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Angelito y otros relatos
Al salir, cerró la puerta. Cansado como estaba, caminó hacia la calle 92. En la
esquina con carrera 77, encontró a Zoraida, la negra. La conocía desde 1948,
estando en Ciudad Bolívar. Recién llegaron. Él desde Pasto y ella, desde
Barrancabermeja. Se parecían en sus opciones de vida. Esa pulsión que, en
veces, cruza a quienes ejerce como sujetos del ir y venir. De contera había,
entre ella y él, una atracción, de esas que llaman “fatal”. Por lo mismo que
arrasaron con las barreras primeras. De esas que definen como posturas de
moralidad. Esas que fueron cruzando todo lo habido como colectividad. Como
expresión de lo humano. Algo así como esa herencia cultural desde el
medievo. Aun con los matices expuestos por Agustín, por la vía de sus
“Confesiones”.
Y sí que llegaron el mismo día. Ese trece de diciembre de 1956. Día monótono,
por cierto. Se juntaron en el camión que los recogió en Palmira, viniendo
desde Quito. Lo hicieron como si nada. Mientras el ayudante soplaba un
cachito. Para Zoraida fue su primera vez. Para él la segunda, después de
Virgiliana Moncayo. En ese trotecito se la pasaron hasta que el conductor se
aburrió con ella y con él. Y los hizo bajar en las afueras de Armenia.
La noche, iluminada por una Luna pálida prometía ser, al filo de la madrugada,
absolutamente fría. Ese firmamento explayado dando cabida a la miríada de
estrellas. Y es que, lo que pasó, en la casa de Evangelista Estupiñán fue eso
que llaman del absurdo. Comoquiera que la espada de Valeriano atravesó todo
el abdomen de la pequeñita Alicia. Una trifulca inmensa. De esas que requieren
asumir el imaginario absoluto. No solo para su descripción. También y,
fundamentalmente, para proveer una versión creíble.
Ya le había pasado antes, estando en Tumaco. La desmembración de los
cuerpos de Eloisita Asprilla, de Esteban Armero y de Elías Cevallos. Casi el
mismo tipo de contexto y entorno. Empezó con la habladuría de siempre. Ese
“trinar” como cantaleta. Refiriéndose a lo del negocio que se dañó, justo ayer. Y
de la necesidad de alucinar, hallando el chivo o chivos de expiación. La
voltereta del matacandelas. La orilla opuesta. En ese estar ahí, como virulento
atizador.
En la “vueltecita” se perdieron como siete millones de pesos. Suma de
nimiedad. Pero, en esos ejercicios perdularios, lo que cuenta es “la palabra
empeñada”. El cicatero Jefe de Jefes, el Patrón, no permitía ningún error.
Mucho menos si, de por medio, había dinero. Porque lo duro que había que
meter para conseguir cualquier billete, ameritaba la consolidación de referentes
básicos. Lo que, en términos coloquiales, se ha dado en llamar “códigos
insoslayables”
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Lo de Tumaco fue aterrador. Brazos, manos, pies, ojos, dedos, etc., por ahí. En
la cocina, en la sala, en el comedor. Todos por ahí. Sangre en las paredes.
Pedazos por todos lados. Cinco personas que sintieron el dolor. La tortura
previa. Cercenados en vivo. Un dolor absoluto. Y, este hijueputa, como si nada.
Salió a la calle. Se dirigió a la taberna de la mona Abigail. Bebió como si se
fuera a acabar el aguardiente. Sentado, empezó a limpiar la macheta, con el
pañuelo que heredó de la madre. Y que había sido bendecido por el papa
Paulo Sexto, cuando estuvo en Colombia en 1968, en el Congreso Eucarístico.
Le propuso a la mona, que fueran a...Ella no aceptó aduciendo que lo había
hecho tres veces en lo que iba corrido de la noche. Volvió a ensuciar la
macheta. Abigail, alcanzó a ver sus manos caer al piso. No pudo más.
Zoraida estuvo con él en Neiva, diez años atrás. Le ayudó a envolver, en papel
periódico, las manos y los pies de Baltazar Garzón. El abuelo de Alejandrina.
Allí todo empezó por lo de siempre. No cuadraban las cuentas. Sus cuentas.
Esta vez fueron ocho mil pesos, correspondientes a las “vacunas” establecidas
para los tenderos del barrio “la ponzoñita”.
Cuando niño, este lisonjero, siempre estuvo en cuanto problema se
presentaba en Siloé. Desde lo usual relacionado con el robo; en cuanto
almacén había. Hasta el atraco a quienes conducían los vehículos en que se
repartían las gaseosas y la cerveza. El primer muerto en su haber fue don
Ignacio, el sacristán de la iglesita. Todo, porque el viejo no le quiso entregar
“por las buenas”, la palangana en que recogía la limosna en las misas.
Particularmente, el día en que se celebraba la fiesta de la Virgen de las
Mercedes, patrona del barrio. La comunidad se exacerbó. Quisieron lincharlo,
pero pudo más la veloz carrera y el tronante que llevaba en la mano. Tres
personas resultaron heridas. Escapó en dirección a Hobo. Y, allí, logró que Iván
Martínez lo acogiera. El argumento fue convincente. A más de los veinte mil
pesos que ofreció. Como para subsidiar, en parte, la sopita.
La adversidad era lo cotidiano, en casa de “los tíos”. Zoraida estuvo a su
cuidado desde la muerte de mamá Belarmina. Del padre no se supo nada.
Como si se lo hubiera tragado la tierra. Solo, en mayo de 1958, “los tíos”
recibieron un mensaje desde Medellín. Algo así como que “Jeremías armó
tremenda revuelta en el Parque Berrio. Y por allá en el barrio Loreto en abril de
1957”. No más eso. Es decir que, en tiempo ido y presente, la mamá de
Zoraida asumió, en parte, la carga de criar a la niña. Digo en parte, porque
Aureliano y Otoniel, en verdad, fueron auxiliadores constantes.
Lo de Belarmina Paternina fue como ese desasosiego que está vigente
siempre en el quehacer de lo cotidiano. Desde muy niña había aprendido el
arte de hacer aparecer un sapo, a partir de un pañuelo. Y de interpretar los
sueños de sus compañeritos y compañeritas de escuela. Eso explica, por
cierto, su condición de mujer indomable. Nadie podía con ella. Aureliano logró,
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por tiempo breve, acceder al inframundo de la “cascarrabias”. Alguien le puso
esa chapa. Así, al vuelo. Y quedó bautizada así.
Eso fue por el mismo tiempo en que a, Otoniel, les mataron a sus tres hijas.
Ahí en el arrabal del barrio Manrique. Como dijo el policía en su informe “fueron
muertas en extrañas circunstancias”. Y parece que si fue sí. Estando “las tres
Marielas” (Mariela Lucía, Lucía Mariela y Mariela del Socorro) en la cuarenta y
cinco con ochenta, en casa de Alba Mariela Sinisterra, en clase de costura,
llegaron “el choneto” y “el chorizo”, dizque buscando al hermano de doña Alba.
Como en eso de ir contando que Hermenegildo, tenía una deudita pendiente
con ellos. Y, así. Sin saber ni cómo, ni cuándo, ni porqué, hizo explosión el
artefacto que llevaba” choneto” en el talego que cargaba. Murieron todos y
todas.
Pasando el tiempo, Otoniel conoció a Rafaela Manotas. Supo, por boca, lengua
y memoria de ella que, en verdad, Hermenegildo, había estafado a más de cien
personas en el barrio Belencito. Con eso de adivinar la suerte y vender lotes
situados en el barrio La Castellana. Y que, por eso,” choneto” y “chorizo”
habían sido contratados por “la comunidad dolida”. Pero hasta ahí. Esa versión
no servía nada para los propósitos de Otoniel. Él buscaba algo así como saber
a quién podía demandar por daños y perjuicios, derivados de la muerte de sus
tres Marielas. A decir verdad, la otra Mariela, ni la conocía.
Belarmina rodó por casi todo Medellín. Que donde doña Betulia. Que la vieron
en el barrio Fátima arrejuntada con Mauricio Paniagua. Que ya estaba
embarazada cuando la recibieron en hogar comunitario “El Buen Pastor”. Que,
de allí, salió para “Don Matías”, desembarazada. Pero así, sin el mené o la
nena. Como que salió echada. Tal parece que, ella misma, se hizo algo para
que saliera lo que fuera, sin cumplir los nueve meses. Luego, la vieron recabar
en San Luis, con Jesús Pimiento a bordo. Y que, allí, vivieron como cinco
meses. Hasta que, la Belarmina, huyó. Jesús fue encontrado muerto como a
los tres días. Con dos heridas de cuchillo en el cuello.
Aureliano estuvo mucho tiempo al lado de su papá. Don Heliodoro. Su mamá
había muerto el mismo día en que murió Carlos Gardel. Se dice que ella estaba
noveleriando en el aeropuerto Olaya Herrera. Y que le dio por cruzar la pista de
decolaje, justo en el momento en que el avión iba a despegar. Hay quienes
aseguran que ella fue quien ocasionó el accidente. Como en eso de interpretar
que estaba demasiado enamorada de Carlitos. O para mí, o para nadie, le
oyeron decir.
Cuando dejó la casa del sordo Iván, Ángel María, viajó a Tunja. Como en eso
de ir yendo por todas partes, a ver si resultaba algo. Llegó en esa madrugada
fría del 20 de julio. Como llegó, empezó a andar. Con la maletica de cuero que
le había regalado doña Isabelina, la mamá de Nancy. Esa niña que conoció en
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Puerto Wilches. Quince añitos no más, cuando conoció la largueza y dureza de
angelito. En evocación tardía, Angelito, quiso volver un día. Pero pudo más el
afán para no responder por lo que hizo.
En fin que angelito recorrió toda la ciudad. De aquí para allá. Y de allá hasta
otraparte (como parodiando al maestro Fernando González). Entró a una
tiendita en la cual vendían cocido boyacense. Zoraida le había advertido de lo
delicioso. Como que cuando ella estuvo viviendo al lado de “el esmeraldero”,
todos los benditos días comía. Tanto que, en secreto, se volvió un vomitivo
perenne. En la tiendita conoció a Agripina Valverde. La hija de la dueña. A ella
le correspondía atender a los madrugadores del entorno. Como veinte años
aparentaba la china. Angelito tasaba a las mujeres, por las tetas y las nalgas.
Agripinita pasó el corte. Hicieron migas, como dicen en la tierrita. Conversando,
entre palabra y palabra, angelito conoció de lo habido sucedido y lo habido
actual. En Cascuéz, la cosa estuvo muy difícil entre 1978 y 1989. Victicor
Carranza y Gonzalito Gacha se encargaron de arrasar con todo lo territorial
minero. Y, también con lo territorial vivencial. Tremendas grescas. Puñados de
muertos y muertas. Había casas destinadas para la tortura y el
desmembramiento. Tres hermanos de la agraciada contadora de recuerdos,
sueños y casi verdades, murieron. Uno ahí, donde usted está sentado. Los
otros dos, Patroclo y Olegario, cayeron por el lado de Muzo. Los picaron, como
si nada. Y todo, decía la niña, por culpa de las malditas gemas y de la
voracidad de “los de arriba”.
Eran casi las doce del mediodía cuando salió del negocito de doña Epimenia. A
ella también la conoció. Acostumbraba levantarse tarde. Como a las diez de la
mañana, apareció ahí en el comedorcito. Con legañas en los dos ojos. Y una
muda transparente que le servía para dormir y que daba cuenta de sus ajados
pechos y de sus pliegues, ahí abajito en donde terminan las piernas, como
marchitos también. Pero junticos. Angelito, la miró de los ojos con esa masita
color verde. Pasando por los ajaditos pechos. Hasta ahí donde todos los palos
llegaron. Y pueden, aún llegar. De ese talante era el morbo de don sujeto
pecaminoso.
Cogió para Paipa. La niña Agripina le dijo que allá podía bañarse en los
termales. Y que, además, podía encontrar a Valeriano, el dueño de uno de los
hoteles más bonitos y seguros de la ciudad. De una llegó al hotelito que le
recomendó la nena. Iban siendo como las tres y pucho de la tarde. Entró y
miró. Como miran los tesos (diría el creador de Pedro Navajas). Estaba como
alucinado. Le vino a la mente, la situación vivida cuando chico. Que miseria de
alma tan brava en esa casa suya. Cada quien con su propio inventario de
bienes y contrabienes. Lo que ahora llaman valores. Y que, incluso, ha sido
una vena extravagante para muchos teóricos de la vida. De los que derraman,
a puñados, palabras habladas y escritas. Casi como sortilegio mundano de a
cada rato. O de lo de hoy y ayer. O de lo que vendrá. Eso que Fernando
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Savater ha exprimido a más no poder en su “Ética Para Amador”. Una
virulencia en diatriba insabora de contenidos.
Y, siguió elucubrando Ángel María, que infancia manifiesta en su hedor de puta
mierda. Una simbología inane. Al menos para él. En esa contracorriente tan
infame. Unos vertimientos de historias entrelazadas por lo bajo. Como ese
cuento con la bisabuela Serafina. Una mujer de tres mundos. Uno, el del siglo
XIX, que conoció en toda su segunda mitad. Con esos embates de los amos de
la tierra. Unos cruzados peleando hasta morir y hacer morir. Unas arengas
embalsamadas, desde 1819. En esas junturas de caminos entre santanderistas
y bolivaristas. Cardúmenes de población societaria retenida o expulsada a la
fuerza. Los esclavos y las esclavas todavía con la yunta al cuello. Las
repúblicas iban y venían. Como en recetario perverso. Policromías a partir de
surtidores rojos y azules. Como si ese fuera el único espectro posible. Una
caballería vergonzante. Hoy los unos. Mañana los otros. Y, así, pasaba el
tiempo. Heridas abiertas. Ahí no más, esperando el discurso del próximo
caudillo. Herederos del imperativo y empalagoso General. Dictador de siete
muelas.
El otro mundo, el segundo, de la bisabuela, dado por esos años de comienzo
del Siglo XX. Unos tras otros. Venidos desde la política bifronte consolidada
desde 1886. Constitución en mano. Los generalotes. Solo lúcidos para las
entelequias y para la soberbia. Exacerbadores, a partir de manifiestos
impúdicos. El reyecito, Reyes, dando tumbos. Inventándose valores al calor del
Sagrado Corazón de Jesús. Un templario tardío. Llegado al poder a puro pulso
de espadas, bayonetas y fusiles. Y así fue extendiendo su habladuría y su
hechura de sujeto obsoleto. Pero, por lo mismo, atizador de los mismos fuegos
de antes. En esos mil y pico de días de desangre. Y, siempre, los hombres y
las mujeres de a pie, ahí. Como depositarios de las tres o más letras que les
dejaron conocer.
Y el tercer mundo de Serafina. Esa última década de su vida. Entre 1947 y
1958. Que osadía la de ella. Tratando de aplicar lo aprendido de Ignacio Torres
y de María Cano. Confesa partícipe de esos idearios. El PSR, dando vueltas.
Por esos lugares recónditos. El sentimiento de ser mujer en la dermis. Mujer,
otrora poseída y violentada. Casi a la fuerza. Porque eso y solo eso eran las
relaciones de amor unipartitas. Porque, siendo ella inmersa en esa relación;
solo surtía como objeto. Abertura para el falo de los prohombres. U hombres,
apenas en nombre. Machucantes huracanados solo en las noches. Sus
noches. O a cualquier hora.
Y sí que cabalgó con la Cano, la abuela Serafina. Conociendo en directo o de
ladito las andanzas de los dueños del país. Llevando ella y la María, panfleticos
bien escritos por el jefe de jefes, Torres Giraldo. Un apocado. Así lo describía la
bisabuela. Un insípido sujeto de buena letra. Pero no más. Lo mismo de los
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otros hombrecitos del día a día. Una pulsión de vida, asociada más a un oficio
de omnipotente gendarme ideológico, que de verdaderos pulsos libérrimos.
Punzantes. Revolucionarios.
Murió Serafina, el trece de mayo de 1959, de manos de Serapio Epaminondas
Roldán. Quien la mató por celos. Le faltaban dos añitos para cumplir 106. Qué
malparido varoncito matacandelas. Le hizo los hijos y las hijas que se le antojó
tener con ella. “…En sus ojos quedaron sucesión de imágenes vividas. Tres
que resaltaba ella: el asesinato de Rafael Uribe; el asesinato de J. Eliécer
Gaitán y la figura de la liberta inmensa. Como, a bien tenía de llamar a DOÑA
MARIA CANO”. Así rezaba el texto escrito en su honor, por parte de Virgiliano
Cifuentes, quien fuera su amante furtivo, en toda su vida como mujer
incendiaria y sublime.
Ese tósigo de vida, siguió murmurando angelito. Y le volvió la pensadera. Esta
vez con lo de la abuela Isaura. La sexta hija de Serafina. Esa sí que entró por
donde era. Como queriendo decir que empezó a mandar todo al carajo. Desde
pequeñita ya sabía que mamá Serafina y Virgiliano eran amantes. Para ella fue
siempre un deleite absoluto verlos retozar y gemir en la estera que tenía en “el
cuarto de nadie”, como llamaban la piecita de atrás. Pero, además, sabía de
todo un poquito…o mucho. Nunca se supo, ni se sabrá. Interpretaba sueños.
En la escuelita fabricaba “peos químicos” que cargaba en un frasquito y lo
destapaba en clase de religión, con la señorita Consuelo. Sabía cómo era eso
de “venir al mundo”. Lo aprendió, viéndolo en directo cuando la comadre
Eunice asistía los partos de doña Beatriz Alviar. Nunca se tragó el cuento de El
Arca de Noé. Mucho menos lo de El Paraíso Terrenal. Ella había leído y releído
las “Nociones de Historia Sagrada” y el Catecismo escrito por el padre Astete.
Y cotejó esos escritos con los de Charles Darwin y H. Morgan. Estos últimos
los halló en el escaparate que había heredado Serafina de Antonia, la
tatarabuela.
Angelito vivió parte de esa historia. Por ejemplo, le tocó ver como Macario
Verdún, el marido de la abuela Isaura, le arruino uno de sus ojos con el punzón
de la cocina. En “un arrebato de ira santa” como tipificó el malparido cura del
barrio, la agresión. También cuando la azotaron, entre Juvenal y Ponciano, los
seminaristas hijos de Hipólito Benjumea, el dueño de la ferretería “El buen
precio”. Todo porque les dio por creer y aseverar en palabra, que “…esa perra
se lo da a Braulio Castañeda” Angelito sabía que eso no era así. Porque, entre
otras cosas, Braulio era homosexual en su clandestina vida íntima. Los azotes
los ordenó Venturiano Alfonso, papá de doña Eugenia, la tía de Eufrasio Parra.
Todo en nombre de “La Divina Providencia”, nombre y símbolo de los “Neo-
Cruzados”.
Mientras esperaba al doctor Valeriano, se puso a mirar, por lo bajo, a tres
mujeres que llegaron después. Con su ojo de buen tasador, le adjudicó entre
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veinticinco y treinta añitos a cada una. Qué belleza de cuerpos, dijo para sí. Se
les acercó, como queriendo ir más allá del primer corte. Y, ellas, alborozadas
como estaban por haber llegado al municipio. Es decir, a los termales; se
dejaron sonsacar la risa de don caballero. La conversa fue larga y tendida.
Quedaron, en preciso, que se veían en las piscinas. En esto estaban, cuando
apareció “el doctor Valeriano”.
Su mamá Leonilda creció al lado de Joaquina. Dos amigas, de esas que llaman
inseparables. De siempre. Una y la otra, andariegas a más no poder. Yendo y
viniendo por todo el barrio, primero. Luego, por todo el país. En la escuelita
Eucarística, adscrita al barrio Moravia, conocieron los primeros trinos del hablar
y escribir. Con la gramática y la semántica incorporada. Muy tenue, sí, pero en
fin de cuentas con lo necesario. Destacaron, ambas, en los bordados en
tambora. Y en el canto. Tanto así que, en el barrio, las bautizaron “el dueto
Lejo”. Amenizaban piñatas. Cantaban en la eucaristía de los domingos a las
once, en la parroquia Cristo Sacerdote. Se enamoraron del mismo muchacho.
Pero zanjaron diferencias, rotándolo. Una semana Leo y la otra Joaqui. Y, así,
estuvieron largo tiempo. Hasta que Eusebio Luján se cansó de ellas y se casó
con Leopoldina Beltrán; una vecina que había pasado desapercibida; pero que
estuvo al acecho, hasta que conquistó al caribonito.
Las dos siguieron como si nada. Se matrimoniaron casi al mismo tiempo. La
una (Leo) con Bautisterio Mondragón. La otra (Joaqui), con Bersarión Álvarez.
La preñez vino, también, en simultáneo. Y empezó ese reguero de hijos y de
hijas. Uno de tantos fue angelito. Y, en esa condición de ser uno entre muchos,
asumió la vida desde el rinconcito. Como diciendo, fui a la escuelita. Y estuve
al lado de mamá. Y la respaldé cuando ese pérfido de Bautisterio le pegaba
esas zumbas deprimentes y dolorosas. Y sí que, pensaba angelito, estuvo bien
lo que le hice a esa mortecina. Que se las daba de macho bravucón. Como
queriendo ser soporte en la casuística freudiana. O en la teoría acerca de los
niños difíciles, esquizoides; en la opción neurolingüística. O en el o la sujeto
con la palabra autoritaria como forma permanente de acción hacia la
inhabilidad de la palabra como pulsión; a la manera de Foucault.
