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DISCURSOS 2010

ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Iglesia de la Pequeña Casa de la Divina Providencia-Cottolengo

Domingo 2 de mayo de 2010

Señores cardenales; queridos hermanos y hermanas:

Deseo expresaros a todos mi alegría y mi agradecimiento al Señor,
que me ha traído hasta vosotros, a este lugar, donde de tantos
modos y según un carisma particular se manifiestan la caridad y la
Providencia del Padre celestial. Nuestro encuentro sintoniza muy
bien con mi peregrinación a la Sábana Santa, en la que podemos
leer todo el drama del sufrimiento, pero también, a la luz de la
resurrección de Cristo, el pleno significado que asume para la
redención del mundo. Agradezco a don Aldo Sarotto las
significativas palabras que me ha dirigido: a través de él mi
agradecimiento se extiende a quienes trabajan en este lugar, la
Pequeña Casa de la Divina Providencia, como quiso llamarla san
José Benito Cottolengo. Saludo con reconocimiento a las tres
familias religiosas nacidas del corazón de Cottolengo y de la
«creatividad» del Espíritu Santo. Gracias a todos vosotros,
queridos enfermos, que sois el tesoro precioso de esta casa y de
esta Obra.

Como quizá sabéis, durante la audiencia general del pasado
miércoles, junto a la figura de san Leonardo Murialdo presenté
también el carisma y la obra de vuestro fundador. Sí, él fue un
verdadero paladín de la caridad, cuyas iniciativas, como árboles
frondosos, están ante nuestros ojos y bajo la mirada del mundo.
Releyendo los testimonios de la época, vemos que no fue fácil para
Cottolengo comenzar su empresa. Las numerosas actividades de
asistencia presentes en el territorio a favor de los más necesitados
no bastaban para sanar la plaga de la pobreza que afligía la ciudad
de Turín. San Cottolengo intentó dar una respuesta a esta situación,
acogiendo a las personas con dificultades y privilegiando a quienes
otros no acogían ni cuidaban. El primer núcleo de la Casa de la
Divina Providencia no tuvo una vida fácil y no duró mucho
tiempo. En 1832, en el barrio de Valdocco, vio la luz una nueva
estructura, también con la ayuda de algunas familias religiosas.

San Cottolengo, aunque en su vida pasó por momentos dramáticos,
mantuvo siempre una serena confianza frente a los
acontecimientos; atento a captar los signos de la paternidad de
Dios, reconoció en todas las situaciones su presencia y su
misericordia y, en los pobres, la imagen más amable de su
grandeza. Lo impulsaba una convicción profunda: «Los pobres son
Jesús —decía—; no son una imagen suya. Son Jesús en persona y
como tales hay que servirlos. Todos los pobres son nuestros
dueños, pero estos que son tan repugnantes al ojo material son
nuestros máximos dueños, son nuestras verdaderas perlas. Si no los
tratamos bien, nos echan de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús». San
José Benito Cottolengo sintió el impulso de comprometerse por
Dios y por el hombre, movido en lo profundo del corazón por la
palabra del apóstol san Pablo: «La caridad de Cristo nos apremia»
(2 Co 5, 14). Quiso traducirla en entrega total al servicio de los
más pequeños y olvidados. Principio fundamental de su obra fue,
desde el inicio, el ejercicio de la caridad cristiana con todos, que le
permitía reconocer en cada hombre, aunque estuviera al margen de
la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido que quien
sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a manifestar
desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de tantos
sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear
relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a
estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de
familia que sigue existiendo todavía hoy.
Para san José Benito Cottolengo recuperar la dignidad personal
quería decir restablecer y valorar todo lo humano: las necesidades
fundamentales psico-sociales, morales y espirituales, así como la
rehabilitación de las funciones físicas y la búsqueda de un sentido
para la vida, llevando a la persona a sentirse todavía parte viva de
la comunidad eclesial y del tejido social. Estamos agradecidos a
este gran apóstol de la caridad porque, visitando estos lugares,
encontrando el sufrimiento diario en los rostros y en los miembros
de tantos hermanos y hermanas nuestros acogidos aquí como en su
casa, experimentamos el valor y el significado más profundo del
sufrimiento y del dolor.

