblo; y apretó su mano fuertemente en un gesto que los demás pensaron que era de caballerosidad, pero donde Javier mostró una mueca de dolor por el fuerte apretón del guajiro.
  • 42. El gesto no pasó desapercibido para Don Sebastián, enfurecido y con ganas de intervenir. ─Al fin Leoncio liberó lentamente la mano de Javier manteniendo una ligera sonrisa. Volvió a recordar a Bartolomé: “Mientras más furor muestre el contrario su juego será más débil, pues lo dominará la soberbia, y el ajedrez es puro razonamiento” A Leoncio e correspondían las piezas blancas y volvió a hacer tributo al casino, reducto de sus enemigos de clase, abriendo el juego con el peón rey central hasta la cuarta posición en espera de una apertura española. En efecto esto ocurrió, pero notó demasiada alegría en el rostro de su oponente. “¿Qué tramará?”, ─ pensó Sí, Javier planteó una apertura española, pero en la cual las negras comienzan atacando desde el inicio en lo que se llamaría el actual “Ataque o variante Marshall” por ser este jugador norteamericano quien la creó y la ensayó muchas veces antes de emplearla contra el cubano José Raúl Capablanca. Aunque éste último logró, no sin dificultad, neutralizarla Leoncio no conocía los entrecejos de esta apertura y al principio se sintió atenazado y acorralado por la agresividad de su oponente, entonces volvió a pensar en su mentor: “en situaciones complejas, mantén la calma y da paso a la intuición, pues muchas veces no es tal la gravedad y tu rival actúa más bien como un toro al que se puede marear con el capote”. Y efectivamente, y ha sido siempre mi curiosidad ¿cómo respondió o salió de esa situación nuestro joven campesino?, puede que no exactamente como Capablanca, pero quizás lo ayudara la intuición del hombre de campo en su constante enfrentamiento con la naturaleza en situaciones diversas y complejas. A poco el feroz ataque fue calmándose luego que las blancas
  • 43. devolvieran el peón tomado al inicio, quedando en ligera superioridad por sus dos alfiles blancos enfocando dominantes las posiciones del indefenso rey negro. Sin embargo, se hacía necesario jugar rápido, con un mínimo de meditación, pues había consumido más tiempo de lo normal y aún las negras tenían posibilidad de obtener la victoria por esta vía. Y eso hizo Leoncio, que en la ciudad de Santa Clara había tenido que jugar muchas veces partidas de cinco minutos “rapid transit”, único requisito que le ponía el encargado de la sala de ajedrez para que durmiera en el local una vez cerrado y comiera un congrís (arroz cocido mezclado con frijoles negros) con plátano y bistec o picadillo en un puesto de comidas chino. El jaque final sería cuestión de tiempo y así se lo hizo saber Leoncio: ─ Mate en nueve jugadas. Palabras que resonaron en el silencio del salón y que dejó a los espectadores atónitos, sorprendidos, suspendidos en el tiempo presenciando aquel dramático espectáculo. La sorpresa fue general y en un cuchicheo de Don Justiniano pasadas algunas jugadas, el experimentado maestro vaticinó lo mismo. Entonces Javier hizo ademán de levantarse y como que fuese a perder el equilibrio, de modo que algunas piezas podrían caer o quedar fuera de posición, pero las fuertes manos del guajiro sujetaron con firmeza la mesa, mientras hábilmente el joven Caldeíra con una rapidez inaudita, propia de un mago de circo tomó, sin ser visto por los demás, uno de los alfiles contrarios e iba a guardarlo en su chaqueta, cuando Leoncio, también con una rapidez solo posible de adquirir por un campesino en las cotidianas labores de campo, le agarró la mano mientras que con la otra equilibraba la mesa. Luego le dijo ─ suelta la pieza, tramposo, ─ y a poco bajo la fuerte presión del guajiro su mano se abrió apareció la susodicha figura blanca, lo que motivó a continuación un murmullo de repudio y desaprobación por parte de los presentes. ─Haces las mismas trampas que tu padre ─ le dijo Leoncio ─ sobre todo con su paisano Bartolomé Barroso que le dio techo y comida cuando llegó
  • 44. desamparado de Galicia y después con una artimaña semejante le arrebató su finca. Los jueces presurosos pararon momentáneamente los relojes y todos posaron su mirada en Don Sebastián que pálido y nervioso balbuceaba palabras incoherentes pues jamás se hubiese esperado aquello. No sabía qué decir. De pronto se oyó un fuerte murmullo y muchos recordaron partidas anteriores, aparentemente ganadas, que por sucesos como éste habían perdido y que siempre el Notario aludía a que le daban algunos mareos. Los jueces iban a dar la partida por perdida para Javier pero Leoncio se lo impidió. ─No, deje que la termine, sólo faltan unas pocas jugadas para el jaque mate. A regañadientes Javier se sentó bajo la atenta mirada de los presentes hasta culminar la partida con el jaque mate calculado en la esquina misma del tablero. Se hizo un profundo silencio y entonces Estefanía valientemente, y mirando desafiante a su padre, comenzó a aplaudir y de hecho, poco a poco lo hicieron, aunque a regañadientes los demás, en un gesto de caballerosidad que de no hacerlo hubiese dejado en entredicho las buenas costumbres exigidas para los “hidalgos” miembros del Casino Español. Leoncio sonriente reclamó de inmediato el premio, que a falta de cartera metió en su sombrero con el que cubrió su pelambre tosca y lacia, y pidió que lo dejaran abandonar el casino pues su maestro se le moría. Esto hicieron, no ocultando su enfado los honorables miembros de aquel selecto club, aunque ninguno se ofreció para llevarlo pese a la gravedad del asunto que requería su abandono presuroso del local. ─Ve con suerte le dijo Estefanía, ─ ante el reproche de su familia y los demás presentes, sobre todo de las aburridas y pasmosas damas de aquella hipócrita sociedad.
