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La Leyenda de la Dama
del Mediodía
A Iris, por todas las tardes de ausencia
Derechos de autor reservados para Francisco Javier Padilla García
2
I
Un hombre encorvado, velludo y animalesco, atisbó una estela
fulgurante sobre la negrura del cielo, y al intentar enderezarse fue apresado en la
mandíbula de un saurio grande cuya cabeza surgió por entre la maleza. Desde
mucho antes, con insinuaciones fugaces de luciérnagas a las que se pide un
deseo, iba aconteciendo, parsimoniosa, la muerte de las estrellas.
Una tormenta de fósforos en ignición, un preludio de dracónidas,
llegó como un anuncio aciago de los cambios portentosos que estaban a punto
de ocurrir. Ineluctablemente, constelaciones enteras con apellidos zodiacales
habían empezado a palidecer, faltas de gracia, como damas traspasadas por un
mal presagio, y desfallecían deshaciéndose en un resplandor intenso que
dejaba hilachas de incandescencias pedregosas del tamaño de una cereza,
infinitas semillas brillantes dispersándose hacia la inmensidad del cosmos para,
probablemente, originar nuevos ecosistemas, cambiantes y enigmáticos, en los
que se repetirían cataclismos idénticos, con sus mismos retardos en
manifestarse, sus mismas polvaredas astronómicas y su incoherencia con las
reglas del raciocinio. La ciencia manejaba fluidamente el Principio de exclusión
de Pauli, para describir los poderes vencidos durante el colapso de los cuerpos
celestes en su proceso degenerativo, pero la pandemia que devastó el semillero
astral, quedaría catalogada en los manuales eruditos como una contingencia
reacia al entendimiento humano, un desajuste en la sincronía de los engranajes,
con circunferencias dentadas, que rotan sobre un eje incierto y dan movimiento a
la tramoya infinita del universo.
3
Durante aquel tiempo astronómico, los pescadores con más oficio,
acostumbrados al trato natural con las mareas, el cielo y los vientos, se
desorientaban para perderse en la infinitud sin la bitácora estelar. Los
matrimonios pobres y recién avenidos, que necesitaban compartir habitáculos
para liliputienses con toda la parentela política y sanguínea, salían a la
intemperie buscando desfogar su amor carnal en la intimidad de los zaguanes,
en la glorieta, bajo los puentes; tras remansarse en un lecho de repleción bajo
las miradas de las vecinas que habían salido a tender al balcón y de vez en
cuando vociferaban alguna desaprobación o alabanza referida a la longitud y
volumen de los órganos sexuales masculinos recién descubiertos, los amantes
propensos al cliché romántico, entre veredictos dispersos y esporádicos de
"pichilla" o "chulapo", podían señalar tan sólo un vacío lejano, obscuro e
inquietante. La alteración del orden social arrasó el agiotaje de los mercados de
astros sin dueño, donde los trueques se sucedían vertiginosamente y eran
anunciados a gritos por los mercaderes, que recibían moneda autentica a
cambio de extender por esa causa un certificado con validez notarial donde
quedaba acreditada la designación de la parcela recién adscrita, llámela Patricia,
como mi nieta, es por su cumpleaños, sabe usted; completándose el registro con
las coordenadas espaciales y otras cifras y datos administrativos. Incluso los
astrólogos tuvieron que reinventar la estrellería condensada por la que todos los
nacidos en noviembre conocerán una sanación repentina y los auspiciados por
el planeta Venus les restañaran las heridas. Los periódicos del lunes venían con
el horóscopo de Ofiuco tachado con una cruz de San Andrés.
La señora sonrió al hojear la prensa. "¡Qué sola se quedó la luna!",
poetizó, acomodada en la cadencia cotidiana de las primeras horas del día:
4
ladridos de celo en la lejanía, bisbiseos del aire limpio entre los chopos, la
actividad cotidiana de lavanderas, camareros, limpiadoras, mozos, pinches y
cocineros, criadas; cuyo ajetreo apenas transcendía hacia el mundo exterior.
Acababan de servirle un desayuno equilibrado con frutas licuadas, cereales
caramelizados y té de agracejo. Tras un primer sorbo meramente orientativo,
cuya finalidad no era otra que analizar la sensación térmica y el punto de dulzor
de la infusión, oyó llegar, desde el fondo del corredor flanqueado por maceteros
hechos de troncos seccionados longitudinalmente, un tropel mezclando voces
broncas y botas militares, que pasó entre los estragos de la flora carnívora y los
pelargonios opalescentes, rozó la pelambre de los gatos siameses amodorrados
sobre los poyos e irrumpió en el recinto monacal del patio, disputándole el
sosiego a la amapola líquida del surtidor de aguas milagrosas, que rebosaban en
una pila bautismal y caían sobre un rebalse salpicado de hierbas acuáticas
enraizadas en el fondo de la alberca y de nenúfares flotantes cuyas simientes
habían logrado germinar tras varios siglos de letargo. La comensal quedó con el
brazo flexionado, la mirada fija, sujetando la taza humeante cerca de sus labios
entreabiertos, en una actitud expectante, convencida por la experiencia de que el
caudal de acontecimientos diarios donde se desenvolvía jamás le deparaba dos
veces la misma contingencia.
Entraron, con la venia mi señora, dos escoltas como dos bisontes
provocando un ligero temblor sísmico con su mole corporal. Llevaban en
volandas a una persona joven. Tenía los tirabuzones del cabello rubio
embrollados; las cejas adelgazadas por una meticulosa depilación, las pestañas
nutridas y arqueadas mediante rímel, las facciones suaves y los ojos de mujer;
por lo que durante un primer intento era difícil identificar su sexo con certeza.
5
Pataleaba sin convicción, removiendo unas sandalias espartanas y las telas de
un sayo originariamente blanco, y desperdigando un clima propio de carbonilla.
Al voltearlo le mostraron unas incipientes alas de pavipollo que sobresalían en su
espalda. Desde esa perspectiva, le pareció un ángel primerizo, calcado de las
ilustraciones religiosas del catecismo que aún recordaba de la escuela primaria.
“Ha caído por la chimenea del salón principal”, aclaró el más recio de los
escoltas, señalando con el mentón al intruso, que continuaba suspendido ante
un rastro de tizne oleaginoso. Aquella frase reavivó un rescoldo que había sido
cubierto por un sedimento natural de olvidos y le hizo acordarse de Lucrecia, su
madre, la rememoró enunciándole casi a gritos el fundamento de la teoría
económica más conocida e incontrovertible: "El dinero no cae por la chimenea";
pero por primera vez desde aquellos domingos sin ropa nueva, acertó a captar el
desencanto con que Lucrecia pronunciaba su particular visión microeconómica;
así que, aceptando una empatía que le llegaba con varios años de retraso le
replicó mentalmente: "sí madre, y tampoco los ángeles".
Acostumbrada a manejar con antojo la corriente de eventualidades
que el cauce, en ocasiones inverosímil, de la realidad, le iba proponiendo, la
señora se hizo con las riendas de la situación. Modulando una voz maternal,
dulcemente autoritaria, como si hablara a un niño travieso, envolvió al extraño en
un complejo sedal de preguntas y requerimientos amables, pero tuvo que
renunciar a sus métodos diplomáticos pues no logró nada distinto a la
mansedumbre de una respuesta formulada mediante una expresión pura de
inocencia. Así que consideró improcedente perseverar en una indagación sin
porvenir y dispuso, todavía con la paciencia intacta, que hagan el favor de
registrarle hasta debajo de los parpados y ponerlo a remojo, que está dejando
6
todo perdido de pringue. Al verlo alejarse por el corredor, sometido, sucio, con
adminículos postizos, le pareció un pobre hombre, pero más tarde, cuando dejó
de verlo y analizaba el suceso se planteó seriamente si no podría ser un nuncio,
enviado por alguna entidad bíblica para anunciarle un embarazo mesiánico. Se
perdió momentáneamente en un enredo de suposiciones y ocurrencias
disparatadas, que evidenciaban los trastornos de una megalomanía que nunca
llegó a tratar clínicamente. Había perdido el apetito y permaneció ante un
desayuno sin concluir, queriendo dilucidar el siguiente movimiento de un destino
que era como un tablero ajedrezado de incontables escaques formados a su vez
por otros tableros, repetidos hasta el infinito en una lógica cuyo conocimiento
profundo escapaba al magisterio de su poder terrenal.
El proceso de limpieza fue riguroso e incluyó una refriega con
piedra pómez, pues el tizne tenía una consistencia tan pegajosa que se había
adherido como un tatuaje sobre la piel del visitante. De ese modo, apareció con
la cabellera resplandeciente, la sotana impoluta y hasta las alas parecían
crecidas con nuevas plumas; una de las cuales se desprendió y quedó a la deriva
sobre las baldosas bruñidas de la sala de lectura. Una camarera con movimientos
de lince, siguiendo un gesto, la recogió para colocarla, sin seguir ningún criterio
organizativo, dentro de un libro igual a otros muchos que formaban una
biblioteca cuya lectura requeriría cien años de soledad. La dueña estaba en pie,
planificando su agenda semanal y al volverse encontró, entre un halo seráfico,
la hermosura híbrida más menesterosa y diáfana que su corta imaginación de
mujer pragmática pudiera concebir, con una lágrima gruesa, parecida a un
diamante a punto de resbalar hacia su mejilla, y el semblante iluminado por una
pena excesiva para un ser humano. Al verla, intuyo el desamparo que debía
7
causarle su condición de arcángel desterrado, la vergüenza de peregrinar sin
descanso entre dedos que le señalaban allí donde fuese; se acordó de los
escarnios y mofas que una amiga estuvo soportando, por su imagen varonil y
sus dos padres homosexuales que la criaron como si en realidad fueran un
hombre y una mujer; así que cedió a la conmiseración, y en parte también
porque pensó que tendría una mascota original para sorprender a sus visitantes,
e hizo saber a todos que formalmente quedaba bajo su custodia y mandó
hospedarla en régimen de adopción. Esa magnanimidad, en una mujer
aparentemente imposibilitada para la ternura, anteriormente se había presentido
cuando dispuso los cuidados para una cigüeña que por un golpe de viento se
estampó contra las cristaleras de un ventanal y entró rodando al comedor entre
un estropicio de plumas y vidrios; para unos gatos siameses recibidos por
donación, que tenían la costumbre de tomar por asalto su cama durante el alba y
despertarla mordisqueándole el lóbulo de las orejas y para el recién nacido con el
cordón umbilical enroscado al cuello, que había sido encontrado en un
estercolero donde los cerdos estaban a punto de enfangarse, aunque poco
después fue reclamado por los servicios sociales del municipio. La señora, tras
amoldar el futuro inmediato a su voluntad con frases concisas, siguió
interrogando a la criatura con forma celestial, hasta concluir que pertenecía a
una especie asexuada y carente de todo entendimiento, confirmando la
evidencia de que estaba imposibilitada para reaccionar a los estímulos verbales e
interpretar el castellano moderno, por tanto sería imposible establecer una
comunicación eficaz en un tiempo prudente, así que renunció pronto a dilatar un
acto estéril y ordenó dejarla estar a su libre albedrío por la mansión, que había
sido ampliada durante el último otoño a ciento cuatro habitaciones y catorce
8
cuartos de baños romanos, turcos, termales y otros con vaporarios o fangos
volcánicos, tras las reformas en las caballerizas, la cochera y las casetas para los
alanos, el ensanche del patio interior con forma ungular, los lunetos afianzados
en la capilla palatina, el entelar de los asientos aterciopelados en la sala
cinematográfica con aforo para medio centenar de espectadores y la
diversificación de su galería de arte por salas temáticas. También estaba
cumplido el encargo de vitrificar los ascensores exteriores, desde los que podía
otear el océano artificial con su propia playa y su delfín juerguista y la pretina del
bosque abigarrado de alerces y terebintos que envolvía la heredad hasta
convertirse en una quimera para el alcance sensorial.
Desde la concesión del salvoconducto misericordioso, el doncel
silencioso, aparentemente imposibilitado para el manejo del habla, la seguía a
una distancia respetuosa, dentro y fuera de la mansión, mostrando un
comportamiento sumiso más propio de un lazarillo domesticado que de un
emisario celestial. Conforme se fue haciendo familiar ver su figura alada y
misteriosa, aumentaron también los momentos en que solía quedarse embobado,
mirándola con una expresión de ternura, irradiando la misma calma de los
atardeceres tibios en septiembre. Pacientemente conquistó la confianza de su
anfitriona, hasta el extremo de conseguir dormir junto a su cama, acurrucado en
el suelo como un perro cuyos ojos luminosos ahuyentaban el espanto que
producen las leyes físicas con ruidos apenas perceptibles y crujidos turbadores
durante las noches interminables de invierno. Aunque durante el desenlace
inesperado y sorprendente de aquella convivencia habían adquirido una
fosforescencia perversa y daban la impresión de penetrar hasta el envés de los
pensamientos más recónditos. "Lee mi mente", pensó la señora, cuando, por un
9
desajuste en la planificación de tareas entre sus empleadas, se encontró
desasistida y valiéndose únicamente de sus propios recursos para bañarse, en
una tina inmensa sujeta al suelo por bronces que antiguamente fueron
cincelados artesanalmente hasta formar garras de león; entre las burbujas
multicolores de geles medicinales y la bruma onírica del vapor de agua, apareció
sorpresivamente el ente angelical, descalzo y envuelto en su hábito religioso,
para permanecer inmóvil bajo los raudales de luz que descendían desde las
claraboyas, sigiloso e incierto, como un espejismo sobrenatural. La dama se
incorporó movida por un acto reflejo, para mostrar sin malicia su desnudez,
arrastrando arambeles espumeantes y corolas de caléndula con un chapoteo
brusco y tras erguirse empezó a percibir un abultamiento progresivo en la
sotana eclesiástica, una protuberancia bajo la cintura que iba creciendo y
haciéndose amenazante como un arma descomunal. Sólo entonces la señora
enarcó las cejas mientras reclamaba su guardia áulica, y levantando la vestidura
talar que estaba al alcance de su mano exclamó: “No sabía que los ángeles la
tenían de burro”.
El descubrimiento de la actividad eréctil de su paje le hizo pasar por
varios estados anímicos consecutivos, ansiedad, miedo, curiosidad, sorpresa,
excitación y finalmente se sintió desilusionada porque todas las creencias que le
habían inculcado durante la catequesis, las mismas que dieron pábulo a la
certidumbre de la existencia del paraíso, parecían resumirse en aquella infamia
torpemente ejecutada. Tras destaparse el fraude, sus detectives y criminólogos
comenzaron a investigar y tirando del dogal de las confesiones arrancadas
mediante la tortura, determinaron que la epifanía de pelo aurífero no se había
despeñado desde un cirro, quedando descartada la opinión más aceptada en un
10
principio, ni era el guardián de los sueños de la dama, como comentaba la
servidumbre, sino que había surgido mediante artimañas sabiamente urdidas por
un admirador cuya filiación carecía de ancestros divinos, que se quejaba de vivir
atormentado por la saña de un romance platónico. “Soy un absoluto don nadie
que nunca hubiera podido conocerte”, confesó sin ambages, compartiendo la
misma desilusión que su musa, pero por motivos diferentes, porque tantos
esfuerzos y renuncias, tanto artificio para alcanzar una cercanía que finalmente
le dejó una sensación de brevedad en las entrañas. Sus quejas estaban
fundadas. Durante años, mediante las malas artes de la hibridación, se convirtió
en una cobaya sin voluntad propia, hasta que lograron implantarle alas de garza
pesquera; tuvo que privarse del beneficio de los baños solares, para conseguir
una piel albariza y se instiló un colirio irreversible que iluminaba su mirada en la
penumbra. Una triquiñuela quirúrgica sirvió para disimular sus atributos
masculinos; así completó una metamorfosis dolorosa, cuyo propósito temerario
consistía en burlar centinelas, superar murallas, eludir baluartes y bordear fosos
hasta acceder a un palacio de ensueño donde una condesa anhela la eternidad
bajo un firmamento de estrellas acharoladas, hecho con papeles, celofán y
globos traslúcidos, que soltaron en la inmensidad de la noche para espantarle la
aflicción del cielo claro y la luna huérfana.
"Qué hombre más triste", suspiró la dama, al repasar mentalmente
aquel episodio esperpéntico y darse cuenta cómo los deseos mal encauzados
podían pervertir el sentido del decoro y resabiar la voluntad más honesta; con
esa decepción en el ánimo, dirigió un gesto a los subalternos para que
desahuciarán al impostor y le despidió con un consejo de uso común: “Cuídate”;
sobre la palma de la mano sopló un beso envenenado que voló sobre la fragancia
11
de marisco hervido del anochecer hasta la mejilla de su pretendiente, pero le
llegó con una devastación de nudillos óseos e impronta aurífera, convertido en un
puñetazo de boxeador, que instantáneamente le derribó hacia una negrura
donde no existía el ardor ni la tragedia, hasta que Salvio Morales recuperó los
sentidos y se vio a sí mismo transformado en una aberración, que andaba
maltrecha y tambaleándose por los golpes de la mala vida, por un camino
sinuoso cuya prolongación alcanzaba una enorme puesta de sol en el horizonte,
murmurando que qué pena, madre, podrías haber cerrado las piernas antes de
traerme a esta zahúrda donde te muelen a hostias simplemente por ser un
idealista que no pisa con los pies en la tierra.
Otra mañana, durante el desayuno, la señora leyó que ese ángel de
andrómina había irrumpido en una iglesia durante unas exequias, en plena
homilía encajó el cargador a un rifle de asalto con una palmada seca y sin
mediar palabra, cuando los asistentes se volvieron para ver quién entra con
tanta arrogancia, virgen santísima, que ya no respetan ni la casa de dios,
empezó a desperdigar un rosario de munición, cuyo repiqueteo, seco, metálico,
ensordecedor, se duplicaba en la reverberación del templo y terminó
deformándose en un solo traquido caótico que aturdía los sentidos, pero le dejó
suficiente rabia para sanar definitivamente sus devaneos mediante una plegaria
a quemarropa.
¡Pobre diablo enamorado!, musitó la señora, con una sensibilidad
impropia de la psicología femenina ante las tragedias. Tenía los sentimientos
amarrados por un cordel de indolencia y no le llegaba para amar honradamente
pero tampoco para complacerse en la desdicha que, sin proponérselo, causaba
a los pretendientes menos cautelosos; desde que un antiguo novio, Teobaldo
12
Montero, se marchó a pastorear olvidos y correr a la suerte como antes había
hecho con los toros, abandonándola al desconsuelo de saber que los separaba
un malentendido; de manera que la muerte de Salvio Morales apenas alteró su
hábitos matinales. Manteniendo el propósito de conseguir una digestión sin
perturbaciones, desayunaba muy despacio, demorándose en masticar
escrupulosamente cada pequeño bocado, a la vez, hojeaba los titulares en la
prensa y descendía al detalle textual sólo en las noticias más relevantes o
llamativas; se dejaba entretener con los pormenores de una actualidad
abigarrada, efímera, a veces insólita, que apenas transcurre antes de quedar
desfasada en el vértigo de sucesos inexorables que con frecuencia le parecían
inventados para una obra del entretenimiento.
Priscila, una mujer sin fervor hasta el miércoles negro de la
matanza, había entrado por desesperación a la parroquia, alentada por el
propósito de negociar una promesa con el santo, virgen o mártir más resuelto en
terapias de adelgazamiento, pero al ir a santiguarse con los dedos humedecidos
en agua bendita, uno de los proyectiles usados por Salvio Morales para espantar
la cizaña de los amores malogrados, le perforó el cráneo y en ese preciso
instante sus deseos atrasados comenzaron a cumplirse.
13
II
El detritus cósmico generado por lejanas catástrofes siderales -una
polvareda primigenia que al contacto con la mesosfera parecía una lava de soles
pulverizados-, viajó desde una distancia inconmensurable, eludiendo asteroides,
resbalando por la superficie de planetas ignorados, flotando al lado de cometas
hechos por lagos congelados de aguas primigenias, que parecían de fuego desde
lejos e iban dejando una estela brillante de trizas de hielo; siguiendo una
torrentera inextricable, para terminar posándose lentamente sobre la cubierta del
mundo, con la apariencia de una nevada sucia de purpurinas cenicientas pero a
veces refulgentes.
La rareza atmosférica sorprendió a la madrina en el jardín babilónico
de tres microclimas, empezando a sofocarse por los vapores olorosos de la
rosaleda estival, contenida con esfuerzo sobre armazones y parras a punto de
ceder. Le llamaban la madrina porque asistió el bautizo de todos los hijos y
nietos y bisnietos de su servicio doméstico, con la misma espontaneidad que le
movía a refugiarse en la mansión, mientras desanudaba una pañoleta e
improvisaba un paraguas alzando las manos sobre su cabeza. Entró con pasos
ligeros en el espacio protegido de la sala de lectura, haciéndose invulnerable a
las inclemencias meteorológicas. Se revisó el peinado: una melena corta
trenzada en dos partes y recogida hacia dentro, como dos manos de múltiples
dedos entrelazados, y un flequillo juvenil que le cubría la frente. Y sólo después,
quedó pensativa, conmovida repentinamente por una honda sensación de
desamparo frente a las veleidades del destino, contemplando a través de la
14
cristalera aquel atardecer con arreboles apocalípticos.
Andando por su biblioteca interminable con la parsimonia de una
bisabuela, escogió, según los impulsos del capricho, un tomo con tapas de
duramen y esquinas reforzadas por bordes cobrizos de latón. En incursiones
como aquella, podía tropezar en las añagazas de la nostalgia, descubrir entre
las páginas aleatorias retratos de antiguos pretendientes repeinados, pétalos
desecados que una vez perfumaron la fugacidad de los placeres infieles sobre
Lucila, alas momificadas de mariposas gigantes, sellos triangulares desdentados
con primores del libertador Felipe I, billetes de curso legal durante los tiempos en
que Adalberto huía de los cristales del arco iris. Hojeando un volumen entre la
obra inconclusa de Apodoloro el Gramático, encontró un plumón aplanado de
ave blanca, cuya consistencia hacía que se desmigajara al intentar despegarlo
del prolegómeno de letras itálicas.
Según los memorialistas menos especulativos, la dama ilustrada
había superado los rigores de la longevidad centenaria con el privilegio de poseer
la apariencia de una muchacha en flor por causas biológicas. Otros más audaces
aseguraban que logró cerrar un trato ventajoso con el demonio, mediante la
convicción irresistible que confería una riqueza personal tan magnífica. Así que
parecía una colegiala, por los frunces en su falda de internado y la mano púdica
sujetando un ejemplar añoso, frotando sus dedos índice y pulgar entre sí para
eliminar los restos de una pluma decrépita, y haciendo creer que cumplía una
edad sin precisar entre diecisiete y veintidós advientos.
Durante el progreso anómalo de su juventud, que seguía un orden
inverso al establecido para la biología humana, los cronistas, historiadores, y
editoriales la presentaron con un sobrenombre, que a pesar de su artificiosidad,
15
tenía un trasfondo que lo justificaba plenamente, originado en el clima
sofocante de los autobuses que cubrían la línea regular entre San Fernando y
Chiclana, donde un cantaor gitano se ganaba la vida entonando coplas y
prodigando versos de arte mayor:
"Regresa encaramada al estío, mujer voluble
a esta tierra sufrida y noble,
hermosea tu boda entre payos y calés
quimera fugitiva en los albores,
tu dulzura desadormece la luz,
capricho del mediodía andaluz,
ungida por la gracia de un espíritu embrujador,
siempre dama serás, virgen preñada de amor."
