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I.-Pueblos	olvidados	de	la	llanura
	
Como	 monumentos	 espectrales	 esparcidos	 en	 sitios	 predeterminados	 por	 la
historia	 y	 el	 olvido,	 pululan	 por	 la	 planicie	 del	 Camagüey,	 otrora
asentamientos	humanos	de	los	que	ahora	solo	quedan	ruinas,	alguno	que	otro
recuerdo	en	la	mente	cansada	de	un	anciano	cuya	escasa	vista	se	pierde	en	la
polvareda	 del	 camino,	 o	 en	 las	 crónicas	 recogidas	 en	 museos,	 notarías	 o
registros	de	la	época,	pero	que	en	esencia,	en	este	momento,	no	son	nada	o
poco	 de	 lo	 que	 fueron	 y	 pudieron	 llegar	 a	 ser;	 y	 que	 por	 infausto	 destino
comenzaron	a	decaer,	comprimirse,	y	por	último	perderse	en	el	olvido.
	
				Esta	transformación	involutiva	en	el	tiempo	de	núcleos	poblacionales	de	
mayor	o	menor	importancia,	activos	en	épocas	pasadas,	es	un	proceso	
objetivo,	ajeno	a	la	voluntad	de	sus	pobladores,	y	se	lleva	a	cabo	de	diferentes	
formas:	en	unas	de	ellas	sus	habitantes	se	trasladan	paulatinamente,	o	de	
golpe,	hacia	otras	zonas	generalmente	cercanas,	en	otras	la	disminución	de	la	
población	ocurre	de	forma	natural	alcanzando	indicadores	muy	bajos,	con	lo	
que	va	perdiéndose	lentamente	el	recuerdo	del	pasado	con	el	devenir	del	
tiempo;	y	lo	último,	lo	peor,	cuando	desaparece	hasta	la	última	alma	viva	del	
lugar,	quedando	una	especie	de	pueblo	fantasmal	rodeado	de	misterios	y	
leyendas,	que	pican	la	curiosidad	de	los	que	se	aventuran	por	aquellos	lugares,	
que	no	encuentran	respuestas	apropiadas	a	sus	múltiples	interrogantes.
	
				Da	un	sentimiento	sobrecogedor	cuando	se	deambula	por	aquellos	lugares	
sobre,	todo	de	noche,	cuando	se	espera	ver	aparecer	por	cualquier	recodo	 la
figura	de	una	mujer,	el	rostro	de	un	niño,	o	el	grito	desgarrador	de	un	alma	que
desde	hace	mucho	no	pertenecen	al	mundo	de	los	vivos.
	
				Las	causas	de	su	perecer	o	estado	actual	languidicente,	 pueden	 estar
determinadas	por	diferentes	acontecimientos:	bélicos,	naturales,	económicos,
migratorios,	e	incluso	religiosos.	Entre	los	primeros	me	viene	a	la	memoria	un
pequeño	pueblo	aún	existente,	pero	no	recordando	lo	que	fue:	San	Jerónimo	a
poco	más	de	diez	Km.	de	la	ciudad	de	Florida	en	el	centro	del	Camagüey,	que
sufrió	 el	 fragor	 de	 la	 guerra	 en	 varias	 ocasiones	 durante	 los	 movimientos
independentistas	de	1868	y	1895,	para	al	final	ceder	en	importancia	a	la	ciudad
de	referencia	y	convertirse	en	un	pequeño	caserío.
	
					Palm	City	o	Palma	City,	próspera	colonia	de	laboriosos	emigrantes	
alemanes	al	norte	de	la	provincia,	cayó	en	completa	decadencia	a	finales	de	la
Primera	 Guerra	 Mundial	 por	 cuanto	 sus	 habitantes	 estaban	 ubicados	 en	 el
bando	contrario,	y	el	perdedor,	durante	el	conflicto
	
				Igual	suerte,	pero	por	cambio	de	política	imperial,	sufrió	Gloria	City,	
actualmente	la	Gloria,	más	que	próspera	colonia	de	granjeros	norteamericanos
que	introdujeron	el	cultivo	de	cítricos	en	la	zona	de	Cubitas,	y	que	en	poco
más	de	quince	años	lograron	establecer	un	importante	núcleo	urbano	con	todos
los	 progresos	 básicos	 de	 la	 época,	 para	 después	 declinar	 con	 el	 cambio	 de
rumbo	 de	 la	 nave	 imperial	 norteamericana	 hacia	 el	 llamado	 capitalismo
monopolista,	 en	 el	 que	 más	 que	 conquistar	 territorios	 se	 hace	 más	 eficaz
conquistar	y	expandir	mercados.	Lo	que	fue	“gloria”	fue	contrayéndose	de	tal
manera,	 que	 al	 final	 de	 la	 década	 del	 60	 solo	 contaba	 con	 uno	 de	 aquellos
descendientes	anglosajones	para	poder	contar	su	historia.
	
				Aún	existe	la	Gloria,	como	una	población	aislada	de	autóctonos	que	nada
tiene	que	ver	con	sus	fundadores	de	habla	inglesa,	así	como	ruinas	aisladas	y
dispersas	por	la	zona.
	
				Un	ejemplo	palpable,	ya	no	en	la	llanura	sino	en	un	islote,	es	el	de	Cayo	
Romano,	donde	durante	el	siglo	XIX	y	principio	del	XX	existió	también	un	
asentamiento	poblacional	destacado,	con	factorías	para	manufacturar	cuero	y	
grandes	explotaciones	de	carbón	vegetal,	a	expensas	de	sus	bosques	vírgenes,	
pero	que	devino	a	finales	del	siglo	XX,	en	un	paraje	solitario,	con	la	única	
existencia	de	una	construcción	en	ruinas,	y	la	isla	solo	habitada	por	caballos,	
vacas	y	cerdos	salvajes	así	como	venados,	jutías		y	cocodrilos	acribillados	por	
mosquitos	y	bebiendo	agua	salobre.
	
				No	sabemos	si	el	desarrollo	del	turismo	devuelva	el	esplendor	a	este,	uno	de	
los	cayos	más	grandes	de	la	isla;	y	en	un	futuro	próximo,	los	visitantes
	embelezados	escuchen	con	atención	las	leyendas,	tal	vez	sobredimensionadas,
sobre	corsarios	y	piratas,	que	según	dicen	se	escondían	en	las	aguas	bajas	y
	calidas	 de	 sus	 ensenadas,	 a	 cubierto	 seguro	 de	 ojos	 indiscretos	 por	 la
vegetación	salvaje,	pero	no	así	de	jejenes	y	mosquitos	que	adorarían	a	aquellos
bandoleros	de	los	mares	como	fuente	de	sangre	fresca	necesaria	en	su	original
dieta	draculiana.
	
				Tal	vez	atemorice	narrar	esto	que	no	es	solo	un	problema	de	las	llanuras	del	
Camagüey,	sino	un	evento	real	y	natural	en	el	transcurso	de	los	
acontecimientos	históricos.
	
