2. 241
Anoche salí de la tumba.
Cuando uno muere y es amortajado, cuando la tapa del
féretro se cierra encima, y se escucha el golpe seco de las
cerraduras ajustando el fúnebre arcón, se sabe que de allí
ya no va a salir el cuerpo, sino convertido en huesos
salpicados de jirones de tejidos podridos, o acaso hecho
carne corrompida, maloliente, con vello desordenado y
los gusanos pululando en las vacías cuencas donde antes
hubo unos ojos llenos de vida.
Eso es la Muerte. De ella, no se vuelve. Nadie ha vuelto,
que yo sepa.
Yo, sí.
El hacha descargó su golpe contundente. El filo hendió
con un chirrido la nuca, alcanzó el cuello.Una mujer
gritó. Un jovenzuelo imberbe se echó a temblar
apartando los ojos del verdugo de cabeza encapuchada y
musculoso cuerpo, así como del hacha repentinamente
enrojecida, goteante, y de la infortunada Ana Bolena,
cuya hermosa cabeza reposaba inmóvil en el cesto, al
lado de las cabezas de otras personas ajusticiadas por
orden de Enrique VIII.
3. 242
Se lanzaron contra los buitres que ocupaban la estrecha
carretera, pero entonces ocurrió lo más alucinante.
Entonces vieron que varios de aquellos animales se alzaban
en vuelo ¡llevando en sus picos una cabeza humana!
¡Una cabeza medio deshecha!
¡Pero que goteaba sangre!
Aquella visión de pesadilla, de infierno, de aquelarre, se
abatió sobre ellos en cuestión de segundos, dada la
velocidad a que rodaban. Pero aquella velocidad no fue
suficiente para evitar que durante un tiempo que les pareció
interminable, los buitres y la cabeza sangrante estuvieran
flotando sobre los dos en el coche sin techo. Una pequeña
nube roja se abatió sobre sus caras.
Él había perdido casi el control del vehículo, pero hizo un
hábil zig-zag y consiguió enderezarlo en la peligrosa
carretera. Se dio entonces cuenta de que el parabrisas se iba
volviendo rojo.
La sangre caía sobre él.
¡Sangre del cielo!
¡Sangre que se había transformado en lluvia!
4. 243
La cama era ancha, arcaica y, en ella, dos seres de
avanzada edad parpadearon ante la luz que hirió sus
pupilas.
—Eh, ¿qué pasa, quién es usted? —balbució el hombre.
La vieja chilló:
—¡Es una bruja, una bruja!
—¡Soy una bruja!
Elevándose en el aire saltó sobre la cama y, sin dejar de
reír, fue descargando hachazos sobre los dos sorprendidos
ancianos que vanamente trataron de escapar
escabullándose bajo las mantas.
Fue inútil. La sangre salpicó sábanas y almohadas y las
cabezas se llenaron de horrendos tajos de muerde que no
detenían la mano asesina, que seguía descargando golpes
contra ellos, como deseando deshacerlos total y
absolutamente.
Ella era el poder del mal satánico asesinando al anciano
matrimonio sin que nadie pudiera acudir a salvarlos.
La muerte había penetrado siniestramente en la casa por la
ventana de la buhardilla…
5. 244
—Bien, pero ¿qué tenemos nosotros que ver con todo eso? Si
Rotherdale quiere vengarse, desde su tumba, que nos deje a
nosotros en paz... es decir, usted debe permitir que nos
marchemos...
—Perdón, señorita, pero yo tengo también mis propias
instrucciones, Nadie podrá salir de aquí, hasta que se hayan
cumplido exactamente los términos del testamento.
—Es decir, hasta que las antiguas amantes del difunto hayan
asesinado a sus esposos.
—Exactamente, señor.
En aquel momento, se dio cuenta de que en su frente había
algunas gotitas de sudor. Las manos del mayordomo temblaban
perceptiblemente, a pesar de los esfuerzos que hacía para
dominarse.
Ocultó una sonrisa. Ya sabía qué le ocurría.
—Otra pregunta, por favor —dijo—. ¿No le repugna a usted
convertirse en cómplice de unos asesinatos? Porque, a pesar de
los motivos que Rotherdale tuviese contra esas personas, una
muerte violenta, en estas condiciones, es siempre un asesinato.