En esos días, la mujer, aún sin sobrenombre, recorría una ruta
gastronómica por España. Llegó al sur. Se abandonó al torbellino de una
juerga flamenca, entrando y saliendo de casetas bulliciosas, aspirando el clima
ardiente de un verano prematuro, cortejada mediante arrumacos y lisonjas por un
novillero a punto de recibir la alternativa; encontró gentes amables, de trato fácil,
generosas. Se movía bajo los latidos de un sol poderoso cuya calidez llegaba sin
esfuerzo a su alma como los vinos amontillados a las copas. Vio animales
hermosos, épicos, perfectos, en el desfile del Paseo de Caballistas y Enganches,
caballos jerezanos con movimientos majestuosos. Bailó sevillanas, entre mujeres
que llevaban trajes folclóricos de lunares rojo bandera y vuelos de faralá sinuosa.
En las barracas servían frituras de pescado y gazpachos, tortilla de patatas y
pimientos fritos. Faltaba poco para ver torear a Manuel Díaz y Finito de
Córdoba. Durante esa fiesta grande, el ambiente había logrado flecharla, con
16
caricias templadas y besos como claveles, la enceló con un olor espeso y
complicado, cuyos matices cambiaban constantemente al caminar, pues era el
resultado de una combinación formada por fragancias que iban añadiéndose a
otra esencial y huidiza; así que, entre la agitación popular, súbitamente se sintió
viva, intensa, radiante, alterada por un sentimiento confuso que mezclaba
felicidad y desasosiego, e iba derritiendo sus reparos como una llama hace con
la cera; quería reír pero también quería llorar, tembló brevemente, le estorbaba
su propio cuerpo, la carne, el efluvio imperceptible desde su piel, la reacción
levemente humectante en su oscuridad vaginal. Perdió por momentos la
certidumbre de ser inmune a la melancolía y se encontró a sí misma extraviada,
frágil, vulnerable a las inclemencias de su condición humana; primero creyó que
estaba ligeramente embriagada, por tantos aperitivos con caldos tintos, rosados,
blancos, que servían acompañados de jamón serrano y queso curado, pero
enseguida comprendió que acababa de claudicar a la vehemencia de un
enamoramiento inesperado. De manera que buscó la parroquia más cercana,
tirando del brazo del novillero. En la sacristía encontró a don Críspulo, un cura
con melena, ropa de cuero, botas camperas y un guitarra eléctrica colgada del
hombro, que daba las misas dominicales al aire libre, mediante conciertos de
rock duro. "Es una opción para atraer a las nuevas generaciones", le
argumentaba al obispo cada vez que intentaba reconducirlo a la liturgia
convencional. Al verlo, ni siquiera reparo en la quincalla de chapas que llevaba
prendidas en la cazadora, con frases que ensalzaban el amor y la paz, y sólo le
dijo: "Padre, quiero casarme ahora con el mediodía". Don Críspulo, por sus ideas
extravagantes y su absoluta falta de convencionalismo, le respondió: "Veré lo que
puedo hacer, quilla".
17
No hay constancia de que llegara a formalizar la unión mediante un
protocolo religioso, pero desde aquel viaje quedó enredada entre los cendales de
una querencia inmutable y aunque admiró otras tierras profundas, con sus
habitantes cálidos y sus costumbres insólitas, únicamente permitió amar, como
una mujer a un hombre, el mediodía ardiente de Andalucía.
Así que, intentando enfatizar su aura de personaje fantástico, o
quizá por motivos más prosaicos basados en estrategias comerciales, aquella
mujer, a veces juerguista y mundana, quedó relacionada con la dama del
mediodía. En el ambiente familiar, habitualmente no le llamaron Beatriz, porque
el uso reiterado de Dulce había terminado desplazando su nombre de pila,
desde que, recién afianzada su capacidad ambulatoria pero todavía con
dificultades para controlar sus micciones nocturnas, en un descuido de Lucrecia,
su madre, durante el receso de la siesta se levantó sigilosamente y avanzó en la
penumbra. Nadie percibió a la muñeca descalza que había logrado llegar hasta la
despensa, balanceando su abultado pañal, y alcanzar el anaquel donde se
alineaban unos enormes tarros de cristal tapados con trozos de una tela que,
antes de caer en desuso, cubría con sus cuadros rojos y blancos la mesa
durante los almuerzos. Ninguno de aquellos panales cristalinos resistió el
entusiasmo asolador de una diminutas manos blancas que extraían su miel para
lanzarla al aire, exprimirla, llenarle la boca de dulzor, se agitaban para embarrar
el mundo circundante, en un saqueo explosivo, finalizado abruptamente cuando
la pequeña depredadora quedó bajo un chorro ambarino de esencias libadas en
las flores, que caía desde los panales. Confundida y restregándose los ojos,
salió desde la fresquera y llegó hasta el patio trasero, dejando tras de sí un goteo
de melaza. Cuando Lucrecia dio la voz de alarma y empezaron a buscarla,
18
Desiderio, su esposo, un hombre poco dado a la expresión verbal, la cogió del
brazo para sugerirle seguir un rastro de migas que se perdía en el huerto de
limoneros. Allí la vieron asomarse por detrás de una higuera añosa donde se
había acurrucado, pringosa y refulgente, sitiada por una horda de hormigas
soldado a punto de iniciar el asalto final hacia su cuerpo trémulo y azucarado.
Décadas después, demasiadas para contarlas usando los dedos,
revivió el sabor y la consistencia de la melaza, aquella tarde inolvidable había
terminado con empacho. Lucrecia pensó ponerle compresas calientes sobre el
vientre, para intentar aliviarle los retortijones y Desiderio pretendía encontrarle un
sentido premonitorio al suceso abriendo al azar una biblia. El atracón le dejó
incapacitada durante el resto de su dilatada existencia para ver, oler o
meramente evocar la miel sin sentir un calambre en las tripas. Así que tuvo que
hacer un esfuerzo para timonear sus pensamientos y encajarse en el presente.
Precisamente entonces se percató de lo grande que era la sala donde
transcurrían sus pasos erráticos y del teléfono que empezaba a esparcir una
melodía antigua de pianos bucólicos: Liszt. La tecnología moderna aplicada a los
teléfonos había traído la facilidad de conocer por adelantado una parte del futuro,
mediante el recurso simple de asociar un acorde diferente a cada llamante, de
manera que antes de alcanzar el artilugio musical pudo reconocer a Blesila.
Las generaciones se suceden imbricándose como las estaciones
anuales. La nieta de su difunta amiga Blesila, había heredado el carácter
turbulento y las ambiciones desmesuradas de la abuela, también el nombre.
- ¡Qué tormenta más surrealista! ¿Verdad? Tenía la voz aniñada por la
excitación.
- Sí, es verdad, es como aquella erupción de un volcán en Java. Lucila y yo
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tuvimos que correr hasta las embarcaciones del puerto, nos asustamos mucho
porque llovía tierra caliente y el ambiente era sobrecogedor.
- Dijeron en el telediario que los flashes de anoche son supernovas. Creo que
se quedan sin hidrógeno o algo así y explotan. Es un fenómeno tan infrecuente
como el paso de un cometa…
- Entonces ayer se adelantaron todas, dijo la señora acomodándose el cabello
teñido con un color de mieles oscuras.
- Ese montón de cenizas cayendo del cielo…nadie se lo explica, lo único que
han dicho es que no son tóxicas.
- Esperemos que amaine pronto, aconsejó, dando a entender a Blesila que la
paciencia vale como recurso contra la adversidad.
Se despidieron, quedando para el jueves a la hora habitual, como
siempre desde varios años antes, con la única pretensión de estar juntas y
charlar y dejarse mover por el torrente incesante de lo cotidiano.
Una polifonía de Schubert identificaba a otra amiga, la última
descendiente que heredó la simplicidad de carácter, los rasgos nórdicos y la
rémora de la mala suerte de una madre que también había recibido esos
atributos genéticamente desde un familiar anterior. Las tres mujeres tenían el
mismo nombre: Niceta. Apenas podía reprimir el nerviosismo, farfulló: "¿Viste la
que está cayendo?". Sí, cómo no verlo. "Da miedo, es como el fin del mundo",
volvió a farfullar, mientras la voz se le deformaba por las interferencias
electromagnéticas y parecía llegar desde otra dimensión. La dama contrarrestó
la excesiva carga dramática de Niceta: “Será que dios mandó deshollinar los
cielos”, pero después tuvo un destello nihilista y se preguntó seriamente si
podría existir algo mínimamente coherente tras el berenjenal sin pies ni cabeza
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en el que se perdía la vida. La conversación fue escueta, sin otra finalidad que
satisfacer la necesidad diaria de comunicación que las vinculaba en una relación
de afectividad mutua; terminaron con un intercambio de besos onomatopéyicos,
refrendando su reunión del sábado a la hora del café, como antiguamente hizo
con la madre de Niceta, y en un tiempo todavía más remoto, con la mujer
homónima que de niña le acompañaba a la catequesis.
El humor sombrío del atardecer empezaba a filtrarse desde el
pórtico, por las rendijas imperceptibles, como una gelatina que resbala hacia el
ánimo y lo inquieta. Desconectó el auricular con la orden expresa de que no
estoy para nadie, repito, no estoy para nadie. Se contradijo al momento y revocó
la orden incontrovertible. “Cada vez me parezco más a los electoralistas”, pensó,
siguiendo la costumbre nacional de quejarse con frecuencia de los males propios,
y atribuirlos a la irresponsabilidad de la clase política o funcionarial.
La lluvia de polvo estelar tapizaba las góndolas de las campánulas y
entorpecía el vuelo de las libélulas. Encajó sin esfuerzo el ejemplar en el único
hueco del anaquel y se detuvo frente a un retrato, cuyo marco con maderas
enroscadas parecía un mechón largo y oscuro de cabello mitológico. Examinó,
en una inflexión del devenir de los tiempos, a una bailarina de ballet bajo los
álveos estriados de la acuarela, eran como arroyos que recorrían la postura de
brazos alzados tras la cabeza apoteósica, recibiendo las alevillas volanderas de
la ovación final y que terminaban ramificándose hasta afluir sobre la pierna
derecha doblegada a ras de suelo y el alerón izquierdo equilibrando la estampa
de arco triunfante al concluir una danza gloriosa. Era su amiga Priscila,
enfundada en una malla que ceñía las ondulaciones de los aros de tocino sobre
el tutú, deliberadamente omitidas junto con el edema que le hinchaba los pies y
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empezaba a descoser las zapatillas de punteras cuadradas. Al rozar levemente
con la yema de los dedos la composición de colores mates, produjo un
encantamiento que dejó salir desde los mechones entallados una risa
estruendosa y revivir el momento en que la gracia delicada con posares
femeninos solicitaba un descanso, pues empiezan a dolerme las corvas, le oyó
quejarse cuando alzaba un pincel embadurnado de una mixtura rosa e intentaba
recrear el halo de unas candilejas que mucho después parecían aluzar los
recuerdos.
La nuca seguía doliéndole; con una frecuencia intermitente padecía
una especie de garrotazo, a pesar de haber duplicado la posología analgésica
que hubiera servido para calmar a una yegua. Despedazó sobre la tabla una
telaraña invisible en la distancia, con un pañuelo desechable, y después no pudo
evitar un remordimiento pueril, al pensar que tal vez acababa de sentenciar a un
hombre, alguien que se distraería intentando espantar una mariposa blanca que
se le posaría en la frente mientras conducía un coche excesivamente veloz, pues
con ese gesto sencillo había borrado, en una hogar de sedas radiales, las
previsiones alimenticias solucionadas laboriosamente por un insecto que no
podría alimentar a una prole a punto de eclosionar, perdiéndose para siempre la
esperanza de vida del depredador que un domingo de septiembre atraparía una
mariposa blanca, la misma usada por el destino para provocar la muerte de un
conductor desprevenido. Miraba el rostro de Priscila, su amiga gorda y triste,
pero en un plano más espiritual tiraba del ñandutí de acontecimientos que se
deshilachaban, rotos, vueltos a juntar por los nudos de la suerte, enredados o
dispersos en la superficie farragosa de la memoria, y en su reverso también, en
el ajetreo subterráneo de los termitas voraces con las tablas agrietadas y el tamo
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en las escarpias ocultas y la herrumbre devorando los hierros de celosías que
nadie podía saber a ciencia cierta cuándo se abrieron por última vez.
Su amiga Blesila, antes de cumplir veinticinco años, había
contraído el vicio de imponer su opinión a los demás en todas las cuestiones
de dominio público, discutidas en los mentideros, resolviendo qué debían hacer
los gobernantes para arreglar la crisis económica o planteando los
razonamientos éticos que justificaban los abortos adolescentes sin anuencia
paterna; ese triunfalismo con que zanjaba cualquier controversia dialéctica, se le
había ido consolidando en el temperamento desde que acabó su formación
universitaria y tuvo que bregar ante los tribunales populares durante los juicios
orales, para hacerles entender la petición de inocencia que reclamo ante este
distinguido jurado, para mi cliente, el acusado Don Caspio Villegas, presunto
asesino de la ahora fallecida, Doña Engracia Mazón, qué dios tenga en su santa
gloria, porque aquel jueves fatídico los efectos turbadores del coñac le
convirtieron en una marioneta sin intencionalidad, premeditación, ensañamiento
o alevosía, al ejecutar doce veces consecutivas un apuñalamiento, con el mismo
cuchillo que suele utilizar por las mañanas para descuartizar corderos en la
carnicería; ustedes posiblemente sean artesanos, panaderos, mecánicos,
arquitectos; gente de bien elegida por sorteo para decidir un veredicto,
plenamente responsables de una tarea en la que los magistrados profesionales
quedan relegados a la mera dispensa de auxilio, son por tanto jueces con poder
decisorio, pero como hombres y mujeres que desempeñan un oficio y aman su
trabajo, ¿creen factible que alguien se sirva de las mismas herramientas que le
dan de comer para consumar un delito tan atroz?. Blesila desplegó su estrategia
persuasiva y absolvieron a Don Caspio Villegas de unos hechos incardinados en
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el concepto jurídico de asesinato, aunque no consiguió librarle de otra condena
más blanda por homicidio. Era una mujer impetuosa, que parecía movida por
corrientes eléctricas bajo sus trajes de ejecutiva y su pelo excesivamente corto,
como si el tiempo no le alcanzara para colmar su curiosidad innata y su avidez de
conocimientos, que apaciguó en parte reteniendo mementos de jurisprudencia y
doctrina consolidada en todas las ramas del derecho. Entre el buen
aprovechamiento que hizo del estudio y el solivianto por los misérrimos pagos del
turno de oficio concedido a la justicia de los pobres y la despiadada competencia
profesional, por la que apenas captaba clientela, se inscribió en unas pruebas
selectivas y obtuvo la mejor nota entre las tres mejores notas históricas de las
oposiciones para abogados estatales, aunque, como efecto colateral, esa
erudición le acrecentaría la soberbia intelectual y le confirió una irritante
velocidad a su modo habitual de expresarse
Durante la tertulia del martes, entre amigas cuyo roce había
hecho estañar trabazones afectuosas, más duraderas, resistentes a la
mezquindad e inmunes al deterioro que las establecidos por cada una de las
mujeres con sus maridos, novios o amantes, la señora se puso en pie y solicitó
un momento de atención por favor, niñas, quiero enseñaros algo, he conseguido
expresarme con naturalidad. Mostró una tela mediana, dispuesta con una
proporción exacta entre los bordes de un marco provisional, que fue cambiado
por otro más vistoso de maderas trenzadas días antes de colgar el cuadro. Por
su peculiar impaciencia a la hora de enseñar sus pinturas casi lo arrebata entre
los guantes sin mácula de un mozo cuyo cuerpo parecía esculpido a cincel.
Entró a la sala como un robot, desnudo en el atavío de la pajarita y el delantal
exiguo, anunciando la nueva obra: "Bailarina sobre fondo rosa". Provocó tal
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revuelo que la anfitriona tuvo que esforzar la voz varias veces hasta conseguir
apaciguar el ambiente tribal que se había extendido entre las mujeres: silbaban,
reían a carcajadas, improvisaban piropos y propuestas obscenas, con bailoteos y
chillidos guturales, que dejaron afónica a Niceta. "Chicas, luego vendrá Simón
para daros caña", repetía. Sólo cuando se calmaron y la reunión transcurría con
su ritmo ordinario, levantó el cuadro, con una actitud candorosa pero a la vez
altiva, en una contradicción producida entre su mirada y su gesto facial, y
estirando los brazos ante sus invitadas lo guió por el aire en un movimiento
oscilante, deliberadamente lentificado para que pudieran apreciar la grandeza de
su talento, parecía decir: "Admiradme, soy excepcional". Era una vanidad
común en los artistas al divulgar sus creaciones o de las madres primerizas
cuando permiten ver a su extraordinario bebé, y que en la señora únicamente
afloraba en el ámbito doméstico, con sus amigas, porque mantuvo durante años
la costumbre de rematar sus bocetos, tras someterlos a tantos
perfeccionamientos, retoques, ampliaciones y borrados que nunca reflejaban la
idea inicial, y sólo después exhibirlos públicamente durante aquellas veladas
informales, sin otra pretensión que escuchar las valoraciones de sus invitadas,
que en esos momentos casi no podían reprimir la excitación de ver nuevamente a
Simón, el guapo. Así que, por esa expectativa, la corriente de críticas
espontáneas se condensó en un "me gusta, es muy bonito". Blesila, erudita en
leyes y mujer de mundo, se contuvo haciendo una pausa premeditada y, como si
fuera una apreciación tan evidente y simple que ridiculizaba la inteligencia del
resto de tertulianas, pronunció su parecer, seria, transcendental,
compadeciéndose de la torpeza ajena: “Es una alegoría sobre la sociedad
burguesa y su mediocridad”. Niceta, aunque espabilada para resolver
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cuestiones prácticas, no había rebasado el último curso de la educación
primaria, y se quedó pensando qué podría significar la palabra alegoría. La
pintora, para azuzar la intriga sobre el mensaje del cuadro, agitó una campanilla
y se entretuvo en pedir moscatel y galletas de la suerte, cuyo interior podía
ocultar un diamante o una pepita de oro; se dejó caer en un asiento de felpa
escarlata, cuyo espaldar formaba una ese, y esperó la atención de todas sus
amigas, con una sonrisa triunfante, la misma que mostraría si poseyera una
verdad absoluta y universal. Recién, usando palabras llanas, comenzó a insuflar
un soplo de romanticismo a Priscila, la que existió antes que las aspiraciones se
atoraran en la desilusión, fúlgida diva, rutilante, la del cuerpo flexible y ligero que
parecía gravitar desafiando las leyes telúricas. Tenía el carácter templado por
una disciplina casi castrense, mantenida desde la pubertad; en muchas
sesiones de espontaneidad natural y técnica forzosa había rozado una perfección
que le llevaría a la compañía nacional de danza. Pude verla en la barahúnda de
unos ensayos generales, durante los preparativos de una ceremonia para
agasajar la visita de un Papa cristiano. Desde el anfiteatro contemplé a todos los
partiquinos y danzarines dando trompicones por los nervios, pero Priscila, la
bailadora principal, seguía imperturbable, inventando paraísos perdidos en el
aire, proponiendo figuras fugaces con los gestos de una metáfora perfectamente
armonizada en las sugerencias de los astrágalos entre las manos expresivas y
los basamentos de las piernas elevándose sobre las hiedras sinfónicas de una
lírica en la que giraba, para fabricar cornisamentos con frisos de acanto y
capiteles coronados con volutas y obeliscos con mosaicos quiméricos, que
finalmente se desmoronaron ante el leve aleteo de ese hado burlón que preña
de fatalidad las esperanzas y balda esfuerzos y consigue que una glándula
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tiroides se vuelva cicatera en una mujer. De manera que un desbarajuste
hormonal desencadenó la obesidad patológica de una espiga que se fue
convirtiendo en tronco y después en una musa oronda con dificultades
deambulatorias. Priscila no pudo sorprender al mundo en aquella celebración que
daría la bienvenida al sumo pontífice, dilapidó sus ahorros en dietas milagrosas y
métodos de adelgazamiento carentes de eficacia terapéutica y mucho después,
con el humor atribulado y la economía malparada, tuvo que aceptar un empleo a
tiempo parcial de costurera, para zurcir los mismos atuendos con los que antaño
le entronizaron en la leyenda del hada de los movimientos.
El resto de su vida soportó sin resignación el calvario de llevar
encima una vaina sebosa que le entorpecía los actos más elementales. Mantuvo
intacta la tozudez por recuperar su figura esbelta. Cada día renegaba de aquella
mole, con la que siguió perseverando en sus entrenamientos de danza,
intentando convencer a su amiga pintora que la gracia no está en las carnes
sino en el movimiento.
Un sábado, llegó a la ciudad el circo de Ángel Cristo. En el pase de
las cuatro, un tigre manso, que hacia genuflexiones y acrobacias al restallar un
látigo, recuperó sus instintos atávicos y saltó a las gradas, convertido en un
demonio de cuchillas vertiginosas y quijadas titánicas, entre la desbandada de
una multitud disgregándose en turbas menores al paso del proyectil atigrado, que
reclamó su reino mediante zarpazos acerados y dentelladas raudas. Cuando la
carpa se vació, un arlequín oculto hizo el ademán de iniciar el recuento de
heridos, pero encontró solamente un peluche grande y cansado de orejas
gachas, que no había causado siquiera un rasguño entre la clientela despavorida.
Esa tarde, la danzadora estaba intentando hacer una cabriola clásica y se
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desparramó en el suelo, donde estuvo agonizando como un manatí encallado en
los arrecifes, ahogándose bajo la gravedad aplastante de su propio lastre.
Habíamos acordado que pasaría a recogerla, para conocer las
fantasías trashumantes de los saltimbanquis y la mujer cuya dentadura
cercenaba los hierros. Así que pulsé el timbre con dos toques cortos y uno largo,
como seña convenida para identificarnos, pero nadie contestó. Subí hasta el
tercer piso, y pude percibir la fatiga de su respiración y el hilo de lástima que
reclamaba socorro inmediato desde un barrizal que no le dejaba levantarse. Pedí
ayuda, y fue necesario el concurso sincronizado de la fuerza de cuatro hombres
para voltearla. Tenía el rostro congestionado, los labios amoratados. “Solamente
quería bailar”, musitó.
Desde aquel rescate providencial, Priscila demostraría una gratitud
tan pertinaz que llegó a parecer una devoción, gracias por salvarme pero te
quedaste sin ir al circo, le sonreía; no sólo por sacarla de una agonía
previsiblemente fatal, sino también por todas las veces que le escuchó
desperdigar la sarta de sus descreimientos, infundiéndole ánimos para seguir
empujando sus carnes paquidérmicas y los sueños atascados entre las grasas
del desencanto. Aun casada, madre de tres niños y con limitaciones funcionales
para la bipedestación, mantuvo la costumbre de peregrinar hasta la hacienda de
su redentora, cada viernes, ofreciéndole un ramillete de hortensias y una efusión
de besos ligeramente ensalivados. La dueña terminó aquella hermenéutica del
retrato buscando la mirada de Blesila y remató: “Representa la voluntad
inquebrantable”.
La dama se parecía a Priscila en la obstinación por seguir su propio
instinto y a Blesila en la misma incapacidad para soportar los aplazamientos del
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destino. La ventolera de ser pintora fina le llegó prematuramente, incluso antes
que la menarquía. Una vocación excesiva por retener a pinceladas el devenir de
las cosas, tan acuciante que se llegó a pensar que padecía alguna perturbación
nerviosa, conque siempre andaba ensimismada sobre una libreta
descuajaringada, trazando bosquejos nerviosos de todo cuanto fuera perceptible.
