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Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Sinopsis
Marilú tiene una particularidad: es una mujer bella y atractiva a sus casi veintidós
años de edad. En ella la naturaleza fue generosa y le obsequió tez morena, ojos
grandes, volumen, firmeza, tersura y hasta brillo. Una hembra de este pelaje sacaría
provecho en cuanto de hacer caer a su presa se trata, pero Marilú aún no esta versada
en las prácticas de conquista; con todo, es un ser exquisito que disfruta el umbral del
conocimiento consiente de saberse muy atrayente.
Yo soy unos cinco años menor que Marilú. Si alguien puede describir lo maravillosa
que es ella, ese soy yo: puedo decirte todo lo que provoca, incluso describirlo con
lujo de detalle; puedo hacer que imagines lo grandioso de su aspecto, y hasta hacer
que la desees; hacerte una descripción minuciosa de sus movimientos, de sus
agradables sonidos e incluso de su relajada presencia, porque cuando se queda
quieta tiene ese aire que da la serenidad de alguien que sabe que va a ser eternizada
en un lienzo.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Crónico Amor Platónico
de Roberto Valencia Galván
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Capítulo 1
¿Has tenido un amor platónico?, la respuesta siempre ha sido ¡sí!, no importa la
cantidad de personas ni el genero, la respuesta siempre ha sido positiva; claro, la
pregunta va en el sentido al uso más común (sentido equivocado) de la experiencia
de haber vivido un amor platónico: un amor sin correspondencia, idealizado, que ni
siquiera sabe que existes, fundado en fantasías, muy poco probable o, más bien,
¡imposible de tener!
De acuerdo con la referencia del filósofo en cuestión, Platón, el “amor platónico” es
un acto de contemplación de la belleza.
Burdamente aplicaría cuando miramos repetidamente, o por más tiempo de lo
normal a alguien, y nos diluimos contemplando y admirando algo en ese ser humano
que nos provoca placer (poco más o poco menos); admiración por lo bello.
¡Contemplación! Viene a mi un recuerdo de mi abuelo que decía: “¡Hay mujeres
que deberían estar dispensadas de hacer caquita!”, por la admiración a la belleza de
ese ser impoluto (intachable, virtuoso) que en ese momento mirábamos los dos.
Bueno, no perdamos la atención; insisto: ¿has tenido un amor platónico? Siempre
que escuchan la pregunta te miran a la cara, vienen gestos y sonidos, todos muy
parecidos: levantan las cejas, mirada arriba, dedos a la barbilla, uñas en los dientes.
¡Sí!, se escucha casi inmediatamente después, muy convencidos, y se agolpan todos
los recuerdos como si la cabeza frenara y todo en la mente se viniera para el frente:
“alguien que me gustaba mucho”.
Luego entonces, ¿la condición de Platónico se lo da la certeza de algo que nunca
será, pero que nos gusta que exista?, ¡una semilla más para la libido!
Pongamos atención: en la obviedad de esta condición de la que nadie nos salvamos y
en la que es perfectamente demostrable que se pesca un mal, ¡o un bien!, como se
quiera ver; y cabe advertir que puede empeorar, ¡o mejorar!, como se quiera seguir
viendo; la persona afectada experimenta largos espacios creativos de fantasías que lo
ponen a la misma altura, al menos en su imaginación; el cuerpo se acostumbra a
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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vivir con ese gusto de estar triste, melancólico, con esperanza, con sólo mirar, con
vivir a la distancia, todo menos a vivir con la falta de ese ser. ¡A mí me pasó!, y el
acontecimiento desencadenó ¡un montón! de eventos ¡importantísimos! en mi vida
(podría decirse que fue la etapa que definió mi futuro) y todo comenzó una mañana,
casi de madrugada, en el verano de las lluvias tempraneras cuando los ciclos
escolares están por cerrar… Les voy a contar como a mí me gusta platicar las cosas:
Sólo de una palabra podía definir el carácter de Toño, mi hermano mayor, y de su
cómplice Gerardo, el hermano que le seguía: ¡de pérfidos! Si en algún momento
cruzaba por mi mente la posibilidad de acudir, aunque fuese sólo por ese día y nunca
más, al resquicio de bondad y aprecio que por ley de sangre debía existir en sus
nobles corazones, sería porque no hallara primero otra forma de librarme de la
desgracia que en ese momento me aquejara.
Tan pronto como las manecillas fluorescentes de mi pequeño reloj despertador,
oculto en la funda de mi almohada, insinuaron las cinco y media de la mañana,
ahogué el brinco de la segunda campanada y salté ligero por encima de la
obscuridad en la habitación, el sueño placido del más chiquito y chillón de la
progenie, y la fulgurante luz de la lámpara del pasillo, que fue lo único inevitable
que necesité para conducirme con acierto hasta al patio; me vestí de memoria, puse a
tientas monedas y demás elementos de peaje necesarios en la bolsa, recogí, doblé y
escondí almohadas y cobijas con el menor chirrido, susurro y pujido despertador, y a
poco fui a parar al espacio vacío del zaguán de la calle y la puerta de la casa ¡sin
llaves! … –¿¡Cómo voy a salir!? … ¡Qué pendejo soy! …–, repetí a lo menos una
docena de veces para mis oídos; –¡actué acertado!, ¿por qué diablos tenía que
perder la puntería al final? –, me insistí tocándome la cabeza con el puño. Barajé
las opciones, entre ofensas a mi persona y a mi memoria, pasando varias veces por
la de hacerme de valor para ir, tocar en la ventana de mis hermanos, solicitar ayuda
y prepararme a la tunda que seguro a continuación vendría; eso sí, ahí terminaría
todo agotados los insultos y manotazos en la cabeza; por otro lado, si la elección
fuera a mis padres, tal vez no eligieran ¡zurra! para mi yerro, a cosas peores
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(¡obscuras!) iría a enfrentarme: de entrada, al recinto de posibilidades que pulularían
en su elección, dependiendo del cansancio y profundidad de su sueño (es el único
día que tienen para levantarse tarde), quizá ¡mañana no sales o lavas el patio o
tiendes las camas! … ¡Nel! …, ¡elijo tunda! No perdí la calma, había tiempo; para
eso me levanté temprano, para los imprevistos que, en épocas sí (duele aceptarlo)
otras no, regularmente hacen abrigo de mi persona. Quién lo dijera, al fondo de la
espesa obscuridad, porque en aquella época del año el sol asomaba ya muy
declarada la mañana, ocurrí no sé si la mejor o la más ¡estúpida! idea: subir a la
azotea, saltar la barda y salir a la calle por el patio de la casa de mi vecino; allá sólo
atoran la puerta con una tranca, intuí con inocencia primorosa, y el primero entre
ellos, y único madrugador, si es que le hallaba despierto, no vería a mal encontrarme
en su morada porque seguido me quedaba a dormir allí.
“Ese, el más peligroso; ese que sólo gruñía y ya parecía que ladraba… ¡ah!... –
levanté los hombros– me conoce y juga conmigo…”
¡Cuánto acierto! … Todo embonaba con exactitud así que ¿por qué no encariñarse
con una opción de tal primor?; la medité, lo necesario; más bien poco, no fui mucho
a las consecuencias, como fuera, de entre todas las salidas ésta era la menos dolorosa
y sería, entre lo perdido, la de mejor recaudo, a los recuerdos me remito: unos aún
duelen y muestran negrura en la piel con ese tonito morado de las orillas
(propinados por Gerardo, el más cabrón de mis hermanos), lástima que están donde
la ropa tapa, me gusta que las curiosas me miren fijo y se pregunten: ¿qué le pasó?
Escalé. Con impulsos metódicos (subía y bajaba por ese mismo lugar ¡muy
seguido!) estuve en el zoclo de cemento del muro, en la prominencia del marco de la
ventana, en la herrería, en la cabeza (sin cara) de un bajo relieve en el muro, en la
saliente de una viga vieja, en una varilla de acero en forma de túnel, en la tapa del
tinaco, las tuberías de agua, en el ínfimo murito que separaba a las dos propiedades
y en la escalera de bajada del cuarto de la azotea de mis vecinos, que finalmente fue
la vereda a mi destino, en récord mundial (esta ocasión lo ameritaba) …
—¡Shhh! … –susurré para mí.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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El Buch inerte, despierto, mirándome fijo, pero inerte. No hubo presencia de
familiares moviéndose, como un abuelo, ni de nada que tener cuidado, excepto en
una de las cortinas: una línea de luz, el foco encendido, que pasándole de largo
estaríamos a menos de tiempo común en bosque de “La Marquesa”; en bolita de
estudiantes, sábado de prácticas de laboratorio de biología, levantando piedras y
cortando plantas. Faltaba poco. Tomé aire y me despabilé. Con sigilo anduve el paso
de cada peldaño, moviéndole los dedos al Buch para entretenerlo; no perdí de vista
la luz amenazadora; avancé ante su presencia, corto, suave y sin parpadear, sin
permitir que el resplandor me descubriera, ni que yo, con mi presencia,
interrumpiera su caso; volteé a todos los lados, no dejé uno sin escrutar. Accedí con
un primer pie a la explanada de concreto liso del pasillo y luego el segundo fue ya
completamente seguro de que el primero no causó silueta ni descontrol. Traté de
superar de dos zancadas y una sola envestida el haz luminoso, pero no pude; me fue
imposible. Quise intentarlo nuevamente para evitar caer en erratas y tentaciones,
pero no pude; la curiosidad fue mas dura que la fe. Busqué salida y caí, sólo, en
mejorar mi posición. Inválido e invadido por toda emoción, ya no di cuenta de mis
actos, y hallándome en falta total, me ofrecí, completo, a disfrutar con la mirada…
María de la Luz era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Ella sola era
capaz de hacer volar el cielo entero ante mis ojos y pasarlo, con cada uno de sus
astros, un deseo por estrella, sin la menor muestra de compasión. A cada cruce me
tomaba el corazón y me lo apretaba, dejándomelo adolorido y sin caberme en el
pecho. Con ella no me salía ni la menor muestra expresión dolorida o queja de
existencia, si es que podía haberla a mi edad, diecisiete años, cinco ella más que yo.
La toalla develó a la Venus, cálida, morena; otra liberó las mechas. Frente al espejo
extendió los brazos a lo alto para reconocerse las caderas, en una rutina de ella, que
sólo ella podría explicar. Cogió un cepillo, puso la espalda a mi intromisión y se
inclinó; ella estiraba la cabellera negra y yo podía ver la humedad de su sexo, ¡y
sentirla!, con el Buch lamiéndome los dedos que ya poco me importaba movérselos
para distraerlo. Aprecié lo mas alto en perfiles y manejo de órganos. Asumí que eso
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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que apareció ante mí era, al menos en lo más corto de la expresión, la muestra más
clara de que el deseo se despierta en la presencia de vello y prominencias corporales.
Marilú era una mujer morena, delgada, de pechos estándar y pezones extensos,
obscuros; piernas largas, glúteos normales. Creía en la tersura de la piel y por ello
siempre andaba encremada. Aquella mañana del encanto la vi embadurnarse los
senos, y es la imagen más grata y clara que tengo hasta hoy de una mujer bonita.
Ni la madrugada ni la soledad urbana pudieron con mi emoción, se diluyeron a mi
paso, tal fue el hipnotismo que caminé calles y calles sin esperanzas de mejorar; mi
mente parió un montón de situación, valiéndose de los moldes que acababa de
conseguir, y fue implacable con la frescura del recuerdo. El trastorno me ocupó
hasta detenerme en la presencia del anciano, transeúnte como yo, abuelo de Marilú
(ascendiente mayor de la ninfa desnuda…, los ancianos siempre andan a esas horas
en la calle como almas flotantes), ¡me asusté muchísimo!, mi corazón a galope me
lo hizo saber. Agaché la cabeza…, esperé en vano su recriminación, pero, pese a lo
que mostrara en la cara, pasé sin daño a todo lo largo del cruce que llevó sólo un
pestañeo arriba de mi parte para cerciorarme de que él no me reconociera. ¡Fiu! …
Me calmé. Vi la espalda alejarse y me recargué para recuperar la noción y el destino.
Estaba extraviado, me había perdido y no sabía hacia dónde quería seguir. Me
acerqué al paradero de autobuses.
Por largo tiempo, toda mi vida, aprecié al sexo contrario como una especie presa de
su aspecto y consumida por los sentimientos. Las mujeres en mi entorno, incluyendo
a mamá y a Marilú, eran endebles, sufridas y “compracosas” para colgarse, carentes
de recursos para darse a respetar. Desde la infancia amas de casa y mamás, y desde
su manera de jugar o entretenerse, también (mamás o amas de casa, amas de casa o
mamás…) Cada vez que mi personalidad varonil, por papá y tres hermanos, se
rozaba con mujeres, ésta no pretendía nada más allá de conseguirse un beso y
consumir con los amigos la conquista tornasolando con matices y con mentiras el
relato (¡me pintaba solo para elaborar historias!), para dar la impresión de “Don
Juan”. Por nada era menos de excelente macho y por mucho iba en pos de
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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convertirme en un ser prepotente, egoísta, insensible e hiriente, quizá, como mi
abuelo, todo esto si no hubiera sido hechizado, y de por vida y con la parte más
maléfica con la que ellas pueden poner daño. ¿¡A mi edad!?
—¡Atención! –llamado general–, tome sólo coníferas, no necesita más; eso sí: tiene
que ser, ¡por lo menos!, de cinco especies diferentes.
A las visitas al campo asistía todo aquel estudiante alumno del profesor estrambótico
que vestía trajes de antaño con cachuchas de béisbol, y a las que en ocasiones
también nos acompañaba la maestra de biología de otra escuela, pero el común era
un grupo espeso de alrededor de unos veinte hombres y treinta y tantas mujeres. Nos
reunían en la estación de autobuses foráneos y en el mismo lugar, unas seis horas
después, nos abandonaban.
—Aquél a quien le falten muestras de las prácticas anteriores, ¡búsquelas ahora!,
porque la última salida será dedicada, sólo, a minerales –el de la cachucha que tenía
la costumbre de poner todo, indistintamente, en voz de extraño.
—¡Usted, jovencita, no la veo buscando! –aunque supiera su nombre.
Yo caminaba a espaldas de un par de grupos femeniles, antífrasis de mi mente (por
lo que acababa de ver) y correligionarias del chismorreo. En la espesura de aquel
verdor y olor a lozanía, me preparaba para la faena luchando fuertemente por
concentrarme en las instrucciones y advertencias, y por ello me arrimé a una tercia
de compañeros jocosos, que reían constantemente, para ver si así me alejaba de la
zaga y lograba meterme al momento. No era un mal estudiante, pero debía
esforzarme mucho para mantenerme a flote. Los abogados en casa no servían,
cualquiera que llegara con malas notas la pasaba mal y sentía profundamente el no
haberse esforzado. Toño (el hermano al que yo llamaba Tono) era el que marcaba la
pauta, había salido tan buen estudiante el desgraciado que más de dos veces pensé
que nació, sólo, para joderme la infancia: estudiante ejemplar de cuadro de honor,
abanderado en la escolta, jefe de oratoria, representante de grupo, presidente del
comité de alumnos y bueno para la nadada; un ¡cabrón! de dientes blancos y
respiración profunda que impresionaba con la amplitud que podía alcanzar sus
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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pectorales. Dice mí mamá que el día que yo llegué a la casa él me cogió la cara y
aplastándome la nariz me dijo ¡No llores!, que en respuesta a ello yo no aprendí a
decir bien su nombre, siempre hice por decirle “tono”; en mi vida usé muchas de las
cosas que él dejaba, quizá por eso tenía la fórmula para hacerlo enojar, su olor se fijó
en mí y gracias a ello lo conocí tanto, o más, que con el trato diario, lo malo fue que
lo mejor de él no alcanzó el mimetismo… ¡Chin!
Mi hermano vino con el don integrado para la asimilación. Leía, cierto, pero más
bien cargaba un a grabadora en la cabeza, de cinta perenne, con la que se andaba por
ahí fijando cosas para luego más tarde champárselas a uno en la cara, con la correcta
explicación del que ya había ido al diccionario para aprender la definición. Para
asumir el vínculo de hermano, era necesario someterse a los caprichos y mantenerse
cerca, para saber por dónde vendrían las exigencias; y yo no lo hacía mal, estudiaba
lo más que podía y con muchos esfuerzos me desplazaba, a la distancia, pero me
movía en la misma dirección que él; por eso a las plantas les concedía yo esmero de
alta ciencia, para andar sin problemas; una buena nota en este rubro vestía, y en
suma, era parte del acierto que permitía salir a la calle, jugar, ver televisión hasta
tarde o quedarme a dormir en casa de mi mejor amigo.
Alcé mis muestras y las coloqué en seguro. Hice todo lo correcto para volver a casa
calmado, y fui a esperar el rato que usaba para mí cosas: una vez en la cama, de
noche, con unos durmiendo y el sonido lejano, y las luces entre la oscuridad de la
sala con alguien frente al televisor, me entregué a deshojar la margarita con la
minuciosidad del enamorado, contemplando el efecto a cada paso hasta empaparme
el vientre con mis entrañas. Dormí exangüe (¡débil, exhausto!). Así pasaron las
veces, todas; todavía no terminaba de recuperarse el pasado, cuando ya le había
traído de nuevo al presente; ¡sabía que me estaba haciendo daño!
Desperté a la mañana siguiente del sábado aquel, me despegué los calzones del
como almidonado y me levanté a buscar que hacer con mi vida: cualquier cosa, una,
alguna, fuera del delirio hormonal. Ya me empezaba a preocupar.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Me lavé la cara, las manos, elegí buenas prendas de vestir y quise ser valiente
ignorando a mi subconsciente que me sugerencia que no fuera al encuentro de mi
talón de Aquiles. Solicité permiso para ausentarme y salir de casa. Fui y me paré
frente al portón de la tranca, el de la madrugada anterior, y llamé muy seguro de mí,
al menos un par de veces.
—¿Está Ticho, señor? –tragando saliva. Subiendo y bajando el gaznate.
—Déjame ver, pásate.
Todos los abuelos tienen cara de duende, decía mi carnal; ¡cierto!, a éste yo le veía
la del elfo-dobby.
Me acerqué entrando, pero evité ir mucho adentro. El Buch vino para embarrarme la
cabeza y a exigirme con las uñas. Algo me golpeó en la cabeza; pensé en no voltear,
pero finalmente lo hice, fue cuando escuche las carcajadas del “simpatías”, Patricio
Ventura, mi compañero de andadas y cómplice de maldades; ni a él tendría la
oportunidad de contar mi experiencia (obvio cambiándole el nombre a los
protagonistas), y es que fue un gran número de cosas que no entendí y que creía
tenía que pensar antes, siquiera, de considerar en compartirlo; para empezar otra vez
tenía ganas de meterme al baño y dejarme humedecer hasta donde lograra irme con
el recuerdo fresco, y venirme con lo que aún sobrara, si es que todavía había; pero lo
que me limitaba no eran las ganas sino tiempo y oportunidad: en una casa de
hombres las entradas al baño están supervisadas y medidas con reloj, por aquello de
que a los hombres nos gusta en demasía la privacidad en la habitación de los
desahogos y las fantasías. ¡Una madre está en todo!
A “Ticho”, el antropónimo (el nombre) que dio su familia en hipocorístico
(diminutivo deformado infantil), y apócope (falto de letras) y aféresis (modo
abreviado) muy cariñoso de “Patricio”, no le importaban mis preocupaciones, Ticho-
tetraigofinto bajó corriendo del piso en el que se encontraba y con sonoras risotadas
de mamarracho, me trajo, todavía doblado de la alegría por su acierto, el juguete de
plástico que me despeinó y que fue a dar allá por donde empezaban las escaleras (las
mismas que ahora usó para su descenso, y el mío la madrugada anterior).
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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—¿Duele?
Esa misma cara tenía cuando un día vino a mí con una revista que contenía mujeres
desnudas. Un primo, mala influencia, se la prestó. Consumimos juntos el contenido,
pasándonos las hojas (obvio, ya había sido minuciosamente deshojada para facilitar
su uso y traslado) por arriba de una cobija que colgamos para darnos privacidad. Yo
tenía el rollo de papel sanitario de mi lado y él la revista del suyo. Mi mano asomó
por encima de la lana por lo menos una docena de veces, exigiendo con sacudidas
que me actualizara la ración, al final mi consuelo fue ver que Ticho-manuelas supo
lo que era depender de alguien más en esos momentos, cuando la suya asomó, la
única vez, pidiéndome, envuelto los dedos en una madeja elástica (¡mano de pato!),
le pasara algo del rollo sanitario en mi poder.
Yo ya conocía el proceso cuando lo conocí a él y lo había practicado muchas veces,
pero a decir verdad fue con Ticho-cachondo con quien lo hice un exquisito y
verdadero placer.
—¿Duele, chillón? –me repitió.
—¡Préstamelo!, yo te lo aviento y tú me dices.
Me respondió levantándome el anular de la mano izquierda, ¡Ja!, el dedo de los
anillos: Ticho-verdulero levantaba siempre ese dedo por aquello de que en ese dedo
(le dijeron en su casa) iban todo lo que entra en el dedo de una mano, ¡todo! Yo le
dije: de otra forma pareces Ticho-liverache, ¡el pianista puto de los anillos! A mí
siempre me hizo sentido (aún hasta hoy es el que uso para dar placer).