—La voluntad del señor Rotherdale debe cumplirse —dijo Ralph
lúgubremente…
6. 245
—Dicen los brujos que si se sacrifica un niño como
ése, y se deja su cuerpo lacerado en la bifurcación
de caminos, Satán lo llevará con él y, a cambio,
revelará al brujo cualquier cosa que éste quiera
saber.
—Otra salvajada. Vamos, regresemos. Hay que
avisar al coronel Ellicott de este nuevo crimen. Ya
debe haber llegado a la casa, si le han notificado la
muerte de su agente.
Se alejaron del horrendo despojo que en mitad de
los caminos quedaba como el mudo testigo de un
horror sin nombre.
Testigo del embrujo de Satán quizá.
7. 246
Además del frío sintió miedo y el miedo se fundió con el
frío, y los temblores y estremecimientos de su bello y
espigado cuerpo fueron más intensos. El frío se
concentraba más y más en las cúspides de sus pechos altos
y duros, plenos y redondeados.
De pronto apareció luz, era de una luna muy grande, tan
grande como no la había visto jamás. En breves segundos
se fue tiñendo de rojo. Era una luna roja y sangrante, una
luna que desasosegaba.
Ahogó un grito de terror al ver aparecer ante ella, de
pronto, un jinete.
Resultaba extraño en la era de la motorización ver a
alguien montado sobre un caballo negro como la misma
noche, de ojos encendidos como carbones. El jinete
llevaba sobre sí una gran capa oscura y cubría su cabeza
con un yelmo antiguo, se podía decir que estaba
herrumbroso, incluso mohoso. No se veía su rostro, mas sí
los ojos que eran de mirada maligna y semejaban despedir
una luz rojiza, como si naciera en lo más profundo de una
sima.
—¡Sígueme! —ordenó tajante.
8. 247
—¿Qué... quién es... usted...?
—John Parr.
—No... no puede ser... Parr está muerto.. U... usted es un
im... impostor... —tartamudeó.
—Soy Parr y he venido a vengarme.
Frenético por el miedo empezó a levantarse, pero, en el
mismo momento, algo centelleó en el aire y se hundió en su
pecho.
Con ojos desorbitados, volvió a hundirse en el asiento.
Durante una fracción de segundo, había podido ver el
rostro de un hombre a quien conocía muy bien.
Estuvo así unos momentos, jadeando penosamente,
sintiendo que la vida se le escapaba a chorros. Luego,
haciendo un supremo esfuerzo, consiguió tomar la pluma.
Penosamente, con letra ya muy irregular, en grandes
caracteres, escribió:
HA SIDO JOHN PARR
9. 248
… la puerta volvió a abrirse, a su derecha. La muchacha debió oír
algo, porque volvió la cabeza hacia allí, con una grandísima expresión
de esperanza, de alivio..., que se convirtió en el acto en la más grande
expresión de terror, de locura, al ver aparecer al primer ser que entró
en el cuarto.
Era un monstruo. Sólo así podía definirse. Un auténtico monstruo.
Era de baja estatura, grueso, y su cuerpo era de color verde, cubierto
completamente de escamas. Su cabeza era de pez, y sus ojos parecían
ciegos, de celuloide. Su cuerpo no tenía brazos, y apenas piernas; sólo
dos pequeñas extremidades que parecían aletas.
Detrás de este monstruo entró otro.
Un gorila de dos metros, por lo menos.
Y detrás del gorila entró otro ser, otro monstruo. De cintura para
arriba parecía un pulpo. De cintura para abajo, tenía diez o doce patas
que parecían de araña.
Y todavía entró otro monstruo, de color rojo, con cuatro ojos en la
frente, y cuatro brazos y cuatro piernas, fino y liso como si fuese de
finísima goma.
Y sólo al cerrarse la puerta la muchacha pudo reaccionar lanzando un
nuevo grito que no se oyó, mientras se llevaba las manos a la cabeza,
y se daba fuertes tirones de sus bonitos cabellos rubios. Su gesto de
terror era indescriptible, alucinante.
Los murciélagos seguían volando…
10. 249
—Es la víspera del diablo —decían las gentes en voz baja.
Arropaban a los niños, los custodiaban hasta comprobar que
habían conciliado el sueño y luego se reunían en torno a la
lumbre.
Apenas hablaban. Parecían concentrados en sí mismos, en sus
pensamientos, en sus espantos.
Era la víspera.
Pero la niebla estaba allá fuera, pegándose a las paredes,
filtrándose por las rendijas como pequeños fantasmas, y ahogaba
todo sonido, si es que había alguno fuera de las casas de Shadow
Town.