Después de una comida dominical, anunció el verdadero motivo de sus
alteraciones: “Voy a ser pintora de cuadros famosos”. Con la voz aún ondulante,
parecía que sus padres, su hermana y hasta la mascota flautista, con la
exhibición de solfeo a medio terminar, se hubiesen solidificado bajo un cemento
de estupefacción; nadie se movía, el mundo se contuvo hasta que dos puños de
trueno golpearon la mesa y una inclemencia marcial increpó: “Tú harás lo que se
te diga”. A continuación su tutor descerrajó una ráfaga de moralina a gritos; los
artistas son gente de mal vivir, bohemios, degenerados que suelen encontrar
una muerte miserable; piensa en Poe, ese borracho, Ernest Hemingway
suicidándose, Van Gogh, Bécquer tísico, Modigliani vicioso, Lorca acribillado a
balazos. En ese momento su padrastro hizo una pausa, dando a entender que
hubiera podido extenderse interminablemente, cuando en realidad no sabía bien
cómo proseguir, pues tenía ese obituario, disponible para la metralla dialéctica,
por un artículo sobre genios malogrados que había leído en la prensa matutina.
Virginia Woolf, Salvador Dalí, Robert Schuman..., tal vez la creatividad sea una
forma de locura –su hermana divagó para sus adentros-, porque los dementes y
los artistas establecen las mismas conexiones extrañas y originales en sus
pensamientos...
Arsenio era un militar de baja graduación, jubilado prematuramente
por una hernia mal curada, que por temperamento ejercía sobre toda la familia
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una dictadura dentro de esa otra dictadura nacional que solamente existía en su
añoranza. El orden jerárquico instaurado en el ámbito doméstico no requería
razonamientos, conformidad o negociaciones para imponerse. Su madre,
Lucrecia, comenzó un llanto callado mientras aferraba un pañuelo con las dos
manos, en una reacción previsible. Tenía una disposición innata para llorar por
cualquier suceso, aunque fuese trivial. Elisenda, su hermana, seguía mirándola
sin meter baza, aunque prudentemente expresó su congratulación guiñándole
dos veces el ojo izquierdo, que en su semiótica pactada significaba felicidades,
pero también un “este ñiquiñaque me pone de los nervios”.
Poco después de aquel domingo de choques generacionales, por la
primavera en que vivía con naturalidad su primera juventud, al volver de la
inauguración del semestre académico, la estudiante con las manos llenas de
pinceles, se quedó atónita contemplando el nuevo diseño de su propia habitación.
Había sido empapelada con unos pliegos satinados que previamente sirvieron a
un conferenciante matemático para explicar sus teorías. Era el castigo taimado a
unos suspensos escolares, pero que fueron justificados por Arsenio con una
confusa argumentación de mediciones pifiadas, rollos de papel floreado
imprevisiblemente cortos y un presupuesto agotado. De manera que despertaba
envuelta por las trepaderas de los logaritmos, en el álgebra del amanecer
newtoniano, entre las conjeturas de Fermat; viendo un fárrago de ecuaciones y
teoremas crípticos y el planteamiento del número pi hasta donde alcanzaba la
incógnita de su alcoba.
El causante de ese embrollo alfanumérico había sido un matemático
itinerante llamado Manuel Rey, quien se entretuvo en armar un modelo
especulativo mezclando nociones pertenecientes a la segunda ley de la
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termodinámica y una formulación inspirada en la teoría del control óptimo que
permite a los ingenieros orbitar satélites. Paradójicamente, el estudio medía la
resistencia a la ruptura de las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres.
Su aridez inicial, escondía cierta retórica, en pasajes plagados de integrales
dispuestas como numerador para la división con raíces cuadradas contenidas
en una derivada, con la que establecía un símil entre la convivencia en pareja y
una cacerola cuyas aguas hirvientes, al retirarla del fuego, se enfriarán
ineluctablemente si no recibe suficientes atenciones en forma de acercamiento a
un foco cálido; como síntesis enunciaba una sola fórmula: la duración del amor
es directamente proporcional al esmero aplicado. Elisenda descubrió por
casualidad la manera de interpretar correctamente la simbología; al tirar de la
esquina sin adherencia de uno entre muchos folios punitivos, dejó visible una
tabla que aclaraba las incógnitas. Pero las abstracciones de Manuel Rey, a pesar
de su impecable razonamiento, fracasaban al descender del nivel especulativo y
aplicarse al mundo real.
Tendría que haber conocido a nuestros padres, aseveró Elisenda,
tomando como muestra la actitud servil de su madre frente a un esposo
habituado a tratarla con aspereza, y a pesar de esos desaires el matrimonio
duró lo suficiente para contrariar las inferencias numerológicas que empapelaban
la alcoba de la pintora.
Lucrecia, desde que, en una ceremonia civil, firmó el acta
matrimonial, había asumido las desatenciones diarias y el temperamento hosco
de Arsenio, su segundo marido, como una carga que debía soportar por su
condición femenina, de la misma naturaleza que la menstruación o el
alumbramiento. Ni siquiera las ofensas a puño cerrado consiguieron resentir el
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candor con que trataba a su macho, le lavaba entre las nalgas para ahorrarle la
afrenta de obligarle a recrearse en el albañal de sus propias incontinencias
fecales en la cama, "mi tormento, tan grandote y aún con el culillo suelto", con
una dedicación encomiable le espolvoreaba talco perfumado, tras secarle y
cambiar las sábanas, y se acercaba a su oído para susurrarle que a dormir,
machote, mañana será otro día si dios quiere, dándole dos cachetes blandos en
los glúteos, como si aquel hombre desabrido y viejo fuera un bebé grande y
poco antes no hubiese propiciado con sus modales furibundos un accidente
domestico al zarandear a Lucrecia, hasta desequilibrarla en una caída contra el
borde de la bañera, comenzó a sangrar a borbotones y se quejó una sola vez,
no por la contundencia del golpe sino por el quebranto en su orgullo; Arsenio,
muerto de miedo, tuvo que llevarla al ambulatorio para que le cegaran la herida
en la frente con varios puntos de sutura.
Durante otra sobremesa propia de los domingos, porque el resto de
la semana Dulce y Elisenda salían corriendo a sus habitaciones antes de
concluir el postre, el hombre sexagenario deshacía el nudo de mariposa en una
cinta violeta que facilitaba el transporte de las bandejas desde la confitería, y
mostrando los avance irreversibles de su perfidia machista, declaró con un
convencimiento pleno de estar poniendo las cosas en su sitio: “Las mujeres sois
inferiores a los hombres, por eso la naturaleza os ha dado menos dientes",
como si hubiera aclarado definitivamente una entropía que abrumara a la familia,
pero era el modo con que la cultura entallece nuevos idearios mientras todavía
se nutre por rizomas inmemoriales que obligan a una mujer a casarse con su
violador o causan una obcecación aristotélica que impidió a Arsenio corroborar
empíricamente su hipótesis odontológica.
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Con esa torpeza de miras y el talante de un militar espartano,
convirtió la tutela de Beatriz en un asedio permanente. Para persuadirla de que
su inclinación por la pintura únicamente le depararía una existencia apurada, se
limpiaba el culo con los lienzos que había logrado confiscarle, de manera que
los refulgentes amaneceres, los claros tulipanes, las desvaídas ninfas, acababan
embarradas de mierda. Desplegó una táctica lenta e implacable para desgastar
la moral de una hijastra que apretaba los labios, encogía los hombros y cerraba
los puños, conteniéndose para no derramar todo el caldo hirviendo de la ira
cocinada a fuego lento en los anafes del rencor, por tantos malos ratos y
berrinches y tantas llantinas sin porvenir en la rebeldía propiciada por
interminables causas que estaban perdidas, incluso antes que pudieran
convertirse en una petición formal: “¿A las once en casa?”, porque le llegaba
desde el otro lado de la casa un bramido de sargento acuartelado: “No quiero
que vuelvas después de las diez”.
Durante los días lectivos, acompañada por Griselda, amiga desde
el parvulario, asistía a las aulas de un liceo público, sin vocación ni interés,
simplemente para acatar los constreñimientos de Arsenio y evitarle a su madre el
apuro de tener que mediar en otro conflicto doméstico. Apenas le dispensaba
atención a los asuntos académicos y permanecía en el pupitre cariacontecida,
oyendo chispazos que no existían en el ambiente porque eran signos de la
energía irresistible que su alma generaba en la pugna por atraerla hacia los
atolones del arte pintado, hacia los trazos de colores y las colinas sinuosas y las
cruces para las golondrinas y la nube verde sobre el palote marrón, acabados en
los bosquejos que con disimulo apoyaba sobre sus rodillas durante las
asignaturas más tediosas.
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Su compañera de estudios, Griselda, había sido concebida a las
bravas durante el arrebato de un padre al que nunca llegó a conocer, Abundio,
quien había sucumbido a la actitud deliberadamente provocativa de María, su
propia cuñada. La pareja, tras la primera falta menstrual, eludió la ignominia
familiar mediante el recurso simple pero efectivo de colocar una faja elástica
alrededor de la barriga cada vez más prominente de María. Parió en el retrete de
un tren que llegaba con retraso a Barcelona y, con ojos vidriosos y un
remordimiento que le martirizaría el resto de su vida, abandonó a la diminuta
Griselda en el lavabo, envuelta en un aderezo de papel higiénico y con una
estampa piadosa de Santa Gema, para que tuviera a bien otorgarle protección
frente al desamparo.
En el liceo, cada curso escolar se inauguraba mediante un protocolo
de cortesía en las aulas, así que cada alumno debía levantarse y contestar
sucintamente a un cuestionario sobre su procedencia, identidad y filiación sólo
cuando fuese señalado por la batuta de doña Consuelo, la maestra. La varita
que marcaba el turno apuntó a Griselda y le obligó a ponerse en pie. Estaba
tensa, la yuxtaposición de sus manos, formando una uve ante la saya plisada,
denotaba una actitud psicológicamente defensiva, pues presintió el amargor
que le depararía el futuro inmediato.
- ¿Cómo se llama tu padre?
- Hugo
- ¿Y tu madre?
- Rafael
- Querrás decir, Rafaela
- No, se llama Rafael, también es un hombre.
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Había conseguido desarrollar una habilidad específica para no
reaccionar desproporcionadamente ante las burlas ajenas, así que permaneció
erguida, impasible, envuelta por una bullanga que mezclaba risas, cuchicheos e
insultos esporádicos cuyo único propósito era infligirle un daño deliberado y
traumático. Doña Consuelo, que tenía una hija miope y envidió la salud ocular, el
color entre azul y verde y la viveza expresiva en la mirada de Griselda, participó
en el oprobio con una actitud pasiva y una sonrisa satisfecha. Dulce le cogió la
mano para transmitirle aliento y en ese momento la alumna volvió a sentarse, sin
mirar a nadie pero pensando: “Ya ajustaremos cuentas, hijos de puta”.
Griselda era una mujer que encerraba una emotividad frágil en un
carácter áspero, como muchos hombres; tenía una constitución robusta y la
suficiente fuerza para zanjar el acoso de dos bachilleres a los que vapuleó y llevó
arrastrando hasta el patio tras una discusión en los lavabos del instituto.
Durante su adolescencia, contuvo su propensión lesbiana, por la
simple acumulación de rencores atrasados, y se distrajo casándose con un
pretendiente masculino y forzando un maridaje imperfecto hasta que conoció a la
bella y frágil Lucila: labios afrutados, ojos de zafiro, suave en los modales, que
se movía en un ámbito propio de frescura. Instantáneamente padeció una
sensación ardiente en las entrañas, que siguió sintiendo cada vez que la
encontraba por un impulso de la casualidad y creía percibir el olor limpio de su
cuerpo claro, para después abandonarse a su ausencia, como un satélite a la
deriva expulsado de la órbita de un planeta mítico.
Un día sin presagios, no pudo sujetar por más tiempo el celo del
animal atormentado que le hacía mirar como un macho a otra mujer y salió del
matrimonio con lo puesto, la tarde que la biblioteca municipal quedaba
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convertida en un cepo llameante por la mala saña de un pirómano que había
originado un incendio en dos focos estratégicos. Entre la humareda encontró a
Lucila, inmóvil, aferrada a un poemario de Gustavo Adolfo Bécquer y con la
decisión quebrada por el pánico. La tomó en volandas y casi a ciegas encontró
una branquia de ventilación por donde escaparon milagrosamente.
Años después, Griselda se abandonó al adormecimiento en la
suite de un hotel embellecido por ornatos cingaleses, con las venas del antebrazo
abiertas por tres tajos perpendiculares, porque no pudo sobreponerse a la
angustia de una infidelidad. Aunque antes había iniciado una parranda
desenfrenada, durante la que dejó inconsciente a puñetazos a un camionero,
cató todas las razas de prostitutas accesibles en los lupanares, vació botellas
de ron y ginebra hasta caer en un paroxismo etílico que no le dejaba sentir una
luxación en la muñeca tras participar en un torneo de pulsos incruentos, y
terminó encontrándose a sí misma en los reflejos infinitos de una alcoba realenga
llena de espejos, goteando adioses a nadie en la resaca de una vida difícil y con
la incertidumbre de no saber si realmente había eludido las llamas aquella tarde
en la biblioteca o, tal vez, el amor es como el fuego y te consume y duele tanto,
Lucila.
Aquellos remates inesperados de la adversidad todavía eran meros
pespuntes en la urdimbre de una bordadura donde los porvenires quedarían
entretejidos y hasta entonces el presente se dejaba hilar con la rebeldía de una
muchacha que pintaba infrutescencias en la clandestinidad, porque Arsenio
había promulgado un decreto por el cual tengo a bien disponer la prohibición
absoluta de toda actividad ejecutada por acción u omisión o por encomienda a
terceros, de la que pudiera obtenerse sin nueva manipulación o sirva como
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materia prima para otras composiciones, cualquier logro susceptible de ser
considerado como una realización estética del talento, y declaro a los artistas
personas no bienvenidas en estos lares. Así que Dulce, último bastión del arte
en una casa donde se publican edictos en cuartillas sujetas al espejo del
recibidor, escondía sus carboncillos bajo el colchón y cruzaba el pasillo para
acceder al cuarto de su hermana menor, Elisenda, en un santuario, desmontado
en segundos, donde veía cómo clavaba con chinchetas carteles para idolatrar a
Xavi, Iniesta, Villa: un ramillete de atletas sincronizados sabiamente en un ansia
incansable por humillar al adversario, tan vehemente que llevó a la selección
nacional de futbol a señorear en el campeonato del mundo. Entre una galería de
ídolos, miró el rostro fiero de Rafael Nadal, un gladiador olímpico del tenis, cuya
fortaleza mental podría pulverizar montañas y solo después intentó animar la
sublevación pidiendo a su hermana la connivencia de posar para un icono de las
clases oprimidas.
En verano, al encenderse las primeras luces callejeras, las
hermanas Villanueva salían al balcón para intercambiar confidencias, golosear
orozuz o refinar la semántica de su lenguaje gesticular. Un tema usual de
conversación era internet. Una red de computadoras cuyos cables se
desgreñaban sobre la bola terrestre, bajo los océanos, descolgándose desde
zepelines, socavando la tierra, tan tupida que desde cualquier lugar se podía
estirar uno de aquellos cordones eléctricos y enchufarlo al ordenador personal.
Había minimizado las distancias geográficas hasta hacerlas triviales y sus
ramificaciones permitían transmitir cualquier información estructurada que fuera
susceptible de traducirse a un dialecto binario o a una disgregación molecular
acompañada de la lógica de sus enlaces químicos. De manera que facilitaba un
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trapicheo profuso de literatura, música, películas, fotografías, frutas de
temporada; que eludía controles gubernativos y fronteras tributarias.
Elisenda le contaba anécdotas relacionadas con internet. Imagina
una pareja mal avenida, que para soportar su convivencia recurre a los flirteos
con personas lejanas, a través de mensajes intercambiados entre computadoras.
Todos los días repiten las mismas discusiones, los mismos portazos, incluso el
plato que lanzan contra los estucados parece siempre el mismo. En esa
acrimonia mutua, acabaron por encapricharse a la vez de sus pertinentes
contactos, que también estaban emparejados, se aborrecían y mintieron
mutuamente para poder reunirse con discreción en el vestíbulo de un hostal. En
la fecha acordada, el hombre con la gardenia en el ojal y la mujer del vestido
azul asistieron al encuentro y repentinamente, asombrados y boquiabiertos,
comprendieron que habían terminado por amartelarse a distancia con el
mismo enemigo insoportable de su coyunda diaria.
En aquella enredadera planetaria, su hermana Elisenda, dotada de
una aptitud singular para desenvolverse con buen tino entre los embrollos
computacionales, inició un noviazgo virtual con un quinto que debía
incorporarse al servicio militar obligatorio en un batallón de Mérida. Estaba
convencida de haber encontrado un amor sincero , entre los cuatro a seis que
estadísticamente aparecen en una vida común, así que mediante una epístola,
en cuyos márgenes dispuso tréboles y huellas labiales de carmín, le permitió
columbrar que anhelaba casarse y tener hijos.
El mozo, por su voluntad indecisa y su torpeza para la composición
lírica, se embrolló durante semanas con una declaración formal para solicitarle
matrimonio. Ensayó: “Amada Elisenda”, releía el avance conseguido y
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nerviosamente lo sepultaba bajo un alud de tachones. Permaneció agitado por
las dificultades del género epistolar, hasta que una corriente de aire le refrescaba
la inspiración y se inclinó para caligrafiar un introito diferente: “Cumbre imposible”.
Hizo una pausa. Se retiró del folio para enfocarlo desde la lejanía. Ponderaba el
posible efecto conquistador sobre su pretendida, vaciló, por momentos le parecía
increíble que la misma luna envuelta en los andrajos de unas nubes viejas,
pudiera estar alumbrando la quietud de su novia distante, y acabó rompiendo
las declaraciones estériles en fragmentos ilegibles y arrojando al viento sus
penas de recluta; pero un giro inesperado las llevó hacia el rostro de un cabo
furriel; agraviado, dio traslado al sargento, que informó a un alférez, quien a su
vez notificó al teniente, así que la indisciplina quedó incluida en el parte que
revisaba el capitán todas las semanas y el testigo regreso por el conducto de la
cadena de mando, convertido en una sanción que le negaba cualquier permiso y
pase de pernocta hasta la jura de bandera, pero que en realidad sirvió a la
malaventura para accionar el gatillo de un subfusil durante la última imaginaria
del recluta. Cayó de espaldas, con la expresión de los enamorados al despedirse
y los ojos abiertos hacia un planeta luminiscente que a esa hora clareaba la tez
de Elisenda. Estaba asomada al anochecer y preguntándose qué habrá sido de
ese soldadito que tanto extraño.
Elisenda entendió la falta de respuesta como una negativa. Arrancó
todos los pósters de su cuarto y los despedazó en un arranque de cólera a la que
siguió una sensación de pérdida irreparable, tan intensa y persistente que
estuvo a punto de ingresar en una congregación de clarisas, siguiendo el
consejo de su compañera Viridiana, pero entre Dulce y Niceta, una amiga del
pueblo, le hicieron desistir y la convencieron que un clavo saca a otro, niña, así
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que nada de quedarse a verlas venir y anda arreglándote que nos vamos de
fiesta. Pusieron tanto empeño en sacarla de su confinamiento que incluso le
vistieron como si fuera una muñeca grande, le atusaron la melena y le acicalaron
la expresión mediante unos toques de colorete y una sugerencia rosada de
carmín. De esa manera empezaron a desclavarse de su alma los recuerdos y
se fueron enroscando los tirafondos que sujetarían los goznes de la esperanza,
cuyas articulaciones permiten que corra el aire y se muevan los avatares de lo
cotidiano, entre los que llegó una atracción súbita hacia un hombre de modales
amables que por la edad hubiera podido ser su padre. Tenía los cabellos
entrecanos y el porte distinguido y una dicción de raigambre argentina que le
embelesó al escucharle contar sus reparos de pedagogo sobre esa manía que
tienen los políticos de hacer cambios experimentales tan impactantes en el
sistema educativo siempre que llegan al poder. Desde el primer abrazo habían
convenido reencontrarse cada viernes, junto al pedestal con la escultura
descabezada de la ninfa pimplea. Aunque en la siguiente cita, el profesor no pudo
completar el paseo hasta la estatua, porque a mitad de camino apenas pudo
discernir el automóvil que frenaba súbitamente y las sombras violentas que con
una fuerza superior a su voluntad le cegaron con una bolsa de oscuridad. Había
sido secuestrado en un relámpago dirigido desde un despacho ministerial,
porque un informe de los servicios de inteligencia le señalaron como ideólogo de
una facción terrorista. Durante un tiempo excesivo para la paciencia, quedó
imposibilitado para comunicar el cambio rocambolesco de su situación personal,
por lo que Elisenda, viendo caer lo que sería hojarasca en el parque, padeció
una nueva decepción, ignorando que, desde su cautiverio, el maestro no podía
rondarla y se desesperaba por salir de aquel otro encierro más tortuoso en que
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se había convertido su enamoramiento tardío. Un atardecer, cuando una
gigantesca bandada de estorninos causó un oscurecimiento súbito y los
recuerdos dolían como cuchilladas, el caballero conservó la compostura
distinguida y el semblante impasible al colocar un taburete bajo sus pies y
colgarse a una agonía con la soga de una sábana retorcida, sujeta por una
alcayata al techo y amarrada en el otro extremo a su cuello, desconcertado por
un pájaro de plumaje iridiscente que se había encaramado al reborde del único
ventano de la celda. Lo vislumbró alzar el vuelo y unirse al eclipse bullicioso.
Con un batir de alas incesante se posaría después sobre los maceteros con
geranios mustios de un alfeizar perdido en la barriada obrera de la ciudad.
Elisenda, consumida en una espera infructuosa, se alisaba la cabellera trigueña
frente al tocador y estiró la vista hasta más allá de los reflejos cambiantes del ave
multicolor en la ventana y suspiró: “Se marchó sin despedirse”.
El tercer pretendiente, traído por el infortunio hasta el pantanal de
los amores malogrados, fue un capataz de obra, fornido, de piel aceitunada y ojos
vegetales, por el que sintió un flechazo vehemente. La suerte de Elisenda
parecía anclada en los mismos agravios y los mismos encuentros irrepetibles del
pasado, pues su amigo, laborando entre el encofrado del esqueleto de una
construcción, abstraído en las expectativas de la siguiente cita, resbaló por un
terraplén hasta chocar con un puntal que le desmoronó encima un andamio mal
atarugado. Sobrevivió milagrosamente en una unidad de cuidados intensivos,
atormentándose por la imposibilidad de transmitir a su cortejada la justificación
de lo que todavía consideraba una falta de puntualidad. Permanecía aferrado a
la supervivencia por respiradores artificiales y cableados que registraban hasta el
ritmo de sus pensamientos y por un fuelle mecánico que le suplantaba el
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corazón, en un estado letárgico. Esporádicamente emergía a la lucidez, sólo
para acordarse, cada vez con más nitidez, de la loba temblorosa que se había
acurrucado en su pecho impregnándole con un aroma puro a tierra tras la lluvia.