				La	ubicación	de	la	actual	capital	de	la	provincia:	Camagüey,	antes	Puerto	
Príncipe,	no	es	la	misma	donde	se	fundó,	muy	al	norte,	cerca	de	la	costa,	ni
	siquiera	su	segundo	asentamiento	en	las	márgenes	del	río	Caonao.	Aquí	tal
vez	 no	 fue	 la	 guerra	 sino	 acontecimientos	 naturales:	 falta	 de	 agua,	 plagas,
enfermedades	u	otros	eventos	los	que	dictaron	su	traslado	hacia	otros	sitios.
	
				La	época	de	la	piratería	dejó	también	marcada	su	impronta	en	la	isla	de	
Cuba,	con	un	hecho	trascendente	recogido	en	las	crónicas	históricas	de	la	
época,	en	que	ensalzado	el	miedo	al	castigo	divino	y	a	los	ataques	de	corsarios	
y	piratas,	la	villa	de	San	Juan	de	los	Remedios,	conocida	más	comúnmente	
como	Remedios	que	era	la	comarca	principal	de	la	zona,	vio	como	un	día,	
escoltando	al	párroco	local	la	mayoría	de	sus	vecinos,	se	adentraban	tierra	
adentro,	en	la	región	central,	para	fundar	la	ciudad	de	Santa	Clara,	que	es	la	
actual	cabecera	provincial.	
	
				A	principios	del	siglo	XX,	con	el	devenir	de	la	fiebre	del	azúcar,	se	
construyeron	enormes	y	complejas	fábricas	llamadas	centrales	azucareros,	
generalmente	de	propiedad	estadounidense,	para	procesar	el	fruto	de	las	
enormes	extensiones	de	caña	de	azúcar	cultivada	a	sus	alrededores.	Algunos	
de	ellas	aún	continúan	en	activo,	pero	la	mayoría	fue	desapareciendo,	y	con	la	
interrupción	de	la	labor	productiva	que	propiciaba	el	asentamiento	
poblacional,	fueron	languideciendo,	y	de	su	existencia	dan	fe	sus	ruinas,	y	
sobre	todo	sus	enormes	chimeneas	que	aún	desafían	las	alturas.	De	ellas	para	
citar	dos	ejemplos	ajenos	al	derrumbe	total	de	la	producción	azucarera	a	
finales	del	siglo	XX,	vale	destacar	Velazco	con	igual	nombre	de	poblado	-
destruido	por	el	ciclón	de	1932-,	y	el	central	Camagüey,	desde	hace	mucho	
conocido	como	Piedrecitas,	ubicado	al	borde	de	la	vía	férrea	entre	las	ciudades	
de	Florida	y	Ciego	de	Ávila;	y	donde	como	en	otros,	como	vestigio	principal	
de	su	existencia	se	halla	la	torre	que	un	se	mantiene	erguida	semejante	a	una	
descomunal	palma	real	a	un	lado	de	las	vías.	
	
					A	poco	con	la	reciente	disminución	brusca	de	la	producción	azucarera,	una	
cantidad	considerable	de	ingenios	han	interrumpido	su	labor,	llevada	a	cabo	
ininterrumpidamente	por	poco	menos	de	un	siglo	y	muchas	más	torres	se	
elevarán	solas,	sin	la	compañía	de	humanos,	ni	el	hormigueo	de	hombres	
trabajando	en	épocas	de	zafras,	así	como	estrechos	caminos	perdidos	de	hierba	
y	maleza,	otrora	líneas	férreas,	por	donde	transitaban	las	humeantes	
locomotoras	cargadas	de	caña	de	azúcar.
	
					Las	inmensas	llanuras	son	lugares	que	por	si	 solos	 dan	 una	 sensación	 de
soledad,	como	si	el	hombre	estuviese	en	medio	de	la	nada,	y	al	perderse	la
vista	en	el	infinito	un	sentimiento	de	nostalgia	inunda	los	corazones,	máxime
si	contemplan	un	paisaje	otrora	bullicioso	y	lleno	de	vida,	y	ahora	perciben
solo	la	soledad	de	un	vasto	territorio	donde	no	ocurre,	o	no	pasa	nada,	o	muy
poco.
	
					El	fenómeno	del	devenir	y	el	declinar	urbano		se	ha	contemplado	en	todo	el	
mundo	a	lo	largo	de	los	tiempos,	como	si	los	pueblos	y	ciudades	fuesen	
organismos	vivos	con	un	destino	similar	al	de	las	especies:	nacer,	crecer	y	
morir.	Y	si	hasta	ahora	no	han	muero	más,	es	por	el	elevado	crecimiento	
demográfico	que	hace	que	algunas	prolonguen	su	agonía,	o	se	transformen	en	
otra	especie	de	asentamientos,	con	fines	e	intereses	diferentes	para	los	que	
fueron	creados.
	
					Este	hecho	llevado	a	escala	global	da	muestra	de	ello	en	las	misteriosas	
ciudades	perdidas	de	los	mayas	en	Centroamérica,	y	en	otros	asentamientos	de	
la	monumental	cultura	incaica.	Los	templos	y	ciudades	mayas	ahora	emergen	
de	la	selva	virgen	demostrando	que	en	otra	época	fueron	monumentales
ciudades	que	nada	tenían	que	envidiar	a	las	más	grandes	de	Europa.
Resulta	interesante,	a	la	vez	estremecedor	y	algo	espeluznante,	visitar	las	
ruinas	de	las	poblaciones	de	las	explotaciones	de	diamantes	llevadas	a	cabo	
por	los	alemanes	antes	de	la	primera	guerra	mundial,	que	parecen	estructuras	
fantasmagóricas	en	el	medio	del	desierto	de	Namibia	en	el	África	Austral,	o	
los	pueblos	fantasmas	del	Oeste	americano	durante	la	fiebre	del	oro.
	
					En	España,	en	épocas	de	sequía,	se	ve	aparecer	de	los	pantanos	las	ruinas	
de	poblados,	a	veces	iglesias,	cubiertos	por	las	aguas	durante	la	construcción	
de	presas	y	embalses	durante	la	primera	mitad	del	siglo	XX.	También	resulta	
frecuente		en	este	país,	observar		las	numerosas	ruinas	de	construcciones	
medievales,	incluyendo	castillos	y	sólidas	fortalezas	de	piedra,	que	una	vez	
constituyeron	centros	de	alojamiento	humano	y	contemplaron	el	fragor	de	los	
combates	cuerpo	a	cuerpo,	los	quejidos	de	los	heridos,	la	agonía	de	los	
muertos	y	el	choque	del	metal	durante	los	frecuentes	conflictos	vividos,	la	
mayoría	de	las	veces	por	intereses	mezquinos	y	la	ambición	desmedida	de	
nobles	y	caballeros.	
	
					No	hay	región	del	mundo	donde	no	se	haya	contemplado	este	fenómeno	de	
nacer	y	morir	de	los	pueblos,	pues	la	sociedad	y	todo	lo	relacionado	con	ella,	
no	dista	mucho	de	semejar,	y	quizás	hasta	ser		un	organismo	viviente.
	
