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Los 3 Cerditos
En un pueblito no muy lejano, vivía una mamá cerdita junto con sus tres cerditos.
Todos eran muy felices hasta que un día la mamá cerdita les dijo:
—Hijitos, ustedes ya han crecido, es tiempo de que sean cerditos adultos y vivan
por sí mismos.
Antes de dejarlos ir, les dijo:
—En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, deben aprender a trabajar para lograr
sus sueños.
Mamá cerdita se despidió con un besito en la mejilla y los tres cerditos se fueron a
vivir en el mundo.
El cerdito menor, que era muy, pero muy perezoso, no prestó atención a las
palabras de mamá cerdita y decidió construir una casita de paja para terminar
temprano y acostarse a descansar.
El cerdito del medio, que era medio perezoso, medio prestó atención a las
palabras de mamá cerdita y construyó una casita de palos. La casita le quedó
chueca porque como era medio perezoso no quiso leer las instrucciones para
construirla.
La cerdita mayor, que era la más aplicada de todos, prestó mucha atención a las
palabras de mamá cerdita y quiso construir una casita de ladrillos. La construcción
de su casita le tomaría mucho más tiempo. Pero esto no le importó; su nuevo
hogar la albergaría del frío y también del temible lobo feroz...
Y hablando del temible lobo feroz, este se encontraba merodeando por el bosque
cuando vio al cerdito menor durmiendo tranquilamente a través de su ventana. Al
lobo le entró un enorme apetito y pensó que el cerdito sería un muy delicioso
bocadillo, así que tocó a la puerta y dijo:
—Cerdito, cerdito, déjame entrar.
El cerdito menor se despertó asustado y respondió:
—¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo feroz se enfureció y dijo:
Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de paja se vino al piso.
Afortunadamente, el cerdito menor había escapado hacia la casa del cerdito del
medio mientras el lobo seguía soplando.
El lobo feroz sintiéndose engañado, se dirigió a la casa del cerdito del medio y al
tocar la puerta dijo:
—Cerdito, cerdito, déjame entrar.
El cerdito del medio respondió:
— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo hambriento se enfureció y dijo:
—Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de palo se vino abajo. Por
suerte, los dos cerditos habían corrido hacia la casa de la cerdita mayor mientras
que el lobo feroz seguía soplando y resoplando. Los dos hermanos, casi sin
respiración le contaron toda la historia.
—Hermanitos, hace mucho frío y ustedes la han pasado muy mal, así que
disfrutemos la noche al calor de la fogata —dijo la cerdita mayor y encendió la
chimenea. Justo en ese momento, los tres cerditos escucharon que tocaban la
puerta.
—Cerdita, cerdita, déjame entrar —dijo el lobo feroz.
La cerdita respondió:
— ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo hambriento se enfureció y dijo:
—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas, pero la casita de ladrillos resistía
sus soplidos y resoplidos. Más enfurecido y hambriento que nunca decidió trepar
el techo para meterse por la chimenea. Al bajar la chimenea, el lobo se quemó la
cola con la fogata.
—¡AY! —gritó el lobo.
Y salió corriendo por el bosque para nunca más ser visto.
Un día cualquiera, mamá cerdita fue a visitar a sus queridos cerditos y descubrió
que todos tres habían construido casitas de ladrillos. Los tres cerditos habían
aprendido la lección:
“En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, debemos trabajar para lograr nuestros
sueños”.
Pinocho
Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz haciendo
juguetes de madera para los niños de su pueblo.
Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió llamarla
Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano carpintero:
—Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los demás tan
felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad. Sonriendo, el
hada azul tocó la marioneta con su varita mágica:
—¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de la vida
es tuyo!
Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho.
—Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un niño de
verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado Pepe Grillo,
que vivía en la alacena de Gepeto.
—Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a Pinocho. Serás su conciencia
y guardián del conocimiento del bien y del mal.
Al día siguiente, Gepeto envió con orgullo a su pequeño niño de madera a la
escuela, pero como era tan pobre, tuvo que vender su abrigo para comprar los
libros escolares:
—Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor, no te
distraigas y llega a la escuela a tiempo.
Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió ignorar
los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete para el
teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las marionetas, el
titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le preguntó si quería
unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó alegremente.
Sin embargo, las intenciones del malvado titiritero eran muy diferentes; su plan era
hacerse rico con la única marioneta con vida en el mundo. De inmediato, encerró a
Pinocho y a Pepe Grillo en una jaula. Fue entonces que Pinocho reconoció su
error y comenzó a llorar. El hada azul apareció de la nada.
Aunque el hada azul conocía las razones por las cuales Pinocho se encontraba
atrapado, aun así, le preguntó:
—Pinocho, ¿por qué estás en esta jaula?
Pero Pinocho no quiso contarle la verdad, entonces algo extraño sucedió. Su nariz
comenzó a crecer más y más. Cuanto más hablaba, más crecía.
—Cada vez que digas una mentira, tu nariz crecerá — dijo el hada azul.
—Por favor, haz que se detenga—dijo Pinocho—, prometo no mentir de nuevo.
Al día siguiente, camino a la escuela, Pinocho conoció a un niño:
—Ven conmigo al País de los Juguetes. ¡En este lugar todos los días son
vacaciones! —dijo el niño con emoción—. Hay juguetes y golosinas y lo mejor de
todo, ¡no tienes que ir a la escuela!
Olvidando nuevamente los consejos del hada azul y Pepe Grillo, Pinocho salió
corriendo con el niño al País de los Juguetes. Al llegar, se divirtió muchísimo
jugando y comiendo golosinas.
De pronto, las orejas de Pinocho y los otros niños del País de los Juguetes
comenzaron a hacerse muy largas. Por no querer ir a la escuela, ¡se estaban
convirtiendo en burros!
Convertidos en burros, Pinocho y los niños llegaron a un circo. El maestro de
ceremonias hizo que Pinocho trabajara para el circo sin descanso. Allí, Pinocho se
lastimó la pierna mientras hacía trucos. Enojado, el maestro de ceremonias lo tiró
al mar junto con Pepe Grillo.
En el agua, el hechizo se rompió y Pinocho volvió a su forma de marioneta, pero
una ballena que nadaba cerca abrió su enorme boca y se lo tragó entero. En la
oscuridad del estómago de la ballena, Pinocho lloró mientras que Pepe Grillo
intentaba consolarlo. Fue en ese momento que vio a Gepeto en su bote:
—Hijo mío, te estaba buscando por tierra y mar cuando la ballena me tragó. ¡Estoy
tan contento de haberte encontrado! —dijo Gepeto.
Los dos se abrazaron encantados.
—De ahora en adelante seré bueno y responsable—, prometió Pinocho entre
lágrimas.
Aprovechando que la ballena dormía, Gepeto, Pinocho y Pepe Grillo prendieron
una fogata dentro de ella y saltaron de su enorme boca cuando el fuego la hizo
estornudar. Luego, navegaron hasta llegar a casa. Pero Gepeto cayó enfermo,
Pinocho lo alimentó y cuidó con mucho esmero y dedicación.
—Papá, iré a la escuela y trabajaré mucho para llenarte de orgullo— dijo Pinocho.
Cumpliendo su promesa, Pinocho estudió mucho en la escuela. Entonces un día
sucedió algo maravilloso. El hada azul apareció y le dijo:
—Pinocho, eres valiente, sincero y tienes un corazón bondadoso y desinteresado,
mereces convertirte en un niño de verdad.
Y fue así como el niño de madera se convirtió en un niño de verdad. Gepeto y
Pinocho vivieron felices para siempre.
La Cenicienta
Érase una vez una hermosa joven que vivía con su madrastra y dos hermanastras
que la obligaban a hacer todo el trabajo de la casa. La pobre joven tenía que
cocinar, limpiar y también lavarles la ropa.
Cansada de trabajar, la joven se quedó dormida cerca a la chimenea y cuando se
levantó con la cara sucia por las cenizas, sus hermanastras se rieron sin parar y
desde entonces comenzaron a llamarla Cenicienta.
Un día llegó a la casa una invitación del rey a un baile para celebrar el cumpleaños
del príncipe. Todas las jóvenes del reino fueron invitadas y Cenicienta estaba muy
feliz. Sin embargo, cuando llegó el día de la fiesta, su madrastra y hermanastras le
dijeron:
—Cenicienta, tú no irás, te quedarás en casa limpiando y preparando la cena para
cuando regresemos.
Las tres mujeres salieron hacia el palacio, burlándose de Cenicienta.
Cenicienta corrió al jardín y se sentó en un banco a llorar. Ella deseaba con todo
su corazón poder ir al baile. De repente, apareció su hada madrina y le dijo:
—No llores Cenicienta, tú has sido muy buena y mereces ir al baile.
Agitando su varita mágica, el hada madrina transformó una calabaza en un coche,
tres ratones de campo en hermosos caballos, y a un perro viejo en un cochero.
¡Cenicienta no podía creer lo que veía!
— ¡Muchas gracias! —exclamó Cenicienta.
—Espera, no he terminado todavía —respondió el hada madrina con una sonrisa.
Con el último movimiento de su varita mágica, transformó a Cenicienta. Le dio un
vestido y un par de zapatillas de cristal, y le dijo:
—Ahora podrás ir al baile, sólo recuerda que debes regresar antes de la
medianoche ya que a esa hora se terminará la magia.
Cenicienta agradeció nuevamente al hada madrina y muy feliz se dirigió al palacio.
Cuando entró, los asistentes, incluyendo sus hermanastras, no podían parar de
preguntarse quién podría ser esa hermosa princesa.
El príncipe, tan intrigado como los demás, la invitó a bailar. Después de bailar toda
la noche, descubrió que Cenicienta no sólo era la joven más hermosa del reino,
sino también la más amable y sincera que él jamás había conocido.
De repente, las campanadas del reloj se hicieron escuchar, era la medianoche.