Angelito sequía como envarado. No atinaba a entender lo que debía hacer. Si
conversar con el doctor dueño del hotel. O si seguirle la corriente a las
tremendas de cuerpo. Como diría el poeta, en ese decir de “…hay días en que
somos tan…”. O si seguir en la pensadera en que estaba desde hacía mucho
rato. En ese inventario de vida, en que se había metido. Se decidió por lo
último.
Y Leo, su mamá, siguió por ahí. Por esa brecha abierta desde la bisabuela. La
abuela. Ahora, era ella. Tejiendo esa tesura de vida inmediata. Sin el asidero
en ciernes que solo puede dar la ternura, tierna. Física, verdadera. Por lo que
ternura es y ha sido puerto de salida y de llegada. Desde el momento mismo en
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que fue inventada. Y es que, en veces a cualquiera le da por enhebrar
delgadito. Y como que se apega al dicho “…de qué y, precisamente, las
guerras y la erosión de la ternura, como que son y han sido sinónimos
compuestos. En lo que este símil tiene de juntar palabras. Más allá de una sola.
O de, simplemente, azuzar el ambiente equívoco de los poderes…”
El doctor sí que estaba puto ese día. Lo que ahora llaman estresado. Todo por
cuenta de “esos negocitos que, siendo pequeños (como caja menor) no dejan
de ser importantes, todos juntos. Nada que le había resultado lo de la apertura
de mercado en las zonas de librecambio e intercambio. Candidaticos
buscando, por ahí, electores en su carrera hacia la alcaldía; o en el concejo,
según sea el caso, la apuesta o el peso político de los padrinazgos. Y se
atraviesan, como vaca en autopista. Y, sigue diciendo el dueño del hotel, lo que
le emberraca a uno es que unta y unta manos y manos. Y nada. Y, así, no hay
billete que alcance.
Y, “las tres bellezas”, seguían por ahí dando lora. Con esos cuerpazos al
viento. Para deleite de turistas y pobladores. A cada nada echaban a reír. Al
mismo tiempo. Y por lo mismo. O por cualquier otra cosa. Eso sí, resultaron
bebedoras inagotables. O whisqui. O ron. Menos aguardientico. Y, angelito,
dudando de nuevo. Como entre el ser y no ser. Horadando esa historia de vida
suya. O los triangulitos de las nenas. O con lo recién recordado compromiso
con la niña de la tiendita. Habían quedado en verse aquí. Pero dentro de dos
días. En el hotelito de la señora Fortunata. La misma de las almojábanas
símbolo de Paipa.
Siguió en esa brega tan jarta de la recordadera. Esta vez se fue por el lado de
lo que le había contado Zoraida, acerca de su pasado. Remoto e inmediato.
Por ahí rodando, hasta que llegó donde “los tíos”. En esa bravura de hechos no
declinados. Con ese acerbo de cosas alrededor de su madre Belarmina. Ese
estar de un lado para el otro. Como noria urbana y campesina. No registrada
en ninguna bitácora de vuelo. Un desarraigo absoluto. Los valores, si acaso los
hubo, trastocados. Tirados en cualquier andén de cualquier barrio o ciudad. Y,
para acabar de ajustar, se lo encontró a él. Como si nada. Empezando, desde
allí, la torcedura de camino. Con esas matanzas ramplonas. Casi como del
absurdo. No tanto, insitu, como el de Salvador Dalí en sus lentejuelas
purpúreas. Iconoclastas. Pero sin ningún sentido; aún en el contrasentido.
Como, en el entretiempo, de cualquier competencia viva, angelito hizo giro
hacia otro lado. Y empezó la bebeta. La primera ronda a su cuenta. De ahí en
adelante, cargadas a la cuenta del doctor dueño del hotel. Con los cuerpazos
de las tres en vivo. Hablando en palabra ligera. De todo lo que ha habido y
habrá en el mundo. Que si no se hubiera muerto Cantinflas, cuántas películas
más habría filmado. Que si Silvestre Stalone hubiera trabajado su Rocky
Balboa XV, al lado de Angelina Jolie tal vez le hubiera curado el mal de ojo que
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le acompaña desde pequeño. Y, siguieron hablando, como hasta las siete de la
noche. Sin embargo no se les notaban los siete litros de licor. Ni a ellas. Ni a
ellos.
Le siguió rondando la pensadera, a angelito. Se quedó dormido en el sofá de la
sala de recepción. Y empezaron los sueños a dar tumbos y golpes de vida.
Veía a leíto al lado de Gumersindo Arbeláez, su amante. Él lo supo estando
aún muy niño. Cualquier día le dio por salir al solarcito que tenía la casita en
que vivían, allá en el barrio Palermo. Estaban en el piso, en una revolcadera
convocante. Pletórica de contorsiones y siseos, como en los serpentarios. Ni
Leonilda le advirtió nada. Ni él dijo nada, nunca. Y esos encuentros furtivos se
prolongaron. En tiempo y espacio. En un sueño, dentro del mismo sueño
primero la vio con Hermógenes Bobadilla, el carnicero del barrio. Casi en el
mismo sitio. Casi a las mismas horas. Tampoco dijo nada, nunca. Y así,
sucesivamente. Belisario, Norberto Elías, Franklin Mayolo, Juvenal Alzate; el
negro Apolinar Vargas. Insaciable, mamá Leonilda. Una promiscuidad que
resultó ser imagen y acción bella para él. Lo erótico en superficie. Nunca le
preguntó, a mamá Leonilda, de la profundidad de su goce. Si era o no
directamente proporcional a las contorsiones y la gemidera. Lo cierto es que
navegó (angelito) entre sueños y más sueños. Todos en fijación a la cual le
construyeron un soporte sublime, de su perspectiva de sujeto entero.
Cuando lo despertó la negrita Caribú (uno de los tres cuerpazos que conoció),
eran algo así como las dos de la mañana. Se le quedó metidita al ladito.
Cuántas veces lo hicieron, nunca lo supo. Lo que sí se supo fue que el hotel
perdió mucha de su clientela por culpa del espectáculo, ya que fue asumido
como inmoral. Aún en el contexto de la libérrima Paipa, ciudad turística y
mundana.
Salieron a la calle alumbrada por una canícula protagónica. En una inmensidad
de cuerpo brillante que había emergido hacía ya casi seis horas. Por el Oriente
fugaz. Se acercaron a las piscinas. Un hervidero a esa hora. Cogidos de la
mano, cruzaron por la zona que llaman de vistieres. Una turbamulta acezante;
sudorosa, acebollada. Así como estaban, vestidos. Ella en traje color panela.
Trenzado con hilos de algodón multicolores. Él con pantalón verde militar y
camisa blanca, ya ajada y con líneas grises en el cuello. Más producto de la
acumulación de polvo y sudor. Se metieron a la primera piscina. Un tanto más
calientica que las otras. Sumergidos en profundidad mediana, como lo que
puede de hondura la masa de agua entrelazaron otra vez los cuerpos. Una y
otra vez. Orgasmos preciosos. Como si estuvieran al compás del coro de
“…ranas y sapos”, en la canción de Leonardo Favio. De allí fueron desalojados
a la fuerza. Entre tres vigilantes del hotel y seis policías municipales, los
tuvieron que cargar hasta la calle.
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Y… ¿de qué ternura estás hecha?, soñó que le preguntaba a Leonilda; justo un
día después de haber estado con Caribú. En las andanzas intoleradas en el
hotel del doctor. Y por la alcaldía de Paipa. Un poco lo cantado por Joan Báez
en “El Cristo de Palacagüina”. O en “Un mundo de fruta encendida” de Piero.
Como navegante nacido para circunnavegar los Océanos. Pero que, justo a
mitad de camino, perdió rumbo, brújula y bitácora. Y que, por eso mismo, llegó
esmirriado a lomo del recuerdo de Caribú. La negrita insaciable en cuanto a
recibir ternura. Insaciables, los dos, otorgadores de ese zumbido de viva fuente
y voz. Alongado casi al infinito. Espasmos que desparraman la locura del deseo
bien habido. Bien interpretado. En sincronía perenne. Como en “Las
estaciones” de Vivaldi. O como el torbellino pleno del Bolero. De un Ravel
inmenso en fuerza de Luna plena. Llena. Nítida. En un desafío al mismo Sol.
Zoraida, en sumisión estaba, cuando la azotó el sueño viajero. En locomoción
simbólica. Atada a los rigores de lo incendiario. Ya “los tíos” habían muerto. Tal
vez de tanto amarse. Una juntura nacida de tanta soledad compartida. Los y las
que se fueron yendo, fueron condicionando el quehacer. Del vivir de ellos. En
cada espacio de su casa. En cada recodo esquinero de su barrio. Por fin
pudieron amarse en la libertad del albedrío. Centinelas, uno y otro, creativos.
Desde la desesperanza primera habida, cuando les mataron sus almas, por la
vía de matar a sus crías. Y desde allí. Desde esa desesperanza, empezaron
construir la esperanza que habrían de ser sus vidas. Juntas. Retozos bien
hechos. Mejor culminados. En cada acechanza. El uno y el otro. Buscándose
en todos los entornos. Entregándose en cualquiera de ellos. No hubo en esa,
su casa, rincón que no conocieran en sus escarceos pulcros, prístinos. De
ternura no afanada por nadie. Solo él, uno, y él otro. En combinatoria perfecta.
Como ajedrecistas vitales.. Tan vitales eran que no se dieron cuenta cuando
pasó la vida pasando. Y, ellos, ahí. En esa vida que pasó sin advertirles nada.
Tal vez para no desdibujar lo hecho por ellos. En esas pinceladas gruesas.
Como las de los niños y las niñas. Como aprendices de motricidad fina. Ya
estando viejos.
Angelito se deslizó, otra vez, hacia la soñadera y la pensadera. En fin de
cuentas siempre la tuvo clara. Ir de tiempo en tiempo. Corroborando los decires
y los haceres. De su historia. De sus parentescos. De lo que fue. Bien o mal
haya sido. Como infusiones milenarias. Tratando de azotar lo cotidiano con el
cuero habido en la vida. De lo inmemorial. O de lo del entorno en cercanía. Y
se vio, otra vez, sumergido en el follaje de la diatriba y de lo atrabiliario.
Regresó a uno de los tres mundos de la bisabuela. Al tercero. Y lo sintió como
viacrucis sin el crucificado a bordo. Más bien como esa hechura plena. De
instantes en la voltereta. Viéndolos y viéndolas a todos y a todas. Desde López
Pumarejo a Eduardo Santos. Desde Laureano hasta Ospina Pérez. Desde “el
caudillo del pueblo”; hasta Lleras Camargo. Pasando por “el sargento hecho
poder nimio, vergonzante”, hasta el triunvirato. Y desde ahí hasta…la letanía
continuada.
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Siguió soñando. Angelito, cada vez más extirpado de sesera propia. Corría
veloz. En el tiempo. Como aventajado sujeto; al que le dio por buscar la
ternura. En cualquier evento. O en cualquier recodo de vida. Haciendo de su
quehacer ramplón y perverso de ayer; pulsión de vida. Percepción de lo
sublime. Como desesperado jinete cabalgando a los rígidos dromedarios en el
desierto: Tratando de llevarlos por el camino cierto. Sin esa ambivalencia de los
plenipotenciarios negociadores perennes. Sin la cantinela de los pregoneros.
Gnomos perdularios. Heraldos con la semiótica perdida. Como perdido fue y ha
sido el rastro de los lobos de la estepa.
La niña que conoció en Tunja, llegó puntual. A las ocho de la mañana ya
estaba en el hotelito de la comadre de su papá. Bien acicalada estaba ella. La
niña bella que presurosa llegaba en búsqueda de su furtivo convocante. Como
es de hermosa la niña. La que llegó vestida con traje de tulipanes bordados; en
toda la anchura de su cuerpo. Con escote pronunciado. Como queriendo
sonsacar al sonsacador impávido. Y fue llegando ella, conforme lo había
prometido. Porque, como bien hecha doncella. De cuerpo bien hecho y puesto.
En crecimiento sus pechos. Inflamados estaban. Tal vez por el mismo afán en
encontrar a quien sería su desfoliador. Aquel a quien ya amaba. Desde la
mañana misma en que lo vio. Y su carita, en rojizo color ya expreso, tanto que
le quemaba. Y que se iba bien adentro. Ojazos de ensueño. Sin necesidad de
forzar mirada, buscaban al sujeto suyo; desde día y hora en que lo vio llegando
a ese entorno suyo. Entre lo uno o lo otro. Es decir que, la doncella, entre
dichosa y cándida, llegó como lo había prometido. Con ansias locas de sentir
adentro; bien adentro ese falo inmenso con el que empezó a soñar, sin verlo.
Alucinado
Francisca Caraballo estuvo, como la bisabuela, en el escenario mismo, en que
mataron a Rafael Uribe Uribe. Como quiera que Francisca esté próxima a su
centenario, volví a casa. Después de casi ochenta años de haber partido.
Recuerdo, eso sí, que estuve todo el día 22 de marzo de 1913 en la tiendecita
de don Barquisimeto, tomándome unas cervecitas. Aprovechando una gabela
“tome dos pague una”, auspiciada por la recién fundada Cervecería de
Barranquilla. Con su producto estrella “Cerveza Águila, Sin Igual y Siempre
Igual”. No fui el único ese día. También estaba Marianita Monsalve. Mujer
frentera esa. Como que desafió a su padre y a su novio. Por puritanos
vergonzantes. Había, en ella, cierta dosis de lo que yo empecé a llamar
“Salavarrietismo”. Un poco cruzado por esa gran nostalgia que me
acompañaba después de haber leído acerca de su historia. Un… ¿Cómo así
que su peregrinar por el mundo de las ilusiones guerreras y solidarias, no eran
reconocidas a casi cien años de su muerte?
Y es que los asuntos de vida no tienen límites. Ni en la imaginación. Ni en el
olvido. Inclusive yo había reseñado, como al garete. Como al viento, dos
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mensajes que se me vinieron a la cabeza, después de haber soñado con don
Joaquín Salavarrieta y con don Antonio Galán. Vi florecer una rosa,
transcurriendo el año 1781. Rosa encendida. De Comuneros guerreros. Y,
doña Mariana Ríos, allí en San Miguel de Guaduas. Se hizo madre de la mujer
amada por mí desde entonces. Imaginación de inmenso simbolismo. Tanto,
como que difundí la historia de lo que forjó. Con ese talante libertario. Pegado,
ahí. Siendo su piel y su guía.
Marianita tendría, para ese entonces, dieciocho años. En verdad, sin ser bella
de cara. Si lo era de cuerpo. Ese día me dijo: “…Don Asdrúbal, no sé qué va a
ser de mí, después que me case con Bartolomé. De lo que si estoy segura es
que a mí no me va a zarandear, porque va encontrar otra Bolena, quien fue su
esposa. Esa sí que era terrible. Con decirle que prefirió huir, sin rumbo, antes
que doblar cerviz. Nunca más se supo de ella. Solo, una fugaz referencia
expresada por Belarmino Tapias. Quien dijo haberla visto en Cúcuta. Siguiendo
la huella de Serafín Paniagua. Insólito personaje que iba de pueblo en pueblo,
enseñando las mil una maneras de bordear el abismo, sin caer en él”.
Y es que, la razón de ser de lo que somos, tiene que ver con lo que algunos y
algunas, quieren que no seamos. Parece trabalenguas. Pero es cierto. O sino
que lo diga Hipólito Benjumea. Dueño de la carretera que lleva desde Neiva
hasta Pitalito. Porque, eso de hacerse dueño de una vía pública, va en
contravía de los mandatos legales vigentes. Muy clarito lo dice nuestra
Constitución Política, proclamada en 1886. Y es que, casi siempre ha sido así.
Lo que hagas y digas tiene relación con lo que te prohíban hacer y decir. Con
lo dicho por Marianita, me convencí, aún más, de lo cercana que estaba su
expulsión del hogar en que manda don Timoleón Monsalve. Y, también, del
repudio público que habría de hacer Bartolomé Valtierra.
Lo de Francisca fue otra cosa. Como un desvarío perenne. Nació en Villa de
Leyva. Una impronta monosílaba. Como cuando se percibe que alguien está
vivo o viva, porque se escucha su voz. Un murmullo, el de ella, arrogante.
Como contaban que fue el de Petronila Sinisterra. Una arrogancia entre sutil e
inverosímil. Tal vez lo más cercano a un prototipo de lo que sería el futuro.
Habida cuenta de lo que somos, ahora, sin querer serlo. Tanto más como que
puede ser una vivencia, como expresión de lo plana que es la vida, cuando no
se tiene otro referente que la azarosa perfidia latente. Pendiendo sobre cada
quien. Estereotipando lo que seremos. Lo que cuentan que dijo, en narrativa,
entre preciosista y absurda.
“…Andando el tiempo me encontré al otro lado de la vida. Todo había pasado
tan rápido que no me di cuenta cuando fueLo cierto es que ya vivo al otro lado.
Algunas cosas me parecen repetidas. Una de ellas, la nostalgia. Como que
esta es vital, para el mismo hecho de estar vivo. Una nostalgia parecida a esa
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otra cosa que es la tristeza. Aquí, en esta otra versión, la vida está menos
soportada en el albur. Por lo menos eso es lo que percibo.
Hoy es un día cualquiera de un calendario que apenas estoy procesando. Una
mañana en la cual todos y todas corremos por calles diferenciadas; una
nomenclatura centrada en los colores. Está la calle gris. Aquí están todos y
todas aquellas y aquellos que antes fueron notarios y notarias del tiempo.
Aquellos y aquellas que le apostaron a generar condiciones de vida, con esa
estrechez de visión, tan propia de los agentes laberínticos. Está la calle roja. En
ella veo gendarmes cada tres metros. Uniformados a la usanza del siglo XXI.
Es decir una mezcla de azules variados y blancos en diferentes perfiles. Gritan
y reclaman orden, en medio de una prisa que satura. La calle rosada, está
habitada por los híbridos. Esos y esas que vinieron a dar acá, a lomo de la
invariancia. Como gemelos y gemelas en multiplicación parecida a las setenta
veces siete. La calle incolora es donde yo estoy. Parece muy apropiada para
las condiciones en las cuales llegué. Recuerdo que, cuando hice el tránsito
estaba atado a la entelequia; a ese tipo de propuestas que tanto me cautivaron.
Propuestas indescifrables. Tanto que estuve siempre sin poder hilvanar una
idea en el contexto de la lógica que reivindiqué.
Es casi el mediodía y crecen las hordas. De tal manera lo hacen, que no es
posible medirlas. Ni en su enésimo término; mucho menos en la configuración
de parciales censales. Un mediodía sin sol. Más bien una oscurana que obliga
a prender las luces automáticas que cada cual posee. Luces que permiten
entrever los íconos básicos: la perversión y la enhiesta figura del Gobernador.
Está allá, en la plaza adyacente al palacio. Habla con sus asesores y otorga
visas para marchar a cualquier lugar. Y todo depende de los oficios y las
profesiones. Y es que, aquí, todos y todas tenemos tatuado lo que somos.
Médicos y médicas especializados y especializadas en hacer perder la
memoria; a la manera de la siquiatría Lacaniana. Ingenieros e ingenieras,
cuyos referentes son las bitácoras para las máquinas que vuelan a ras de
tierra. Cenicientas que no pudieron ejercer libertad. En su pasado fueron amas
de casa, esclavas. Y transitaron a golpes, obligadas por sus machos. Y, aquí,
son preferidas por los aurigas del todopoderoso. Y van y vienen. Esclavos que
no encontramos libertad antes y que, repetimos el mismo oficio aquí. Nos
reportan como ciudadanos de oficios varios. Claro está, menos el de liderar
revoluciones.
Cuando me acerqué a reclamar mi permiso, me reconocieron los asesores. Y
se lo transmitieron al Gobernador. Y este dispuso que fuera devuelto a lo que
antes era. Y volví. Y estoy aquí, sintiendo ese dolor originado en ese estado de
interdicción propio de quienes, como yo, no servimos ni para lo uno ni para lo
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otro. Ni aquí ni allá. O lo que es lo mismo: ni siquiera hacemos conciencia del
significado de estar vivos…”1
No puedo negar que me impactó ese escrito, cuando lo leí por primera vez. Y
que, por lo mismo, marcó mi ruta, de por sí desesperada. No le hice comentario
alguno a Marianita. No valía la pena, dada su mirada de ternura absoluta. Para
qué importunarla con voces sin contexto. Etéreas como las que más. Pero, a
decirlo en preciso, conversaba con ella. Pero pensaba en Francisca y su
cervantina erudición. Como lenguaje aprendido, para contar cosas con el
mínimo posible de palabras. Y, entonces, me sentía embelesado. Sin saber por
qué y por quien. Cierto es que hablaba sin mirar y sin sentir lo dicho. Como
cuando se asiste a una sesión con el ventrílocuo. Como transmitiendo la
felicidad del infeliz. Como retorciendo las cosas y su expresión.