  • 45. El joven partió a la carrera, sólo se detuvo en la piquera de autos de alquiler y tomó uno con un chofer somnoliento que aquel viaje le venía bien después de una noche de escaso movimiento. ─Vaya rápido por favor, queme las llantas que mi maestro se muere. El coche apuró el terraplén dejando una estela de polvo en el medio de la noche. Al llegar, Leoncio se encontró a su madre, hermanas y demás vecinos alrededor del camastro de Bartolomé. Éste apenas respiraba. Traiga un médico por favor ordenó al chofer pero su padre se interpuso, no es necesario, no lo atormentes, le quedan minutos, casi no respira, es un milagro que aún esté vivo. Entonces Leoncio se sentó al lado del escuálido cuerpo y le agarró las manos mientras miraba aquel rostro estático surcado de arrugas. Sacó de su sombrero el reloj de oro que el viejo le había dado y se lo puso en sus manos, ─ ganamos maestro, ganamos, al fin se hizo justicia, ya don Sebastián no hará más fechorías, incluso es posible que alguno intente llevarlo a los tribunales por sus mucho delitos. Hemos ganado, lo que usted me enseñó valió para algo. Entonces, el moribundo en un último acto sobrehumano agarró con fuerza el reloj y las manos de Leoncio y esbozó una sonrisa, la última de aquel santo hombre, que sólo había hecho el bien en la vida. Gruesas lágrimas corrieron por el rostro de Leoncio, de las mujeres y de muchos de los presentes, incluso de los duros hombres de campo acostumbrados, las más de las veces, a la desgracia y el infortunio. Lo velaron esa misma noche y al siguiente día partió el cortejo fúnebre hacia el cementerio, previa la despedida de duelo hecha por un paisano, pues el cura no se daba por enterado de los sucesos de los campos. Durante el
  • 46. trayecto se incorporó detrás, al final, un lujoso coche con las ventanillas cerradas en cuyo asiento trasero se hallaba sentada una mujer joven, con el rostro cubierto por un velo negro emitiendo ligeros sollozos. Se trataba de Estefanía Caldeira que con su presencia trataba de mitigar las imperdonables faltas de su padre para con su paisano. Flores no faltaron, tampoco sencillas coronas, algunas hechas a mano por las guajiras del lugar. Asistieron todos los vecinos de la colonia y sus contornos y sólo tal vez faltó un epitafio en el que se leyera: “A Don Bartolomé Barroso, el más insigne de los paisanos gallegos”. Una semana después, un joven vestido con ropa sencilla se detuvo un instante frente al lujoso Casino Español, observó el edificio de arriba abajo una y otra vez, y al final expresó en voz muy baja: ─ Un día volveremos a vernos las caras, ─ luego siguió hasta la cercana estación donde tomó el tren de primera clase procedente de Santiago de Cuba y con destino a la Habana, la capital del país. Antes había dejado a sus a padres alojados en una pequeña finca que compró y a la cual pertenecía el bohío del difunto Bartolomé Barroso, que dispuso dejarán intacto, como un tributo a su maestro y mentor, y de repartir lo que pudo entre los pobres vecinos de la colonia. Ya en el tren se dirigió al puesto asignado al lado de una joven con sombrero negro que miraba distraída por la ventanilla. ─ Con permiso, señorita ─ dijo, mientras subía el equipaje por encima de su asiento y se quitaba el sombrero blanco de pajilla. Al sentarse, la joven viró su rostro para ver a su acompañante y entonces él pudo observar los dientes nacarados que adornaban la sonrisa de la mujer más bella que había conocido nunca: Estefanía Caldeira, su compañera de viaje a la capital y para toda la vida.
