Relato de terror corto, por Luis Bermer, escritor de relatos de terror y ciencia ficción. El relato está ambientado en la Revolución Francesa, con toques fantásticos. También existe una versión en cómic de este relato.
1. ¡CORTADLE LA CABEZA!
La plaza era una turba enajenada, sucia y vociferante, un mar
embravecido por corrientes de odio. Y en su centro -como una isla de madera-
se levantaba el cadalso. La guillotina ya estaba lista para la siguiente ejecución.
-¡CORTADLE LA CABEZA! ¡CORTADLE LA CABEZA! –se escuchaba
como un eco que iba y venía, entre otros de inhumana ferocidad.
La muchedumbre apenas se abría para dar paso al carro tirado por
caballos que se adentraba en la plaza. Con las manos atadas a la espalda y
recostado en un lateral, el noble mantenía su mirada en la distancia, indiferente
a la ventisca de insultos, frutas y huevos podridos que arreciaba sobre él. Los
guardianes empujaban con sus lanzas a los exaltados que se acercaban al
carro para escupirle en la cara, aunque muchos lo conseguían. Vio en lo alto al
verdugo limpiarse las manos con un trapo, como un carnicero. Tenía el honor
de ser el último ejecutado en este día de terror. Por el suplicio ya habían
pasado sus cortesanos, sus amigos, sus familiares…a lo largo de las horas
previas.
Le habían obligado a contemplarlo todo.
Lentamente, fue conducido por las escaleras hasta la plataforma de la
guillotina. Aquello era un lodazal de sangre y el hedor le produjo arcadas que
apenas pudo contener. Desvió la vista del montón de cuerpos amontonados a
un lado, donde pronto caería el suyo. La sucia hoja de acero le pareció
suspendida a increíble altura. Desde la lejanía se le había antojado más baja.
La negra capucha del verdugo le preguntó:
-¿Últimas palabras?
El noble negó con un fugaz movimiento de cabeza; entonces fue cuando
el experimentado verdugo le recostó -sin la menor ceremonia- sobre el tablón,
para pasar a ajustar las piezas de la máquina que aprisionaron su cuello. Cerró
los ojos y el griterío inundó sus oídos. Su oscuridad.
Una atmósfera de silencio expectante crecía acallando toda voz por
encima del rumor. Quedaban segundos, lo sabía. Imaginaba al corpulento
verdugo dirigiendo sus ojos invisibles a la masa, a un lado y luego hacia el otro,
esperando el respeto de la mínima dignidad para el condenado y su muerte. El
fin había llegado.
Captó el segundo justo. Un crujido en la madera al accionar el mando.
Una vibración grave y…
Un clamor de júbilo reventó la plaza.
La cabeza había caído en el cesto ensangrentado, junto a las demás.
2. Hombres, mujeres y niños mostraban su obscena alegría. Había sido un
día grande para ellos y, ahora que todo había acabado, se resistían a
abandonar el lugar. Durante horas celebraron la muerte y las futuras muertes
que estaban por llegar. De repente, entre la algarabía general, se alzó un coro
de gritos aterrorizados que, desde la zona más próxima al cadalso, cruzó la
plaza como un cuchillo.
El bullicio cesó, y la atención se dirigió hacia el arco de plebe temblorosa
que se iba formando en torno a la guillotina. Por el borde del cesto de cabezas
habían surgido tres descomunales patas de tarántula. Otras dos salieron para
agarrarse por el otro extremo; la gente retrocedió chillando y la masa se
desplazó como un campo de trigo azotado por el viento. Poco a poco, la
cabeza sangrienta del noble emergió, erguida sobre aquellas patas que nacían
en su cuello seccionado.
El terror convulsionó a los presentes de mil maneras, iniciando oleadas
de pánico. Muchos corrieron desencajados, implorando al dios misericordioso,
otros cayeron desmayados para ser pisoteados por los que huían, mientras
algunos quedaron paralizados, movidos sólo por los empujones, observando
lívidos como la cabeza descendía sobre la plataforma con un balanceo
espasmódico en su cara.
-Os espero abajo... –dijo entre espumajos sanguinolentos; su voz era un
fuelle rasgado-... todos tenéis vuestro sitio abajo...TODOS...
El caos inundó la plaza, un pozo de locura.
Nadie recogió aquella cabeza de sonrisa grotesca.
Y sus ocho patas de tarántula.
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