MAYO 1 PROYECTO día de la madre el amor más grande
Cultural thule 20 de abril
1. MI HONOR SE LLAMA LEALTAD
20 de Abril de 2007 .
Año 118º E.H.
HOY :
Conmemoramos el nacimiento hace 118 años de
Adolf Hitler, la más grande personalidad del siglo
XX. Su trascendencia, que los años situarán en
su justa medida, es sólo comparable a la
demonización creada por los “Vencedores” físicos
de aquella Guerra forzada.
Hoy 62 años despues de su muerte en el Bunker
de la Cancillería de Berlín junto a su esposa Eva
Braun, en toda Europa, America del Norte y del
Sur y allá donde la Raza Blaca esté representada,
grupos, aun pequeños, celebran tan importante
fecha. Fue el único hombre capaz de denunciar la
tiranía oculta y la servidumbre que el dinero nos
exige, el único en anteponer espiritualidad a
materialismo. El único capaz de denunciar los
verdaderos males de su tiempo, que es el nuestro.
Murio, pero no fracasó. Triunfo en otra escala de
valores, convirtiendose así en el verdadero Guia
de la Raza Blanca. Con su muerte el Mundo se
hizo más mezquino, pequeño y ruín.
Cuando sus ideas vuelvan a triunfar el Sol brillará
con más fuerza y el Mundo será mejor.
Mejor para todos.
ADOLF HITLER , El Primer
8. ADOLF HITLER EN SU JUVENTUD.
Extacto de la Obra de A.Kibiceck : “Hitler, mi
amigo de la juventud”, que reproducimos por ser
claro ejemplo de la personalidad de A.Hitler y,
quizás (como él dijo más tarde), por que allí
empezó todo.
LA VISION
¡Fue el instante más impresionante vivido al lado de mi
amigo! Su recuerdo ha quedado grabado en mí de manera
tan indeleble que incluso los detalles secundarios, como el
traje que llevaba Adolfo en aquella tarde, el tiempo que
hacía entonces, se me aparecen tan vivamente como si
aquella vivencia estuviera fuera de todo tiempo. Que esta
escena quedara grabada en mí de forma tan imborrable, se
debe quizá también a la circunstancia de que nunca hasta
entonces había vivido yo de manera tan inmediata como
entonces el cielo estrellado a la medianoche. La ciudad
misma, con sus propias aun cuando escasas luces, hace
invisibles las estrellas del cielo durante la noche. Tan sólo
en medio de la soledad, en las alturas del Freinberg, se
apareció bruscamente sobre mí como creada por vez
primera, toda la maravilla del firmamento y el
hálito de lo
eterno me conmovió tan intensamente como jamás lo
hiciera. Es cierto que yo había tenido ocasión de
contemplar a menudo el cielo estrellado. Pero, tal como
suele suceder entre las personas jóvenes y sensibles, un
instante de peculiar intensidad, la coincidencia deaño 1847,
está impregnada del aliento y ritmo de aquella revolución
que seis años más tarde habría de abatirse sobre suelo
alemán, y que afectó también intensamente el destino
personal de Wagner. “Rienzi” es la gran confrontación con
las ideas del año 1848.
La música de la ópera “Rienzi”, estudiada por mí a la vista
de una selección para piano, es aún muy melódica y
accesible en comparación con las posteriores obras de
Wagner. La numerosa orquesta con la totalidad de los
instrumentos de metal y de percusión da a la ópera un aire
pomposo, tal y como corresponde a la concentrada acción.
La juvenil alegría compositora del maestro celebra
verdaderos triunfos en la genial ascensión del conjunto, en
la revolucionaria impetuosidad y en la brillante
intervención de la orquesta. A ello se une la arrebatadora
acción, que desde un principio nos fascinó.
Ahí estábamos nosotros en el teatro y presenciábamos
cómo el pueblo de Roma era subyugado por la altiva y
cínica nobleza; los hombres son obligados por ésta a la
servidumbre, las mujeres y doncellas son deshonradas y
ultrajadas por los altivos nobles. Entonces surge en Cola
Rienzi, un hombre sencillo y desconocido, el liberador del
torturado pueblo. Claramente suena su voz:
«Pero si oís la llamada de la trompeta
resonando en su prolongado sonido,
despertad entonces, acudid todos aquí:
¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!»
En un audaz golpe de mano libera Rienzi a Roma de la
tiranía de los nobles y hace jurar sus leyes al pueblo.
Adriano, aunque procedente del más noble linaje de los
Colonna, que guía a los nobles, se une a Rienzi. Sin
embargo, quiere saber la verdad, por lo que pregunta al
nuevo dictador:
«Rienzi, escucha! ¿Qué te propones?
Te veo poderoso. Dinos:
¿Para qué utilizas la fuerza?!»
Temblando de excitación esperábamos la respuesta de
Rienzi a esta pregunta trascendental:
«Sea, pues: ¡A Roma haré yo grande y libre!
Solo las leyes pretendo yo crear,
para el pueblo lo mismo que para el noble!»