Queridos enfermos, vosotros realizáis una obra importante:
viviendo vuestros sufrimientos en unión con Cristo crucificado y
resucitado, participáis en el misterio de su sufrimiento para la
salvación del mundo. Ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio
de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal,
porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de
amor. Queridos hermanos y hermanas, todos los que estáis aquí,
cada uno según lo que le corresponde: no os sintáis extraños al
destino del mundo; más bien sentíos teselas preciosas de un
hermosísimo mosaico que Dios, gran artista, va formando día tras
día, también mediante nuestra contribución. Cristo, que murió en la
cruz para salvarnos, se dejó clavar en aquel madero para que de ese
signo de muerte floreciera la vida en todo su esplendor. Esta Casa
es uno de los frutos maduros nacidos de la cruz y de la
resurrección de Cristo, y manifiesta que el sufrimiento, el mal, la
muerte no tienen la última palabra, porque de la muerte y del
sufrimiento puede resurgir la vida. Lo ha testimoniado de modo
ejemplar uno de vosotros, a quien quiero recordar: el venerable
fray Luigi Bordino, estupenda figura de religioso enfermero.

Así pues, en este lugar comprendemos mejor que, si Cristo en su
Pasión asumió la pasión del hombre, nada se perderá. El mensaje
de esta solemne ostensión de la Sábana Santa: «Passio Christi,
Passio hominis», se comprende aquí de modo particular. Pidamos
al Señor crucificado y resucitado que ilumine nuestra
peregrinación cotidiana con la luz de su Rostro; que ilumine
nuestra vida, el presente y el futuro, el dolor y la alegría, las fatigas
y las esperanzas de toda la humanidad. Invocando la intercesión de
María Virgen y de san José Benito Cottolengo, os imparto de
corazón a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, mi
bendición: que os conforte y os consuele en las pruebas y os
obtenga toda gracia que viene de Dios, autor y dador de todo don
perfecto. Gracias.
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA AL CENTRO DON ORIONE EN
MONTE MARIO
Roma, jueves 24 de junio de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

En primer lugar, os quiero saludar cordialmente a todos, reunidos
aquí para el significativo evento de hoy. La majestuosa estatua de
la Virgen, que la furia del viento derribó hace algunos meses, ha
vuelto a la cima de esta colina para velar sobre nuestra ciudad.
Ante todo, saludo al cardenal vicario Agostino Vallini y a los
obispos presentes. Dirijo un pensamiento especial a don Flavio
Peloso, reelegido para la dirección de la Obra don Orione, y le
agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme. Extiendo
este saludo a los religiosos participantes en el 13 capítulo general,
a quienes trabajan en esta institución al servicio de los jóvenes y de
los que sufren, y a toda la familia espiritual orionina. Dirijo mi
deferente saludo al señor alcalde de Roma, Gianni Alemanno, que
celebra hoy su onomástico: deseo manifestarle ya desde ahora mi
aprecio por el concierto que el Capitolio me ofrecerá la tarde del
29 de junio; es un gesto que testimonia el afecto de toda la ciudad
de Roma por el Papa. Saludo también a las demás autoridades
civiles y militares. Por último, no puedo dejar de dar las gracias de
corazón a todos aquellos que de distintas maneras han contribuido
a restituir a la estatua de la Virgen su esplendor original.