					Una	vez	cesado	los	motivos	que	le	dieron	origen,	estos	pueblos	comienzan	
un	declinar	e	involución	en	el	tiempo,	acompañado	de	los	sentimientos	
nostálgicos	de	sus	cada	vez	menos	pobladores,	añorando	épocas	de	esplendor	
que	no	volverán	jamás.	Porque	los	pobladores	de	estas	ciudades	 condenadas	 a
desaparecer	 están	 marcados	 por	 la	 impronta	 de	 su	 ubicación	 temporal	 y
reflejan	 en	 su	 comportamiento	 toda	 la	 metamorfosis	 de	 los	 lugares	 donde
viven.
	
				Es	por	esto	que	decidimos	comenzar	nuestras	narraciones	por	un	prototipo	
de	pueblo	aislado,	decadente	e	imaginario,	perdido	en	las	inmediaciones	de	la		
extensa	sabana	camagüeyana:	Buenaventura.
II.-Fantasmal
	
El	31	de	diciembre	de	1963	ocurrió	un	hecho	trascendental	que	marcó	a	Juan
Sánchez	para	el	resto	de	su	vida.	Era	el	último	día	del	año,	y	el	club	social	del
pueblo	lo	celebró	como	siempre,	con	la	solemnidad	acostumbrada	y	una	gran
fiesta	con	baile	y	orquesta	tradicional	incluida.
	
				El	“Club	Social”,	antiguo	“Club	Deportivo”,	había	sido	el	escenario	de	los
principales	 eventos	 y	 actividades	 sociales	 de	 las	 clases	 altas	 y	 medias	 del
pueblo,	 así	 como	 de	 algún	 pobretón	 que	 estrujaba	 al	 máximo	 estómago	 y
bolsillo,	 para	 ostentar	 conque	 era	 miembro	 del	 selecto	 círculo.	 Pero	 en	 la
época	 en	 que	 ocurrieron	 estos	 hechos	 ya	 nada	 de	 esto	 ocurría,	 y	 las	 clases
medias	y	ricas	habían	desaparecido	como	por	arte	de	magia,	con	sus	bienes
confiscados	 y	 la	 mayoría	 en	 el	 extranjero,	 por	 lo	 que	 ahora	 era	 un	 círculo
popular	al	que	asistían	blancos,	negros	y	mulatos	sin	distinción	de	raza	o	color,
obreros,	campesinos	y	el	escaso	grupo	de	intelectuales	de	la	ciudad.
	
				Juan	Sánchez	había	abandonado	el	pueblo	un	par	de	años	atrás	para	ir	a	
estudiar	a	la	capital,	con	una	beca	ganada	después	de	pasarse	nueve	meses	
alfabetizando	campesinos	en	las	regiones	más	remotas	e	intrincadas	del	oriente	
del	país.	Ahora,	cuando	regresaba	al	pueblo,	un	par	de	veces	en	los	últimos	
años,	se	sentía	cada	vez	más	solo	y	aislado,	pues	la	revolución,	con	su	
constante	movimiento	y	efervescencia,	movía	a	las	personas	de	aquí	para	allá	
y	de	allá	para	acá,	y	sobre	todo	a	los	jóvenes,	con	una	notable	dinámica.
	
				He	aquí	entonces,	que	Juan	se	encontró	en	aquella	fiesta	de	fin	de	año,	en	
un	circulo	social,	a	las	afueras	de	la	ciudad,	solo,	sin	amigos	ni	conocidos	y	
bajo	la	atenta	mirada	de	las	viejas,	madres,	tías	o	acompañantes,	que	con	
rostro	severo	obligaban	a	sus	jóvenes	protegidas	a	negar	con	la	cabeza	
cualquier	baile	que	éste	pidiera,	porque	para	ellas	era	un	perfecto	desconocido	
y	alguien	en	quien	no	se	debía	confiar.	Por	este	motivo,	ya	pensaba	en	retirarse	
cuando	de	repente	vio	sola	y	sentada	en	un	sillón	pegado	a	la	pared,	a	una	
joven	extraordinariamente	hermosa,	de	un	abundante	y	largo	pelo	castaño	que	
le	llegaba	a	las	espaldas	y	de	labios	provocativos,	bajo	unos	ojos	verdes	más
claros	y	brillantes	que	la	esmeralda.	
	
				Juan		no	lo	dudó	ni	un	instante,	aunque	temeroso	por	sus	escasos	atractivos	
físicos,	su	vestimenta	simple	y	desgastada,	y	el	temor	de	que	al	llegar	recibiese	
una	fría	y	desdeñosa		negativa	como	había	ocurrido	durante	toda	la	noche,	o	
que	apareciera	de	repente	una	fiera	y	celosa	guardiana	que	lo	espantara	con	
duras	palabras.	Pero	para	su	grata	sorpresa	nada	de	esto	ocurrió,	y	la	hermosa	
joven	enfundada	en	un	hermoso	traje	de	encajes	blanco,	accedió	con	una	
sonrisa	de	satisfacción	y	se	dejó	conducir	hasta	el	centro	del	salón,	donde	las	
parejas	danzaban	armónicamente.
	
				Cuando	el	joven	ciñó	con	sus	manos	el	estrecho	talle	de	la	muchacha	sintió	
que	los	dedos	se	le	engarrotaban	y	que	no	podía	moverlos.	Poco	a	poco,	sin	
embargo,	se	fueron	relajando	bajo	el	calido	y	cadencioso	movimiento	de	aquel	
hermoso	cuerpo.	Bailaron	ajenos	a	todos	los	demás,	que	al	parecer	los	
observaban	con	curiosidad,	hasta	el	mismo	momento	de	llegar	las	doce	de		la	
noche	y	con	ello	el	nuevo	año,	que	quedó	sellado	por	un	beso	intenso	y	robado	
por	Juan,	mientras	la	joven	lo	aceptaba	con	gusto,	pero	temblorosa.
	
				Después	del	beso	la	joven	le	dijo:
	
				─Tengo	que	irme	ya,	es	muy	tarde,	me	esperan	en	casa.	
	
				─Pero	¿quién	te	acompañará?,	el	pueblo	está	lejos	─	le	dijo	Juan.
	
				─Me	iré	sola,	como	vine	─	respondió	ella.
	
				─De	ninguna	manera,	─	protestó	él	─	yo	te	acompañaré.
	
				─Pero,	¿no	tendrás	miedo?,	vivo	en	un	lugar	muy	alejado	de	la	ciudad...
	
				─No	importa,	conozco	el	pueblo,	nací	aquí.
	
				─Piénsalo	bien,	podrías	arrepentirte	luego	─	alertó	ella.
	
				─No,	vamos.
Juan	Sánchez,	cada	vez	que	recordaba	estos	hechos,	se	arrepentía	de	aquella	
fatal	decisión,	tal	vez	la	más	trágica	de	su	vida.
	
				─Vamos	entonces,	el	camino	es	largo,	yo	te	guiaré	─	dijo	ella.
	