Estando en estas, apareció Bartolomé. Con esa cara de corcho varado en
remolino. Entre saltimbanqui y perro rabioso. Al cinto, machete relumbroso. Tal
vez para impartir miedo; aun sabiendo que lo que él conocía de mí era el
ímpetu de mis acciones. Porque estuvo en La Dorada, conmigo, cuando saqué
en volandas a Patrocinio Sandoyá y Benedicto Sastoque, cuando me atacaron
a machete rula.
Y me levanté siempre presto. Le dije “vea Ojirrayados, a Marianita la deja
tranquila. Considere, por ejemplo, que yo soy su guardaespaldas de oficio. Y
que, como usted bien conoce, soy pendenciero de tiempo completo. Ojala no
se le haya olvidado lo que pasó en el bar de Margarita Soler el año pasado.
Allá en La Dorada. O lo que le pasó José Dolores Guzmán, cuando me atacó
en el restaurante “Punto y Coma”, en Florencia, estando usted de paso, hacia
Mocoa, para posesionarse como secretario del comisario Fermín Bocanegra.
Y es que estábamos poco menos un año del magnicidio más conmovedor de
nuestro país. Yo había leído su “Manifiesto acerca del Socialismo de Estado”.
Y, también, sus apuntes espléndidos en relación con el sindicalismo y la
defensa de los trabajadores. Fue, por mucho tiempo, el único líder político al
que le creí. Y por el cual, siempre, arriesgué mi apoyo. En esos tiempos
azarosos. Cuando ser libre pensantes, como hoy, constituía insignia de
malévolo vende patria. Después, con el tiempo, conocí a otro de su
envergadura. Son, pues, Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán epopéyicos
luchadores por las causas sociales y políticas justas. Aspirando construir mejor
país. Más humano. Más solidario.
Y lo que pasó en ese noviembre de 1914, motivó a Francisca. En esa franja
inmediata de tiempo, tejió interpretación de futuro, por allá en 1940. Aún
conservo una copia de su escrito. Muy original, por cierto, en el cual recrea
personajes de novísima forma de actuar. En el contexto de la Guerra Civil
1 Del diario de Francisca Caraballo, encontrado en su casa, en La Perseverancia, barrio bogotano.
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Española|. Relato en un imaginario parecido al de María Cano. En cercanía con
la pluma de Federico García Lorca. En la encrucijada. En sucesivas heridas
recibidas. Con Cataluña como marco geográfica.
"…Y eso de que cada hijo trae el pan debajo del brazo, siempre me ha
parecido un juego de palabras. Por lo mismo, cuando Aracely me preguntó qué
opinaba de su sexto embarazo, le dije: si esa fue tu decisión y la de Genaro, no
hay nada más que hablar.
Y transcurrieron los días, y los meses y los años. Batasuna se acostumbró a
decir que lo de él era lo de ella y que, por lo tanto, él pensaba que ella había
asumido de la mejor manera su responsabilidad.
Eran, por ese entonces, siete. Tres hijas y cuatro hijos. Y vivían. La manera
como se las arreglaron para la crianza, se remonta a la situación vivida durante
la Guerra Civil. Es decir, tratando de acceder a las posibilidades que otorgaban
las organizaciones obreras. Una manera absolutamente libertaria; como quiera
que las opciones permitieran acceder al acompañamiento a las familias, con
énfasis en el cuidado integral de los niños y las niñas.
Pero mis dudas seguían. Y, ausculté todos los calendarios y las guías para el
tratamiento de las crisis. Y, seguía preguntando acerca del significado que
tiene la asunción de roles de padre y madre. Y, seguía diciendo, eso de tener
hijos e hijas, tiene que estar referido a valores más estables. Algo así como una
noción en la cual se involucran la atención temprana la unción constante con la
calidez.
Pero no hubo acercamiento entre él, ella y yo. Y las cosas siguieron igual. Y
cuando, en Hendaya, se supo que El General Franco y Adolfo Hitler, no se
encontraron, Batasuna asumió como suya la victoria. Decía él, porque las
fuerzas rebeldes, estaban en asedio e hicieron abortar la reunión. Y que, en
consecuencia, esta prueba validaba la necesidad de poblar a España de
nuevos y nuevas revolucionarios y revolucionarias.
Y me quedé sin habla. Porque seguía sin entender esa manera tan ortodoxa de
asumir las orientaciones de la Tercera Internacional. Sin embargo, Úrsula me
hizo caer en cuenta que no se trataba de alguna directriz política. Más bien se
trataba de una posición cercana a la manera en que Stalin asumía su rol. Ante
todo, teniendo en consideración su ignorancia en términos de los escenarios
afectivos; así como falló en su manejo del asunto de las nacionalidades.
Pero, el asunto, requería de mayor precisión conceptual. Y le dije a Úrsula: me
parece que es un problema relevante; pero debe ser asumido entre nosotros y
nosotras, de manera más creativa. Un tanto como resolver la dicotomía entre la
aplicación de los postulados éticos de los socráticos y la propuesta kantiana, en
términos de la relación sujeto naturaleza.
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…Precisamente cuando Úrsula iba a confrontarme, desperté. Justo, el día que
se iniciaba para mí, era un domingo de 1936…Y, sin saber por qué (…como en
la canción de Willy Colón), volví a recordar lo que la abuela le dijo a mamá
Leonilda; cierto día. De cualquiera de esos días habidos. Como en tinieblas de
Nibelungos echados a la mar de siempre.
“…De una vez por todas vamos a arreglar ese problemita. No me vas, ahora, a
manejar como siempre lo has hecho. Ese cuentico de que mamá no hay sino
una. Es decir siempre presente en cuanta vaina se meten los hijos y las hijas,
para ayudarlos a resolverlas, no va más conmigo. Como se te ocurre tener otra
hija, mujer. Ya son tres en menos de cuatro años. No me creas tan pendeja,
que te voy a aceptar eso de que fue en un abrir y cerrar los ojos. Ni el
bachillerato terminaste. Y son tres papás diferentes. Y para acabar de ajustar
bien aprovechados. No les falta sino venirse a vivir aquí todos juntos.
Sinvergüenzas. Y, como si fuera poco llegan al colmo de decir que no son
celosos. Que aceptan a los otros, siempre y cuando les des aquello, de vez en
cuando.
En verdad Ifigenia no se en que pensás .Tu futuro está bien embolatado. Y el
de esas niñas, ni hablar. Cada vez que las miro me dan ganas de llorar, A
veces me viene la malparidez. Esa tristeza que se instala en una. Y recuerdo lo
de tu papá. Bueno para nada. Me dejó ahí, preñada. Y se dio el ancho. No lo
volví a ver ni en las curvas, como dicen.
Y eso para no hablar de ese trabajito tan pinche que tengo. Me dicen la lava
pisos. Porque no se hacer más. Y ese asqueroso que tengo como jefe. Ahí,
todos los días, insistiéndome en que se lo dé. Dice que soy mejor que dos de
veinte. Me dedica esa canción “la veterana” del Charrito Negro. Y eso que tiene
la propia que llaman ahora. Queriendo decir la que no es la moza. La legal. La
de mostrar en público. Quiere que yo sea una de tantas. De las que ejercen
como clandestinas. A pesar de lo feo y desgarbado, ha levantado algunas. A lo
bien, que dicen ahora. Como queriendo decir a pesar de todo.
Pero, volviendo al cuento de lo tuyo, no sé qué vamos a hacer. No nos alcanza
lo que gano. No sé por qué la vida nos presenta opciones tan onerosas. Vías
azarosas; con caminos escarpados. Y cada quien en posición de no dar más.
Es como si hubiéramos vivido en el pasado. Y que ese tránsito hubiera estado
cruzado por acciones perversas. Y que, por lo tanto, la circularidad nos hiciera
repetir vida. Pero ya en condiciones en las cuales los costos espirituales y
físicos dieran vida y presencia al pago por las culpas pasadas. En verdad,
siento que el equilibrio entre felicidad y tristeza ha sido roto. Predomina, en
consecuencia la angustia. El estar ahí sin horizonte distinto a la precariedad. Y
no es, lo mío un relato soportado en el resentimiento. Es, más bien, asumir el
derecho a sentirse así. Como perdedora. Con una perspectiva enredada. Estas
tres niñas ahí. En un cruce de caminos que les depara hostilidad. O, por lo
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menos, un no futuro. Si entendemos por éste la posibilidad del abrigo, del
cariño y de realizaciones que les permita ascender. Por lo menos en la escala
de lo mínimo posible.
Hoy es uno de esos días en los cuales, el sueño fue relativamente reparador.
Todavía están intactas las imágenes. Viéndome y sintiéndome amada con
pasión. Un hombre que me rodea con sus brazos. Y que me posee como
nunca otro lo ha hecho. Lo veo recorriendo mi cuerpo. Ahí, explorando en
zonas antes intocadas. O, por lo menos, con esa delicadeza. Con esa dulzura.
Susurrándome al oído palabras excitantes. En una libertad anárquica. Aquí y
allá. Provocándome una explosión inédita.
Y saber que fue simplemente eso. Imágenes que se han ido desmoronando.
Que lo cierto son las horas que me esperan de trabajo. Ese trabajo que me
cansa de manera absoluta. No solo por el ejercicio físico de la fregadera, sino,
con mayor hostilidad, esas palabras obscenas, ordinarias. De ese pérfido que
me acosa. Aprovechándose de su condición de dueño. De sujeto con poder
económico. Siempre he querido no verlo más. Se ha tornado, en mí, en una
obsesión el deseo de venganza. De matarlo ahí mismo. En ese espacio de
vituperio.
Y sigo ahí, como cenicienta mayor. Ya no con el recuerdo de la que conocí en
los cuentos leídos cuando hice mi primaria. Ya no la niña que tuvo la opción de
ser feliz, después de haber soportado el asedio y las vulneraciones de sus
hermanas. Soy cenicienta que no he conocido ni conoceré la alegría… Solo
ese sueño de aquel día.
Hasta cierto punto, ese diario de Francisca Caraballo, me ha mantenido en vilo.
Y, ahora que vuelvo, después de tantos años, reivindico las condiciones en las
que hice seguimiento de la nomenclatura histórica de nuestro país. Decía,
antes de entretenerme con el texto descrito, las condiciones empeoraron, a
medida en que avanzaba el tiempo de los atizadores. De aquellos que
conjugaron verdades y mentiras. De aquellos que ordenaron dar muerte a
Uribe Uribe. Y que, posteriormente, lo hicieron en la cruenta intervención en la
huelga de los trabajadores bananeros en el Departamento del Magdalena. Más
allá, inclusive, de lo consignado en “La Hojarasca”. Porque, el mío, fue un
seguimiento que se cruza con lo sucedido alrededor de la ignominiosa entrega
de Panamá. Y con la vergonzosa actuación de la dirigencia que tensionó hilos,
en la perspectiva reinventar continuamente, procedimientos y veleidades que
hicieron vigencia durante el tránsito político de aviesos manejadores de
condiciones y posibilidades. De esperanzas e ilusiones. Desde 1830 hasta
1865 y, desde ahí hasta 1886. Y, luego en esa finalización de siglo y comienzo
de otro. Cuando se concretaron en la manipulación de conciencias y de
hechos. Cuando esa conflagración de momentos hacia la guerra y hacia el
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exterminio. Nada diferente a lo que se cumple en esa nefasta década que va
desde 1940 hasta 1950. Incluyendo la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.
La doncella esperó largo tiempo. Angelito llegó dos horas después. Le dijo a la
niñita que se había quedado dormido muy tarde en la noche-madrugada. Que
ansias locas tenía por verla. Y que su amor por ella, era amor de finura plena.
De lícita hechura. Profundo como es profunda la entereza y la bondad precisa,
diáfana. Y que, llegaba a ella, en el alto vuelo que solo dan las palabras y el
viento en crecimiento.
Y la doncellita lo amó tanto, ese día. Se juntaron. Como fundidos cuerpos
buscándose en todo lo que los cuerpos tienen. Un aluvión inmenso de ires y
venires cruzados. Como quienes cruzan los dedos. Un remolino envolvente. Y,
esa doncellita susurraba palabrotas transmitiendo deseos. Inmensos. Y más se
sentía poseída. Y sus ojitos color mango biche, derramaron tantas lágrimas de
aliento y alegría; que llenaron más piscinas que las que en Paipa había.
Entrelazados encontraron sus cuerpos. Cuando, por fin deshicieron el encierro,
policías y tunantes agazapados. Dos heridas de daga en sus pechos. En el de
ella, sus bellos pezones heridos, arrancados a la fuerza. Lo de él, tirado ahí.
Como músculo insípido y vejado. Dicen, todos dicen, que la Zoraida lo hizo. Por
puro amor a angelito. Y odio a la doncellita.
Y, después de saberme muerto, volví a la pensadera en sueños. En este
sueño mío, ahora. Sueño definitivo. Pero mucho más punzante. Mucho más
ajeno a lo feliz que podría haber sido esta vida mía…Y me perdí en laberinto
parecido al que conoció Ariadna, cuando le trazó coordenadas a su amado
ingrato...En fin que mi muerte fue viniendo. En ese sueño mío último, que hoy
vivo y recuerdo. Rehaciendo palabras mías. Que por ahí sueltas estaban. Y las
engarcé como si en el último aliento mío, estuvieran condensadas.
“... He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive
es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que
no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que
nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en
fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara
ahí.
Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y
a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la
asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer
el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos
relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición
de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si,
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en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos
circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se
localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo
menos, sin ser conscientes de eso.
Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No
recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es
decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de
vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni mucho
menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido.
Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no
podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí,
al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es
otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación.
De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas,
Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de
calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por
la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo
denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la
vida de todos y todas.
Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la
intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido
un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de
la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a
esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un
acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las
otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la
vida y con la muerte.
Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los
escenarios. Y yo, como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con
mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En ellas se descubrieron mis
filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales
exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está
orientado, hacia la muerte.
Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo
crecían, alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí
cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo
perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier
parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como
mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer
que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como
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dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos,
asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la convierten
en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos
y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la
ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a
ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y
consultores para construir verdades.
Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando
empezaba a creer en el ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que
me convocó a reconocerme en lo que soy en verdad. Sujeto que va y viene.
Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha recorrido
todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de
la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que
caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los
itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar
por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de
los días por venir y de los días perdidos.
Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que
conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre
kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y
nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan
original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en
los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que
me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La
enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los
avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche.
II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio
fronterizo. Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo
la han acomodado ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis
predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada indemostrable. Uno que
son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y al
Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con
la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos
mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa blancura
perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta.
Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros
recorriendo los inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas
setenta veces siete. La tortura fue su diversión predilecta. En la Santa Hoguera
y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos y
muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se
otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete
que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo.
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Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como
espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen
anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte.
Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe
ser revivida.
Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar.
Ya pasó lo de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con
derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de
Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en el
cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura.
…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos.
Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en
una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el
hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela,
alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de
lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas.
Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo
volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario.
Siendo apenas buscador de límites.
III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de
acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo
fueron aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese
protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrines
incorporados a la cotidianidad burlesca.
Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido
posicionarme como cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día.
Porque así es como funciona y como es efectivo. Obnubilando los entornos. De
tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los lapidadores de la
verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar
común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados
por las jefaturas de los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo
llavería!
Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el
pasado, no cuenta para mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como
referente reclamador ante expresiones que tuve o dejé de tener. Cierto es que
me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo mismo que hacer
elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no
obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas.
Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que
me remite siempre a ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra
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mayor fuerza en razón a la proporcionalidad entre decires y silencios. Esos
silencios míos que pueden ser tipificados como verdaderos naufragios
conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas
quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Hortensia, a
Fabiana, a la Nena linda de Tunja , y a la negrita Caribú, y a Nancy, y a la
Zoraida que muerte medio en el ahora y a…
IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las
repeticiones. Como queriendo volver a esos escenarios en los cuales no
estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su vigor. Tratando de
localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de
penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin
soporte diferente a aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de
vulnerar a la Naturaleza; pero también de construir el significado del amor; de
la ternura; de la solidaridad.
V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo
experto. Pero como en regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el
pasado, era mi fortaleza. Y me veo como advenedizo en este tiempo en el cual,
precisamente, es más necesario ser herético, punzante, hacedor de propuestas
de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria y
de la infelicidad de los otros y de las otras.
Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada
diferente que estar ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una
existencia próxima al desvarío de aquellos y aquellas que siguen estando,
como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa cada vez
que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios.
Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de
los acontecimientos. Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no
la he vivido como corresponde. Lejanos momentos esos. En los cuales imaginé
ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario vertido al unísono con
las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el
lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo
infame se posicionó como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un
andar predefinido. Andar que no es otra cosa que seguir la huella trazada por
nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como encadenamiento
cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la
mata, a cada momento.
Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de
estar ahí. Como convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto
que se sumergió en el lago mágico del olvido. Ese que nos retrotrae siempre a
la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo libertario. Cortando alas
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aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se siente
el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y
vivo. Pasado y presente. Como si fuera la misma cosa.
VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la
memoria que remite al vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde
que empecé a creer que había empezado a vivir. Enajenación, similar a la de
los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en autonomía. Más
bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida
de los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el
acumulado de verdades y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte
de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que no volvería a experimentar con
eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque nunca
encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y
no fui. Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la
redención, por la vía de la Santa Madre. Porque me obnubilé con ese
desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si acaso eso es
pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No
conciliador con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y
repetitiva. Voz de mil y más expresiones de expansión. En el ancho mundo
histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo otro, es decir estar ahí, es
como mantener vigente la enajenación profunda.
Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores
y de los dioses míticos y de las creencias aciagas y de los postulados
polimorfos de los sacerdotes socráticos y aristotélicos. Sacerdotes que remiten
a la interpretación de lo que existe, por la vía de la vulneración del yo concreto,
vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación de la
vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen
la vida. Y que la sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin
cuestionamientos y sin alternativas diferentes a ser gregarios personajes que
deletrean las verdades de conformidad con el discurso ampuloso ante la
asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no
existe otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde
siempre por quien sabe quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano
que no supo administrar, a través de su hijo ilustre, las posibilidades de
quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que se
enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin
asfixiándola, en cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de
cualquier ilusión. Pero yo me quedé expectante. Esperando que llegara el
salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la postulación
dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de
Engels.
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Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme
de mis creencias de la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-
24. Y, tal parece que no entendí su mandato evolutivo. Y me recree en Morgan,
en la intención de concretar una propuesta de sociedad heredada, a partir de
sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé esperando
ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de
confrontación. De lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo
entendí. Simplemente porque no pude descifrar el código revolucionario
inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su teoría de partido
y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los
terratenientes y de los burgueses y del Estado
Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas
para destruir a la Bastilla y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero
me confundí cuando este erigió la guillotina como solución. Y, antes, había
esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de libertad,
no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a
Descartes.
VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo
de expresiones que naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado
en beneficio de la metástasis con la violencia oficial. Un tipo de vulneración que
la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la democracia, que
encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de
esperanza centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo
ellos son alternativa.
VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los
cachivaches colocados como símbolo por parte de los testaferros de la guerra,
actuando a nombre de los cruzados por la buena fe, la moralidad y la eutanasia
hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y aquellas
que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más
interpretaciones. Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los
usurpadores. Escribiendo para diarios y revistas.
Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y
desmovilizadas. Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza
recompensas. Allí estaba Rojas (…el de la amputación de la mano de su jefe
político y militar y que presentó como trofeo y como justificación para recibir la
mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la guerra a
nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos
(as) que están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen
discursos vomitivos, a nombre de la “sociedad civil”, vendiendo sus palabras
acartonadas. Como equilibristas que se agazapan. Esperando un
nombramiento.
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A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que
las mujeres violadas por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una
bandera de lucha en contra de los criminales de guerra; a los Angelino Garzón.
El mismo que conocí como punta de lanza del Partido Comunista, liderando
organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula
vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los
monopolios de la comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones,
al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas de Aladino; es decir, me encontré con
Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión monárquico, cuando se
produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote
populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando
el Santo Oficio de la Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por
haber escrito la verdad acerca de los manejos de los dueños de la verdad en el
periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su maleta
cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un
breviario confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”.
Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener
que asistir al parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a
nombre de la democracia infame de los detentadores del poder en nuestro
país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las muertas que ellos
mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la
mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social?
IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó
interpretó la canción. Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar
el suelo para enterrarme vivo; antes que seguir aquí. En esta pudrición
universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las verdades se han
diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y
nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí
que es todo artificio. Todo lugar común, por donde pasan maltratados y
maltratadores, como si nada. Es decir como repeticiones y prolongaciones sin
fin.
X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi
trombosis vivencial. Se, por ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio
presentó su obra acerca de los Césares. Y me acuerdo que, estando allá, me
encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su condena. La
piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en
tamaño y en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de
no haber sido cuantificada todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo
Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del escrito del viejo Suetonio. Y le
dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo, pensando en un
descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra
cosa. No sabes cuánto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada
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bajada, me queda claro que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en
cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te han visto en cuanto evento se
organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que recibió
hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de
cambiar a Eva por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que
en ella piensas remontar vuelo hacia el primer hoyo negro de la Vía Láctea.
Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que sigues ahí,
esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje
admirar los objetos traídos de su saqueo.
Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude
soportar. Y lo maté. Y logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la
sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta patria que tanto me ha dado. Por ejemplo,
me ha dado la posibilidad de entender que todos y todas somos como hijos de
Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria; pero no
reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos
de nombre cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡
XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de
todos y de todas…y de ninguno. La conocí, un día en el cual estaba
succionando el pus salido de las pústulas que había sembrado Indira Gandhi.
La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de
oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al
Vaticano (…sí otra vez). Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el
Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado Papa. Y, con él, estaban los
directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado. Después
vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una
investigación que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal.
XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había
olvidado mi entorno. Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras
históricas, construidas a partir de las necesidades de quienes ejercen alguna
autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas autoridades. Y lo que pasa es
que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he dado
cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el
espíritu. Y que nos colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan
pronto devienen en los castigos penales y civiles. Y que, al mismo tiempo,
devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y acatar lo que no
es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de
los imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun
sabiendo que han violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos
que han acumulado beneficios que no le son propios.
Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que
nos es mandado. Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese
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ahora que es taxativo en términos de lo que debemos hacer y no hacer. De mi
parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora de la partida. Que
llegó, justo ahora, por cuenta de mi amada; la Zoraida mía
Mi pulsión, Diego y Demetrio
Llegué temprano, en la mañana. Un sol sin asomarse, por lo cuajado de las
nubes. Traía mochila llena de ropa y par zapatos. Lo único que pude recoger,
antes de salir fugado de casa. Casi tres días caminando, por territorio árido y
estrecho. Nunca supuse que lo haría de esta manera. Siendo, como fue mi
infancia; tenía la certeza de hacerme adulto con mi familia al lado. Con la
solidaridad advertida, siempre, en mi madre. Recordé anécdotas de mi
temprana vida. Siempre ahí envuelto en la precariedad de alegrías. Me llamó
mucho la atención ese lugar de juegos. A la pelota, a las escondidas, a la
rayuela, a las cometas. Repasé mi amistad con Diego Alfonso Bejarano, mi
amigo del alma y de siempre. Me conmovió, otra vez, la manera en que éste
partió para Liborina, allá, en el occidente antioqueño. Los dos vivíamos en el
barrio Manrique. Desde los tres años. Nos correspondió palpar los inicios del
crecimiento de Medellín. Todo a pesar de no haber traspasado la frontera entre
los barrios. Menos aún, recuerdo que hubiésemos llegado al centro de la
ciudad. Tolo lo sabíamos en palabras de nuestras mamás. Doña Augusta, la de
Diego. Rosario, la mía. Cuando iniciamos la escolaridad, los hicimos en la
escuela Porfirio Barba Jacob. O, simplemente, “La Jacobo”, como la
llamábamos coloquialmente. Lo nuestro universo de palabras. Unas
aprendidas en diccionario. Otras aprendidas al lado de amigos mayores.
Fuimos incendiarios en voces. Para describir lo que veíamos y lo imaginado.
En los teatros Manrique y Lux, asistíamos a películas de todo tipo. Inclusive,
engañando a los vigilantes, entraron a aquellas cuya opción válida, permitida
estaba reservada a mayores de veintiún años. En los periódicos “El Correo” y
“El Colombiano”, aparecían las clasificaciones ordenadas por la cúpula
eclesiástica católica. Nos llamaba la atención esas que eran prohibidas para
todo católico, en la perspectiva moral que los orientaba.
Cuando cumplimos catorce años, empezamos a masturbarnos él y yo. Ahí en
el solarcito de su casa. Un veinte de julio, exploramos más nuestros cuerpos.
Acariciábamos nuestros penes. Él a mí y Yo a él. Inclusive succionándolos,
hasta ver salir ese líquido gris pálido. Cada día íbamos más allá. Recuerdo
cuando lo penetré. A él le gustaba así. Que yo lo hiciera siempre. Teníamos
algunos problemas, cuando, Diego, empezó a sangrar. A pesar de tomar todas
las medidas necesarias, de todas maneras, su mamá empezó a notarlo cada
que lavaba su ropa interior.
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Fuimos creciendo, así. Cada día nos necesitábamos más. Tanto que, en veces,
nos fugábamos de la escuela. Nos íbamos para la canchita en donde
jugábamos fútbol. Nos metíamos al rastrojo cercano. Allí lo hacíamos una y
otra vez. Los recreos eran, para nosotros, un martirio. Porque estábamos
siempre juntos. Ya los muchachos de los otros grados, sobre todo los de
quinto, empezaron a sospechar nuestro amorío. Y fue en un octubre, cuando
celebramos lo que se denominaba “la fiesta de los niños y niñas”, el profesor
don Raimundo, de tercero, nos vio besándonos en el salón de clase, cuando
creíamos que estábamos solos; pues los otros alumnos estaban de parranda
en el patio, matando el marrano que la dirección de la escuela compró con los
recursos de la venta de boletas para la rifa de una valija de puro cuero..
Raimundo nos hizo ir hasta la oficina del director general. Allí, de manera
explícita, le contó a don Eufrasio lo que había visto. Nuestras mamás tuvieron
que ir a una reunión entre don Raimundo, don Eufrasio y el párroco de la
iglesia de “El Calvario”. Sobre todo éste último (el padre Eugenio), hizo todo un
drama. Nos acusó de ser anti-natura. Pervertidos, poseídos por el demonio,
inmorales, pecadores azotadores de Jesús. La reunión término con la
declaración en dos partes: una la expulsión inmediata de la escuela. Dos con la
orden para que nuestras mamás nos encerraran en las casas, amarados y sin
“pisar la puerta”, como dijeron el señor Eufrasio, el señor Raimundo y el
párroco Eugenio.
A partir de ahí, nuestras mamás empezaron a sufrir mucho. Con todo el valor
incluido, nunca le contaron a mi papá Virginio. Y al papá de Diego, non Hildo.
Simplemente, cuando ambos, por separado, indagaron con ellas el porqué de
no ir a la escuela; ellas dijeron que el curso nuestro había sido suspendido
hasta el año siguiente; ya que doña Heliodora, la maestra, se había enfermado.
Que la iban a operar y no podía regresar a sus labores este año.
Nos sentíamos desmoronados, espiritualmente. La separación fue, para Diego
y para mí, un castigo absoluto. Un hervidero de pasión, tanto en él, como en
mí, se fue extendiendo por todo el cuerpo. Un anhelo de vernos. Como si
necesitáramos, cada vez más juntarnos como lo veníamos haciéndolo. Un
espasmo de locura. Una gritería sofocada. Mis sueños y los de él, se cruzaban.
Empezamos a querer estar dormidos siempre. En sueños nos acercábamos.
Nos tocábamos. Nos besábamos, nos poseíamos. Siempre yo dentro de él. Y
me vaciaba hasta quedar cansado. Divino cansancio, diría yo.
Un día, viernes por cierto, mi papá Virginio fue a la casa cural de la iglesia. Un
vecino, don Romualdo. El papá de nuestra amiga en común, Berenice; le dijo
que no era cierto lo de la suspensión de clases. Su hijo Doroteo, estaba en el
mismo curso nuestro y estaba yendo a estudiar. Fue directo donde el señor
párroco, ya que la directora encargada en la escuela, le dijo “mejor hable con el
padre Eugenio. Él le puede contar mejor que yo lo que pasó”.
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Inmediatamente llegó a casa, golpeó mi mamá de manera brutal. A mí me
azotó con el cuero que servía para enlazar a los caballos que compraba y
vendía en la feria de ganados en Medellín, Sata Fe de Antioquia y Sopetrán.
Me dejó lacerado. Mis heridas sangraban e hicieron pústulas rápidamente.
Sobre poniéndose a su dolor físico y de alma, mi madre me las lavaba y me
aplicaba mertiolate, para desinfectarlas. La orden fue fulminante; “este marica,
cacorro, se va de la casa”.
Al papá de Diego, don Hildo, mi papá se encargó de contarle lo que pasaba.
Este señor, también agredió a doña Augusta. A Dieguito lo amarró el papayo
que había en el solar. “De una vez te digo maricón; te vas para Liborina a la
casa de tus tía Hermelinda y Altagracia. Es lo único que merecés. Allá te
vamos a encerrar en el cuarto de los trebejos. Ya hablé con ellas”
No sabía para dónde coger. A duras penas, mi mamá, pudo decirle a don
Ismael y a doña Josefina (su esposa) y pedirle el favor que me recibiera. Le
dijo, algo así como que yo necesitaba de un respiro en el campo. Y que, esas
pústulas, como consecuencia de una caída, se pueden aliviar con el vientecito
de San Roque.
Claro está que, ni don Ismael; ni doña Hermelinda se tragaron el cuento. Pero,
con una bondad linda, le dijeron a mi mamá Rosario que me recibirían. A los
diez minutos llegó don Ismael, al parque del municipio. Así habían acordado
con mi mamá, él y doña Hermelinda. Una casita hermosa, con tejado antiguo.
Amplia. Todo en ella olía a eucalipto y a café recién molido. Conocí, ese mismo
día, a Demetrio, el único hijo del matrimonio. Me recibió con mucha amabilidad.
Él ya estaba cursando bachillerato en el colegio “Divina Providencia”.
Tuve todo el día, tiempo para organizar mis cositas en el escaparate que me
indicaron. Desayuné. Dormí tanto que, al levantarme ya estaba dando las ocho
de la noche. Al otro día, después del baño, fui con Demetrio hasta el colegio.
Habló con el señor rector. Le dijo”…este es mi primo Egidio Va a estar en casa
por algunos años. Quisiera que se pudiera matricular aquí. Estaba cursando
cuarto de primaria. Se enfermó y, mi familia y yo, creemos que aquí se puede
recuperar. Su mamá, doña Rosario es amiga de mi mamá Hermelinda, desde
que estaban chiquitas…”. Don Onofre, el rector, me recibió con palabras de
afecto muy sinceras. Y, a la otra semana ya estaba estudiando. Doña Leonor,
la maestra, me presentó a los otros muchachos. Yo les dije que quería estar
bien con todos.
De mi Diego no he vuelto a saber nada. Nos separaron, de por vida. Yo, aduras
penas, me enteraba que doña Augusta se había recuperado de sus heridas. Ni
siquiera ella sabía cómo estaba Dieguito.
Llegó diciembre. A pesar de no ser muy creyente, de todas maneras, sentía
mucha alegría durante todo el mes. La Navidad me parecía momento
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espléndido. Veía y sentía la calidez. No solo en casa de doña Hermelinda, de
don Ismael y de Demetrio; sino en el barriecito en que vivíamos. Aprendí a
conocer el campo. Salía con quienes se hicieron mis amigos y amigas. Íbamos
hasta la vereda “Palomares” a recoger bichos. A coger pomas y naranjas.
Ayudaba a Demetrio en la despulpadora. Y, en este mes especialmente, a
coger musco y a cortar pino para el pesebre. Con Eloísa Peñaranda, vecina de
la casa jugaba parqués y damas chinas. Fabricábamos sonajeros hechos con
tapas de gaseosa y cerveza, martilladas. Le abríamos huecos con clavos y las
ensartábamos en alambre. Así amenizábamos las novenas al niño Jesús.
Mi mamá pudo visitarme. Llegó a casa de mis protectores, el día 8 de
diciembre. Aprovechando que mi papá había viajado a Cañas Gordas a
comprar una recua de mulas para vender en Sopetrán. Me trajo una ropita
nueva. Y unos zapatos-botas de charol. Lloré de felicidad. Dormimos juntos en
la camita que la familia me había cedido. Tuvo que irse al otro día, el nueve de
diciembre, porque la angustiaba que llegara mi papá y no la encontrara en
casa. Después supe que la ropita y las botas, las había comprado con dinero
recaudado en la venta, secreta para mi papá, de buñuelos y empanadas entre
las vecinas.
Eloísa me confesó, exactamente el día tres de enero, cuando subimos al cerrito
cerca a la casa, que estaba enamorada de mí. De manera espontánea me
besó en los labios. En verdad, sentí su boca perfumada. Con una hermosura
de dientes que le lucían al reír. Y reía, casi siempre. Yo le dije que no quería
tener novia tan joven. Que la quería mucho como amiga, pero no más. Y, en
ese instante recordé los besos de Dieguito. Recordé que, siempre lo veía. En
esos sueños mágicos. Que lo besaba y que me besaba. Que le transmitía mi
líquido grisáceo. En una ternura absoluta. Que le cogía su penecito. Y que me
lo llevaba a la boca. Y que saboreaba su líquido hermoso. Me sabía a gloria.
Terminábamos exhaustos. Él y Yo, entregados totalmente.
Recién empezaba el año escolar, cuando don Onofre me citó en su oficinita.
Un cuartico pequeño, pero muy cálido. Conocí a su esposa y a sus dos hijas.
Las tres aparecían en el retrato enmarcado que adornaba el sitio. Había un
crucifijo y una réplica en yeso de la Virgen de la Mercedes, patrona del pueblo.
Me hizo sentar. Muy calmado me leyó una carta que le había enviado don
Eufrasio. Parecía una diatriba perversa, antes que un escrito de un maestro de
escuela. Don Onofre me dijo que era una obligación entre pares pedir
referencias de los alumnos y alumnas, cada vez que se producía un cambio de
colegio. Conocí de su interpretación de hechos como ése de mi relación con
Diego. Me dijo no tener ese tipo de escrúpulos y de falsa moral. Simplemente,
me advirtió que quedaba entre los dos. Que, ni siquiera Demetrio lo iba a
conocer. Pero, de todas maneras, me hizo saber que, al menos en su colegio,
no toleraría algo parecido.
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Ya íbamos por la mitad de febrero. Todo había seguido un curso normal. Yo
cumpliendo con mis deberes en la familia. Asistiendo a clase y esforzándome
por saber más. Entre otras cosas, resulté muy bueno para geometría y
aritmética. Cierto día, yendo con Demetrio para el cafetal, a fumigar contra la
broca, Demetrio me cogió de la mano. Me la apretó con fuerza. Luego me
abrazó y me besó. Me dijo que yo era hermoso en todo cuerpo. Que me había
visto desnudo en el baño que queda contiguo a su cuarto. Sentí pulsión de
vida. Volví a recordar a Dieguito. Sus besos permanecían en mí acicalados
más, en mis sueños que, de seguro eran los suyos. Como atontado le respondí
a Demetrio que él también me gustaba. Nos tiramos al piso. Retozamos un
rato. Luego, desnudos, lo hicimos. Un pene hermoso el de Demetrio. Grueso,
erecto a más no poder y con un olor a las diosas de las flores. Esta vez fue el
quien me penetró. Un inmenso placer, solo comparable con el que sentía al
lado de mi Diego. Todo el rato pensé en él. Sintiendo como si fuera él y no
Demetrio. Sangre un poco. Pero feliz estuve. Demetrio succionó lo mío. Me
vacié no sé cuántas veces él me hablaba cosas hermosas. ..Eres mío. Mi
Egidio del alma. Móntate tú. Penétrame amor mío. Y lo hice. Todavía me
quedaban fuerzas para hacerlo. Y lo inundé no sé cuántas veces.
De regreso a casa, almorzamos solos. Doña Hermelinda y don Ismael, había
salido para misa. Nos dejaron una nota que hablaba de limpiar nuestros
cuartos; de lavar los baños y de poner el maíz al fogón, con bastante agua.
Pudo más lo nuestro. Seguimos en su cama. Me besaba. Yo lo besaba. Metía
su falo en mi boca. Se lo apretaba, cuidando no lastimarlo. Me montó tres
veces. Lo monté otras tantas. Terminamos en un cansancio absoluto. Bello.
Nos quedamos dormidos, desnudos.
Nos despertó el ruido de las aldabas de la puerta de enfrente. Corrí a mi cuarto
y empecé a fingir que estaba sacudiendo la cama y la mesita de noche. Nos
regañaron porque no habíamos cumplido ninguno de los requerimientos. Pero,
al fin, no pasó nada más. Eso si no pudimos comer arepas en la cena. De ahí
en adelante, siguió pasando lo mismo que entre Dieguito y Yo. Pensaba en él
todo el tiempo. Con mayor énfasis, cuando Demetrio y yo nos besábamos. O
cuando me montaba y sentía la tibieza de su líquido. Mi Dieguito esta en mí. No
era Demetrio. Era él. Mi Dieguito querido. Te sueño todas las noches. Te
siento. Succiono tu penecito. Te penetro a toda hora.
Demetrio empezó a sospechar algo, desde la noche que estuvimos, otra vez,
en su cuarto. Estaba un poco confundido. Había peleado con Dieguito, en uno
de mis sueños. Simplemente le grité. Llamando a Diego y no a Demetrio.
Inmediatamente sacó su pene. Por la brusquedad con que lo hizo, me dolió
mucho. De ahí en adelante no me buscaba como antes. Hice todo lo posible
para reconquistarlo. Porque él mi Diego y no Demetrio. Me rehuía. Pasaba por
mi lado sin saludarme o decirme algo. Se iba solo para el colegio y no me
esperaba al salir. Doña Hermelinda y don Ismael notaron nuestro
32
32
distanciamiento. Pero supusieron que habíamos peleado por algo. Menos por
lo que, en realidad, era.
El primero de octubre, día de mi cumpleaños diecisiete, su mamá y su papá,
como siempre lo habían hecho desde que estaba en su casa, celebraron con
nosotros y con Dorita. Después, al terminar, me acosté. Pero no pude conciliar
el sueño, como dicen las mamás. Sentí que entro a mi cuarto, sigiloso. Me
creía dormido. Un punzón sentí en mi vientre. Luego en mi cuello. Empecé a
sangrar a borbotones. Me sentía mudo. No tenía fuerzas para gritar.
Simplemente me fui yendo. Lo último que vi fue la imagen de mi Dieguito. Y la
de Demetrio que clavaba el punzón en su cuello y caía a mi lado.
Karla Libertad
La decisión estaba tomada. Raúl Villaveces, sería recluido en “Buena Pastora”,
sitio ejemplar para el purgatorio de penas. Ante todo, conociendo lo que hizo.
El día en que mató a Karla Buenaventura, Raúl estuvo recorriendo su pasado.
Fue de barrio en barrio; de ciudad en ciudad. Se detuvo en ciudad
Bienaventuranza. Allí saludó a amigos y amigas del pasado. Percibió que el
lugar había cambiado. Pero no lo expresó en palabras. Simplemente, su mirada
se tornó básica. Como cuando miraba, absorto, la procesión de la soledad, los
sábados santos; en su añorada ciudad del Buen Vecino. Nunca había podido
olvidar esas celebraciones. Para Raúl, la iconografía vinculada con el
aniversario de la muerte de Jesús, el Nazareno, era una continua convocatoria
a la reconversión.
Siempre ha sido así. Por lo mismo, ese día, llegó antes de lo previsto. El tren
no se había detenido en las estaciones reglamentarias. Simplemente, su
conductor, tenía prisa. Debía llegar a Bienaventuranza, antes de que naciera su
primogénito.
Descendió, mirando alrededor. Como buscando a la mujer requerida. Una
mirada de macho perverso. Porque, nunca había logrado olvidar el día en que
la mujer buscada, le dijo en susurro: ya no me convocas como antes. Ya no
veo en ti mi horizonte erótico. Ni siquiera, mi inmediatez lúdica. Te siento tan
lejano; tan inmerso en los recuerdos, que no logro adivinar si llegaste; o si te
quedaste dormido, asfixiándome con ese aliento propio de quienes han bebido
licor todo el día.
33
33
Cuando Karla huyó, dejándolo en el cuarto, dormido; ya había amanecido.
Ciudad del Mal, empezaba su quehacer cotidiano. Ya los vendedores de
aviones de papel habían empezado su jornada. Las mujeres habían salido ya.
Ataviadas con su desnudez; prestas a exhibir su cuerpo. Una ciudad en la cual,
ellas, no habían sido, ni eran aún, noticia. Como si no existieran. Por esto, en
reunión plena, habían decidido protestar. A Margot Pamplona, se le ocurrió la
idea de proponer la desnudez como expresión de protesta. Ya veremos si el
señor obispo Pío XXIV y sus machos súbditos, serán capaces de resistir
nuestra firmeza y nuestra capacidad para hacer de la desnudez un arte y una
opción lúdica. Le aseguro, camaradas, que, por fin, seremos noticia de
confrontación a la Cofradía del Santo Oficio.
También habían salido los vendedores de ilusiones. Aquellos que cantaban el
número ganador en la lotería. Ya habían aprendido el arte del cálculo de
probabilidades. Por lo tanto, justo ese día, debía ganar el número 3345. Tal
vez, por esos avatares del destino casi siempre incomprendidos, ese número
coincidía con las cuatro últimas cifras del número de la cédula de Raúl.