Cenicienta se estaba divirtiendo tanto que casi olvida las palabras del hada
madrina.
—¡Oh, no!, debo irme— le dijo al príncipe mientras corría fuera del salón de baile.
Ella salió tan de prisa que perdió una de sus zapatillas de cristal en la escalinata.
Decidido a encontrar a la hermosa joven, el príncipe tomó la zapatilla y visitó todas
las casas del reino.
Cuando el príncipe llegó a casa de Cenicienta, sus dos hermanas y hasta la
madrastra intentaron sin suerte probarse el zapato de cristal. Él se encontraba a
punto de marcharse cuando escuchó una voz:
—¿Puedo probarme la zapatilla? —dijo Cenicienta.
La joven se probó la zapatilla y le quedó perfecta. El príncipe sabía que esta era la
hermosa joven que estaba buscando. Fue así como Cenicienta y el príncipe se
casaron y vivieron felices para siempre.
Ricitos de Oro
Érase una vez una familia de osos que vivían en una linda casita en el bosque.
Papá Oso era muy grande, Mamá Osa era de tamaño mediano y Osito era
pequeño.
Una mañana, Mamá Osa sirvió la más deliciosa avena para el desayuno, pero
como estaba demasiado caliente para comer, los tres osos decidieron ir de paseo
por el bosque mientras se enfriaba. Al cabo de unos minutos, una niña llamada
Ricitos de Oro llegó a la casa de los osos y tocó la puerta. Al no encontrar
respuesta, abrió la puerta y entró en la casa sin permiso.
En la cocina había una mesa con tres tazas de avena: una grande, una mediana y
una pequeña. Ricitos de Oro tenía un gran apetito y la avena se veía deliciosa.
Primero, probó la avena de la taza grande, pero la avena estaba muy fría y no le
gustó. Luego, probó la avena de la taza mediana, pero la avena estaba muy
caliente y tampoco le gustó. Por último, probó la avena de la taza pequeña y esta
vez la avena no estaba ni fría ni caliente, ¡estaba perfecta! La avena estaba tan
deliciosa que se la comió toda sin dejar ni un poquito.
Después de comer el desayuno de los osos, Ricitos de Oro fue a la sala. En la
sala había tres sillas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero, se sentó
en la silla grande, pero la silla era muy alta y no le gustó. Luego, se sentó en la
silla mediana, pero la silla era muy ancha y tampoco le gustó. Fue entonces que
encontró la silla pequeña y se sentó en ella, pero la silla era frágil y se rompió bajo
su peso.
Buscando un lugar para descansar, Ricitos de Oro subió las escaleras, al final del
pasillo había un cuarto con tres camas: una grande, una mediana y una pequeña.
Primero, se subió a la cama grande, pero estaba demasiado dura y no le gustó.
Después, se subió a la cama mediana, pero estaba demasiado blanda y tampoco
le gustó. Entonces, se acostó en la cama pequeña, la cama no estaba ni
demasiado dura ni demasiado blanda. De hecho, ¡se sentía perfecta! Ricitos de
Oro se quedó profundamente dormida.
Al poco tiempo, los tres osos regresaron del paseo por el bosque. Papá Oso notó
inmediatamente que la puerta se encontraba abierta:
—Alguien ha entrado a nuestra casa sin permiso, se sentó en mi silla y probó mi
avena —dijo Papá Oso con una gran voz de enfado.
—Alguien se ha sentado en mi silla y probó mi avena —dijo Mamá Osa con una
voz medio enojada.
Entonces, dijo Osito con su pequeña voz:
—Alguien se comió toda mi avena y rompió mi silla.
Los tres osos subieron la escalera. Al entrar en la habitación, Papá Oso dijo:
—¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Y Mamá Osa exclamó:
—¡Alguien se ha acostado en mi cama también!
Y Osito dijo:
—¡Alguien está durmiendo en mi cama! —y se puso a llorar desconsoladamente.
El llanto de Osito despertó a Ricitos de Oro, que muy asustada saltó de la cama y
corrió escaleras abajo hasta llegar al bosque para jamás regresar a la casa de los
osos.
La bella Durmiente
Érase una vez un rey y una reina que vivían muy felices, pero anhelaban tener
hijos. Después de muchos años de espera, la reina dio a luz a una hermosa niña y
todo el reino los acompañó en su felicidad. Hubo una gran celebración y las hadas
del reino fueron invitadas. Pero el rey olvidó invitar a una de ellas. Muy resentida,
el hada olvidada se presentó al palacio.
Pronto, llegó el momento en que las hadas le entregaban a la pequeña sus
mejores deseos:
—Que crezca y se convierta en la mujer más bella del mundo —dijo la primera
hada.
—Que cante con la más dulce y melodiosa voz —dijo la segunda hada.
—Que siempre se comporte con gracia y elegancia —dijo la tercera hada.
—Que sea bondadosa y paciente—dijo la siguiente hada.
Cada una de las hadas, colmaron a la niña de hermosos deseos hasta que llegó el
turno del hada que el rey olvidó invitar:
— Cuando la princesa cumpla dieciséis años, se pinchará el dedo con una aguja y
ese será su final —dijo con todo el resentimiento que su corazón le permitía
albergar en sus palabras.
El rey, la reina y todo el reinado estaban atónitos, le suplicaron al hada que los
disculpara por no haberla invitado y se retractara de lo que había dicho, pero el
hada se negó a ambas propuestas.
Había una última hada que faltaba por presentar su deseo. Queriendo ayudar a la
pequeña, le dijo al rey y a la reina:
—No puedo deshacer las palabras pronunciadas, pero puedo cambiar el curso de
los eventos: la princesa no morirá cuando su dedo se pinche con la aguja, pero
caerá en un sueño profundo durante cien años. Entonces, un príncipe vendrá y la
despertará.
Al escuchar esto, el rey y la reina se sintieron mejor. Pensando que existía la
manera de detener el destino, el rey prohibió a todos los habitantes del reino
utilizar agujas.
La princesa creció y se convirtió en una niña amable y de dulce corazón. Cuando
cumplió sus dieciséis años, vio a una anciana coser:
—¿Puedo intentarlo? —le preguntó.
La anciana le respondió:
— ¡Por supuesto, mi pequeña niña!
La princesa tomó la aguja e intentó enhebrar el hilo. En ese preciso momento se
pinchó el dedo y cayó en un profundo sueño. La anciana, que era en realidad el
hada resentida, la llevó de regreso al palacio y el rey y la reina la acostaron en su
cama.
El reino que antes los había acompañado en la felicidad, los acompañó en la
desgracia; todos cayeron en un profundo sueño.
Pasaron cien años. Un día, por cuenta del destino, un príncipe llegó al palacio. Él
no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: los guardas, sirvientes, gatos y hasta
las vacas dormían y roncaban.
Al acercarse a la princesa, pensó que ella era el ser más hermoso del mundo y le
plantó un beso en la mejilla. Inmediatamente, la princesa se despertó y junto con
ella, el rey, la reina, los guardas, los sirvientes, los gatos y hasta las vacas
abrieron sus ojos.
El príncipe y la princesa se casaron y vivieron felices por siempre.
Los 7 cabritos y el lobo
Había una vez una vieja cabra que tenía siete cabritillos. Los quería mucho y
como no quería que les pasase nada malo, siempre insistía cuando se iba a por
comida que tuvieran mucho cuidado y no abrieran la puerta a nadie.
- No os fiéis de nadie. El lobo es muy astuto y es capaz de disfrazarse para
engañaros. Si veis que tiene la voz ronca y la piel negra será él.
- ¡Síii mamá, tendremos cuidado!
En cuanto la cabra desapareció, apareció el lobo y llamó a la puerta
- ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos
- Abridme hijos míos, soy vuestra madre.
Pero los pequeños recordaron el consejo de su madre y no se fiaron.
- Tu no eres nuestra madre. Nuestra madre tiene la voz suave y tu la tienes muy
ronca.
El lobo se marchó enfadado por haber sido descubierto y fue directo a la tienda
donde se compró un trozo de yeso para suavizar su voz. De nuevo volvió a la casa
de los siete cabritillos.
- ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos
- Soy yo, vuestra madre.
Esta vez su voz sonaba suave, así que los cabritillos no estaban seguros del todo.
Entonces, vieron por la ventana que su pata era negra como el tizón y se dieron
cuenta de que era el lobo.
- ¡Tu no eres nuestra madre, eres el lobo! Nuestra madre tiene las patas blancas.
El lobo volvió a marcharse malhumorado pensando en que esta vez lo
conseguiría. Fue al molinero y le pidió que le pintase la patita con harina, y aunque
al principio el molinero no se fió de él, le entró miedo y acabó accediendo.
De modo que el lobo volvió a llamar a la puerta.
- ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos
- Soy yo, vuestra madre.
- Enséñanos la patita para que podamos verla
Al ver los cabritillos que su pata era blanca como la nieve creyeron que de verdad
se trataba de su madre y le dejaron pasar. Pero cuando vieron que era el lobo,
corrieron despavoridos a esconderse por todos los lugares de la casa. Uno se
metió debajo de la cama, otro en el horno, otro en la cocina, otro en el armario,
otro en el fregadero y el más pequeño en la caja del reloj.
El lobo fue encontrándolos y comiéndoselos uno por uno, excepto al más
pequeño, al que no pudo encontrar.
Estaba tan harto de comer cuando terminó que se fue a tumbar debajo de un árbol
y se quedó profundamente dormido.
Entretanto llegó mamá cabra y menudo susto se dio cuando vio que toda la casa
estaba revuelta y no había ni rastro de sus hijos. Entonces la más pequeña la
llamó desde la caja del reloj, su madre la sacó de su escondrijo y le contó lo
ocurrido.