				El	Club	 Social	se	encontraba	a	las	afueras,	en	un	costado	de	la	carretera	
central,		a	más	de	dos	kilómetros	del	centro	de	la	ciudad.	Caminaron
	embelezados,	cogidos	de	la	mano,	sonriéndose,	hablando	nimiedades,	como	si
se	conocieran	de	siempre	y	hubieran	estado	enamorados	toda	la	vida,	solo	con
la	interrupción	de	los	ruidos	de	los	escasos	vehículos	que	venían	o	se	dirigían
a	Camagüey,	capital	de	la	provincia.
	
				Una	vez	llegados	a	la	avenida	Presidencial,	principal	calle	de	la	ciudad,	
doblaron	hacia	el	sur,	y	un	kilómetro	después	abandonaron	las	últimas	casas	
del	pueblo.	A	partir	de	allí	la	calle	ya	no	se	llamaría	“Presidencial”,	 sino	 la
“Carretera	de	la	Playa”,	de	“La	Arrocera”	o	como	más	se	le	conocía,	la	del
“Cementerio”	 que	 se	 hallaba	 aproximadamente	 tres	 kilómetros	 más	 allá.
Entonces	ella	le	preguntó:
	
				─¿No	te	da	miedo	seguir?,	vivo	detrás	del	cementerio.
	
				Fue	entonces,	por	primera	vez,	que	Juan	sintió	miedo,	no	de	llegar	hasta	
donde	vivía	la	joven,	sino	de	regresar	solo	por	los	caminos	oscuros	detrás	de	
los	húmedos	muros	del	cementerio,	y	después,	por	la	carretera	desierta,	sin	un	
alma	viviente	que	se	sintiese	durante	su	regreso.	No	obstante,	hizo	lo	
imposible	por	evitarlo	acudiendo	a	otros	pensamientos	y	que	mejores	que	los	
que	había	vivido	esa	noche	en	la	fiesta.
	
				Una	vez	llegados	a	la	entrada	del	cementerio	siguieron	por	detrás	de	los	
muros	y	al	llegar	a	una	tupida	y	oscura	arboleda	ella	lo	detuvo,	─	vivo	ahí,	en	
la	casa	que	está	justo	en	el	medio	de	la	arboleda,	no	debes	seguir,	a	mi	padre	
no	le	gustaría	que	vuelva	a	estas	horas	con	un	extraño.
	
				Él	no	dijo	nada,	era	razonable,	rodeó,	entonces	el	cuello	de	la	joven	con	sus	
manos	y	la	besó	locamente,	una,	dos	y	más	veces,	hasta	que	ella	lo	apartó	
entre	sollozos	y	pronunció	estás	 palabras:	 ─	 No,	 no,	 no	 te	 enamores	 de	 mí.
Nuestro	amor	es	imposible.
	
				Él	no	supo	que	responder,	solo	atinó	a	darle	su	pañuelo	blanco,	único	que	
poseía	para	que	se	secara	las	lagrimas.	Aquel	pañuelo	que	significaba	mucho	
para	él,	pues	su	madre	se	lo	había	hecho	de	un	trozo	de	sábana	vieja.	
	
				─Volveré	mañana	a	buscar	el	pañuelo.	No	me	condenes	a	no	verte,	─	dijo	
por	último	Juan.
	
				Ella	entonces	se	desprendió	de	él	y	casi	a	la	carrera	penetró	en	la	tupida	
arboleda	repitiendo:	─No,	no,	no	vuelvas	más.
	
				Juan	Sánchez	apresuró	sus	pasos	y	al	doblar	por	la	esquina	del	cementerio	
miró	hacia	dentro	de	forma	inconsciente	y	le	pareció	ver	luces	en	una	tumba	
ubicada	cerca	de	la	entrada.	Sintió	entonces	un	miedo	intenso,	mientras	sus	
piernas	temblaban	y	los	dientes	le	tintineaban	sin	cesar,	por	suerte	pudo	
continuar	andando	cada	vez	con	más	rapidez.
	
				Al	llegar	a	su	casa	ya	su	madre	dormía,	y	al	despertarse	al	día	siguiente	no	
le	comentó	nada	y	se	dirigió	poco	después	del	mediodía	hacia	la	arboleda,	a	
las	afueras	del	cementerio,	para	ver	a	la	joven	de	la	que	no	sabía	siquiera	su	
nombre.
	
				Ya	frente	a	la	arboleda,	encontró	un	estrecho	camino	bordeado	por	árboles	
de	diferentes	frutos,	mangos,	guayabas,	nísperos,	caimitos	y	otros.	Al	final,	en	
el	centro	había	una	amplia	casa	de	toscas	tablas	de	palma	real	con	techo	de	
guano,	como	las	típicas	de	los	campos	cubanos.	Al	tocar	a	la	puerta	no	le	
respondió	nadie.	Por	eso	gritó:
	
				─¿Hay	alguien	aquí?,	-	y	entonces	por	detrás	sintió	la	voz	de	un	hombre	que
le	preguntó:
	
				─¿Qué	se	le	ofrece?
	
				Era	un	hombre	mayor,	de	cuerpo	robusto,	como	de	unos	cuarenta	años	o	
más,	aunque	la	edad	de	la	gente	de	campo	es	difícil	de	determinar,
dependiendo	de	la	intensidad	conque	realicen	las	duras	tareas	cotidianas.
	
				Pese	al	nerviosismo,	normal	en	estos	casos,	Juan	pudo	observar	en	él	unos	
ojos	verdes	semejantes	a	los	de	la	joven	con	la	que	había	estado	bailando	la	
noche	anterior,	por	lo	que	infirió,	algo	asustado	y	temeroso,	que	podía	ser	su	
padre.
	
				─Mire	señor,	con	todo	el	respeto	que	usted	y	su	familia	merecen,	busco	una	
joven	que	conocí	anoche	en	la	fiesta	del	Club	 Social	 y	 que	 creo	 vive	 aquí.
─Explicó	Juan,	algo	temeroso,	midiendo	cada	una	de	sus	palabras	para	parecer
respetuoso,	como	hay	que	ser	con	los	padres	de	las	muchachas	de	campo.
	
				─Óigame,	lamento	decirle	que	usted	está	equivocado,	aquí	no	vive	nadie	
nada	más	que	yo,	─	le	espetó	el	hombre	de	forma	muy	seria.
	
				─Pero	lo	que	le	digo	es	verdad,	anoche	estuvimos	en	la	fiesta	y	yo	la	
acompañé	hasta	aquí.	─	Dijo	Juan.
	
				─Pues	no	joven,	aquí	vivo	solo	yo,	mi	mujer	murió	hará	un	par	de	años	y	mi	
hija,	tristemente	el	año	pasado,	en	un	accidente	a	la	entrada	del	pueblo,	frente	
al	Club	Social,	precisamente.
	
				Al	decir	esto	los	ojos	del	hombre	se	aguaron,	disminuyendo	la	dureza	de	su	
semblante.
	