Acepté de buena gana la invitación a unirme a vosotros para rendir
homenaje a María Salus populi romani, representada en esta
maravillosa estatua tan amada por el pueblo romano. Estatua que
es memoria de acontecimientos dramáticos y providenciales,
escritos en la historia y en la conciencia de la ciudad. En efecto,
fue colocada en lo alto de la colina de Monte Mario en 1953, para
cumplir un voto popular pronunciado durante la segunda guerra
mundial, cuando las hostilidades y las armas hacían temer por la
suerte de Roma. De las obras romanas de don Orione partió
entonces la iniciativa de una recogida de firmas para un voto a la
Virgen, a la que se adhirieron un millón de ciudadanos. El
venerable Pío XII acogió la devota iniciativa del pueblo que se
encomendaba a María y el 4 de junio de 1944 se pronunció el voto
ante la imagen de la Virgen del Divino Amor. Justamente ese día
tuvo lugar la liberación pacífica de Roma. ¿Cómo no renovar
también hoy con vosotros, queridos amigos de Roma, ese gesto de
devoción a María Salus populi romani bendiciendo esta hermosa
estatua?

Los Orioninos quisieron que fuera grande y que fuera colocada en
lo alto, dominando la ciudad, para rendir homenaje a la santidad
excelsa de la Madre de Dios, la cual, humilde en la tierra, «fue
exaltada, por encima de los coros angélicos, en el reino de los
cielos» (Gregorio VII, A Adelaida de Hungría) y, al mismo
tiempo, para tener un signo familiar de su presencia en la vida
cotidiana. Que María, Madre de Dios y Madre nuestra, esté
siempre en la cima de vuestros pensamientos y de vuestros afectos,
amable consuelo de vuestras almas, guía segura de vuestras
voluntades y sostén de vuestros pasos, inspiradora persuasiva de la
imitación de Jesucristo. Que la Madonnina —como les gusta
llamarla a los romanos— en el gesto de contemplar desde lo alto
los lugares de la vida familiar, civil y religiosa de Roma, proteja a
las familias, suscite propósitos de bien y sugiera a todos deseos de
cielo. «Mirar al cielo, rezar y luego adelante con valentía y
trabajar. Ave María y ¡adelante!», exhortaba san Luis Orione.

En su voto a la Virgen, los romanos, además de prometer oración y
devoción, se comprometieron también en obras de caridad. Por su
parte, los Orioninos, aun antes de la estatua, acogieron en este
centro de Monte Mario a niños mutilados y huérfanos. El programa
de san Luis Orione —«Sólo la caridad salvará el mundo»— tuvo
aquí una concreción significativa y se convirtió en un signo de
esperanza para Roma, junto con la Madonnina situada en la cima
de la colina. Queridos hermanos y hermanas, herederos espirituales
del santo de la caridad, Luis Orione, el capítulo general que acaba
de concluir tuvo por tema esta expresión que tanto le gustaba a
vuestro fundador, «Sólo la caridad salvará el mundo». Bendigo el
propósito y las decisiones adoptadas para relanzar ese dinamismo
espiritual y apostólico que siempre debe distinguiros.

Don Orione vivió lúcida y apasionadamente la tarea de la Iglesia
de vivir el amor para que entre en el mundo la luz de Dios (cf.
Deus caritas est, 39). Dejó esa misión a sus discípulos como
camino espiritual y apostólico, convencido de que «la caridad abre
los ojos a la fe y enciende los corazones de amor a Dios». Seguid
esta línea carismática iniciada por él, queridos hijos de la Divina
Providencia, porque, como él decía, «la caridad es la mejor
apología de la fe católica», «la caridad arrastra, la caridad mueve,
lleva a la fe y a la esperanza» (Verbali, 26 de noviembre de 1930,
p. 95). Las obras de caridad, como actos personales o como
servicios a las personas débiles prestados en las grandes
instituciones, nunca pueden limitarse a ser un gesto filantrópico,
sino que siempre deben ser expresión tangible del amor providente
de Dios. Para hacer esto —recuerda don Orione— es preciso estar
«llenos de la caridad dulcísima de nuestro Señor» (Escritos, 70,
231) mediante una vida espiritual auténtica y santa. Sólo así es
posible pasar de las obras de caridad a la caridad de las obras,
porque —añade vuestro fundador— «las obras sin la caridad de
Dios que les infunda valor ante él, no valen nada» (Alle PSMC, 19
de junio de 1920, p. 141).