Me hizo seguirle al interior de la habitación, una que en esa casa pretendían hacer
pasar como comedor, ¡mentira!, ellos se alimentaban en la cocina, en una mesa de
uno por uno, y cada uno por su lado. No eran gente que practicara la unión, pero sí
la concordia y la imaginación: cada vez que yo les encontraba juntos era jugando a
los cojinazos o mojándose en la pileta del patio o persiguiendo al perro para pintarle
las patas de blanco o cazando arañas, usando moscas como carnada. Ticho-
danieleltravieso me hizo seguirle porque quería darme a probar una substancia
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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extraña y deliciosa contenida en el interior de una licorera de su papá, pero no se
pudo, le echó a perder la travesura la cercanía en la cocina de un familiar adulto.
En esa habitación, sobre una silla, un chaleco y una bufanda me pusieron de nuevo
la excitación entre las piernas. Estaba destinado a no poder mirar, nunca más, algo
de ella o a ella misma: su persona me modificaba inevitablemente y sus prendas me
poseían, más aún si a la vista quedaba algún parte de la prenda donde fueron
sorteados los embates de las miradas de los machos curiosos, por ser casi siempre
ella de las predilectas, al momento ocioso de selección de hembras-con-mejores-
tetas. No podía seguir así, sabía que me estaba haciendo daño. ¡Y mucho! A la luz
de la experiencia estaba claro que no soportaría y que tarde o temprano algo iba a
suceder.
Mis padres nunca nos dijeron nada, ellos pensaban que la vida tenía que suceder y
dejaron que sucediera con nosotros. Mamá nos colmó de bendiciones y papá sólo
nos pegó de fajillazos donde fue necesario (con aquella fajilla gruesa del uniforme
militar), a cambio recibieron una descendencia al cuidado de los ángeles y de
prendas inferiores ¡guangas!, porque en la casa los cinturones desaparecían
misteriosamente.
Mi padre era un hombre de zapatos cuadrados y punta chata, y de tirantes; de corte
raso en el pelo y de buena figura: ¡los celos de mamá! Ella nunca permitió que fuera
solo a la ferretería del mercado, las de esos rumbos se lo chuleaban mucho y por esa
falta de tacto, de las pinches adictas al delantal, nos mandaban a nosotros.
Papá niño creció viviendo con una hermana porque su padre (mi abuelo paterno) los
dejó para irse a la capital. Había perdido a la segunda esposa (la madrastra de los
hijos) y quiso olvidarse de todo, encargando a las hijas mayores el cuidado del hijo
menor, y abandonando, incluso, “la ferretería” del patrimonio, en manos de un
yerno: el yerno que recibió en su casa al hijo-abandonado (mi padre).
El hijo abandonado fue chalán, peón, comerciante, pintor de brocha gorda, cerrajero,
conserje, soldador, tortillero, masajista, chofer, taquero y hasta intento de plomero,
todo por no portarse bien y desobedecer al de la patria potestad que lo corrió de la
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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ferretería, y de la casa después. El recinto de la otra hermana fue el nuevo suyo, y
aunque fue de sólo un cuarto, éste se convirtió en algo más seguro y menos
trabajoso; consolador en las horas de crisis de tristeza y soledad. Mi papá sufrió
mucho por el abandono y parece que nunca se lo perdonó a su padre. Cada vez que
nos relataba algo sobre el abuelo, refería de él como Filemón; le retiró el termino de
progenitor.
Un día papá permitió que le reclutaran en una partida de fieles que viajaría a la
capital para ir a cantarle en la catedral a la virgen; después de la ofrenda, el nuevo
creyente se separó del grupo por unas horas para tratar de localizar la dirección de la
fábrica donde, había informes, trabajaba Filemón de empleado de almacén y
encargado de herramientas. En la provincia de la que era originario mi padre, los
hombres no abandonan el núcleo sin antes establecer una liga en comunicación y
tiempo: la de mi abuelo fue correspondencia, una carta al mes; que siempre partía
con lo establecido, dentro de un paquete de medicinas que un cumplido sobrino
mandaba a su tía; remitente: su progenitora, comadre de alguien en la familia.
Una carta de Filemón fue la que denunció al hijo abandonado, al expresar en
pregunta si alguno de la familia había ido a buscarlo a la fábrica; las hojas llegaron
hasta mi padre: él simplemente tomó los papeles y frente a la cara apuró los ojos
izquierda a derecha a todo lo largo de unos cuantos párrafos para decir: ¿¡Y qué!?
—¡Vete con él! … ¡Al final te lo dice! Léelo tú mismo. Pregunta que para qué te
andas escondiendo.
Para esa hermana no había más que agradecimientos. Mi padre no quiso ser grosero
con ella, así que retiró los papeles de la mano y se levantó diciendo:
–Yo no me escondo; si lo hiciera, lo haría en el lugar donde ni tú, ni María, ni
Filemón pudieran encontrarme…
—No digas eso… me pones nerviosa –Con verdadera cara de apesadumbramiento.
—Voy a ir, hermana.
—¡Sí! … ¡Hazlo!
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Bajó la cara, caminó a la puerta y salió, rascándose la nuca, preocupándose ya desde
ese momento.
La gran metrópoli resultó un paso difícil de dar. A los llegados con edad, que no son
nativos, se les complica acostumbrarse al bullicio y al vertiginoso correr cotidiano.
El hijo abandonado sufrió diarreas, vahídos y ansiedad; también por las emociones
sufrió de sudoraciones, porque hasta eso, en esa etapa, hubo cosas que nunca antes
había experimentado: un día caminando por la zona bodeguera y comercial de los
alimentos, una prostituta lo tomó de la solapa, una de esas de pechos boludos y
saltones, y no le soltó hasta comprobar realmente que no traía dinero consigo, antes
le pegó una desplazada de manos por todo el cuerpo que le dejaron, sólo por la
presencia de transeúntes, con la pura tranca aprisionando el descarrío. En otra
salida, los de la tele filmaban un concurso de baile callejero, papá fue tomado de
entre la multitud de mirones para dar, solamente, unos pasitos con una chamaca que
necesitaba pareja. La tía que nos contaba todo nos dijo que fue ¡sensacional!, que
fue finalista, y que cuando lo despacharon fue porque opacaba al que debía de ganar,
no obstante, fue el más aplaudido, incluyendo entre sus admiradores al presentador,
al catrín del micrófono.
La urbe ascendió a mi padre a grado de “ciudadano citadino común” y lo puso en la
explanada de las oportunidades; en poco tiempo abordaba el transporte cachándole a
pleno vuelo, y sabía de aguantar, sin expresiones soeces, ataques de ímpetu
femenino, de aquéllas que se entallan el vestido y que con medias y tacones partían
la acera moviendo glúteos y despidiendo majeza; mi padre hasta cambió los
sonsonetes de provincia por expresiones locales: se explayaba diciendo ¡chale,
chale, chale… ! para dejar claro que no era de ¡allá! ¡que era uno de ¡aquí!, ¡y bien
parido!, y que había llegado para quedarse.
Lo metieron a trabajar a la fábrica donde el abuelo hizo su círculo de amigos. Papá
no era lo que se conociera como un envidiable afortunado, pero tenía su estrella.
Contaba con la suerte de su combinación astral y con el milagro de la puntería
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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accidental; y también contaba con una mujer: Aurora (la dama de las
recomendaciones), que nunca lo dejó mal parado pese a tener motivos para hacerlo.
Aurora Evangelista, mujer de buenas hechuras y titulada en la facultad de contaduría
pública, era la autoridad que llevaba los números en la fábrica. Ella fue la buen-
samaritano que levantó a Filemón y paró al hijo abandonado, la que me dio mamá y
la única mujer, que mi abuelo recuerde, capaz de ¡mentarle la madre! No era secreto
los amoríos entre esta señora y mi abuelo, tampoco que, en la diferencia de castas,
ellos hallaban un poco de igualdad con el físico, pues porque en su relación el
hombre era el del rostro encantador; y la mujer la de las piernas bonitas, un ¡mucho!
en lo de abajo de la espalda y otro mucho en una vulva insaciable. El abuelo le
decía: “una concha de mar, ¡peluda!, con una perla como clítoris”. Eso sí, además
tenía un sueldo envidiable, un escritorio de pura madera y hasta un sillón con orillas
de cordón y respaldo alto.
Al exitoso noviazgo de estos acaramelados todo en el porvenir les reservaba las
mejores opciones; contar con la aceptación de aquéllos quienes les rodeaban era
parte primordial de ese favor, parte de su plan de la vida.
El hijo abandonado miraba a Aurorita con la gratitud correcta, pero sin pretender
pasar la línea de la condición de ser un individuo ajeno. Sin obstar los momentos
que pasaba en el parque compartiendo helado, globo y paseo con la única hija de la
señora. Ella, Aurorita, era la mujer de Filemón, y de él sólo la dama que le tendió la
mano para ayudarle a conseguir empleo. En esa actitud de rebeldía, bien
encaminada, mi padre halló consuelo a su situación de compartir con una persona
que tenía visos de don Juan, éxito en el parecido y un hijo que desesperado intentaba
mantenerse a flote para mantenerse a su lado.
La periodicidad entre ellas, Filemón y el hijo-inseguro sucedía casi igual que en la
tierra de origen, la diferencia la marcaba el asfalto: acá las caídas no eran en
blandito, si discutía con el compañero se quedaba ¡solo!, porque aquí no había nadie
que le escuchara, al menos le entendiera o le pasara el hombro para desahogarse. Las
dos hermanas se mantenían en provincia con sus respectivos, y la distancia entre
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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ellos hacía imposible pensar, siquiera, en la posibilidad de visitarlos, quejarse y
volver. Con todo el ordinario transcurrió en aceptable convivencia por muchos
meses. Cuando parecía que todo iba mejor, mi abuelo recibió una carta de la
parentela: con letra temblorosa de pésimo escribiente, le avisaban “Tu hermano
Ignacio agoniza”.
La noticia le tomó en un día nublado y de inmediato reminiscencias del pasado le
trajeron a la memoria cuando Nacho le salvó la cara de dos grandotes, ¡pelones!, de
la secundaria, que juraron que ¡a la salida! se la iban a romper; y cuando le
obsequiaba con risas fieles a sus chistes chafas…, el hermano malo para dar
consejos pero el mejor para dar a sentir cariño, el de las mejores novias, el que
nunca se caso.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Capítulo 2
“¡Voy una semana! … Estaré lo suficiente para darle ánimo y me pongo de vuelta
en el camino.” Esas fueron, en esencia, las palabras para el contenido de la doble
despedida, la primera para la flechada y la segunda para el hijo inseguro.
“¡Piensa en mí, Filemón! Yo me quedo esperándote.” Fueron las respuestas, la
primera la única que enfatizó el nombre, haciéndole evidente lo mucho que le
necesitaba, la segunda tuvo en el tono más reclamo y un tanto de temor.
A la semana de licencia le vino otra, otra y otra más; no aún había llegado a casi fin
la agonía, cuando ya pendía sobre el abuelo la primera amenaza: “¡Qué estás
haciendo! ¿Por qué no te vuelves?” En la respuesta asomó gesto de repentina
reconciliación territorial. Aurorita lo notó. Fue parca y conciliatoria hasta comprobar
que debía hacer lo contrario; entonces levantó, decidida, por última vez el auricular
de su pesado aparato telefónico negro y emitió a través del cobre de la electrónica
los sonidos del ultimátum, con tono dulce y en buenos términos:
—¡Bueno! –sin aliento, subyugado.
—Hola…, tardaste mucho –cariñosa, atenta.
—Sólo en lo que van a avisarme.
—¿Cómo está tu hermano?
—Pasando los días –notoriamente afectado.
La dama enamorada tuvo ese día el primer encuentro con las fuerzas contra las que
contendería y trató de cuidar el léxico para no incurrir en errores que la pusieran en
desventaja.
Las hijas mayores, aunque respetando al pie de la letra el acuerdo en el pacto de no
intromisión y censura, actuaban en lo obscurito en todo lo que pudieran para
persuadir a su padre de no regresar, y de quedarse nuevamente a vivir en casa.
—… ¡no es eso, amor!, es sólo que no me puedo mover hasta ver qué vamos a hacer
con él.
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A esta respuesta continuó la paulatina degradación de complicidad, y sería el
documento sobre el que se firmaría la guerra. Dos días después del onomástico de
Aurorita se llegó al vilipendio.
—¡Si tú quieres, ven!, yo estoy aquí. Deja las cosas allá y vente para acá, ¡conmigo!
—Eso no fue lo establecido cuando te fuiste –con gimoteos.
—¡Si tú me quieres, ven donde yo estoy!
—¡Chinga a tu madre! –la mujer fue certera y colgó.
Nunca más volvieron a enviar un particular ni a percutir piedritas en la ventana para
avisar que había una llamada de larga distancia con una dama en la línea de nombre
“Señora Evangelista”. Mi abuelo aceptó el hecho como un desatino propio de
vísceras femeninas y se retiró a olvidar, asumiendo de nuevo su retorno, y esperando
pacientemente que ¡la faltona! se arrepintiera.
Ignacio, el hermano agonizante y cabizbajo enfermito, fue testigo contra todo
presagio, el anciano murió dos años después y fue, finalmente, el anquilosamiento
de esos años (¡echado!) en la silla y en la cama los que terminaron por matarlo.
El hijo inseguro reiteradamente abandonado juntó su ropa, despachó lo demás,
entregó la vivienda y se fue a vivir, solo, a una casa de huéspedes. Esta vez ya
estuvo dispuesto a enfrentar su futuro, sin tener más en la mente que dar con los
pasos de un hombre que no agradecía nada y menos parecía importarle otro ser vivo
que no fuera él mismo. Del sufrimiento, ni hablar: vio por no dejar huella,
empezando por vigilar lo que decía y platicaba, y buscar otro empleo; alejarse de
todo aquello que le ligara a la familia. Mi padre entendió que lo de mi abuelo no
tenía solución y se propuso salir del pequeño círculo en el que lo había encerrado su
necedad de crecer al cuidado de la mano del adulto al que la vida lo ató.
El primer paso lo situó en una ex oficina de gobierno, una órgano descentralizado
del sector de los alimentos, que representaba para mi padre, en estatura, pretensión
muy elevada para sus aspiraciones, no obstante, la decisión de empezar ahí no fue la
de mostrar que había perdido el suelo, sino que tirando de lo grande por ahí pegaba
la suerte y lograba colgarse de una vacante de ocasión. A fin de cuentas, era lo
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mismo. Difícil de creer, pero resultó lo segundo. Aquella cuestión del ¡milagro de la
puntería accidental!, tenía fundamento.
Reluciente de buena fortuna y de halo encantador, el novato fue aceptado, llevado a
recorrer los despachos de un vetusto edificio, acicalado con mangas de plástico,
lápiz en el oído, libreta de notas, guardapolvo y botas con punta de metal, su nuevo
ser dejaba ver a un muchacho activo que no enseñaba la arrogancia del progreso,
sino la alegría de vivir y la de hacer algo que, a la vista de todos, le llenaba. En esa
parte de continuas mejoras, de sacudir rezago y de mero-mero del octavo piso en
materia de archivo mi padre recuperó la confianza, creció y se relacionó con
personas de valía que le enseñaron mucho, asistiendo a cursos de capacitación y
programas sindicales de desarrollo, haciendo deporte, como derecho corporativo y
prestación inferior, a las que iba en pos de sacar provecho, pues ahí se iniciaban las
camaradas que daban oportunidad de ascender en el escalafón. Era en las
maratónicas sesiones de frontón ¡a puño! donde, con tino, se podía hallar pareja de
juego que más tarde resultara, con suerte, mandamás de un apartado administrativo
de cualquiera de las coordinaciones a las que estaba asignado, pero mientras era una
cosa u otra, seguía fiel a su costumbre de respetar el vínculo con los viejos amigos,
los de la fábrica, y por ello todos los sábados, después de la deportiva, los
encontraba en una cervecería cercana para dejarse quitar el fastidio y lo que saliera
de otros males, en tan amena compañía; en el conteo final no figuraba más pérdida
que unas cuantas monedas y unas horas de sueño, ¡pero bien que lo valía! Una
noche de esas, en ese lugar, los muchachos le convidaron de la invitación que la
fábrica hizo para festejar el aniversario de su fundación. Dos buenos colegas se
juntaron para anunciar que le comprarían boleto; él aceptó encantado: por ver la
conducta de sus amigos, por el gasto en su persona y el valor de confesarle que le
querían. No era la suma de dinero, era la muestra y el deseo de convivir en
memorable fecha, y también las rondas de cerveza y la consola a tono suave con el
sonsonete “Adiós muchachos, compañeros de mi vida…”.
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A la vuelta de la resaca los bríos se mantuvieron y llegaron a la fecha con el acuerdo
en pie. El invitado consiguió un traje, se compró camisa y vistió las prendas con
aroma a maderas de las perfumerías itinerantes de la plaza mayor. La fiesta fue en
día de asueto, así que los invitados pudieron asistir acompañados de familiares o
amigos. Esa tarde el arribo fue cargado de cadencia y personalidad. De lejos venían
oleadas de una melodía carismática y era imposible caminar sin involucrar contoneo.
Cuando cruzó el portal de acceso a la explanada, la misma que cuatro años y meses
atrás fue el camino de entrada a su trabajo de todos los días, ahora ataviada de mesas
con comensales, tarima con bailarines, escenario con matancera, percutiendo ¡a todo
pulmón!, lo hizo con voluptuosa traza de caballero penetrante. Más de una docena
de ojos, ¡claro!, levantaron la línea para verlo llegar. Avanzaba con el contoneo en la
quijada al ritmo de la música y seguridad en las nalgas. Un joven que se come el
mundo.
Allá en el fondo, de pie y escuchando la hablilla graciosa de un medio círculo de
encimosos, estaba la dama que lazaba (¡atrapaba!) la atención de la convivencia; era
una mujer de pelo ondulado negro, vestido azul, ¡muy ceñido!, arriba de las rodillas
y zapatos de charol negro, la cintura sugería a la vista exagerada esbeltez; lo demás
era carcajadas, irrumpir de cristales, por el choque continuo con el fondo de las
botellas, enmudecidos por largas ingestiones de cerveza y cantaletas acompañantes
de la interpretación de los trovadores y su agrupación musical, pagados para
amenizar: ¡una matancera con todo el debido rugir de metales!
—¡Qué bueno que llegaste! …, ¡vente! …
—Está en su punto, ¿verdad? –levantando la voz, para poder ser oído.
—Sí. Y hubieras visto hace rato –a grito pelón– cuando empezó la orquesta.
Una cosa fue verdad de entre tantas cargadas de presunción y de aparente dicha: la
mujer del vestido azul miró al extraño y lo hizo a todo lo largo de la caminata que el
amigo condujo al compañero de jarana por la explanada. El observado lo notó y fue
grosero y falto de humildad, y falto de cortesía, y apostó por la afirmación de que
había alcanzado la luz en prestancia; y de inmediato emprendió el acecho para
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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perpetrar el primer ataque: al intercambio de miradas, siguió la de pensamientos y
suposiciones, y a éstas la de cruzamientos de rivales, las de los conquistadores en el
semicírculo que intentaban ¡todo! por ganar respuesta favorable a lo mejor de su
letanía, gracia verbal y muestra de secuencias de agraciados pasos de expertos
bailarines de salsas y boleros.
Por momentos el propósito de estar ahí fue convivir y declararse fiel a la hermandad
rozagante de impetuosos bailarines, y por otros intercambiar miradas con la
muchachita del vestido de azul. La pueril dama no dejaba de mirarlo y aceptaba
cuanta invitación a bailar le llegaba. Era un placer verla mover la delicada línea de
su cuerpo. No podía ser de otra forma, para hablar con ella había que arrimarse y
solicitar una pieza. A los primeros acordes de la siguiente melodía, ella detuvo los
intentos de los otros aspirantes cuando lo miró a él ponerse en pie y parecer
aproximarse; hubo duda y descontrol, pero finalmente terminaron el uno frente a la
otra, todo en cuestión de diecisiete fuertes latidos.
—¿Me concedes está pieza?
—Sí … Pensé que nunca me lo ibas a pedir.
La ostentación recorrió gran parte de la modestia y le hizo errar en la primera
secuencia de pasos laterales.
—¿Trabajas aquí? –con intentos desmedido por volver a la parquedad.
—No.
—¡Ah! …, te pregunto porque yo trabajé aquí y no me acuerdo de ti.
—Yo sí me acuerdo de ti –ingenua.
Fue peor. Cómo algo tan sencillo podía provocado la incertidumbre que le acababa
de crear, y cómo hacer para que se le quitara la desagradable sensación: la de no
saber quién era, ¡esa!, que le hablaba con tanta familiaridad. Qué fácil resultaría
hacer un recuento de memoria, pero, la verdad, desde que vivía en la ciudad no
había insinuado a mujer alguna, menos aún de esas características. Las meseras de la
cervecería lo conocían por los cuatro lados. La extensión de la melodía no dio para
lograr descifrar el misterio, el primero que pudo lo alejó de la posibilidad de resolver
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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satisfactoriamente. Solo y arremolinado pensó en volver a su sitio, pero se detuvo
ante las ganas de hacer un nuevo intento y ante la negativa de la jovencita,
argumentando cansancio, de bailar completa la pieza en la que los separaron.
Modosa y bien portada la observó dirigirse al conjunto estrecho de mesas, sillas y
muebles para preparar bebidas situados en lo más apartado. Aurorita estaba en una
de esas mesas bajo un toldo que protegía del sol. A ese lugar llegó la mujer de azul.