La vieja cabra cogió tijeras, aguja e hilo y fue con el cabritillo en busca del
malvado lobo. Cuando lo encontraron cogió las tijeras y le abrió la tripa al animal.
De ahí salieron uno por uno sus seis cabritillos vivos.
Todos estaban muy contentos de estar sanos y salvos, pero la madre quiso darle
al lobo su merecido y ordenó a los pequeños que fueran a por piedras.
Con astucia, logró la vieja cabra llenar al lobo el estómago de piedras sin que éste
lo notara.
Cuando se despertó, tenía mucha sed y al acercarse al pozo para beber agua, el
peso de las piedras hizo que se cayera dentro y se ahogara. Los cabritillos se
acercaron al pozo y comenzaron a saltar y cantar en corro alrededor de él
celebrando que volvían a estar los siete juntos.
La caperucita Roja
Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña
la usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:
—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se
las lleves.
—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su
canasta de galleticas recién horneadas.
Antes de salir, su mamá le dijo:
— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños.
—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa
de la abuelita.
Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo
del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.
—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo.
Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños,
pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.
—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra
enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.
—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir?
—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con
una sonrisa.
—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.
El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era
de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita
pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas
las galleticas recién horneadas.
El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando
atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su
gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose
hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:
—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.
Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:
—Pasa mi niña, estoy en camita.
Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se
veía muy pálida y sonaba terrible.
—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!
—Son para verte mejor —respondió el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!
—Son para oírte mejor —susurró el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!
—¡Son para comerte mejor!
Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada,
Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se
acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba
escondida detrás de él.
Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser
visto.
La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado
lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una
importante lección:
“Nunca debes hablar con extraños”.
Blancanieves
Érase una vez una joven y bella princesa llamada Blancanieves que vivía en un
reino muy lejano con su padre y madrastra.
Su madrastra, la reina, era también muy hermosa, pero arrogante y orgullosa. Se
pasaba todo el día contemplándose frente al espejo. El espejo era mágico y
cuando se paraba frente a él, le preguntaba:
—Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino?
Entonces el espejo respondía:
— Tú eres la más hermosa de todas las mujeres.
La reina quedaba satisfecha, pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Sin embargo, con el pasar de los años, la belleza y bondad de Blancanieves se
hacían más evidentes. Por todas sus buenas cualidades, superaba mucho la
belleza física de la reina. Y llegó al fin un día en que la reina preguntó de nuevo:
—Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino?
El espejo contestó:
—Blancanieves, a quien su bondad la hace ser aún más bella que tú.
La reina se llenó de ira y ordenó la presencia del cazador y le dijo:
—Llévate a la joven princesa al bosque y asegúrate de que las bestias salvajes se
encarguen de ella.
Con engaños, el cazador llevó a Blancanieves al bosque, pero cuando estaba a
punto de cumplir las órdenes de la reina, se apiadó de la bella joven y dijo:
—Corre, vete lejos, pobre muchacha. Busca un lugar seguro donde vivir.
Encontrándose sola en el gran bosque, Blancanieves corrió tan lejos como pudo
hasta la llegada del anochecer. Entonces divisó una pequeña cabaña y entró en
ella para dormir. Todo lo que había en la cabaña era pequeño. Había una mesa
con un mantel blanco y siete platos pequeños, y con cada plato una cucharita.
También, había siete pequeños cuchillos y tenedores, y siete jarritas llenas de
agua. Contra la pared se hallaban siete pequeñas camas, una junto a la otra,
cubiertas con colchas tan blancas como la nieve.
Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que comió un poquito de vegetales
y pan de cada platito y bebió una gota de cada jarrita. Luego, quiso acostarse en
una de las camas, pero ninguna era de su medida, hasta que finalmente pudo
acomodarse en la séptima.
Cuando ya había oscurecido, regresaron los dueños de la cabaña. Eran siete
enanos que cavaban y extraían oro y piedras preciosas en las montañas. Ellos
encendieron sus siete linternas, y observaron que alguien había estado en la
cabaña, pues las cosas no se encontraban en el mismo lugar.
El primero dijo: —¿Quién se ha sentado en mi silla?
El segundo dijo: —¿Quién comió de mi plato?
El tercero dijo: —¿Quién mordió parte de mi pan?
El cuarto dijo: —¿Quién tomó parte de mis vegetales?
El quinto dijo: —¿Quién usó mi tenedor?
El sexto dijo: —¿Quién usó mi cuchillo?
El séptimo dijo: —¿Quién bebió de mi jarra?
Entonces el primero observó una arruga en su cama y dijo: —Alguien se ha metido
en mi cama.
Y los demás fueron a revisar sus camas, diciendo: —Alguien ha estado en
nuestras camas también.
Pero cuando el séptimo miró su cama, encontró a Blancanieves durmiendo
plácidamente y llamó a los demás:
—¡Oh, cielos! —susurraron—. Qué encantadora muchacha
Cuando llegó el amanecer, Blancanieves se despertó muy asustada al ver a los
siete enanos parados frente a ella. Pero los enanos eran muy amistosos y le
preguntaron su nombre.
—Mi nombre es Blancanieves —respondió—, y les contó todo acerca de su
malvada madrastra.
Los enanos dijeron:
—Si puedes limpiar nuestra casa, cocinar, tender las camas, lavar, coser y tejer,
puedes quedarte todo el tiempo que quieras—. Blancanieves aceptó feliz y se
quedó con ellos.
Pasó el tiempo y un día, la reina decidió consultar a su espejo y descubrió que la
princesa vivía en el bosque. Furiosa, envenenó una manzana y tomó la apariencia
de una anciana.
— Un bocado de esta manzana hará que Blancanieves duerma para siempre —
dijo la malvada reina.
Al día siguiente, los enanos se marcharon a trabajar y Blancanieves se quedó
sola.
Poco después, la reina disfrazada de anciana se acercó a la ventana de la cocina.
La princesa le ofreció un vaso de agua.
—Eres muy bondadosa —dijo la anciana—. Toma esta manzana como gesto de
agradecimiento.
En el momento en que Blancanieves mordió la manzana, cayó desplomada. Los
enanos, alertados por los animales del bosque, llegaron a la cabaña mientras la
reina huía. Con gran tristeza, colocaron a Blancanieves en una urna de cristal.
Todos tenían la esperanza de que la hermosa joven despertase un día.
Y el día llegó cuando un apuesto príncipe que cruzaba el bosque en su caballo, vio
a la hermosa joven en la urna de cristal y maravillado por su belleza, le dio un
beso en la mejilla, la joven despertó al haberse roto el hechizo. Blancanieves y el
príncipe se casaron y vivieron felices para siempre
El soldadito de plomo
Érase una vez veinticinco soldaditos de plomo, todos hermanos, ya que los
habían fundido de la misma vieja cuchara.
Armas al hombro y la mirada al frente, con sus bonitas guerreras rojas y sus
pantalones azules.
Lo primero que oyeron en este mundo, cuando se levantó la tapa de la caja en la
que venían, fue un grito:
-¡Soldaditos de plomo!- exclamó un niño pequeño batiendo palmas, pues se los
habían regalado por su cumpleaños. Enseguida los puso de pie sobre la mesa.
Cada soldadito era un vivo retrato de los otros, sólo uno era un poco diferente a
los demás. Tenía una sola pierna porque había sido el último en ser fundido y no
quedó plomo suficiente para terminarlo. Aun así, se mantenía tan firme sobre su
única pierna como los otros sobre las dos.
Y es de este soldadito precisamente de quién trata esta historia…
En la mesa donde el niño los había alineado había otros muchos juguetes, pero
el que más llamaba la atención era un magnífico castillo de papel: por sus
ventanillas se podían ver los salones que tenía en su interior. Fuera había unos
arbolitos que rodeaban a un pequeño espejo que simulaba un lago, en el que se
reflejaban y nadaban, unos blancos cisnes de cera.
El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más precioso de todo era, sin
embargo, una damita que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella era también
de papel recortado, pero llevaba un traje de la más fina muselina, con una
estrecha cinta azul sobre los hombros, como si fuera una banda, en la que lucía
una brillante lentejuela tan grande como su cara.
La damita extendía los brazos en alto, pues era una bailarina, y levantaba tanto
una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía vérsela y creyó que solo
tenía una, como él.
«Esta es la mujer que podría ser mi esposa. ¡Pero es muy distinguida y vive en
un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón donde somos
veinticinco. ¡No es lugar para ella! A pesar de todo voy a intentar conocerla»,
pensó y se tendió todo lo largo que era detrás de una caja de latón que había en
la mesa. Desde allí podría contemplar a gusto a la elegante damita que
continuaba sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.
Cuando se hizo de noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su
caja y los habitantes de la casa se fueron a la cama. En ese momento, los
juguetes comenzaron sus juegos, haciendo visitas, luchando entre ellos,
bailando.
Los soldaditos de plomo armaban ruido en la caja porque querían salir, pero no
podían levantar la tapa. El Cascanueces daba saltos mortales y la tiza se divertía
pintarrajeando en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se
despertó y comenzó a cantar hasta en verso.
Los únicos que no se movieron fueron el soldadito de plomo y la pequeña
bailarina. Ella se mantenía erguida de puntillas y con los brazos en alto, él seguía
firme sobre su única pierna y sin apartar un solo instante sus ojos de ella.
Cuando el reloj dio las doce, ¡zas!, se abrió la tapa de la caja de latón. Allí dentro,
había un duende negro, porque se trataba de una caja de bromas.
– ¡Soldadito de plomo!- gritó el duende-. ¡¿Quieres dejar de mirar lo que no te
importa?!- exclamó el duende negro.
El soldadito de plomo se hizo el sordo.
– ¡Está bien, ya verás mañana!- le amenazó el duende.