En uno de los despertares, se exasperó al verse enredado en una maraña de
cánulas y electrodos y vendas, y arrancó a manotazos aquella parafernalia,
exánime, para lanzarse desde la yacija y fue arrastrando su pesadumbre por el
suelo, convencido de que encontraría una salida, mientras iba dejando un
reguero sangriento y el zumbido del electrocardiograma se metía en su cabeza y
acababa confundiéndose con el silbido de una cafetera en ebullición, que en
esos momentos retiraba Elisenda de los fogones. Había terminado por
resignarse ante aquellas muestras de informalidad e interpretó la ausencia del
albañil como un vilipendio definitivo, aunque la repetición de tantos
desencuentros terminó por inmunizarla contra el hastío.
“Te quedarás para vestir santos”, le auguraba su madre. Era una
verdad a medias. Había puesto una estatuilla de San Valentín en su habitación, y
le tejía ropita y la vestía y desvestía solicitándole el favor de encontrar al amor de
su vida. Al comprobar que no daba resultado colocó a San Judas Tadeo, patrón
de las causas imposibles, con lo que ahora cosía el doble de ropa. Lentamente
su habitación se fue convirtiendo en un santuario de estampillas de vírgenes y
beatos, palmatorias con candelas desiderativas, lamparillas sobre el velador, un
lábaro de cartón con sus peticiones, las cuentas de un rosario mortificante hecho
mediante colmillos de tiburón blanco, ingeniosas manualidades sobre alambres
doblegados hasta modelar la forma de la cruz; incluso, camuflado contra
miradas inquisitivas bajo un sifonier, el santo Don Cipote, adquirido en el
mercado de los desencantos con la creencia de que el tocamiento frecuente de
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su enorme virilidad de madera atraería la fertilidad y por tanto a los futuros padres
de familia numerosa.
Una noche soñó que flotaba en un mar de mercurio, y en lontananza
se aproximaba un guerrero sobre un caballo cuya gualdrapa bordada con piedras
preciosas y borlas doradas refulgía en un horizonte diáfano. Soñó que el adalid
descendió de la montura, sin más atuendo que un taparrabos púdico, y la besó a
bocajarro pero con ternura. Sintió una descarga de minúsculas descargas
eléctricas hirviendo por su columna y un aleteo cálido de pétalos sedosos
disolviéndose en su vientre, que le hicieron abrir los ojos y asirse al tafetán del
colchón, mientras se le arqueaba la espalda y comenzaba la sucesión
extenuante de eclosiones en un punto impreciso bajo su pubis, en las que una
ringlera de crisálidas se deshizo en gotas líquidas formando un aguazal cegado,
que la mataba y al instante le hacía renacer siempre; entre un temblor de tierras
movedizas separó las piernas y no pudo gritar, porque una alfaguara salada salió
a propulsión por entre las grietas de su feminidad inexplorada, atravesó sus
bragas, y le caló el camisón duro recosido con hilaza, dejándola derrengada y
preguntándose de qué color eran los ojos del gladiador mítico que habita en los
humedales de los sueños.
A la mañana siguiente, la acuarelista tuvo que esconder
apresuradamente bajo la camisola un boceto, ante la revista sorpresiva de una
virgulilla hirsuta sobre una boca admonitoria, que las había petrificado con un
quién avisa no es traidor, y que también dejó un tufo enervante a coñac. Tras el
paso del censor, abanicaron la estancia con las hojas de la ventana y sólo
después de renovarse la atmósfera, intentó explicar a su hermana menor que la
experiencia de anoche no había sido una argucia santoral para colocar un
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marbete sobre el candidato idóneo que debería servirle como referencia durante
su singladura casamentera, sino que la contención sexual, cuando se prolonga
en exceso, puede alterar la fisiología y el sosiego de las personas saludables.
Aunque la soñadora siguió empecinada en orientarse por las ráfagas radiantes
de un fanal que alumbraba el rumbo de sus devaneos hacia un galán físicamente
idéntico al de sus fantasías eróticas.
Dulce logró convencerla para que visitaran a una amiga, que con
sus astucias de arúspice y su esoterismo clarividente, les ayudaría a interpretar
la jerigonza equívoca de los sueños.
Secundina, la pitonisa, podía anticiparse a los desarreglos del
porvenir removiendo los posos del café, emparejando las runas o con cualquier
artimaña propia de las prácticas adivinatorias, incluso aseguraba que con sólo
poner la mano en la barriga de una embarazada podía pronosticar el sexo del
neonato. Sus facultades también incluían la mediumnidad, pues la atrofia de su
sentido del oído le permitía escuchar a los espíritus en pena que, según declaró,
se fugaban del purgatorio y le pedían el favor de darles aposento en su casa;
afirmando oírles lamentarse de que estaban deslomados por tantas jornadas
donde nunca ocurría nada distinto a contar gotas para los aguaceros, lijar
centellas, imprimir tinte durante las puestas de sol y amoldar los corpúsculos de
las nevadas; así que Secundina aparentemente hablaba sola todos los días,
pero en el fondo se dedicaba a negociar las condiciones del asilo humanitario que
le solicitaban unos parloteos inaudibles. Empero, aquella prognosis infalible para
cuestiones ajenas de Secundina no le previno de su propia suerte: ingresará en
una secta, perderá el patrimonio y la capacidad de gobernarse a sí misma y
terminará sumida en una devoción servil que le obligará a mantener
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ayuntamiento carnal con niños varones para ofrendar la perversión de una
deidad abominable.
Aquella tarde, entre la bruma de los incensarios y el resplandor
mortecino de una lámpara amortajada con un velo, la sibila, ataviada como si
fuera a ejecutar una danza del vientre, colocó un escorpión en su muslo izquierdo
y entró en trance, al entornar los ojos, bisbiseando al ritmo de los signos
locomotores del alacrán, “Cándida deberá cuidarse del iceberg”, “Obdulia alzará
un cáliz con licores dulces pero ardientes”, "Niceta vive en un oasis ilusorio"; no
pudo concluir porque se le liaron los presagios, distraída por dos espectros
lenguaraces que preguntaban cómo encontrar algún puterío cercano. Un
aguijonazo la despertó de su arrobamiento mientras espoleaba la curiosidad de
las consultantes con un pronóstico lapidario: “Enfermarás soltera”.
Secundina, lazando una bata celeste con que acababa de
cubrirse, despidió a las hermanas desde el rellano, presintiendo el escrutinio
implacable de una vecina a través de la mirilla, quien chismorreaba qué
desvergüenza, se terminó la decencia, sí señor, ¡Paco, si levantaras la cabeza!.
La quiromante, como si atravesara una racha de viento frío, hizo el ademán de
abrazarse y encogió el cuerpo: "A ver si pasa pronto la otoñada", deseó,
refiriéndose al cambio estacional pero también a esa generación de hombres y
mujeres atrasados e incapaces de adaptarse al presente histórico, aunque
solamente dijo: "Cuidaos chicas, nos vemos pronto".
Dulce y Elisenda regresaron a sus tribulaciones, que no sólo
permanecían irresueltas, sino que además se complicaron con las profecías
espontáneas del oráculo animal. La pitonisa les señaló las muescas ocultas en
los anversos de un azar aparentemente imprevisible y arbitrario, desde una
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ronda similar a otras en los avatares de un juego sin reglas ni segundas
oportunidades, pero ese conocimiento precoz no confería también la facultad
para detener o alterar la cadena continua de encartes inexorables, propiciados
por la fatalidad, la ternura o el desamor, en la baraja inmensa de acontecimientos
que asignaría a Obdulia una ingesta de adversidad en estado líquido, a Cándida
un cerro de aguas en estado sólido y a Niceta otorgaba la tranquilidad de asumir
como cierta la fantasía de lo cotidiano, tan resistente como el humo.
Cándida, con su nariz respingona y menuda, sus ojos almendrados
y sus labios con forma acorazonada, además de su aversión a los baños, sus
rutinas de higiene corporal mediante un cepillo exfoliante y su gusto exagerado
por el atún y los mimos, parecía el resultado evolutivo de un espécimen felino.
El aura exótica de Cándida, que producía una atracción física
ineluctable, desconcertaba sobre la verdadera naturaleza espiritual de aquella
mujer. El año que aprendió a leer y escribir, tropezó con la soledad una mañana
que su familia había salido a un oficio de difuntos. Estuvo hojeando un
diccionario grueso, extrañada en una sucesión de hallazgos donde reconocía
vocablos susceptibles de tener varios significados, y terminó preguntándose si
no sería posible inventar un nombre propio para cada objeto; le chocó la
sinonimia, por la que varias entradas designan un trozo idéntico de realidad,
pensando que esas coincidencias fomentaban un despilfarro de tiempo
durante la tesitura de tener que escoger entre pena o tristeza para decir ese algo
que te duele cuando la casa está vacía y añoras la presencia de quienes se
marcharon para siempre. A la hora del almuerzo, seguía deslumbrada por el
descubrimiento del diccionario, esforzándose, entre risas, por imaginar un
contexto adecuado al uso de pernituerto o desporrondingarse.
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Intuyó las infinitas posibilidades que ofrecía aquel compendio del
idioma, cuyo manejo frecuente le desarrolló una facilidad practica para designar
las cosas mediante precisiones léxicas, que en ocasiones apuntaba en un folio,
factótum, céfiro, tachuela; formando un breviario que siempre llevaba encima,
doblado y sujeto con un imperdible al pololo. Otro día empezó a garabatear
impulsivamente en una libreta, primero con trazos ilegibles, después formando
una caligrafía parcialmente coherente y acabó haciendo florituras a una serie de
rimas que, consideradas en su totalidad, caracterizaban una estructura de
sonetos. De esa manera comenzó su vida secreta de poetisa.
Poco después de superar el estallido biológico de la pubertad,
descubrió el cuento literario, durante una feria itinerante de las letras que se
había instalado en las afueras del pueblo, donde los juglares voceaban florilegios
a los curiosos o se celebraban competiciones para medir la rapidez en la
propuesta de anagramas o la localización de una entrada en una enciclopedia.
Envueltos por un aire surrealista, los orfebres mostraban la maestría de entallar
fábulas y parábolas y brevedades rioplatenses en los camafeos de las
gargantillas, antecedían, en la hilera de feriantes, a dos miniaturistas que, con
sus lupas monoculares apresadas mediante un guiño, escudriñaban la
maquinaria intrincada de unos instrumentos similares a relojes, que permiten a
los hombres medir la belleza. Remataba el gremio, un artesano diestro en la
joyería que, inclinado ante su bigornia, se dedicaba a pulir, tras un repetido
martilleo, triadas de alhajas similares a huevos dorados de algún ave mítica, a
las que ninguna persona entre la concurrencia les otorgó un valor utilitario más
allá del esfuerzo estético, hasta que un candil recién encendido iluminaba el
resquebrajamiento repentino de las cáscaras de estaño, se abrían por el instinto
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de unas crías diminutas que se desperezaban contra las fárfaras hasta
romperlas y asomaba al mundo una extirpe nueva de pensamientos.
Cándida, aturdida por aquella fantasía múltiple, zanqueaba entre
los tenderetes, dejándose llevar por el baqueo de su impaciencia hasta que
encontró una barraca que parecía fondeada en una época anterior, de la que
conservaba su olor propio, su penumbra, sus misterios no resueltos. Anunciaba
a Zacarías el profeta, un cuentero estrambótico cuyos evangelios, por razones
inespecíficas, únicamente podían ser entendidos por personas ambidiestras o
con un determinado montante en su economía, que daba noticia de una
hermandad universal entre los hombres y la revelación de los misterios
atemporales de la muerte, el amor y la soledad.
Voceando atrajo a Cándida, acercaos, tened a bien conocer el
origen del universo, os contare cómo un gobernante venusiano, entre bostezos,
mandó reunir a sus consiliarios y les solicitó que tuvieran a bien inventar un
juego, un divertimento; animándoles la listeza para que discurrieran un método
capaz de espantarle el tedio, con el acicate de que el más meritorio podría
desposar a su única prímula. Un erudito concibió la tierra, las bestias y las
plantas; otro ideó la poesía, los enigmas y el agua; el último, imaginó al hombre,
más al verlo solo, añadió a la mujer, preferentemente para la cópula y la
perpetuación mecánica de la especie. He aquí que vengo a redimirte de tu
condición, acepta acompañarme por senderos de esperanza, te ayudaré a
conocer la valía de tu misión, tu cometido en esta tierra, tu mensaje al mundo. No
importa cuántos llegaron antes. No te detengas. Si tienes un anhelo, cada
momento es un paso, cada paso es un logro y cada logro te acerca a ti misma.
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Zacarías pretendía convertirla en su acólita, pero Cándida
malinterpreto la propuesta y entendió que debía comenzar a escribir sin
pretensiones poéticas. Desde ese encuentro, se hizo el propósito de plasmar su
mensaje al mundo en forma prosaica y abandonó sobre un escaño del parque
las resmillas con sus poemarios, que alguien cogió y lanzó a un contenedor de
papeles, para venderlas después a peso en una chatarrería. Se quedaba
enfrascada en la escritura de sus ocurrencias hasta que casi amanecía,
alumbrándose bajo las sábanas con el haz de una linterna para no ser
descubierta por sus padres. Cuando regresó la feria de abril, había terminado un
cuento que le pareció a la novela lo que una fotografía era para las animaciones
cinematográficas, pero no pudo dejárselo leer al maestro Zacarías ni que le
aclarara que ese símil lo había planteado antiguamente el platero de las triadas.
Según la rumorología del lugar, el profeta se había disuelto en el fuego tras
incinerarse en mitad de la calle, para manifestar públicamente el descontento
que le causó el abandono de su esposa.
Cándida, anualmente, estuvo presentando su relato a un certamen
municipal cuyas cláusulas de participación no permitían declararlo desierto, pero
nunca había conseguido la unanimidad del jurado. Hasta la anualidad que, por
costumbre más que por convicción, volvió a presentar la sombría venganza del
avaro cabildante de Cabrales, al que habían mezclado churras con merinas en la
dote de su primogénita, tarda al casamiento por estar separando ovejas;
Cándida en esa tentativa, consiguió ganar el laurel dorado. Intrigada, requirió a
los jueces y entre cuchicheos y sonrisas socarronas le respondieron: ·”Fuiste la
única que concursó”.
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Junto a Cándida, los designios del alacrán señalaron también a
Obdulia. Era una mujer con una inclinación connatural a los modales refinados, a
la que se podía ver descascarando gambas y langostinos mediante cuchillo y
tenedor, mientras el resto de la familia se embarraba las manos y dejaba las
servilletas llenas de churretes. Al andar se movía con un porte majestuoso,
practicado con una biblia sobre la cabeza por los pasillos de un internado
católico, porque siendo niña anunció que llegaría a casarse con un caballero de
sangre azul. Obdulia, previniendo que debería desenvolverse entre los
estamentos nobles, aprendió cuestiones diversas sobre conflictos
internacionales, nociones de política y economía, reglas que rigen el golf, el tenis
y la hípica, protocolo diplomático, náutica elemental; eligiendo las materias por
instinto, pues no encontró la manera de conocer qué temáticas se manejaban en
las conversaciones informales de los príncipes y los duques. Así que estudió, en
sus ratos libres, una miscelánea que incluía a Euclides, el Almagesto o las
catástrofes naturales, sin que nadie advirtiera ese esfuerzo autodidacta, porque
Obdulia estaba dotada de una claridad intelectual que excedía la media
estadística de la población y le facilitó terminar la carrera dos años antes que el
resto de sus compañeras. Tras licenciarse, su padre le cedió la gerencia de los
negocios familiares, a los que, mediante estrategias empresariales conjugadas,
hizo triplicar los beneficios en el primer semestre. Su padre, al revisar las
cuentas exclamo: “Es lista para los negocios”. Sí, muy lista, pero en asuntos
sentimentales se desenvolvía con torpeza y al primer envite sucumbió a la
fascinación de los ojos opalinos y las manos virtuosas y las facciones cinceladas
de un aristócrata que había perdido su fortuna por el vicio incorregible de las
partidas de naipes.
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De esa manera vivió su primer y único noviazgo, que después
recordaría como un suceso idílico, por el galanteo de los serventesios
improvisados en una servilleta de papel, los bailes de salón, las conversaciones
íntimas a través del teléfono, por las que presintió la inminencia de un destino
que conocía de antemano y para el que se había educado a sí misma, aunque a
última hora, tuvo un retraso inesperado.
Las ocurrencias de Antonina y Priscila hicieron que planearan una
boda multitudinaria, con un solo acto sacramental que sería magnificado por el
esplendor de la catedral. En el momento crucial, cuando el tríptico ungido
estaba ante el obispo, se oyó un disparo dentro del templo y la ceremonia se
disolvió en una estampida frenética. Un mes después se casó sin ruido en una
capilla sobria que olía a lugar cerrado y alcanfor. Durante el crucero de recién
casados, hechizada por un vals en la cubierta del transoceánico, no captó el
verdadero sentido de las palabras del esposo cuando le susurró con dulzura:
“Disfruta de tu luna de miel, ya que será la única que tengas en tu vida”, bajo la
hilada de gladiolos rutilantes, que dejaba reverberaciones argénteas en su
vestido de glasé. Meses después el dictamen consecutivo de tres ginecólogos
diagnosticó y verificó que Obdulia padecía un estrangulamiento de conductos
internos imprescindibles para la procreación y que por tanto era estéril. Fue el
bacilo que terminó de agriar el carácter de un marido cada vez más distante y al
que le ausentaban repentinas negociaciones con magnates desconocidos. En
esos días comenzó a sentirse indispuesta, con un sabor metálico persistente que
ni siquiera las gárgaras con resolí le aclaraban, y padecía ataques de hipo que le
dejaban el costillar magullado, con moraduras que terminaron extendiéndose por
su anatomía con andares de reina reclinada por la fatiga. Dejaba caer los
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inventarios encuadernados, pues las manos se le perdían tras los muñones de
una insensibilidad repentina y reaparecían para sujetar los pañuelos bordados
con el anagrama comercial intentando cegar la tremenda hemorragia desde los
desaguaderos de su nariz helénica. Su padre le acompañó en un interminable
peregrinaje por los gabinetes clínicos donde habían analizado sus humores, la
fragua de los riñones, el tamiz de su hígado, el tuétano de la osamenta, el
arborescente ventalle de sus pulmones, y siempre los despedían emplazándoles
a un próximo chequeo para la semana entrante a esta misma hora, omitiendo el
perjuicio de reconocer que la medicina actual carecía de tratamiento para una
enfermedad con tanta perfidia.
Secundina intervino a favor de Obdulia, porque en esos tiempos
había empezado a favorecer y acendrar sus dotes de curandera. Le diagnosticó
mal de ojo, una dolencia infligida por personas corrientes, que son capaces de
hacer daño con una mirada. Hubieras podido prevenirlo simplemente escupiendo
a una embarazada o pisando los zapatos nuevos de un pariente, le dijo, tras
completar un ritual clarificador, durante el que vertió aceite en un mechón del
pelo de Obdulia, dispuesto sobre un vaso de agua. Pero no fueron suficientes las
imposiciones de manos ni las cruces de Caravaca para devolverle la salud a una
amiga cada vez más trastocada.
Elisenda seguía con el empeño de resolver su soltería, por lo que,
desalentada ante la ineficacia de las oraciones hagiográficas, visitó la trápala
ambulante que llegaba todos los sábados por la mañana. En un rincón, con su
propio ambiente de olores profusos, encontró el puesto de los sanaciones, donde
un cíngaro vociferante dispensaba linimentos revitalizantes, pócimas sagradas y
cocimientos herbales removidos sabiamente para someter cualquier dolencia del
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cuerpo o del espíritu. Le preparó un conjuro infalible para espantar los desastres
del celibato, que también servía para las hemorroides.
De manera que, una noche de luna creciente, puso una jofaina con
agua bendecida bajo la cama, con un fragmento de nidal de colibrí y siete gotas
de siete perfumes distintos, sobre un anillo de compromiso, y respetando la
advertencia expresa de no tocar el sortilegio durante la menstruación. No sabe
bien si fueron los filtros amatorios o la repetición obsesiva del devocionario,
porque antes de acabar la lunación encontró un nuevo galanteador. Aunque esa
vez desplegó una táctica agresiva con la finalidad de prevenir eventuales
deserciones y le visitaba directamente en las señas donde se alojaba.
En el primer encuentro, venciendo su pundonor, le pidió formalizar
su relación como pareja de hecho, siguiendo la moda de banalizar el amor y
disponer todo para la ruptura, lo que choca con la grandeza y la durabilidad de un
sentimiento que nace para morir con la persona misma. Así que un mes después
se marchó a vivir con un montañero, sin estar segura de conocerlo ni quererlo
pero pensando “yo soltera no me quedo”. Fue un error supino, que sólo admitió
tras cohabitar durante meses con un hombre jugador y pendenciero, proclive al
malhumor y a los celos. Al año, desengañada y con un ojo amoratado, volvió con
su madre. Al verla aparecer con las maletas aseveró: “Es lo que tienen las
decisiones apresuradas”.
Tras el descalabro se volvió recelosa ante los desconocidos y
desarrolló una índole reflexiva para las cuestiones maritales. Por esas fechas no
pudo desahogar su lástima de recental en el pecho de Beatriz, pues Arsenio
había ido endureciendo su tutela despótica en los dominios domésticos y la
extendió incluso a las vicisitudes sentimentales de su hijastra, que no pudo
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aguantar más el desastre íntimo de su alma y terminó buscando el olvido en la
tranquilidad lluviosa de un pueblo donde compartiría la lumbre y las veleidades de
la suerte con su tía Dorotea y su primo Romualdo. Así que Elisenda buscó la
compañía de Niceta, para aliviarse el incordio de haber errado tantas veces en la
elección de los novios, mediante el remedio simple de charlar durante horas con
alguna amiga. En el decurso de la visita, le aceptó una infusión de hierbas
relajantes, hablándole de Secundina y sus previsiones agoreras. Pero aquella
mujer taheña y de piel lechosa, descreía de todo aquello que no fuera tangible o
escapara al sentido común, porque el trasiego de gobernar una familia numerosa
le consolidó una mentalidad mundana y un juicio centrado en soluciones factibles.
Niceta pariría diez hijos y unas anomalías abortivas frustrarían
otros tres. Esa fecundidad no era el resultado de un propósito deliberado sino
una rebeldía de la naturaleza, porque todas las prevenciones contraceptivas que
ensayaba por recomendación de su ginecólogo, terminaban convertidas en un
cedazo que dejaba pasar las simientes extraordinarias de un esposo
permanentemente erotizado, pero aportando la compensación de ser infatigable
en el trabajo, diligente en las tareas auxiliares del hogar y puntual para traer
manduca a la despensa y que no faltase ropa en los armarios ni caprichos para
su prole y su princesa desde siempre, Niceta Morales Medina, a quien coronó
reina vitalicia con la diadema de papel gualdo que venía en la caja de un roscón
comprado durante unas navidades antiguas, que al rememorarlas, le hicieron
hablar de cómo pasa el tiempo, parece ayer mismo cuando me hicieron tan feliz
con un simple trozo de cartón. La vida es cambiante, musitó Elisenda, que
permanecía en la memoria de su amiga como un cogollo pubescente de piel
saludable y ojos vivaces que atraía el interés procreativo de todos los mozos
54
durante el último guateque, y llegó desde el pasado convertida en una
manifestación despeluchada de mejillas hundidas y con los estigmas del
desamor bajo los ojos, así que al verla tan desmejorada sólo atinó a preguntarle:
“¿Pero qué te ha pasado, mi amor?”.
Niceta, siendo casi una niña según la veía su madre, regresó de
festejar con el novio, a una hora que rebasaba ampliamente el límite fijado por
su padre. La estaba esperando en el quicio de la entrada. Sin mediar palabra le
estampó una bofetada con el envés de la mano abierta y únicamente después le
espetó: “Márchate por dónde has venido”.