Algo flotaba con la niebla. Quizá el temor de todas aquellas
gentes. Quizá algo más siniestro. Nadie quería salir y
averiguarlo.
Las barcas de madera se mecían sujetas a sus amarras. Crujían
cual una queja sombría a cada embate de las olas, y los sencillos
aparejos de pesca entrechocaban de vez en cuando, como
luchando por romper el espeso silencio con sus ruidos de metal.
La niebla de las marismas chocó contra la que venía del mar. Se
abrazaron, fundiéndose, haciéndose más densas.
Engulleron el pueblo en esa víspera del mal.
Y el pueblo esperó.
No podía hacer otra cosa.
11. 250
El grito de angustia y pavor, se convirtió en ronco
estertor de muerte, mientras el aleteo siniestro
continuaba sobre el cuerpo de la hermosa actriz, y éste
se debatía como en espasmos violentos, forcejeando en
vano por huir a su trágico destino en la noche neblinosa
de Londres.
El último acto de su vida tocaba a su fin. Cayó el telón
muy pronto. Y esta vez no hubo aplausos. Solamente
un reguero de roja sangre corrió entre los adoquines
charolados por la humedad del río, mezclándose con el
rojo hermoso de las rosas dispersas.
El único golpeteo audible en el escenario de la
tragedia, fue el aleteo sordo, espectral de aquella forma
diabólica, que volvió a remontarse en vuelo elevándose
por encima de los edificios de ladrillos del callejón, por
encima de buhardillas, tejados y chimeneas de la
ciudad, alejándose hacia la torre del Parlamento, hacia
las aguas oscuras del Támesis, a lo largo de cuyo curso,
terminó por fundirse con la espesa bruma y con las
tinieblas de la noche, rumbo a alguna parte...
12. 251
En aquel momento, sintió que algo le tocaba en el
hombro.
—Déjame, tú.
—¿Cómo? —preguntó.
—¡Que no me toques!
—Pero si yo no...
Los dos amigos volvieron la cabeza al mismo tiempo.
Casi en el acto, vieron aquella horrible cosa grisácea
que se alzaba ante ellos, informe, hedionda, con unos
ojos grandes, rojizos y que despedían una aterradora
fosforescencia. La cosa tenía una especie de tentáculos,
uno de los cuales estaba apoyado en el hombro
izquierdo de uno de ellos, el cual, chilló de terror. Su
amigo, horripilado, dio media vuelta y escapó a la
carrera, despavorido, emitiendo gritos inarticulados,
mientras su compinche quedaba allí, sujeto por el
monstruo…
13. 252
El hedor de carne quemada dominó todo lo demás. La
mujer tensó el cuello, echando la cabeza atrás, con tanta
violencia, que golpeó con la nuca el madero al que estaba
sujeta. Desorbitó los ojos al fin, unos ojos enloquecidos
por el horrendo sufrimiento.
—¡Maldito tú, Kilwood, y tus hijos... y los... los hijos de
tus hijos... para siempre jamás!
Una llamarada prendió, de golpe, en todos sus cabellos y
en unos instantes el cráneo quedó renegrido, pelado y
humeante. El cuerpo se relajó, ardiendo como una tea. El
hedor se hizo insoportable y los espectadores más
próximos a la pira empezaron a retroceder, volviéndose de
espaldas a la hoguera, tosiendo, ahogándose.
Ahora, la visión del horrendo despojo ardiente era algo
que producía náuseas. Ya no era un cuerpo humano, sino
un pedazo de carne abrasada que se desprendía a trozos,
mientras los troncos más gruesos ardían entre chasquidos,
crujidos y humo denso y negruzco.
Las gentes murmuraban:
—No se ha quejado ni una sola vez..., no ha gritado.
14. 253
Es extraño, singular, el momento en que uno pasa de la
vida a la muerte. Quisiera hablar ahora de ello,
expresar lo que se siente y lo que deja de sentirse. Pero
empiezo a dudar, me pregunto si, realmente, no se
equivocaron todos, desde mis parientes hasta mi
médico y el propio padre O'Riordan, y yo... yo no
estaba muerto.
Pero lo cierto es que oí aquellas palabras del doctor
Latimer, cuando tras examinarme, se volvió a todos los
presentes y dijo sombríamente:
—Lo lamento, señores. Está muriendo. El señor
Matheson ha entrado definitivamente en su agonía. Lo
mejor es llamar al padre O'Riordan, si quieren que
muera como un auténtico miembro de la familia... Es
decir, en la paz del Señor, y como mandan los cánones
de su religión.