Queridos hermanos y hermanas, de nuevo gracias por haberme
invitado y por vuestra acogida. Que cada día os acompañe la
materna protección de María, a quien invocamos juntos por
cuantos trabajan en este centro y por toda la población romana. Y,
a la vez que aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración, os
bendigo a todos con afecto.
VISITA A LOS ANCIANOS EN LA RESIDENCIA
SAN PEDRO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
London Borough of Lambeth

Sábado 18 de septiembre de 2010

Mis queridos hermanos y hermanas

Me alegra mucho estar entre vosotros, los residentes de San Pedro,
y agradezco a la Hermana Marie Claire y a la Señora Fasky sus
amables palabras de bienvenida de parte vuestra. Me complace
saludar también al Arzobispo Smith de Southwark, así como a las
Hermanitas de los Pobres y al personal y voluntarios que os
atienden.

Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una
mayor longevidad, es importante reconocer la presencia de un
número creciente de ancianos como una bendición para la
sociedad. Cada generación puede aprender de la experiencia y la
sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la prestación
de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto
de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud.

Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los
ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre,
como el Señor tu Dios te ha mandado» (Deut 5,16), está unido a la
promesa, «que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el
Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos
y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que también
Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra
donde se observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero
respeto por la dignidad y el valor, la salud y el bienestar de las
personas mayores y, a través de sus instituciones caritativas en el
Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el mandato del
Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o
circunstancias.

Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es
querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el
solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de
abril 2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la
concepción hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y
exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la vejez; aun así,
los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento de
Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi
predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en
los últimos años de su vida. Todos teníamos claro que lo hizo en
unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su buen humor y
paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un ejemplo
extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar
con el peso de la avanzada edad.

En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino
también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas
que llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la
oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios
nos ha dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu
humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la
maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento
del misterio de Cristo, que se humilló para compartir nuestra
humanidad.

A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con
frecuencia nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos
momentos bien pueden contarse entre los años espiritualmente más
fructíferos de nuestras vidas. Estos años constituyen una
oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos
querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la
misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran
consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su amor
y bondad en todos los días de nuestra vida.

Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me
complace aseguraros mi oración por todos vosotros, y pido
vuestras oraciones por mí. Que Nuestra Señora y su esposo San
José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos obtengan la
bendición de un tránsito tranquilo a la venidera.

¡Que Dios os bendiga a todos!