El hijo abandonado consideró entonces oportuno acercarse a saludar a la mujer que
una vez le tendió la mano.
—¡Hola niño, qué milagro!, ¿cómo has estado? –girando el torso por completo– Te
invitaron al festejo.
El joven asintió expresándose con mucha decencia y agregando con un gesto, que en
verdad sentía, que le daba gusto verla de nuevo.
—¡Mira nada más!, estás convertido en todo un señor. ¿Ya viste a Rosalba, mi hija?
La adolescente se acercó sonriendo y apoderándose del poco control que le quedaba.
Hasta ese día duró la soltería consciente de mi padre.
De qué semilla brotó semejante botón, si la que él conoció tenía cariz de poca flor;
de ningún futuro prometedor: enclenque, parlanchina, chillona, con los ojos tristes,
los hombros caídos…, ahora de dónde brotaba el colorido que este botón paseaba. A
mi padre la incógnita de ese origen le fue suficiente para comenzar con visitas
persistentes a la casa de la dama, que tiempo atrás, jamás hubiera imaginado
frecuentar. Si de algo sirve contaré que en casa de Aurorita existía gran número de
cosas que atender y poco recurso de donde echar mano, por ser un hogar carente de
hombre. Hasta esa casa llegó el hijo inseguro, mi procreador, ofreciendo servicio de
mantenimiento, (qué casualidad) justo el fin de semana siguiente al que escuchara
queja por los desperfectos.
De cerrajero a albañil, incluido en el camino el dominio de varios oficios más, y de
la palabra para entretener; la mujer: otrora hija acompañante, flaca, come-algodón-
de-azúcar, ¡sonsa! e inoportuna para reír; y el hombre: otrora hijo inseguro, de ¡mal
carácter!, grosero y apartado, ¡juntos otra vez!, pero ahora una oyendo y
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contemplando al otro que, sosteniendo con fuerza la madera de un martillo y
trabajando, mascullaba con esfuerzos en la voz las historias del rey legajo, amo y
señor de los estantes y de los folios, súbditos bajo el cuidado de su feudo:
expedientes y enormes carpetas que junto al él luchaban, hombro a hombro, por
ganar batallas contra un enorme mal que a diario crecía y amenazaba con un día
devorarlos, ¡a todos!, a la raza humana. Relatos de un hombre sensible que miraba al
horizonte por una pequeña ventana, en lo más alto de la vieja torre; o del carismático
aventurero de entretenidas crónicas en el campo, con insectos asombrosas y árboles
colosales desde donde se podía mirar, ¡lo juraba!, claramente lo redondo del planeta;
o del deportista, el profundo competente, encargado de la retaguardia, ¡extenuante!,
en los maratones del frontón, con el palpitar de la competencia a cada golpe,
tensando los músculos y liberando la tensión, ¡a gritos!, y a cada punto ganado;
¡pelota y puño!; o del más romántico simpatizante de la caña y el anzuelo (el relato
daba hasta para suponer la silueta de un espécimen sensible con una rama de trigo
entre los dientes). ¡Nada de todo aquello era el hechizo! Para la dama el tenerlo
parado frente a sus ojos era la encarnación más pura de eso que ella siempre deseó
poseer: por los párpados a mitad de los ojos, el fleco conquistado, las manos
cuadradas y los dedos largos, alejadas las yemas de la tersura y de las maneras más
comunes de palpar. Se embelesía la mujercita y mudaba a coqueta cuando su
presencia; antes pasaba de la calma a la torpeza y con mucha ligereza iba hasta las
ganas de reír y de no querer hacer nada con la cara, porque sentía que los ojos le
traicionaban, al apetecer, sólo, pasar por el rostro de aquel hombre, como pinceladas
a un cuadro. “¡Hay madre mía!”, se decía en la mente cuando le miraba o se le
aproximaba el torso.
Cuando fue el primer roce, mi madre creyó que él la había tomado y se había
apoderado ya de todo su control, que le haría cualquier cosa sin que ella pudiera
protegerse de la acometida, y que si bien le iba, sería caballeroso y cortés antes de
abandonarla a su suerte, a un paulatino volver en sí de acoso tal: furioso, ¡de macho!
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Fue un día de San Valentín. La celebración tuvo especial significado para ellos por
llevar varios días de estar viéndose y luego de estar imaginándose cosas en la
soledad. Ella estaba de pie estacionada en su recamara, a espalda de su pan de
azúcar, observándolo, quietecita y callada; él estaba en cuclillas frente a la puerta de
la habitación tratando de medir con la mirada el momento exacto cuando ésta
atoraba con el marco y producía un rechinido; en un inesperado movimiento se
levantó quedando frente a la joven que tomó por los hombros y apartó con
delicadeza para quedar en mejor perspectiva de cálculo, ese simple hecho fijó por
primera vez la huella del amor en la piel de los dos, que anteriormente se habían
tocado, ¡sí!, pero que hasta ese día decidieron darle consentimiento al tacto a su
naturaleza de sentir.
El siguiente paso fue un roce con los labios cerrados y en definitivo una súplica para
no separarse. En silencio.
—Te prometo que mañana vuelvo; encontraré un pretexto para hacerlo. –Con qué
dulzura la miraba.
—Son ciertas tus palabras, me quedo tranquila; de no serlo, me colgaría de tu
solapa.
Con qué vehemencia le esperaba, tanto que un día fue necesario pedirle que
regresara entre semana, por las noches, para atender asuntos juntos, imposibles de
postergar. No mucho habían pasado los días cuando él sucumbió en definitiva a las
súplicas y ambos al compromiso de tener entregadas las miradas. El uno al otro se
felicitaba por creer en la invasión de sus corazones y se culpaban por que no llegaba
la pronta conclusión de la incertidumbre en la que vivían, por no querer declararse
su amor: ¡estaban gozando del sufrimiento!
A la madre de la niña todas las imágenes le condujeron a creer en la fatalidad de un
flechazo; quiso intervenir pero el recuerdo de su último fracaso alejó toda intención
de manosear ese amor. Sin más luz que su instinto, se hizo a un lado para consentir
lo que viniera y vino la más clara de las conclusiones: el supremo poder, el destino,
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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la señora buena que va adelante de nosotros dejándonos migajas el camino. Aurorita
de cualquier forma hubiera sido mi abuela, ¡si no por mi abuelo sí por mi padre!
Mi abuelo consintió el enlace porque nadie le tomó parecer. La relación entre los
dos adultos progenitores, Filemón y Aurorita, regresó a la vida aunque fuera del
protocolo familiar estuviera más muerto que una cana, aquel sonoro ¡recuerdito a la
madre! retumbó en su centro la tierra y le pegó tanto en el orgullo que no volvieron
a dirigirse una palabra, aunque yo sostengo que en lo obscuro cualquier noche
tuvieron otra vez algún querer.
Aurorita veía en cara de toda revelación que el contenido de las evidencias pintaba
para no creer en desdichas, sino más bien en un golpe de la amada fortuna, el chico
quería a su hija y eso se revelaba en la sonrisa de su gesto y en las maneras en las
que la miraba fijamente. Fue por eso, principalmente, por lo que mi abuela buscó
manera de afiliarse y la forma de hacerlo fue consintiendo la relación con apapacho
y ¡muchos presentes!, conducta que, a la postre, le ganó entre los nietos fama de
generosa, ¡apapachona! y buena señora; con el yerno, imagen de mejor persona
(todavía) y con todos los demás, incluido el vejete áspero del viejo amor, idea
(imagen) de alguien muy benéfico para la familia.
Aurorita se lo advirtió a mi abuelo: “…hubieras vivido un amor de sueño de haber
aceptado contar con los favores de mi persona el día que yo te lo propuse.”
Pero con Filemón la vida ya había echado sus cartas, y no se tenía más que atenerse
a los designios del destino y guardar el acontecimiento como antecedente de futuras
consideraciones (ya sólo como experiencia, ¿que más?).
La maestra de biología que a veces nos acompañaba al bosque les decía a las niñas:
”¡hey!, ¿recuerdan al cercis siliquastrum, el árbol del amor?…; ¿cuántas flores
tiene el árbol del amor y de todas cuál es la más bonita?…; ¡imposible saberlo,
niñas, todas tienen forma de un bello corazón!” Mucho tiempo después entendí que
había que traer en el cuerpo lo que ellas traen, para entender eso que ellas se gritan y
se dan con tanto gusto, relamiéndose una a otra. Eso fue lo que le faltó entender a
Filemón.
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Aurorita y mi abuelo se quedaron con las ganas y eso yo lo puede deducir luego con
la edad y de ir encimando (mentalmente) cosas que yo les miré; claro, hubo detalles
muy significativos que algún día me contó mi madre, pero yo solo pude percatarme
de los detalles finos: esas pequeñas cosas que nada más sentimos los que estamos
enamorados en silencio o los que nos gusta escribir para perpetuar lo bonito (¡los de
closet, pues!).
A Aurorita el pelo blanco le sentó bien, contempló a su hija entregar buen producto
y le ayudó a criar en los primeros días; el primero fue Toño, el más guapo de la casa;
Gerardo el segundo, porque se coló; yo fui el segundo planeado, y el tercero en el
orden; y el último, ese sí fue de plano un accidente de cálculo, confianza y de apetito
desbordado (de mi mamá); un día disque sola en su recamara muy molesta para
justificarse dijo: “¿Qué se le puede hacer?, al cuerpo las peticiones le hacen lo que
las súplicas a los pelos de los calvos.” –me gustó mucho, lo apunté en mi libretita y
me lo grabé en la memoria.
Ahora que tengo mayoría de edad, comprendo las complicaciones de mi familia.
Mejor hubiera sido comprenderlas antes, pero no se puede tener éxito en todo;
existen cosas reservadas a la madurez y éstas causan mejor efecto en la etapa a la
que corresponden que en otra donde, quizá, lo más importante es todo, menos
entender quién somos y a quiénes debemos de servir; este fue el precepto que me
marcó el camino: para entender que yo era hijo de una familia mágica, hermano de
tres hermosos caballeros, fue necesario asimilar que aunque la fuerza de los
genitales es demasiada, ¡la de la sangre lo es más!, y más aún, si consideramos que
al fin de cuentas ¡nada es como la sangre!
Meses después de que la suerte me diera el regalo de contemplar desnuda a Marilú,
conocí la tristeza (y la vergüenza) en ventura de mi hermano mayor. La clase, la
prestancia y el ancho de su espalda finalmente dieron fruto, Marilú, la mujer de la
bella apariencia y atrayente presencia, aceptó ser la novia del muchacho más feliz de
la colonia. Todos en casa festejaron el acontecimiento aunque fuera sólo en idea, acá
y allá, en ambas casas, porque mi hermano tenía fama de buen mozo; aún así para
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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mi hermano el acto de dejarse ver juntos era peor que encontrarlo en pabilo (¡sin
calzones!), todavía más la de dejarse observar besando y ni que decir de dar a saber
algo más, si es que algún día lo hubo.
La historia de estos dos corazones tenía reflejo de efímera avenencia (siempre
estaban peleando) y sería hasta en los recuerdo cuando daría prueba de su real
tamaño. ¡Puta madre!, suena pomposo, pero no encontré mejor forma de decirlo (de
escribirlo, pues).
Ocurrió que la pareja que se encontraba sólo por las noches y por espacio de cinco a
diez o quince minutos, tenían la costumbre de charlar ligero, darse un largo abrazo y
beso (creo) de despedida y entregarse una carta escrita a puño, que ya más tarde
agotaban en el rincón de su intimidad. Lo mismo ¡todas las noches! por espacio de
tres meses, puntuales a la costumbre, hasta el día en que rompieron.
Mi amigo el de siempre y yo nos mantuvimos lo más lejos posible. Yendo adelante
con nuestros asuntos, sin dar soltura a palabras del tema o, al menos, un juicio
apático, aunque fuera sólo por opinión. ¡Nada! Alejados en lo más profundo de lo
nuestro, mantuvimos la práctica común de seguir haciéndonos daño con maldades,
festejando el resultado con carcajadas, tosquedades y malas palabras. Hacíamos lo
que podíamos, no era fácil; a nuestro entorno se daban manifestaciones de alegría,
excitación, enojo, caras largas, todo lo que una relación de noviazgo puede contener,
y ¡provocar!, pero nosotros nos manteníamos fieles a la parquedad, por más que en
ocasiones insistieran en involucrarnos.
Cierto día cuando se cumplía el cinco del número total de meses que comprendió el
idilio en total, venía llegando yo del colegio, que me hacía cubrirme el bello
cuerpecito con pantalón caqui, camisa blanca, chaleco azul marino, distintivo rojo y
blanco (a la altura del corazón) y zapatos negro con puntas blancas de tallón (lo de
las puntas eran producto de mi autoría ¡Era moda!), y distinguí, allá a lo lejos, al
bruto de Patricio Ventura, Ticho-gatobodeguero, entretenido en sus manos, ocioso.
Supe que era él porque nadie más por la colonia usaba los uniformes del
“Washington” (pantalón de casimir obscuro, camisa blanca, saco y ¡corbata!).
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Preparé la estrategia y dispuse todito para llevar cabo el acecho, luego el impulso
que me pondría en la cima de un salto repentino y la caída que me llevara en ciernes
de un sonoro manotazo, en la parte posterior de su ¡cabezota! “A ver si no se me
convulsiona”, pensé.
—¡Oh guey… eres un pendejo!
¡En el blanco! Seco.
—¡Mirando al pajarito! –Qué bruto, no me medí– Voltee para acá, mirando al
pajarito. –No aguantaba la risa.
El bato estaba totalmente ido; sólo atinaba para mojar con saliva la palma de la
mano y tallar con las yemas ¡el chingadazo! –Es mía la ocasión, se me reveló casi al
momento.
Puse especial interés en hojas que hacían cucurucho a un costado de su mochila y en
las llaves para entrar a la casa. Le sacudí con una nueva arremetida el pelo y me
apoderé de las dos piezas que llamaron mi atención.
—¡Qué haces guey! –suplicando.
—Calma.
Curioseé la primera, en presencia de la frente ceñuda del propietario, y detecté que
eran calificaciones y otras cosas que no llamaban su atención. Se las devolví,
lanzándolas al cielo.
—¿Ya, o qué? –Se puso bravo.
—Gime, maricón.
¿Se podrá creer?, el tipo no se defendía. Me detuve en seco y le miré a la cara,
buscándole en los ojos padecimiento o mal alguno, origen responsable de semejante
hilacho.
—¡Qué! –poniendo también sus ojos en mí.
—Nada.
A los nacidos bajo el signo de la entrega (Leo: confiado, sincero, cariñoso, un libro
abierto, ¡fiel!) les cuesta mucho trabajo disimular la enfermedad, y cuando están
pasando por una crisis, es mejor no interferir, a menos de querer ser útil y de querer,
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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también, chutarse la retahíla de acontecimientos que lo llevarán a uno a comprender
cómo fue que el amor tocó la vida de: ¡este guey! Esto lo aprendí yo después de que
torpemente consentí formar parte del infortunio de mi inseparable secuaz. ¡Pobre
Ticho-romeo!
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Capítulo 3
A la edad de nosotros el amor era un estado poco probable de experimentar,
reservado a los más bonitos o a los alcanzados por la ventura de la suerte de ser
considerados populares, o simpáticos, o agraciados con una estrella como la de la
sonrisa, la voz bonita, el fleco conquistador, el tono en la tez, el color de ojos
(¡claro!), la estatura, el cuerpo esbelto, o la combinación de todo un poco que lo
hace aún más extraño y elevado en popularidad. Ticho-gudialen no tenia ni una …
Pobre.
Fue por eso que decidí aportar a su causa con escritos de mi inspiración, formar
parte de la estrategia, ayudar en los preparativos para poder llevar a cabo la
conquista, ¡todo sea por un amigo!, creo que pensé. Debo haberlo visto muy mal
para consentir hacerlo.
—Dame mis llaves –amenazante.
—¡Huyuyui! –jugaba aún, pero algo no me hacía sentido, eso ya no estaba sabroso.
Tintineé con el metal y lo molesté otro tanto hasta que ya muy serio estiró el brazo y
me exigió con los dientes. Apercibí insinuado en la palma de la mano, dibujado
anteriormente (casi borrado), un corazón.
—Toma.
El muy cobarde me pateó. Conmigo atrás, dio dos vueltas al objeto que socorrió su
huida (una carcacha estacionada, oxidada y abandonada) y se metió a su casa.
Advertencias de mi boca (¡pinche puto, marica!) todavía lo alcanzaron antes de que
el muy miedoso atrancara el portón.
“A ver a ver”– me quedé pensando: “este menso nunca habla de amor”.
El hallazgo del símbolo universal del amor ocupó todo mi tiempo y fue más aún en
curiosidad que en conclusiones, entonces calculé (en horas, minutos) el momento de
mi próximo encuentro con Ticho-llaneroveloz y Ticho-romeosinchava, lo escribo
como recuerdo que pasó, no tenía ni idea de cómo iba a tratarle el asunto ese; seguro
nos íbamos a ver en la noche, seguro nos íbamos a sentar a platicar, o sea que seguro
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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iba a haber un encuentro que era indudable que llevaría: primero, cumplimiento de
amenazas y ya luego interrogatorio; segundo, condescendencia, aprecio, cariño, pues
para que me platique de sus asuntos (¡chingados! para que somos los amigos); listo,
ya tenía armada una estrategia. No fue larga la espera.
—¿De quién te acuerdas cuando hueles jabones Primavera?
—¡Hay!, de tu prima –le respondí.
—¡Pos! igual.
Su aportación de esa noche para no aburrirnos. Luego sólo se la pasó describiendo a
“una” que olía bonito, que le gustaba cómo hacía para caminar y que no le dirigía
la palabra, y todavía menos la mirada.
—¿Y no van por ella a la escuela? –pregunté, buscando acomodo cerca.
—Rara vez. Casi siempre se viene conmigo en el camión –sobándose la nalga que
minutos previos ya había sido víctima de mi venganza.
—¿Tiene novio? –tratando de acomodarme la camisa, sin dos botones, que el muy
nefasto me rompió por tratar de zafarse de mis ¡chingadazos!
—No; ni novio, ni hermanos.
Eso sí, era dueña de una grácil figura que columpiaba con inocente acierto para bien
o para mal de aquéllos mirones que se dejaran, y el pobre de mi amigo Ticho-
babotas se dejó (¡y gacho!).
—Oye, Ticho.
—¿Qué?
—¿Te gusta?
Los hombres no respondemos fácilmente a esas preguntas, peor aún, las rodeamos y
algunas veces hasta levantamos una cortina de humo en torno a las posibles
respuestas. Desgraciadamente para mi amigo esa habilidad todavía no se le
desarrollaba ni a los niveles mínimos aceptados o permitidos para manipular.
(entonces: era ingenuo, ¡mi niñito!)
—No… Pues…, no…; es más…, mira…
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
32
¡Ahí estaba! Me rasqué la cabeza, sintiendo lastima. No, y nunca también, hubiera
podido ser claro en cuanto a expresar sus sentimientos, lo que sí era evidente era que
al muchacho le habían atravesado ¡ya! el corazón, y con una flecha de las de
abundante ponzoña; y con la puntería que sólo se le da al serafín del enamoramiento.
El muy inconsciente alado hizo diana en el pobre de Ticho-nalgasconcírculos y lo
penetró feo, y lo destinó a sufrir sus consecuencias, y de paso a mí a verlo
consumirse. ¡Pobre cabrón! (pobre ¡yo!, el otro guey ya estaba ido)
En cuestión de noviazgos, el de la experiencia era yo; por ser el único que había
tenido una relación. Evidentemente me convertí en el consejero y entrenador. ¡En su
personalísimo coach!
La primera estrategia, extraída de las memorias de mi abuelo, fue atacar por el frente
y en dirección al punto más débil de una hembra: su condición genética “A una
mujer antes de gustarle, primero hay que despertarle admiración”.
—Sé tú. El mejor atractivo es lucir pa’dentro. –Hice mueca de sensei… hasta con las
manos. Esa era frase de Filemón, mi abuelo “el conquistador”.
—¿Para dentro?
Usando los dedos enumeré en su cara lo que vino a continuación, información muy
muy clasificada que no daba yo a cualquiera.
—No finjas, no quieras hacerte el diferente, no seas chistoso, no seas galán, no la
acoses, no quieras llenarla de regalitos o detallitos…, ¡no seas encimoso! –La cara
de ese ¡guey! me asustó: el semblante, quieto; los ojo, pelados y muy quietos; y las
cejas, muy muy levantadas. Lo dejé por la paz. Así estaba bien. El Coach-file (en
honor al viejito de los consejos) dio en el centro. Hizo mella.
A la mañana siguiente en el “cole” me comí las uñas revolcándome en un montón
de suposiciones. Observé al sexo opuesto por largos ratos, y hasta reflexioné (con
razonamiento filosófico) sobre la creación y el motivo de su existencia, para intentar
ayudar otro tantito a mi pupilo.
—No te entendí.
—¡Qué bruto eres! –dándole un manotazo.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Bueno, me fui al principio de todas las cosas. Una vez Filemón me dijo que cuando
quisiera convertir a una doncella en mi novia lo primero que debería hacer era nunca
voltear a mirarla excesivamente. También que las mujeres son de tacto y son de
ojos; la aspereza les lastima, y ni qué decir de la fanfarronería. Ese mismo día hubo
una historia bonita de una dama muy arreglada que paseaba todas las mañanas de
sábado por la acera de su ferretería. La señora cruzaba dejándole una estela de su
olor floral, y se alejaba con una serenidad que hasta daba miedo (por respeto)
levantarle la mirada, propio de alguien que no se domina por otra belleza que no sea
la suya. Mujer al fin.