Al día siguiente, cuando los niños se levantaron alguien había puesto al soldadito
de plomo en la ventana: bien fuese el duende o bien una corriente de aire, el caso
es que la ventana se abrió de golpe y el soldadito se precipitó de cabeza desde
el tercer piso. ¡Fue una caída terrible! Quedó con la pierna en alto, apoyado sobre
el casco y con la bayoneta clavada en los adoquines.
La criada y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero, aunque estuvieron
a punto de pisarlo, no lo pudieron encontrar. Si el soldadito de plomo hubiera
gritado que estaba allí, seguro que lo habrían visto; pero creyó que no estaba
bien dar gritos yendo de uniforme.
Entonces empezó a llover, cada vez lo hacía con más fuerza, hasta que se
convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos
por la calle.
-¡Mira! -dijo uno-. ¡Un soldadito de plomo! Vamos a darle un paseo en barca.
Entonces, hicieron un barco con una hoja de periódico y pusieron en él al
soldadito de plomo que se fue navegando arroyo abajo, mientras los dos
muchachos corrían a su lado dando palmadas.
¡Santo cielo! ¡Qué olas las del arroyo! ¡Qué corriente! ¡Desde luego que había
llovido con ganas!
El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez
que el soldadito de plomo sentía vértigos. A pesar de todo, se mantenía firme,
sin inmutarse, vista al frente y el fusil al hombro. De pronto, una boca de
alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón, se tragó al barquichuelo.
«Adónde iré a parar. Apostaría que el duende es el culpable. ¡Si al menos la
pequeña bailarina estuviera conmigo en el barco, no me importaría que fuese
aún más oscuro!», pensaba el soldadito.
Al punto apareció una enorme rata de agua que vivía en la alcantarilla.
– ¿Tienes el pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, el pasaporte!
Pero el soldadito de plomo no contestó y apretó su fusil con más fuerza que
nunca. El barco se deslizaba vertiginosamente, seguido de cerca por la rata.
¡Cómo rechinaba los dientes y chillaba el asqueroso animal!
-¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!-
gritaba la rata.
Pero la corriente se hacía cada vez más rápida y el soldadito de plomo podía ya
percibir la luz del día al fondo del túnel. De pronto, se escuchó un sonido
atronador, capaz de horrorizar al más pintado. Al acabar la alcantarilla, la cloaca
desembocaba en un gran canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de
plomo como para cualquier persona lo era navegar por una gran catarata.
Por entonces estaba ya tan cerca, que no podía detenerse. El barco iba como
una bala, el pobre soldadito de plomo se mantuvo tan firme como pudo: nadie
diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio tres o cuatro vueltas
llenándose de agua hasta el borde y estaba a punto de zozobrar. Al soldadito le
llegaba el agua al cuello y el barquito se hundía más y más. El papel de tan
empapado como estaba comenzaba a deshacerse y el agua se cerró sobre la
cabeza del soldadito de plomo, mientras él pensaba en la encantadora bailarina,
a la que no vería ya nunca más. De repente, una antigua canción resonó en sus
oídos:
¡Adelante, valiente guerrero! ¡No te rindas nunca!
En aquel momento el papel acabó de rasgarse y el soldadito se hundió, pero justo
entonces se lo tragó un gran pez.
¡Oh, qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que en la alcantarilla y,
además, más estrecho e incómodo. De todas formas, el soldadito de plomo se
mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, tendido cuan largo era.
El pez se agitaba, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas
terribles. Por fin se quedó quieto y, a través de él, se podía ver un rayo de luz. La
luz brillaba mucho y alguien gritó:
– ¡¡¡Un soldadito de plomo!!!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido. Ahora se encontraba
en una cocina donde la sirviente lo había abierto con un gran cuchillo.
La mujer cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo llevó a la sala, pues
todos en la casa querían ver a aquel personaje tan importante que había viajado
dentro de la barriga de un pez.
El soldadito, por su parte, no estaba orgulloso de aquello.
Lo pusieron de pie sobre la mesa y… ¡las cosas que pasan! El soldadito de plomo
se encontraba en el mismo salón donde había estado antes. Vio a los mismos
niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo precioso castillo con la
encantadora y pequeña bailarina que se mantenía todavía sobre una sola pierna
y la otra en el aire (ella había estado tan firme como él durante todo ese tiempo).
Esto emocionó tanto al soldadito que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo,
pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. Se contentó
con mirarla y ella le miro también, pero nada se dijeron.
Esa misma noche, cuando todos los habitantes de la casa se fueron a dormir, los
juguetes estaban impacientes por escuchar la historia de el soldadito de plomo,
todos querían saber cómo había acabado en la tripa de un pez.
Esa noche ningún juguete se movió, estuvieron escuchando atentamente la
fantástica historia del soldadito, y todos se asombraron de la valentía con que
actuó: siempre firme y sin rendirse. También la bailarina escuchó atentamente
toda la historia. Ella se había fijado varias veces en el soldadito, pero no quería
compartir su vida con un soldado al que le faltase una pierna:
«¡Pues vaya soldado!», pensaba.
Después de terminar de oír la historia, la bailarina se sintió muy mal. ¿Cómo
podía haber pensado que la valentía de un soldado dependía de que le faltase o
no una pierna? ¡Ese soldado era el más valiente de sus veinticuatro compañeros!
La admiración que empezó a sentir la bailarina por el soldadito de plomo pronto
se convirtió en amor y así, todas las noches, cuando los habitantes de la casa se
iban a dormir, ellos dos no paraban de bailar.
Hansel y Gretel
Un humilde leñador vivía con sus dos hijos y su nueva esposa en un bosque a las
afueras del pueblo. El niño se llamaba Hansel y la niña, Gretel. Todos los días el
leñador trabajaba sin descanso. Sin embargo, llegó un momento en el que no le
alcanzaba para el sustento de su familia. Preocupado, el leñador le dijo a su
esposa una noche:
—No tengo lo suficiente para comprar pan y mantequilla, ¿qué haré para
alimentarnos y alimentar a los niños?
—Esto es lo que haremos —respondió la mujer—, mañana por la mañana, llevaré
a Hansel y a Gretel a la entrada del pueblo y los dejaré ahí; una familia
acaudalada se apiadará de ellos y vivirán una vida muy cómoda y feliz. Entonces,
solo tendremos que preocuparnos por nosotros.
—Jamás lo permitiré —dijo el hombre—. ¿Cómo crees que puedo abandonar a
mis hijos?
—Debes hacerlo —refutó la mujer—. Si no lo haces, todos vamos a tener hambre.
Los dos niños, incapaces de dormir por el hambre, habían escuchado la
conversación. Llorando, Gretel le dijo a su hermano:
—Hansel, no puedo creer lo que hemos escuchado.
—No te preocupes Gretel —respondió Hansel con voz tranquila—. Tengo una
idea.
Al amanecer, la malvada mujer despertó a sus dos hijastros gritando:
—¡Levántense ya, no sean flojos! Vamos al mercado a comprar alimentos.
Luego, les dio a los pequeños un trozo de pan y les dijo:
—Este es el almuerzo; no se lo coman enseguida, porque no hay más.
Gretel guardó el pan en su delantal. Hansel puso el suyo en el bolsillo de su abrigo
y lo desmenuzó en secreto, con cada paso que daba, arrojaba las migas de pan
en el camino.
—Espérenme aquí —dijo la madrastra cuando se encontraban en medio del
bosque—, ya regreso.
Sin embargo, pasaron las horas sin que volvieran a saber de la mujer. Tan grande
era su maldad que los había abandonado sin tomarse la molestia de dejarlos en el
pueblo.
Hansel y Gretel se sentaron en la oscuridad y compartieron el pedazo de pan de
Gretel. Pronto, los dos niños se quedaron dormidos. Cuando despertaron en
medio de la noche, Gretel comenzó a llorar y dijo:
—¿Cómo encontraremos el camino a casa?
Hansel la consoló diciéndole:
—Espera a que salga la luna, luego seguiremos mi camino de migas de pan hasta
la casa. Sin embargo, cuando salió la luna no pudieron seguir el camino porque
las aves del bosque se habían comido las migas. Los dos pequeños se
encontraban perdidos en el bosque.
Después de muchos días y noches de vagar por el bosque, los niños hallaron una
casita que estaba hecha con pan de jengibre.
—¡Comamos! —dijo Hansel—, mordisqueando el techo mientras Gretel probaba
parte de la ventana.
De repente, la puerta se abrió y una anciana salió cojeando apoyada en un
bastón. Hansel y Gretel estaban tan asustados que dejaron caer los pedazos de
jengibre que habían estado comiendo. La anciana sonrió muy amablemente y les
dijo:
—Soy una viejita muy solitaria, me siento muy feliz de verlos.
La anciana los condujo al interior de su casa, cocinándoles una maravillosa cena.
Luego, los llevó a dos lindas camitas, y Hansel y Gretel durmieron cómodamente.
Pero la amable anciana era en realidad una bruja que usaba su casa para atrapar
a los niños y convertirlos en muñecos de jengibre.
Temprano en la mañana, la bruja encerró a Hansel en una jaula mientras dormía.
Luego despertó a Gretel y le dijo:
—Levántate floja, y ayúdame a preparar el horno. ¡Voy a convertir a tu hermano
en un muñeco de jengibre!
Gretel lloró al escuchar las palabras de la bruja, pero no tuvo más remedio que
hacer lo que le ordenaba. Cuando la niña encendió el fuego del horno, la bruja le
dio una nueva orden:
—Métete adentro y mira si el horno está lo suficientemente caliente.
En el momento que Gretel estuviera dentro, la bruja tenía la intención de cerrar el
horno y convertir a la pobre niña en una muñeca de jengibre. Pero Gretel conocía
las crueles intenciones de la bruja y respondió:
— No sé qué hacer, ¿cómo entro al horno?
—La puerta es lo suficientemente grande, mírame entrar —respondió la bruja muy
molesta.