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  • 1. DISCURSOS 2010 ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Iglesia de la Pequeña Casa de la Divina Providencia-Cottolengo Domingo 2 de mayo de 2010 Señores cardenales; queridos hermanos y hermanas: Deseo expresaros a todos mi alegría y mi agradecimiento al Señor, que me ha traído hasta vosotros, a este lugar, donde de tantos modos y según un carisma particular se manifiestan la caridad y la Providencia del Padre celestial. Nuestro encuentro sintoniza muy bien con mi peregrinación a la Sábana Santa, en la que podemos leer todo el drama del sufrimiento, pero también, a la luz de la resurrección de Cristo, el pleno significado que asume para la redención del mundo. Agradezco a don Aldo Sarotto las significativas palabras que me ha dirigido: a través de él mi agradecimiento se extiende a quienes trabajan en este lugar, la Pequeña Casa de la Divina Providencia, como quiso llamarla san José Benito Cottolengo. Saludo con reconocimiento a las tres familias religiosas nacidas del corazón de Cottolengo y de la «creatividad» del Espíritu Santo. Gracias a todos vosotros, queridos enfermos, que sois el tesoro precioso de esta casa y de esta Obra. Como quizá sabéis, durante la audiencia general del pasado miércoles, junto a la figura de san Leonardo Murialdo presenté también el carisma y la obra de vuestro fundador. Sí, él fue un verdadero paladín de la caridad, cuyas iniciativas, como árboles frondosos, están ante nuestros ojos y bajo la mirada del mundo. Releyendo los testimonios de la época, vemos que no fue fácil para
  • 2. Cottolengo comenzar su empresa. Las numerosas actividades de asistencia presentes en el territorio a favor de los más necesitados no bastaban para sanar la plaga de la pobreza que afligía la ciudad de Turín. San Cottolengo intentó dar una respuesta a esta situación, acogiendo a las personas con dificultades y privilegiando a quienes otros no acogían ni cuidaban. El primer núcleo de la Casa de la Divina Providencia no tuvo una vida fácil y no duró mucho tiempo. En 1832, en el barrio de Valdocco, vio la luz una nueva estructura, también con la ayuda de algunas familias religiosas. San Cottolengo, aunque en su vida pasó por momentos dramáticos, mantuvo siempre una serena confianza frente a los acontecimientos; atento a captar los signos de la paternidad de Dios, reconoció en todas las situaciones su presencia y su misericordia y, en los pobres, la imagen más amable de su grandeza. Lo impulsaba una convicción profunda: «Los pobres son Jesús —decía—; no son una imagen suya. Son Jesús en persona y como tales hay que servirlos. Todos los pobres son nuestros dueños, pero estos que son tan repugnantes al ojo material son nuestros máximos dueños, son nuestras verdaderas perlas. Si no los tratamos bien, nos echan de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús». San José Benito Cottolengo sintió el impulso de comprometerse por Dios y por el hombre, movido en lo profundo del corazón por la palabra del apóstol san Pablo: «La caridad de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). Quiso traducirla en entrega total al servicio de los más pequeños y olvidados. Principio fundamental de su obra fue, desde el inicio, el ejercicio de la caridad cristiana con todos, que le permitía reconocer en cada hombre, aunque estuviera al margen de la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido que quien sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a manifestar desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de tantos sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de familia que sigue existiendo todavía hoy.
  • 3. Para san José Benito Cottolengo recuperar la dignidad personal quería decir restablecer y valorar todo lo humano: las necesidades fundamentales psico-sociales, morales y espirituales, así como la rehabilitación de las funciones físicas y la búsqueda de un sentido para la vida, llevando a la persona a sentirse todavía parte viva de la comunidad eclesial y del tejido social. Estamos agradecidos a este gran apóstol de la caridad porque, visitando estos lugares, encontrando el sufrimiento diario en los rostros y en los miembros de tantos hermanos y hermanas nuestros acogidos aquí como en su casa, experimentamos el valor y el significado más profundo del sufrimiento y del dolor. Queridos enfermos, vosotros realizáis una obra importante: viviendo vuestros sufrimientos en unión con Cristo crucificado y resucitado, participáis en el misterio de su sufrimiento para la salvación del mundo. Ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor. Queridos hermanos y hermanas, todos los que estáis aquí, cada uno según lo que le corresponde: no os sintáis extraños al destino del mundo; más bien sentíos teselas preciosas de un hermosísimo mosaico que Dios, gran artista, va formando día tras día, también mediante nuestra contribución. Cristo, que murió en la cruz para salvarnos, se dejó clavar en aquel madero para que de ese signo de muerte floreciera la vida en todo su esplendor. Esta Casa es uno de los frutos maduros nacidos de la cruz y de la resurrección de Cristo, y manifiesta que el sufrimiento, el mal, la muerte no tienen la última palabra, porque de la muerte y del sufrimiento puede resurgir la vida. Lo ha testimoniado de modo ejemplar uno de vosotros, a quien quiero recordar: el venerable fray Luigi Bordino, estupenda figura de religioso enfermero. Así pues, en este lugar comprendemos mejor que, si Cristo en su Pasión asumió la pasión del hombre, nada se perderá. El mensaje de esta solemne ostensión de la Sábana Santa: «Passio Christi,
  • 4. Passio hominis», se comprende aquí de modo particular. Pidamos al Señor crucificado y resucitado que ilumine nuestra peregrinación cotidiana con la luz de su Rostro; que ilumine nuestra vida, el presente y el futuro, el dolor y la alegría, las fatigas y las esperanzas de toda la humanidad. Invocando la intercesión de María Virgen y de san José Benito Cottolengo, os imparto de corazón a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, mi bendición: que os conforte y os consuele en las pruebas y os obtenga toda gracia que viene de Dios, autor y dador de todo don perfecto. Gracias.
  • 5. DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE SU VISITA AL CENTRO DON ORIONE EN MONTE MARIO Roma, jueves 24 de junio de 2010 Queridos hermanos y hermanas: En primer lugar, os quiero saludar cordialmente a todos, reunidos aquí para el significativo evento de hoy. La majestuosa estatua de la Virgen, que la furia del viento derribó hace algunos meses, ha vuelto a la cima de esta colina para velar sobre nuestra ciudad. Ante todo, saludo al cardenal vicario Agostino Vallini y a los obispos presentes. Dirijo un pensamiento especial a don Flavio Peloso, reelegido para la dirección de la Obra don Orione, y le agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme. Extiendo este saludo a los religiosos participantes en el 13 capítulo general, a quienes trabajan en esta institución al servicio de los jóvenes y de los que sufren, y a toda la familia espiritual orionina. Dirijo mi deferente saludo al señor alcalde de Roma, Gianni Alemanno, que celebra hoy su onomástico: deseo manifestarle ya desde ahora mi aprecio por el concierto que el Capitolio me ofrecerá la tarde del 29 de junio; es un gesto que testimonia el afecto de toda la ciudad de Roma por el Papa. Saludo también a las demás autoridades civiles y militares. Por último, no puedo dejar de dar las gracias de corazón a todos aquellos que de distintas maneras han contribuido a restituir a la estatua de la Virgen su esplendor original. Acepté de buena gana la invitación a unirme a vosotros para rendir homenaje a María Salus populi romani, representada en esta maravillosa estatua tan amada por el pueblo romano. Estatua que es memoria de acontecimientos dramáticos y providenciales, escritos en la historia y en la conciencia de la ciudad. En efecto, fue colocada en lo alto de la colina de Monte Mario en 1953, para cumplir un voto popular pronunciado durante la segunda guerra
  • 6. mundial, cuando las hostilidades y las armas hacían temer por la suerte de Roma. De las obras romanas de don Orione partió entonces la iniciativa de una recogida de firmas para un voto a la Virgen, a la que se adhirieron un millón de ciudadanos. El venerable Pío XII acogió la devota iniciativa del pueblo que se encomendaba a María y el 4 de junio de 1944 se pronunció el voto ante la imagen de la Virgen del Divino Amor. Justamente ese día tuvo lugar la liberación pacífica de Roma. ¿Cómo no renovar también hoy con vosotros, queridos amigos de Roma, ese gesto de devoción a María Salus populi romani bendiciendo esta hermosa estatua? Los Orioninos quisieron que fuera grande y que fuera colocada en lo alto, dominando la ciudad, para rendir homenaje a la santidad excelsa de la Madre de Dios, la cual, humilde en la tierra, «fue exaltada, por encima de los coros angélicos, en el reino de los cielos» (Gregorio VII, A Adelaida de Hungría) y, al mismo tiempo, para tener un signo familiar de su presencia en la vida cotidiana. Que María, Madre de Dios y Madre nuestra, esté siempre en la cima de vuestros pensamientos y de vuestros afectos, amable consuelo de vuestras almas, guía segura de vuestras voluntades y sostén de vuestros pasos, inspiradora persuasiva de la imitación de Jesucristo. Que la Madonnina —como les gusta llamarla a los romanos— en el gesto de contemplar desde lo alto los lugares de la vida familiar, civil y religiosa de Roma, proteja a las familias, suscite propósitos de bien y sugiera a todos deseos de cielo. «Mirar al cielo, rezar y luego adelante con valentía y trabajar. Ave María y ¡adelante!», exhortaba san Luis Orione. En su voto a la Virgen, los romanos, además de prometer oración y devoción, se comprometieron también en obras de caridad. Por su parte, los Orioninos, aun antes de la estatua, acogieron en este centro de Monte Mario a niños mutilados y huérfanos. El programa de san Luis Orione —«Sólo la caridad salvará el mundo»— tuvo aquí una concreción significativa y se convirtió en un signo de