Tanto magnetismo y tanto misterio despertó en Filemón la inquietud de saber por
qué esa dama atravesaba por su negocio con intervalos de tiempo tan exactamente
establecidos, y un día decidió seguirla a la distancia: en diferentes tramos y en
diferentes días. Otra era que así se daba más tiempo de placer admirando los
movimientos de la simpatiquísima figura.
Ella llegaba hasta un mercado de ropa donde adquiría prendas de hilo que llevaba a
la ciudad principal del estado, para comerciarlas en un local dominguero de su
propiedad. Dice Filemón que al principio no quiso prestar más atención, pero que la
insistencia de sus cruces hicieron que él doblara las manos, entonces preparó el
terreno y echó manos a la obra. Al siguiente encuentro mi abuelo la recibió vistiendo
en mangas de camisa y overall, perfectamente limpios y planchados; la maniobra
hacia suponer que estaba dedicado a reparar con pintura la fachada de su negocio.
La víctima cruzó sorda y muda, como siempre, pero esta vez se llevó la imagen en la
memoria de un pintor ¡poco común! que trabajaba muy ordenado, con los trebejos
de su oficio limpios y cada uno en su lugar… ¡Primera punzada!
En la semana Filemón contrató los servicios de un maestro albañil para que abriera
un hueco en la banqueta y le dejara un excelente círculo cercado con tabiques. El
sábado que le continuó sembró un árbol de mediano tamaño, y los días subsecuentes
de encuentros, colocó una silla bajo su sombra para sentarse a reparar la pata de un
perchero, colorear con pintura el vestido de una muñeca de madera, leer un libro,
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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coserse el botón de una camisa, asear la tierra y arreglar lo marchito del benjamín de
la propiedad, comerse una naranja con la espiral de la cascara en las piernas; el
sábado que ya consideró pertinente se ausentó de la persistencia. Esperó. Espero. Y
volvió a su sitio una vez causados los efectos, y sólo hasta entonces levantó la
mirada para verla a la cara, a los ojos; ella dejó caer un monedero de tela y él lo
levantó, cortés y caballeroso, para ponerlo en sus manos nuevamente, obsequió una
porción de gajos del fruto de costumbre y dejó partir, cediendo el paso ceremonioso
y poniéndose a su disposición con cuatro palabras simples… ¡Segunda punzada!
Lo demás en los días que vinieron fue conversación, galantería, cortejo y
asignación… ¡Tercera punzada! … ¿Sí, diga? … ¡con gusto! …, pase usted.
En la época moderna Beatriz, niña bonita de la escuela de Ticho, fue la víctima
joven de las tácticas de Filemón. No presentó resistencia.
Así los métodos del chico: Ticho-conlentes en el transporte escolar, ignorándola
mientras resolvía una a una las preguntas del cuestionario de tarea, poniendo su
portafolio a un lado, con plumas de colores, minuciosamente dispuestas, en el
asiento; también viajaba silencioso, atendiendo por la ventana el recorrido, ausente
con los ojos y un libro de “El Principito” en las manos; o elaboraba figuras con
dobleces de papel, que invariablemente olvidaba en el asiento; o comía fruta,
equilibrando en las rodillas, o sobre los muslos, la cascara retirada en formas muy
curiosas, y hasta entretenidas; o los ejercicios de yoga para los dedos de las manos,
con respiraciones y ojos medio cerrados, que yo investigué en un libro viejo del
“Kriya yoga, organismo energético limpio con miras a estados de súper
conciencia”, resultaron en apoteósico éxito. Incluido la ausencia, porque hice que
Ticho-pedraza-sergeant se regresara del “Washington cole” una semana entera
caminando. Y luego el regreso al autobús, ¡sobre la primera dama la primera
mirada!, y la cortesía de poner nuevamente en sus manos un objeto “mono o
coquetón” que creyera que le pertenecía a ella, o a alguna que pudiera ser parte de
sus amigas, olvidado en los pupitres del salón. Lo demás, en los días subsecuentes,
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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fue plática, elogio, coqueteo y posesión. ¡Punzada, mi niña! … ¿Sí, dime?...,
pásale…
La alegría del incrédulo discípulo fue tal, que poco le importó que al ¡Coach-file!,
creador de las maniobras (¡yo!), no le hubiera hecho justicia la conclusión y el
resultado.
—Perdóname, invité a comer a Beatriz.
—Bueno, vuelvo al rato.
Pero al menos (recuerdo muy bien que pensé para darme ánimo) demostré la
efectividad de la fórmula, aunque la calidad de la sacrificada no estuviera a la altura
de la regla.
Por Filemón supe de mejores doncellas que se les ¡aguangaron las pantaletas y las
piernitas, gacho! Quedó claro que mi abuelo era de mejores materiales, que el de
Ticho-abuelosindientesfeoycaradeelfo. Y que cuando yo digo algo, es porque tengo
para respaldarlo. Con todo el peso de lo anterior, confieso que no me sentí
amenazado, no tenía contrincante; ella: era de tez blanca, pelo largo, nariz (¡mucho
de esa saliente!) y un lunar coqueto; lo demás, era cuerpo, como en todas las
personas. Yo: era el amigo de toda la vida, conocía todos sus secretos, sabía cómo
doblarle el pie cuando le daban calambres y los más importante: sería capaz de
confesar quién fue mi cómplice en el hurto al cepo de las limosnas, si se atrevía a
canjear mi compañía.
—No es cierto –respondió serio, tras escuchar mis advertencias.
—Esa ¡pinche vieja! te tiene loco.
—No le digas ¡pinche!
—Si ¡nariz! dice párese de pestañas…
—Se llama Beatriz.
—¡Como sea! … Ahí vas tú y le cumples el deseo.
Era de suponerse, no cambió y ni yo le denuncié.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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El tórtolo desagradecido dio paso a su vida de mojigato, muy seguido tenía invitada
a comer, se dejaba ver en la calle chupándose la lengua con la ordinaria esa, escribía
cartas, leía libros… cambió de peinado (¡ja!, ¡pinche joto!).
Y yo me sentaba solo en el muro de los recuerdos, de nuestro viejo punto de
reunión, y me dedicaba a ver la vida y a compararla, para hacer algo, ¡aunque fuera
sólo con las neuronas de mi cabeza! Fue inevitable comparar y aceptar (más por
indignación), que los años pasan y las mujeres siguen siendo las mismas; y en esas,
recordé otra vez a Evangelina Cohen, la mujer que mi abuelo conquistó con un árbol
y que ahora era motivo de este análisis: ella era hija de inmigrantes suecos y era una
de esas extranjeras con apellido extranjero y con gusto en el vestido típico de las
indígenas de la región que habitaban; ¡qué mujer!, que siendo blanca como las
nubes, se plantaba en un deshilado pálido, adornado con listones de colores y
camisote bordado.
Los relatos a los que yo tuve acceso, me enseñaron que Evangelina era una mujer
que soñaba con la maternidad; lo que no tengo claro es por qué siendo una buena
persona Dios nunca le dio la oportunidad de tener un hijo. Evangelina siempre culpó
de eso a Filemón y le reclamaba por lo mismo, con euforia y altas palabras.
—El conocimiento de tener tres hijos ya no te deja soltar la vitamina ¡que me ponga
panzona!
Ordinariamente con esa le cargaban la culpa a Filemón.
—¡Te he cogido de todas las formas que quieres…, de las formas que has leído o
qué te han contado; ¡mujer si yo no quisiera un hijo te lo hubiera dicho!
—¡Vamos al campo!, hoy es noche de luna.
—¿No te subí las enaguas ya al pie de un guayabo?
—Bueno, pero quizá no era la temporada… el condenado árbol, además, estaba sin
fruto.
—¿Y mis testículos al sol?
—No fue lo suficiente.
—La baba de maguey, los piquetes en mis codos, la palabrería antes trepar…
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—Si tú quisieras dejar salir libremente, no tendrías que pasar por todo eso.
—El líquido de ¡mi parte! no necesita de remedios; yo no tengo más que vaciarlo y
esperar que te hinches…
—¡Entonces no interfieras tú!, déjalo que cumpla, como es correcto…
—¡Oye, si no está solo; esta cosa es mía!
—Bueno pues, asume tu obligación.
—¿Asumir? …, ¿asumir? …, ¡qué fácil! ¡Ven! –tomándola por el antebrazo–, bájate
las pantaletas, probemos si el coraje y la bilis ayuda en algo.
Haría larga la historia contando las posibles respuesta y describiendo lo acontecido
después, ahí están los antecedentes; sí diré que no funcionó y que debido a su falta
en la apreciación, y en los modos, Filemón tuvo que prestarse, todavía, a dos
experimentos más, uno, el primero: ¡no orinar (ninguno de los dos) después de
consumada la relación!; … el otro, ¡el peor de todos!: tuvo que ver con las hojas de
un calendario en un cuadernillo, un marcador de cera rojo (de los que usan las
maestras para calificar) y los días, meses, muy garabateados, en el mencionado
almanaque; símbolos con rayas, círculos, corchetes, etcétera…, al ojo común, en
idea, la muestra de una alquimia muy muy complicada de entender y que aseguraba
dar algún día con la fecha ¡exacta! del nacimiento de un óvulo, los demás era coger
por dos días ¡enteros!
—Eva piensa en que si Dios no nos ha bendecido con una criatura es porque no ve
en nosotros a los padres de ella.
—¿A quién le he hecho daño? –llorando a sollozos–, ¡para pedirle perdón!
—Si fuera un asunto de no pecadores, el mundo estaría sin criaturas, mujer. –Muy
condescendiente, mi abuelo, que ya veía surcos marcados en su mejillas por las
lágrimas.
—Encuentra una respuesta entonces o ponme a un niño en el vientre, porque me voy
a morir, Filemón.
—Tú no vas a morir, Evangelina. Ya veras que cuando menos lo esperes nuestras
vidas darán un vuelco total.
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Qué difícil es entender cómo es que en tantos años de humanidad, y existiendo el
mismo cúmulo de respuestas para quienes no creen en cuestiones establecidas, ellos,
“los incrédulos”, después de apreciar las manifestaciones en toda su gravedad,
pertenezcan, todavía, a la idea de que pudo ser un hecho fortuito. Evangelina murió
inserta en el deseo de engendrar, y mi abuelo nunca creyó eso de que el “Alma de
sus sueños” pereció víctima de una enorme tristeza por no poder ser madre. Si
concedemos parte de verdad al hecho de que nadie en este mundo se salva de ¡un
sino! (con muchos acontecimientos ya establecidos), diré entonces que el
compromiso de “Nariz”, en uno de sus noviazgos juveniles, porque tuvo muchos,
fue darle al hombre una lección en el sentido de que el amor, aunque sereno y
meloso, también puede desembocar en el torrente de vivencias más doloroso que un
ser humano pueda experimentar.
Yo me opuse a las consecuencias e inserté todo instrumento y recurso de auxilio a
mi alcance para evitar el embate, pero fracasé, entonces di un par de pasos atrás y
cerré la boca; y ya que la cátedra de cualquier forma sería impartida, pues aproveché
para ocupar un lugar con matrícula de “cercano conocido” que la proximidad me
asignó. Por lo adecuado del modelo biológico, se iba a impartir la materia de
investigación científica con Ticho-musmusculus (rata de laboratorio); no exagero al
decir que más de una vez estuve a punto de abandonar el pupitre por lo violento de
las exigencias pero la valentía del conejo de indias (¡y la valía!, también) me hizo
mantenerme en mi sitio hasta mirar el final. Y es que si para mi amigo la experiencia
de ir desarmándose y perdiendo forma fue desagradable, para mí la de consentirlo,
escucharlo y presenciar la caída, sin poder hacer nada, fue peor; ¡carajo!, qué
estrujante es ver llorar a un hombre por una mujer. A continuación haré un repaso de
lo más sobresaliente, procurando ser lo más objetivo posible; difícil, aclaro, porque
Ticho-hilachosinchiste era mi amigo y “Nariz” sólo el ¡ente! que ayudó a la vida a
instruirnos, a ambos, en importante asignatura:
—¿Por qué una mujer te dice que no le gusta que hojeen sus cuadernos? –Con una
expresión de verdadera congoja.
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—Porque tiene letra de garabato –con otra, pero ésta de auténtica indiferencia, dije
ya muy aburrido.
—¿Otro motivo?
—Tiene malas calificaciones.
—¡No!
—¡No sé! –al borde del estallido.
—¡Piensa! –insistiéndome, como si yo tuviera la obligación de disolver sus dudas.
—Está escribiéndole una carta a otro. –Sólo por ser sarcástico.
¡Puta madre!, no lo hubiera dicho.
—Sí, ¿verdad?
¡Esa no era una apariencia!; el muchachito andaba ya en los pasos de la
desconfianza y los celos le carcomían, irremediablemente, el cerebro. A la práctica
común de espiar y de esculcar, agregaba otras como acosar con preguntas insistentes
y comportarse irreverente ante las respuestas. ¿Será posible que a un amante, de los
apasionados, algo que no sea de los remedios que él usa, pudiera calmarle el
malestar?, ¡no! … Y algo más: diré que puede ser sintomático de que el enfermo
experimenta ya los efectos más bajos del desamor.
Luego de que respondiera yo sarcásticamente al cuestionario de Otelo en émulo, me
recluí en casa, más preciso en cama, y farfullé en igual orden el esquema reciente,
tentativa de hacer de mí otra vez erudito; y mientras lo hacía, iba descubriendo
perversamente el pandemónium y, también, al sujeto que sorprendería esta
tempestad que avecinaba sin opción para guarecerse. ¡Qué pena!, pensé, mirando
fijamente una franja de reflejo de luz diáfano colado de la ventana y que hacía forma
geométrica en el techo de mi cuarto.
—Voy a esconderme de Beatriz para que no venga mañana a mi casa. –Recuerdo
muy bien que me dijo al otro día.
—¿Por qué? –deslicé inocente.
—Porque estoy molesto con ella.
—Y ¿por qué no se lo dices?
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—Porque no me quiero enojar con ella.
Creo que un gesto adusto en mi cara respondió mejor que mis palabras; una suerte
de varias expresiones debieron dejárseme ver.
—¿¡Qué!? –tornó retador.
—No, nada –sacudiéndome toda posibilidad de roce.
—Además, ya quiero empezar a alejarme de ella.
—¿Ya no quieres que sea tu novia?
—¿La verdad?, no… Ya no.
—¿Estás seguro?
—Como que en este momento prefiero estar aquí contigo.
¡Un momento, esa no era una respuesta!; yo la acepté porque quizá no supe por
dónde continuar, ¡pero ésa no era una respuesta! ¿Estar conmigo era la muestra de
que ya no la deseaba a ella como compañía? Bueno, en el pecado llevó la penitencia:
la mujer lo enfrentó y le pidió una explicación, y él no supo dar respuesta al porqué
de andarse escondiendo y evitándola a cada rato. (ja! Pinche mariquitaaa!)
Hay una teoría de mi imaginación la que prueba que cuando una mujer va a hacer
pagar a un hombre, siempre, primero, ¡antes que nada!, la balanza hace una leve
inclinación en favor de la víctima, la que hace suponer que él será el absoluto
vencedor; pero luego, inexplicablemente y sin misericordia, la balanza se inclina del
lado adversario y termina por otorgar la aniquilación ¡total! a la otra, la despiadada
que levanta su desdén enjuiciador para dejarlo caer con toda su fuerza. Lo he visto
en todos lados, no falla.
Nariz dio la espalda y se fue caminando, muy triste, sin confesión alguna. El
valentón, Ticho-ingenuo, volvió a compartirme de todo su tiempo y hasta se
comportaba seguro y controlador. Era algo así como estar en el ojo del huracán. La
vida sigue. Pasaron los tres o cuatro días reglamentarios de espera y entonces Ticho-
muyergido abrió a dar muestras de inquietud y malestar.
—Ésta piensa que yo la voy a ir a buscar, si ella no viene a buscarme a mí. –Cayó
entre nosotros en un momento sin antecedente ni aparente hilo motivador.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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—¿A qué viene eso? –por lo mismo pregunté.
—Lo digo porque ahorita me acordé que tiene algunas cosas que me pertenecen.
Lo miré sin dar juego a sus palabras, y luego seguí hojeando literatura de monos;
Ticho siguió con un libro de modelos de la aviación, ocio, u holgazaneo, que
realmente nos tenía hermanados en ese momento. Cuando era temporada de
primavera (¡de chingos de calor!) disfrutaba mucho hacer eso con él: sentarnos en
las escaleras de granitos de su casa (¡bien frías!) a helarnos las nalgas, hojeando
libros o leyendo publicaciones semanales; a Ticho le encantaban los de aviones y a
mí los de unos ¡muy mamados! que volaban y salvaban a la humanidad; también de
otros en pandilla, con un perro; y luego de un hábil ladrón, con capucha y guantes
blancos (muy elegante ¡el mamón!); y los del serial dramático “del negrito Memín”
que era recurrido sobrenombre, en todos los colegios había uno.
De verdad que no la pasábamos mal, sino todo lo contrario. Obteníamos horas de
sano esparcimiento hasta que las piernas se nos entumían y nos pesaba la compañía,
entonces nos separábamos para ir cada cual a comer; pero primero, antes, me
acompañaba a la tortillería. Cada uno por su lado viendo tele, luego un rato en el
baño, tarea, si es que no lograba torear la labor; y casi rozando el cielo la obscuridad
de la noche, todavía silbido para unirme a mi amigo una vez más, ¡otro rato más!
Hubo una ocasión que tuvieron que practicarle una cirugía en la espalda. Fue un
asunto con un par de vértebras y la columna, que lo puso en cama muchos días y
luego varios meses con un aparato metálico (que llevaba a todos lados puesto) que le
mantuvo el tórax recto; para Ticho-chalecoman aquello no fue más que una de las
contrariedades que da la vida, en cambio para mí fue un acontecimiento difícil de
sobrellevar. El día que le trajeron de regreso a casa yo estaba en el patio de los
Ventura, esperándolo para darle ánimo. Atiborrado de miedo, vi cuando lo
extrajeron del interior de una ambulancia; venía acostado en una camilla con una
etiqueta que decía: Patricio Ventura M. y creí que sus piernas o algo de su cuerpo
bajaría después, con otro rótulo indicando que el propietario era ¡el mismo! ¡Puras
pavadas! Afortunadamente no fue así. Su cuerpo, de una pieza, atravesó a todo lo
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largo de mi mirada sin que mi boca pudiera emitir al menos una sonrisa. Me sentí
muy mal por no poder decirle una palabra de aliento, y más mal cuando alguno de su
familia tuvo que ir a mi casa para avisarme que mi amigo del alma quería verme. No
era que fuera yo un mal compañero de malos momentos y un excelente acompañante
de jalón y jolgorio, era que estaba impresionado por lo que vi y quería mantenerme
alejado hasta que ¡el muchachón sanara! Yo estaba en mi derecho. Después de todo
no sabía ni lo que era un hospital; sostenía mis anginas en su lugar y mi pene estaba
completo (debidamente completo, tal y como llegamos al mundo los dos); no era el
caso del recién operado, con ésta llevaba tres intervenciones: primero ésta, la más
reciente; luego otra en la boca, que no fue tan mala porque comió toda la nieve de
limón que quiso; y la más impresionante de todas, una en la que le dejaron, yo lo vi,
el ave de las fantasías, inundado de mercurocromo y costuras negras. ¡No mamen!,
pobre Tichito-pititorojo.
No fue buena idea el aceptar visitarlo, todavía no había puesto un pie en la escalera
cuando ya me cabalgaba inevitablemente el corazón; ascendía mirando al suelo
pudiendo notar en mi pecho la inflamación y para colmo mis tragos de saliva se
escuchaban a mucho de distancia.
Fiel a una costumbre mía de tratar de ser siempre original y atrevido, quise pensar en
algo para decir al primer encuentro, pero lo único que parpadeaba en mi mente era la
imagen con la me quedé cuando lo trajeron sedado del hospital, entonces recurrí a
los buenos momentos: me acordé de una vez que agregamos en la azucarera de su
casa colorante en polvo para repostería, y nos orinamos de la risa cuando una tía
agregó a su té de la mezcolanza que hizo que ¡tornara a color rojo intenso! el
contenido de la insignificante tacita, recipiente de algo tan inofensivo como una
infusión de manzanilla. Qué risa. Ya estuve de mejor semblante y procedí con paso
seguro al encuentro. ¡Chín!, no fue fácil cuando descubrí una barra de metal, de un
metro de tamaño, atravesada y colgada del techo, frascos de medicina y un olor que
no era de su humor (ni del interior de sus órganos), era algo como alcanfor, pero en
extremo perceptible, combinado con la quietud (mucho silencio) y diluido de
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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manera que sólo lo advierte aquél que nunca antes ha estado en esos trajines y
aromas; olor a abstergente, supe después. Con toda la cara de agrado, el enfermo se
incorporó, socorrido de la barra de metal chirriante, y me pidió que le acomodara
una almohada en la cabeza. El reflejo inconsciente de ayudarlo hizo que me
distrajera de todo cuanto me tenía con temor ahí. ¡Pobre chico!, me enseñó la
cortadota que le hicieron; me contó de la sala de operaciones, me habló de un caso
junto a él en la sala de recuperación, de una chica que llevaba cinco intervenciones
en una rodilla y que se quejaba con impulsivo antojo del abandono de la anestesia.