Al otro lado de la ciudad, entrando por el sur, en la bodega habilitada para
albergar los cuerpos de los y las NN, llegados desde diferentes sitios de la
periferia, estaba Juvenal Merchán, el cuidador de cadáveres. Había aprendido
su oficio desde niño. Su padre, Gaspar, había heredado el arte de cavar fosas
comunes de su padre Hipólito.
Era, entonces, una sucesión de saberes relacionados con las muertes masivas,
sin dolientes; sin historia. De esas muertes que se han vuelto cotidianas; a
partir de la imposición de opciones de vida vinculadas con los conceptos de
tierra arrasada, en contra de quienes, simplemente, no comparten las
propuestas y expresiones dominantes.
A propósito, Juvenal, había sido amante de Karla. Se conocieron cualquier día,
en cualquier sitio. Lo que si recuerda, de manera plena el sujeto, es que ese
día recién terminaba de recibir el cadáver de Benjamín Cuadros. Ese que, para
Karla, había sido símbolo de libertad. A su manera. Es decir, a la manera de la
mujer que había recorrido todos los territorios, desafiando el poder de los
inquisidores cercanos y lejanos. Fundamentalmente el poder del Obispo Pío
XXIV; quien ahora ejercía como soporte del buen comportamiento en Ciudad
del Mal. Él, a su vez, había recibido de Fornicato Palacio, procurador delegado
por la Santa Sala de Preservadores del Orden, la misión de desterrar,
minimizar y erradicar los conceptos de placer y de alegría.
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34
Benjamín, estuvo luchando al lado de Virginia Esperanza Potes. Cuando la
libertad era horizonte deseado. Ella y él, protagonizaron la Gran Jornada por El
Derecho a ser Humanos. En ese tiempo en el cual La Cofradía de los Eméritos
Caballeros de la Santa Cruz, había determinado, mediante, Ordenanza
Absoluta, que la condición de humano era un derecho que solo podría ser
otorgado a quienes demostraran haber sido convocados y convocadas a la
unción divina, por parte del Honorable Tribunal de la Santa Virtud y la Sagrada
Aplicación de los Evangelios.
Por lo mismo, entonces, tanto Benjamín como Virginia Esperanza, habían sido
condenados y condenada a trabajos forzados. Los mismos consistían en ir de
casa en casa, invitando a creer en María como virgen y en José como Santo
Varón Sacrificado.
Cuando cumplieron la condena, ella y él, decidieron poblar de hijos e hijas
libertarias (os) el territorio. Allá, en la Tierra Sagrada de Fornicato. Por lo tanto,
hicieron lo que es necesario hacer para procrear. Nacieron 16 niños y 15 niñas.
En un recorrido de tiempo calculado, utilizando el multiplicativo nueve, con
escisiones calculadas entre dos y tres meses.
Tanto Virginia-madre; como Benjamín - padre; instituyeron un ritual cifrado.
Para sus seguidores y seguidoras. Algo así como entender que la sumatoria de
adeptos es condición sine-quanum para fortalecer la lucha por el poder.
Convencieron a varias parejas heterosexuales. Porque, para ellos, a pesar de
su visión libertaria; los y las homosexuales eran algo que debía soportarse en
honor a la posición libertaria. Pero, no más allá. Como si su rol estuviese
asignado desde antes. Es decir una posición en la cual la lucha de contrarios,
suponía hembra-macho; más no esa opción en la cual el yo con usted, en la
misma condición de género.
…Y pasó algún tiempo. Villaveces permanecía en su auto-condición de
perdulario. El asesinato de Karla lo conmocionó tanto que, soñaba con ella. La
veía en todas partes. Karla, la mujer libertaria, iba a la par con sus
elucubraciones. Imaginarios enfermizos. La veía, allí, al pie de la libertad,
hecha pedestal; una figura marmórea. Como Sísifo que va y regresa. Como
Prometeo que está allí, con su vientre abierto; como manutención de las aves
que lo destripan cada día. Como Teseo originario, llegado un día cualquiera de
la tierra del nunca jamás…Y que permaneció con ella, como lo hizo, hace
siglos, con Ariadna, la hermosa amante suya que lo orientó y lo situó en
condiciones de volver a ser sí.
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Relatos de Angelito y Zoraida

  • 1. 1 1 Angelito y otros relatos Al salir, cerró la puerta. Cansado como estaba, caminó hacia la calle 92. En la esquina con carrera 77, encontró a Zoraida, la negra. La conocía desde 1948, estando en Ciudad Bolívar. Recién llegaron. Él desde Pasto y ella, desde Barrancabermeja. Se parecían en sus opciones de vida. Esa pulsión que, en veces, cruza a quienes ejerce como sujetos del ir y venir. De contera había, entre ella y él, una atracción, de esas que llaman “fatal”. Por lo mismo que arrasaron con las barreras primeras. De esas que definen como posturas de moralidad. Esas que fueron cruzando todo lo habido como colectividad. Como expresión de lo humano. Algo así como esa herencia cultural desde el medievo. Aun con los matices expuestos por Agustín, por la vía de sus “Confesiones”. Y sí que llegaron el mismo día. Ese trece de diciembre de 1956. Día monótono, por cierto. Se juntaron en el camión que los recogió en Palmira, viniendo desde Quito. Lo hicieron como si nada. Mientras el ayudante soplaba un cachito. Para Zoraida fue su primera vez. Para él la segunda, después de Virgiliana Moncayo. En ese trotecito se la pasaron hasta que el conductor se aburrió con ella y con él. Y los hizo bajar en las afueras de Armenia. La noche, iluminada por una Luna pálida prometía ser, al filo de la madrugada, absolutamente fría. Ese firmamento explayado dando cabida a la miríada de estrellas. Y es que, lo que pasó, en la casa de Evangelista Estupiñán fue eso que llaman del absurdo. Comoquiera que la espada de Valeriano atravesó todo el abdomen de la pequeñita Alicia. Una trifulca inmensa. De esas que requieren asumir el imaginario absoluto. No solo para su descripción. También y, fundamentalmente, para proveer una versión creíble. Ya le había pasado antes, estando en Tumaco. La desmembración de los cuerpos de Eloisita Asprilla, de Esteban Armero y de Elías Cevallos. Casi el mismo tipo de contexto y entorno. Empezó con la habladuría de siempre. Ese “trinar” como cantaleta. Refiriéndose a lo del negocio que se dañó, justo ayer. Y de la necesidad de alucinar, hallando el chivo o chivos de expiación. La voltereta del matacandelas. La orilla opuesta. En ese estar ahí, como virulento atizador. En la “vueltecita” se perdieron como siete millones de pesos. Suma de nimiedad. Pero, en esos ejercicios perdularios, lo que cuenta es “la palabra empeñada”. El cicatero Jefe de Jefes, el Patrón, no permitía ningún error. Mucho menos si, de por medio, había dinero. Porque lo duro que había que meter para conseguir cualquier billete, ameritaba la consolidación de referentes básicos. Lo que, en términos coloquiales, se ha dado en llamar “códigos insoslayables”
  • 2. 2 2 Lo de Tumaco fue aterrador. Brazos, manos, pies, ojos, dedos, etc., por ahí. En la cocina, en la sala, en el comedor. Todos por ahí. Sangre en las paredes. Pedazos por todos lados. Cinco personas que sintieron el dolor. La tortura previa. Cercenados en vivo. Un dolor absoluto. Y, este hijueputa, como si nada. Salió a la calle. Se dirigió a la taberna de la mona Abigail. Bebió como si se fuera a acabar el aguardiente. Sentado, empezó a limpiar la macheta, con el pañuelo que heredó de la madre. Y que había sido bendecido por el papa Paulo Sexto, cuando estuvo en Colombia en 1968, en el Congreso Eucarístico. Le propuso a la mona, que fueran a...Ella no aceptó aduciendo que lo había hecho tres veces en lo que iba corrido de la noche. Volvió a ensuciar la macheta. Abigail, alcanzó a ver sus manos caer al piso. No pudo más. Zoraida estuvo con él en Neiva, diez años atrás. Le ayudó a envolver, en papel periódico, las manos y los pies de Baltazar Garzón. El abuelo de Alejandrina. Allí todo empezó por lo de siempre. No cuadraban las cuentas. Sus cuentas. Esta vez fueron ocho mil pesos, correspondientes a las “vacunas” establecidas para los tenderos del barrio “la ponzoñita”. Cuando niño, este lisonjero, siempre estuvo en cuanto problema se presentaba en Siloé. Desde lo usual relacionado con el robo; en cuanto almacén había. Hasta el atraco a quienes conducían los vehículos en que se repartían las gaseosas y la cerveza. El primer muerto en su haber fue don Ignacio, el sacristán de la iglesita. Todo, porque el viejo no le quiso entregar “por las buenas”, la palangana en que recogía la limosna en las misas. Particularmente, el día en que se celebraba la fiesta de la Virgen de las Mercedes, patrona del barrio. La comunidad se exacerbó. Quisieron lincharlo, pero pudo más la veloz carrera y el tronante que llevaba en la mano. Tres personas resultaron heridas. Escapó en dirección a Hobo. Y, allí, logró que Iván Martínez lo acogiera. El argumento fue convincente. A más de los veinte mil pesos que ofreció. Como para subsidiar, en parte, la sopita. La adversidad era lo cotidiano, en casa de “los tíos”. Zoraida estuvo a su cuidado desde la muerte de mamá Belarmina. Del padre no se supo nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Solo, en mayo de 1958, “los tíos” recibieron un mensaje desde Medellín. Algo así como que “Jeremías armó tremenda revuelta en el Parque Berrio. Y por allá en el barrio Loreto en abril de 1957”. No más eso. Es decir que, en tiempo ido y presente, la mamá de Zoraida asumió, en parte, la carga de criar a la niña. Digo en parte, porque Aureliano y Otoniel, en verdad, fueron auxiliadores constantes. Lo de Belarmina Paternina fue como ese desasosiego que está vigente siempre en el quehacer de lo cotidiano. Desde muy niña había aprendido el arte de hacer aparecer un sapo, a partir de un pañuelo. Y de interpretar los sueños de sus compañeritos y compañeritas de escuela. Eso explica, por cierto, su condición de mujer indomable. Nadie podía con ella. Aureliano logró,
  • 3. 3 3 por tiempo breve, acceder al inframundo de la “cascarrabias”. Alguien le puso esa chapa. Así, al vuelo. Y quedó bautizada así. Eso fue por el mismo tiempo en que a, Otoniel, les mataron a sus tres hijas. Ahí en el arrabal del barrio Manrique. Como dijo el policía en su informe “fueron muertas en extrañas circunstancias”. Y parece que si fue sí. Estando “las tres Marielas” (Mariela Lucía, Lucía Mariela y Mariela del Socorro) en la cuarenta y cinco con ochenta, en casa de Alba Mariela Sinisterra, en clase de costura, llegaron “el choneto” y “el chorizo”, dizque buscando al hermano de doña Alba. Como en eso de ir contando que Hermenegildo, tenía una deudita pendiente con ellos. Y, así. Sin saber ni cómo, ni cuándo, ni porqué, hizo explosión el artefacto que llevaba” choneto” en el talego que cargaba. Murieron todos y todas. Pasando el tiempo, Otoniel conoció a Rafaela Manotas. Supo, por boca, lengua y memoria de ella que, en verdad, Hermenegildo, había estafado a más de cien personas en el barrio Belencito. Con eso de adivinar la suerte y vender lotes situados en el barrio La Castellana. Y que, por eso,” choneto” y “chorizo” habían sido contratados por “la comunidad dolida”. Pero hasta ahí. Esa versión no servía nada para los propósitos de Otoniel. Él buscaba algo así como saber a quién podía demandar por daños y perjuicios, derivados de la muerte de sus tres Marielas. A decir verdad, la otra Mariela, ni la conocía. Belarmina rodó por casi todo Medellín. Que donde doña Betulia. Que la vieron en el barrio Fátima arrejuntada con Mauricio Paniagua. Que ya estaba embarazada cuando la recibieron en hogar comunitario “El Buen Pastor”. Que, de allí, salió para “Don Matías”, desembarazada. Pero así, sin el mené o la nena. Como que salió echada. Tal parece que, ella misma, se hizo algo para que saliera lo que fuera, sin cumplir los nueve meses. Luego, la vieron recabar en San Luis, con Jesús Pimiento a bordo. Y que, allí, vivieron como cinco meses. Hasta que, la Belarmina, huyó. Jesús fue encontrado muerto como a los tres días. Con dos heridas de cuchillo en el cuello. Aureliano estuvo mucho tiempo al lado de su papá. Don Heliodoro. Su mamá había muerto el mismo día en que murió Carlos Gardel. Se dice que ella estaba noveleriando en el aeropuerto Olaya Herrera. Y que le dio por cruzar la pista de decolaje, justo en el momento en que el avión iba a despegar. Hay quienes aseguran que ella fue quien ocasionó el accidente. Como en eso de interpretar que estaba demasiado enamorada de Carlitos. O para mí, o para nadie, le oyeron decir. Cuando dejó la casa del sordo Iván, Ángel María, viajó a Tunja. Como en eso de ir yendo por todas partes, a ver si resultaba algo. Llegó en esa madrugada fría del 20 de julio. Como llegó, empezó a andar. Con la maletica de cuero que le había regalado doña Isabelina, la mamá de Nancy. Esa niña que conoció en
  • 4. 4 4 Puerto Wilches. Quince añitos no más, cuando conoció la largueza y dureza de angelito. En evocación tardía, Angelito, quiso volver un día. Pero pudo más el afán para no responder por lo que hizo. En fin que angelito recorrió toda la ciudad. De aquí para allá. Y de allá hasta otraparte (como parodiando al maestro Fernando González). Entró a una tiendita en la cual vendían cocido boyacense. Zoraida le había advertido de lo delicioso. Como que cuando ella estuvo viviendo al lado de “el esmeraldero”, todos los benditos días comía. Tanto que, en secreto, se volvió un vomitivo perenne. En la tiendita conoció a Agripina Valverde. La hija de la dueña. A ella le correspondía atender a los madrugadores del entorno. Como veinte años aparentaba la china. Angelito tasaba a las mujeres, por las tetas y las nalgas. Agripinita pasó el corte. Hicieron migas, como dicen en la tierrita. Conversando, entre palabra y palabra, angelito conoció de lo habido sucedido y lo habido actual. En Cascuéz, la cosa estuvo muy difícil entre 1978 y 1989. Victicor Carranza y Gonzalito Gacha se encargaron de arrasar con todo lo territorial minero. Y, también con lo territorial vivencial. Tremendas grescas. Puñados de muertos y muertas. Había casas destinadas para la tortura y el desmembramiento. Tres hermanos de la agraciada contadora de recuerdos, sueños y casi verdades, murieron. Uno ahí, donde usted está sentado. Los otros dos, Patroclo y Olegario, cayeron por el lado de Muzo. Los picaron, como si nada. Y todo, decía la niña, por culpa de las malditas gemas y de la voracidad de “los de arriba”. Eran casi las doce del mediodía cuando salió del negocito de doña Epimenia. A ella también la conoció. Acostumbraba levantarse tarde. Como a las diez de la mañana, apareció ahí en el comedorcito. Con legañas en los dos ojos. Y una muda transparente que le servía para dormir y que daba cuenta de sus ajados pechos y de sus pliegues, ahí abajito en donde terminan las piernas, como marchitos también. Pero junticos. Angelito, la miró de los ojos con esa masita color verde. Pasando por los ajaditos pechos. Hasta ahí donde todos los palos llegaron. Y pueden, aún llegar. De ese talante era el morbo de don sujeto pecaminoso. Cogió para Paipa. La niña Agripina le dijo que allá podía bañarse en los termales. Y que, además, podía encontrar a Valeriano, el dueño de uno de los hoteles más bonitos y seguros de la ciudad. De una llegó al hotelito que le recomendó la nena. Iban siendo como las tres y pucho de la tarde. Entró y miró. Como miran los tesos (diría el creador de Pedro Navajas). Estaba como alucinado. Le vino a la mente, la situación vivida cuando chico. Que miseria de alma tan brava en esa casa suya. Cada quien con su propio inventario de bienes y contrabienes. Lo que ahora llaman valores. Y que, incluso, ha sido una vena extravagante para muchos teóricos de la vida. De los que derraman, a puñados, palabras habladas y escritas. Casi como sortilegio mundano de a cada rato. O de lo de hoy y ayer. O de lo que vendrá. Eso que Fernando
  • 5. 5 5 Savater ha exprimido a más no poder en su “Ética Para Amador”. Una virulencia en diatriba insabora de contenidos. Y, siguió elucubrando Ángel María, que infancia manifiesta en su hedor de puta mierda. Una simbología inane. Al menos para él. En esa contracorriente tan infame. Unos vertimientos de historias entrelazadas por lo bajo. Como ese cuento con la bisabuela Serafina. Una mujer de tres mundos. Uno, el del siglo XIX, que conoció en toda su segunda mitad. Con esos embates de los amos de la tierra. Unos cruzados peleando hasta morir y hacer morir. Unas arengas embalsamadas, desde 1819. En esas junturas de caminos entre santanderistas y bolivaristas. Cardúmenes de población societaria retenida o expulsada a la fuerza. Los esclavos y las esclavas todavía con la yunta al cuello. Las repúblicas iban y venían. Como en recetario perverso. Policromías a partir de surtidores rojos y azules. Como si ese fuera el único espectro posible. Una caballería vergonzante. Hoy los unos. Mañana los otros. Y, así, pasaba el tiempo. Heridas abiertas. Ahí no más, esperando el discurso del próximo caudillo. Herederos del imperativo y empalagoso General. Dictador de siete muelas. El otro mundo, el segundo, de la bisabuela, dado por esos años de comienzo del Siglo XX. Unos tras otros. Venidos desde la política bifronte consolidada desde 1886. Constitución en mano. Los generalotes. Solo lúcidos para las entelequias y para la soberbia. Exacerbadores, a partir de manifiestos impúdicos. El reyecito, Reyes, dando tumbos. Inventándose valores al calor del Sagrado Corazón de Jesús. Un templario tardío. Llegado al poder a puro pulso de espadas, bayonetas y fusiles. Y así fue extendiendo su habladuría y su hechura de sujeto obsoleto. Pero, por lo mismo, atizador de los mismos fuegos de antes. En esos mil y pico de días de desangre. Y, siempre, los hombres y las mujeres de a pie, ahí. Como depositarios de las tres o más letras que les dejaron conocer. Y el tercer mundo de Serafina. Esa última década de su vida. Entre 1947 y 1958. Que osadía la de ella. Tratando de aplicar lo aprendido de Ignacio Torres y de María Cano. Confesa partícipe de esos idearios. El PSR, dando vueltas. Por esos lugares recónditos. El sentimiento de ser mujer en la dermis. Mujer, otrora poseída y violentada. Casi a la fuerza. Porque eso y solo eso eran las relaciones de amor unipartitas. Porque, siendo ella inmersa en esa relación; solo surtía como objeto. Abertura para el falo de los prohombres. U hombres, apenas en nombre. Machucantes huracanados solo en las noches. Sus noches. O a cualquier hora. Y sí que cabalgó con la Cano, la abuela Serafina. Conociendo en directo o de ladito las andanzas de los dueños del país. Llevando ella y la María, panfleticos bien escritos por el jefe de jefes, Torres Giraldo. Un apocado. Así lo describía la bisabuela. Un insípido sujeto de buena letra. Pero no más. Lo mismo de los
  • 6. 6 6 otros hombrecitos del día a día. Una pulsión de vida, asociada más a un oficio de omnipotente gendarme ideológico, que de verdaderos pulsos libérrimos. Punzantes. Revolucionarios. Murió Serafina, el trece de mayo de 1959, de manos de Serapio Epaminondas Roldán. Quien la mató por celos. Le faltaban dos añitos para cumplir 106. Qué malparido varoncito matacandelas. Le hizo los hijos y las hijas que se le antojó tener con ella. “…En sus ojos quedaron sucesión de imágenes vividas. Tres que resaltaba ella: el asesinato de Rafael Uribe; el asesinato de J. Eliécer Gaitán y la figura de la liberta inmensa. Como, a bien tenía de llamar a DOÑA MARIA CANO”. Así rezaba el texto escrito en su honor, por parte de Virgiliano Cifuentes, quien fuera su amante furtivo, en toda su vida como mujer incendiaria y sublime. Ese tósigo de vida, siguió murmurando angelito. Y le volvió la pensadera. Esta vez con lo de la abuela Isaura. La sexta hija de Serafina. Esa sí que entró por donde era. Como queriendo decir que empezó a mandar todo al carajo. Desde pequeñita ya sabía que mamá Serafina y Virgiliano eran amantes. Para ella fue siempre un deleite absoluto verlos retozar y gemir en la estera que tenía en “el cuarto de nadie”, como llamaban la piecita de atrás. Pero, además, sabía de todo un poquito…o mucho. Nunca se supo, ni se sabrá. Interpretaba sueños. En la escuelita fabricaba “peos químicos” que cargaba en un frasquito y lo destapaba en clase de religión, con la señorita Consuelo. Sabía cómo era eso de “venir al mundo”. Lo aprendió, viéndolo en directo cuando la comadre Eunice asistía los partos de doña Beatriz Alviar. Nunca se tragó el cuento de El Arca de Noé. Mucho menos lo de El Paraíso Terrenal. Ella había leído y releído las “Nociones de Historia Sagrada” y el Catecismo escrito por el padre Astete. Y cotejó esos escritos con los de Charles Darwin y H. Morgan. Estos últimos los halló en el escaparate que había heredado Serafina de Antonia, la tatarabuela. Angelito vivió parte de esa historia. Por ejemplo, le tocó ver como Macario Verdún, el marido de la abuela Isaura, le arruino uno de sus ojos con el punzón de la cocina. En “un arrebato de ira santa” como tipificó el malparido cura del barrio, la agresión. También cuando la azotaron, entre Juvenal y Ponciano, los seminaristas hijos de Hipólito Benjumea, el dueño de la ferretería “El buen precio”. Todo porque les dio por creer y aseverar en palabra, que “…esa perra se lo da a Braulio Castañeda” Angelito sabía que eso no era así. Porque, entre otras cosas, Braulio era homosexual en su clandestina vida íntima. Los azotes los ordenó Venturiano Alfonso, papá de doña Eugenia, la tía de Eufrasio Parra. Todo en nombre de “La Divina Providencia”, nombre y símbolo de los “Neo- Cruzados”. Mientras esperaba al doctor Valeriano, se puso a mirar, por lo bajo, a tres mujeres que llegaron después. Con su ojo de buen tasador, le adjudicó entre