Maldito fuese aquel doctor…
15. 254
Ella abrió los ojos desmesuradamente y un grito de tenor
brotó de sus labios. El hombre se apartó a un lado, justo
para ver a un individuo que caía sobre él, enarbolando una
pesada hacha.
El filo del acero cayó sobre una frente, hendiéndola
profundamente. La sangre y los sesos saltaron en
repugnantes chorros El amante se desplomó a los pies de
la cama.
La mujer, aterrorizada, chillaba demencialmente. Preso de
una furia inextinguible, el recién llegado se arrojó sobre
ella y empezó a golpearla con el hacha. Los chillidos
alcanzaron un volumen intolerable. El hacha casi seccionó
un hermoso seno. Luego hendió tres costillas y un vientre
cálido y acogedor. El golpe final seccionó la yugular
escondida bajo un cuello de cisne. Los desnudos pies de la
mujer batieron el aire unos instantes y luego se relajaron
lentamente.
El asesino, cubierto de sangre, miró extraviado a su
alrededor. La habitación parecía un matadero.
De pronto, empezó a recobrar la calma. Todavía podía
marcharse. Nadie le había visto llegar…
16. 255
—La vi morir en el museo de la Fundación Aqueronte.
—¿Cómo? —preguntó Dalilah parpadeando.
—¡Aquel lugar está maldito, maldito, maldito! ¡Ella se
bañó en el estanque, le dije que no se bañara, que no lo
hiciera, pero se obstinó!
—¿Quieres decir que la dejaste muerta dentro del
estanque? —inquirió Jacky dando un tono conciliador a sus
palabras.
—Sí, fui un cobarde, lo sé. Huí corriendo, yo vi la momia
en la cripta... La momia no quería que la volviera, a cubrir
con la losa. Ella tuvo razón en un principio, recuerdo muy
bien que dijo: «¡Daniel, Daniel, esa momia me mira!»
«¿Cómo va a mirar, si no tiene ojos?», le respondí
burlándome. Y ella insistió: «¡Pues me mira, me mira!» Y
se marchó corriendo. Yo intenté volver a cubrir el sepulcro,
pero no pude. Fui en su busca y la encontré ya junto al
estanque. Allí quedó su blusón blanco. Está muerta.
—¿Y cómo explicas que danzara en el fuego de campo, es
decir, en la fogata de la playa? —inquirió Dalilah,
sobrecogida a su pesar.
—Era su espíritu, pero maligno; jamás he pasado tanto
miedo, jamás…
17. 256
Repentinamente, la estatua pareció cobrar vida.
Apareció luz en sus pupilas y sus brazos se movieron ligeramente.
Al mismo tiempo, el hermoso pecho de la estatua se dilató para
inspirar aire. Luego, sus labios se colorearon y se distendieron en
una suave sonrisa. Los pies se movieron sucesivamente para posarse
en el suelo.
—Viva, estás viva... —dijo con las pupilas dilatadas por el asombro.
La estatua era ahora una hermosa mujer de piel oscura que avanzaba
sonriendo hacia el dueño de la mansión. Al llegar a su lado, elevó los
brazos y rodeó su cuello, a la vez que le ofrecía los labios.
Abrazó fuertemente a la estatua, pero casi en el mismo instante se
sintió invadido por un terrible ardor. Durante unos segundos, se
creyó sumergido en un mar de fuego. El calor aumentó en su cuerpo.
Ahora resultaba insoportable.
Su mano estaba envuelta en fuego.
Ardía. Llamas azules se movían en la mano. Y ahora corrían a lo
largo del brazo... y también ardía la otra mano y el otro brazo... y los
pies y las piernas...
Durante unos segundos, percibió el repugnante hedor de su propia
carne quemada. Los pocos cabellos que aún quedaban en su cabeza
se consumieron con una breve pero fulgurante llamarada azulada…
18. 257
Logró aunar algunas fuerzas escasas y dispersas
dentro de su abatido ser. Las suficientes para gemir
patéticamente, agitándose en el cañaveral:
—¡No, no, por el amor de Dios! No me hagan daño...
No me maten... Yo no diré nada a nadie... ¡Nada! Lo
juro, tienen que creerme. ¡Lo juro!