Perfectamente me tenía con toda la boca abierta y admirándole por ser tan valiente.
Haber pasado por eso y estar ahí, contándome sin evidentes secuelas posteriores,
estaba, en mi parecer, en lo más elevado que un chico de nuestra edad pudiera haber
experimentado nunca. ¡Ese era mi héroe! ¡Ticho-rayotarojaenelpechoman!
Ahora verlo en estas condiciones ponía en duda todo lo anterior. Claro que hubo
consecuencias por sus arrebatos de confianza, y por ellos le hicieron pagar caro el
atrevimiento: “Nariz” todavía la última vez que le vio le dijo que no podían seguir
siendo novios, y le exhortó a que todo terminara bonito como empezó; pero el
ofendido no quiso y fue hasta los recuerdos para traerle los favores hechos de buena
gana y tirárselos en los pies. Nuevamente “Nariz” dio la vuelta y se fue, ahora sí
para siempre.
—¿Para qué vino? –a lloriqueo pelón–, ¡pinche vieja!, ¿a qué vino?
—Cálmate. ¡Pinche escuincla, vale madre, guey!
—¡Qué chingue a su madre! –inconsolable.
—No vale la pena.
—¿Esto merezco? Yo nunca le falté…, ella decía: vamos a vernos todos los días y
yo, ¿qué hice? … –lloriqueo– Ella decía: vamos a hacer la tarea juntos y yo, ¿qué
hice? … –lloriqueo.
Me daba mucha tristeza verlo así, más cuando me percataba que con el tiempo el
odio hacia aquella persona se incrementaba en lugar de ir desapareciendo. Aparejado
al paso de los días, ese sentimiento de pena se me tornó en un deseo inocente porque
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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el dolor se agotara, pero sucede que nada es más malo que un amor instalado en el
corazón y sucede que es peor uno que no quiere que se vaya. ¡Manías! Sólo de los
humanos (creo). ¡Ha!, pero a las mujeres no se les nota; la verdad es que yo nunca
he visto a una mujer llorar y degradarse por el amor de un hombre; sufrir sí, pero
degradarse ¡nunca! Esa fue la puerta por donde se colaron todas las inexactitudes,
viniendo de una en una y ya luego ¡de a montón! Además, he de añadir que la
relación de Marilú con mi hermano agregó granitos de envidia a la pena, para que
tuviera un sabor más propio, y dejara en la boca clara sensación de impotencia: ver a
los novios mantener su amorío y avanzar a la zaga de las malas maneras, hacía que
mi amigo se convenciera de que si algo sucedió en el suyo, fue porque él no supo
hacer bien las cosas o porque en realidad nunca fue ¡él mismo! La verdad me sentí
culpable. Eso, seguido de varios días, dio un toque de resignación, que luego
salpimentado junto a algunos acontecimientos impredecibles hizo que se convirtiera
en el remedio salvador, que su corazón necesitaba. Quién lo iba decir, el bálsamo
cayó de las inmediaciones y tuvo el aspecto menos parecido a una pócima curativa.
Ticho-peeping-tom (el fisgón) encontró una carta en la bolsa de su hermana en la
que le dice a mi hermano cosas que una mujer usa para terminar un compromiso:
“…que ella no es digna de él… que es un hombre bueno que merece que lo quieran
mucho y que le sea correspondiente en todo lo que él es capaz de entregar…”.
Contrario a nuestra costumbre, vino y me lo confesó, yo creo que con la idea de
hacerme ver que él no era el único en el mundo que podía perder a una mujer, o con
la inocente (sana) intención de que yo pusiera en aviso a mi hermano para que nadie
más sufriera todos los días, como lo hacía él, no lo sé; hasta el día de hoy, eso sigue
siendo una incógnita.
Esa noche soñé con chorros de agua. Tiras flacas y largas chocaban mi cuerpo que
no dejaban sentir la humedad de su tacto, era algo como tener la desesperanza de
querer dar cumplido al deseo de un sentimiento feroz, pero sin la satisfacción de
poder dar cabal cumplimiento; debo haber estado empuñando gran parte de mis
cobijas porque me colgaba de la rama de un árbol para superar el estímulo de la
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seducción, pero éste se alejaba irremediablemente cada vez que yo trepaba a la
saliente frondosa más cercana. Abrí los ojos en el punto exacto del conteo final. La
vejiga estaba en la ensanches más abundante de su capacidad, demandándome con
incesantes toquidos que me levantara de la cama para ir a hacer algo con los
torrentes de mi sueño. Volver a mi cómoda almohada con la conciencia tranquila
después de dar respuesta a la grosera exigencia, brincó como prioridad; sin más
llamada de atención que un ridículo balbuceo en segunda persona (porque seguía
medio dormido), que regañara al que anduvo abusando del agua de horchata antes ir
a dormir, me levanté tonto, torpe y a tientas, pero el colmo de mi mal llegó cuando
el baño, en el interior, insinuaba la luz encendida. Rápido, sigiloso, me fui al cuarto
de lavado y por el entramado de las celosías de un muro falso, caí encima de las
azucenas de mi madre, con un suspiro “silencioso feroz”, eterno. Cerré nuevamente
la puerta, con mucha delicadeza, y volví a mi cuarto en puntas para evitar, si es que
era la creadora de mi vida la que estaba en el baño, identificara en mí al culpable de
la más reciente fechoría. La rayita de luz quedaba ya en mi espalda cuando me di
cuenta que era “Tono” el que estaba despierto; el muy infeliz estaba oculto,
sollozando igual que oí a Patricio Ventura muchas veces hacerlo, nada más que a
este guey sin la compañía de un amigo que le pusiera el oído y el hombro para
descargarse. ¡Hay hermano!, pensé camino a mi cama, y todas las que te faltan
todavía, recuerdo concluí.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
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Capítulo 4
Retiré el pelo para descubrir la nuca y ataqué vehementemente con besos de píldora
primero y ya luego de humedad. Mis manos, sostenidas en sus hombros, me daban
muestra periódica del abandono en que las sensaciones la iban sumiendo. Marilú
accedía con pequeños gemidos a cada cesión de caricias, y yo le propinaba una
mejor preparada a cada vez, susurrándole al oído lo mucho que me gustaba. Los dos
absortos en una mezcla de palabras y caricias, peligrosísima combinación, que fácil
fueran a terminar en las copas con las puntas bien erectas. Ella me colaboraba
pasándome las uñas por mis mejillas y yo acercando mi cuerpo, y dejando sentir su
volumen aún por encima de las ropas. De vez en cuando volvía a su boca con besos
tiernos y suaves para consentirla, pero aceptada la calma regresaba a los arrebatos.
Saqué la lengua y con la punta mojé la plantación imperceptible de minúsculos
vellitos transparentes en el área del lóbulo de su oído, con la más microscópica
atención a dejarlos todos llenos. Puse mis manos en sus manos, con mis dedos entre
los suyos, y jalé seriamente hacía abajo para mantenerla en posición a mis
intenciones. Incliné mi cabeza y asesté el golpe certero cuando, con toda la lengua
ahora, irrumpí en buena parte del cuello, garganta y barbilla, ésta última con ayuda
de los dientes. Nos juntamos en los labios con un beso largo, desbordados, quedando
de frente uno cara al otro; la vi largos segundos, más bien la admiré. Ella respirando
con agotada persistencia y colgando los párpados, abría y cerraba levemente los
labios, musitando algo que yo evidentemente no escuchaba (o no atendía), pero que
sin duda alguna era una súplica. Accedí a continuar. Ahora fui sobre los hombros.
Hice deslizar las delgadas tiras de tela para, previo a los mimos, estimar qué
procedimiento destinar a la matizada curvilínea. El tono de piel morena hizo que me
inclinara por el roce y así acometí: sólo con pisadas de labios, y un poco de mejillas,
a la vastedad en miradas que me dio el total. A los veintidós años no hubo bigote y
me rasuraba a diario, así que el recorrido fue terso con propuesta a la parsimonia,
con toda la gravedad de un sopor, pero con regocijo de mantarraya, pude ir y venir
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
47
tantas veces como la piel me lo permitiera; alimentándome de su humor,
conteniéndome para no perder la mesura…, ¿qué más?, ¡con calma! Sin
abalanzarme sobre el botín. Justo sobre el pozo de los senos un lunar chiquitito
indicaba el principio del camino. El recorrido hacia lo obscuro y los más
intransitables puertos de la perdición se hace como polizón, viajando en la popa de
las manos. Es verdad si digo que vi, cuando descubrí de tela los pezones, que éstos
estaban en las puntas revelándome estar hechos de pura excitación, en la paradoja
inolvidable más permanente que las palmas de mis manos pudieran padecer. No fui
tardo y abalance sobre los que exigían, con versos de expresión cargados con
metáforas de movimiento. La lengua dio su versión de lo que es posesión, y los
labios de lo que es jerga de acometida: la del más apasionado hombre que “las
tetas” de una dama hayan escuchado antes. El estómago me hablaba. Me decía de
las emociones en las que estaba a punto de irrumpir, y eso hizo que me pusiera la
mano en la verga. Me la apreté y seguí adelante. Con mucha calma descubrí el
ombligo, la cintura, el vientre y los vellos del pubis que erizaban como yo iba
pasándoles la mirada. La lisura tuvo oportunidad de llamar y yo acudí: en un
principio sólo por ser curioso, pero ya luego que se me develara que la consecuencia
de mis actos tenían mejor efecto ahí, quise ser generoso con el suministro; el mismo
que a partir de ese día ocurrí en llamar: “El beso de San Bendito ¡el tino!”,
¡húmedo! Con qué puntería di al tiento y con qué acierto al contento del clítoris y
otras cumbres de proporción similar.
El sexo siempre tiene una expresión en el cumplimiento y otra muy distinta en la
pretensión. Estaba claro que lo que más deseaba era poseer a Marilú, pero en el
fondo había otra idea: la de mostrarme ante ella como ella ya una vez lo había hecho
ante mí cuando tuve la dicha de encontrarme con su desnudez. Yo quería ahora que
ella fuera quien viera un cuerpo desvestido, que evocara las fantasías con las que se
destinara a vivir exaltada toda la proximidad de sus tiempos. Lo que durara. Pero
que ella ahora padeciera de mi viejo daño, el mismo daño que ella me infectó
cuando la vi.
Crónico Amor Platónico (R. Valencia)
48
Vacié de ropa mi torso y seguí con las extremidades; de estas prendas solo la trusa
se mantuvo en su sitio, la que en ese momento fue prenda esencial para mis fines, y
que ya luego sólo sirvió para despertar reclamos en contra de su existencia. Por
encima de la tela dejé notar el volumen de mi pene, cuando la tomé de las manos y
la aparté, cogiéndonos de las puras yemas para permitir apreciarnos en toda nuestra
intensidad; alguna de esas habrá sido la mejor de todas las artimañas, porque cuando
liberé de tela a la piel, produje una ¡intensa expresión de encanto!, de esas con las
que se dice el asombro en letra. Ella vino con sus manos a mi cara y me besó
rogándome que me desnudara; yo fui lento con el cumplimiento, pero cuando ¡ya!,
fui espléndido con la conclusión al seguirme, incluso, con la funda de piel que
descubre el cabeza de un miembro erecto y viril.
Ha de ser por las fauces de mi alimaña o quizá por las concupiscencias, pensé: el
amor si entra mucho por los ojos debe tener también por donde derramarse, porque
si no, en qué órgano tendría cabida tanta delectación. Ella se derramaba, y yo le
sentía a cada roce de alguna parte de mí cuerpo con ese lugar de ella donde ella era
más evidente. Las maneras de esta felina resultaban en gran preocupación, o miedo
en mí, quizá, y no reflejaban muestra de pena y mucho menos de estar donde
estaban. ¿Con qué cara podía yo someterme al trato?, pues con la única que me dio
la ocasión, y no ha de haber sido la de mayor recato porque a las manifestaciones
finalmente vinieron las exigencias; ella con toda la cara de querer sentir lo mismo,
me imploró por la faena; me recuperé, respiré y ahora fui yo el que se metió en
maniobra. A la antigua perpetración de bajar y besar pezones, incluí juegos de
palabras: De si cómo soy yo, y cómo ellos que aceptan mis chupetes. Esto, a la
inmensidad de posibilidades, nos indujo a ambos a ponernos loquitos. Ella quiso ser
pieza impulsándome a resolver sobre fresa o chocolate, y yo, atrapado en estar
cuerdo, elegí ambos… Desprovisto ya de mi trusa y con la erección más lejana de
toda mi corta experiencia, fui acercándome a la puerta y toqué, sentí cómo ella
acudió, asomó, consintió mi presencia y entonces abrió las puertas de par en par,
para que yo entrara hasta el fondo donde está el jardín de coloridas flores
Crónico Amor Platónico
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  • 1.
  • 2. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 1 Sinopsis Marilú tiene una particularidad: es una mujer bella y atractiva a sus casi veintidós años de edad. En ella la naturaleza fue generosa y le obsequió tez morena, ojos grandes, volumen, firmeza, tersura y hasta brillo. Una hembra de este pelaje sacaría provecho en cuanto de hacer caer a su presa se trata, pero Marilú aún no esta versada en las prácticas de conquista; con todo, es un ser exquisito que disfruta el umbral del conocimiento consiente de saberse muy atrayente. Yo soy unos cinco años menor que Marilú. Si alguien puede describir lo maravillosa que es ella, ese soy yo: puedo decirte todo lo que provoca, incluso describirlo con lujo de detalle; puedo hacer que imagines lo grandioso de su aspecto, y hasta hacer que la desees; hacerte una descripción minuciosa de sus movimientos, de sus agradables sonidos e incluso de su relajada presencia, porque cuando se queda quieta tiene ese aire que da la serenidad de alguien que sabe que va a ser eternizada en un lienzo.
  • 3. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 2 Crónico Amor Platónico de Roberto Valencia Galván
  • 4. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 3 Capítulo 1 ¿Has tenido un amor platónico?, la respuesta siempre ha sido ¡sí!, no importa la cantidad de personas ni el genero, la respuesta siempre ha sido positiva; claro, la pregunta va en el sentido al uso más común (sentido equivocado) de la experiencia de haber vivido un amor platónico: un amor sin correspondencia, idealizado, que ni siquiera sabe que existes, fundado en fantasías, muy poco probable o, más bien, ¡imposible de tener! De acuerdo con la referencia del filósofo en cuestión, Platón, el “amor platónico” es un acto de contemplación de la belleza. Burdamente aplicaría cuando miramos repetidamente, o por más tiempo de lo normal a alguien, y nos diluimos contemplando y admirando algo en ese ser humano que nos provoca placer (poco más o poco menos); admiración por lo bello. ¡Contemplación! Viene a mi un recuerdo de mi abuelo que decía: “¡Hay mujeres que deberían estar dispensadas de hacer caquita!”, por la admiración a la belleza de ese ser impoluto (intachable, virtuoso) que en ese momento mirábamos los dos. Bueno, no perdamos la atención; insisto: ¿has tenido un amor platónico? Siempre que escuchan la pregunta te miran a la cara, vienen gestos y sonidos, todos muy parecidos: levantan las cejas, mirada arriba, dedos a la barbilla, uñas en los dientes. ¡Sí!, se escucha casi inmediatamente después, muy convencidos, y se agolpan todos los recuerdos como si la cabeza frenara y todo en la mente se viniera para el frente: “alguien que me gustaba mucho”. Luego entonces, ¿la condición de Platónico se lo da la certeza de algo que nunca será, pero que nos gusta que exista?, ¡una semilla más para la libido! Pongamos atención: en la obviedad de esta condición de la que nadie nos salvamos y en la que es perfectamente demostrable que se pesca un mal, ¡o un bien!, como se quiera ver; y cabe advertir que puede empeorar, ¡o mejorar!, como se quiera seguir viendo; la persona afectada experimenta largos espacios creativos de fantasías que lo ponen a la misma altura, al menos en su imaginación; el cuerpo se acostumbra a
  • 5. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 4 vivir con ese gusto de estar triste, melancólico, con esperanza, con sólo mirar, con vivir a la distancia, todo menos a vivir con la falta de ese ser. ¡A mí me pasó!, y el acontecimiento desencadenó ¡un montón! de eventos ¡importantísimos! en mi vida (podría decirse que fue la etapa que definió mi futuro) y todo comenzó una mañana, casi de madrugada, en el verano de las lluvias tempraneras cuando los ciclos escolares están por cerrar… Les voy a contar como a mí me gusta platicar las cosas: Sólo de una palabra podía definir el carácter de Toño, mi hermano mayor, y de su cómplice Gerardo, el hermano que le seguía: ¡de pérfidos! Si en algún momento cruzaba por mi mente la posibilidad de acudir, aunque fuese sólo por ese día y nunca más, al resquicio de bondad y aprecio que por ley de sangre debía existir en sus nobles corazones, sería porque no hallara primero otra forma de librarme de la desgracia que en ese momento me aquejara. Tan pronto como las manecillas fluorescentes de mi pequeño reloj despertador, oculto en la funda de mi almohada, insinuaron las cinco y media de la mañana, ahogué el brinco de la segunda campanada y salté ligero por encima de la obscuridad en la habitación, el sueño placido del más chiquito y chillón de la progenie, y la fulgurante luz de la lámpara del pasillo, que fue lo único inevitable que necesité para conducirme con acierto hasta al patio; me vestí de memoria, puse a tientas monedas y demás elementos de peaje necesarios en la bolsa, recogí, doblé y escondí almohadas y cobijas con el menor chirrido, susurro y pujido despertador, y a poco fui a parar al espacio vacío del zaguán de la calle y la puerta de la casa ¡sin llaves! … –¿¡Cómo voy a salir!? … ¡Qué pendejo soy! …–, repetí a lo menos una docena de veces para mis oídos; –¡actué acertado!, ¿por qué diablos tenía que perder la puntería al final? –, me insistí tocándome la cabeza con el puño. Barajé las opciones, entre ofensas a mi persona y a mi memoria, pasando varias veces por la de hacerme de valor para ir, tocar en la ventana de mis hermanos, solicitar ayuda y prepararme a la tunda que seguro a continuación vendría; eso sí, ahí terminaría todo agotados los insultos y manotazos en la cabeza; por otro lado, si la elección fuera a mis padres, tal vez no eligieran ¡zurra! para mi yerro, a cosas peores
  • 6. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 5 (¡obscuras!) iría a enfrentarme: de entrada, al recinto de posibilidades que pulularían en su elección, dependiendo del cansancio y profundidad de su sueño (es el único día que tienen para levantarse tarde), quizá ¡mañana no sales o lavas el patio o tiendes las camas! … ¡Nel! …, ¡elijo tunda! No perdí la calma, había tiempo; para eso me levanté temprano, para los imprevistos que, en épocas sí (duele aceptarlo) otras no, regularmente hacen abrigo de mi persona. Quién lo dijera, al fondo de la espesa obscuridad, porque en aquella época del año el sol asomaba ya muy declarada la mañana, ocurrí no sé si la mejor o la más ¡estúpida! idea: subir a la azotea, saltar la barda y salir a la calle por el patio de la casa de mi vecino; allá sólo atoran la puerta con una tranca, intuí con inocencia primorosa, y el primero entre ellos, y único madrugador, si es que le hallaba despierto, no vería a mal encontrarme en su morada porque seguido me quedaba a dormir allí. “Ese, el más peligroso; ese que sólo gruñía y ya parecía que ladraba… ¡ah!... – levanté los hombros– me conoce y juga conmigo…” ¡Cuánto acierto! … Todo embonaba con exactitud así que ¿por qué no encariñarse con una opción de tal primor?; la medité, lo necesario; más bien poco, no fui mucho a las consecuencias, como fuera, de entre todas las salidas ésta era la menos dolorosa y sería, entre lo perdido, la de mejor recaudo, a los recuerdos me remito: unos aún duelen y muestran negrura en la piel con ese tonito morado de las orillas (propinados por Gerardo, el más cabrón de mis hermanos), lástima que están donde la ropa tapa, me gusta que las curiosas me miren fijo y se pregunten: ¿qué le pasó? Escalé. Con impulsos metódicos (subía y bajaba por ese mismo lugar ¡muy seguido!) estuve en el zoclo de cemento del muro, en la prominencia del marco de la ventana, en la herrería, en la cabeza (sin cara) de un bajo relieve en el muro, en la saliente de una viga vieja, en una varilla de acero en forma de túnel, en la tapa del tinaco, las tuberías de agua, en el ínfimo murito que separaba a las dos propiedades y en la escalera de bajada del cuarto de la azotea de mis vecinos, que finalmente fue la vereda a mi destino, en récord mundial (esta ocasión lo ameritaba) … —¡Shhh! … –susurré para mí.