  • 7. 7 7 veinticinco y treinta añitos a cada una. Qué belleza de cuerpos, dijo para sí. Se les acercó, como queriendo ir más allá del primer corte. Y, ellas, alborozadas como estaban por haber llegado al municipio. Es decir, a los termales; se dejaron sonsacar la risa de don caballero. La conversa fue larga y tendida. Quedaron, en preciso, que se veían en las piscinas. En esto estaban, cuando apareció “el doctor Valeriano”. Su mamá Leonilda creció al lado de Joaquina. Dos amigas, de esas que llaman inseparables. De siempre. Una y la otra, andariegas a más no poder. Yendo y viniendo por todo el barrio, primero. Luego, por todo el país. En la escuelita Eucarística, adscrita al barrio Moravia, conocieron los primeros trinos del hablar y escribir. Con la gramática y la semántica incorporada. Muy tenue, sí, pero en fin de cuentas con lo necesario. Destacaron, ambas, en los bordados en tambora. Y en el canto. Tanto así que, en el barrio, las bautizaron “el dueto Lejo”. Amenizaban piñatas. Cantaban en la eucaristía de los domingos a las once, en la parroquia Cristo Sacerdote. Se enamoraron del mismo muchacho. Pero zanjaron diferencias, rotándolo. Una semana Leo y la otra Joaqui. Y, así, estuvieron largo tiempo. Hasta que Eusebio Luján se cansó de ellas y se casó con Leopoldina Beltrán; una vecina que había pasado desapercibida; pero que estuvo al acecho, hasta que conquistó al caribonito. Las dos siguieron como si nada. Se matrimoniaron casi al mismo tiempo. La una (Leo) con Bautisterio Mondragón. La otra (Joaqui), con Bersarión Álvarez. La preñez vino, también, en simultáneo. Y empezó ese reguero de hijos y de hijas. Uno de tantos fue angelito. Y, en esa condición de ser uno entre muchos, asumió la vida desde el rinconcito. Como diciendo, fui a la escuelita. Y estuve al lado de mamá. Y la respaldé cuando ese pérfido de Bautisterio le pegaba esas zumbas deprimentes y dolorosas. Y sí que, pensaba angelito, estuvo bien lo que le hice a esa mortecina. Que se las daba de macho bravucón. Como queriendo ser soporte en la casuística freudiana. O en la teoría acerca de los niños difíciles, esquizoides; en la opción neurolingüística. O en el o la sujeto con la palabra autoritaria como forma permanente de acción hacia la inhabilidad de la palabra como pulsión; a la manera de Foucault. Angelito sequía como envarado. No atinaba a entender lo que debía hacer. Si conversar con el doctor dueño del hotel. O si seguirle la corriente a las tremendas de cuerpo. Como diría el poeta, en ese decir de “…hay días en que somos tan…”. O si seguir en la pensadera en que estaba desde hacía mucho rato. En ese inventario de vida, en que se había metido. Se decidió por lo último. Y Leo, su mamá, siguió por ahí. Por esa brecha abierta desde la bisabuela. La abuela. Ahora, era ella. Tejiendo esa tesura de vida inmediata. Sin el asidero en ciernes que solo puede dar la ternura, tierna. Física, verdadera. Por lo que ternura es y ha sido puerto de salida y de llegada. Desde el momento mismo en
  • 8. 8 8 que fue inventada. Y es que, en veces a cualquiera le da por enhebrar delgadito. Y como que se apega al dicho “…de qué y, precisamente, las guerras y la erosión de la ternura, como que son y han sido sinónimos compuestos. En lo que este símil tiene de juntar palabras. Más allá de una sola. O de, simplemente, azuzar el ambiente equívoco de los poderes…” El doctor sí que estaba puto ese día. Lo que ahora llaman estresado. Todo por cuenta de “esos negocitos que, siendo pequeños (como caja menor) no dejan de ser importantes, todos juntos. Nada que le había resultado lo de la apertura de mercado en las zonas de librecambio e intercambio. Candidaticos buscando, por ahí, electores en su carrera hacia la alcaldía; o en el concejo, según sea el caso, la apuesta o el peso político de los padrinazgos. Y se atraviesan, como vaca en autopista. Y, sigue diciendo el dueño del hotel, lo que le emberraca a uno es que unta y unta manos y manos. Y nada. Y, así, no hay billete que alcance. Y, “las tres bellezas”, seguían por ahí dando lora. Con esos cuerpazos al viento. Para deleite de turistas y pobladores. A cada nada echaban a reír. Al mismo tiempo. Y por lo mismo. O por cualquier otra cosa. Eso sí, resultaron bebedoras inagotables. O whisqui. O ron. Menos aguardientico. Y, angelito, dudando de nuevo. Como entre el ser y no ser. Horadando esa historia de vida suya. O los triangulitos de las nenas. O con lo recién recordado compromiso con la niña de la tiendita. Habían quedado en verse aquí. Pero dentro de dos días. En el hotelito de la señora Fortunata. La misma de las almojábanas símbolo de Paipa. Siguió en esa brega tan jarta de la recordadera. Esta vez se fue por el lado de lo que le había contado Zoraida, acerca de su pasado. Remoto e inmediato. Por ahí rodando, hasta que llegó donde “los tíos”. En esa bravura de hechos no declinados. Con ese acerbo de cosas alrededor de su madre Belarmina. Ese estar de un lado para el otro. Como noria urbana y campesina. No registrada en ninguna bitácora de vuelo. Un desarraigo absoluto. Los valores, si acaso los hubo, trastocados. Tirados en cualquier andén de cualquier barrio o ciudad. Y, para acabar de ajustar, se lo encontró a él. Como si nada. Empezando, desde allí, la torcedura de camino. Con esas matanzas ramplonas. Casi como del absurdo. No tanto, insitu, como el de Salvador Dalí en sus lentejuelas purpúreas. Iconoclastas. Pero sin ningún sentido; aún en el contrasentido. Como, en el entretiempo, de cualquier competencia viva, angelito hizo giro hacia otro lado. Y empezó la bebeta. La primera ronda a su cuenta. De ahí en adelante, cargadas a la cuenta del doctor dueño del hotel. Con los cuerpazos de las tres en vivo. Hablando en palabra ligera. De todo lo que ha habido y habrá en el mundo. Que si no se hubiera muerto Cantinflas, cuántas películas más habría filmado. Que si Silvestre Stalone hubiera trabajado su Rocky Balboa XV, al lado de Angelina Jolie tal vez le hubiera curado el mal de ojo que
  • 9. 9 9 le acompaña desde pequeño. Y, siguieron hablando, como hasta las siete de la noche. Sin embargo no se les notaban los siete litros de licor. Ni a ellas. Ni a ellos. Le siguió rondando la pensadera, a angelito. Se quedó dormido en el sofá de la sala de recepción. Y empezaron los sueños a dar tumbos y golpes de vida. Veía a leíto al lado de Gumersindo Arbeláez, su amante. Él lo supo estando aún muy niño. Cualquier día le dio por salir al solarcito que tenía la casita en que vivían, allá en el barrio Palermo. Estaban en el piso, en una revolcadera convocante. Pletórica de contorsiones y siseos, como en los serpentarios. Ni Leonilda le advirtió nada. Ni él dijo nada, nunca. Y esos encuentros furtivos se prolongaron. En tiempo y espacio. En un sueño, dentro del mismo sueño primero la vio con Hermógenes Bobadilla, el carnicero del barrio. Casi en el mismo sitio. Casi a las mismas horas. Tampoco dijo nada, nunca. Y así, sucesivamente. Belisario, Norberto Elías, Franklin Mayolo, Juvenal Alzate; el negro Apolinar Vargas. Insaciable, mamá Leonilda. Una promiscuidad que resultó ser imagen y acción bella para él. Lo erótico en superficie. Nunca le preguntó, a mamá Leonilda, de la profundidad de su goce. Si era o no directamente proporcional a las contorsiones y la gemidera. Lo cierto es que navegó (angelito) entre sueños y más sueños. Todos en fijación a la cual le construyeron un soporte sublime, de su perspectiva de sujeto entero. Cuando lo despertó la negrita Caribú (uno de los tres cuerpazos que conoció), eran algo así como las dos de la mañana. Se le quedó metidita al ladito. Cuántas veces lo hicieron, nunca lo supo. Lo que sí se supo fue que el hotel perdió mucha de su clientela por culpa del espectáculo, ya que fue asumido como inmoral. Aún en el contexto de la libérrima Paipa, ciudad turística y mundana. Salieron a la calle alumbrada por una canícula protagónica. En una inmensidad de cuerpo brillante que había emergido hacía ya casi seis horas. Por el Oriente fugaz. Se acercaron a las piscinas. Un hervidero a esa hora. Cogidos de la mano, cruzaron por la zona que llaman de vistieres. Una turbamulta acezante; sudorosa, acebollada. Así como estaban, vestidos. Ella en traje color panela. Trenzado con hilos de algodón multicolores. Él con pantalón verde militar y camisa blanca, ya ajada y con líneas grises en el cuello. Más producto de la acumulación de polvo y sudor. Se metieron a la primera piscina. Un tanto más calientica que las otras. Sumergidos en profundidad mediana, como lo que puede de hondura la masa de agua entrelazaron otra vez los cuerpos. Una y otra vez. Orgasmos preciosos. Como si estuvieran al compás del coro de “…ranas y sapos”, en la canción de Leonardo Favio. De allí fueron desalojados a la fuerza. Entre tres vigilantes del hotel y seis policías municipales, los tuvieron que cargar hasta la calle.
  • 10. 10 10 Y… ¿de qué ternura estás hecha?, soñó que le preguntaba a Leonilda; justo un día después de haber estado con Caribú. En las andanzas intoleradas en el hotel del doctor. Y por la alcaldía de Paipa. Un poco lo cantado por Joan Báez en “El Cristo de Palacagüina”. O en “Un mundo de fruta encendida” de Piero. Como navegante nacido para circunnavegar los Océanos. Pero que, justo a mitad de camino, perdió rumbo, brújula y bitácora. Y que, por eso mismo, llegó esmirriado a lomo del recuerdo de Caribú. La negrita insaciable en cuanto a recibir ternura. Insaciables, los dos, otorgadores de ese zumbido de viva fuente y voz. Alongado casi al infinito. Espasmos que desparraman la locura del deseo bien habido. Bien interpretado. En sincronía perenne. Como en “Las estaciones” de Vivaldi. O como el torbellino pleno del Bolero. De un Ravel inmenso en fuerza de Luna plena. Llena. Nítida. En un desafío al mismo Sol. Zoraida, en sumisión estaba, cuando la azotó el sueño viajero. En locomoción simbólica. Atada a los rigores de lo incendiario. Ya “los tíos” habían muerto. Tal vez de tanto amarse. Una juntura nacida de tanta soledad compartida. Los y las que se fueron yendo, fueron condicionando el quehacer. Del vivir de ellos. En cada espacio de su casa. En cada recodo esquinero de su barrio. Por fin pudieron amarse en la libertad del albedrío. Centinelas, uno y otro, creativos. Desde la desesperanza primera habida, cuando les mataron sus almas, por la vía de matar a sus crías. Y desde allí. Desde esa desesperanza, empezaron construir la esperanza que habrían de ser sus vidas. Juntas. Retozos bien hechos. Mejor culminados. En cada acechanza. El uno y el otro. Buscándose en todos los entornos. Entregándose en cualquiera de ellos. No hubo en esa, su casa, rincón que no conocieran en sus escarceos pulcros, prístinos. De ternura no afanada por nadie. Solo él, uno, y él otro. En combinatoria perfecta. Como ajedrecistas vitales.. Tan vitales eran que no se dieron cuenta cuando pasó la vida pasando. Y, ellos, ahí. En esa vida que pasó sin advertirles nada. Tal vez para no desdibujar lo hecho por ellos. En esas pinceladas gruesas. Como las de los niños y las niñas. Como aprendices de motricidad fina. Ya estando viejos. Angelito se deslizó, otra vez, hacia la soñadera y la pensadera. En fin de cuentas siempre la tuvo clara. Ir de tiempo en tiempo. Corroborando los decires y los haceres. De su historia. De sus parentescos. De lo que fue. Bien o mal haya sido. Como infusiones milenarias. Tratando de azotar lo cotidiano con el cuero habido en la vida. De lo inmemorial. O de lo del entorno en cercanía. Y se vio, otra vez, sumergido en el follaje de la diatriba y de lo atrabiliario. Regresó a uno de los tres mundos de la bisabuela. Al tercero. Y lo sintió como viacrucis sin el crucificado a bordo. Más bien como esa hechura plena. De instantes en la voltereta. Viéndolos y viéndolas a todos y a todas. Desde López Pumarejo a Eduardo Santos. Desde Laureano hasta Ospina Pérez. Desde “el caudillo del pueblo”; hasta Lleras Camargo. Pasando por “el sargento hecho poder nimio, vergonzante”, hasta el triunvirato. Y desde ahí hasta…la letanía continuada.
  • 11. 11 11 Siguió soñando. Angelito, cada vez más extirpado de sesera propia. Corría veloz. En el tiempo. Como aventajado sujeto; al que le dio por buscar la ternura. En cualquier evento. O en cualquier recodo de vida. Haciendo de su quehacer ramplón y perverso de ayer; pulsión de vida. Percepción de lo sublime. Como desesperado jinete cabalgando a los rígidos dromedarios en el desierto: Tratando de llevarlos por el camino cierto. Sin esa ambivalencia de los plenipotenciarios negociadores perennes. Sin la cantinela de los pregoneros. Gnomos perdularios. Heraldos con la semiótica perdida. Como perdido fue y ha sido el rastro de los lobos de la estepa. La niña que conoció en Tunja, llegó puntual. A las ocho de la mañana ya estaba en el hotelito de la comadre de su papá. Bien acicalada estaba ella. La niña bella que presurosa llegaba en búsqueda de su furtivo convocante. Como es de hermosa la niña. La que llegó vestida con traje de tulipanes bordados; en toda la anchura de su cuerpo. Con escote pronunciado. Como queriendo sonsacar al sonsacador impávido. Y fue llegando ella, conforme lo había prometido. Porque, como bien hecha doncella. De cuerpo bien hecho y puesto. En crecimiento sus pechos. Inflamados estaban. Tal vez por el mismo afán en encontrar a quien sería su desfoliador. Aquel a quien ya amaba. Desde la mañana misma en que lo vio. Y su carita, en rojizo color ya expreso, tanto que le quemaba. Y que se iba bien adentro. Ojazos de ensueño. Sin necesidad de forzar mirada, buscaban al sujeto suyo; desde día y hora en que lo vio llegando a ese entorno suyo. Entre lo uno o lo otro. Es decir que, la doncella, entre dichosa y cándida, llegó como lo había prometido. Con ansias locas de sentir adentro; bien adentro ese falo inmenso con el que empezó a soñar, sin verlo. Alucinado Francisca Caraballo estuvo, como la bisabuela, en el escenario mismo, en que mataron a Rafael Uribe Uribe. Como quiera que Francisca esté próxima a su centenario, volví a casa. Después de casi ochenta años de haber partido. Recuerdo, eso sí, que estuve todo el día 22 de marzo de 1913 en la tiendecita de don Barquisimeto, tomándome unas cervecitas. Aprovechando una gabela “tome dos pague una”, auspiciada por la recién fundada Cervecería de Barranquilla. Con su producto estrella “Cerveza Águila, Sin Igual y Siempre Igual”. No fui el único ese día. También estaba Marianita Monsalve. Mujer frentera esa. Como que desafió a su padre y a su novio. Por puritanos vergonzantes. Había, en ella, cierta dosis de lo que yo empecé a llamar “Salavarrietismo”. Un poco cruzado por esa gran nostalgia que me acompañaba después de haber leído acerca de su historia. Un… ¿Cómo así que su peregrinar por el mundo de las ilusiones guerreras y solidarias, no eran reconocidas a casi cien años de su muerte? Y es que los asuntos de vida no tienen límites. Ni en la imaginación. Ni en el olvido. Inclusive yo había reseñado, como al garete. Como al viento, dos
  • 12. 12 12 mensajes que se me vinieron a la cabeza, después de haber soñado con don Joaquín Salavarrieta y con don Antonio Galán. Vi florecer una rosa, transcurriendo el año 1781. Rosa encendida. De Comuneros guerreros. Y, doña Mariana Ríos, allí en San Miguel de Guaduas. Se hizo madre de la mujer amada por mí desde entonces. Imaginación de inmenso simbolismo. Tanto, como que difundí la historia de lo que forjó. Con ese talante libertario. Pegado, ahí. Siendo su piel y su guía. Marianita tendría, para ese entonces, dieciocho años. En verdad, sin ser bella de cara. Si lo era de cuerpo. Ese día me dijo: “…Don Asdrúbal, no sé qué va a ser de mí, después que me case con Bartolomé. De lo que si estoy segura es que a mí no me va a zarandear, porque va encontrar otra Bolena, quien fue su esposa. Esa sí que era terrible. Con decirle que prefirió huir, sin rumbo, antes que doblar cerviz. Nunca más se supo de ella. Solo, una fugaz referencia expresada por Belarmino Tapias. Quien dijo haberla visto en Cúcuta. Siguiendo la huella de Serafín Paniagua. Insólito personaje que iba de pueblo en pueblo, enseñando las mil una maneras de bordear el abismo, sin caer en él”. Y es que, la razón de ser de lo que somos, tiene que ver con lo que algunos y algunas, quieren que no seamos. Parece trabalenguas. Pero es cierto. O sino que lo diga Hipólito Benjumea. Dueño de la carretera que lleva desde Neiva hasta Pitalito. Porque, eso de hacerse dueño de una vía pública, va en contravía de los mandatos legales vigentes. Muy clarito lo dice nuestra Constitución Política, proclamada en 1886. Y es que, casi siempre ha sido así. Lo que hagas y digas tiene relación con lo que te prohíban hacer y decir. Con lo dicho por Marianita, me convencí, aún más, de lo cercana que estaba su expulsión del hogar en que manda don Timoleón Monsalve. Y, también, del repudio público que habría de hacer Bartolomé Valtierra. Lo de Francisca fue otra cosa. Como un desvarío perenne. Nació en Villa de Leyva. Una impronta monosílaba. Como cuando se percibe que alguien está vivo o viva, porque se escucha su voz. Un murmullo, el de ella, arrogante. Como contaban que fue el de Petronila Sinisterra. Una arrogancia entre sutil e inverosímil. Tal vez lo más cercano a un prototipo de lo que sería el futuro. Habida cuenta de lo que somos, ahora, sin querer serlo. Tanto más como que puede ser una vivencia, como expresión de lo plana que es la vida, cuando no se tiene otro referente que la azarosa perfidia latente. Pendiendo sobre cada quien. Estereotipando lo que seremos. Lo que cuentan que dijo, en narrativa, entre preciosista y absurda. “…Andando el tiempo me encontré al otro lado de la vida. Todo había pasado tan rápido que no me di cuenta cuando fueLo cierto es que ya vivo al otro lado. Algunas cosas me parecen repetidas. Una de ellas, la nostalgia. Como que esta es vital, para el mismo hecho de estar vivo. Una nostalgia parecida a esa
  • 13. 13 13 otra cosa que es la tristeza. Aquí, en esta otra versión, la vida está menos soportada en el albur. Por lo menos eso es lo que percibo. Hoy es un día cualquiera de un calendario que apenas estoy procesando. Una mañana en la cual todos y todas corremos por calles diferenciadas; una nomenclatura centrada en los colores. Está la calle gris. Aquí están todos y todas aquellas y aquellos que antes fueron notarios y notarias del tiempo. Aquellos y aquellas que le apostaron a generar condiciones de vida, con esa estrechez de visión, tan propia de los agentes laberínticos. Está la calle roja. En ella veo gendarmes cada tres metros. Uniformados a la usanza del siglo XXI. Es decir una mezcla de azules variados y blancos en diferentes perfiles. Gritan y reclaman orden, en medio de una prisa que satura. La calle rosada, está habitada por los híbridos. Esos y esas que vinieron a dar acá, a lomo de la invariancia. Como gemelos y gemelas en multiplicación parecida a las setenta veces siete. La calle incolora es donde yo estoy. Parece muy apropiada para las condiciones en las cuales llegué. Recuerdo que, cuando hice el tránsito estaba atado a la entelequia; a ese tipo de propuestas que tanto me cautivaron. Propuestas indescifrables. Tanto que estuve siempre sin poder hilvanar una idea en el contexto de la lógica que reivindiqué. Es casi el mediodía y crecen las hordas. De tal manera lo hacen, que no es posible medirlas. Ni en su enésimo término; mucho menos en la configuración de parciales censales. Un mediodía sin sol. Más bien una oscurana que obliga a prender las luces automáticas que cada cual posee. Luces que permiten entrever los íconos básicos: la perversión y la enhiesta figura del Gobernador. Está allá, en la plaza adyacente al palacio. Habla con sus asesores y otorga visas para marchar a cualquier lugar. Y todo depende de los oficios y las profesiones. Y es que, aquí, todos y todas tenemos tatuado lo que somos. Médicos y médicas especializados y especializadas en hacer perder la memoria; a la manera de la siquiatría Lacaniana. Ingenieros e ingenieras, cuyos referentes son las bitácoras para las máquinas que vuelan a ras de tierra. Cenicientas que no pudieron ejercer libertad. En su pasado fueron amas de casa, esclavas. Y transitaron a golpes, obligadas por sus machos. Y, aquí, son preferidas por los aurigas del todopoderoso. Y van y vienen. Esclavos que no encontramos libertad antes y que, repetimos el mismo oficio aquí. Nos reportan como ciudadanos de oficios varios. Claro está, menos el de liderar revoluciones. Cuando me acerqué a reclamar mi permiso, me reconocieron los asesores. Y se lo transmitieron al Gobernador. Y este dispuso que fuera devuelto a lo que antes era. Y volví. Y estoy aquí, sintiendo ese dolor originado en ese estado de interdicción propio de quienes, como yo, no servimos ni para lo uno ni para lo
  • 14. 14 14 otro. Ni aquí ni allá. O lo que es lo mismo: ni siquiera hacemos conciencia del significado de estar vivos…”1 No puedo negar que me impactó ese escrito, cuando lo leí por primera vez. Y que, por lo mismo, marcó mi ruta, de por sí desesperada. No le hice comentario alguno a Marianita. No valía la pena, dada su mirada de ternura absoluta. Para qué importunarla con voces sin contexto. Etéreas como las que más. Pero, a decirlo en preciso, conversaba con ella. Pero pensaba en Francisca y su cervantina erudición. Como lenguaje aprendido, para contar cosas con el mínimo posible de palabras. Y, entonces, me sentía embelesado. Sin saber por qué y por quien. Cierto es que hablaba sin mirar y sin sentir lo dicho. Como cuando se asiste a una sesión con el ventrílocuo. Como transmitiendo la felicidad del infeliz. Como retorciendo las cosas y su expresión. Estando en estas, apareció Bartolomé. Con esa cara de corcho varado en remolino. Entre saltimbanqui y perro rabioso. Al cinto, machete relumbroso. Tal vez para impartir miedo; aun sabiendo que lo que él conocía de mí era el ímpetu de mis acciones. Porque estuvo en La Dorada, conmigo, cuando saqué en volandas a Patrocinio Sandoyá y Benedicto Sastoque, cuando me atacaron a machete rula. Y me levanté siempre presto. Le dije “vea Ojirrayados, a Marianita la deja tranquila. Considere, por ejemplo, que yo soy su guardaespaldas de oficio. Y que, como usted bien conoce, soy pendenciero de tiempo completo. Ojala no se le haya olvidado lo que pasó en el bar de Margarita Soler el año pasado. Allá en La Dorada. O lo que le pasó José Dolores Guzmán, cuando me atacó en el restaurante “Punto y Coma”, en Florencia, estando usted de paso, hacia Mocoa, para posesionarse como secretario del comisario Fermín Bocanegra. Y es que estábamos poco menos un año del magnicidio más conmovedor de nuestro país. Yo había leído su “Manifiesto acerca del Socialismo de Estado”. Y, también, sus apuntes espléndidos en relación con el sindicalismo y la defensa de los trabajadores. Fue, por mucho tiempo, el único líder político al que le creí. Y por el cual, siempre, arriesgué mi apoyo. En esos tiempos azarosos. Cuando ser libre pensantes, como hoy, constituía insignia de malévolo vende patria. Después, con el tiempo, conocí a otro de su envergadura. Son, pues, Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán epopéyicos luchadores por las causas sociales y políticas justas. Aspirando construir mejor país. Más humano. Más solidario. Y lo que pasó en ese noviembre de 1914, motivó a Francisca. En esa franja inmediata de tiempo, tejió interpretación de futuro, por allá en 1940. Aún conservo una copia de su escrito. Muy original, por cierto, en el cual recrea personajes de novísima forma de actuar. En el contexto de la Guerra Civil 1 Del diario de Francisca Caraballo, encontrado en su casa, en La Perseverancia, barrio bogotano.