—Mujeres... —dijo despectivamente la voz del tipo
de la navaja—. Siempre gimoteando e implorando.
No, seguro que no me faltará el valor. Voy a darle el
primer tajo. Luego, tú le darás otro. Y así hasta
terminar...
—¡Nooo! —chilló, angustiada, la muchacha.
Pero supo que todo era inútil. Sintió la fría hoja de
acero contra su cuello. Luego, la presión de esa hoja
aumentó...
Había oscurecido ya totalmente. Los pájaros ocultos
en la espesura se agitaron, inquietos, levantando el
vuelo en plena lluvia, cuando un grito inhumano,
desgarrador, el grito de una mujer en la agonía rasgó
la oscuridad, allá junto a la desierta carretera.
19. 258
La espada se elevó en el aire. Más que una espada era un sable
que se adivinaba muy afilado y que, de pronto, cortó el aire con
un terrible silbido. Despavorido, trató de huir como pudo, mas el
filo de acero volvió a cortar el aire y la punta pasó entre su boca
abierta, agrandándole las comisuras de los labios. La sangre
brotó por los lados de su rostro. Era como si hubiera bebido en
exceso un vino denso y negro, llenándose tanto la boca que se
había desbordado por las comisuras de sus labios, incapaz de
tragarlo. Notaba el escozor, notaba la sangre, su angustioso
goteo, cuando el temible sable manejado por manos invisibles,
pues sólo podía ver la terrible y vengativa cabeza del Diablo de
la Noche, se aprestaba a un nuevo ataque.
El acero frío, terriblemente gélido, silbó de nuevo describiendo
medio círculo en el aire. Vio cómo la sangre fría salía a
borbotones de las venas de sus muñecas, cortadas por la hoja del
sable que había pasado, rápido y justo, sobre ellas, con su
diabólico filo homicida.
La calavera del Diablo de la Noche siguió riendo…
20. 259
Cruzó unos arbustos mucho más altos. De pronto, apareció en el
claro.
Una docena de personas, hombres y mujeres, de distintas edades
y todos ellos completamente desnudos, la miraron en silencio,
repentinamente suspendido el cántico.
Se detuvo un instante. Luego, con los ojos fijos en un punto
invisible, empezó a desnudarse.
La blusa y el sostén cayeron al suelo, y la falda y los
pantaloncitos, y las medias y los zapatos. Entonces avanzó un
par de pasos más.
Súbitamente, todos los congregados cayeron sobre ella. Se dejó
hacer sin rechistar. Permitió mansamente que la situaran sobre la
mesa y la ataran con fuertes sogas.
Pero, de repente, volvió a la consciencia. Y vio los puñales que
se alzaban en chispeante círculo sobre ella. El acero reflejaba
sangrientamente las llamas de la hoguera próxima.
Un horripilante alarido brotó de sus labios. Frenética, se debatió,
intentando soltarse de las cuerdas que la sujetaban a la mesa,
pero no lo consiguió.
Y todos los puñales cayeron a la vez sobre su blanco y hermoso
cuerpo, que pronto tomó un siniestro color rojo.
21. 260
Fue el principio de todo.
Pero nadie pudo imaginario. Ni siquiera la víctima.
A fin de cuentas, ella no supo lo que sucedía, hasta que
fue demasiado tarde para evitarlo.
Una afiladísima hoja de acero penetró en las carnes
opulentas de la mujer, como si cortaran mantequilla
suavemente. El grito de ella se hizo angustioso,
cuando notó el tajo hasta el fondo de sus entrañas, y
luego el cuchillo subió, rápido, como si abriesen una
res en canal.
La sangre escapó de la tremenda herida, disparándose
en ramalazos escarlata, que golpearon las piedras
sucias y húmedas de las paredes, en chorreones
brillantes, para luego derramarse rápidamente hacia el
suelo, a gruesos goterones que dejaban estrías rojas en
los muros.
Cuando el arma salió del vientre de la infortunada, se
dirigió rápido a su rostro, y se lo cortó de arriba abajo,
acabando por subir luego e hincarse en un ojo de la
pobre Nancy…
22. 261
Hizo un inciso y girándose a su hija menor,
autorizó:
—Ya puedes empezar el relato de tu pesadilla,
Genny.