  • 7. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 6 El Buch inerte, despierto, mirándome fijo, pero inerte. No hubo presencia de familiares moviéndose, como un abuelo, ni de nada que tener cuidado, excepto en una de las cortinas: una línea de luz, el foco encendido, que pasándole de largo estaríamos a menos de tiempo común en bosque de “La Marquesa”; en bolita de estudiantes, sábado de prácticas de laboratorio de biología, levantando piedras y cortando plantas. Faltaba poco. Tomé aire y me despabilé. Con sigilo anduve el paso de cada peldaño, moviéndole los dedos al Buch para entretenerlo; no perdí de vista la luz amenazadora; avancé ante su presencia, corto, suave y sin parpadear, sin permitir que el resplandor me descubriera, ni que yo, con mi presencia, interrumpiera su caso; volteé a todos los lados, no dejé uno sin escrutar. Accedí con un primer pie a la explanada de concreto liso del pasillo y luego el segundo fue ya completamente seguro de que el primero no causó silueta ni descontrol. Traté de superar de dos zancadas y una sola envestida el haz luminoso, pero no pude; me fue imposible. Quise intentarlo nuevamente para evitar caer en erratas y tentaciones, pero no pude; la curiosidad fue mas dura que la fe. Busqué salida y caí, sólo, en mejorar mi posición. Inválido e invadido por toda emoción, ya no di cuenta de mis actos, y hallándome en falta total, me ofrecí, completo, a disfrutar con la mirada… María de la Luz era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Ella sola era capaz de hacer volar el cielo entero ante mis ojos y pasarlo, con cada uno de sus astros, un deseo por estrella, sin la menor muestra de compasión. A cada cruce me tomaba el corazón y me lo apretaba, dejándomelo adolorido y sin caberme en el pecho. Con ella no me salía ni la menor muestra expresión dolorida o queja de existencia, si es que podía haberla a mi edad, diecisiete años, cinco ella más que yo. La toalla develó a la Venus, cálida, morena; otra liberó las mechas. Frente al espejo extendió los brazos a lo alto para reconocerse las caderas, en una rutina de ella, que sólo ella podría explicar. Cogió un cepillo, puso la espalda a mi intromisión y se inclinó; ella estiraba la cabellera negra y yo podía ver la humedad de su sexo, ¡y sentirla!, con el Buch lamiéndome los dedos que ya poco me importaba movérselos para distraerlo. Aprecié lo mas alto en perfiles y manejo de órganos. Asumí que eso
  • 8. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 7 que apareció ante mí era, al menos en lo más corto de la expresión, la muestra más clara de que el deseo se despierta en la presencia de vello y prominencias corporales. Marilú era una mujer morena, delgada, de pechos estándar y pezones extensos, obscuros; piernas largas, glúteos normales. Creía en la tersura de la piel y por ello siempre andaba encremada. Aquella mañana del encanto la vi embadurnarse los senos, y es la imagen más grata y clara que tengo hasta hoy de una mujer bonita. Ni la madrugada ni la soledad urbana pudieron con mi emoción, se diluyeron a mi paso, tal fue el hipnotismo que caminé calles y calles sin esperanzas de mejorar; mi mente parió un montón de situación, valiéndose de los moldes que acababa de conseguir, y fue implacable con la frescura del recuerdo. El trastorno me ocupó hasta detenerme en la presencia del anciano, transeúnte como yo, abuelo de Marilú (ascendiente mayor de la ninfa desnuda…, los ancianos siempre andan a esas horas en la calle como almas flotantes), ¡me asusté muchísimo!, mi corazón a galope me lo hizo saber. Agaché la cabeza…, esperé en vano su recriminación, pero, pese a lo que mostrara en la cara, pasé sin daño a todo lo largo del cruce que llevó sólo un pestañeo arriba de mi parte para cerciorarme de que él no me reconociera. ¡Fiu! … Me calmé. Vi la espalda alejarse y me recargué para recuperar la noción y el destino. Estaba extraviado, me había perdido y no sabía hacia dónde quería seguir. Me acerqué al paradero de autobuses. Por largo tiempo, toda mi vida, aprecié al sexo contrario como una especie presa de su aspecto y consumida por los sentimientos. Las mujeres en mi entorno, incluyendo a mamá y a Marilú, eran endebles, sufridas y “compracosas” para colgarse, carentes de recursos para darse a respetar. Desde la infancia amas de casa y mamás, y desde su manera de jugar o entretenerse, también (mamás o amas de casa, amas de casa o mamás…) Cada vez que mi personalidad varonil, por papá y tres hermanos, se rozaba con mujeres, ésta no pretendía nada más allá de conseguirse un beso y consumir con los amigos la conquista tornasolando con matices y con mentiras el relato (¡me pintaba solo para elaborar historias!), para dar la impresión de “Don Juan”. Por nada era menos de excelente macho y por mucho iba en pos de
  • 9. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 8 convertirme en un ser prepotente, egoísta, insensible e hiriente, quizá, como mi abuelo, todo esto si no hubiera sido hechizado, y de por vida y con la parte más maléfica con la que ellas pueden poner daño. ¿¡A mi edad!? —¡Atención! –llamado general–, tome sólo coníferas, no necesita más; eso sí: tiene que ser, ¡por lo menos!, de cinco especies diferentes. A las visitas al campo asistía todo aquel estudiante alumno del profesor estrambótico que vestía trajes de antaño con cachuchas de béisbol, y a las que en ocasiones también nos acompañaba la maestra de biología de otra escuela, pero el común era un grupo espeso de alrededor de unos veinte hombres y treinta y tantas mujeres. Nos reunían en la estación de autobuses foráneos y en el mismo lugar, unas seis horas después, nos abandonaban. —Aquél a quien le falten muestras de las prácticas anteriores, ¡búsquelas ahora!, porque la última salida será dedicada, sólo, a minerales –el de la cachucha que tenía la costumbre de poner todo, indistintamente, en voz de extraño. —¡Usted, jovencita, no la veo buscando! –aunque supiera su nombre. Yo caminaba a espaldas de un par de grupos femeniles, antífrasis de mi mente (por lo que acababa de ver) y correligionarias del chismorreo. En la espesura de aquel verdor y olor a lozanía, me preparaba para la faena luchando fuertemente por concentrarme en las instrucciones y advertencias, y por ello me arrimé a una tercia de compañeros jocosos, que reían constantemente, para ver si así me alejaba de la zaga y lograba meterme al momento. No era un mal estudiante, pero debía esforzarme mucho para mantenerme a flote. Los abogados en casa no servían, cualquiera que llegara con malas notas la pasaba mal y sentía profundamente el no haberse esforzado. Toño (el hermano al que yo llamaba Tono) era el que marcaba la pauta, había salido tan buen estudiante el desgraciado que más de dos veces pensé que nació, sólo, para joderme la infancia: estudiante ejemplar de cuadro de honor, abanderado en la escolta, jefe de oratoria, representante de grupo, presidente del comité de alumnos y bueno para la nadada; un ¡cabrón! de dientes blancos y respiración profunda que impresionaba con la amplitud que podía alcanzar sus
  • 10. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 9 pectorales. Dice mí mamá que el día que yo llegué a la casa él me cogió la cara y aplastándome la nariz me dijo ¡No llores!, que en respuesta a ello yo no aprendí a decir bien su nombre, siempre hice por decirle “tono”; en mi vida usé muchas de las cosas que él dejaba, quizá por eso tenía la fórmula para hacerlo enojar, su olor se fijó en mí y gracias a ello lo conocí tanto, o más, que con el trato diario, lo malo fue que lo mejor de él no alcanzó el mimetismo… ¡Chin! Mi hermano vino con el don integrado para la asimilación. Leía, cierto, pero más bien cargaba un a grabadora en la cabeza, de cinta perenne, con la que se andaba por ahí fijando cosas para luego más tarde champárselas a uno en la cara, con la correcta explicación del que ya había ido al diccionario para aprender la definición. Para asumir el vínculo de hermano, era necesario someterse a los caprichos y mantenerse cerca, para saber por dónde vendrían las exigencias; y yo no lo hacía mal, estudiaba lo más que podía y con muchos esfuerzos me desplazaba, a la distancia, pero me movía en la misma dirección que él; por eso a las plantas les concedía yo esmero de alta ciencia, para andar sin problemas; una buena nota en este rubro vestía, y en suma, era parte del acierto que permitía salir a la calle, jugar, ver televisión hasta tarde o quedarme a dormir en casa de mi mejor amigo. Alcé mis muestras y las coloqué en seguro. Hice todo lo correcto para volver a casa calmado, y fui a esperar el rato que usaba para mí cosas: una vez en la cama, de noche, con unos durmiendo y el sonido lejano, y las luces entre la oscuridad de la sala con alguien frente al televisor, me entregué a deshojar la margarita con la minuciosidad del enamorado, contemplando el efecto a cada paso hasta empaparme el vientre con mis entrañas. Dormí exangüe (¡débil, exhausto!). Así pasaron las veces, todas; todavía no terminaba de recuperarse el pasado, cuando ya le había traído de nuevo al presente; ¡sabía que me estaba haciendo daño! Desperté a la mañana siguiente del sábado aquel, me despegué los calzones del como almidonado y me levanté a buscar que hacer con mi vida: cualquier cosa, una, alguna, fuera del delirio hormonal. Ya me empezaba a preocupar.
  • 11. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 10 Me lavé la cara, las manos, elegí buenas prendas de vestir y quise ser valiente ignorando a mi subconsciente que me sugerencia que no fuera al encuentro de mi talón de Aquiles. Solicité permiso para ausentarme y salir de casa. Fui y me paré frente al portón de la tranca, el de la madrugada anterior, y llamé muy seguro de mí, al menos un par de veces. —¿Está Ticho, señor? –tragando saliva. Subiendo y bajando el gaznate. —Déjame ver, pásate. Todos los abuelos tienen cara de duende, decía mi carnal; ¡cierto!, a éste yo le veía la del elfo-dobby. Me acerqué entrando, pero evité ir mucho adentro. El Buch vino para embarrarme la cabeza y a exigirme con las uñas. Algo me golpeó en la cabeza; pensé en no voltear, pero finalmente lo hice, fue cuando escuche las carcajadas del “simpatías”, Patricio Ventura, mi compañero de andadas y cómplice de maldades; ni a él tendría la oportunidad de contar mi experiencia (obvio cambiándole el nombre a los protagonistas), y es que fue un gran número de cosas que no entendí y que creía tenía que pensar antes, siquiera, de considerar en compartirlo; para empezar otra vez tenía ganas de meterme al baño y dejarme humedecer hasta donde lograra irme con el recuerdo fresco, y venirme con lo que aún sobrara, si es que todavía había; pero lo que me limitaba no eran las ganas sino tiempo y oportunidad: en una casa de hombres las entradas al baño están supervisadas y medidas con reloj, por aquello de que a los hombres nos gusta en demasía la privacidad en la habitación de los desahogos y las fantasías. ¡Una madre está en todo! A “Ticho”, el antropónimo (el nombre) que dio su familia en hipocorístico (diminutivo deformado infantil), y apócope (falto de letras) y aféresis (modo abreviado) muy cariñoso de “Patricio”, no le importaban mis preocupaciones, Ticho- tetraigofinto bajó corriendo del piso en el que se encontraba y con sonoras risotadas de mamarracho, me trajo, todavía doblado de la alegría por su acierto, el juguete de plástico que me despeinó y que fue a dar allá por donde empezaban las escaleras (las mismas que ahora usó para su descenso, y el mío la madrugada anterior).
  • 12. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 11 —¿Duele? Esa misma cara tenía cuando un día vino a mí con una revista que contenía mujeres desnudas. Un primo, mala influencia, se la prestó. Consumimos juntos el contenido, pasándonos las hojas (obvio, ya había sido minuciosamente deshojada para facilitar su uso y traslado) por arriba de una cobija que colgamos para darnos privacidad. Yo tenía el rollo de papel sanitario de mi lado y él la revista del suyo. Mi mano asomó por encima de la lana por lo menos una docena de veces, exigiendo con sacudidas que me actualizara la ración, al final mi consuelo fue ver que Ticho-manuelas supo lo que era depender de alguien más en esos momentos, cuando la suya asomó, la única vez, pidiéndome, envuelto los dedos en una madeja elástica (¡mano de pato!), le pasara algo del rollo sanitario en mi poder. Yo ya conocía el proceso cuando lo conocí a él y lo había practicado muchas veces, pero a decir verdad fue con Ticho-cachondo con quien lo hice un exquisito y verdadero placer. —¿Duele, chillón? –me repitió. —¡Préstamelo!, yo te lo aviento y tú me dices. Me respondió levantándome el anular de la mano izquierda, ¡Ja!, el dedo de los anillos: Ticho-verdulero levantaba siempre ese dedo por aquello de que en ese dedo (le dijeron en su casa) iban todo lo que entra en el dedo de una mano, ¡todo! Yo le dije: de otra forma pareces Ticho-liverache, ¡el pianista puto de los anillos! A mí siempre me hizo sentido (aún hasta hoy es el que uso para dar placer). Me hizo seguirle al interior de la habitación, una que en esa casa pretendían hacer pasar como comedor, ¡mentira!, ellos se alimentaban en la cocina, en una mesa de uno por uno, y cada uno por su lado. No eran gente que practicara la unión, pero sí la concordia y la imaginación: cada vez que yo les encontraba juntos era jugando a los cojinazos o mojándose en la pileta del patio o persiguiendo al perro para pintarle las patas de blanco o cazando arañas, usando moscas como carnada. Ticho- danieleltravieso me hizo seguirle porque quería darme a probar una substancia
  • 13. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 12 extraña y deliciosa contenida en el interior de una licorera de su papá, pero no se pudo, le echó a perder la travesura la cercanía en la cocina de un familiar adulto. En esa habitación, sobre una silla, un chaleco y una bufanda me pusieron de nuevo la excitación entre las piernas. Estaba destinado a no poder mirar, nunca más, algo de ella o a ella misma: su persona me modificaba inevitablemente y sus prendas me poseían, más aún si a la vista quedaba algún parte de la prenda donde fueron sorteados los embates de las miradas de los machos curiosos, por ser casi siempre ella de las predilectas, al momento ocioso de selección de hembras-con-mejores- tetas. No podía seguir así, sabía que me estaba haciendo daño. ¡Y mucho! A la luz de la experiencia estaba claro que no soportaría y que tarde o temprano algo iba a suceder. Mis padres nunca nos dijeron nada, ellos pensaban que la vida tenía que suceder y dejaron que sucediera con nosotros. Mamá nos colmó de bendiciones y papá sólo nos pegó de fajillazos donde fue necesario (con aquella fajilla gruesa del uniforme militar), a cambio recibieron una descendencia al cuidado de los ángeles y de prendas inferiores ¡guangas!, porque en la casa los cinturones desaparecían misteriosamente. Mi padre era un hombre de zapatos cuadrados y punta chata, y de tirantes; de corte raso en el pelo y de buena figura: ¡los celos de mamá! Ella nunca permitió que fuera solo a la ferretería del mercado, las de esos rumbos se lo chuleaban mucho y por esa falta de tacto, de las pinches adictas al delantal, nos mandaban a nosotros. Papá niño creció viviendo con una hermana porque su padre (mi abuelo paterno) los dejó para irse a la capital. Había perdido a la segunda esposa (la madrastra de los hijos) y quiso olvidarse de todo, encargando a las hijas mayores el cuidado del hijo menor, y abandonando, incluso, “la ferretería” del patrimonio, en manos de un yerno: el yerno que recibió en su casa al hijo-abandonado (mi padre). El hijo abandonado fue chalán, peón, comerciante, pintor de brocha gorda, cerrajero, conserje, soldador, tortillero, masajista, chofer, taquero y hasta intento de plomero, todo por no portarse bien y desobedecer al de la patria potestad que lo corrió de la
  • 14. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 13 ferretería, y de la casa después. El recinto de la otra hermana fue el nuevo suyo, y aunque fue de sólo un cuarto, éste se convirtió en algo más seguro y menos trabajoso; consolador en las horas de crisis de tristeza y soledad. Mi papá sufrió mucho por el abandono y parece que nunca se lo perdonó a su padre. Cada vez que nos relataba algo sobre el abuelo, refería de él como Filemón; le retiró el termino de progenitor. Un día papá permitió que le reclutaran en una partida de fieles que viajaría a la capital para ir a cantarle en la catedral a la virgen; después de la ofrenda, el nuevo creyente se separó del grupo por unas horas para tratar de localizar la dirección de la fábrica donde, había informes, trabajaba Filemón de empleado de almacén y encargado de herramientas. En la provincia de la que era originario mi padre, los hombres no abandonan el núcleo sin antes establecer una liga en comunicación y tiempo: la de mi abuelo fue correspondencia, una carta al mes; que siempre partía con lo establecido, dentro de un paquete de medicinas que un cumplido sobrino mandaba a su tía; remitente: su progenitora, comadre de alguien en la familia. Una carta de Filemón fue la que denunció al hijo abandonado, al expresar en pregunta si alguno de la familia había ido a buscarlo a la fábrica; las hojas llegaron hasta mi padre: él simplemente tomó los papeles y frente a la cara apuró los ojos izquierda a derecha a todo lo largo de unos cuantos párrafos para decir: ¿¡Y qué!? —¡Vete con él! … ¡Al final te lo dice! Léelo tú mismo. Pregunta que para qué te andas escondiendo. Para esa hermana no había más que agradecimientos. Mi padre no quiso ser grosero con ella, así que retiró los papeles de la mano y se levantó diciendo: –Yo no me escondo; si lo hiciera, lo haría en el lugar donde ni tú, ni María, ni Filemón pudieran encontrarme… —No digas eso… me pones nerviosa –Con verdadera cara de apesadumbramiento. —Voy a ir, hermana. —¡Sí! … ¡Hazlo!
  • 15. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 14 Bajó la cara, caminó a la puerta y salió, rascándose la nuca, preocupándose ya desde ese momento. La gran metrópoli resultó un paso difícil de dar. A los llegados con edad, que no son nativos, se les complica acostumbrarse al bullicio y al vertiginoso correr cotidiano. El hijo abandonado sufrió diarreas, vahídos y ansiedad; también por las emociones sufrió de sudoraciones, porque hasta eso, en esa etapa, hubo cosas que nunca antes había experimentado: un día caminando por la zona bodeguera y comercial de los alimentos, una prostituta lo tomó de la solapa, una de esas de pechos boludos y saltones, y no le soltó hasta comprobar realmente que no traía dinero consigo, antes le pegó una desplazada de manos por todo el cuerpo que le dejaron, sólo por la presencia de transeúntes, con la pura tranca aprisionando el descarrío. En otra salida, los de la tele filmaban un concurso de baile callejero, papá fue tomado de entre la multitud de mirones para dar, solamente, unos pasitos con una chamaca que necesitaba pareja. La tía que nos contaba todo nos dijo que fue ¡sensacional!, que fue finalista, y que cuando lo despacharon fue porque opacaba al que debía de ganar, no obstante, fue el más aplaudido, incluyendo entre sus admiradores al presentador, al catrín del micrófono. La urbe ascendió a mi padre a grado de “ciudadano citadino común” y lo puso en la explanada de las oportunidades; en poco tiempo abordaba el transporte cachándole a pleno vuelo, y sabía de aguantar, sin expresiones soeces, ataques de ímpetu femenino, de aquéllas que se entallan el vestido y que con medias y tacones partían la acera moviendo glúteos y despidiendo majeza; mi padre hasta cambió los sonsonetes de provincia por expresiones locales: se explayaba diciendo ¡chale, chale, chale… ! para dejar claro que no era de ¡allá! ¡que era uno de ¡aquí!, ¡y bien parido!, y que había llegado para quedarse. Lo metieron a trabajar a la fábrica donde el abuelo hizo su círculo de amigos. Papá no era lo que se conociera como un envidiable afortunado, pero tenía su estrella. Contaba con la suerte de su combinación astral y con el milagro de la puntería
  • 16. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 15 accidental; y también contaba con una mujer: Aurora (la dama de las recomendaciones), que nunca lo dejó mal parado pese a tener motivos para hacerlo. Aurora Evangelista, mujer de buenas hechuras y titulada en la facultad de contaduría pública, era la autoridad que llevaba los números en la fábrica. Ella fue la buen- samaritano que levantó a Filemón y paró al hijo abandonado, la que me dio mamá y la única mujer, que mi abuelo recuerde, capaz de ¡mentarle la madre! No era secreto los amoríos entre esta señora y mi abuelo, tampoco que, en la diferencia de castas, ellos hallaban un poco de igualdad con el físico, pues porque en su relación el hombre era el del rostro encantador; y la mujer la de las piernas bonitas, un ¡mucho! en lo de abajo de la espalda y otro mucho en una vulva insaciable. El abuelo le decía: “una concha de mar, ¡peluda!, con una perla como clítoris”. Eso sí, además tenía un sueldo envidiable, un escritorio de pura madera y hasta un sillón con orillas de cordón y respaldo alto. Al exitoso noviazgo de estos acaramelados todo en el porvenir les reservaba las mejores opciones; contar con la aceptación de aquéllos quienes les rodeaban era parte primordial de ese favor, parte de su plan de la vida. El hijo abandonado miraba a Aurorita con la gratitud correcta, pero sin pretender pasar la línea de la condición de ser un individuo ajeno. Sin obstar los momentos que pasaba en el parque compartiendo helado, globo y paseo con la única hija de la señora. Ella, Aurorita, era la mujer de Filemón, y de él sólo la dama que le tendió la mano para ayudarle a conseguir empleo. En esa actitud de rebeldía, bien encaminada, mi padre halló consuelo a su situación de compartir con una persona que tenía visos de don Juan, éxito en el parecido y un hijo que desesperado intentaba mantenerse a flote para mantenerse a su lado. La periodicidad entre ellas, Filemón y el hijo-inseguro sucedía casi igual que en la tierra de origen, la diferencia la marcaba el asfalto: acá las caídas no eran en blandito, si discutía con el compañero se quedaba ¡solo!, porque aquí no había nadie que le escuchara, al menos le entendiera o le pasara el hombro para desahogarse. Las dos hermanas se mantenían en provincia con sus respectivos, y la distancia entre
  • 17. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 16 ellos hacía imposible pensar, siquiera, en la posibilidad de visitarlos, quejarse y volver. Con todo el ordinario transcurrió en aceptable convivencia por muchos meses. Cuando parecía que todo iba mejor, mi abuelo recibió una carta de la parentela: con letra temblorosa de pésimo escribiente, le avisaban “Tu hermano Ignacio agoniza”. La noticia le tomó en un día nublado y de inmediato reminiscencias del pasado le trajeron a la memoria cuando Nacho le salvó la cara de dos grandotes, ¡pelones!, de la secundaria, que juraron que ¡a la salida! se la iban a romper; y cuando le obsequiaba con risas fieles a sus chistes chafas…, el hermano malo para dar consejos pero el mejor para dar a sentir cariño, el de las mejores novias, el que nunca se caso.
