El documento describe cómo dependemos de otros a lo largo de nuestras vidas, desde la dependencia de nuestros padres en la infancia hasta la dependencia de amigos y mentores cuando somos mayores. Aunque la vida es un deporte de equipo, al final cada uno será juzgado individualmente por Dios por sus propias acciones. Para tener éxito tanto como equipo como individualmente ante Dios, debemos tomar decisiones que pasen la prueba del tiempo y sean consistentes con la voluntad de Dios.
El juego de la vida y una relación personal con Dios
1. De bebés dependemos al 100% de nuestros
padres. Somos incapaces de hacer nada por
nosotros mismos, salvo absorber la
información que inunda nuestros sentidos
en esta nueva y maravillosa experiencia
llamada vida. Al poco tiempo caminamos,
comenzamos a hablar, vamos desarrollando
una personalidad y todo lo demás.
Cuando nos vamos haciendo un poquito
mayores, muchos probablemente
recordaremos la vez en que volvimos a casa
del colegio con la cabeza en alto y corrimos
donde mamá y papá con nuestra libreta de
calificaciones en mano, para mostrarles con
orgullo nuestras buenas notas. O la vez que
hicimos aquel proyecto especial de arte para
expresarles nuestro amor. Sentimos una
profunda satisfacción cuando lo pusieron en
la puerta del refrigerador o en algún otro
lugar especial. De esa manera empezábamos
a descubrir el gozo que produce ser
aceptados y apreciados.
2. Si bien la edad, la madurez
y las experiencias de la vida
pueden cambiar nuestro
enfoque de la misma o
causar que adoptemos una
visión más sutil a la
búsqueda de aceptación y
aprecio que la que tuvimos
en la infancia, es imposible
vivir sin esas
interdependencias. Cuando
somos chicos, dependemos
de nuestros padres; luego al
hacernos mayores
dependemos de nuestros
pares, mentores y amigos.
La vida es un deporte de
equipo, de manera que
todos tenemos influencia.
Vamos por la vida como
equipo. Cuanto mejores
seamos como jugadores de
equipo —hablando en
términos generales—, tanto
más éxito tendremos.
3. Pero lo interesante es que
si bien la vida es un
deporte en equipo, hay un
espacio donde ese deporte
se juega de manera
individual y ese espacio es
nuestra relación personal
con Dios. Cuando suene el
pito al final del partido, yo
me tendré que presentar
solo y tendré que rendir
cuentas por mí mismo y
por mis actos delante del
Dios del cielo. Ese
momento será únicamente
entre Dios y yo. Papá y
mamá no estarán allí para
defenderme y mis amigos
no estarán allí para explicar
al Todopoderoso por qué
hice lo que hice. Me
presentaré solo delante del
Señor como un individuo;
le rendiré cuentas de mi
vida, de mis decisiones y
de mis actos.
4. A veces es difícil hacer lo que está bien y ser
consecuentes con nuestras convicciones. Aunque
en ocasiones esto puede constituir un reto, lo
maravilloso es que Dios no solo nos ha dado la
habilidad de ganar en este juego al otorgarnos el
don del libre albedrio, ¡también quiere que
ganemos! Dios no juega contra nosotros,
estamos en el mismo equipo. Siempre podemos
depender de Dios para que nos ayude a tomar
buenas decisiones.
Tal vez piensen: «Si la vida es un juego de equipo
y al final me voy a presentar solo ante el Señor,
solos Él y yo, entonces, ¿qué debo hacer para ser
un buen jugador de equipo y también hacer goles
cuando juego uno contra uno?»
Al final, el plan para ganar el juego es este: tomar
decisiones en la vida que pasen la prueba del
tiempo.
A veces enfrentamos una elección que resulta
fácil de tomar y nuestros amigos se muestran de
acuerdo. Sin embargo, en la
vida también hay ocasiones
cuando nos vemos frente a
decisiones o a lo que
sentimos que es un llamado
de Dios para nuestra vida,
cuando sabemos que nos
está pidiendo que hagamos
algo para Él que puede ser
una decisión muy difícil de
tomar.