Luego, abrió la puerta del horno mágico y se metió adentro. Gretel
instantáneamente cerró la puerta. Una vez dentro del horno, ¡la bruja se convirtió
en una muñeca de jengibre!
Gretel liberó a Hansel de su prisión. A la salida de la casa de la bruja, Hansel
tropezó con un baúl lleno de joyas. Los dos niños se llenaron los bolsillos de oro,
perlas y diamantes. Felices, recorrieron el bosque hasta que vieron a su padre en
la distancia.
El angustiado hombre abrazó a sus hijos con fuerza, todos los días salía a
buscarlos. Tanta era su pena que no quiso volver a saber de su malvada esposa.
Hansel sacó las joyas de sus bolsillos, y dijo con emoción:
—Mira papá, nunca tendrás que volver a cortar leña.
Fue así que esta pequeña familia vivió feliz para siempre.

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  • 1. Los 3 Cerditos En un pueblito no muy lejano, vivía una mamá cerdita junto con sus tres cerditos. Todos eran muy felices hasta que un día la mamá cerdita les dijo: —Hijitos, ustedes ya han crecido, es tiempo de que sean cerditos adultos y vivan por sí mismos. Antes de dejarlos ir, les dijo: —En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, deben aprender a trabajar para lograr sus sueños. Mamá cerdita se despidió con un besito en la mejilla y los tres cerditos se fueron a vivir en el mundo. El cerdito menor, que era muy, pero muy perezoso, no prestó atención a las palabras de mamá cerdita y decidió construir una casita de paja para terminar temprano y acostarse a descansar. El cerdito del medio, que era medio perezoso, medio prestó atención a las palabras de mamá cerdita y construyó una casita de palos. La casita le quedó chueca porque como era medio perezoso no quiso leer las instrucciones para construirla. La cerdita mayor, que era la más aplicada de todos, prestó mucha atención a las palabras de mamá cerdita y quiso construir una casita de ladrillos. La construcción de su casita le tomaría mucho más tiempo. Pero esto no le importó; su nuevo hogar la albergaría del frío y también del temible lobo feroz... Y hablando del temible lobo feroz, este se encontraba merodeando por el bosque cuando vio al cerdito menor durmiendo tranquilamente a través de su ventana. Al lobo le entró un enorme apetito y pensó que el cerdito sería un muy delicioso bocadillo, así que tocó a la puerta y dijo: —Cerdito, cerdito, déjame entrar. El cerdito menor se despertó asustado y respondió: —¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar. El lobo feroz se enfureció y dijo: Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré. El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de paja se vino al piso. Afortunadamente, el cerdito menor había escapado hacia la casa del cerdito del medio mientras el lobo seguía soplando. El lobo feroz sintiéndose engañado, se dirigió a la casa del cerdito del medio y al tocar la puerta dijo: —Cerdito, cerdito, déjame entrar. El cerdito del medio respondió: — ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar. El lobo hambriento se enfureció y dijo: —Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré. El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de palo se vino abajo. Por suerte, los dos cerditos habían corrido hacia la casa de la cerdita mayor mientras
  • 2. que el lobo feroz seguía soplando y resoplando. Los dos hermanos, casi sin respiración le contaron toda la historia. —Hermanitos, hace mucho frío y ustedes la han pasado muy mal, así que disfrutemos la noche al calor de la fogata —dijo la cerdita mayor y encendió la chimenea. Justo en ese momento, los tres cerditos escucharon que tocaban la puerta. —Cerdita, cerdita, déjame entrar —dijo el lobo feroz. La cerdita respondió: — ¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar. El lobo hambriento se enfureció y dijo: —Soplaré y soplaré y tu casa derribaré. El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas, pero la casita de ladrillos resistía sus soplidos y resoplidos. Más enfurecido y hambriento que nunca decidió trepar el techo para meterse por la chimenea. Al bajar la chimenea, el lobo se quemó la cola con la fogata. —¡AY! —gritó el lobo. Y salió corriendo por el bosque para nunca más ser visto. Un día cualquiera, mamá cerdita fue a visitar a sus queridos cerditos y descubrió que todos tres habían construido casitas de ladrillos. Los tres cerditos habían aprendido la lección: “En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, debemos trabajar para lograr nuestros sueños”.
  • 3. Pinocho Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz haciendo juguetes de madera para los niños de su pueblo. Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió llamarla Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano carpintero: —Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los demás tan felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad. Sonriendo, el hada azul tocó la marioneta con su varita mágica: —¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de la vida es tuyo! Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho. —Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un niño de verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado Pepe Grillo, que vivía en la alacena de Gepeto. —Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a Pinocho. Serás su conciencia y guardián del conocimiento del bien y del mal. Al día siguiente, Gepeto envió con orgullo a su pequeño niño de madera a la escuela, pero como era tan pobre, tuvo que vender su abrigo para comprar los libros escolares: —Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor, no te distraigas y llega a la escuela a tiempo. Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió ignorar los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete para el teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las marionetas, el titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le preguntó si quería unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó alegremente. Sin embargo, las intenciones del malvado titiritero eran muy diferentes; su plan era hacerse rico con la única marioneta con vida en el mundo. De inmediato, encerró a Pinocho y a Pepe Grillo en una jaula. Fue entonces que Pinocho reconoció su error y comenzó a llorar. El hada azul apareció de la nada. Aunque el hada azul conocía las razones por las cuales Pinocho se encontraba atrapado, aun así, le preguntó: —Pinocho, ¿por qué estás en esta jaula? Pero Pinocho no quiso contarle la verdad, entonces algo extraño sucedió. Su nariz comenzó a crecer más y más. Cuanto más hablaba, más crecía. —Cada vez que digas una mentira, tu nariz crecerá — dijo el hada azul. —Por favor, haz que se detenga—dijo Pinocho—, prometo no mentir de nuevo. Al día siguiente, camino a la escuela, Pinocho conoció a un niño: —Ven conmigo al País de los Juguetes. ¡En este lugar todos los días son vacaciones! —dijo el niño con emoción—. Hay juguetes y golosinas y lo mejor de todo, ¡no tienes que ir a la escuela! Olvidando nuevamente los consejos del hada azul y Pepe Grillo, Pinocho salió corriendo con el niño al País de los Juguetes. Al llegar, se divirtió muchísimo jugando y comiendo golosinas.
  • 4. De pronto, las orejas de Pinocho y los otros niños del País de los Juguetes comenzaron a hacerse muy largas. Por no querer ir a la escuela, ¡se estaban convirtiendo en burros! Convertidos en burros, Pinocho y los niños llegaron a un circo. El maestro de ceremonias hizo que Pinocho trabajara para el circo sin descanso. Allí, Pinocho se lastimó la pierna mientras hacía trucos. Enojado, el maestro de ceremonias lo tiró al mar junto con Pepe Grillo. En el agua, el hechizo se rompió y Pinocho volvió a su forma de marioneta, pero una ballena que nadaba cerca abrió su enorme boca y se lo tragó entero. En la oscuridad del estómago de la ballena, Pinocho lloró mientras que Pepe Grillo intentaba consolarlo. Fue en ese momento que vio a Gepeto en su bote: —Hijo mío, te estaba buscando por tierra y mar cuando la ballena me tragó. ¡Estoy tan contento de haberte encontrado! —dijo Gepeto. Los dos se abrazaron encantados. —De ahora en adelante seré bueno y responsable—, prometió Pinocho entre lágrimas. Aprovechando que la ballena dormía, Gepeto, Pinocho y Pepe Grillo prendieron una fogata dentro de ella y saltaron de su enorme boca cuando el fuego la hizo estornudar. Luego, navegaron hasta llegar a casa. Pero Gepeto cayó enfermo, Pinocho lo alimentó y cuidó con mucho esmero y dedicación. —Papá, iré a la escuela y trabajaré mucho para llenarte de orgullo— dijo Pinocho. Cumpliendo su promesa, Pinocho estudió mucho en la escuela. Entonces un día sucedió algo maravilloso. El hada azul apareció y le dijo: —Pinocho, eres valiente, sincero y tienes un corazón bondadoso y desinteresado, mereces convertirte en un niño de verdad. Y fue así como el niño de madera se convirtió en un niño de verdad. Gepeto y Pinocho vivieron felices para siempre.
  • 5. La Cenicienta Érase una vez una hermosa joven que vivía con su madrastra y dos hermanastras que la obligaban a hacer todo el trabajo de la casa. La pobre joven tenía que cocinar, limpiar y también lavarles la ropa. Cansada de trabajar, la joven se quedó dormida cerca a la chimenea y cuando se levantó con la cara sucia por las cenizas, sus hermanastras se rieron sin parar y desde entonces comenzaron a llamarla Cenicienta. Un día llegó a la casa una invitación del rey a un baile para celebrar el cumpleaños del príncipe. Todas las jóvenes del reino fueron invitadas y Cenicienta estaba muy feliz. Sin embargo, cuando llegó el día de la fiesta, su madrastra y hermanastras le dijeron: —Cenicienta, tú no irás, te quedarás en casa limpiando y preparando la cena para cuando regresemos. Las tres mujeres salieron hacia el palacio, burlándose de Cenicienta. Cenicienta corrió al jardín y se sentó en un banco a llorar. Ella deseaba con todo su corazón poder ir al baile. De repente, apareció su hada madrina y le dijo: —No llores Cenicienta, tú has sido muy buena y mereces ir al baile. Agitando su varita mágica, el hada madrina transformó una calabaza en un coche, tres ratones de campo en hermosos caballos, y a un perro viejo en un cochero. ¡Cenicienta no podía creer lo que veía! — ¡Muchas gracias! —exclamó Cenicienta. —Espera, no he terminado todavía —respondió el hada madrina con una sonrisa. Con el último movimiento de su varita mágica, transformó a Cenicienta. Le dio un vestido y un par de zapatillas de cristal, y le dijo: —Ahora podrás ir al baile, sólo recuerda que debes regresar antes de la medianoche ya que a esa hora se terminará la magia. Cenicienta agradeció nuevamente al hada madrina y muy feliz se dirigió al palacio. Cuando entró, los asistentes, incluyendo sus hermanastras, no podían parar de preguntarse quién podría ser esa hermosa princesa. El príncipe, tan intrigado como los demás, la invitó a bailar. Después de bailar toda la noche, descubrió que Cenicienta no sólo era la joven más hermosa del reino, sino también la más amable y sincera que él jamás había conocido. De repente, las campanadas del reloj se hicieron escuchar, era la medianoche. Cenicienta se estaba divirtiendo tanto que casi olvida las palabras del hada madrina. —¡Oh, no!, debo irme— le dijo al príncipe mientras corría fuera del salón de baile. Ella salió tan de prisa que perdió una de sus zapatillas de cristal en la escalinata. Decidido a encontrar a la hermosa joven, el príncipe tomó la zapatilla y visitó todas las casas del reino. Cuando el príncipe llegó a casa de Cenicienta, sus dos hermanas y hasta la madrastra intentaron sin suerte probarse el zapato de cristal. Él se encontraba a punto de marcharse cuando escuchó una voz: —¿Puedo probarme la zapatilla? —dijo Cenicienta.