¡Qué palabras: como pronunciadas para nosotros!
Incluso los nobles prestan reverenda a Rienzi. Su victoria
es total. Roma se encuentra en sus manos. Proyectos
trascendentales ocupan su mente. Las masas liberales le
expresan su júbilo. Uno de entre ellos anuncia al pueblo, y
anuncia también a los conmovidos espectadores:
«Él nos ha convertido en un pueblo
por ello, escuchadme, asentid conmigo.
¡Sea éste su pueblo y él su Rey!»
Rienzi rechaza la designación «Rey». Cuando los hombres
del pueblo le preguntan cómo deben nombrarle en su
cargo, alude él a los grandes modelos del pasado. También
sus palabras parecían apelar directamente a nuestro
corazón:
«... pero si me elegís a mí, para vuestra protector
el justo, que comprende al pueblo, volved la mirada a
vuestros antepasados:
¡Y llamadme vuestro tribuno popular!»
Las masas contestan entusiasmadas:
«¡Rienzi, Salve! ¡Salve tú, tribuno popular!»
« ¡Tribuno popular! » Esta palabra se grabó en nosotros de
manera inolvidable. Una conjuración está en ciernes.
Stefano Colonna, el padre de Adriano, va a la cabeza de
los que quieren eliminar al tribuno. Colonna no se deja
influir por el júbilo de las masas. Temblando de
indignación escuchamos sus acusaciones:
«¡Es el ídolo de este pueblo,
al que ha hechizado con sus engaños!»
Adriano, situado entre su padre y Rienzi, a cuya hermana
Irene ama ardientemente, descubre la conjura. Los nobles
son arrestados. Sin embargo, Rienzi hace prevalecer la
9. misericordia antes que la justicia. Abusando de su bondad,
tratan los nobles de incitar a las masas contra Rienzi. Los
mismos hombres que otrora aclamaron al tribuno, no
tardan en gritar:
«Ahí está el traidor, a quien servimos,
que ofrendó a su soberbia nuestra sangre,
y nos precipita a la perdición!
¡Ay, venguémonos en él»
Con un escalofrío vemos cómo los fieles abandonan a
Rienzi.
La Iglesia promulga la excomunión contra su persona.
«... me abandona también el pueblo, a quien yo hice digno
de este nombre, me abandonan todos los amigos, que la
suerte me hizo conocer... »
En medio de una conjura instigada por los nobles debe ser
asesinado Rienzi. Una vez caído Rienzi, las masas se
hundirán de nuevo en la servidumbre:
«El populacho? ¡Bah!
Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,
¡quitarle a Rienzi, y será lo mismo que era antes!»
Pero la caída del tribuno debe venir de las mismas filas de
sus partidarios. Rienzi se siente perdido cuando ve que sus
fieles le abandonan. El Capitolio y la casa de Rienzi son
incendiados por sus mismos leales. Oímos el grito:
«¡Venid! ¡Venid! ¡Venid a nosotros!
¡Traed piedras y antorchas!
¡Está maldito, está excomulgado!»
Desde el balcón de su casa pretende Rienzi hablar una vez
más a las masas excitadas, que intentan lapidarle. Cómo
nos conmueven sus palabras!
«—íPensad! ¿Quién os hizo grandes y libres?
¿No os acordáis ya del jubilo, con el que entonces me
acogisteis, cuando os di la paz y la libertad?»
¿Y la respuesta? Nadie le escucha ya. Adriano, que a pesar
de su amor por Irene se ha convertido en el jefe del
indignado populacho, se lanza contra la casa en llamas.
Aterrado, ve Rienzi cómo la traición de entre sus mismas
filas sella su caída, y antes de que las llamas hagan presa
en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió.
«¿Cómo? ¿Es ésta Roma?
¡Miserables! ¡Indignos de este hombre,
el ultimo romano os maldice!
¡Maldita, destruida sea esta ciudad! ¡Cae y piérdete,
Roma!
¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!»
Conmovidos presenciamos la caída de Rienzi. En silencio
abandonamos los dos el teatro. Era ya medianoche pero mi
amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí
mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos
del abrigo, hacia las afueras de la ciudad.
Aun cuando, por lo general, después de una emoción
artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a
hablar inmediatamente y juzgar agudamente la
representación para liberarse a sí mismo de las opresoras
impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio
durante largo tiempo. Esto me asombró. Le preguntó su
parecer sobre la obra. Adolfo me miró extrañado, casi con
hostilidad.
— ¡ Calla! — me gritó hoscamente.
Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La
húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las
estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban
extrañamente sobre el adoquinado. Adolfo tomo un camino
que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los
arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y
que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi
amigo caminaba delante mí. Todo esto me parecía casi
inquietante. Adolfo estaba más pálido que de costumbre.
El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más esta
impresión.
El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y
pequeños prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa
pesada y hosca gravitaba sobre la ciudad y substraía las
casas de los hombres a nuestras miradas.
—¿Adónde quieres ir?— quise preguntar a mí amigo. Pero
su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve
la pregunta.