  • 47. 5. ¡Vaya Suerte la Mía! La locomotora rugió como si fuera un león en medio de la selva, sedienta de kilómetros por recorrer por las líneas férreas paralelas de hierro y vomitando vapor en todas direcciones, como los dragones de los cuentos de la edad media. El silbido del tren se escuchó a kilómetros de distancia, espantando a una yegua de brío que se entretenía en romances con un caballo alazán en un potrero vecino. Las bandadas de “mayitos”, con sus cantos agudos y su porte esbelto de colores variados, se levantaron desde las altas ramas de los álamos cercanos a la estación, mientras entre las hierbas una codorniz huía del embelezo a que estaba sometida por un majá de dos varas que la tenía lista para el desayuno. En las casillas de ganado del tren unos toros cebú y unas vacas holstein legítimas con su toro acompañante se tambalearon bajo el efecto de la inercia al arrancar el tren, hasta ocupar de nuevo su posición original, una vez éste uniformara el movimiento. Eran propiedad de Don Ramón Carballo, gallego de pura cepa de las aldeas perdidas en los bosques de la provincia de Lugo. Este insigne hijo de la patria gallega las había comprado en el oriente de la provincia, en la zona ganadera de Güáimaro para una hacienda inmensa, de decenas de caballerías recién adquirida en el centro de las llanuras del Camagüey a donde se desplazaba hoy para establecerse, aunque su negocio principal eran las frutas, el café, y los embutidos. Entre sus planes estaba montar una torrefactora de café, y una fábrica de embutidos en el cercano pueblo de Florida, no la de los americanos, sino la del Camagüey. Con Don Ramón iba su esposa, una alta y hermosa santiaguera, como las de antes, con su piel de chocolate de dientes nacarados, andar contoneado y puede que con las calenturas propias de las mujeres tropicales, claro está, para con sus maridos. Se llamaba Inés, no la del Juan Tenorio de Sevilla, que aparentemente santa y pura se entregó al famoso burlador. Ésta no, y aunque la habían pretendido muchos marinos andaluces del puerto de Cádiz, se había entregado a un solo hombre, su marido, Don Ramón Carballo, o Don Mongo como le decían los más allegados, aunque no tenía nada de mongólico, pero
  • 48. así es la derivación de nombres en Cuba y en todas partes. Sí, su nombre era Inés de la Cruz Montesdeoca apellido que le había dado la madre, que le gustaba más que el primero que poseía y que nunca decía cual era, por lo que cualquiera que se nos ocurriese pudiese ser. Pero esto sólo era posible en unas islas bendecidas por Dios, donde todo lo que se hace con nobleza o pasión está bien hecho salga como salga y donde las leyes son como las ligas de los tira piedras que se pueden estirar hasta donde sean capaces sin romperse. Con ellos venían sus dos hijos adolescentes llamados Ramón como el padre y Juan por un amigo de éste muerto en un naufragio. El telegrafista de la estación de Algarrobo, poblado de donde había hecho su salida la locomotora momentos antes, hizo su oficio en proclamar la situación del tren en dirección a Occidente, y que en poco más de tres cuartos de hora llegaría a la estación de Florida. También envió uno para que el jefe de aquella estación le hiciera llegar a las autoridades locales, que esperaban con impaciencia la llegada del ilustre hijo de las tierras de Rosalía de Castro y del sepulcro del apóstol Santiago, que allí viajaba Don Ramón Carballo, Senador de la República por uno de los partidos del momento, pudiese ser liberal, conservador, auténtico, cívico o de otro nombre, menos comunista o socialista, cuestión de gustos, porque al final todos gobiernan de forma semejante, con sus más y sus menos. En los bancos de la estación de Florida ya se había dado cita lo mejor de la sociedad local presidida por su ilustre Alcalde, bueno en modales, amplio en hablar y que se decía era descendiente de capitanes y coroneles de la pasada guerra de independencia. A su alrededor, concejales, hacendados y comerciantes, el notario y el jefe de bufetes de abogados, el director de la escuela privada de segunda enseñanza para brindar su oficio a los hijos criollos del insigne visitante y a partir de hoy ciudadano ilustre del pueblo, con diploma y medallas que ya tenía listo para entregar el secretario del ayuntamiento. También el dueño de la clínica privada con su cuerpo médico por si alguien necesitaba de sus servicios; y por supuesto el cura de la iglesia católica del pueblo, que en sus más de treinta años de andanzas por la isla aún recordaba algunas palabras en galego de su añorada Galicia con que quería dar