  • 7. esperanza para Roma, junto con la Madonnina situada en la cima de la colina. Queridos hermanos y hermanas, herederos espirituales del santo de la caridad, Luis Orione, el capítulo general que acaba de concluir tuvo por tema esta expresión que tanto le gustaba a vuestro fundador, «Sólo la caridad salvará el mundo». Bendigo el propósito y las decisiones adoptadas para relanzar ese dinamismo espiritual y apostólico que siempre debe distinguiros. Don Orione vivió lúcida y apasionadamente la tarea de la Iglesia de vivir el amor para que entre en el mundo la luz de Dios (cf. Deus caritas est, 39). Dejó esa misión a sus discípulos como camino espiritual y apostólico, convencido de que «la caridad abre los ojos a la fe y enciende los corazones de amor a Dios». Seguid esta línea carismática iniciada por él, queridos hijos de la Divina Providencia, porque, como él decía, «la caridad es la mejor apología de la fe católica», «la caridad arrastra, la caridad mueve, lleva a la fe y a la esperanza» (Verbali, 26 de noviembre de 1930, p. 95). Las obras de caridad, como actos personales o como servicios a las personas débiles prestados en las grandes instituciones, nunca pueden limitarse a ser un gesto filantrópico, sino que siempre deben ser expresión tangible del amor providente de Dios. Para hacer esto —recuerda don Orione— es preciso estar «llenos de la caridad dulcísima de nuestro Señor» (Escritos, 70, 231) mediante una vida espiritual auténtica y santa. Sólo así es posible pasar de las obras de caridad a la caridad de las obras, porque —añade vuestro fundador— «las obras sin la caridad de Dios que les infunda valor ante él, no valen nada» (Alle PSMC, 19 de junio de 1920, p. 141). Queridos hermanos y hermanas, de nuevo gracias por haberme invitado y por vuestra acogida. Que cada día os acompañe la materna protección de María, a quien invocamos juntos por cuantos trabajan en este centro y por toda la población romana. Y, a la vez que aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración, os bendigo a todos con afecto.
  • 8. VISITA A LOS ANCIANOS EN LA RESIDENCIA SAN PEDRO DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI London Borough of Lambeth Sábado 18 de septiembre de 2010 Mis queridos hermanos y hermanas Me alegra mucho estar entre vosotros, los residentes de San Pedro, y agradezco a la Hermana Marie Claire y a la Señora Fasky sus amables palabras de bienvenida de parte vuestra. Me complace saludar también al Arzobispo Smith de Southwark, así como a las Hermanitas de los Pobres y al personal y voluntarios que os atienden. Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor longevidad, es importante reconocer la presencia de un número creciente de ancianos como una bendición para la sociedad. Cada generación puede aprender de la experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud. Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te ha mandado» (Deut 5,16), está unido a la promesa, «que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que también Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra donde se observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el valor, la salud y el bienestar de las
  • 9. personas mayores y, a través de sus instituciones caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o circunstancias. Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril 2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la vejez; aun así, los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento de Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en los últimos años de su vida. Todos teníamos claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar con el peso de la avanzada edad. En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios nos ha dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento del misterio de Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad. A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien pueden contarse entre los años espiritualmente más fructíferos de nuestras vidas. Estos años constituyen una oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos
  • 10. querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su amor y bondad en todos los días de nuestra vida. Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me complace aseguraros mi oración por todos vosotros, y pido vuestras oraciones por mí. Que Nuestra Señora y su esposo San José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos obtengan la bendición de un tránsito tranquilo a la venidera. ¡Que Dios os bendiga a todos!