Así que, esa expulsión moralizante, le llevó a dejar los estudios
prematuramente y a casarse con prisas, para evitarle a su madre el disgusto de
una deshonra pública, a pesar de jurarle, con la mano en la biblia y los ojos llenos
de lágrimas, que su virginidad seguía intacta. Aunque al menos no se equivocó al
aceptar al hombre que sería el padre de todos sus hijos. Que no fueron pocos. Le
hacían bregar desde las primeras luces del alba, intentando contener los bultos
de ropa sucia, planificando presupuestos, confeccionando el menú semanal; con
un quehacer abnegado y multifuncional, que incluía cocinar, planchar, limpiar,
tender, comprar, contratar, fregar, ordenar, criar, copular, atender, servir; y en
abril tejía palmas religiosas para las procesiones de semana santa. Por lo que
llegaba al término de la jornada para caer sobre la cama con un lamento de
huesos y un suspiro profundo. Vivía en un oasis ilusorio, como había previsto
Secundina, bebiendo las aguas de una felicidad propiciada por unos familiares
cuyas ocupaciones subrepticias formaban las arenas de un desierto escondido
por la hipocresía.
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  • 1. La Leyenda de la Dama del Mediodía A Iris, por todas las tardes de ausencia Derechos de autor reservados para Francisco Javier Padilla García
  • 2. 2 I Un hombre encorvado, velludo y animalesco, atisbó una estela fulgurante sobre la negrura del cielo, y al intentar enderezarse fue apresado en la mandíbula de un saurio grande cuya cabeza surgió por entre la maleza. Desde mucho antes, con insinuaciones fugaces de luciérnagas a las que se pide un deseo, iba aconteciendo, parsimoniosa, la muerte de las estrellas. Una tormenta de fósforos en ignición, un preludio de dracónidas, llegó como un anuncio aciago de los cambios portentosos que estaban a punto de ocurrir. Ineluctablemente, constelaciones enteras con apellidos zodiacales habían empezado a palidecer, faltas de gracia, como damas traspasadas por un mal presagio, y desfallecían deshaciéndose en un resplandor intenso que dejaba hilachas de incandescencias pedregosas del tamaño de una cereza, infinitas semillas brillantes dispersándose hacia la inmensidad del cosmos para, probablemente, originar nuevos ecosistemas, cambiantes y enigmáticos, en los que se repetirían cataclismos idénticos, con sus mismos retardos en manifestarse, sus mismas polvaredas astronómicas y su incoherencia con las reglas del raciocinio. La ciencia manejaba fluidamente el Principio de exclusión de Pauli, para describir los poderes vencidos durante el colapso de los cuerpos celestes en su proceso degenerativo, pero la pandemia que devastó el semillero astral, quedaría catalogada en los manuales eruditos como una contingencia reacia al entendimiento humano, un desajuste en la sincronía de los engranajes, con circunferencias dentadas, que rotan sobre un eje incierto y dan movimiento a la tramoya infinita del universo.
  • 3. 3 Durante aquel tiempo astronómico, los pescadores con más oficio, acostumbrados al trato natural con las mareas, el cielo y los vientos, se desorientaban para perderse en la infinitud sin la bitácora estelar. Los matrimonios pobres y recién avenidos, que necesitaban compartir habitáculos para liliputienses con toda la parentela política y sanguínea, salían a la intemperie buscando desfogar su amor carnal en la intimidad de los zaguanes, en la glorieta, bajo los puentes; tras remansarse en un lecho de repleción bajo las miradas de las vecinas que habían salido a tender al balcón y de vez en cuando vociferaban alguna desaprobación o alabanza referida a la longitud y volumen de los órganos sexuales masculinos recién descubiertos, los amantes propensos al cliché romántico, entre veredictos dispersos y esporádicos de "pichilla" o "chulapo", podían señalar tan sólo un vacío lejano, obscuro e inquietante. La alteración del orden social arrasó el agiotaje de los mercados de astros sin dueño, donde los trueques se sucedían vertiginosamente y eran anunciados a gritos por los mercaderes, que recibían moneda autentica a cambio de extender por esa causa un certificado con validez notarial donde quedaba acreditada la designación de la parcela recién adscrita, llámela Patricia, como mi nieta, es por su cumpleaños, sabe usted; completándose el registro con las coordenadas espaciales y otras cifras y datos administrativos. Incluso los astrólogos tuvieron que reinventar la estrellería condensada por la que todos los nacidos en noviembre conocerán una sanación repentina y los auspiciados por el planeta Venus les restañaran las heridas. Los periódicos del lunes venían con el horóscopo de Ofiuco tachado con una cruz de San Andrés. La señora sonrió al hojear la prensa. "¡Qué sola se quedó la luna!", poetizó, acomodada en la cadencia cotidiana de las primeras horas del día:
  • 4. 4 ladridos de celo en la lejanía, bisbiseos del aire limpio entre los chopos, la actividad cotidiana de lavanderas, camareros, limpiadoras, mozos, pinches y cocineros, criadas; cuyo ajetreo apenas transcendía hacia el mundo exterior. Acababan de servirle un desayuno equilibrado con frutas licuadas, cereales caramelizados y té de agracejo. Tras un primer sorbo meramente orientativo, cuya finalidad no era otra que analizar la sensación térmica y el punto de dulzor de la infusión, oyó llegar, desde el fondo del corredor flanqueado por maceteros hechos de troncos seccionados longitudinalmente, un tropel mezclando voces broncas y botas militares, que pasó entre los estragos de la flora carnívora y los pelargonios opalescentes, rozó la pelambre de los gatos siameses amodorrados sobre los poyos e irrumpió en el recinto monacal del patio, disputándole el sosiego a la amapola líquida del surtidor de aguas milagrosas, que rebosaban en una pila bautismal y caían sobre un rebalse salpicado de hierbas acuáticas enraizadas en el fondo de la alberca y de nenúfares flotantes cuyas simientes habían logrado germinar tras varios siglos de letargo. La comensal quedó con el brazo flexionado, la mirada fija, sujetando la taza humeante cerca de sus labios entreabiertos, en una actitud expectante, convencida por la experiencia de que el caudal de acontecimientos diarios donde se desenvolvía jamás le deparaba dos veces la misma contingencia. Entraron, con la venia mi señora, dos escoltas como dos bisontes provocando un ligero temblor sísmico con su mole corporal. Llevaban en volandas a una persona joven. Tenía los tirabuzones del cabello rubio embrollados; las cejas adelgazadas por una meticulosa depilación, las pestañas nutridas y arqueadas mediante rímel, las facciones suaves y los ojos de mujer; por lo que durante un primer intento era difícil identificar su sexo con certeza.
  • 5. 5 Pataleaba sin convicción, removiendo unas sandalias espartanas y las telas de un sayo originariamente blanco, y desperdigando un clima propio de carbonilla. Al voltearlo le mostraron unas incipientes alas de pavipollo que sobresalían en su espalda. Desde esa perspectiva, le pareció un ángel primerizo, calcado de las ilustraciones religiosas del catecismo que aún recordaba de la escuela primaria. “Ha caído por la chimenea del salón principal”, aclaró el más recio de los escoltas, señalando con el mentón al intruso, que continuaba suspendido ante un rastro de tizne oleaginoso. Aquella frase reavivó un rescoldo que había sido cubierto por un sedimento natural de olvidos y le hizo acordarse de Lucrecia, su madre, la rememoró enunciándole casi a gritos el fundamento de la teoría económica más conocida e incontrovertible: "El dinero no cae por la chimenea"; pero por primera vez desde aquellos domingos sin ropa nueva, acertó a captar el desencanto con que Lucrecia pronunciaba su particular visión microeconómica; así que, aceptando una empatía que le llegaba con varios años de retraso le replicó mentalmente: "sí madre, y tampoco los ángeles". Acostumbrada a manejar con antojo la corriente de eventualidades que el cauce, en ocasiones inverosímil, de la realidad, le iba proponiendo, la señora se hizo con las riendas de la situación. Modulando una voz maternal, dulcemente autoritaria, como si hablara a un niño travieso, envolvió al extraño en un complejo sedal de preguntas y requerimientos amables, pero tuvo que renunciar a sus métodos diplomáticos pues no logró nada distinto a la mansedumbre de una respuesta formulada mediante una expresión pura de inocencia. Así que consideró improcedente perseverar en una indagación sin porvenir y dispuso, todavía con la paciencia intacta, que hagan el favor de registrarle hasta debajo de los parpados y ponerlo a remojo, que está dejando
  • 6. 6 todo perdido de pringue. Al verlo alejarse por el corredor, sometido, sucio, con adminículos postizos, le pareció un pobre hombre, pero más tarde, cuando dejó de verlo y analizaba el suceso se planteó seriamente si no podría ser un nuncio, enviado por alguna entidad bíblica para anunciarle un embarazo mesiánico. Se perdió momentáneamente en un enredo de suposiciones y ocurrencias disparatadas, que evidenciaban los trastornos de una megalomanía que nunca llegó a tratar clínicamente. Había perdido el apetito y permaneció ante un desayuno sin concluir, queriendo dilucidar el siguiente movimiento de un destino que era como un tablero ajedrezado de incontables escaques formados a su vez por otros tableros, repetidos hasta el infinito en una lógica cuyo conocimiento profundo escapaba al magisterio de su poder terrenal. El proceso de limpieza fue riguroso e incluyó una refriega con piedra pómez, pues el tizne tenía una consistencia tan pegajosa que se había adherido como un tatuaje sobre la piel del visitante. De ese modo, apareció con la cabellera resplandeciente, la sotana impoluta y hasta las alas parecían crecidas con nuevas plumas; una de las cuales se desprendió y quedó a la deriva sobre las baldosas bruñidas de la sala de lectura. Una camarera con movimientos de lince, siguiendo un gesto, la recogió para colocarla, sin seguir ningún criterio organizativo, dentro de un libro igual a otros muchos que formaban una biblioteca cuya lectura requeriría cien años de soledad. La dueña estaba en pie, planificando su agenda semanal y al volverse encontró, entre un halo seráfico, la hermosura híbrida más menesterosa y diáfana que su corta imaginación de mujer pragmática pudiera concebir, con una lágrima gruesa, parecida a un diamante a punto de resbalar hacia su mejilla, y el semblante iluminado por una pena excesiva para un ser humano. Al verla, intuyo el desamparo que debía
  • 7. 7 causarle su condición de arcángel desterrado, la vergüenza de peregrinar sin descanso entre dedos que le señalaban allí donde fuese; se acordó de los escarnios y mofas que una amiga estuvo soportando, por su imagen varonil y sus dos padres homosexuales que la criaron como si en realidad fueran un hombre y una mujer; así que cedió a la conmiseración, y en parte también porque pensó que tendría una mascota original para sorprender a sus visitantes, e hizo saber a todos que formalmente quedaba bajo su custodia y mandó hospedarla en régimen de adopción. Esa magnanimidad, en una mujer aparentemente imposibilitada para la ternura, anteriormente se había presentido cuando dispuso los cuidados para una cigüeña que por un golpe de viento se estampó contra las cristaleras de un ventanal y entró rodando al comedor entre un estropicio de plumas y vidrios; para unos gatos siameses recibidos por donación, que tenían la costumbre de tomar por asalto su cama durante el alba y despertarla mordisqueándole el lóbulo de las orejas y para el recién nacido con el cordón umbilical enroscado al cuello, que había sido encontrado en un estercolero donde los cerdos estaban a punto de enfangarse, aunque poco después fue reclamado por los servicios sociales del municipio. La señora, tras amoldar el futuro inmediato a su voluntad con frases concisas, siguió interrogando a la criatura con forma celestial, hasta concluir que pertenecía a una especie asexuada y carente de todo entendimiento, confirmando la evidencia de que estaba imposibilitada para reaccionar a los estímulos verbales e interpretar el castellano moderno, por tanto sería imposible establecer una comunicación eficaz en un tiempo prudente, así que renunció pronto a dilatar un acto estéril y ordenó dejarla estar a su libre albedrío por la mansión, que había sido ampliada durante el último otoño a ciento cuatro habitaciones y catorce
  • 8. 8 cuartos de baños romanos, turcos, termales y otros con vaporarios o fangos volcánicos, tras las reformas en las caballerizas, la cochera y las casetas para los alanos, el ensanche del patio interior con forma ungular, los lunetos afianzados en la capilla palatina, el entelar de los asientos aterciopelados en la sala cinematográfica con aforo para medio centenar de espectadores y la diversificación de su galería de arte por salas temáticas. También estaba cumplido el encargo de vitrificar los ascensores exteriores, desde los que podía otear el océano artificial con su propia playa y su delfín juerguista y la pretina del bosque abigarrado de alerces y terebintos que envolvía la heredad hasta convertirse en una quimera para el alcance sensorial. Desde la concesión del salvoconducto misericordioso, el doncel silencioso, aparentemente imposibilitado para el manejo del habla, la seguía a una distancia respetuosa, dentro y fuera de la mansión, mostrando un comportamiento sumiso más propio de un lazarillo domesticado que de un emisario celestial. Conforme se fue haciendo familiar ver su figura alada y misteriosa, aumentaron también los momentos en que solía quedarse embobado, mirándola con una expresión de ternura, irradiando la misma calma de los atardeceres tibios en septiembre. Pacientemente conquistó la confianza de su anfitriona, hasta el extremo de conseguir dormir junto a su cama, acurrucado en el suelo como un perro cuyos ojos luminosos ahuyentaban el espanto que producen las leyes físicas con ruidos apenas perceptibles y crujidos turbadores durante las noches interminables de invierno. Aunque durante el desenlace inesperado y sorprendente de aquella convivencia habían adquirido una fosforescencia perversa y daban la impresión de penetrar hasta el envés de los pensamientos más recónditos. "Lee mi mente", pensó la señora, cuando, por un
  • 9. 9 desajuste en la planificación de tareas entre sus empleadas, se encontró desasistida y valiéndose únicamente de sus propios recursos para bañarse, en una tina inmensa sujeta al suelo por bronces que antiguamente fueron cincelados artesanalmente hasta formar garras de león; entre las burbujas multicolores de geles medicinales y la bruma onírica del vapor de agua, apareció sorpresivamente el ente angelical, descalzo y envuelto en su hábito religioso, para permanecer inmóvil bajo los raudales de luz que descendían desde las claraboyas, sigiloso e incierto, como un espejismo sobrenatural. La dama se incorporó movida por un acto reflejo, para mostrar sin malicia su desnudez, arrastrando arambeles espumeantes y corolas de caléndula con un chapoteo brusco y tras erguirse empezó a percibir un abultamiento progresivo en la sotana eclesiástica, una protuberancia bajo la cintura que iba creciendo y haciéndose amenazante como un arma descomunal. Sólo entonces la señora enarcó las cejas mientras reclamaba su guardia áulica, y levantando la vestidura talar que estaba al alcance de su mano exclamó: “No sabía que los ángeles la tenían de burro”. El descubrimiento de la actividad eréctil de su paje le hizo pasar por varios estados anímicos consecutivos, ansiedad, miedo, curiosidad, sorpresa, excitación y finalmente se sintió desilusionada porque todas las creencias que le habían inculcado durante la catequesis, las mismas que dieron pábulo a la certidumbre de la existencia del paraíso, parecían resumirse en aquella infamia torpemente ejecutada. Tras destaparse el fraude, sus detectives y criminólogos comenzaron a investigar y tirando del dogal de las confesiones arrancadas mediante la tortura, determinaron que la epifanía de pelo aurífero no se había despeñado desde un cirro, quedando descartada la opinión más aceptada en un
  • 10. 10 principio, ni era el guardián de los sueños de la dama, como comentaba la servidumbre, sino que había surgido mediante artimañas sabiamente urdidas por un admirador cuya filiación carecía de ancestros divinos, que se quejaba de vivir atormentado por la saña de un romance platónico. “Soy un absoluto don nadie que nunca hubiera podido conocerte”, confesó sin ambages, compartiendo la misma desilusión que su musa, pero por motivos diferentes, porque tantos esfuerzos y renuncias, tanto artificio para alcanzar una cercanía que finalmente le dejó una sensación de brevedad en las entrañas. Sus quejas estaban fundadas. Durante años, mediante las malas artes de la hibridación, se convirtió en una cobaya sin voluntad propia, hasta que lograron implantarle alas de garza pesquera; tuvo que privarse del beneficio de los baños solares, para conseguir una piel albariza y se instiló un colirio irreversible que iluminaba su mirada en la penumbra. Una triquiñuela quirúrgica sirvió para disimular sus atributos masculinos; así completó una metamorfosis dolorosa, cuyo propósito temerario consistía en burlar centinelas, superar murallas, eludir baluartes y bordear fosos hasta acceder a un palacio de ensueño donde una condesa anhela la eternidad bajo un firmamento de estrellas acharoladas, hecho con papeles, celofán y globos traslúcidos, que soltaron en la inmensidad de la noche para espantarle la aflicción del cielo claro y la luna huérfana. "Qué hombre más triste", suspiró la dama, al repasar mentalmente aquel episodio esperpéntico y darse cuenta cómo los deseos mal encauzados podían pervertir el sentido del decoro y resabiar la voluntad más honesta; con esa decepción en el ánimo, dirigió un gesto a los subalternos para que desahuciarán al impostor y le despidió con un consejo de uso común: “Cuídate”; sobre la palma de la mano sopló un beso envenenado que voló sobre la fragancia
  • 11. 11 de marisco hervido del anochecer hasta la mejilla de su pretendiente, pero le llegó con una devastación de nudillos óseos e impronta aurífera, convertido en un puñetazo de boxeador, que instantáneamente le derribó hacia una negrura donde no existía el ardor ni la tragedia, hasta que Salvio Morales recuperó los sentidos y se vio a sí mismo transformado en una aberración, que andaba maltrecha y tambaleándose por los golpes de la mala vida, por un camino sinuoso cuya prolongación alcanzaba una enorme puesta de sol en el horizonte, murmurando que qué pena, madre, podrías haber cerrado las piernas antes de traerme a esta zahúrda donde te muelen a hostias simplemente por ser un idealista que no pisa con los pies en la tierra. Otra mañana, durante el desayuno, la señora leyó que ese ángel de andrómina había irrumpido en una iglesia durante unas exequias, en plena homilía encajó el cargador a un rifle de asalto con una palmada seca y sin mediar palabra, cuando los asistentes se volvieron para ver quién entra con tanta arrogancia, virgen santísima, que ya no respetan ni la casa de dios, empezó a desperdigar un rosario de munición, cuyo repiqueteo, seco, metálico, ensordecedor, se duplicaba en la reverberación del templo y terminó deformándose en un solo traquido caótico que aturdía los sentidos, pero le dejó suficiente rabia para sanar definitivamente sus devaneos mediante una plegaria a quemarropa. ¡Pobre diablo enamorado!, musitó la señora, con una sensibilidad impropia de la psicología femenina ante las tragedias. Tenía los sentimientos amarrados por un cordel de indolencia y no le llegaba para amar honradamente pero tampoco para complacerse en la desdicha que, sin proponérselo, causaba a los pretendientes menos cautelosos; desde que un antiguo novio, Teobaldo
  • 12. 12 Montero, se marchó a pastorear olvidos y correr a la suerte como antes había hecho con los toros, abandonándola al desconsuelo de saber que los separaba un malentendido; de manera que la muerte de Salvio Morales apenas alteró su hábitos matinales. Manteniendo el propósito de conseguir una digestión sin perturbaciones, desayunaba muy despacio, demorándose en masticar escrupulosamente cada pequeño bocado, a la vez, hojeaba los titulares en la prensa y descendía al detalle textual sólo en las noticias más relevantes o llamativas; se dejaba entretener con los pormenores de una actualidad abigarrada, efímera, a veces insólita, que apenas transcurre antes de quedar desfasada en el vértigo de sucesos inexorables que con frecuencia le parecían inventados para una obra del entretenimiento. Priscila, una mujer sin fervor hasta el miércoles negro de la matanza, había entrado por desesperación a la parroquia, alentada por el propósito de negociar una promesa con el santo, virgen o mártir más resuelto en terapias de adelgazamiento, pero al ir a santiguarse con los dedos humedecidos en agua bendita, uno de los proyectiles usados por Salvio Morales para espantar la cizaña de los amores malogrados, le perforó el cráneo y en ese preciso instante sus deseos atrasados comenzaron a cumplirse.