No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba
sumida en la niebla.
Como impulsado por un poder invisible, Adolfo ascendió
hasta la cumbre del Freinberg Y ahora pude ver que no
estábamos en la ciudad y la obscuridad, pues sobre
nuestras cabezas brillaban las estrellas.
Adolfo estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las
sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había
conocido basta entonces en él. En la presión de sus manos
pude darme cuenta de lo profundo de su emoción Sus ojos
resplandecían de excitación Las palabras no salían con la
fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y
roncas En su voz pude percibir cuán profundamente le
había afectado esta vivencia
Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras
fluyen más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco
después, oí hablar a Adolfo Hitler como en esta hora, en la
que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si
fuéramos las únicas criaturas de este mundo. Me es
imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo
mi amigo en esta hora.
En estos momentos me llamó la atención algo
extraordinario que no había observado jamás en él, cuando
me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro
Yo el que hablara por su boca, que le conmoviera a él
mismo tanto como a mi. Pero no era, como suele decirse,
que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por
el contrario! Y tenía más bien la sensación como si él
mismo viviera con asombro con emoción incluso, lo que
con fuerza elemental surgía su interior. No me atrevo a
ofrecer ningún juicio sobre esta obsesión pero era como un
10. estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento en el
que lo que había vivido en “Rienzi”, sin citar directamente
este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena,
más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una
simple copia del «Ríenzi». Lo más probable es que la
impresión recibida de esta obra no fuera más que el
impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el
agua embalsada que rompe los diques que la contienen
salían ahora las palabras de su interior. En imágenes
geniales. arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de
su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi
amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud,
o tal vez también maestro de obras o arquitecto. Pero en
esta hora no se habló ya más de ello. Se trataba de algo
mucho más elevado para él, pero que yo no podía acabar
de comprender. Por ello fue mucho mayor mi asombro,
porque pensaba que la carrera del artista era para él la
meta más alta y anhelada. Ahora, sin embargo, hablaba de
una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo
de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la
libertad.
Un joven completamente desconocido todavía para los
hombres habló para mí en aquella hora extraordinaria.
Habló de una especial misión que algún día le sería
confiada. Yo, el único que le escuchaba en esta hora, no
entendía apenas lo que quería decir con todo ello. Habrían
de pasar muchos años antes de comprender lo que esta
hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno
había significado para mi amigo.
El silencio siguió a sus palabras.
Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó
hasta nosotros la hora tercera de la mañana.
Nos separamos delante de nuestra casa. Adolfo me
estrechó la mano en señal de despedida. Vi, asombrado,
que no se dirigía en dirección a la ciudad, camino de su
casa, sino de nuevo hacia la montaña.
¿Adónde quieres ir? — le pregunté, asombrado.
Brevemente replicó:
¿Quiero estar solo!
Le seguí aún largo tiempo con la mirada, mientras él,
envuelto en su obscuro abrigo, descendía solo las calles
nocturnas y desiertas.
Durante los días que siguieron y también en las próximas
semanas Adolfo no volvió jamás a hablarme de esta hora
vivida en el Freinberg. En un principio me sentí
asombrado por ello y no podía realmente explicarme esta
extraña conducta; me era imposible creer que hubiera
podido olvidar esta extraordinaria visión. Como pude
comprobar treinta y tres años más tarde, no la olvidó jamás
en su vida. Pero guardó silencio, pues quería conservar
esta hora para sí solo. Comprendí y respeté su
pensamiento. Después de todo, ésta había sido su hora, no
la mía. Yo no había jugado en ella más que el modesto
papel de un amigo adicto y fiel.
Cuando en el año 1939, poco antes de que estallara la
guerra, visité por vez primera Bayreuth como invitado del
canciller del Reich, creí dar una alegría a mi amigo, si le
recordaba lo sucedido en aquella hora en el silencio de la
noche en lo alto del Freinberg. Así, pues, referí a Adolfo
Hitler lo que de ello había quedado grabado en mi
recuerdo, porque suponía que la ingente plenitud de
impresiones y recuerdos que en el curso de estos decenios
se habrían concentrado sobre él habrían desplazado por
entero aquélla del muchacho de diecisiete años. Pero ya a
las primeras palabras pude comprender que se acordaba
todavía exactamente de aquella hora, y que sus detalles se
habían conservado fielmente en su recuerdo. No cabía la
menor duda de que le causó una especial alegría ver
confirmados sus propios recuerdos por mi relato. Yo
estaba también presente, cuando Adolfo Hitler refirió a la
señora Wagner, en cuya casa habíamos sido invitados, la
escena que había tenido lugar después de la representación
del «Rienzi» en Linz. Así, pues, yo vi confirmados mis
propios recuerdos de manera inequívoca. De manera
inolvidable han quedado también grabadas en mí las
palabras con que Hitler concluyó su relato a la señora
Wagner. Dijo, gravemente:
—En aquella hora empezó.
El joven Adolf Hitler cuando Kubizek le conoció.
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