  • 18. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 17 Capítulo 2 “¡Voy una semana! … Estaré lo suficiente para darle ánimo y me pongo de vuelta en el camino.” Esas fueron, en esencia, las palabras para el contenido de la doble despedida, la primera para la flechada y la segunda para el hijo inseguro. “¡Piensa en mí, Filemón! Yo me quedo esperándote.” Fueron las respuestas, la primera la única que enfatizó el nombre, haciéndole evidente lo mucho que le necesitaba, la segunda tuvo en el tono más reclamo y un tanto de temor. A la semana de licencia le vino otra, otra y otra más; no aún había llegado a casi fin la agonía, cuando ya pendía sobre el abuelo la primera amenaza: “¡Qué estás haciendo! ¿Por qué no te vuelves?” En la respuesta asomó gesto de repentina reconciliación territorial. Aurorita lo notó. Fue parca y conciliatoria hasta comprobar que debía hacer lo contrario; entonces levantó, decidida, por última vez el auricular de su pesado aparato telefónico negro y emitió a través del cobre de la electrónica los sonidos del ultimátum, con tono dulce y en buenos términos: —¡Bueno! –sin aliento, subyugado. —Hola…, tardaste mucho –cariñosa, atenta. —Sólo en lo que van a avisarme. —¿Cómo está tu hermano? —Pasando los días –notoriamente afectado. La dama enamorada tuvo ese día el primer encuentro con las fuerzas contra las que contendería y trató de cuidar el léxico para no incurrir en errores que la pusieran en desventaja. Las hijas mayores, aunque respetando al pie de la letra el acuerdo en el pacto de no intromisión y censura, actuaban en lo obscurito en todo lo que pudieran para persuadir a su padre de no regresar, y de quedarse nuevamente a vivir en casa. —… ¡no es eso, amor!, es sólo que no me puedo mover hasta ver qué vamos a hacer con él.
  • 19. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 18 A esta respuesta continuó la paulatina degradación de complicidad, y sería el documento sobre el que se firmaría la guerra. Dos días después del onomástico de Aurorita se llegó al vilipendio. —¡Si tú quieres, ven!, yo estoy aquí. Deja las cosas allá y vente para acá, ¡conmigo! —Eso no fue lo establecido cuando te fuiste –con gimoteos. —¡Si tú me quieres, ven donde yo estoy! —¡Chinga a tu madre! –la mujer fue certera y colgó. Nunca más volvieron a enviar un particular ni a percutir piedritas en la ventana para avisar que había una llamada de larga distancia con una dama en la línea de nombre “Señora Evangelista”. Mi abuelo aceptó el hecho como un desatino propio de vísceras femeninas y se retiró a olvidar, asumiendo de nuevo su retorno, y esperando pacientemente que ¡la faltona! se arrepintiera. Ignacio, el hermano agonizante y cabizbajo enfermito, fue testigo contra todo presagio, el anciano murió dos años después y fue, finalmente, el anquilosamiento de esos años (¡echado!) en la silla y en la cama los que terminaron por matarlo. El hijo inseguro reiteradamente abandonado juntó su ropa, despachó lo demás, entregó la vivienda y se fue a vivir, solo, a una casa de huéspedes. Esta vez ya estuvo dispuesto a enfrentar su futuro, sin tener más en la mente que dar con los pasos de un hombre que no agradecía nada y menos parecía importarle otro ser vivo que no fuera él mismo. Del sufrimiento, ni hablar: vio por no dejar huella, empezando por vigilar lo que decía y platicaba, y buscar otro empleo; alejarse de todo aquello que le ligara a la familia. Mi padre entendió que lo de mi abuelo no tenía solución y se propuso salir del pequeño círculo en el que lo había encerrado su necedad de crecer al cuidado de la mano del adulto al que la vida lo ató. El primer paso lo situó en una ex oficina de gobierno, una órgano descentralizado del sector de los alimentos, que representaba para mi padre, en estatura, pretensión muy elevada para sus aspiraciones, no obstante, la decisión de empezar ahí no fue la de mostrar que había perdido el suelo, sino que tirando de lo grande por ahí pegaba la suerte y lograba colgarse de una vacante de ocasión. A fin de cuentas, era lo
  • 20. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 19 mismo. Difícil de creer, pero resultó lo segundo. Aquella cuestión del ¡milagro de la puntería accidental!, tenía fundamento. Reluciente de buena fortuna y de halo encantador, el novato fue aceptado, llevado a recorrer los despachos de un vetusto edificio, acicalado con mangas de plástico, lápiz en el oído, libreta de notas, guardapolvo y botas con punta de metal, su nuevo ser dejaba ver a un muchacho activo que no enseñaba la arrogancia del progreso, sino la alegría de vivir y la de hacer algo que, a la vista de todos, le llenaba. En esa parte de continuas mejoras, de sacudir rezago y de mero-mero del octavo piso en materia de archivo mi padre recuperó la confianza, creció y se relacionó con personas de valía que le enseñaron mucho, asistiendo a cursos de capacitación y programas sindicales de desarrollo, haciendo deporte, como derecho corporativo y prestación inferior, a las que iba en pos de sacar provecho, pues ahí se iniciaban las camaradas que daban oportunidad de ascender en el escalafón. Era en las maratónicas sesiones de frontón ¡a puño! donde, con tino, se podía hallar pareja de juego que más tarde resultara, con suerte, mandamás de un apartado administrativo de cualquiera de las coordinaciones a las que estaba asignado, pero mientras era una cosa u otra, seguía fiel a su costumbre de respetar el vínculo con los viejos amigos, los de la fábrica, y por ello todos los sábados, después de la deportiva, los encontraba en una cervecería cercana para dejarse quitar el fastidio y lo que saliera de otros males, en tan amena compañía; en el conteo final no figuraba más pérdida que unas cuantas monedas y unas horas de sueño, ¡pero bien que lo valía! Una noche de esas, en ese lugar, los muchachos le convidaron de la invitación que la fábrica hizo para festejar el aniversario de su fundación. Dos buenos colegas se juntaron para anunciar que le comprarían boleto; él aceptó encantado: por ver la conducta de sus amigos, por el gasto en su persona y el valor de confesarle que le querían. No era la suma de dinero, era la muestra y el deseo de convivir en memorable fecha, y también las rondas de cerveza y la consola a tono suave con el sonsonete “Adiós muchachos, compañeros de mi vida…”.
  • 21. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 20 A la vuelta de la resaca los bríos se mantuvieron y llegaron a la fecha con el acuerdo en pie. El invitado consiguió un traje, se compró camisa y vistió las prendas con aroma a maderas de las perfumerías itinerantes de la plaza mayor. La fiesta fue en día de asueto, así que los invitados pudieron asistir acompañados de familiares o amigos. Esa tarde el arribo fue cargado de cadencia y personalidad. De lejos venían oleadas de una melodía carismática y era imposible caminar sin involucrar contoneo. Cuando cruzó el portal de acceso a la explanada, la misma que cuatro años y meses atrás fue el camino de entrada a su trabajo de todos los días, ahora ataviada de mesas con comensales, tarima con bailarines, escenario con matancera, percutiendo ¡a todo pulmón!, lo hizo con voluptuosa traza de caballero penetrante. Más de una docena de ojos, ¡claro!, levantaron la línea para verlo llegar. Avanzaba con el contoneo en la quijada al ritmo de la música y seguridad en las nalgas. Un joven que se come el mundo. Allá en el fondo, de pie y escuchando la hablilla graciosa de un medio círculo de encimosos, estaba la dama que lazaba (¡atrapaba!) la atención de la convivencia; era una mujer de pelo ondulado negro, vestido azul, ¡muy ceñido!, arriba de las rodillas y zapatos de charol negro, la cintura sugería a la vista exagerada esbeltez; lo demás era carcajadas, irrumpir de cristales, por el choque continuo con el fondo de las botellas, enmudecidos por largas ingestiones de cerveza y cantaletas acompañantes de la interpretación de los trovadores y su agrupación musical, pagados para amenizar: ¡una matancera con todo el debido rugir de metales! —¡Qué bueno que llegaste! …, ¡vente! … —Está en su punto, ¿verdad? –levantando la voz, para poder ser oído. —Sí. Y hubieras visto hace rato –a grito pelón– cuando empezó la orquesta. Una cosa fue verdad de entre tantas cargadas de presunción y de aparente dicha: la mujer del vestido azul miró al extraño y lo hizo a todo lo largo de la caminata que el amigo condujo al compañero de jarana por la explanada. El observado lo notó y fue grosero y falto de humildad, y falto de cortesía, y apostó por la afirmación de que había alcanzado la luz en prestancia; y de inmediato emprendió el acecho para
  • 22. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 21 perpetrar el primer ataque: al intercambio de miradas, siguió la de pensamientos y suposiciones, y a éstas la de cruzamientos de rivales, las de los conquistadores en el semicírculo que intentaban ¡todo! por ganar respuesta favorable a lo mejor de su letanía, gracia verbal y muestra de secuencias de agraciados pasos de expertos bailarines de salsas y boleros. Por momentos el propósito de estar ahí fue convivir y declararse fiel a la hermandad rozagante de impetuosos bailarines, y por otros intercambiar miradas con la muchachita del vestido de azul. La pueril dama no dejaba de mirarlo y aceptaba cuanta invitación a bailar le llegaba. Era un placer verla mover la delicada línea de su cuerpo. No podía ser de otra forma, para hablar con ella había que arrimarse y solicitar una pieza. A los primeros acordes de la siguiente melodía, ella detuvo los intentos de los otros aspirantes cuando lo miró a él ponerse en pie y parecer aproximarse; hubo duda y descontrol, pero finalmente terminaron el uno frente a la otra, todo en cuestión de diecisiete fuertes latidos. —¿Me concedes está pieza? —Sí … Pensé que nunca me lo ibas a pedir. La ostentación recorrió gran parte de la modestia y le hizo errar en la primera secuencia de pasos laterales. —¿Trabajas aquí? –con intentos desmedido por volver a la parquedad. —No. —¡Ah! …, te pregunto porque yo trabajé aquí y no me acuerdo de ti. —Yo sí me acuerdo de ti –ingenua. Fue peor. Cómo algo tan sencillo podía provocado la incertidumbre que le acababa de crear, y cómo hacer para que se le quitara la desagradable sensación: la de no saber quién era, ¡esa!, que le hablaba con tanta familiaridad. Qué fácil resultaría hacer un recuento de memoria, pero, la verdad, desde que vivía en la ciudad no había insinuado a mujer alguna, menos aún de esas características. Las meseras de la cervecería lo conocían por los cuatro lados. La extensión de la melodía no dio para lograr descifrar el misterio, el primero que pudo lo alejó de la posibilidad de resolver
  • 23. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 22 satisfactoriamente. Solo y arremolinado pensó en volver a su sitio, pero se detuvo ante las ganas de hacer un nuevo intento y ante la negativa de la jovencita, argumentando cansancio, de bailar completa la pieza en la que los separaron. Modosa y bien portada la observó dirigirse al conjunto estrecho de mesas, sillas y muebles para preparar bebidas situados en lo más apartado. Aurorita estaba en una de esas mesas bajo un toldo que protegía del sol. A ese lugar llegó la mujer de azul. El hijo abandonado consideró entonces oportuno acercarse a saludar a la mujer que una vez le tendió la mano. —¡Hola niño, qué milagro!, ¿cómo has estado? –girando el torso por completo– Te invitaron al festejo. El joven asintió expresándose con mucha decencia y agregando con un gesto, que en verdad sentía, que le daba gusto verla de nuevo. —¡Mira nada más!, estás convertido en todo un señor. ¿Ya viste a Rosalba, mi hija? La adolescente se acercó sonriendo y apoderándose del poco control que le quedaba. Hasta ese día duró la soltería consciente de mi padre. De qué semilla brotó semejante botón, si la que él conoció tenía cariz de poca flor; de ningún futuro prometedor: enclenque, parlanchina, chillona, con los ojos tristes, los hombros caídos…, ahora de dónde brotaba el colorido que este botón paseaba. A mi padre la incógnita de ese origen le fue suficiente para comenzar con visitas persistentes a la casa de la dama, que tiempo atrás, jamás hubiera imaginado frecuentar. Si de algo sirve contaré que en casa de Aurorita existía gran número de cosas que atender y poco recurso de donde echar mano, por ser un hogar carente de hombre. Hasta esa casa llegó el hijo inseguro, mi procreador, ofreciendo servicio de mantenimiento, (qué casualidad) justo el fin de semana siguiente al que escuchara queja por los desperfectos. De cerrajero a albañil, incluido en el camino el dominio de varios oficios más, y de la palabra para entretener; la mujer: otrora hija acompañante, flaca, come-algodón- de-azúcar, ¡sonsa! e inoportuna para reír; y el hombre: otrora hijo inseguro, de ¡mal carácter!, grosero y apartado, ¡juntos otra vez!, pero ahora una oyendo y
  • 24. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 23 contemplando al otro que, sosteniendo con fuerza la madera de un martillo y trabajando, mascullaba con esfuerzos en la voz las historias del rey legajo, amo y señor de los estantes y de los folios, súbditos bajo el cuidado de su feudo: expedientes y enormes carpetas que junto al él luchaban, hombro a hombro, por ganar batallas contra un enorme mal que a diario crecía y amenazaba con un día devorarlos, ¡a todos!, a la raza humana. Relatos de un hombre sensible que miraba al horizonte por una pequeña ventana, en lo más alto de la vieja torre; o del carismático aventurero de entretenidas crónicas en el campo, con insectos asombrosas y árboles colosales desde donde se podía mirar, ¡lo juraba!, claramente lo redondo del planeta; o del deportista, el profundo competente, encargado de la retaguardia, ¡extenuante!, en los maratones del frontón, con el palpitar de la competencia a cada golpe, tensando los músculos y liberando la tensión, ¡a gritos!, y a cada punto ganado; ¡pelota y puño!; o del más romántico simpatizante de la caña y el anzuelo (el relato daba hasta para suponer la silueta de un espécimen sensible con una rama de trigo entre los dientes). ¡Nada de todo aquello era el hechizo! Para la dama el tenerlo parado frente a sus ojos era la encarnación más pura de eso que ella siempre deseó poseer: por los párpados a mitad de los ojos, el fleco conquistado, las manos cuadradas y los dedos largos, alejadas las yemas de la tersura y de las maneras más comunes de palpar. Se embelesía la mujercita y mudaba a coqueta cuando su presencia; antes pasaba de la calma a la torpeza y con mucha ligereza iba hasta las ganas de reír y de no querer hacer nada con la cara, porque sentía que los ojos le traicionaban, al apetecer, sólo, pasar por el rostro de aquel hombre, como pinceladas a un cuadro. “¡Hay madre mía!”, se decía en la mente cuando le miraba o se le aproximaba el torso. Cuando fue el primer roce, mi madre creyó que él la había tomado y se había apoderado ya de todo su control, que le haría cualquier cosa sin que ella pudiera protegerse de la acometida, y que si bien le iba, sería caballeroso y cortés antes de abandonarla a su suerte, a un paulatino volver en sí de acoso tal: furioso, ¡de macho!
  • 25. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 24 Fue un día de San Valentín. La celebración tuvo especial significado para ellos por llevar varios días de estar viéndose y luego de estar imaginándose cosas en la soledad. Ella estaba de pie estacionada en su recamara, a espalda de su pan de azúcar, observándolo, quietecita y callada; él estaba en cuclillas frente a la puerta de la habitación tratando de medir con la mirada el momento exacto cuando ésta atoraba con el marco y producía un rechinido; en un inesperado movimiento se levantó quedando frente a la joven que tomó por los hombros y apartó con delicadeza para quedar en mejor perspectiva de cálculo, ese simple hecho fijó por primera vez la huella del amor en la piel de los dos, que anteriormente se habían tocado, ¡sí!, pero que hasta ese día decidieron darle consentimiento al tacto a su naturaleza de sentir. El siguiente paso fue un roce con los labios cerrados y en definitivo una súplica para no separarse. En silencio. —Te prometo que mañana vuelvo; encontraré un pretexto para hacerlo. –Con qué dulzura la miraba. —Son ciertas tus palabras, me quedo tranquila; de no serlo, me colgaría de tu solapa. Con qué vehemencia le esperaba, tanto que un día fue necesario pedirle que regresara entre semana, por las noches, para atender asuntos juntos, imposibles de postergar. No mucho habían pasado los días cuando él sucumbió en definitiva a las súplicas y ambos al compromiso de tener entregadas las miradas. El uno al otro se felicitaba por creer en la invasión de sus corazones y se culpaban por que no llegaba la pronta conclusión de la incertidumbre en la que vivían, por no querer declararse su amor: ¡estaban gozando del sufrimiento! A la madre de la niña todas las imágenes le condujeron a creer en la fatalidad de un flechazo; quiso intervenir pero el recuerdo de su último fracaso alejó toda intención de manosear ese amor. Sin más luz que su instinto, se hizo a un lado para consentir lo que viniera y vino la más clara de las conclusiones: el supremo poder, el destino,
  • 26. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 25 la señora buena que va adelante de nosotros dejándonos migajas el camino. Aurorita de cualquier forma hubiera sido mi abuela, ¡si no por mi abuelo sí por mi padre! Mi abuelo consintió el enlace porque nadie le tomó parecer. La relación entre los dos adultos progenitores, Filemón y Aurorita, regresó a la vida aunque fuera del protocolo familiar estuviera más muerto que una cana, aquel sonoro ¡recuerdito a la madre! retumbó en su centro la tierra y le pegó tanto en el orgullo que no volvieron a dirigirse una palabra, aunque yo sostengo que en lo obscuro cualquier noche tuvieron otra vez algún querer. Aurorita veía en cara de toda revelación que el contenido de las evidencias pintaba para no creer en desdichas, sino más bien en un golpe de la amada fortuna, el chico quería a su hija y eso se revelaba en la sonrisa de su gesto y en las maneras en las que la miraba fijamente. Fue por eso, principalmente, por lo que mi abuela buscó manera de afiliarse y la forma de hacerlo fue consintiendo la relación con apapacho y ¡muchos presentes!, conducta que, a la postre, le ganó entre los nietos fama de generosa, ¡apapachona! y buena señora; con el yerno, imagen de mejor persona (todavía) y con todos los demás, incluido el vejete áspero del viejo amor, idea (imagen) de alguien muy benéfico para la familia. Aurorita se lo advirtió a mi abuelo: “…hubieras vivido un amor de sueño de haber aceptado contar con los favores de mi persona el día que yo te lo propuse.” Pero con Filemón la vida ya había echado sus cartas, y no se tenía más que atenerse a los designios del destino y guardar el acontecimiento como antecedente de futuras consideraciones (ya sólo como experiencia, ¿que más?). La maestra de biología que a veces nos acompañaba al bosque les decía a las niñas: ”¡hey!, ¿recuerdan al cercis siliquastrum, el árbol del amor?…; ¿cuántas flores tiene el árbol del amor y de todas cuál es la más bonita?…; ¡imposible saberlo, niñas, todas tienen forma de un bello corazón!” Mucho tiempo después entendí que había que traer en el cuerpo lo que ellas traen, para entender eso que ellas se gritan y se dan con tanto gusto, relamiéndose una a otra. Eso fue lo que le faltó entender a Filemón.