  • 13. 13 II El detritus cósmico generado por lejanas catástrofes siderales -una polvareda primigenia que al contacto con la mesosfera parecía una lava de soles pulverizados-, viajó desde una distancia inconmensurable, eludiendo asteroides, resbalando por la superficie de planetas ignorados, flotando al lado de cometas hechos por lagos congelados de aguas primigenias, que parecían de fuego desde lejos e iban dejando una estela brillante de trizas de hielo; siguiendo una torrentera inextricable, para terminar posándose lentamente sobre la cubierta del mundo, con la apariencia de una nevada sucia de purpurinas cenicientas pero a veces refulgentes. La rareza atmosférica sorprendió a la madrina en el jardín babilónico de tres microclimas, empezando a sofocarse por los vapores olorosos de la rosaleda estival, contenida con esfuerzo sobre armazones y parras a punto de ceder. Le llamaban la madrina porque asistió el bautizo de todos los hijos y nietos y bisnietos de su servicio doméstico, con la misma espontaneidad que le movía a refugiarse en la mansión, mientras desanudaba una pañoleta e improvisaba un paraguas alzando las manos sobre su cabeza. Entró con pasos ligeros en el espacio protegido de la sala de lectura, haciéndose invulnerable a las inclemencias meteorológicas. Se revisó el peinado: una melena corta trenzada en dos partes y recogida hacia dentro, como dos manos de múltiples dedos entrelazados, y un flequillo juvenil que le cubría la frente. Y sólo después, quedó pensativa, conmovida repentinamente por una honda sensación de desamparo frente a las veleidades del destino, contemplando a través de la
  • 14. 14 cristalera aquel atardecer con arreboles apocalípticos. Andando por su biblioteca interminable con la parsimonia de una bisabuela, escogió, según los impulsos del capricho, un tomo con tapas de duramen y esquinas reforzadas por bordes cobrizos de latón. En incursiones como aquella, podía tropezar en las añagazas de la nostalgia, descubrir entre las páginas aleatorias retratos de antiguos pretendientes repeinados, pétalos desecados que una vez perfumaron la fugacidad de los placeres infieles sobre Lucila, alas momificadas de mariposas gigantes, sellos triangulares desdentados con primores del libertador Felipe I, billetes de curso legal durante los tiempos en que Adalberto huía de los cristales del arco iris. Hojeando un volumen entre la obra inconclusa de Apodoloro el Gramático, encontró un plumón aplanado de ave blanca, cuya consistencia hacía que se desmigajara al intentar despegarlo del prolegómeno de letras itálicas. Según los memorialistas menos especulativos, la dama ilustrada había superado los rigores de la longevidad centenaria con el privilegio de poseer la apariencia de una muchacha en flor por causas biológicas. Otros más audaces aseguraban que logró cerrar un trato ventajoso con el demonio, mediante la convicción irresistible que confería una riqueza personal tan magnífica. Así que parecía una colegiala, por los frunces en su falda de internado y la mano púdica sujetando un ejemplar añoso, frotando sus dedos índice y pulgar entre sí para eliminar los restos de una pluma decrépita, y haciendo creer que cumplía una edad sin precisar entre diecisiete y veintidós advientos. Durante el progreso anómalo de su juventud, que seguía un orden inverso al establecido para la biología humana, los cronistas, historiadores, y editoriales la presentaron con un sobrenombre, que a pesar de su artificiosidad,
  • 15. 15 tenía un trasfondo que lo justificaba plenamente, originado en el clima sofocante de los autobuses que cubrían la línea regular entre San Fernando y Chiclana, donde un cantaor gitano se ganaba la vida entonando coplas y prodigando versos de arte mayor: "Regresa encaramada al estío, mujer voluble a esta tierra sufrida y noble, hermosea tu boda entre payos y calés quimera fugitiva en los albores, tu dulzura desadormece la luz, capricho del mediodía andaluz, ungida por la gracia de un espíritu embrujador, siempre dama serás, virgen preñada de amor." En esos días, la mujer, aún sin sobrenombre, recorría una ruta gastronómica por España. Llegó al sur. Se abandonó al torbellino de una juerga flamenca, entrando y saliendo de casetas bulliciosas, aspirando el clima ardiente de un verano prematuro, cortejada mediante arrumacos y lisonjas por un novillero a punto de recibir la alternativa; encontró gentes amables, de trato fácil, generosas. Se movía bajo los latidos de un sol poderoso cuya calidez llegaba sin esfuerzo a su alma como los vinos amontillados a las copas. Vio animales hermosos, épicos, perfectos, en el desfile del Paseo de Caballistas y Enganches, caballos jerezanos con movimientos majestuosos. Bailó sevillanas, entre mujeres que llevaban trajes folclóricos de lunares rojo bandera y vuelos de faralá sinuosa. En las barracas servían frituras de pescado y gazpachos, tortilla de patatas y pimientos fritos. Faltaba poco para ver torear a Manuel Díaz y Finito de Córdoba. Durante esa fiesta grande, el ambiente había logrado flecharla, con
  • 16. 16 caricias templadas y besos como claveles, la enceló con un olor espeso y complicado, cuyos matices cambiaban constantemente al caminar, pues era el resultado de una combinación formada por fragancias que iban añadiéndose a otra esencial y huidiza; así que, entre la agitación popular, súbitamente se sintió viva, intensa, radiante, alterada por un sentimiento confuso que mezclaba felicidad y desasosiego, e iba derritiendo sus reparos como una llama hace con la cera; quería reír pero también quería llorar, tembló brevemente, le estorbaba su propio cuerpo, la carne, el efluvio imperceptible desde su piel, la reacción levemente humectante en su oscuridad vaginal. Perdió por momentos la certidumbre de ser inmune a la melancolía y se encontró a sí misma extraviada, frágil, vulnerable a las inclemencias de su condición humana; primero creyó que estaba ligeramente embriagada, por tantos aperitivos con caldos tintos, rosados, blancos, que servían acompañados de jamón serrano y queso curado, pero enseguida comprendió que acababa de claudicar a la vehemencia de un enamoramiento inesperado. De manera que buscó la parroquia más cercana, tirando del brazo del novillero. En la sacristía encontró a don Críspulo, un cura con melena, ropa de cuero, botas camperas y un guitarra eléctrica colgada del hombro, que daba las misas dominicales al aire libre, mediante conciertos de rock duro. "Es una opción para atraer a las nuevas generaciones", le argumentaba al obispo cada vez que intentaba reconducirlo a la liturgia convencional. Al verlo, ni siquiera reparo en la quincalla de chapas que llevaba prendidas en la cazadora, con frases que ensalzaban el amor y la paz, y sólo le dijo: "Padre, quiero casarme ahora con el mediodía". Don Críspulo, por sus ideas extravagantes y su absoluta falta de convencionalismo, le respondió: "Veré lo que puedo hacer, quilla".
  • 17. 17 No hay constancia de que llegara a formalizar la unión mediante un protocolo religioso, pero desde aquel viaje quedó enredada entre los cendales de una querencia inmutable y aunque admiró otras tierras profundas, con sus habitantes cálidos y sus costumbres insólitas, únicamente permitió amar, como una mujer a un hombre, el mediodía ardiente de Andalucía. Así que, intentando enfatizar su aura de personaje fantástico, o quizá por motivos más prosaicos basados en estrategias comerciales, aquella mujer, a veces juerguista y mundana, quedó relacionada con la dama del mediodía. En el ambiente familiar, habitualmente no le llamaron Beatriz, porque el uso reiterado de Dulce había terminado desplazando su nombre de pila, desde que, recién afianzada su capacidad ambulatoria pero todavía con dificultades para controlar sus micciones nocturnas, en un descuido de Lucrecia, su madre, durante el receso de la siesta se levantó sigilosamente y avanzó en la penumbra. Nadie percibió a la muñeca descalza que había logrado llegar hasta la despensa, balanceando su abultado pañal, y alcanzar el anaquel donde se alineaban unos enormes tarros de cristal tapados con trozos de una tela que, antes de caer en desuso, cubría con sus cuadros rojos y blancos la mesa durante los almuerzos. Ninguno de aquellos panales cristalinos resistió el entusiasmo asolador de una diminutas manos blancas que extraían su miel para lanzarla al aire, exprimirla, llenarle la boca de dulzor, se agitaban para embarrar el mundo circundante, en un saqueo explosivo, finalizado abruptamente cuando la pequeña depredadora quedó bajo un chorro ambarino de esencias libadas en las flores, que caía desde los panales. Confundida y restregándose los ojos, salió desde la fresquera y llegó hasta el patio trasero, dejando tras de sí un goteo de melaza. Cuando Lucrecia dio la voz de alarma y empezaron a buscarla,
  • 18. 18 Desiderio, su esposo, un hombre poco dado a la expresión verbal, la cogió del brazo para sugerirle seguir un rastro de migas que se perdía en el huerto de limoneros. Allí la vieron asomarse por detrás de una higuera añosa donde se había acurrucado, pringosa y refulgente, sitiada por una horda de hormigas soldado a punto de iniciar el asalto final hacia su cuerpo trémulo y azucarado. Décadas después, demasiadas para contarlas usando los dedos, revivió el sabor y la consistencia de la melaza, aquella tarde inolvidable había terminado con empacho. Lucrecia pensó ponerle compresas calientes sobre el vientre, para intentar aliviarle los retortijones y Desiderio pretendía encontrarle un sentido premonitorio al suceso abriendo al azar una biblia. El atracón le dejó incapacitada durante el resto de su dilatada existencia para ver, oler o meramente evocar la miel sin sentir un calambre en las tripas. Así que tuvo que hacer un esfuerzo para timonear sus pensamientos y encajarse en el presente. Precisamente entonces se percató de lo grande que era la sala donde transcurrían sus pasos erráticos y del teléfono que empezaba a esparcir una melodía antigua de pianos bucólicos: Liszt. La tecnología moderna aplicada a los teléfonos había traído la facilidad de conocer por adelantado una parte del futuro, mediante el recurso simple de asociar un acorde diferente a cada llamante, de manera que antes de alcanzar el artilugio musical pudo reconocer a Blesila. Las generaciones se suceden imbricándose como las estaciones anuales. La nieta de su difunta amiga Blesila, había heredado el carácter turbulento y las ambiciones desmesuradas de la abuela, también el nombre. - ¡Qué tormenta más surrealista! ¿Verdad? Tenía la voz aniñada por la excitación. - Sí, es verdad, es como aquella erupción de un volcán en Java. Lucila y yo
  • 19. 19 tuvimos que correr hasta las embarcaciones del puerto, nos asustamos mucho porque llovía tierra caliente y el ambiente era sobrecogedor. - Dijeron en el telediario que los flashes de anoche son supernovas. Creo que se quedan sin hidrógeno o algo así y explotan. Es un fenómeno tan infrecuente como el paso de un cometa… - Entonces ayer se adelantaron todas, dijo la señora acomodándose el cabello teñido con un color de mieles oscuras. - Ese montón de cenizas cayendo del cielo…nadie se lo explica, lo único que han dicho es que no son tóxicas. - Esperemos que amaine pronto, aconsejó, dando a entender a Blesila que la paciencia vale como recurso contra la adversidad. Se despidieron, quedando para el jueves a la hora habitual, como siempre desde varios años antes, con la única pretensión de estar juntas y charlar y dejarse mover por el torrente incesante de lo cotidiano. Una polifonía de Schubert identificaba a otra amiga, la última descendiente que heredó la simplicidad de carácter, los rasgos nórdicos y la rémora de la mala suerte de una madre que también había recibido esos atributos genéticamente desde un familiar anterior. Las tres mujeres tenían el mismo nombre: Niceta. Apenas podía reprimir el nerviosismo, farfulló: "¿Viste la que está cayendo?". Sí, cómo no verlo. "Da miedo, es como el fin del mundo", volvió a farfullar, mientras la voz se le deformaba por las interferencias electromagnéticas y parecía llegar desde otra dimensión. La dama contrarrestó la excesiva carga dramática de Niceta: “Será que dios mandó deshollinar los cielos”, pero después tuvo un destello nihilista y se preguntó seriamente si podría existir algo mínimamente coherente tras el berenjenal sin pies ni cabeza
  • 20. 20 en el que se perdía la vida. La conversación fue escueta, sin otra finalidad que satisfacer la necesidad diaria de comunicación que las vinculaba en una relación de afectividad mutua; terminaron con un intercambio de besos onomatopéyicos, refrendando su reunión del sábado a la hora del café, como antiguamente hizo con la madre de Niceta, y en un tiempo todavía más remoto, con la mujer homónima que de niña le acompañaba a la catequesis. El humor sombrío del atardecer empezaba a filtrarse desde el pórtico, por las rendijas imperceptibles, como una gelatina que resbala hacia el ánimo y lo inquieta. Desconectó el auricular con la orden expresa de que no estoy para nadie, repito, no estoy para nadie. Se contradijo al momento y revocó la orden incontrovertible. “Cada vez me parezco más a los electoralistas”, pensó, siguiendo la costumbre nacional de quejarse con frecuencia de los males propios, y atribuirlos a la irresponsabilidad de la clase política o funcionarial. La lluvia de polvo estelar tapizaba las góndolas de las campánulas y entorpecía el vuelo de las libélulas. Encajó sin esfuerzo el ejemplar en el único hueco del anaquel y se detuvo frente a un retrato, cuyo marco con maderas enroscadas parecía un mechón largo y oscuro de cabello mitológico. Examinó, en una inflexión del devenir de los tiempos, a una bailarina de ballet bajo los álveos estriados de la acuarela, eran como arroyos que recorrían la postura de brazos alzados tras la cabeza apoteósica, recibiendo las alevillas volanderas de la ovación final y que terminaban ramificándose hasta afluir sobre la pierna derecha doblegada a ras de suelo y el alerón izquierdo equilibrando la estampa de arco triunfante al concluir una danza gloriosa. Era su amiga Priscila, enfundada en una malla que ceñía las ondulaciones de los aros de tocino sobre el tutú, deliberadamente omitidas junto con el edema que le hinchaba los pies y
  • 21. 21 empezaba a descoser las zapatillas de punteras cuadradas. Al rozar levemente con la yema de los dedos la composición de colores mates, produjo un encantamiento que dejó salir desde los mechones entallados una risa estruendosa y revivir el momento en que la gracia delicada con posares femeninos solicitaba un descanso, pues empiezan a dolerme las corvas, le oyó quejarse cuando alzaba un pincel embadurnado de una mixtura rosa e intentaba recrear el halo de unas candilejas que mucho después parecían aluzar los recuerdos. La nuca seguía doliéndole; con una frecuencia intermitente padecía una especie de garrotazo, a pesar de haber duplicado la posología analgésica que hubiera servido para calmar a una yegua. Despedazó sobre la tabla una telaraña invisible en la distancia, con un pañuelo desechable, y después no pudo evitar un remordimiento pueril, al pensar que tal vez acababa de sentenciar a un hombre, alguien que se distraería intentando espantar una mariposa blanca que se le posaría en la frente mientras conducía un coche excesivamente veloz, pues con ese gesto sencillo había borrado, en una hogar de sedas radiales, las previsiones alimenticias solucionadas laboriosamente por un insecto que no podría alimentar a una prole a punto de eclosionar, perdiéndose para siempre la esperanza de vida del depredador que un domingo de septiembre atraparía una mariposa blanca, la misma usada por el destino para provocar la muerte de un conductor desprevenido. Miraba el rostro de Priscila, su amiga gorda y triste, pero en un plano más espiritual tiraba del ñandutí de acontecimientos que se deshilachaban, rotos, vueltos a juntar por los nudos de la suerte, enredados o dispersos en la superficie farragosa de la memoria, y en su reverso también, en el ajetreo subterráneo de los termitas voraces con las tablas agrietadas y el tamo
  • 22. 22 en las escarpias ocultas y la herrumbre devorando los hierros de celosías que nadie podía saber a ciencia cierta cuándo se abrieron por última vez. Su amiga Blesila, antes de cumplir veinticinco años, había contraído el vicio de imponer su opinión a los demás en todas las cuestiones de dominio público, discutidas en los mentideros, resolviendo qué debían hacer los gobernantes para arreglar la crisis económica o planteando los razonamientos éticos que justificaban los abortos adolescentes sin anuencia paterna; ese triunfalismo con que zanjaba cualquier controversia dialéctica, se le había ido consolidando en el temperamento desde que acabó su formación universitaria y tuvo que bregar ante los tribunales populares durante los juicios orales, para hacerles entender la petición de inocencia que reclamo ante este distinguido jurado, para mi cliente, el acusado Don Caspio Villegas, presunto asesino de la ahora fallecida, Doña Engracia Mazón, qué dios tenga en su santa gloria, porque aquel jueves fatídico los efectos turbadores del coñac le convirtieron en una marioneta sin intencionalidad, premeditación, ensañamiento o alevosía, al ejecutar doce veces consecutivas un apuñalamiento, con el mismo cuchillo que suele utilizar por las mañanas para descuartizar corderos en la carnicería; ustedes posiblemente sean artesanos, panaderos, mecánicos, arquitectos; gente de bien elegida por sorteo para decidir un veredicto, plenamente responsables de una tarea en la que los magistrados profesionales quedan relegados a la mera dispensa de auxilio, son por tanto jueces con poder decisorio, pero como hombres y mujeres que desempeñan un oficio y aman su trabajo, ¿creen factible que alguien se sirva de las mismas herramientas que le dan de comer para consumar un delito tan atroz?. Blesila desplegó su estrategia persuasiva y absolvieron a Don Caspio Villegas de unos hechos incardinados en
  • 23. 23 el concepto jurídico de asesinato, aunque no consiguió librarle de otra condena más blanda por homicidio. Era una mujer impetuosa, que parecía movida por corrientes eléctricas bajo sus trajes de ejecutiva y su pelo excesivamente corto, como si el tiempo no le alcanzara para colmar su curiosidad innata y su avidez de conocimientos, que apaciguó en parte reteniendo mementos de jurisprudencia y doctrina consolidada en todas las ramas del derecho. Entre el buen aprovechamiento que hizo del estudio y el solivianto por los misérrimos pagos del turno de oficio concedido a la justicia de los pobres y la despiadada competencia profesional, por la que apenas captaba clientela, se inscribió en unas pruebas selectivas y obtuvo la mejor nota entre las tres mejores notas históricas de las oposiciones para abogados estatales, aunque, como efecto colateral, esa erudición le acrecentaría la soberbia intelectual y le confirió una irritante velocidad a su modo habitual de expresarse Durante la tertulia del martes, entre amigas cuyo roce había hecho estañar trabazones afectuosas, más duraderas, resistentes a la mezquindad e inmunes al deterioro que las establecidos por cada una de las mujeres con sus maridos, novios o amantes, la señora se puso en pie y solicitó un momento de atención por favor, niñas, quiero enseñaros algo, he conseguido expresarme con naturalidad. Mostró una tela mediana, dispuesta con una proporción exacta entre los bordes de un marco provisional, que fue cambiado por otro más vistoso de maderas trenzadas días antes de colgar el cuadro. Por su peculiar impaciencia a la hora de enseñar sus pinturas casi lo arrebata entre los guantes sin mácula de un mozo cuyo cuerpo parecía esculpido a cincel. Entró a la sala como un robot, desnudo en el atavío de la pajarita y el delantal exiguo, anunciando la nueva obra: "Bailarina sobre fondo rosa". Provocó tal
  • 24. 24 revuelo que la anfitriona tuvo que esforzar la voz varias veces hasta conseguir apaciguar el ambiente tribal que se había extendido entre las mujeres: silbaban, reían a carcajadas, improvisaban piropos y propuestas obscenas, con bailoteos y chillidos guturales, que dejaron afónica a Niceta. "Chicas, luego vendrá Simón para daros caña", repetía. Sólo cuando se calmaron y la reunión transcurría con su ritmo ordinario, levantó el cuadro, con una actitud candorosa pero a la vez altiva, en una contradicción producida entre su mirada y su gesto facial, y estirando los brazos ante sus invitadas lo guió por el aire en un movimiento oscilante, deliberadamente lentificado para que pudieran apreciar la grandeza de su talento, parecía decir: "Admiradme, soy excepcional". Era una vanidad común en los artistas al divulgar sus creaciones o de las madres primerizas cuando permiten ver a su extraordinario bebé, y que en la señora únicamente afloraba en el ámbito doméstico, con sus amigas, porque mantuvo durante años la costumbre de rematar sus bocetos, tras someterlos a tantos perfeccionamientos, retoques, ampliaciones y borrados que nunca reflejaban la idea inicial, y sólo después exhibirlos públicamente durante aquellas veladas informales, sin otra pretensión que escuchar las valoraciones de sus invitadas, que en esos momentos casi no podían reprimir la excitación de ver nuevamente a Simón, el guapo. Así que, por esa expectativa, la corriente de críticas espontáneas se condensó en un "me gusta, es muy bonito". Blesila, erudita en leyes y mujer de mundo, se contuvo haciendo una pausa premeditada y, como si fuera una apreciación tan evidente y simple que ridiculizaba la inteligencia del resto de tertulianas, pronunció su parecer, seria, transcendental, compadeciéndose de la torpeza ajena: “Es una alegoría sobre la sociedad burguesa y su mediocridad”. Niceta, aunque espabilada para resolver
  • 25. 25 cuestiones prácticas, no había rebasado el último curso de la educación primaria, y se quedó pensando qué podría significar la palabra alegoría. La pintora, para azuzar la intriga sobre el mensaje del cuadro, agitó una campanilla y se entretuvo en pedir moscatel y galletas de la suerte, cuyo interior podía ocultar un diamante o una pepita de oro; se dejó caer en un asiento de felpa escarlata, cuyo espaldar formaba una ese, y esperó la atención de todas sus amigas, con una sonrisa triunfante, la misma que mostraría si poseyera una verdad absoluta y universal. Recién, usando palabras llanas, comenzó a insuflar un soplo de romanticismo a Priscila, la que existió antes que las aspiraciones se atoraran en la desilusión, fúlgida diva, rutilante, la del cuerpo flexible y ligero que parecía gravitar desafiando las leyes telúricas. Tenía el carácter templado por una disciplina casi castrense, mantenida desde la pubertad; en muchas sesiones de espontaneidad natural y técnica forzosa había rozado una perfección que le llevaría a la compañía nacional de danza. Pude verla en la barahúnda de unos ensayos generales, durante los preparativos de una ceremonia para agasajar la visita de un Papa cristiano. Desde el anfiteatro contemplé a todos los partiquinos y danzarines dando trompicones por los nervios, pero Priscila, la bailadora principal, seguía imperturbable, inventando paraísos perdidos en el aire, proponiendo figuras fugaces con los gestos de una metáfora perfectamente armonizada en las sugerencias de los astrágalos entre las manos expresivas y los basamentos de las piernas elevándose sobre las hiedras sinfónicas de una lírica en la que giraba, para fabricar cornisamentos con frisos de acanto y capiteles coronados con volutas y obeliscos con mosaicos quiméricos, que finalmente se desmoronaron ante el leve aleteo de ese hado burlón que preña de fatalidad las esperanzas y balda esfuerzos y consigue que una glándula
  • 26. 26 tiroides se vuelva cicatera en una mujer. De manera que un desbarajuste hormonal desencadenó la obesidad patológica de una espiga que se fue convirtiendo en tronco y después en una musa oronda con dificultades deambulatorias. Priscila no pudo sorprender al mundo en aquella celebración que daría la bienvenida al sumo pontífice, dilapidó sus ahorros en dietas milagrosas y métodos de adelgazamiento carentes de eficacia terapéutica y mucho después, con el humor atribulado y la economía malparada, tuvo que aceptar un empleo a tiempo parcial de costurera, para zurcir los mismos atuendos con los que antaño le entronizaron en la leyenda del hada de los movimientos. El resto de su vida soportó sin resignación el calvario de llevar encima una vaina sebosa que le entorpecía los actos más elementales. Mantuvo intacta la tozudez por recuperar su figura esbelta. Cada día renegaba de aquella mole, con la que siguió perseverando en sus entrenamientos de danza, intentando convencer a su amiga pintora que la gracia no está en las carnes sino en el movimiento. Un sábado, llegó a la ciudad el circo de Ángel Cristo. En el pase de las cuatro, un tigre manso, que hacia genuflexiones y acrobacias al restallar un látigo, recuperó sus instintos atávicos y saltó a las gradas, convertido en un demonio de cuchillas vertiginosas y quijadas titánicas, entre la desbandada de una multitud disgregándose en turbas menores al paso del proyectil atigrado, que reclamó su reino mediante zarpazos acerados y dentelladas raudas. Cuando la carpa se vació, un arlequín oculto hizo el ademán de iniciar el recuento de heridos, pero encontró solamente un peluche grande y cansado de orejas gachas, que no había causado siquiera un rasguño entre la clientela despavorida. Esa tarde, la danzadora estaba intentando hacer una cabriola clásica y se
  • 27. 27 desparramó en el suelo, donde estuvo agonizando como un manatí encallado en los arrecifes, ahogándose bajo la gravedad aplastante de su propio lastre. Habíamos acordado que pasaría a recogerla, para conocer las fantasías trashumantes de los saltimbanquis y la mujer cuya dentadura cercenaba los hierros. Así que pulsé el timbre con dos toques cortos y uno largo, como seña convenida para identificarnos, pero nadie contestó. Subí hasta el tercer piso, y pude percibir la fatiga de su respiración y el hilo de lástima que reclamaba socorro inmediato desde un barrizal que no le dejaba levantarse. Pedí ayuda, y fue necesario el concurso sincronizado de la fuerza de cuatro hombres para voltearla. Tenía el rostro congestionado, los labios amoratados. “Solamente quería bailar”, musitó. Desde aquel rescate providencial, Priscila demostraría una gratitud tan pertinaz que llegó a parecer una devoción, gracias por salvarme pero te quedaste sin ir al circo, le sonreía; no sólo por sacarla de una agonía previsiblemente fatal, sino también por todas las veces que le escuchó desperdigar la sarta de sus descreimientos, infundiéndole ánimos para seguir empujando sus carnes paquidérmicas y los sueños atascados entre las grasas del desencanto. Aun casada, madre de tres niños y con limitaciones funcionales para la bipedestación, mantuvo la costumbre de peregrinar hasta la hacienda de su redentora, cada viernes, ofreciéndole un ramillete de hortensias y una efusión de besos ligeramente ensalivados. La dueña terminó aquella hermenéutica del retrato buscando la mirada de Blesila y remató: “Representa la voluntad inquebrantable”. La dama se parecía a Priscila en la obstinación por seguir su propio instinto y a Blesila en la misma incapacidad para soportar los aplazamientos del
  • 28. 28 destino. La ventolera de ser pintora fina le llegó prematuramente, incluso antes que la menarquía. Una vocación excesiva por retener a pinceladas el devenir de las cosas, tan acuciante que se llegó a pensar que padecía alguna perturbación nerviosa, conque siempre andaba ensimismada sobre una libreta descuajaringada, trazando bosquejos nerviosos de todo cuanto fuera perceptible. Después de una comida dominical, anunció el verdadero motivo de sus alteraciones: “Voy a ser pintora de cuadros famosos”. Con la voz aún ondulante, parecía que sus padres, su hermana y hasta la mascota flautista, con la exhibición de solfeo a medio terminar, se hubiesen solidificado bajo un cemento de estupefacción; nadie se movía, el mundo se contuvo hasta que dos puños de trueno golpearon la mesa y una inclemencia marcial increpó: “Tú harás lo que se te diga”. A continuación su tutor descerrajó una ráfaga de moralina a gritos; los artistas son gente de mal vivir, bohemios, degenerados que suelen encontrar una muerte miserable; piensa en Poe, ese borracho, Ernest Hemingway suicidándose, Van Gogh, Bécquer tísico, Modigliani vicioso, Lorca acribillado a balazos. En ese momento su padrastro hizo una pausa, dando a entender que hubiera podido extenderse interminablemente, cuando en realidad no sabía bien cómo proseguir, pues tenía ese obituario, disponible para la metralla dialéctica, por un artículo sobre genios malogrados que había leído en la prensa matutina. Virginia Woolf, Salvador Dalí, Robert Schuman..., tal vez la creatividad sea una forma de locura –su hermana divagó para sus adentros-, porque los dementes y los artistas establecen las mismas conexiones extrañas y originales en sus pensamientos... Arsenio era un militar de baja graduación, jubilado prematuramente por una hernia mal curada, que por temperamento ejercía sobre toda la familia
  • 29. 29 una dictadura dentro de esa otra dictadura nacional que solamente existía en su añoranza. El orden jerárquico instaurado en el ámbito doméstico no requería razonamientos, conformidad o negociaciones para imponerse. Su madre, Lucrecia, comenzó un llanto callado mientras aferraba un pañuelo con las dos manos, en una reacción previsible. Tenía una disposición innata para llorar por cualquier suceso, aunque fuese trivial. Elisenda, su hermana, seguía mirándola sin meter baza, aunque prudentemente expresó su congratulación guiñándole dos veces el ojo izquierdo, que en su semiótica pactada significaba felicidades, pero también un “este ñiquiñaque me pone de los nervios”. Poco después de aquel domingo de choques generacionales, por la primavera en que vivía con naturalidad su primera juventud, al volver de la inauguración del semestre académico, la estudiante con las manos llenas de pinceles, se quedó atónita contemplando el nuevo diseño de su propia habitación. Había sido empapelada con unos pliegos satinados que previamente sirvieron a un conferenciante matemático para explicar sus teorías. Era el castigo taimado a unos suspensos escolares, pero que fueron justificados por Arsenio con una confusa argumentación de mediciones pifiadas, rollos de papel floreado imprevisiblemente cortos y un presupuesto agotado. De manera que despertaba envuelta por las trepaderas de los logaritmos, en el álgebra del amanecer newtoniano, entre las conjeturas de Fermat; viendo un fárrago de ecuaciones y teoremas crípticos y el planteamiento del número pi hasta donde alcanzaba la incógnita de su alcoba. El causante de ese embrollo alfanumérico había sido un matemático itinerante llamado Manuel Rey, quien se entretuvo en armar un modelo especulativo mezclando nociones pertenecientes a la segunda ley de la
  • 30. 30 termodinámica y una formulación inspirada en la teoría del control óptimo que permite a los ingenieros orbitar satélites. Paradójicamente, el estudio medía la resistencia a la ruptura de las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres. Su aridez inicial, escondía cierta retórica, en pasajes plagados de integrales dispuestas como numerador para la división con raíces cuadradas contenidas en una derivada, con la que establecía un símil entre la convivencia en pareja y una cacerola cuyas aguas hirvientes, al retirarla del fuego, se enfriarán ineluctablemente si no recibe suficientes atenciones en forma de acercamiento a un foco cálido; como síntesis enunciaba una sola fórmula: la duración del amor es directamente proporcional al esmero aplicado. Elisenda descubrió por casualidad la manera de interpretar correctamente la simbología; al tirar de la esquina sin adherencia de uno entre muchos folios punitivos, dejó visible una tabla que aclaraba las incógnitas. Pero las abstracciones de Manuel Rey, a pesar de su impecable razonamiento, fracasaban al descender del nivel especulativo y aplicarse al mundo real. Tendría que haber conocido a nuestros padres, aseveró Elisenda, tomando como muestra la actitud servil de su madre frente a un esposo habituado a tratarla con aspereza, y a pesar de esos desaires el matrimonio duró lo suficiente para contrariar las inferencias numerológicas que empapelaban la alcoba de la pintora. Lucrecia, desde que, en una ceremonia civil, firmó el acta matrimonial, había asumido las desatenciones diarias y el temperamento hosco de Arsenio, su segundo marido, como una carga que debía soportar por su condición femenina, de la misma naturaleza que la menstruación o el alumbramiento. Ni siquiera las ofensas a puño cerrado consiguieron resentir el
  • 31. 31 candor con que trataba a su macho, le lavaba entre las nalgas para ahorrarle la afrenta de obligarle a recrearse en el albañal de sus propias incontinencias fecales en la cama, "mi tormento, tan grandote y aún con el culillo suelto", con una dedicación encomiable le espolvoreaba talco perfumado, tras secarle y cambiar las sábanas, y se acercaba a su oído para susurrarle que a dormir, machote, mañana será otro día si dios quiere, dándole dos cachetes blandos en los glúteos, como si aquel hombre desabrido y viejo fuera un bebé grande y poco antes no hubiese propiciado con sus modales furibundos un accidente domestico al zarandear a Lucrecia, hasta desequilibrarla en una caída contra el borde de la bañera, comenzó a sangrar a borbotones y se quejó una sola vez, no por la contundencia del golpe sino por el quebranto en su orgullo; Arsenio, muerto de miedo, tuvo que llevarla al ambulatorio para que le cegaran la herida en la frente con varios puntos de sutura. Durante otra sobremesa propia de los domingos, porque el resto de la semana Dulce y Elisenda salían corriendo a sus habitaciones antes de concluir el postre, el hombre sexagenario deshacía el nudo de mariposa en una cinta violeta que facilitaba el transporte de las bandejas desde la confitería, y mostrando los avance irreversibles de su perfidia machista, declaró con un convencimiento pleno de estar poniendo las cosas en su sitio: “Las mujeres sois inferiores a los hombres, por eso la naturaleza os ha dado menos dientes", como si hubiera aclarado definitivamente una entropía que abrumara a la familia, pero era el modo con que la cultura entallece nuevos idearios mientras todavía se nutre por rizomas inmemoriales que obligan a una mujer a casarse con su violador o causan una obcecación aristotélica que impidió a Arsenio corroborar empíricamente su hipótesis odontológica.