  • 6. La joven se probó la zapatilla y le quedó perfecta. El príncipe sabía que esta era la hermosa joven que estaba buscando. Fue así como Cenicienta y el príncipe se casaron y vivieron felices para siempre.
  • 7. Ricitos de Oro Érase una vez una familia de osos que vivían en una linda casita en el bosque. Papá Oso era muy grande, Mamá Osa era de tamaño mediano y Osito era pequeño. Una mañana, Mamá Osa sirvió la más deliciosa avena para el desayuno, pero como estaba demasiado caliente para comer, los tres osos decidieron ir de paseo por el bosque mientras se enfriaba. Al cabo de unos minutos, una niña llamada Ricitos de Oro llegó a la casa de los osos y tocó la puerta. Al no encontrar respuesta, abrió la puerta y entró en la casa sin permiso. En la cocina había una mesa con tres tazas de avena: una grande, una mediana y una pequeña. Ricitos de Oro tenía un gran apetito y la avena se veía deliciosa. Primero, probó la avena de la taza grande, pero la avena estaba muy fría y no le gustó. Luego, probó la avena de la taza mediana, pero la avena estaba muy caliente y tampoco le gustó. Por último, probó la avena de la taza pequeña y esta vez la avena no estaba ni fría ni caliente, ¡estaba perfecta! La avena estaba tan deliciosa que se la comió toda sin dejar ni un poquito. Después de comer el desayuno de los osos, Ricitos de Oro fue a la sala. En la sala había tres sillas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero, se sentó en la silla grande, pero la silla era muy alta y no le gustó. Luego, se sentó en la silla mediana, pero la silla era muy ancha y tampoco le gustó. Fue entonces que encontró la silla pequeña y se sentó en ella, pero la silla era frágil y se rompió bajo su peso. Buscando un lugar para descansar, Ricitos de Oro subió las escaleras, al final del pasillo había un cuarto con tres camas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero, se subió a la cama grande, pero estaba demasiado dura y no le gustó. Después, se subió a la cama mediana, pero estaba demasiado blanda y tampoco le gustó. Entonces, se acostó en la cama pequeña, la cama no estaba ni demasiado dura ni demasiado blanda. De hecho, ¡se sentía perfecta! Ricitos de Oro se quedó profundamente dormida. Al poco tiempo, los tres osos regresaron del paseo por el bosque. Papá Oso notó inmediatamente que la puerta se encontraba abierta: —Alguien ha entrado a nuestra casa sin permiso, se sentó en mi silla y probó mi avena —dijo Papá Oso con una gran voz de enfado. —Alguien se ha sentado en mi silla y probó mi avena —dijo Mamá Osa con una voz medio enojada. Entonces, dijo Osito con su pequeña voz: —Alguien se comió toda mi avena y rompió mi silla. Los tres osos subieron la escalera. Al entrar en la habitación, Papá Oso dijo: —¡Alguien se ha acostado en mi cama! Y Mamá Osa exclamó: —¡Alguien se ha acostado en mi cama también! Y Osito dijo: —¡Alguien está durmiendo en mi cama! —y se puso a llorar desconsoladamente. El llanto de Osito despertó a Ricitos de Oro, que muy asustada saltó de la cama y corrió escaleras abajo hasta llegar al bosque para jamás regresar a la casa de los osos.
  • 8. La bella Durmiente Érase una vez un rey y una reina que vivían muy felices, pero anhelaban tener hijos. Después de muchos años de espera, la reina dio a luz a una hermosa niña y todo el reino los acompañó en su felicidad. Hubo una gran celebración y las hadas del reino fueron invitadas. Pero el rey olvidó invitar a una de ellas. Muy resentida, el hada olvidada se presentó al palacio. Pronto, llegó el momento en que las hadas le entregaban a la pequeña sus mejores deseos: —Que crezca y se convierta en la mujer más bella del mundo —dijo la primera hada. —Que cante con la más dulce y melodiosa voz —dijo la segunda hada. —Que siempre se comporte con gracia y elegancia —dijo la tercera hada. —Que sea bondadosa y paciente—dijo la siguiente hada. Cada una de las hadas, colmaron a la niña de hermosos deseos hasta que llegó el turno del hada que el rey olvidó invitar: — Cuando la princesa cumpla dieciséis años, se pinchará el dedo con una aguja y ese será su final —dijo con todo el resentimiento que su corazón le permitía albergar en sus palabras. El rey, la reina y todo el reinado estaban atónitos, le suplicaron al hada que los disculpara por no haberla invitado y se retractara de lo que había dicho, pero el hada se negó a ambas propuestas. Había una última hada que faltaba por presentar su deseo. Queriendo ayudar a la pequeña, le dijo al rey y a la reina: —No puedo deshacer las palabras pronunciadas, pero puedo cambiar el curso de los eventos: la princesa no morirá cuando su dedo se pinche con la aguja, pero caerá en un sueño profundo durante cien años. Entonces, un príncipe vendrá y la despertará. Al escuchar esto, el rey y la reina se sintieron mejor. Pensando que existía la manera de detener el destino, el rey prohibió a todos los habitantes del reino utilizar agujas. La princesa creció y se convirtió en una niña amable y de dulce corazón. Cuando cumplió sus dieciséis años, vio a una anciana coser: —¿Puedo intentarlo? —le preguntó. La anciana le respondió: — ¡Por supuesto, mi pequeña niña! La princesa tomó la aguja e intentó enhebrar el hilo. En ese preciso momento se pinchó el dedo y cayó en un profundo sueño. La anciana, que era en realidad el hada resentida, la llevó de regreso al palacio y el rey y la reina la acostaron en su cama. El reino que antes los había acompañado en la felicidad, los acompañó en la desgracia; todos cayeron en un profundo sueño. Pasaron cien años. Un día, por cuenta del destino, un príncipe llegó al palacio. Él no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: los guardas, sirvientes, gatos y hasta las vacas dormían y roncaban.
  • 9. Al acercarse a la princesa, pensó que ella era el ser más hermoso del mundo y le plantó un beso en la mejilla. Inmediatamente, la princesa se despertó y junto con ella, el rey, la reina, los guardas, los sirvientes, los gatos y hasta las vacas abrieron sus ojos. El príncipe y la princesa se casaron y vivieron felices por siempre.
  • 10. Los 7 cabritos y el lobo Había una vez una vieja cabra que tenía siete cabritillos. Los quería mucho y como no quería que les pasase nada malo, siempre insistía cuando se iba a por comida que tuvieran mucho cuidado y no abrieran la puerta a nadie. - No os fiéis de nadie. El lobo es muy astuto y es capaz de disfrazarse para engañaros. Si veis que tiene la voz ronca y la piel negra será él. - ¡Síii mamá, tendremos cuidado! En cuanto la cabra desapareció, apareció el lobo y llamó a la puerta - ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos - Abridme hijos míos, soy vuestra madre. Pero los pequeños recordaron el consejo de su madre y no se fiaron. - Tu no eres nuestra madre. Nuestra madre tiene la voz suave y tu la tienes muy ronca. El lobo se marchó enfadado por haber sido descubierto y fue directo a la tienda donde se compró un trozo de yeso para suavizar su voz. De nuevo volvió a la casa de los siete cabritillos. - ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos - Soy yo, vuestra madre. Esta vez su voz sonaba suave, así que los cabritillos no estaban seguros del todo. Entonces, vieron por la ventana que su pata era negra como el tizón y se dieron cuenta de que era el lobo. - ¡Tu no eres nuestra madre, eres el lobo! Nuestra madre tiene las patas blancas. El lobo volvió a marcharse malhumorado pensando en que esta vez lo conseguiría. Fue al molinero y le pidió que le pintase la patita con harina, y aunque al principio el molinero no se fió de él, le entró miedo y acabó accediendo. De modo que el lobo volvió a llamar a la puerta. - ¿Quién es?, preguntaron los cabritillos - Soy yo, vuestra madre. - Enséñanos la patita para que podamos verla Al ver los cabritillos que su pata era blanca como la nieve creyeron que de verdad se trataba de su madre y le dejaron pasar. Pero cuando vieron que era el lobo, corrieron despavoridos a esconderse por todos los lugares de la casa. Uno se metió debajo de la cama, otro en el horno, otro en la cocina, otro en el armario, otro en el fregadero y el más pequeño en la caja del reloj. El lobo fue encontrándolos y comiéndoselos uno por uno, excepto al más pequeño, al que no pudo encontrar. Estaba tan harto de comer cuando terminó que se fue a tumbar debajo de un árbol y se quedó profundamente dormido. Entretanto llegó mamá cabra y menudo susto se dio cuando vio que toda la casa estaba revuelta y no había ni rastro de sus hijos. Entonces la más pequeña la
  • 11. llamó desde la caja del reloj, su madre la sacó de su escondrijo y le contó lo ocurrido. La vieja cabra cogió tijeras, aguja e hilo y fue con el cabritillo en busca del malvado lobo. Cuando lo encontraron cogió las tijeras y le abrió la tripa al animal. De ahí salieron uno por uno sus seis cabritillos vivos. Todos estaban muy contentos de estar sanos y salvos, pero la madre quiso darle al lobo su merecido y ordenó a los pequeños que fueran a por piedras. Con astucia, logró la vieja cabra llenar al lobo el estómago de piedras sin que éste lo notara. Cuando se despertó, tenía mucha sed y al acercarse al pozo para beber agua, el peso de las piedras hizo que se cayera dentro y se ahogara. Los cabritillos se acercaron al pozo y comenzaron a saltar y cantar en corro alrededor de él celebrando que volvían a estar los siete juntos.