  • 15. 15 15 Española|. Relato en un imaginario parecido al de María Cano. En cercanía con la pluma de Federico García Lorca. En la encrucijada. En sucesivas heridas recibidas. Con Cataluña como marco geográfica. "…Y eso de que cada hijo trae el pan debajo del brazo, siempre me ha parecido un juego de palabras. Por lo mismo, cuando Aracely me preguntó qué opinaba de su sexto embarazo, le dije: si esa fue tu decisión y la de Genaro, no hay nada más que hablar. Y transcurrieron los días, y los meses y los años. Batasuna se acostumbró a decir que lo de él era lo de ella y que, por lo tanto, él pensaba que ella había asumido de la mejor manera su responsabilidad. Eran, por ese entonces, siete. Tres hijas y cuatro hijos. Y vivían. La manera como se las arreglaron para la crianza, se remonta a la situación vivida durante la Guerra Civil. Es decir, tratando de acceder a las posibilidades que otorgaban las organizaciones obreras. Una manera absolutamente libertaria; como quiera que las opciones permitieran acceder al acompañamiento a las familias, con énfasis en el cuidado integral de los niños y las niñas. Pero mis dudas seguían. Y, ausculté todos los calendarios y las guías para el tratamiento de las crisis. Y, seguía preguntando acerca del significado que tiene la asunción de roles de padre y madre. Y, seguía diciendo, eso de tener hijos e hijas, tiene que estar referido a valores más estables. Algo así como una noción en la cual se involucran la atención temprana la unción constante con la calidez. Pero no hubo acercamiento entre él, ella y yo. Y las cosas siguieron igual. Y cuando, en Hendaya, se supo que El General Franco y Adolfo Hitler, no se encontraron, Batasuna asumió como suya la victoria. Decía él, porque las fuerzas rebeldes, estaban en asedio e hicieron abortar la reunión. Y que, en consecuencia, esta prueba validaba la necesidad de poblar a España de nuevos y nuevas revolucionarios y revolucionarias. Y me quedé sin habla. Porque seguía sin entender esa manera tan ortodoxa de asumir las orientaciones de la Tercera Internacional. Sin embargo, Úrsula me hizo caer en cuenta que no se trataba de alguna directriz política. Más bien se trataba de una posición cercana a la manera en que Stalin asumía su rol. Ante todo, teniendo en consideración su ignorancia en términos de los escenarios afectivos; así como falló en su manejo del asunto de las nacionalidades. Pero, el asunto, requería de mayor precisión conceptual. Y le dije a Úrsula: me parece que es un problema relevante; pero debe ser asumido entre nosotros y nosotras, de manera más creativa. Un tanto como resolver la dicotomía entre la aplicación de los postulados éticos de los socráticos y la propuesta kantiana, en términos de la relación sujeto naturaleza.
  • 16. 16 16 …Precisamente cuando Úrsula iba a confrontarme, desperté. Justo, el día que se iniciaba para mí, era un domingo de 1936…Y, sin saber por qué (…como en la canción de Willy Colón), volví a recordar lo que la abuela le dijo a mamá Leonilda; cierto día. De cualquiera de esos días habidos. Como en tinieblas de Nibelungos echados a la mar de siempre. “…De una vez por todas vamos a arreglar ese problemita. No me vas, ahora, a manejar como siempre lo has hecho. Ese cuentico de que mamá no hay sino una. Es decir siempre presente en cuanta vaina se meten los hijos y las hijas, para ayudarlos a resolverlas, no va más conmigo. Como se te ocurre tener otra hija, mujer. Ya son tres en menos de cuatro años. No me creas tan pendeja, que te voy a aceptar eso de que fue en un abrir y cerrar los ojos. Ni el bachillerato terminaste. Y son tres papás diferentes. Y para acabar de ajustar bien aprovechados. No les falta sino venirse a vivir aquí todos juntos. Sinvergüenzas. Y, como si fuera poco llegan al colmo de decir que no son celosos. Que aceptan a los otros, siempre y cuando les des aquello, de vez en cuando. En verdad Ifigenia no se en que pensás .Tu futuro está bien embolatado. Y el de esas niñas, ni hablar. Cada vez que las miro me dan ganas de llorar, A veces me viene la malparidez. Esa tristeza que se instala en una. Y recuerdo lo de tu papá. Bueno para nada. Me dejó ahí, preñada. Y se dio el ancho. No lo volví a ver ni en las curvas, como dicen. Y eso para no hablar de ese trabajito tan pinche que tengo. Me dicen la lava pisos. Porque no se hacer más. Y ese asqueroso que tengo como jefe. Ahí, todos los días, insistiéndome en que se lo dé. Dice que soy mejor que dos de veinte. Me dedica esa canción “la veterana” del Charrito Negro. Y eso que tiene la propia que llaman ahora. Queriendo decir la que no es la moza. La legal. La de mostrar en público. Quiere que yo sea una de tantas. De las que ejercen como clandestinas. A pesar de lo feo y desgarbado, ha levantado algunas. A lo bien, que dicen ahora. Como queriendo decir a pesar de todo. Pero, volviendo al cuento de lo tuyo, no sé qué vamos a hacer. No nos alcanza lo que gano. No sé por qué la vida nos presenta opciones tan onerosas. Vías azarosas; con caminos escarpados. Y cada quien en posición de no dar más. Es como si hubiéramos vivido en el pasado. Y que ese tránsito hubiera estado cruzado por acciones perversas. Y que, por lo tanto, la circularidad nos hiciera repetir vida. Pero ya en condiciones en las cuales los costos espirituales y físicos dieran vida y presencia al pago por las culpas pasadas. En verdad, siento que el equilibrio entre felicidad y tristeza ha sido roto. Predomina, en consecuencia la angustia. El estar ahí sin horizonte distinto a la precariedad. Y no es, lo mío un relato soportado en el resentimiento. Es, más bien, asumir el derecho a sentirse así. Como perdedora. Con una perspectiva enredada. Estas tres niñas ahí. En un cruce de caminos que les depara hostilidad. O, por lo
  • 17. 17 17 menos, un no futuro. Si entendemos por éste la posibilidad del abrigo, del cariño y de realizaciones que les permita ascender. Por lo menos en la escala de lo mínimo posible. Hoy es uno de esos días en los cuales, el sueño fue relativamente reparador. Todavía están intactas las imágenes. Viéndome y sintiéndome amada con pasión. Un hombre que me rodea con sus brazos. Y que me posee como nunca otro lo ha hecho. Lo veo recorriendo mi cuerpo. Ahí, explorando en zonas antes intocadas. O, por lo menos, con esa delicadeza. Con esa dulzura. Susurrándome al oído palabras excitantes. En una libertad anárquica. Aquí y allá. Provocándome una explosión inédita. Y saber que fue simplemente eso. Imágenes que se han ido desmoronando. Que lo cierto son las horas que me esperan de trabajo. Ese trabajo que me cansa de manera absoluta. No solo por el ejercicio físico de la fregadera, sino, con mayor hostilidad, esas palabras obscenas, ordinarias. De ese pérfido que me acosa. Aprovechándose de su condición de dueño. De sujeto con poder económico. Siempre he querido no verlo más. Se ha tornado, en mí, en una obsesión el deseo de venganza. De matarlo ahí mismo. En ese espacio de vituperio. Y sigo ahí, como cenicienta mayor. Ya no con el recuerdo de la que conocí en los cuentos leídos cuando hice mi primaria. Ya no la niña que tuvo la opción de ser feliz, después de haber soportado el asedio y las vulneraciones de sus hermanas. Soy cenicienta que no he conocido ni conoceré la alegría… Solo ese sueño de aquel día. Hasta cierto punto, ese diario de Francisca Caraballo, me ha mantenido en vilo. Y, ahora que vuelvo, después de tantos años, reivindico las condiciones en las que hice seguimiento de la nomenclatura histórica de nuestro país. Decía, antes de entretenerme con el texto descrito, las condiciones empeoraron, a medida en que avanzaba el tiempo de los atizadores. De aquellos que conjugaron verdades y mentiras. De aquellos que ordenaron dar muerte a Uribe Uribe. Y que, posteriormente, lo hicieron en la cruenta intervención en la huelga de los trabajadores bananeros en el Departamento del Magdalena. Más allá, inclusive, de lo consignado en “La Hojarasca”. Porque, el mío, fue un seguimiento que se cruza con lo sucedido alrededor de la ignominiosa entrega de Panamá. Y con la vergonzosa actuación de la dirigencia que tensionó hilos, en la perspectiva reinventar continuamente, procedimientos y veleidades que hicieron vigencia durante el tránsito político de aviesos manejadores de condiciones y posibilidades. De esperanzas e ilusiones. Desde 1830 hasta 1865 y, desde ahí hasta 1886. Y, luego en esa finalización de siglo y comienzo de otro. Cuando se concretaron en la manipulación de conciencias y de hechos. Cuando esa conflagración de momentos hacia la guerra y hacia el
  • 18. 18 18 exterminio. Nada diferente a lo que se cumple en esa nefasta década que va desde 1940 hasta 1950. Incluyendo la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. La doncella esperó largo tiempo. Angelito llegó dos horas después. Le dijo a la niñita que se había quedado dormido muy tarde en la noche-madrugada. Que ansias locas tenía por verla. Y que su amor por ella, era amor de finura plena. De lícita hechura. Profundo como es profunda la entereza y la bondad precisa, diáfana. Y que, llegaba a ella, en el alto vuelo que solo dan las palabras y el viento en crecimiento. Y la doncellita lo amó tanto, ese día. Se juntaron. Como fundidos cuerpos buscándose en todo lo que los cuerpos tienen. Un aluvión inmenso de ires y venires cruzados. Como quienes cruzan los dedos. Un remolino envolvente. Y, esa doncellita susurraba palabrotas transmitiendo deseos. Inmensos. Y más se sentía poseída. Y sus ojitos color mango biche, derramaron tantas lágrimas de aliento y alegría; que llenaron más piscinas que las que en Paipa había. Entrelazados encontraron sus cuerpos. Cuando, por fin deshicieron el encierro, policías y tunantes agazapados. Dos heridas de daga en sus pechos. En el de ella, sus bellos pezones heridos, arrancados a la fuerza. Lo de él, tirado ahí. Como músculo insípido y vejado. Dicen, todos dicen, que la Zoraida lo hizo. Por puro amor a angelito. Y odio a la doncellita. Y, después de saberme muerto, volví a la pensadera en sueños. En este sueño mío, ahora. Sueño definitivo. Pero mucho más punzante. Mucho más ajeno a lo feliz que podría haber sido esta vida mía…Y me perdí en laberinto parecido al que conoció Ariadna, cuando le trazó coordenadas a su amado ingrato...En fin que mi muerte fue viniendo. En ese sueño mío último, que hoy vivo y recuerdo. Rehaciendo palabras mías. Que por ahí sueltas estaban. Y las engarcé como si en el último aliento mío, estuvieran condensadas. “... He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí. Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si,
  • 19. 19 19 en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser conscientes de eso. Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido. Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas. Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte. Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la muerte. Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como
  • 20. 20 20 dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores para construir verdades. Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días por venir y de los días perdidos. Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche. II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta. Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo.
  • 21. 21 21 Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida. Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura. …Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador de límites. III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrines incorporados a la cotidianidad burlesca. Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería! Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que tuve o dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo mismo que hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas. Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra
  • 22. 22 22 mayor fuerza en razón a la proporcionalidad entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como verdaderos naufragios conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Hortensia, a Fabiana, a la Nena linda de Tunja , y a la negrita Caribú, y a Nancy, y a la Zoraida que muerte medio en el ahora y a… IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su vigor. Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de construir el significado del amor; de la ternura; de la solidaridad. V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante, hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria y de la infelicidad de los otros y de las otras. Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y aquellas que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa cada vez que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios. Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos. Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario vertido al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es otra cosa que seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la mata, a cada momento. Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo libertario. Cortando alas
  • 23. 23 23 aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se siente el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y presente. Como si fuera la misma cosa. VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado a vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que no volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque nunca encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui. Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa Madre. Porque me obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si acaso eso es pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más expresiones de expansión. En el ancho mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo otro, es decir estar ahí, es como mantener vigente la enajenación profunda. Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la vulneración del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación de la vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas diferentes a ser gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso ampuloso ante la asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde siempre por quien sabe quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo ilustre, las posibilidades de quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que se enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé expectante. Esperando que llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la postulación dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels.
  • 24. 24 24 Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18- 24. Y, tal parece que no entendí su mandato evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de sociedad heredada, a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé esperando ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude descifrar el código revolucionario inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su teoría de partido y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los terratenientes y de los burgueses y del Estado Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina como solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de libertad, no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes. VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la violencia oficial. Un tipo de vulneración que la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la democracia, que encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de esperanza centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa. VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados como símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la buena fe, la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más interpretaciones. Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo para diarios y revistas. Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas. Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el de la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como justificación para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la guerra a nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la “sociedad civil”, vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan. Esperando un nombramiento.
  • 25. 25 25 A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los criminales de guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido Comunista, liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas de Aladino; es decir, me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión monárquico, cuando se produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo Oficio de la Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos de los dueños de la verdad en el periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su maleta cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un breviario confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”. Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame de los detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las muertas que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social? IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la canción. Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo; antes que seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las verdades se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio. Todo lugar común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como repeticiones y prolongaciones sin fin. X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi trombosis vivencial. Se, por ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los Césares. Y me acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en tamaño y en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido cuantificada todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del escrito del viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo, pensando en un descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra cosa. No sabes cuánto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada
  • 26. 26 26 bajada, me queda claro que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te han visto en cuanto evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que recibió hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de cambiar a Eva por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas remontar vuelo hacia el primer hoyo negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que sigues ahí, esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje admirar los objetos traídos de su saqueo. Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta patria que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y todas somos como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria; pero no reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡ XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez). Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado. Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal. XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había olvidado mi entorno. Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas autoridades. Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he dado cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y civiles. Y que, al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y acatar lo que no es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le son propios. Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado. Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese
  • 27. 27 27 ahora que es taxativo en términos de lo que debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora de la partida. Que llegó, justo ahora, por cuenta de mi amada; la Zoraida mía Mi pulsión, Diego y Demetrio Llegué temprano, en la mañana. Un sol sin asomarse, por lo cuajado de las nubes. Traía mochila llena de ropa y par zapatos. Lo único que pude recoger, antes de salir fugado de casa. Casi tres días caminando, por territorio árido y estrecho. Nunca supuse que lo haría de esta manera. Siendo, como fue mi infancia; tenía la certeza de hacerme adulto con mi familia al lado. Con la solidaridad advertida, siempre, en mi madre. Recordé anécdotas de mi temprana vida. Siempre ahí envuelto en la precariedad de alegrías. Me llamó mucho la atención ese lugar de juegos. A la pelota, a las escondidas, a la rayuela, a las cometas. Repasé mi amistad con Diego Alfonso Bejarano, mi amigo del alma y de siempre. Me conmovió, otra vez, la manera en que éste partió para Liborina, allá, en el occidente antioqueño. Los dos vivíamos en el barrio Manrique. Desde los tres años. Nos correspondió palpar los inicios del crecimiento de Medellín. Todo a pesar de no haber traspasado la frontera entre los barrios. Menos aún, recuerdo que hubiésemos llegado al centro de la ciudad. Tolo lo sabíamos en palabras de nuestras mamás. Doña Augusta, la de Diego. Rosario, la mía. Cuando iniciamos la escolaridad, los hicimos en la escuela Porfirio Barba Jacob. O, simplemente, “La Jacobo”, como la llamábamos coloquialmente. Lo nuestro universo de palabras. Unas aprendidas en diccionario. Otras aprendidas al lado de amigos mayores. Fuimos incendiarios en voces. Para describir lo que veíamos y lo imaginado. En los teatros Manrique y Lux, asistíamos a películas de todo tipo. Inclusive, engañando a los vigilantes, entraron a aquellas cuya opción válida, permitida estaba reservada a mayores de veintiún años. En los periódicos “El Correo” y “El Colombiano”, aparecían las clasificaciones ordenadas por la cúpula eclesiástica católica. Nos llamaba la atención esas que eran prohibidas para todo católico, en la perspectiva moral que los orientaba. Cuando cumplimos catorce años, empezamos a masturbarnos él y yo. Ahí en el solarcito de su casa. Un veinte de julio, exploramos más nuestros cuerpos. Acariciábamos nuestros penes. Él a mí y Yo a él. Inclusive succionándolos, hasta ver salir ese líquido gris pálido. Cada día íbamos más allá. Recuerdo cuando lo penetré. A él le gustaba así. Que yo lo hiciera siempre. Teníamos algunos problemas, cuando, Diego, empezó a sangrar. A pesar de tomar todas las medidas necesarias, de todas maneras, su mamá empezó a notarlo cada que lavaba su ropa interior.