  • 32. 32 Con esa torpeza de miras y el talante de un militar espartano, convirtió la tutela de Beatriz en un asedio permanente. Para persuadirla de que su inclinación por la pintura únicamente le depararía una existencia apurada, se limpiaba el culo con los lienzos que había logrado confiscarle, de manera que los refulgentes amaneceres, los claros tulipanes, las desvaídas ninfas, acababan embarradas de mierda. Desplegó una táctica lenta e implacable para desgastar la moral de una hijastra que apretaba los labios, encogía los hombros y cerraba los puños, conteniéndose para no derramar todo el caldo hirviendo de la ira cocinada a fuego lento en los anafes del rencor, por tantos malos ratos y berrinches y tantas llantinas sin porvenir en la rebeldía propiciada por interminables causas que estaban perdidas, incluso antes que pudieran convertirse en una petición formal: “¿A las once en casa?”, porque le llegaba desde el otro lado de la casa un bramido de sargento acuartelado: “No quiero que vuelvas después de las diez”. Durante los días lectivos, acompañada por Griselda, amiga desde el parvulario, asistía a las aulas de un liceo público, sin vocación ni interés, simplemente para acatar los constreñimientos de Arsenio y evitarle a su madre el apuro de tener que mediar en otro conflicto doméstico. Apenas le dispensaba atención a los asuntos académicos y permanecía en el pupitre cariacontecida, oyendo chispazos que no existían en el ambiente porque eran signos de la energía irresistible que su alma generaba en la pugna por atraerla hacia los atolones del arte pintado, hacia los trazos de colores y las colinas sinuosas y las cruces para las golondrinas y la nube verde sobre el palote marrón, acabados en los bosquejos que con disimulo apoyaba sobre sus rodillas durante las asignaturas más tediosas.
  • 33. 33 Su compañera de estudios, Griselda, había sido concebida a las bravas durante el arrebato de un padre al que nunca llegó a conocer, Abundio, quien había sucumbido a la actitud deliberadamente provocativa de María, su propia cuñada. La pareja, tras la primera falta menstrual, eludió la ignominia familiar mediante el recurso simple pero efectivo de colocar una faja elástica alrededor de la barriga cada vez más prominente de María. Parió en el retrete de un tren que llegaba con retraso a Barcelona y, con ojos vidriosos y un remordimiento que le martirizaría el resto de su vida, abandonó a la diminuta Griselda en el lavabo, envuelta en un aderezo de papel higiénico y con una estampa piadosa de Santa Gema, para que tuviera a bien otorgarle protección frente al desamparo. En el liceo, cada curso escolar se inauguraba mediante un protocolo de cortesía en las aulas, así que cada alumno debía levantarse y contestar sucintamente a un cuestionario sobre su procedencia, identidad y filiación sólo cuando fuese señalado por la batuta de doña Consuelo, la maestra. La varita que marcaba el turno apuntó a Griselda y le obligó a ponerse en pie. Estaba tensa, la yuxtaposición de sus manos, formando una uve ante la saya plisada, denotaba una actitud psicológicamente defensiva, pues presintió el amargor que le depararía el futuro inmediato. - ¿Cómo se llama tu padre? - Hugo - ¿Y tu madre? - Rafael - Querrás decir, Rafaela - No, se llama Rafael, también es un hombre.
  • 34. 34 Había conseguido desarrollar una habilidad específica para no reaccionar desproporcionadamente ante las burlas ajenas, así que permaneció erguida, impasible, envuelta por una bullanga que mezclaba risas, cuchicheos e insultos esporádicos cuyo único propósito era infligirle un daño deliberado y traumático. Doña Consuelo, que tenía una hija miope y envidió la salud ocular, el color entre azul y verde y la viveza expresiva en la mirada de Griselda, participó en el oprobio con una actitud pasiva y una sonrisa satisfecha. Dulce le cogió la mano para transmitirle aliento y en ese momento la alumna volvió a sentarse, sin mirar a nadie pero pensando: “Ya ajustaremos cuentas, hijos de puta”. Griselda era una mujer que encerraba una emotividad frágil en un carácter áspero, como muchos hombres; tenía una constitución robusta y la suficiente fuerza para zanjar el acoso de dos bachilleres a los que vapuleó y llevó arrastrando hasta el patio tras una discusión en los lavabos del instituto. Durante su adolescencia, contuvo su propensión lesbiana, por la simple acumulación de rencores atrasados, y se distrajo casándose con un pretendiente masculino y forzando un maridaje imperfecto hasta que conoció a la bella y frágil Lucila: labios afrutados, ojos de zafiro, suave en los modales, que se movía en un ámbito propio de frescura. Instantáneamente padeció una sensación ardiente en las entrañas, que siguió sintiendo cada vez que la encontraba por un impulso de la casualidad y creía percibir el olor limpio de su cuerpo claro, para después abandonarse a su ausencia, como un satélite a la deriva expulsado de la órbita de un planeta mítico. Un día sin presagios, no pudo sujetar por más tiempo el celo del animal atormentado que le hacía mirar como un macho a otra mujer y salió del matrimonio con lo puesto, la tarde que la biblioteca municipal quedaba
  • 35. 35 convertida en un cepo llameante por la mala saña de un pirómano que había originado un incendio en dos focos estratégicos. Entre la humareda encontró a Lucila, inmóvil, aferrada a un poemario de Gustavo Adolfo Bécquer y con la decisión quebrada por el pánico. La tomó en volandas y casi a ciegas encontró una branquia de ventilación por donde escaparon milagrosamente. Años después, Griselda se abandonó al adormecimiento en la suite de un hotel embellecido por ornatos cingaleses, con las venas del antebrazo abiertas por tres tajos perpendiculares, porque no pudo sobreponerse a la angustia de una infidelidad. Aunque antes había iniciado una parranda desenfrenada, durante la que dejó inconsciente a puñetazos a un camionero, cató todas las razas de prostitutas accesibles en los lupanares, vació botellas de ron y ginebra hasta caer en un paroxismo etílico que no le dejaba sentir una luxación en la muñeca tras participar en un torneo de pulsos incruentos, y terminó encontrándose a sí misma en los reflejos infinitos de una alcoba realenga llena de espejos, goteando adioses a nadie en la resaca de una vida difícil y con la incertidumbre de no saber si realmente había eludido las llamas aquella tarde en la biblioteca o, tal vez, el amor es como el fuego y te consume y duele tanto, Lucila. Aquellos remates inesperados de la adversidad todavía eran meros pespuntes en la urdimbre de una bordadura donde los porvenires quedarían entretejidos y hasta entonces el presente se dejaba hilar con la rebeldía de una muchacha que pintaba infrutescencias en la clandestinidad, porque Arsenio había promulgado un decreto por el cual tengo a bien disponer la prohibición absoluta de toda actividad ejecutada por acción u omisión o por encomienda a terceros, de la que pudiera obtenerse sin nueva manipulación o sirva como
  • 36. 36 materia prima para otras composiciones, cualquier logro susceptible de ser considerado como una realización estética del talento, y declaro a los artistas personas no bienvenidas en estos lares. Así que Dulce, último bastión del arte en una casa donde se publican edictos en cuartillas sujetas al espejo del recibidor, escondía sus carboncillos bajo el colchón y cruzaba el pasillo para acceder al cuarto de su hermana menor, Elisenda, en un santuario, desmontado en segundos, donde veía cómo clavaba con chinchetas carteles para idolatrar a Xavi, Iniesta, Villa: un ramillete de atletas sincronizados sabiamente en un ansia incansable por humillar al adversario, tan vehemente que llevó a la selección nacional de futbol a señorear en el campeonato del mundo. Entre una galería de ídolos, miró el rostro fiero de Rafael Nadal, un gladiador olímpico del tenis, cuya fortaleza mental podría pulverizar montañas y solo después intentó animar la sublevación pidiendo a su hermana la connivencia de posar para un icono de las clases oprimidas. En verano, al encenderse las primeras luces callejeras, las hermanas Villanueva salían al balcón para intercambiar confidencias, golosear orozuz o refinar la semántica de su lenguaje gesticular. Un tema usual de conversación era internet. Una red de computadoras cuyos cables se desgreñaban sobre la bola terrestre, bajo los océanos, descolgándose desde zepelines, socavando la tierra, tan tupida que desde cualquier lugar se podía estirar uno de aquellos cordones eléctricos y enchufarlo al ordenador personal. Había minimizado las distancias geográficas hasta hacerlas triviales y sus ramificaciones permitían transmitir cualquier información estructurada que fuera susceptible de traducirse a un dialecto binario o a una disgregación molecular acompañada de la lógica de sus enlaces químicos. De manera que facilitaba un
  • 37. 37 trapicheo profuso de literatura, música, películas, fotografías, frutas de temporada; que eludía controles gubernativos y fronteras tributarias. Elisenda le contaba anécdotas relacionadas con internet. Imagina una pareja mal avenida, que para soportar su convivencia recurre a los flirteos con personas lejanas, a través de mensajes intercambiados entre computadoras. Todos los días repiten las mismas discusiones, los mismos portazos, incluso el plato que lanzan contra los estucados parece siempre el mismo. En esa acrimonia mutua, acabaron por encapricharse a la vez de sus pertinentes contactos, que también estaban emparejados, se aborrecían y mintieron mutuamente para poder reunirse con discreción en el vestíbulo de un hostal. En la fecha acordada, el hombre con la gardenia en el ojal y la mujer del vestido azul asistieron al encuentro y repentinamente, asombrados y boquiabiertos, comprendieron que habían terminado por amartelarse a distancia con el mismo enemigo insoportable de su coyunda diaria. En aquella enredadera planetaria, su hermana Elisenda, dotada de una aptitud singular para desenvolverse con buen tino entre los embrollos computacionales, inició un noviazgo virtual con un quinto que debía incorporarse al servicio militar obligatorio en un batallón de Mérida. Estaba convencida de haber encontrado un amor sincero , entre los cuatro a seis que estadísticamente aparecen en una vida común, así que mediante una epístola, en cuyos márgenes dispuso tréboles y huellas labiales de carmín, le permitió columbrar que anhelaba casarse y tener hijos. El mozo, por su voluntad indecisa y su torpeza para la composición lírica, se embrolló durante semanas con una declaración formal para solicitarle matrimonio. Ensayó: “Amada Elisenda”, releía el avance conseguido y
  • 38. 38 nerviosamente lo sepultaba bajo un alud de tachones. Permaneció agitado por las dificultades del género epistolar, hasta que una corriente de aire le refrescaba la inspiración y se inclinó para caligrafiar un introito diferente: “Cumbre imposible”. Hizo una pausa. Se retiró del folio para enfocarlo desde la lejanía. Ponderaba el posible efecto conquistador sobre su pretendida, vaciló, por momentos le parecía increíble que la misma luna envuelta en los andrajos de unas nubes viejas, pudiera estar alumbrando la quietud de su novia distante, y acabó rompiendo las declaraciones estériles en fragmentos ilegibles y arrojando al viento sus penas de recluta; pero un giro inesperado las llevó hacia el rostro de un cabo furriel; agraviado, dio traslado al sargento, que informó a un alférez, quien a su vez notificó al teniente, así que la indisciplina quedó incluida en el parte que revisaba el capitán todas las semanas y el testigo regreso por el conducto de la cadena de mando, convertido en una sanción que le negaba cualquier permiso y pase de pernocta hasta la jura de bandera, pero que en realidad sirvió a la malaventura para accionar el gatillo de un subfusil durante la última imaginaria del recluta. Cayó de espaldas, con la expresión de los enamorados al despedirse y los ojos abiertos hacia un planeta luminiscente que a esa hora clareaba la tez de Elisenda. Estaba asomada al anochecer y preguntándose qué habrá sido de ese soldadito que tanto extraño. Elisenda entendió la falta de respuesta como una negativa. Arrancó todos los pósters de su cuarto y los despedazó en un arranque de cólera a la que siguió una sensación de pérdida irreparable, tan intensa y persistente que estuvo a punto de ingresar en una congregación de clarisas, siguiendo el consejo de su compañera Viridiana, pero entre Dulce y Niceta, una amiga del pueblo, le hicieron desistir y la convencieron que un clavo saca a otro, niña, así
  • 39. 39 que nada de quedarse a verlas venir y anda arreglándote que nos vamos de fiesta. Pusieron tanto empeño en sacarla de su confinamiento que incluso le vistieron como si fuera una muñeca grande, le atusaron la melena y le acicalaron la expresión mediante unos toques de colorete y una sugerencia rosada de carmín. De esa manera empezaron a desclavarse de su alma los recuerdos y se fueron enroscando los tirafondos que sujetarían los goznes de la esperanza, cuyas articulaciones permiten que corra el aire y se muevan los avatares de lo cotidiano, entre los que llegó una atracción súbita hacia un hombre de modales amables que por la edad hubiera podido ser su padre. Tenía los cabellos entrecanos y el porte distinguido y una dicción de raigambre argentina que le embelesó al escucharle contar sus reparos de pedagogo sobre esa manía que tienen los políticos de hacer cambios experimentales tan impactantes en el sistema educativo siempre que llegan al poder. Desde el primer abrazo habían convenido reencontrarse cada viernes, junto al pedestal con la escultura descabezada de la ninfa pimplea. Aunque en la siguiente cita, el profesor no pudo completar el paseo hasta la estatua, porque a mitad de camino apenas pudo discernir el automóvil que frenaba súbitamente y las sombras violentas que con una fuerza superior a su voluntad le cegaron con una bolsa de oscuridad. Había sido secuestrado en un relámpago dirigido desde un despacho ministerial, porque un informe de los servicios de inteligencia le señalaron como ideólogo de una facción terrorista. Durante un tiempo excesivo para la paciencia, quedó imposibilitado para comunicar el cambio rocambolesco de su situación personal, por lo que Elisenda, viendo caer lo que sería hojarasca en el parque, padeció una nueva decepción, ignorando que, desde su cautiverio, el maestro no podía rondarla y se desesperaba por salir de aquel otro encierro más tortuoso en que
  • 40. 40 se había convertido su enamoramiento tardío. Un atardecer, cuando una gigantesca bandada de estorninos causó un oscurecimiento súbito y los recuerdos dolían como cuchilladas, el caballero conservó la compostura distinguida y el semblante impasible al colocar un taburete bajo sus pies y colgarse a una agonía con la soga de una sábana retorcida, sujeta por una alcayata al techo y amarrada en el otro extremo a su cuello, desconcertado por un pájaro de plumaje iridiscente que se había encaramado al reborde del único ventano de la celda. Lo vislumbró alzar el vuelo y unirse al eclipse bullicioso. Con un batir de alas incesante se posaría después sobre los maceteros con geranios mustios de un alfeizar perdido en la barriada obrera de la ciudad. Elisenda, consumida en una espera infructuosa, se alisaba la cabellera trigueña frente al tocador y estiró la vista hasta más allá de los reflejos cambiantes del ave multicolor en la ventana y suspiró: “Se marchó sin despedirse”. El tercer pretendiente, traído por el infortunio hasta el pantanal de los amores malogrados, fue un capataz de obra, fornido, de piel aceitunada y ojos vegetales, por el que sintió un flechazo vehemente. La suerte de Elisenda parecía anclada en los mismos agravios y los mismos encuentros irrepetibles del pasado, pues su amigo, laborando entre el encofrado del esqueleto de una construcción, abstraído en las expectativas de la siguiente cita, resbaló por un terraplén hasta chocar con un puntal que le desmoronó encima un andamio mal atarugado. Sobrevivió milagrosamente en una unidad de cuidados intensivos, atormentándose por la imposibilidad de transmitir a su cortejada la justificación de lo que todavía consideraba una falta de puntualidad. Permanecía aferrado a la supervivencia por respiradores artificiales y cableados que registraban hasta el ritmo de sus pensamientos y por un fuelle mecánico que le suplantaba el
  • 41. 41 corazón, en un estado letárgico. Esporádicamente emergía a la lucidez, sólo para acordarse, cada vez con más nitidez, de la loba temblorosa que se había acurrucado en su pecho impregnándole con un aroma puro a tierra tras la lluvia. En uno de los despertares, se exasperó al verse enredado en una maraña de cánulas y electrodos y vendas, y arrancó a manotazos aquella parafernalia, exánime, para lanzarse desde la yacija y fue arrastrando su pesadumbre por el suelo, convencido de que encontraría una salida, mientras iba dejando un reguero sangriento y el zumbido del electrocardiograma se metía en su cabeza y acababa confundiéndose con el silbido de una cafetera en ebullición, que en esos momentos retiraba Elisenda de los fogones. Había terminado por resignarse ante aquellas muestras de informalidad e interpretó la ausencia del albañil como un vilipendio definitivo, aunque la repetición de tantos desencuentros terminó por inmunizarla contra el hastío. “Te quedarás para vestir santos”, le auguraba su madre. Era una verdad a medias. Había puesto una estatuilla de San Valentín en su habitación, y le tejía ropita y la vestía y desvestía solicitándole el favor de encontrar al amor de su vida. Al comprobar que no daba resultado colocó a San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles, con lo que ahora cosía el doble de ropa. Lentamente su habitación se fue convirtiendo en un santuario de estampillas de vírgenes y beatos, palmatorias con candelas desiderativas, lamparillas sobre el velador, un lábaro de cartón con sus peticiones, las cuentas de un rosario mortificante hecho mediante colmillos de tiburón blanco, ingeniosas manualidades sobre alambres doblegados hasta modelar la forma de la cruz; incluso, camuflado contra miradas inquisitivas bajo un sifonier, el santo Don Cipote, adquirido en el mercado de los desencantos con la creencia de que el tocamiento frecuente de
  • 42. 42 su enorme virilidad de madera atraería la fertilidad y por tanto a los futuros padres de familia numerosa. Una noche soñó que flotaba en un mar de mercurio, y en lontananza se aproximaba un guerrero sobre un caballo cuya gualdrapa bordada con piedras preciosas y borlas doradas refulgía en un horizonte diáfano. Soñó que el adalid descendió de la montura, sin más atuendo que un taparrabos púdico, y la besó a bocajarro pero con ternura. Sintió una descarga de minúsculas descargas eléctricas hirviendo por su columna y un aleteo cálido de pétalos sedosos disolviéndose en su vientre, que le hicieron abrir los ojos y asirse al tafetán del colchón, mientras se le arqueaba la espalda y comenzaba la sucesión extenuante de eclosiones en un punto impreciso bajo su pubis, en las que una ringlera de crisálidas se deshizo en gotas líquidas formando un aguazal cegado, que la mataba y al instante le hacía renacer siempre; entre un temblor de tierras movedizas separó las piernas y no pudo gritar, porque una alfaguara salada salió a propulsión por entre las grietas de su feminidad inexplorada, atravesó sus bragas, y le caló el camisón duro recosido con hilaza, dejándola derrengada y preguntándose de qué color eran los ojos del gladiador mítico que habita en los humedales de los sueños. A la mañana siguiente, la acuarelista tuvo que esconder apresuradamente bajo la camisola un boceto, ante la revista sorpresiva de una virgulilla hirsuta sobre una boca admonitoria, que las había petrificado con un quién avisa no es traidor, y que también dejó un tufo enervante a coñac. Tras el paso del censor, abanicaron la estancia con las hojas de la ventana y sólo después de renovarse la atmósfera, intentó explicar a su hermana menor que la experiencia de anoche no había sido una argucia santoral para colocar un
  • 43. 43 marbete sobre el candidato idóneo que debería servirle como referencia durante su singladura casamentera, sino que la contención sexual, cuando se prolonga en exceso, puede alterar la fisiología y el sosiego de las personas saludables. Aunque la soñadora siguió empecinada en orientarse por las ráfagas radiantes de un fanal que alumbraba el rumbo de sus devaneos hacia un galán físicamente idéntico al de sus fantasías eróticas. Dulce logró convencerla para que visitaran a una amiga, que con sus astucias de arúspice y su esoterismo clarividente, les ayudaría a interpretar la jerigonza equívoca de los sueños. Secundina, la pitonisa, podía anticiparse a los desarreglos del porvenir removiendo los posos del café, emparejando las runas o con cualquier artimaña propia de las prácticas adivinatorias, incluso aseguraba que con sólo poner la mano en la barriga de una embarazada podía pronosticar el sexo del neonato. Sus facultades también incluían la mediumnidad, pues la atrofia de su sentido del oído le permitía escuchar a los espíritus en pena que, según declaró, se fugaban del purgatorio y le pedían el favor de darles aposento en su casa; afirmando oírles lamentarse de que estaban deslomados por tantas jornadas donde nunca ocurría nada distinto a contar gotas para los aguaceros, lijar centellas, imprimir tinte durante las puestas de sol y amoldar los corpúsculos de las nevadas; así que Secundina aparentemente hablaba sola todos los días, pero en el fondo se dedicaba a negociar las condiciones del asilo humanitario que le solicitaban unos parloteos inaudibles. Empero, aquella prognosis infalible para cuestiones ajenas de Secundina no le previno de su propia suerte: ingresará en una secta, perderá el patrimonio y la capacidad de gobernarse a sí misma y terminará sumida en una devoción servil que le obligará a mantener