La pequeña guardó silencio interminables
segundos. Su familia llegó a pensar que estaba
arrepentida de cuanto había dicho. No obstante,
empezó a decir de repente:
—Eddie no puede descansar en paz porque hay
muchas personas que tienen que morir. No es justo
que él haya muerto y otros sigan vivos. Esa es la
razón por la que ha matado esta noche a Van
Camody. Cuando estuvo en mi habitación venia de
hacerlo y...
—¡Esto es el colmo! —Estalló Harold Durry,
perplejo—. Decir que Eddie ha matado a Van
Camody es ir demasiado lejos, Genny. No te
permito que digas más tonterías, ¿entiendes?
23. 262
Un sordo gruñido pugnó por escapar de sus cerrados labios
cuando descubrió, en las manos enguantadas del siniestro
payaso, un instrumento de su leñera, que destelló al reflejo de
la luz encendida sobre el mostrador.
Un hacha de cortar leña...
El grito nunca pudo salir de sus labios.
Porque el filo de la recia hoja de acero de aquel hacha,
alcanzó violentamente su cuello, casi segándolo por
completo.
Un surtidor de roja sangre escapó del terrible tajo, que hizo
bailotear la cabeza de la víctima, sujeta al cuello sólo por
unas escasas fibras de nervios, tendones y piel.
La sangre lo salpicó todo violentamente, mientras el cuerpo
de ella se agitaba en espasmos atroces, y el rostro de la
cortada cabeza hacía muecas espantosas, simple reflejo de la
vida que se le extinguía por momentos.
Luego, bajo aquellos labios rodeados de blanca pintura, brotó
un murmullo agudo y cruel, una especie de risa demoníaca,
que ni siquiera hizo mover los labios inmóviles del asesino
con rostro de payaso…
24. 263
Un relámpago helado recorrió la columna vertebral
del espía británico Reginald Marks, al ver el rostro de
Eva Lamar.
Aunque..., ¿realmente era un rostro lo que estaba
viendo? La estupefacción dio paso al terror cuando la
mirada de Marks se deslizó por el cuerpo de Eva. ¿El
cuerpo de Eva? ¿Realmente? No... No podía ser ella.
¡Claro que no! El cuerpo que tenía tendido ante él era
menos..., menos voluminoso, de menor estatura. La
carne estaba arrugada, había pliegues de blandura en
el vientre, los pechos colgaban como bolsas vacías
hacia los lados del flaco torso. La carne de los
hombros, de los esplendidos muslos de Eva, de sus
preciosas pantorrillas, estaba ajada, flácida. El
cabello, ¡su hermoso cabello rubio!, parecía... un
estropajo. Y su rostro...
—Dios... —jadeó Marks—. ¡Dios mío!
25. 264
¿No es cierto que le gustaría vengarse de los que la
arruinaron?
—¡Sí! —Contestó la mujer con singular vehemencia—.
Sería capaz hasta de... Helen se calló de pronto.
Arghaddon rio suavemente.
—No se atreve a completar la frase. Iba a decir que sería
capaz de vender su alma al diablo, ¿verdad? —Bueno,
es un tópico... A veces se dice...
—Y, en ocasiones, se hace realidad —dijo él, muy serio
—. Le proporcionaré los medios para ejecutar su
venganza. No obstante, usted habrá de saber detenerse a
tiempo por sí misma. Si su triunfo, si su victoria se le
sube a la cabeza y no se detiene en el punto justo, su
alma será para mí. ¿Está claro?
—¿Y cómo he de saber yo cuándo debo detenerme?
—Ah —rio Arghaddon—, eso es precisamente una parte
del trato. Mujer, no se lo voy a decir yo todo. Algo ha de
poner de su parte…
26. 265
—El enano... ¡Siempre ese enano...!
El doctor asintió lentamente. Se incorporó, tras poner su
mano en la frente de la pequeña Sue.
—No se torture, señora Holland —dijo con tono sereno
el buen doctor Bennett, sacudiendo la cabeza—. Ahora
ya descansa. Dormirá bien esta noche, no lo dude. Y no
volverá a sufrir pesadillas, se lo garantizo. Ese calmante
es suave pero muy eficiente. Le proporcionará un sueño
reparador y tranquilo. Lo necesita.
—Oh, doctor, pero eso no resuelve nada —se lamentó la
madre de Sue, estrujando las manos entre sí,
nerviosamente—. Volverá a suceder otro día cualquiera.
Mi hija sufre ya esa clase de sueños desde hace algún
tiempo, ya se lo he dicho. Y en todos ellos aparece ese
horrible ser..., ese enano que la hace despertar gritando,
bañada en sudor, con ojos aterrorizados..., después de
haberse agitado en sueños, hablando sin cesar de ese
monstruo que la persigue...