  • 28. 28 28 Fuimos creciendo, así. Cada día nos necesitábamos más. Tanto que, en veces, nos fugábamos de la escuela. Nos íbamos para la canchita en donde jugábamos fútbol. Nos metíamos al rastrojo cercano. Allí lo hacíamos una y otra vez. Los recreos eran, para nosotros, un martirio. Porque estábamos siempre juntos. Ya los muchachos de los otros grados, sobre todo los de quinto, empezaron a sospechar nuestro amorío. Y fue en un octubre, cuando celebramos lo que se denominaba “la fiesta de los niños y niñas”, el profesor don Raimundo, de tercero, nos vio besándonos en el salón de clase, cuando creíamos que estábamos solos; pues los otros alumnos estaban de parranda en el patio, matando el marrano que la dirección de la escuela compró con los recursos de la venta de boletas para la rifa de una valija de puro cuero.. Raimundo nos hizo ir hasta la oficina del director general. Allí, de manera explícita, le contó a don Eufrasio lo que había visto. Nuestras mamás tuvieron que ir a una reunión entre don Raimundo, don Eufrasio y el párroco de la iglesia de “El Calvario”. Sobre todo éste último (el padre Eugenio), hizo todo un drama. Nos acusó de ser anti-natura. Pervertidos, poseídos por el demonio, inmorales, pecadores azotadores de Jesús. La reunión término con la declaración en dos partes: una la expulsión inmediata de la escuela. Dos con la orden para que nuestras mamás nos encerraran en las casas, amarados y sin “pisar la puerta”, como dijeron el señor Eufrasio, el señor Raimundo y el párroco Eugenio. A partir de ahí, nuestras mamás empezaron a sufrir mucho. Con todo el valor incluido, nunca le contaron a mi papá Virginio. Y al papá de Diego, non Hildo. Simplemente, cuando ambos, por separado, indagaron con ellas el porqué de no ir a la escuela; ellas dijeron que el curso nuestro había sido suspendido hasta el año siguiente; ya que doña Heliodora, la maestra, se había enfermado. Que la iban a operar y no podía regresar a sus labores este año. Nos sentíamos desmoronados, espiritualmente. La separación fue, para Diego y para mí, un castigo absoluto. Un hervidero de pasión, tanto en él, como en mí, se fue extendiendo por todo el cuerpo. Un anhelo de vernos. Como si necesitáramos, cada vez más juntarnos como lo veníamos haciéndolo. Un espasmo de locura. Una gritería sofocada. Mis sueños y los de él, se cruzaban. Empezamos a querer estar dormidos siempre. En sueños nos acercábamos. Nos tocábamos. Nos besábamos, nos poseíamos. Siempre yo dentro de él. Y me vaciaba hasta quedar cansado. Divino cansancio, diría yo. Un día, viernes por cierto, mi papá Virginio fue a la casa cural de la iglesia. Un vecino, don Romualdo. El papá de nuestra amiga en común, Berenice; le dijo que no era cierto lo de la suspensión de clases. Su hijo Doroteo, estaba en el mismo curso nuestro y estaba yendo a estudiar. Fue directo donde el señor párroco, ya que la directora encargada en la escuela, le dijo “mejor hable con el padre Eugenio. Él le puede contar mejor que yo lo que pasó”.
  • 29. 29 29 Inmediatamente llegó a casa, golpeó mi mamá de manera brutal. A mí me azotó con el cuero que servía para enlazar a los caballos que compraba y vendía en la feria de ganados en Medellín, Sata Fe de Antioquia y Sopetrán. Me dejó lacerado. Mis heridas sangraban e hicieron pústulas rápidamente. Sobre poniéndose a su dolor físico y de alma, mi madre me las lavaba y me aplicaba mertiolate, para desinfectarlas. La orden fue fulminante; “este marica, cacorro, se va de la casa”. Al papá de Diego, don Hildo, mi papá se encargó de contarle lo que pasaba. Este señor, también agredió a doña Augusta. A Dieguito lo amarró el papayo que había en el solar. “De una vez te digo maricón; te vas para Liborina a la casa de tus tía Hermelinda y Altagracia. Es lo único que merecés. Allá te vamos a encerrar en el cuarto de los trebejos. Ya hablé con ellas” No sabía para dónde coger. A duras penas, mi mamá, pudo decirle a don Ismael y a doña Josefina (su esposa) y pedirle el favor que me recibiera. Le dijo, algo así como que yo necesitaba de un respiro en el campo. Y que, esas pústulas, como consecuencia de una caída, se pueden aliviar con el vientecito de San Roque. Claro está que, ni don Ismael; ni doña Hermelinda se tragaron el cuento. Pero, con una bondad linda, le dijeron a mi mamá Rosario que me recibirían. A los diez minutos llegó don Ismael, al parque del municipio. Así habían acordado con mi mamá, él y doña Hermelinda. Una casita hermosa, con tejado antiguo. Amplia. Todo en ella olía a eucalipto y a café recién molido. Conocí, ese mismo día, a Demetrio, el único hijo del matrimonio. Me recibió con mucha amabilidad. Él ya estaba cursando bachillerato en el colegio “Divina Providencia”. Tuve todo el día, tiempo para organizar mis cositas en el escaparate que me indicaron. Desayuné. Dormí tanto que, al levantarme ya estaba dando las ocho de la noche. Al otro día, después del baño, fui con Demetrio hasta el colegio. Habló con el señor rector. Le dijo”…este es mi primo Egidio Va a estar en casa por algunos años. Quisiera que se pudiera matricular aquí. Estaba cursando cuarto de primaria. Se enfermó y, mi familia y yo, creemos que aquí se puede recuperar. Su mamá, doña Rosario es amiga de mi mamá Hermelinda, desde que estaban chiquitas…”. Don Onofre, el rector, me recibió con palabras de afecto muy sinceras. Y, a la otra semana ya estaba estudiando. Doña Leonor, la maestra, me presentó a los otros muchachos. Yo les dije que quería estar bien con todos. De mi Diego no he vuelto a saber nada. Nos separaron, de por vida. Yo, aduras penas, me enteraba que doña Augusta se había recuperado de sus heridas. Ni siquiera ella sabía cómo estaba Dieguito. Llegó diciembre. A pesar de no ser muy creyente, de todas maneras, sentía mucha alegría durante todo el mes. La Navidad me parecía momento
  • 30. 30 30 espléndido. Veía y sentía la calidez. No solo en casa de doña Hermelinda, de don Ismael y de Demetrio; sino en el barriecito en que vivíamos. Aprendí a conocer el campo. Salía con quienes se hicieron mis amigos y amigas. Íbamos hasta la vereda “Palomares” a recoger bichos. A coger pomas y naranjas. Ayudaba a Demetrio en la despulpadora. Y, en este mes especialmente, a coger musco y a cortar pino para el pesebre. Con Eloísa Peñaranda, vecina de la casa jugaba parqués y damas chinas. Fabricábamos sonajeros hechos con tapas de gaseosa y cerveza, martilladas. Le abríamos huecos con clavos y las ensartábamos en alambre. Así amenizábamos las novenas al niño Jesús. Mi mamá pudo visitarme. Llegó a casa de mis protectores, el día 8 de diciembre. Aprovechando que mi papá había viajado a Cañas Gordas a comprar una recua de mulas para vender en Sopetrán. Me trajo una ropita nueva. Y unos zapatos-botas de charol. Lloré de felicidad. Dormimos juntos en la camita que la familia me había cedido. Tuvo que irse al otro día, el nueve de diciembre, porque la angustiaba que llegara mi papá y no la encontrara en casa. Después supe que la ropita y las botas, las había comprado con dinero recaudado en la venta, secreta para mi papá, de buñuelos y empanadas entre las vecinas. Eloísa me confesó, exactamente el día tres de enero, cuando subimos al cerrito cerca a la casa, que estaba enamorada de mí. De manera espontánea me besó en los labios. En verdad, sentí su boca perfumada. Con una hermosura de dientes que le lucían al reír. Y reía, casi siempre. Yo le dije que no quería tener novia tan joven. Que la quería mucho como amiga, pero no más. Y, en ese instante recordé los besos de Dieguito. Recordé que, siempre lo veía. En esos sueños mágicos. Que lo besaba y que me besaba. Que le transmitía mi líquido grisáceo. En una ternura absoluta. Que le cogía su penecito. Y que me lo llevaba a la boca. Y que saboreaba su líquido hermoso. Me sabía a gloria. Terminábamos exhaustos. Él y Yo, entregados totalmente. Recién empezaba el año escolar, cuando don Onofre me citó en su oficinita. Un cuartico pequeño, pero muy cálido. Conocí a su esposa y a sus dos hijas. Las tres aparecían en el retrato enmarcado que adornaba el sitio. Había un crucifijo y una réplica en yeso de la Virgen de la Mercedes, patrona del pueblo. Me hizo sentar. Muy calmado me leyó una carta que le había enviado don Eufrasio. Parecía una diatriba perversa, antes que un escrito de un maestro de escuela. Don Onofre me dijo que era una obligación entre pares pedir referencias de los alumnos y alumnas, cada vez que se producía un cambio de colegio. Conocí de su interpretación de hechos como ése de mi relación con Diego. Me dijo no tener ese tipo de escrúpulos y de falsa moral. Simplemente, me advirtió que quedaba entre los dos. Que, ni siquiera Demetrio lo iba a conocer. Pero, de todas maneras, me hizo saber que, al menos en su colegio, no toleraría algo parecido.
  • 31. 31 31 Ya íbamos por la mitad de febrero. Todo había seguido un curso normal. Yo cumpliendo con mis deberes en la familia. Asistiendo a clase y esforzándome por saber más. Entre otras cosas, resulté muy bueno para geometría y aritmética. Cierto día, yendo con Demetrio para el cafetal, a fumigar contra la broca, Demetrio me cogió de la mano. Me la apretó con fuerza. Luego me abrazó y me besó. Me dijo que yo era hermoso en todo cuerpo. Que me había visto desnudo en el baño que queda contiguo a su cuarto. Sentí pulsión de vida. Volví a recordar a Dieguito. Sus besos permanecían en mí acicalados más, en mis sueños que, de seguro eran los suyos. Como atontado le respondí a Demetrio que él también me gustaba. Nos tiramos al piso. Retozamos un rato. Luego, desnudos, lo hicimos. Un pene hermoso el de Demetrio. Grueso, erecto a más no poder y con un olor a las diosas de las flores. Esta vez fue el quien me penetró. Un inmenso placer, solo comparable con el que sentía al lado de mi Diego. Todo el rato pensé en él. Sintiendo como si fuera él y no Demetrio. Sangre un poco. Pero feliz estuve. Demetrio succionó lo mío. Me vacié no sé cuántas veces él me hablaba cosas hermosas. ..Eres mío. Mi Egidio del alma. Móntate tú. Penétrame amor mío. Y lo hice. Todavía me quedaban fuerzas para hacerlo. Y lo inundé no sé cuántas veces. De regreso a casa, almorzamos solos. Doña Hermelinda y don Ismael, había salido para misa. Nos dejaron una nota que hablaba de limpiar nuestros cuartos; de lavar los baños y de poner el maíz al fogón, con bastante agua. Pudo más lo nuestro. Seguimos en su cama. Me besaba. Yo lo besaba. Metía su falo en mi boca. Se lo apretaba, cuidando no lastimarlo. Me montó tres veces. Lo monté otras tantas. Terminamos en un cansancio absoluto. Bello. Nos quedamos dormidos, desnudos. Nos despertó el ruido de las aldabas de la puerta de enfrente. Corrí a mi cuarto y empecé a fingir que estaba sacudiendo la cama y la mesita de noche. Nos regañaron porque no habíamos cumplido ninguno de los requerimientos. Pero, al fin, no pasó nada más. Eso si no pudimos comer arepas en la cena. De ahí en adelante, siguió pasando lo mismo que entre Dieguito y Yo. Pensaba en él todo el tiempo. Con mayor énfasis, cuando Demetrio y yo nos besábamos. O cuando me montaba y sentía la tibieza de su líquido. Mi Dieguito esta en mí. No era Demetrio. Era él. Mi Dieguito querido. Te sueño todas las noches. Te siento. Succiono tu penecito. Te penetro a toda hora. Demetrio empezó a sospechar algo, desde la noche que estuvimos, otra vez, en su cuarto. Estaba un poco confundido. Había peleado con Dieguito, en uno de mis sueños. Simplemente le grité. Llamando a Diego y no a Demetrio. Inmediatamente sacó su pene. Por la brusquedad con que lo hizo, me dolió mucho. De ahí en adelante no me buscaba como antes. Hice todo lo posible para reconquistarlo. Porque él mi Diego y no Demetrio. Me rehuía. Pasaba por mi lado sin saludarme o decirme algo. Se iba solo para el colegio y no me esperaba al salir. Doña Hermelinda y don Ismael notaron nuestro
  • 32. 32 32 distanciamiento. Pero supusieron que habíamos peleado por algo. Menos por lo que, en realidad, era. El primero de octubre, día de mi cumpleaños diecisiete, su mamá y su papá, como siempre lo habían hecho desde que estaba en su casa, celebraron con nosotros y con Dorita. Después, al terminar, me acosté. Pero no pude conciliar el sueño, como dicen las mamás. Sentí que entro a mi cuarto, sigiloso. Me creía dormido. Un punzón sentí en mi vientre. Luego en mi cuello. Empecé a sangrar a borbotones. Me sentía mudo. No tenía fuerzas para gritar. Simplemente me fui yendo. Lo último que vi fue la imagen de mi Dieguito. Y la de Demetrio que clavaba el punzón en su cuello y caía a mi lado. Karla Libertad La decisión estaba tomada. Raúl Villaveces, sería recluido en “Buena Pastora”, sitio ejemplar para el purgatorio de penas. Ante todo, conociendo lo que hizo. El día en que mató a Karla Buenaventura, Raúl estuvo recorriendo su pasado. Fue de barrio en barrio; de ciudad en ciudad. Se detuvo en ciudad Bienaventuranza. Allí saludó a amigos y amigas del pasado. Percibió que el lugar había cambiado. Pero no lo expresó en palabras. Simplemente, su mirada se tornó básica. Como cuando miraba, absorto, la procesión de la soledad, los sábados santos; en su añorada ciudad del Buen Vecino. Nunca había podido olvidar esas celebraciones. Para Raúl, la iconografía vinculada con el aniversario de la muerte de Jesús, el Nazareno, era una continua convocatoria a la reconversión. Siempre ha sido así. Por lo mismo, ese día, llegó antes de lo previsto. El tren no se había detenido en las estaciones reglamentarias. Simplemente, su conductor, tenía prisa. Debía llegar a Bienaventuranza, antes de que naciera su primogénito. Descendió, mirando alrededor. Como buscando a la mujer requerida. Una mirada de macho perverso. Porque, nunca había logrado olvidar el día en que la mujer buscada, le dijo en susurro: ya no me convocas como antes. Ya no veo en ti mi horizonte erótico. Ni siquiera, mi inmediatez lúdica. Te siento tan lejano; tan inmerso en los recuerdos, que no logro adivinar si llegaste; o si te quedaste dormido, asfixiándome con ese aliento propio de quienes han bebido licor todo el día.
  • 33. 33 33 Cuando Karla huyó, dejándolo en el cuarto, dormido; ya había amanecido. Ciudad del Mal, empezaba su quehacer cotidiano. Ya los vendedores de aviones de papel habían empezado su jornada. Las mujeres habían salido ya. Ataviadas con su desnudez; prestas a exhibir su cuerpo. Una ciudad en la cual, ellas, no habían sido, ni eran aún, noticia. Como si no existieran. Por esto, en reunión plena, habían decidido protestar. A Margot Pamplona, se le ocurrió la idea de proponer la desnudez como expresión de protesta. Ya veremos si el señor obispo Pío XXIV y sus machos súbditos, serán capaces de resistir nuestra firmeza y nuestra capacidad para hacer de la desnudez un arte y una opción lúdica. Le aseguro, camaradas, que, por fin, seremos noticia de confrontación a la Cofradía del Santo Oficio. También habían salido los vendedores de ilusiones. Aquellos que cantaban el número ganador en la lotería. Ya habían aprendido el arte del cálculo de probabilidades. Por lo tanto, justo ese día, debía ganar el número 3345. Tal vez, por esos avatares del destino casi siempre incomprendidos, ese número coincidía con las cuatro últimas cifras del número de la cédula de Raúl. Al otro lado de la ciudad, entrando por el sur, en la bodega habilitada para albergar los cuerpos de los y las NN, llegados desde diferentes sitios de la periferia, estaba Juvenal Merchán, el cuidador de cadáveres. Había aprendido su oficio desde niño. Su padre, Gaspar, había heredado el arte de cavar fosas comunes de su padre Hipólito. Era, entonces, una sucesión de saberes relacionados con las muertes masivas, sin dolientes; sin historia. De esas muertes que se han vuelto cotidianas; a partir de la imposición de opciones de vida vinculadas con los conceptos de tierra arrasada, en contra de quienes, simplemente, no comparten las propuestas y expresiones dominantes. A propósito, Juvenal, había sido amante de Karla. Se conocieron cualquier día, en cualquier sitio. Lo que si recuerda, de manera plena el sujeto, es que ese día recién terminaba de recibir el cadáver de Benjamín Cuadros. Ese que, para Karla, había sido símbolo de libertad. A su manera. Es decir, a la manera de la mujer que había recorrido todos los territorios, desafiando el poder de los inquisidores cercanos y lejanos. Fundamentalmente el poder del Obispo Pío XXIV; quien ahora ejercía como soporte del buen comportamiento en Ciudad del Mal. Él, a su vez, había recibido de Fornicato Palacio, procurador delegado por la Santa Sala de Preservadores del Orden, la misión de desterrar, minimizar y erradicar los conceptos de placer y de alegría.
  • 34. 34 34 Benjamín, estuvo luchando al lado de Virginia Esperanza Potes. Cuando la libertad era horizonte deseado. Ella y él, protagonizaron la Gran Jornada por El Derecho a ser Humanos. En ese tiempo en el cual La Cofradía de los Eméritos Caballeros de la Santa Cruz, había determinado, mediante, Ordenanza Absoluta, que la condición de humano era un derecho que solo podría ser otorgado a quienes demostraran haber sido convocados y convocadas a la unción divina, por parte del Honorable Tribunal de la Santa Virtud y la Sagrada Aplicación de los Evangelios. Por lo mismo, entonces, tanto Benjamín como Virginia Esperanza, habían sido condenados y condenada a trabajos forzados. Los mismos consistían en ir de casa en casa, invitando a creer en María como virgen y en José como Santo Varón Sacrificado. Cuando cumplieron la condena, ella y él, decidieron poblar de hijos e hijas libertarias (os) el territorio. Allá, en la Tierra Sagrada de Fornicato. Por lo tanto, hicieron lo que es necesario hacer para procrear. Nacieron 16 niños y 15 niñas. En un recorrido de tiempo calculado, utilizando el multiplicativo nueve, con escisiones calculadas entre dos y tres meses. Tanto Virginia-madre; como Benjamín - padre; instituyeron un ritual cifrado. Para sus seguidores y seguidoras. Algo así como entender que la sumatoria de adeptos es condición sine-quanum para fortalecer la lucha por el poder. Convencieron a varias parejas heterosexuales. Porque, para ellos, a pesar de su visión libertaria; los y las homosexuales eran algo que debía soportarse en honor a la posición libertaria. Pero, no más allá. Como si su rol estuviese asignado desde antes. Es decir una posición en la cual la lucha de contrarios, suponía hembra-macho; más no esa opción en la cual el yo con usted, en la misma condición de género. …Y pasó algún tiempo. Villaveces permanecía en su auto-condición de perdulario. El asesinato de Karla lo conmocionó tanto que, soñaba con ella. La veía en todas partes. Karla, la mujer libertaria, iba a la par con sus elucubraciones. Imaginarios enfermizos. La veía, allí, al pie de la libertad, hecha pedestal; una figura marmórea. Como Sísifo que va y regresa. Como Prometeo que está allí, con su vientre abierto; como manutención de las aves que lo destripan cada día. Como Teseo originario, llegado un día cualquiera de la tierra del nunca jamás…Y que permaneció con ella, como lo hizo, hace siglos, con Ariadna, la hermosa amante suya que lo orientó y lo situó en condiciones de volver a ser sí.