  • 44. 44 ayuntamiento carnal con niños varones para ofrendar la perversión de una deidad abominable. Aquella tarde, entre la bruma de los incensarios y el resplandor mortecino de una lámpara amortajada con un velo, la sibila, ataviada como si fuera a ejecutar una danza del vientre, colocó un escorpión en su muslo izquierdo y entró en trance, al entornar los ojos, bisbiseando al ritmo de los signos locomotores del alacrán, “Cándida deberá cuidarse del iceberg”, “Obdulia alzará un cáliz con licores dulces pero ardientes”, "Niceta vive en un oasis ilusorio"; no pudo concluir porque se le liaron los presagios, distraída por dos espectros lenguaraces que preguntaban cómo encontrar algún puterío cercano. Un aguijonazo la despertó de su arrobamiento mientras espoleaba la curiosidad de las consultantes con un pronóstico lapidario: “Enfermarás soltera”. Secundina, lazando una bata celeste con que acababa de cubrirse, despidió a las hermanas desde el rellano, presintiendo el escrutinio implacable de una vecina a través de la mirilla, quien chismorreaba qué desvergüenza, se terminó la decencia, sí señor, ¡Paco, si levantaras la cabeza!. La quiromante, como si atravesara una racha de viento frío, hizo el ademán de abrazarse y encogió el cuerpo: "A ver si pasa pronto la otoñada", deseó, refiriéndose al cambio estacional pero también a esa generación de hombres y mujeres atrasados e incapaces de adaptarse al presente histórico, aunque solamente dijo: "Cuidaos chicas, nos vemos pronto". Dulce y Elisenda regresaron a sus tribulaciones, que no sólo permanecían irresueltas, sino que además se complicaron con las profecías espontáneas del oráculo animal. La pitonisa les señaló las muescas ocultas en los anversos de un azar aparentemente imprevisible y arbitrario, desde una
  • 45. 45 ronda similar a otras en los avatares de un juego sin reglas ni segundas oportunidades, pero ese conocimiento precoz no confería también la facultad para detener o alterar la cadena continua de encartes inexorables, propiciados por la fatalidad, la ternura o el desamor, en la baraja inmensa de acontecimientos que asignaría a Obdulia una ingesta de adversidad en estado líquido, a Cándida un cerro de aguas en estado sólido y a Niceta otorgaba la tranquilidad de asumir como cierta la fantasía de lo cotidiano, tan resistente como el humo. Cándida, con su nariz respingona y menuda, sus ojos almendrados y sus labios con forma acorazonada, además de su aversión a los baños, sus rutinas de higiene corporal mediante un cepillo exfoliante y su gusto exagerado por el atún y los mimos, parecía el resultado evolutivo de un espécimen felino. El aura exótica de Cándida, que producía una atracción física ineluctable, desconcertaba sobre la verdadera naturaleza espiritual de aquella mujer. El año que aprendió a leer y escribir, tropezó con la soledad una mañana que su familia había salido a un oficio de difuntos. Estuvo hojeando un diccionario grueso, extrañada en una sucesión de hallazgos donde reconocía vocablos susceptibles de tener varios significados, y terminó preguntándose si no sería posible inventar un nombre propio para cada objeto; le chocó la sinonimia, por la que varias entradas designan un trozo idéntico de realidad, pensando que esas coincidencias fomentaban un despilfarro de tiempo durante la tesitura de tener que escoger entre pena o tristeza para decir ese algo que te duele cuando la casa está vacía y añoras la presencia de quienes se marcharon para siempre. A la hora del almuerzo, seguía deslumbrada por el descubrimiento del diccionario, esforzándose, entre risas, por imaginar un contexto adecuado al uso de pernituerto o desporrondingarse.
  • 46. 46 Intuyó las infinitas posibilidades que ofrecía aquel compendio del idioma, cuyo manejo frecuente le desarrolló una facilidad practica para designar las cosas mediante precisiones léxicas, que en ocasiones apuntaba en un folio, factótum, céfiro, tachuela; formando un breviario que siempre llevaba encima, doblado y sujeto con un imperdible al pololo. Otro día empezó a garabatear impulsivamente en una libreta, primero con trazos ilegibles, después formando una caligrafía parcialmente coherente y acabó haciendo florituras a una serie de rimas que, consideradas en su totalidad, caracterizaban una estructura de sonetos. De esa manera comenzó su vida secreta de poetisa. Poco después de superar el estallido biológico de la pubertad, descubrió el cuento literario, durante una feria itinerante de las letras que se había instalado en las afueras del pueblo, donde los juglares voceaban florilegios a los curiosos o se celebraban competiciones para medir la rapidez en la propuesta de anagramas o la localización de una entrada en una enciclopedia. Envueltos por un aire surrealista, los orfebres mostraban la maestría de entallar fábulas y parábolas y brevedades rioplatenses en los camafeos de las gargantillas, antecedían, en la hilera de feriantes, a dos miniaturistas que, con sus lupas monoculares apresadas mediante un guiño, escudriñaban la maquinaria intrincada de unos instrumentos similares a relojes, que permiten a los hombres medir la belleza. Remataba el gremio, un artesano diestro en la joyería que, inclinado ante su bigornia, se dedicaba a pulir, tras un repetido martilleo, triadas de alhajas similares a huevos dorados de algún ave mítica, a las que ninguna persona entre la concurrencia les otorgó un valor utilitario más allá del esfuerzo estético, hasta que un candil recién encendido iluminaba el resquebrajamiento repentino de las cáscaras de estaño, se abrían por el instinto
  • 47. 47 de unas crías diminutas que se desperezaban contra las fárfaras hasta romperlas y asomaba al mundo una extirpe nueva de pensamientos. Cándida, aturdida por aquella fantasía múltiple, zanqueaba entre los tenderetes, dejándose llevar por el baqueo de su impaciencia hasta que encontró una barraca que parecía fondeada en una época anterior, de la que conservaba su olor propio, su penumbra, sus misterios no resueltos. Anunciaba a Zacarías el profeta, un cuentero estrambótico cuyos evangelios, por razones inespecíficas, únicamente podían ser entendidos por personas ambidiestras o con un determinado montante en su economía, que daba noticia de una hermandad universal entre los hombres y la revelación de los misterios atemporales de la muerte, el amor y la soledad. Voceando atrajo a Cándida, acercaos, tened a bien conocer el origen del universo, os contare cómo un gobernante venusiano, entre bostezos, mandó reunir a sus consiliarios y les solicitó que tuvieran a bien inventar un juego, un divertimento; animándoles la listeza para que discurrieran un método capaz de espantarle el tedio, con el acicate de que el más meritorio podría desposar a su única prímula. Un erudito concibió la tierra, las bestias y las plantas; otro ideó la poesía, los enigmas y el agua; el último, imaginó al hombre, más al verlo solo, añadió a la mujer, preferentemente para la cópula y la perpetuación mecánica de la especie. He aquí que vengo a redimirte de tu condición, acepta acompañarme por senderos de esperanza, te ayudaré a conocer la valía de tu misión, tu cometido en esta tierra, tu mensaje al mundo. No importa cuántos llegaron antes. No te detengas. Si tienes un anhelo, cada momento es un paso, cada paso es un logro y cada logro te acerca a ti misma.
  • 48. 48 Zacarías pretendía convertirla en su acólita, pero Cándida malinterpreto la propuesta y entendió que debía comenzar a escribir sin pretensiones poéticas. Desde ese encuentro, se hizo el propósito de plasmar su mensaje al mundo en forma prosaica y abandonó sobre un escaño del parque las resmillas con sus poemarios, que alguien cogió y lanzó a un contenedor de papeles, para venderlas después a peso en una chatarrería. Se quedaba enfrascada en la escritura de sus ocurrencias hasta que casi amanecía, alumbrándose bajo las sábanas con el haz de una linterna para no ser descubierta por sus padres. Cuando regresó la feria de abril, había terminado un cuento que le pareció a la novela lo que una fotografía era para las animaciones cinematográficas, pero no pudo dejárselo leer al maestro Zacarías ni que le aclarara que ese símil lo había planteado antiguamente el platero de las triadas. Según la rumorología del lugar, el profeta se había disuelto en el fuego tras incinerarse en mitad de la calle, para manifestar públicamente el descontento que le causó el abandono de su esposa. Cándida, anualmente, estuvo presentando su relato a un certamen municipal cuyas cláusulas de participación no permitían declararlo desierto, pero nunca había conseguido la unanimidad del jurado. Hasta la anualidad que, por costumbre más que por convicción, volvió a presentar la sombría venganza del avaro cabildante de Cabrales, al que habían mezclado churras con merinas en la dote de su primogénita, tarda al casamiento por estar separando ovejas; Cándida en esa tentativa, consiguió ganar el laurel dorado. Intrigada, requirió a los jueces y entre cuchicheos y sonrisas socarronas le respondieron: ·”Fuiste la única que concursó”.
  • 49. 49 Junto a Cándida, los designios del alacrán señalaron también a Obdulia. Era una mujer con una inclinación connatural a los modales refinados, a la que se podía ver descascarando gambas y langostinos mediante cuchillo y tenedor, mientras el resto de la familia se embarraba las manos y dejaba las servilletas llenas de churretes. Al andar se movía con un porte majestuoso, practicado con una biblia sobre la cabeza por los pasillos de un internado católico, porque siendo niña anunció que llegaría a casarse con un caballero de sangre azul. Obdulia, previniendo que debería desenvolverse entre los estamentos nobles, aprendió cuestiones diversas sobre conflictos internacionales, nociones de política y economía, reglas que rigen el golf, el tenis y la hípica, protocolo diplomático, náutica elemental; eligiendo las materias por instinto, pues no encontró la manera de conocer qué temáticas se manejaban en las conversaciones informales de los príncipes y los duques. Así que estudió, en sus ratos libres, una miscelánea que incluía a Euclides, el Almagesto o las catástrofes naturales, sin que nadie advirtiera ese esfuerzo autodidacta, porque Obdulia estaba dotada de una claridad intelectual que excedía la media estadística de la población y le facilitó terminar la carrera dos años antes que el resto de sus compañeras. Tras licenciarse, su padre le cedió la gerencia de los negocios familiares, a los que, mediante estrategias empresariales conjugadas, hizo triplicar los beneficios en el primer semestre. Su padre, al revisar las cuentas exclamo: “Es lista para los negocios”. Sí, muy lista, pero en asuntos sentimentales se desenvolvía con torpeza y al primer envite sucumbió a la fascinación de los ojos opalinos y las manos virtuosas y las facciones cinceladas de un aristócrata que había perdido su fortuna por el vicio incorregible de las partidas de naipes.
  • 50. 50 De esa manera vivió su primer y único noviazgo, que después recordaría como un suceso idílico, por el galanteo de los serventesios improvisados en una servilleta de papel, los bailes de salón, las conversaciones íntimas a través del teléfono, por las que presintió la inminencia de un destino que conocía de antemano y para el que se había educado a sí misma, aunque a última hora, tuvo un retraso inesperado. Las ocurrencias de Antonina y Priscila hicieron que planearan una boda multitudinaria, con un solo acto sacramental que sería magnificado por el esplendor de la catedral. En el momento crucial, cuando el tríptico ungido estaba ante el obispo, se oyó un disparo dentro del templo y la ceremonia se disolvió en una estampida frenética. Un mes después se casó sin ruido en una capilla sobria que olía a lugar cerrado y alcanfor. Durante el crucero de recién casados, hechizada por un vals en la cubierta del transoceánico, no captó el verdadero sentido de las palabras del esposo cuando le susurró con dulzura: “Disfruta de tu luna de miel, ya que será la única que tengas en tu vida”, bajo la hilada de gladiolos rutilantes, que dejaba reverberaciones argénteas en su vestido de glasé. Meses después el dictamen consecutivo de tres ginecólogos diagnosticó y verificó que Obdulia padecía un estrangulamiento de conductos internos imprescindibles para la procreación y que por tanto era estéril. Fue el bacilo que terminó de agriar el carácter de un marido cada vez más distante y al que le ausentaban repentinas negociaciones con magnates desconocidos. En esos días comenzó a sentirse indispuesta, con un sabor metálico persistente que ni siquiera las gárgaras con resolí le aclaraban, y padecía ataques de hipo que le dejaban el costillar magullado, con moraduras que terminaron extendiéndose por su anatomía con andares de reina reclinada por la fatiga. Dejaba caer los
  • 51. 51 inventarios encuadernados, pues las manos se le perdían tras los muñones de una insensibilidad repentina y reaparecían para sujetar los pañuelos bordados con el anagrama comercial intentando cegar la tremenda hemorragia desde los desaguaderos de su nariz helénica. Su padre le acompañó en un interminable peregrinaje por los gabinetes clínicos donde habían analizado sus humores, la fragua de los riñones, el tamiz de su hígado, el tuétano de la osamenta, el arborescente ventalle de sus pulmones, y siempre los despedían emplazándoles a un próximo chequeo para la semana entrante a esta misma hora, omitiendo el perjuicio de reconocer que la medicina actual carecía de tratamiento para una enfermedad con tanta perfidia. Secundina intervino a favor de Obdulia, porque en esos tiempos había empezado a favorecer y acendrar sus dotes de curandera. Le diagnosticó mal de ojo, una dolencia infligida por personas corrientes, que son capaces de hacer daño con una mirada. Hubieras podido prevenirlo simplemente escupiendo a una embarazada o pisando los zapatos nuevos de un pariente, le dijo, tras completar un ritual clarificador, durante el que vertió aceite en un mechón del pelo de Obdulia, dispuesto sobre un vaso de agua. Pero no fueron suficientes las imposiciones de manos ni las cruces de Caravaca para devolverle la salud a una amiga cada vez más trastocada. Elisenda seguía con el empeño de resolver su soltería, por lo que, desalentada ante la ineficacia de las oraciones hagiográficas, visitó la trápala ambulante que llegaba todos los sábados por la mañana. En un rincón, con su propio ambiente de olores profusos, encontró el puesto de los sanaciones, donde un cíngaro vociferante dispensaba linimentos revitalizantes, pócimas sagradas y cocimientos herbales removidos sabiamente para someter cualquier dolencia del
  • 52. 52 cuerpo o del espíritu. Le preparó un conjuro infalible para espantar los desastres del celibato, que también servía para las hemorroides. De manera que, una noche de luna creciente, puso una jofaina con agua bendecida bajo la cama, con un fragmento de nidal de colibrí y siete gotas de siete perfumes distintos, sobre un anillo de compromiso, y respetando la advertencia expresa de no tocar el sortilegio durante la menstruación. No sabe bien si fueron los filtros amatorios o la repetición obsesiva del devocionario, porque antes de acabar la lunación encontró un nuevo galanteador. Aunque esa vez desplegó una táctica agresiva con la finalidad de prevenir eventuales deserciones y le visitaba directamente en las señas donde se alojaba. En el primer encuentro, venciendo su pundonor, le pidió formalizar su relación como pareja de hecho, siguiendo la moda de banalizar el amor y disponer todo para la ruptura, lo que choca con la grandeza y la durabilidad de un sentimiento que nace para morir con la persona misma. Así que un mes después se marchó a vivir con un montañero, sin estar segura de conocerlo ni quererlo pero pensando “yo soltera no me quedo”. Fue un error supino, que sólo admitió tras cohabitar durante meses con un hombre jugador y pendenciero, proclive al malhumor y a los celos. Al año, desengañada y con un ojo amoratado, volvió con su madre. Al verla aparecer con las maletas aseveró: “Es lo que tienen las decisiones apresuradas”. Tras el descalabro se volvió recelosa ante los desconocidos y desarrolló una índole reflexiva para las cuestiones maritales. Por esas fechas no pudo desahogar su lástima de recental en el pecho de Beatriz, pues Arsenio había ido endureciendo su tutela despótica en los dominios domésticos y la extendió incluso a las vicisitudes sentimentales de su hijastra, que no pudo
  • 53. 53 aguantar más el desastre íntimo de su alma y terminó buscando el olvido en la tranquilidad lluviosa de un pueblo donde compartiría la lumbre y las veleidades de la suerte con su tía Dorotea y su primo Romualdo. Así que Elisenda buscó la compañía de Niceta, para aliviarse el incordio de haber errado tantas veces en la elección de los novios, mediante el remedio simple de charlar durante horas con alguna amiga. En el decurso de la visita, le aceptó una infusión de hierbas relajantes, hablándole de Secundina y sus previsiones agoreras. Pero aquella mujer taheña y de piel lechosa, descreía de todo aquello que no fuera tangible o escapara al sentido común, porque el trasiego de gobernar una familia numerosa le consolidó una mentalidad mundana y un juicio centrado en soluciones factibles. Niceta pariría diez hijos y unas anomalías abortivas frustrarían otros tres. Esa fecundidad no era el resultado de un propósito deliberado sino una rebeldía de la naturaleza, porque todas las prevenciones contraceptivas que ensayaba por recomendación de su ginecólogo, terminaban convertidas en un cedazo que dejaba pasar las simientes extraordinarias de un esposo permanentemente erotizado, pero aportando la compensación de ser infatigable en el trabajo, diligente en las tareas auxiliares del hogar y puntual para traer manduca a la despensa y que no faltase ropa en los armarios ni caprichos para su prole y su princesa desde siempre, Niceta Morales Medina, a quien coronó reina vitalicia con la diadema de papel gualdo que venía en la caja de un roscón comprado durante unas navidades antiguas, que al rememorarlas, le hicieron hablar de cómo pasa el tiempo, parece ayer mismo cuando me hicieron tan feliz con un simple trozo de cartón. La vida es cambiante, musitó Elisenda, que permanecía en la memoria de su amiga como un cogollo pubescente de piel saludable y ojos vivaces que atraía el interés procreativo de todos los mozos
  • 54. 54 durante el último guateque, y llegó desde el pasado convertida en una manifestación despeluchada de mejillas hundidas y con los estigmas del desamor bajo los ojos, así que al verla tan desmejorada sólo atinó a preguntarle: “¿Pero qué te ha pasado, mi amor?”. Niceta, siendo casi una niña según la veía su madre, regresó de festejar con el novio, a una hora que rebasaba ampliamente el límite fijado por su padre. La estaba esperando en el quicio de la entrada. Sin mediar palabra le estampó una bofetada con el envés de la mano abierta y únicamente después le espetó: “Márchate por dónde has venido”. Así que, esa expulsión moralizante, le llevó a dejar los estudios prematuramente y a casarse con prisas, para evitarle a su madre el disgusto de una deshonra pública, a pesar de jurarle, con la mano en la biblia y los ojos llenos de lágrimas, que su virginidad seguía intacta. Aunque al menos no se equivocó al aceptar al hombre que sería el padre de todos sus hijos. Que no fueron pocos. Le hacían bregar desde las primeras luces del alba, intentando contener los bultos de ropa sucia, planificando presupuestos, confeccionando el menú semanal; con un quehacer abnegado y multifuncional, que incluía cocinar, planchar, limpiar, tender, comprar, contratar, fregar, ordenar, criar, copular, atender, servir; y en abril tejía palmas religiosas para las procesiones de semana santa. Por lo que llegaba al término de la jornada para caer sobre la cama con un lamento de huesos y un suspiro profundo. Vivía en un oasis ilusorio, como había previsto Secundina, bebiendo las aguas de una felicidad propiciada por unos familiares cuyas ocupaciones subrepticias formaban las arenas de un desierto escondido por la hipocresía.