				Un	escalofrío	corrió	por	el	cuerpo	de	Juan,	que	sólo	atinó	a	preguntarle	que
¿cómo	era	su	hija?
	
				─Sí,	se	la	mostraré,	ya	casi	nadie	me	pregunta	por	ella,	aquí	está	su	última	
foto,	la	que	le	tiraron	en	Camaguey	el	día	en	qué	murió,	pues	cumplía	quince
años	 y	 como	 no	 podíamos	 darnos	 el	 lujo	 de	 dar	 una	 fiesta,	 reunimos	 un
dinerito	para	las	fotos.	─Y	dicho	esto	mandó	a	entrar	a	Juan	a	la	humilde	sala,
con	escasos	muebles,	faltos	de	barniz	y	bastante	deteriorados,	luego	le	mostró,
colgando	en	la	pared,	un	cuadro	con	la	foto	de	una	joven	idéntica	a	la	que
había	estado	bailando	con	él	la	noche	anterior.
Esto	ya	fue	demasiado	para	el	joven	que	se	tambaleó	y	de	no	ser	por	las	
fuertes	manos	del	hombre	hubiese	dado	de	bruces	sobre	el	piso	de	tierra	de	la	
casa.
	
				Luego	de	tomar	un	vaso	de	agua	fresca	y	un	poco	de	café	fuerte,	Juan	se	
recuperó	y	contó	en	parte	su	historia	al	hombre,	que	se	quedó	cabizbajo	y	
triste,	y	sin	dudar	de	sus	palabras	solo	atinó	a	decir:	─Lo	siento.
	
				Pronto	Juan	se	despidió	perplejo	y	en	un	estado	emocional	lamentable.	Al	
irse,	el	campesino	le	pidió	de	favor	un	encargo,	que	le	pusiese	un	ramo	de	
rosas	rojas,	que	recién	había	cortado,	en	la	tumba	de	su	hija	a	la	entrada	del	
cementerio.
	
				El	joven	accedió,		y	al	llegar	a	la	entrada	del	cementerio	se	acercó	a	los	
muros,	pero		no	tuvo	que	preguntar	cuál	era	la	tumba,	pues	sobre	una	cruz	
clavada	en	la	tierra	se	encontraba	el	pañuelo	blanco	que	él	le	había	dejado	a	la	
joven		la	noche	anterior.
	
	
					Una	semana	después	y	aún	sin	recuperarse	del	trauma	sufrido	por	aquel	
extraño	suceso,	Juan	Sánchez	fue	al	Club	Social	para	indagar	sobre	la	joven.	
Grande	fue	su	asombro	al	sentirse	objetó	de	las	miradas	y	las	sonrisas	
maliciosas	de	los	empleados,	hasta	que	molesto,	preguntó	más	que	por	la	
joven	por	qué	lo	miraban	de	esa	manera.	Entonces	uno	de	los	dependientes	le	
dijo	entre	risas:
	
					─Óigame	compadre,	tremenda	nota	debió	tener	usted	el	fin	de	año,	pues	se	
pasó	la	noche	bailando	solo	en	el	medio	del	salón,	de	verdad	que	lo	hizo	de	
maravilla.
	
					El	rostro	de	Juan	se	sonrojó	asustado	y	apenado,	y	apenas	sin	saber	que	
decir	abandonó	el	club	por	donde	nunca	más	se	le	volvió	a	ver.
	
					Unos	días	después,	y	aún	sin	estar	totalmente	recuperado	de	los	extraños	
sucesos	de	los	que	había	sido	protagonista,	tomó	el	ómnibus	de	tarde	con	
destino	a	la	Habana,	capital	del	país.	Al	salir	del	pueblo,	por	el	puente	elevado
que	pasa	por	sobre	el	ferrocarril,	le	pareció	ver	por	la	ventanilla,	recostada	a	la
baranda,	a	la	misma	joven	de	la	fiesta,	con	su	traje	blanco	y	un	ramo	de	flores
en	sus	manos,	semejante	al	que	él	había	dejado	sobre	su	tumba.
III.-Controversia	por	una	guajira
	
1.-	Nostalgia
	
Fue	 en	 una	 época	 nostálgica	 y	 lejana,	 hoy	 olvidada	 en	 la	 memoria,	 en	 los
tiempos	 de	 la	 Cuba	de	antes,	en	los	campos,	cuando	la	hospitalidad		y	la	
bondad	de	los	guajiros	era	proverbial	y	generosa,	superando	todo	lo	
imaginable,	cuando	las	sonrisas	de	las	lindas	campesinas	alegraban	el	paisaje	
natural	y	salvaje	de	los	campos,	cuando	las	flores	nacían	y	florecían	silvestres	
sin	la	atención	ni	el	cuidado	del	hombre,	cuando	el	canto	alegre	y	melodioso	
de	aves	de	mil	colores	conformaban	una	orquesta	sonora	de	alegres	trinos	
alegrando	el	monte	y	los	caminos;	cuando	el	sinsonte:	el	ave	cantora	más	
armoniosa	que	se	ha	visto,	campeaba	a	su	respeto	por	los	patios	y	casas	de	los	
campesinos,	sin	temerle	a	él	ni	a	las	jaulas,	pues	para	qué	necesitaba	el	hombre	
de	campo	encerrarlos	si	tenía	todas	las	aves	a	su	alrededor	comiendo	casi	de	
sus	manos.
	
				Fue	cuando	los	ríos	estaban	llenos	de	peces	y	la	biajaca,	de	rica	y	apetitosa	
carne,	era	la	reina	de	las	aguas	fluviales	compitiendo	con	las	hermosas	truchas	
y	las	jicoteas,	en	un	habitad	silvestre	y	primitivo.
	
				Fue	cuando	las	aguas	de	los	arroyos	corrían	transparentes,	cristalinas	y	
rápidas,	a	saltos	en	los	desniveles,	y	el	agua	de	los	ríos	aunque	más	turbia,	se	
podía	tomar	para	saciar	la	sed	del	viajero.
	
				Fue	cuando	las	lluvias	llegaban	a	tiempo,	en	primavera,	para	hacer	crecer	el	
maíz	recién	sembrado	en	el	mes	de	abril,	y	todos	querían	disfrutar	del	primer	
aguacero	de	mayo	para	que	le	trajera	suerte,	salud,	prosperidad	y	limpiara	y	
expulsara	todos	los	males	del	cuerpo.
	
				Fue	cuando	las	enfermedades	se	curaban	con	hierbas	y	cocimientos,	y	
cuando	se	prestaba	ayuda	al	desvalido,	y	todos	visitaban	y	ayudaban	a	los	
enfermos,	y	se	respetaba	las	palabras	de	los	viejos,	y	todos	estaban	alrededor
de	su	mísero	lecho	hasta	entregarlo	a	la	muerte	en	el	necesario	y	último	viaje	
al	más	allá.
	