  • 12. La caperucita Roja Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña la usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja. Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo: —Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se las lleves. —Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su canasta de galleticas recién horneadas. Antes de salir, su mamá le dijo: — Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños. —Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa de la abuelita. Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo. —Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo. Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños, pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado. —Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco. —¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir? —¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con una sonrisa. —Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo. El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las galleticas recién horneadas. El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta: —Abuelita, soy yo, Caperucita Roja. Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo: —Pasa mi niña, estoy en camita. Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía muy pálida y sonaba terrible. —¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes! —Son para verte mejor —respondió el lobo. —¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes! —Son para oírte mejor —susurró el lobo. —¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!
  • 13. —¡Son para comerte mejor! Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada, Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida detrás de él. Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto. La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una importante lección: “Nunca debes hablar con extraños”.
  • 14. Blancanieves Érase una vez una joven y bella princesa llamada Blancanieves que vivía en un reino muy lejano con su padre y madrastra. Su madrastra, la reina, era también muy hermosa, pero arrogante y orgullosa. Se pasaba todo el día contemplándose frente al espejo. El espejo era mágico y cuando se paraba frente a él, le preguntaba: —Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? Entonces el espejo respondía: — Tú eres la más hermosa de todas las mujeres. La reina quedaba satisfecha, pues sabía que su espejo siempre decía la verdad. Sin embargo, con el pasar de los años, la belleza y bondad de Blancanieves se hacían más evidentes. Por todas sus buenas cualidades, superaba mucho la belleza física de la reina. Y llegó al fin un día en que la reina preguntó de nuevo: —Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino? El espejo contestó: —Blancanieves, a quien su bondad la hace ser aún más bella que tú. La reina se llenó de ira y ordenó la presencia del cazador y le dijo: —Llévate a la joven princesa al bosque y asegúrate de que las bestias salvajes se encarguen de ella. Con engaños, el cazador llevó a Blancanieves al bosque, pero cuando estaba a punto de cumplir las órdenes de la reina, se apiadó de la bella joven y dijo: —Corre, vete lejos, pobre muchacha. Busca un lugar seguro donde vivir. Encontrándose sola en el gran bosque, Blancanieves corrió tan lejos como pudo hasta la llegada del anochecer. Entonces divisó una pequeña cabaña y entró en ella para dormir. Todo lo que había en la cabaña era pequeño. Había una mesa con un mantel blanco y siete platos pequeños, y con cada plato una cucharita. También, había siete pequeños cuchillos y tenedores, y siete jarritas llenas de agua. Contra la pared se hallaban siete pequeñas camas, una junto a la otra, cubiertas con colchas tan blancas como la nieve. Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que comió un poquito de vegetales y pan de cada platito y bebió una gota de cada jarrita. Luego, quiso acostarse en una de las camas, pero ninguna era de su medida, hasta que finalmente pudo acomodarse en la séptima. Cuando ya había oscurecido, regresaron los dueños de la cabaña. Eran siete enanos que cavaban y extraían oro y piedras preciosas en las montañas. Ellos encendieron sus siete linternas, y observaron que alguien había estado en la cabaña, pues las cosas no se encontraban en el mismo lugar. El primero dijo: —¿Quién se ha sentado en mi silla? El segundo dijo: —¿Quién comió de mi plato? El tercero dijo: —¿Quién mordió parte de mi pan? El cuarto dijo: —¿Quién tomó parte de mis vegetales? El quinto dijo: —¿Quién usó mi tenedor? El sexto dijo: —¿Quién usó mi cuchillo?
  • 15. El séptimo dijo: —¿Quién bebió de mi jarra? Entonces el primero observó una arruga en su cama y dijo: —Alguien se ha metido en mi cama. Y los demás fueron a revisar sus camas, diciendo: —Alguien ha estado en nuestras camas también. Pero cuando el séptimo miró su cama, encontró a Blancanieves durmiendo plácidamente y llamó a los demás: —¡Oh, cielos! —susurraron—. Qué encantadora muchacha Cuando llegó el amanecer, Blancanieves se despertó muy asustada al ver a los siete enanos parados frente a ella. Pero los enanos eran muy amistosos y le preguntaron su nombre. —Mi nombre es Blancanieves —respondió—, y les contó todo acerca de su malvada madrastra. Los enanos dijeron: —Si puedes limpiar nuestra casa, cocinar, tender las camas, lavar, coser y tejer, puedes quedarte todo el tiempo que quieras—. Blancanieves aceptó feliz y se quedó con ellos. Pasó el tiempo y un día, la reina decidió consultar a su espejo y descubrió que la princesa vivía en el bosque. Furiosa, envenenó una manzana y tomó la apariencia de una anciana. — Un bocado de esta manzana hará que Blancanieves duerma para siempre — dijo la malvada reina. Al día siguiente, los enanos se marcharon a trabajar y Blancanieves se quedó sola. Poco después, la reina disfrazada de anciana se acercó a la ventana de la cocina. La princesa le ofreció un vaso de agua. —Eres muy bondadosa —dijo la anciana—. Toma esta manzana como gesto de agradecimiento. En el momento en que Blancanieves mordió la manzana, cayó desplomada. Los enanos, alertados por los animales del bosque, llegaron a la cabaña mientras la reina huía. Con gran tristeza, colocaron a Blancanieves en una urna de cristal. Todos tenían la esperanza de que la hermosa joven despertase un día. Y el día llegó cuando un apuesto príncipe que cruzaba el bosque en su caballo, vio a la hermosa joven en la urna de cristal y maravillado por su belleza, le dio un beso en la mejilla, la joven despertó al haberse roto el hechizo. Blancanieves y el príncipe se casaron y vivieron felices para siempre
  • 16. El soldadito de plomo Érase una vez veinticinco soldaditos de plomo, todos hermanos, ya que los habían fundido de la misma vieja cuchara. Armas al hombro y la mirada al frente, con sus bonitas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en este mundo, cuando se levantó la tapa de la caja en la que venían, fue un grito: -¡Soldaditos de plomo!- exclamó un niño pequeño batiendo palmas, pues se los habían regalado por su cumpleaños. Enseguida los puso de pie sobre la mesa. Cada soldadito era un vivo retrato de los otros, sólo uno era un poco diferente a los demás. Tenía una sola pierna porque había sido el último en ser fundido y no quedó plomo suficiente para terminarlo. Aun así, se mantenía tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito precisamente de quién trata esta historia… En la mesa donde el niño los había alineado había otros muchos juguetes, pero el que más llamaba la atención era un magnífico castillo de papel: por sus ventanillas se podían ver los salones que tenía en su interior. Fuera había unos arbolitos que rodeaban a un pequeño espejo que simulaba un lago, en el que se reflejaban y nadaban, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más precioso de todo era, sin embargo, una damita que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella era también de papel recortado, pero llevaba un traje de la más fina muselina, con una estrecha cinta azul sobre los hombros, como si fuera una banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damita extendía los brazos en alto, pues era una bailarina, y levantaba tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía vérsela y creyó que solo tenía una, como él. «Esta es la mujer que podría ser mi esposa. ¡Pero es muy distinguida y vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón donde somos veinticinco. ¡No es lugar para ella! A pesar de todo voy a intentar conocerla», pensó y se tendió todo lo largo que era detrás de una caja de latón que había en la mesa. Desde allí podría contemplar a gusto a la elegante damita que continuaba sobre una sola pierna sin perder el equilibrio. Cuando se hizo de noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y los habitantes de la casa se fueron a la cama. En ese momento, los
  • 17. juguetes comenzaron sus juegos, haciendo visitas, luchando entre ellos, bailando. Los soldaditos de plomo armaban ruido en la caja porque querían salir, pero no podían levantar la tapa. El Cascanueces daba saltos mortales y la tiza se divertía pintarrajeando en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y comenzó a cantar hasta en verso. Los únicos que no se movieron fueron el soldadito de plomo y la pequeña bailarina. Ella se mantenía erguida de puntillas y con los brazos en alto, él seguía firme sobre su única pierna y sin apartar un solo instante sus ojos de ella. Cuando el reloj dio las doce, ¡zas!, se abrió la tapa de la caja de latón. Allí dentro, había un duende negro, porque se trataba de una caja de bromas. – ¡Soldadito de plomo!- gritó el duende-. ¡¿Quieres dejar de mirar lo que no te importa?!- exclamó el duende negro. El soldadito de plomo se hizo el sordo. – ¡Está bien, ya verás mañana!- le amenazó el duende. Al día siguiente, cuando los niños se levantaron alguien había puesto al soldadito de plomo en la ventana: bien fuese el duende o bien una corriente de aire, el caso es que la ventana se abrió de golpe y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. ¡Fue una caída terrible! Quedó con la pierna en alto, apoyado sobre el casco y con la bayoneta clavada en los adoquines. La criada y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero, aunque estuvieron a punto de pisarlo, no lo pudieron encontrar. Si el soldadito de plomo hubiera gritado que estaba allí, seguro que lo habrían visto; pero creyó que no estaba bien dar gritos yendo de uniforme. Entonces empezó a llover, cada vez lo hacía con más fuerza, hasta que se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle. -¡Mira! -dijo uno-. ¡Un soldadito de plomo! Vamos a darle un paseo en barca. Entonces, hicieron un barco con una hoja de periódico y pusieron en él al soldadito de plomo que se fue navegando arroyo abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo! ¡Qué olas las del arroyo! ¡Qué corriente! ¡Desde luego que había llovido con ganas! El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito de plomo sentía vértigos. A pesar de todo, se mantenía firme, sin inmutarse, vista al frente y el fusil al hombro. De pronto, una boca de alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón, se tragó al barquichuelo.