27. 266
Las calaveras iban saliendo una a una.
Venían envueltas en tierra, en lodo, en una rara
suciedad que se había ido acumulando con los
siglos. Unas estaban rotas, otras casi
milagrosamente intactas, pero todas producían a la
luz de los focos la misma indefinible sensación de
horror.
Uno de los que trabajaban allí musitó:
—Es como una pesadilla.
—Pues aguantas poco... ¿Nunca habías visto una
calavera?
—Claro que sí, pero tantas juntas no. Da la
sensación de que uno, de pronto, se ha colado en
el Infierno…
28. 267
El pánico la asaltó al darse cuenta que estaba
férreamente sujeta. Luego, ese pánico se agudizó
hasta extremos delirantes cuando advirtió que de todo
su cuerpo partían extraños tentáculos, y que estaba
desnuda y que sentía un frío espantoso.
Los delicados tubos estaban sujetos a su cuerpo
mediante extrañas ventosas. Los había en torno a su
cráneo, en sus costados, en las ingles y en el cuello.
La succión de las ventosas le producía un
desagradable cosquilleo apenas perceptible. Todo lo
que podía experimentar entonces era un pánico
creciente.
Giró la mirada hasta donde pudo, porque su cabeza
estaba sujeta también por una argolla de hierro. Vio
unas húmedas paredes construidas con enormes
bloques de piedra grisácea, una complicada máquina
a la que iban a morir los tubos que partían de su
cuerpo, y una extraña mesa cubierta por una gran
campana de cristal…
29. 268
—¡Sí, amados de Satán...! ¡Soy Leonardo! ¡El bello
Leonardo...! Enviado por el Señor de las Tinieblas
para atender a vuestros ruegos y recibir a la seductora
Kathleen. Kathleen..., pronto serás una adoradora de
Satán. Su favorita. ¡Que empiece la orgía! ¡Beber y
comer manjares condimentados en las profundidades
del Averno!
Leonardo hizo un movimiento con la capa.
Trazando un amplio y veloz semicírculo con la roja
tela.
Tras él apareció una longitudinal mesa. Pródiga en
fuentes de comida, recipientes de viscoso líquido...
Los discípulos se precipitaron sobre la mesa riendo
como posesos.
Sí.
La orgía satánica comenzaba…
30. 269
—¡Micheeeeel!
—¿Qué pasa? —interrogó el hombre corriendo hacia el
lavabo.
—¡Allí, en el árbol!
Michel se empinó sobre sus pies y pudo ver lo que
Berty señalaba.
Sobre la rama de un árbol había una mariposa gigante,
una mariposa que tenía cuerpo de mujer. Sus manos y
pies poseían uñas largas y afiladísimas, como
auténticas agujas. Las alas, en proporción, resultaban
muy grandes y la cabeza era una calavera humana.
—Diablos... ¿Qué es esto?
Aquel rostro les miraba; se había dado cuenta de que
ellos la observaban y ambos cruzaron sus miradas.
Aquellos ojos de calavera no estaban vacíos, tenían
vida en su interior.
—¡Michel, Michel, es un monstruo!
—Tiene que ser una broma, no es posible que exista
una mariposa como esa que está encima del árbol…
31. 270
Encendió una cerilla, levantándola por encima de su
cabeza. A su incierta luz los vieron.
—Bueno, vayamos a donde vayamos, tropezamos con
ataúdes... aunque éstos estén en muy diferente estado de
los que vimos en el castillo.
—No hay rastros de los cadáveres que debieron
contener —refunfuñó, irguiéndose.
—Sigamos buscando. Alguien debe gobernar este buque
para que pueda entrar y salir de la bahía a su antojo.
—¿Piensa quizá que lo gobiernan los ocupantes de los
ataúdes?
—A estas alturas, no me sorprendería, de veras.
Con una mueca siguieron adelante en su revisión
detallada de la misteriosa nave. Cuando llegaron a la
sentina de proa descubrieron la conexión entre el buque
y el castillo. Los tres sarcófagos eran idénticos a los que
ya vieran en el castillo. Transparentes, con un rico
acolchado interior y de unas dimensiones muy
superiores a los que suelen utilizarse para los
enterramientos.
Los contemplaron, asombrados, sobrecogidos por un
oscuro temor…