				Fue	cuando	la	palabra	de	un	guajiro	valía	más	que	todos	los	documentos	
sellados	por	notarios,	y	cuando	más	que	bodas,	se	sentía	el	galopar	de	un	
caballo	presuroso	con	dos	almas	jóvenes	asustadas	cabalgando	en	la	noche	por	
la	campiña,	hasta	hacer	el	amor	en	un	bohío	solitario	recién	cobijado	en	el	
medio	del	monte	por	la	ayuda	de	los	amigos	de	campo,	y	allí	sellar	entre	
sofocos	un	amor	eterno	para	toda	la	vida:	bajo	palabra	de	honor,	sin	necesidad	
de	Iglesias	ni	actas	notariales.
	
				Fue	cuando	los	nombres	eran	tradicionales	y	se	repetían	de	padres	a	hijos	
por	generaciones.	Pero	sobre	todo,	fue	la	era	de	hombres	fuertes	y	decididos	
que	combatían	por	el	amor	con	las	manos	y	con	las	palabras,	con	sinceridad	y	
en	ocasiones	mediante	décimas	y	controversias	en	épocas	de	fiestas,	en	busca	
de	un	ganador	que	se	llevara				como	premio	el	amor	y	la	sonrisa	de	una	
hermosa	guajira,	la	de	sus	sueños,	y	la	que	defendería	y	acompañaría	por	toda	
la	vida,	hasta	la	muerte.
	
				Fue	en	esa	época	nostálgica,	que	no	volverá	jamás,	donde	ocurrieron	los	
hechos	que	relatamos,	en	que	tres	hombres	lucharon	por	una	mujer	y	donde	la	
suerte	dio	como	vencedor	al	que	menos	se	esperaba.	
	
2.-	La	controversia.
	
Aquella	noche	se	anunciaba	guateque	en	la	colonia	de	Las	Mercedes	y	todas
las	guajiras	del	lugar	se	engalanaban	y	sacaban	al	sol	sus	vestidos	de	domingo,
con	 muchas	 cintas	 y	 lazos,	 para	 evacuar	 el	 posible	 moho	 de	 meses	 de
guardado,	pues	todos	los	días	no	se	daba	una	fiesta	en	el	pequeño	poblado;
pero	en	especial:	Dulce,	una	de	las	jóvenes	que	se	proyectaba	con	más	porte	y
belleza	 en	 la	 zona,	 estrenaba	 vestido	 nuevo	 con	 sus	 diecisiete	 primaveras,
regalo	 de	 su	 padre,	 Don	 Severiano,	 porque	 la	 zafra	 le	 fue	 buena	 y	 la	 caña
Medialuna	no	sufrió	mucho	los	temibles	embates	de	los	roedores,	a	más	que
en	los	dos	años	anteriores	su	hija	no	había	podido	asistir,	ya	que	en	uno	se
encontraba	enferma	con	rubéola,	y	en	otro,	el	viejo	no	quería	que	se	viera	con
un	pretendiente	malandrín	por	el	que	suspiraba	y	que	no	sin	razón,	no	gustaba
a	su	padre.
	
				Por	otra	parte,	había	dos	guajiros	jóvenes	de	buen	comportamiento	y	de	
pico	fácil	para	la	poesía,	que	a	la	vez	eran	primos:	Marcelino	y	Avelino,	que	
Don	Severiano	conocía	muy	bien	pues	constituían	una	de	las	parejas	que	le	
cortaban	la	caña	durante	la	zafra:	uno	era	zurdo	y	el	otro	derecho	y	se	
complementaban	bien	en	el	corte	y	en	el	alza.
	
				Avelino	y	Marcelino,	aunque	primos,	los	dos	estaban	prendados	de	la	linda	
guajirita	hija	del	colono,	que	veían	de	vez	en	vez	cuando	iban	al	mediodía	a	
casa	de	este	a	descansar	un	poco	en	épocas	de	zafra,	y	en	momentos	en	que	el	
sol	abrasador	estaba	en	lo	más	alto	del	cielo.	Ambos	eran	guajiros	de	carácter,
no	mal	parecidos	para	lo	que	había,	y	considerados	magníficos	bardos	o	poetas
de	campo,	sobretodo	en	las	controversias	e	improvisaciones.
	
				En	la	colonia	había	también	otra	persona	que	suspiraba	por	la	guajira:	
Andrés,	el	maestro,	que	llevaba	un	par	de	cursos	en	la	zona	y	que	no	se	
distinguía	ni	en	el	porte	ni	en	la	claridad	y	vigor	de	sus	palabras,	mucho	menos	
en	el	físico,	con	la	espalda	medio	encorvada	que	en	su	delgadez	semejaba	un	
arco	sin	flecha;	por	lo	demás,	su	nariz	era	demasiado	prominente	y	los	labios	
muy	delgados.	Lo	único	para	admirar	en	él	eran	unos	grandes	ojos	verdes,	
pero	por	desgracia	estaba	obligado	a	tenerlos	cubiertos	por	unas	gafas	con	dos	
gruesos	cristales	de	fondo	de	botella	para	poder	ver	bien.	De	sus	suspiros	y	
lamentos	de	amor	nadie	sabía	nada	y	él	se	los	tenía	muy	bien	reservados,	pues	
consideraba	que	por	ninguna	razón	del	mundo	podría	competir	por	la	linda	y	
joven	campesina.
	
				Poco	antes	del	anochecer,	se	acercaron	los	pobladores	al	tosco	salón	de	
baile	que	había	preparado	para	ese	tipo	de	actividad	el	dueño	de	la	bodega,	o	
tienda	comercial,	que	por	supuesto	se	beneficiaría	de	los	gastos	por	el	
consumo	de	bebidas	de	los	guajiros,	que	en	esas	condiciones	saben	empinar	
bien	el	codo.	Algunos	traían	guitarras,	güiros,	laúdes	y	maracas,	y	entre	ellos	
Avelino	y	Severino	que	arribaron	con	sus	guayaberas	blancas	de	hilo	y	en	
caballos	engalanados	de	domingo.
Pronto	los	instrumentos	de	cuerda	comenzaron	a	emitir	sus	agudos	y	
armónicos	sonidos	y	comenzó	la	controversia:	primero	de	dos	viejos	
campesinos,	buenos	poetas	en	sus	tiempos,	que	en	forma	pausada	y	pacifica	
alabaron	las	bellezas	de	las	mujeres	y	el	esplendor	de	los	campos	de	Cuba.	
Después	les	siguieron		otros	dos	jóvenes	que	se	iniciaban	en	las	artes	de	la
	trova	 improvisada,	 que	 no	 tardaron	 en	 cometer	 errores	 en	 la	 composición,
viéndose	obligados	a	acudir	a	frases	incoherentes	para	salir	del	trance,	con	el
consiguiente	abucheo	y	burla	de	los	presentes.
	
				Las	hermosas	guajiras	escoltadas	por	sus	celosos	padres	y	familiares	
estaban	sentadas	en	bancos	o	taburetes,	mientras	que	por	el	centro	desfilaban	
los	poetas	como	en	una	valla	de	gallos.	En	una	esquina,	desapercibido	y	
suspirando	sus	penas,	estaba	el	maestro	Andrés,	desentonando	en	la	fiesta	con	
una	camisa	blanca	y	corbata	de	pajarita.
	