  • 18. «Adónde iré a parar. Apostaría que el duende es el culpable. ¡Si al menos la pequeña bailarina estuviera conmigo en el barco, no me importaría que fuese aún más oscuro!», pensaba el soldadito. Al punto apareció una enorme rata de agua que vivía en la alcantarilla. – ¿Tienes el pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, el pasaporte! Pero el soldadito de plomo no contestó y apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se deslizaba vertiginosamente, seguido de cerca por la rata. ¡Cómo rechinaba los dientes y chillaba el asqueroso animal! -¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!- gritaba la rata. Pero la corriente se hacía cada vez más rápida y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día al fondo del túnel. De pronto, se escuchó un sonido atronador, capaz de horrorizar al más pintado. Al acabar la alcantarilla, la cloaca desembocaba en un gran canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para cualquier persona lo era navegar por una gran catarata. Por entonces estaba ya tan cerca, que no podía detenerse. El barco iba como una bala, el pobre soldadito de plomo se mantuvo tan firme como pudo: nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio tres o cuatro vueltas llenándose de agua hasta el borde y estaba a punto de zozobrar. Al soldadito le llegaba el agua al cuello y el barquito se hundía más y más. El papel de tan empapado como estaba comenzaba a deshacerse y el agua se cerró sobre la cabeza del soldadito de plomo, mientras él pensaba en la encantadora bailarina, a la que no vería ya nunca más. De repente, una antigua canción resonó en sus oídos: ¡Adelante, valiente guerrero! ¡No te rindas nunca! En aquel momento el papel acabó de rasgarse y el soldadito se hundió, pero justo entonces se lo tragó un gran pez. ¡Oh, qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que en la alcantarilla y, además, más estrecho e incómodo. De todas formas, el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, tendido cuan largo era. El pez se agitaba, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin se quedó quieto y, a través de él, se podía ver un rayo de luz. La luz brillaba mucho y alguien gritó: – ¡¡¡Un soldadito de plomo!!! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido. Ahora se encontraba en una cocina donde la sirviente lo había abierto con un gran cuchillo.
  • 19. La mujer cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo llevó a la sala, pues todos en la casa querían ver a aquel personaje tan importante que había viajado dentro de la barriga de un pez. El soldadito, por su parte, no estaba orgulloso de aquello. Lo pusieron de pie sobre la mesa y… ¡las cosas que pasan! El soldadito de plomo se encontraba en el mismo salón donde había estado antes. Vio a los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo precioso castillo con la encantadora y pequeña bailarina que se mantenía todavía sobre una sola pierna y la otra en el aire (ella había estado tan firme como él durante todo ese tiempo). Esto emocionó tanto al soldadito que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. Se contentó con mirarla y ella le miro también, pero nada se dijeron. Esa misma noche, cuando todos los habitantes de la casa se fueron a dormir, los juguetes estaban impacientes por escuchar la historia de el soldadito de plomo, todos querían saber cómo había acabado en la tripa de un pez. Esa noche ningún juguete se movió, estuvieron escuchando atentamente la fantástica historia del soldadito, y todos se asombraron de la valentía con que actuó: siempre firme y sin rendirse. También la bailarina escuchó atentamente toda la historia. Ella se había fijado varias veces en el soldadito, pero no quería compartir su vida con un soldado al que le faltase una pierna: «¡Pues vaya soldado!», pensaba. Después de terminar de oír la historia, la bailarina se sintió muy mal. ¿Cómo podía haber pensado que la valentía de un soldado dependía de que le faltase o no una pierna? ¡Ese soldado era el más valiente de sus veinticuatro compañeros! La admiración que empezó a sentir la bailarina por el soldadito de plomo pronto se convirtió en amor y así, todas las noches, cuando los habitantes de la casa se iban a dormir, ellos dos no paraban de bailar.
  • 20. Hansel y Gretel Un humilde leñador vivía con sus dos hijos y su nueva esposa en un bosque a las afueras del pueblo. El niño se llamaba Hansel y la niña, Gretel. Todos los días el leñador trabajaba sin descanso. Sin embargo, llegó un momento en el que no le alcanzaba para el sustento de su familia. Preocupado, el leñador le dijo a su esposa una noche: —No tengo lo suficiente para comprar pan y mantequilla, ¿qué haré para alimentarnos y alimentar a los niños? —Esto es lo que haremos —respondió la mujer—, mañana por la mañana, llevaré a Hansel y a Gretel a la entrada del pueblo y los dejaré ahí; una familia acaudalada se apiadará de ellos y vivirán una vida muy cómoda y feliz. Entonces, solo tendremos que preocuparnos por nosotros. —Jamás lo permitiré —dijo el hombre—. ¿Cómo crees que puedo abandonar a mis hijos? —Debes hacerlo —refutó la mujer—. Si no lo haces, todos vamos a tener hambre. Los dos niños, incapaces de dormir por el hambre, habían escuchado la conversación. Llorando, Gretel le dijo a su hermano: —Hansel, no puedo creer lo que hemos escuchado. —No te preocupes Gretel —respondió Hansel con voz tranquila—. Tengo una idea. Al amanecer, la malvada mujer despertó a sus dos hijastros gritando: —¡Levántense ya, no sean flojos! Vamos al mercado a comprar alimentos. Luego, les dio a los pequeños un trozo de pan y les dijo: —Este es el almuerzo; no se lo coman enseguida, porque no hay más. Gretel guardó el pan en su delantal. Hansel puso el suyo en el bolsillo de su abrigo y lo desmenuzó en secreto, con cada paso que daba, arrojaba las migas de pan en el camino. —Espérenme aquí —dijo la madrastra cuando se encontraban en medio del bosque—, ya regreso. Sin embargo, pasaron las horas sin que volvieran a saber de la mujer. Tan grande era su maldad que los había abandonado sin tomarse la molestia de dejarlos en el pueblo. Hansel y Gretel se sentaron en la oscuridad y compartieron el pedazo de pan de Gretel. Pronto, los dos niños se quedaron dormidos. Cuando despertaron en medio de la noche, Gretel comenzó a llorar y dijo: —¿Cómo encontraremos el camino a casa? Hansel la consoló diciéndole: —Espera a que salga la luna, luego seguiremos mi camino de migas de pan hasta la casa. Sin embargo, cuando salió la luna no pudieron seguir el camino porque las aves del bosque se habían comido las migas. Los dos pequeños se encontraban perdidos en el bosque. Después de muchos días y noches de vagar por el bosque, los niños hallaron una casita que estaba hecha con pan de jengibre. —¡Comamos! —dijo Hansel—, mordisqueando el techo mientras Gretel probaba parte de la ventana.
  • 21. De repente, la puerta se abrió y una anciana salió cojeando apoyada en un bastón. Hansel y Gretel estaban tan asustados que dejaron caer los pedazos de jengibre que habían estado comiendo. La anciana sonrió muy amablemente y les dijo: —Soy una viejita muy solitaria, me siento muy feliz de verlos. La anciana los condujo al interior de su casa, cocinándoles una maravillosa cena. Luego, los llevó a dos lindas camitas, y Hansel y Gretel durmieron cómodamente. Pero la amable anciana era en realidad una bruja que usaba su casa para atrapar a los niños y convertirlos en muñecos de jengibre. Temprano en la mañana, la bruja encerró a Hansel en una jaula mientras dormía. Luego despertó a Gretel y le dijo: —Levántate floja, y ayúdame a preparar el horno. ¡Voy a convertir a tu hermano en un muñeco de jengibre! Gretel lloró al escuchar las palabras de la bruja, pero no tuvo más remedio que hacer lo que le ordenaba. Cuando la niña encendió el fuego del horno, la bruja le dio una nueva orden: —Métete adentro y mira si el horno está lo suficientemente caliente. En el momento que Gretel estuviera dentro, la bruja tenía la intención de cerrar el horno y convertir a la pobre niña en una muñeca de jengibre. Pero Gretel conocía las crueles intenciones de la bruja y respondió: — No sé qué hacer, ¿cómo entro al horno? —La puerta es lo suficientemente grande, mírame entrar —respondió la bruja muy molesta. Luego, abrió la puerta del horno mágico y se metió adentro. Gretel instantáneamente cerró la puerta. Una vez dentro del horno, ¡la bruja se convirtió en una muñeca de jengibre! Gretel liberó a Hansel de su prisión. A la salida de la casa de la bruja, Hansel tropezó con un baúl lleno de joyas. Los dos niños se llenaron los bolsillos de oro, perlas y diamantes. Felices, recorrieron el bosque hasta que vieron a su padre en la distancia. El angustiado hombre abrazó a sus hijos con fuerza, todos los días salía a buscarlos. Tanta era su pena que no quiso volver a saber de su malvada esposa. Hansel sacó las joyas de sus bolsillos, y dijo con emoción: —Mira papá, nunca tendrás que volver a cortar leña. Fue así que esta pequeña familia vivió feliz para siempre.