				En	breve	tocó	el	turno	de	Marcelino	y	Avelino	comenzando	el	primero	con	
una	estrofa	de	los	versos	de	Juan	Manuel	Nápoles	y	Fajardo	poeta	insigne	de	
las	letras	cubanas	llamado	el	“Cucalambé”.
	
				─”Por	la	orilla	floreciente	que	baña	el	río	de	Yara
			donde	dulce,	fresca	y	clara	se	desliza	la	corriente	…
			iba	un	guajiro	montado	sobre	su	yegua	trotona”
			pensando	en	una	cubana	que	lo	amara	eternamente.
	
				Indudablemente	había	hecho	alusión	a	su	adorada	Dulce.	Le	correspondía	
ahora	el	turno	a	Avelino	y	todos	estaban	deseosos	por	oír	su	respuesta.
	
				─”Andaba	resplandeciente	en	el	ambiente	exquisito,
				muerto	de	ser	un	mosquito,	las	dulces	flores	buscando”…
				y	al	encontrar	esa	noche	el	rostro	de	una	cubana
				murió	en	su	boca	chupando	dulce	miel	de	la	sabana.
	
				Había	arreglado	unos	versos	de	Gabriel	de	la	Concepción	Valdés	(Plácido),	
aquel	desdichado	poeta	mulato	muerto	un	siglo	atrás	en	la	llamada		
“Conspiración	 de	 la	 escalera”,	 aunque	 nunca	 hubo	 constancia	 de	 su
participación	 y	 de	 si	 aquello	 fue	 en	 verdad	 un	 intento	 de	 rebelión.	 Escogió
estas	estrofas	llenas	de	sensualidad	que	ruborizaron	a	la	joven,	de	esto	se	dio
cuenta	Marcelino	que	respondió,	ya	de	su	propia	inspiración.
	
				─Falsos	poetas	abundan	y	desbordan	nuestros	campos
		sin	pensar	que	en	una	noche	se	descubre	la	verdad
		y	tendrán	que	resignarse	a	vagar	por	los	caminos
		compitiendo	con	los	grillos	con	toda	solemnidad.
	
				A	lo	que	respondió	pronto	Avelino,	apenas	sin	dejar	de	oírse	las	cuerdas	de	
la	guitarra	tocadas	por	los	acompañantes	musicales	en	la	controversia	
	
				─Yo	no	soy	un	mal	poeta,	ni	compito	con	los	grillos,
			sólo	espero	que	mis	notas	inunden	los	corazones
			fervientes	de	las	doncellas,	amables	y	siempre	bellas,
			que	brillan	en	esta	noche	como	si	fueran	estrellas.
	
					Otra	vez	Avelino	había	acertado	y	las	hermosas	guajiras	estallaron	en	risas	
y	aplausos.
	
				─Yo	también	les	sé	cantar	a	las	mujeres	bonitas
			como	to	las	guajiritas	que	llenan	este	lugar,
			y	que	con	su	contonear	cuando	comience	la	fiesta
			nos	darán	una	sorpresa	imposible	de	olvidar.
	
					Ahora	sí	Marcelino	había	cogido	el	rumbo	y	también	recibió	sonrisas	y	
aplausos.	De	ahí	ambos	se	turnaron	en	sus	armoniosos,	pero	cada	vez	más	
ofensivos	cantos
	
				─Yo	recuerdo	una	mañana	cuando	allá	por	el	palmar
			la	dulzura	fui	a	buscar	y	cuando	pude	cantar,
			para	mi	triste	pesar,	se	encontraba	un	abejorro
			que	metí	en	el	chinchorro	para	obligarlo	a	callar.
	
			─Yo	no	soy	un	abejorro	que	molesta	a	los	ladinos,
			sólo	soy	un	ruiseñor	que	canta	por	los	caminos
alegrando	el	despertar	de	las	hermosas	cubanas
			que	salen	de	sus	bohíos	tan	lindas	por	las	mañanas.
	
		─Basta	ya	de	palabrear	con	un	sinsonte	cubano
		que	canta	para	su	hermano	y	le	da	clases	gratuitas
		a	su	primo	sin	talento,	voz,	ritmo	ni	movimiento
		pa	que	tal	vez	algún	día	pueda	sentirse	poeta.
	
─Desde	niño	soy	poeta	y	no	he	acudido	a	mi	primo
		que	ni	por	pariente	estimo	ni	conoce	de	poesía,
		y	berrea	más	que	un	chivo,	cacarea	como	gallina
		y	grita	como	un	cochino	el	día	de	nochebuena.
	
─Óyeme	tu	Marcelino	yo	me	presenté	esta	noche
			a	cantar	lo	melodioso	a	las	lindas	campesinas,
			pero	me	encuentro	a	un	granuja	con	lengua	llena	de	espinas
			que	relincha	como	equino	cuando	le	hincan	la	espuela.
	
─Yo	no	soy	ningún	equino	ni	tengo	que	relinchar,
				tampoco	me	dejo	hincar	la	espuela	de	un	cocodrilo
				que	anda	sucio,	carcomido,	lleno	de	lodos	y	fango
				por	los	arroyos	sin	agua	buscando	presas	podridas.
	
─Yo	no	soy	un	carroñero	y	si	mi	verso	no	basta
			te	cogeré	por	las	astas	de	tus	cuernos	ya	crecidos,
			y	aunque	ande	sin	machete,	no	me	asustan	estos	bretes
			y	por	eso	desafío	a	este	que	se	cree	poeta
			y	no	es	más	que	un	chupatetas.
	
				Al	oír	aquello	Marcelino	soltó	la	guitarra	y	salió	para	fuera	del	local	
gritando:
	
				─Ven	si	eres	hombre…	─	y	numerosas	barbaridades	más,	y	con	la	misma	
rapidez	salió	disparado	Avelino,	que	también	se	la	daba	de	valiente	y	se	
ensalzaron	en	una	lucha	a	trompones,	saliendo	todos	los	guajiros	del	local,	que	
no	querían	intervenir	hasta	que	a	aquellos	dos	se	les	acabara	la	calentura.
Dulce,	mientras	tanto,		se	encontraba	pálida,	nerviosa	y	temblorosa.
	
				─Se	van	a	matar	─	dijo.
	
				Entonces	apareció	oportunamente	Andrés,	el	maestro,	con	sus	espejuelos	de	
tapón	de	botella	y	rozó	dulcemente	su	cabeza,	─cálmese,	cálmese,	no	es	para	
tanto;		el	problema	es	que	estos	guajiros	lo	quieren	solucionar	todo	a	
trompazos,	los	tiempos	cambian.	Mientras,	vea	en	lo	que	terminan	cuando
	dejan	de	cantar	a	lo	más	importante,	su	belleza	y	lo	bonita	que	está	usted	hoy.
	
				Las	palabras	del	maestro,	al	parecer	lograron	un	efecto	calmante	y	relajante	
sobre	la	hermosa	joven,	por	lo	que	aprovechando	la	situación,	el	maestro	
continuó	con	su	discurso.
	
				─Mire,	yo	también	escribo	poemas	aunque	no	me	las	doy	de	poeta,	ni	
fanfarroneo	con			esto,	y	si	usted	me	escucha	le	recitaré	alguno	mientras	lo	de	
afuera	se	apacigua,	pues	la	noche	es	larga	y	hay	mucha	fiesta	por	delante.
	
			─¿Usted	también	compone	poesías?
	
			─Sí,	algo.
	
				Realmente	el	maestro	no	había	compuesto	nada	en	su	vida,	y	aquello	se	le	
había	ocurrido	en	ese	instante,	pero	pensó	con	rapidez,	y	para	salir	del	trance	
se	acordó	del	"Poema	del	Renunciamiento"	de	José	Ángel	Buesa	y	comenzó:
	
					─”Pasarás	por	mi	vida	sin	saber	que	pasaste
				Pasarás	en	silencio	por	mi	amor	y	al	pasar
				Fingiré	una	sonrisa,	como	el	dulce	contraste….”	
	
				─Hay	que	cosa	más	linda	recita	usted,	¿ha	compuesto	alguna	más?
	
				─Sí	como	no.
	
				Y	en	breve,	con	voz	engolada,	le	recitó	a	Hilarión	Cabrisas,	 Amado	 Nervo,
“El	Poema	20”	de	Neruda	y	otros	más,	mientras	se	apaciguaba	la	pelea	en	el
exterior	 y	 con	 las	 guayaberas	 desechas	 y	 manchadas	 de	 sangre,	 ojos
hinchados,	 labios	 partidos	 y	 cubiertos	 de	 fango	 y	 suciedad:	 Avelino	 y
Marcelino	se	vieron	obligados	a	abandonar	el	local	por	caminos	diferentes	y
acompañados	por	parientes	para	que	no	la	armaran	de	nuevo	en	otro	lugar.
	
				A	poco	las	personas	fueron	entrando	de	nuevo	al	local	y	comenzó	la	fiesta	y	
el	baile	del	“Son	Montuno”.	Al	llegar	Eulalia,	la	madre	de	Dulce,	y	Severiano
vieron	a	la	joven	sonriente,	conversando	amigablemente	con	el	maestro	como
si	nada	hubiese	ocurrido,	muy	diferente	a	la	muchacha	que	habían	dejado	al
comenzar	la	pelea.
	
				─Ma	y	Pa,	Andrés	sabe	mucho	de	poesía.
	
			─¡Ah	sí!	─	respondió	el	viejo	campesino.
	
			─Sí,	las	compone	muy	lindas	y	las	recita	de	maravilla,	¿no	quiere	recitarle	
algo	a	mis	padres?	
	
			El	maestro	se	quedó	perplejo,	confundido.
	
			─No,	no,		en	otra	ocasión,	pues	ahora	comienza	la	fiesta,	y	lo	que	deseaba	
era	que	la	niña	estuviera	calmada	y	disfrutara	de	la	noche.
	
				─Pues	muy	bien,	quédese	aquí	con	nosotros	─	dijo	el	viejo	colono	y	mandó	
a	buscar	una	botella	de	ron	de	la	cual	tomaron	a	pico,	sin	vaso,	y	cuando	el	
alcohol	comenzó	a	circular		por	la	sangre,	el	maestro	sacó	a	bailar	a	la	guajira,
ya	que	ningún	otro	lo	hubiera	hecho	por	temor	a	buscarse	una	pelea	posterior
con	los	primos:	Marcelino	y	Avelino.
	
				Dulce	y	Andrés	bailaron	toda	la	noche	y	hubo	momentos	en	que	sus	cuerpos	
se	juntaron		lo	suficiente	para	que	él	acercase	sus	labios	al	oído	de	la	joven,	y	
aunque	ella	lo	rechazó,	lo	hizo	de	buena	gana	y		cuando	pudo,	y	el	baile	lo	
permitió,	la	atrajo	de	nuevo	hacia	sí	uniéndose	el	uno	con	el	otro	de	forma	un	
tanto	descarada	para	la	época	y	el	lugar.	Al	final,	con	el	pretexto	de	tomar	un	
poco	de	aire	fresco,	la	acompañó	fuera	y	sin	que	los	vieran	se	dieron	algunos	
besos	fuertes	y	ardientes.
Al	finalizar	la	fiesta,	el	maestro	acompañó	al	colono	y	su	familia	hasta	su	
casa	y	después	de	despedirse	se	alejó	rápidamente	radiante	de	alegría,	aquel	
había	sido	el	día	más	feliz	de	toda	su	vida.
	
				En	los	siguientes	días,	Andrés,	el	humilde	maestro,	fue	bien	recibido	por	
Don	Severiano	y	Doña	Eulalia,	que	aunque	nunca	pensaron	en	este	como	su	
posible	yerno	dado	sus	escasos	atributos	físicos,	lo	aceptaron	resignados,	ya	
que	su	hija	estaba	contenta	y	embobecida	con	las	poesías	que	le	recitaba	y	que	
según	ella	eran	compuestas	por	él,	que	sin	embargo	había	agotado	a	los	poetas	
de	la	generación	del	27,	del	98	y	del	romanticismo.	No	sabemos	a	ciencia	
cierta	si	aquella	familia	campesina	descubrió	aquel	fraude	poético,		pero	
aunque	así	fuera,	de	todas	formas	lo	hubiesen	tomado	como	pretendiente	de	
Dulce,		porque	era	aceptado	por	esta	de	muy	buena	gana	y	al	menos	no	armaba	
peleas.
	
				Marcelino	y	Avelino	estuvieron	tiempo	sin	hablarse,	pero	un	día	en	la	
guataquea	de	caña	este	ultimo	ayudó	al	primero	a	terminar	un	surco	pues	se	
avecinaba	un	fuerte	aguacero.	Tuvieron	que	mal	guarecerse	juntos	bajo	unas
pencas	de	palma	de	guano	y	entonces	Marcelino	rompió	el	silencio	y	le	dijo	a
su	primo	y	compañero:
	
				─Está	bueno	ya	compay,	nosotros	como	dos	gallos	finos	fajaos	y	viene	un
machorro,	sin	rabo	y	con	pocas	plumas	y	nos	levanta	la	gallina,	somos	unos
tontos.
	
					─	Sí,	tienes	razón	y	te	pido	disculpas.
	
					─	No,	yo	a	ti.
	
				Y	se	separaron	esa	tarde	como	dos	hermanos,	y	a	la	semana	siguiente	en	un	
guateque	en	la	colonia	de	Ortigal,	tensaron	de	nuevo	las	cuerdas	de	la	guitarra	
para	cantarle,	no	a	una	mujer,	sino	a	dos	hermanas	muy	lindas	que	se	llevaban	
pocos	años	y	con	las	que	quedaron	comprometidos	aquella	noche.
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