  • 27. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 26 Aurorita y mi abuelo se quedaron con las ganas y eso yo lo puede deducir luego con la edad y de ir encimando (mentalmente) cosas que yo les miré; claro, hubo detalles muy significativos que algún día me contó mi madre, pero yo solo pude percatarme de los detalles finos: esas pequeñas cosas que nada más sentimos los que estamos enamorados en silencio o los que nos gusta escribir para perpetuar lo bonito (¡los de closet, pues!). A Aurorita el pelo blanco le sentó bien, contempló a su hija entregar buen producto y le ayudó a criar en los primeros días; el primero fue Toño, el más guapo de la casa; Gerardo el segundo, porque se coló; yo fui el segundo planeado, y el tercero en el orden; y el último, ese sí fue de plano un accidente de cálculo, confianza y de apetito desbordado (de mi mamá); un día disque sola en su recamara muy molesta para justificarse dijo: “¿Qué se le puede hacer?, al cuerpo las peticiones le hacen lo que las súplicas a los pelos de los calvos.” –me gustó mucho, lo apunté en mi libretita y me lo grabé en la memoria. Ahora que tengo mayoría de edad, comprendo las complicaciones de mi familia. Mejor hubiera sido comprenderlas antes, pero no se puede tener éxito en todo; existen cosas reservadas a la madurez y éstas causan mejor efecto en la etapa a la que corresponden que en otra donde, quizá, lo más importante es todo, menos entender quién somos y a quiénes debemos de servir; este fue el precepto que me marcó el camino: para entender que yo era hijo de una familia mágica, hermano de tres hermosos caballeros, fue necesario asimilar que aunque la fuerza de los genitales es demasiada, ¡la de la sangre lo es más!, y más aún, si consideramos que al fin de cuentas ¡nada es como la sangre! Meses después de que la suerte me diera el regalo de contemplar desnuda a Marilú, conocí la tristeza (y la vergüenza) en ventura de mi hermano mayor. La clase, la prestancia y el ancho de su espalda finalmente dieron fruto, Marilú, la mujer de la bella apariencia y atrayente presencia, aceptó ser la novia del muchacho más feliz de la colonia. Todos en casa festejaron el acontecimiento aunque fuera sólo en idea, acá y allá, en ambas casas, porque mi hermano tenía fama de buen mozo; aún así para
  • 28. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 27 mi hermano el acto de dejarse ver juntos era peor que encontrarlo en pabilo (¡sin calzones!), todavía más la de dejarse observar besando y ni que decir de dar a saber algo más, si es que algún día lo hubo. La historia de estos dos corazones tenía reflejo de efímera avenencia (siempre estaban peleando) y sería hasta en los recuerdo cuando daría prueba de su real tamaño. ¡Puta madre!, suena pomposo, pero no encontré mejor forma de decirlo (de escribirlo, pues). Ocurrió que la pareja que se encontraba sólo por las noches y por espacio de cinco a diez o quince minutos, tenían la costumbre de charlar ligero, darse un largo abrazo y beso (creo) de despedida y entregarse una carta escrita a puño, que ya más tarde agotaban en el rincón de su intimidad. Lo mismo ¡todas las noches! por espacio de tres meses, puntuales a la costumbre, hasta el día en que rompieron. Mi amigo el de siempre y yo nos mantuvimos lo más lejos posible. Yendo adelante con nuestros asuntos, sin dar soltura a palabras del tema o, al menos, un juicio apático, aunque fuera sólo por opinión. ¡Nada! Alejados en lo más profundo de lo nuestro, mantuvimos la práctica común de seguir haciéndonos daño con maldades, festejando el resultado con carcajadas, tosquedades y malas palabras. Hacíamos lo que podíamos, no era fácil; a nuestro entorno se daban manifestaciones de alegría, excitación, enojo, caras largas, todo lo que una relación de noviazgo puede contener, y ¡provocar!, pero nosotros nos manteníamos fieles a la parquedad, por más que en ocasiones insistieran en involucrarnos. Cierto día cuando se cumplía el cinco del número total de meses que comprendió el idilio en total, venía llegando yo del colegio, que me hacía cubrirme el bello cuerpecito con pantalón caqui, camisa blanca, chaleco azul marino, distintivo rojo y blanco (a la altura del corazón) y zapatos negro con puntas blancas de tallón (lo de las puntas eran producto de mi autoría ¡Era moda!), y distinguí, allá a lo lejos, al bruto de Patricio Ventura, Ticho-gatobodeguero, entretenido en sus manos, ocioso. Supe que era él porque nadie más por la colonia usaba los uniformes del “Washington” (pantalón de casimir obscuro, camisa blanca, saco y ¡corbata!).
  • 29. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 28 Preparé la estrategia y dispuse todito para llevar cabo el acecho, luego el impulso que me pondría en la cima de un salto repentino y la caída que me llevara en ciernes de un sonoro manotazo, en la parte posterior de su ¡cabezota! “A ver si no se me convulsiona”, pensé. —¡Oh guey… eres un pendejo! ¡En el blanco! Seco. —¡Mirando al pajarito! –Qué bruto, no me medí– Voltee para acá, mirando al pajarito. –No aguantaba la risa. El bato estaba totalmente ido; sólo atinaba para mojar con saliva la palma de la mano y tallar con las yemas ¡el chingadazo! –Es mía la ocasión, se me reveló casi al momento. Puse especial interés en hojas que hacían cucurucho a un costado de su mochila y en las llaves para entrar a la casa. Le sacudí con una nueva arremetida el pelo y me apoderé de las dos piezas que llamaron mi atención. —¡Qué haces guey! –suplicando. —Calma. Curioseé la primera, en presencia de la frente ceñuda del propietario, y detecté que eran calificaciones y otras cosas que no llamaban su atención. Se las devolví, lanzándolas al cielo. —¿Ya, o qué? –Se puso bravo. —Gime, maricón. ¿Se podrá creer?, el tipo no se defendía. Me detuve en seco y le miré a la cara, buscándole en los ojos padecimiento o mal alguno, origen responsable de semejante hilacho. —¡Qué! –poniendo también sus ojos en mí. —Nada. A los nacidos bajo el signo de la entrega (Leo: confiado, sincero, cariñoso, un libro abierto, ¡fiel!) les cuesta mucho trabajo disimular la enfermedad, y cuando están pasando por una crisis, es mejor no interferir, a menos de querer ser útil y de querer,
  • 30. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 29 también, chutarse la retahíla de acontecimientos que lo llevarán a uno a comprender cómo fue que el amor tocó la vida de: ¡este guey! Esto lo aprendí yo después de que torpemente consentí formar parte del infortunio de mi inseparable secuaz. ¡Pobre Ticho-romeo!
  • 31. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 30 Capítulo 3 A la edad de nosotros el amor era un estado poco probable de experimentar, reservado a los más bonitos o a los alcanzados por la ventura de la suerte de ser considerados populares, o simpáticos, o agraciados con una estrella como la de la sonrisa, la voz bonita, el fleco conquistador, el tono en la tez, el color de ojos (¡claro!), la estatura, el cuerpo esbelto, o la combinación de todo un poco que lo hace aún más extraño y elevado en popularidad. Ticho-gudialen no tenia ni una … Pobre. Fue por eso que decidí aportar a su causa con escritos de mi inspiración, formar parte de la estrategia, ayudar en los preparativos para poder llevar a cabo la conquista, ¡todo sea por un amigo!, creo que pensé. Debo haberlo visto muy mal para consentir hacerlo. —Dame mis llaves –amenazante. —¡Huyuyui! –jugaba aún, pero algo no me hacía sentido, eso ya no estaba sabroso. Tintineé con el metal y lo molesté otro tanto hasta que ya muy serio estiró el brazo y me exigió con los dientes. Apercibí insinuado en la palma de la mano, dibujado anteriormente (casi borrado), un corazón. —Toma. El muy cobarde me pateó. Conmigo atrás, dio dos vueltas al objeto que socorrió su huida (una carcacha estacionada, oxidada y abandonada) y se metió a su casa. Advertencias de mi boca (¡pinche puto, marica!) todavía lo alcanzaron antes de que el muy miedoso atrancara el portón. “A ver a ver”– me quedé pensando: “este menso nunca habla de amor”. El hallazgo del símbolo universal del amor ocupó todo mi tiempo y fue más aún en curiosidad que en conclusiones, entonces calculé (en horas, minutos) el momento de mi próximo encuentro con Ticho-llaneroveloz y Ticho-romeosinchava, lo escribo como recuerdo que pasó, no tenía ni idea de cómo iba a tratarle el asunto ese; seguro nos íbamos a ver en la noche, seguro nos íbamos a sentar a platicar, o sea que seguro
  • 32. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 31 iba a haber un encuentro que era indudable que llevaría: primero, cumplimiento de amenazas y ya luego interrogatorio; segundo, condescendencia, aprecio, cariño, pues para que me platique de sus asuntos (¡chingados! para que somos los amigos); listo, ya tenía armada una estrategia. No fue larga la espera. —¿De quién te acuerdas cuando hueles jabones Primavera? —¡Hay!, de tu prima –le respondí. —¡Pos! igual. Su aportación de esa noche para no aburrirnos. Luego sólo se la pasó describiendo a “una” que olía bonito, que le gustaba cómo hacía para caminar y que no le dirigía la palabra, y todavía menos la mirada. —¿Y no van por ella a la escuela? –pregunté, buscando acomodo cerca. —Rara vez. Casi siempre se viene conmigo en el camión –sobándose la nalga que minutos previos ya había sido víctima de mi venganza. —¿Tiene novio? –tratando de acomodarme la camisa, sin dos botones, que el muy nefasto me rompió por tratar de zafarse de mis ¡chingadazos! —No; ni novio, ni hermanos. Eso sí, era dueña de una grácil figura que columpiaba con inocente acierto para bien o para mal de aquéllos mirones que se dejaran, y el pobre de mi amigo Ticho- babotas se dejó (¡y gacho!). —Oye, Ticho. —¿Qué? —¿Te gusta? Los hombres no respondemos fácilmente a esas preguntas, peor aún, las rodeamos y algunas veces hasta levantamos una cortina de humo en torno a las posibles respuestas. Desgraciadamente para mi amigo esa habilidad todavía no se le desarrollaba ni a los niveles mínimos aceptados o permitidos para manipular. (entonces: era ingenuo, ¡mi niñito!) —No… Pues…, no…; es más…, mira…
  • 33. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 32 ¡Ahí estaba! Me rasqué la cabeza, sintiendo lastima. No, y nunca también, hubiera podido ser claro en cuanto a expresar sus sentimientos, lo que sí era evidente era que al muchacho le habían atravesado ¡ya! el corazón, y con una flecha de las de abundante ponzoña; y con la puntería que sólo se le da al serafín del enamoramiento. El muy inconsciente alado hizo diana en el pobre de Ticho-nalgasconcírculos y lo penetró feo, y lo destinó a sufrir sus consecuencias, y de paso a mí a verlo consumirse. ¡Pobre cabrón! (pobre ¡yo!, el otro guey ya estaba ido) En cuestión de noviazgos, el de la experiencia era yo; por ser el único que había tenido una relación. Evidentemente me convertí en el consejero y entrenador. ¡En su personalísimo coach! La primera estrategia, extraída de las memorias de mi abuelo, fue atacar por el frente y en dirección al punto más débil de una hembra: su condición genética “A una mujer antes de gustarle, primero hay que despertarle admiración”. —Sé tú. El mejor atractivo es lucir pa’dentro. –Hice mueca de sensei… hasta con las manos. Esa era frase de Filemón, mi abuelo “el conquistador”. —¿Para dentro? Usando los dedos enumeré en su cara lo que vino a continuación, información muy muy clasificada que no daba yo a cualquiera. —No finjas, no quieras hacerte el diferente, no seas chistoso, no seas galán, no la acoses, no quieras llenarla de regalitos o detallitos…, ¡no seas encimoso! –La cara de ese ¡guey! me asustó: el semblante, quieto; los ojo, pelados y muy quietos; y las cejas, muy muy levantadas. Lo dejé por la paz. Así estaba bien. El Coach-file (en honor al viejito de los consejos) dio en el centro. Hizo mella. A la mañana siguiente en el “cole” me comí las uñas revolcándome en un montón de suposiciones. Observé al sexo opuesto por largos ratos, y hasta reflexioné (con razonamiento filosófico) sobre la creación y el motivo de su existencia, para intentar ayudar otro tantito a mi pupilo. —No te entendí. —¡Qué bruto eres! –dándole un manotazo.
  • 34. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 33 Bueno, me fui al principio de todas las cosas. Una vez Filemón me dijo que cuando quisiera convertir a una doncella en mi novia lo primero que debería hacer era nunca voltear a mirarla excesivamente. También que las mujeres son de tacto y son de ojos; la aspereza les lastima, y ni qué decir de la fanfarronería. Ese mismo día hubo una historia bonita de una dama muy arreglada que paseaba todas las mañanas de sábado por la acera de su ferretería. La señora cruzaba dejándole una estela de su olor floral, y se alejaba con una serenidad que hasta daba miedo (por respeto) levantarle la mirada, propio de alguien que no se domina por otra belleza que no sea la suya. Mujer al fin. Tanto magnetismo y tanto misterio despertó en Filemón la inquietud de saber por qué esa dama atravesaba por su negocio con intervalos de tiempo tan exactamente establecidos, y un día decidió seguirla a la distancia: en diferentes tramos y en diferentes días. Otra era que así se daba más tiempo de placer admirando los movimientos de la simpatiquísima figura. Ella llegaba hasta un mercado de ropa donde adquiría prendas de hilo que llevaba a la ciudad principal del estado, para comerciarlas en un local dominguero de su propiedad. Dice Filemón que al principio no quiso prestar más atención, pero que la insistencia de sus cruces hicieron que él doblara las manos, entonces preparó el terreno y echó manos a la obra. Al siguiente encuentro mi abuelo la recibió vistiendo en mangas de camisa y overall, perfectamente limpios y planchados; la maniobra hacia suponer que estaba dedicado a reparar con pintura la fachada de su negocio. La víctima cruzó sorda y muda, como siempre, pero esta vez se llevó la imagen en la memoria de un pintor ¡poco común! que trabajaba muy ordenado, con los trebejos de su oficio limpios y cada uno en su lugar… ¡Primera punzada! En la semana Filemón contrató los servicios de un maestro albañil para que abriera un hueco en la banqueta y le dejara un excelente círculo cercado con tabiques. El sábado que le continuó sembró un árbol de mediano tamaño, y los días subsecuentes de encuentros, colocó una silla bajo su sombra para sentarse a reparar la pata de un perchero, colorear con pintura el vestido de una muñeca de madera, leer un libro,
  • 35. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 34 coserse el botón de una camisa, asear la tierra y arreglar lo marchito del benjamín de la propiedad, comerse una naranja con la espiral de la cascara en las piernas; el sábado que ya consideró pertinente se ausentó de la persistencia. Esperó. Espero. Y volvió a su sitio una vez causados los efectos, y sólo hasta entonces levantó la mirada para verla a la cara, a los ojos; ella dejó caer un monedero de tela y él lo levantó, cortés y caballeroso, para ponerlo en sus manos nuevamente, obsequió una porción de gajos del fruto de costumbre y dejó partir, cediendo el paso ceremonioso y poniéndose a su disposición con cuatro palabras simples… ¡Segunda punzada! Lo demás en los días que vinieron fue conversación, galantería, cortejo y asignación… ¡Tercera punzada! … ¿Sí, diga? … ¡con gusto! …, pase usted. En la época moderna Beatriz, niña bonita de la escuela de Ticho, fue la víctima joven de las tácticas de Filemón. No presentó resistencia. Así los métodos del chico: Ticho-conlentes en el transporte escolar, ignorándola mientras resolvía una a una las preguntas del cuestionario de tarea, poniendo su portafolio a un lado, con plumas de colores, minuciosamente dispuestas, en el asiento; también viajaba silencioso, atendiendo por la ventana el recorrido, ausente con los ojos y un libro de “El Principito” en las manos; o elaboraba figuras con dobleces de papel, que invariablemente olvidaba en el asiento; o comía fruta, equilibrando en las rodillas, o sobre los muslos, la cascara retirada en formas muy curiosas, y hasta entretenidas; o los ejercicios de yoga para los dedos de las manos, con respiraciones y ojos medio cerrados, que yo investigué en un libro viejo del “Kriya yoga, organismo energético limpio con miras a estados de súper conciencia”, resultaron en apoteósico éxito. Incluido la ausencia, porque hice que Ticho-pedraza-sergeant se regresara del “Washington cole” una semana entera caminando. Y luego el regreso al autobús, ¡sobre la primera dama la primera mirada!, y la cortesía de poner nuevamente en sus manos un objeto “mono o coquetón” que creyera que le pertenecía a ella, o a alguna que pudiera ser parte de sus amigas, olvidado en los pupitres del salón. Lo demás, en los días subsecuentes,
  • 36. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 35 fue plática, elogio, coqueteo y posesión. ¡Punzada, mi niña! … ¿Sí, dime?..., pásale… La alegría del incrédulo discípulo fue tal, que poco le importó que al ¡Coach-file!, creador de las maniobras (¡yo!), no le hubiera hecho justicia la conclusión y el resultado. —Perdóname, invité a comer a Beatriz. —Bueno, vuelvo al rato. Pero al menos (recuerdo muy bien que pensé para darme ánimo) demostré la efectividad de la fórmula, aunque la calidad de la sacrificada no estuviera a la altura de la regla. Por Filemón supe de mejores doncellas que se les ¡aguangaron las pantaletas y las piernitas, gacho! Quedó claro que mi abuelo era de mejores materiales, que el de Ticho-abuelosindientesfeoycaradeelfo. Y que cuando yo digo algo, es porque tengo para respaldarlo. Con todo el peso de lo anterior, confieso que no me sentí amenazado, no tenía contrincante; ella: era de tez blanca, pelo largo, nariz (¡mucho de esa saliente!) y un lunar coqueto; lo demás, era cuerpo, como en todas las personas. Yo: era el amigo de toda la vida, conocía todos sus secretos, sabía cómo doblarle el pie cuando le daban calambres y los más importante: sería capaz de confesar quién fue mi cómplice en el hurto al cepo de las limosnas, si se atrevía a canjear mi compañía. —No es cierto –respondió serio, tras escuchar mis advertencias. —Esa ¡pinche vieja! te tiene loco. —No le digas ¡pinche! —Si ¡nariz! dice párese de pestañas… —Se llama Beatriz. —¡Como sea! … Ahí vas tú y le cumples el deseo. Era de suponerse, no cambió y ni yo le denuncié.
  • 37. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 36 El tórtolo desagradecido dio paso a su vida de mojigato, muy seguido tenía invitada a comer, se dejaba ver en la calle chupándose la lengua con la ordinaria esa, escribía cartas, leía libros… cambió de peinado (¡ja!, ¡pinche joto!). Y yo me sentaba solo en el muro de los recuerdos, de nuestro viejo punto de reunión, y me dedicaba a ver la vida y a compararla, para hacer algo, ¡aunque fuera sólo con las neuronas de mi cabeza! Fue inevitable comparar y aceptar (más por indignación), que los años pasan y las mujeres siguen siendo las mismas; y en esas, recordé otra vez a Evangelina Cohen, la mujer que mi abuelo conquistó con un árbol y que ahora era motivo de este análisis: ella era hija de inmigrantes suecos y era una de esas extranjeras con apellido extranjero y con gusto en el vestido típico de las indígenas de la región que habitaban; ¡qué mujer!, que siendo blanca como las nubes, se plantaba en un deshilado pálido, adornado con listones de colores y camisote bordado. Los relatos a los que yo tuve acceso, me enseñaron que Evangelina era una mujer que soñaba con la maternidad; lo que no tengo claro es por qué siendo una buena persona Dios nunca le dio la oportunidad de tener un hijo. Evangelina siempre culpó de eso a Filemón y le reclamaba por lo mismo, con euforia y altas palabras. —El conocimiento de tener tres hijos ya no te deja soltar la vitamina ¡que me ponga panzona! Ordinariamente con esa le cargaban la culpa a Filemón. —¡Te he cogido de todas las formas que quieres…, de las formas que has leído o qué te han contado; ¡mujer si yo no quisiera un hijo te lo hubiera dicho! —¡Vamos al campo!, hoy es noche de luna. —¿No te subí las enaguas ya al pie de un guayabo? —Bueno, pero quizá no era la temporada… el condenado árbol, además, estaba sin fruto. —¿Y mis testículos al sol? —No fue lo suficiente. —La baba de maguey, los piquetes en mis codos, la palabrería antes trepar…
  • 38. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 37 —Si tú quisieras dejar salir libremente, no tendrías que pasar por todo eso. —El líquido de ¡mi parte! no necesita de remedios; yo no tengo más que vaciarlo y esperar que te hinches… —¡Entonces no interfieras tú!, déjalo que cumpla, como es correcto… —¡Oye, si no está solo; esta cosa es mía! —Bueno pues, asume tu obligación. —¿Asumir? …, ¿asumir? …, ¡qué fácil! ¡Ven! –tomándola por el antebrazo–, bájate las pantaletas, probemos si el coraje y la bilis ayuda en algo. Haría larga la historia contando las posibles respuesta y describiendo lo acontecido después, ahí están los antecedentes; sí diré que no funcionó y que debido a su falta en la apreciación, y en los modos, Filemón tuvo que prestarse, todavía, a dos experimentos más, uno, el primero: ¡no orinar (ninguno de los dos) después de consumada la relación!; … el otro, ¡el peor de todos!: tuvo que ver con las hojas de un calendario en un cuadernillo, un marcador de cera rojo (de los que usan las maestras para calificar) y los días, meses, muy garabateados, en el mencionado almanaque; símbolos con rayas, círculos, corchetes, etcétera…, al ojo común, en idea, la muestra de una alquimia muy muy complicada de entender y que aseguraba dar algún día con la fecha ¡exacta! del nacimiento de un óvulo, los demás era coger por dos días ¡enteros! —Eva piensa en que si Dios no nos ha bendecido con una criatura es porque no ve en nosotros a los padres de ella. —¿A quién le he hecho daño? –llorando a sollozos–, ¡para pedirle perdón! —Si fuera un asunto de no pecadores, el mundo estaría sin criaturas, mujer. –Muy condescendiente, mi abuelo, que ya veía surcos marcados en su mejillas por las lágrimas. —Encuentra una respuesta entonces o ponme a un niño en el vientre, porque me voy a morir, Filemón. —Tú no vas a morir, Evangelina. Ya veras que cuando menos lo esperes nuestras vidas darán un vuelco total.
  • 39. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 38 Qué difícil es entender cómo es que en tantos años de humanidad, y existiendo el mismo cúmulo de respuestas para quienes no creen en cuestiones establecidas, ellos, “los incrédulos”, después de apreciar las manifestaciones en toda su gravedad, pertenezcan, todavía, a la idea de que pudo ser un hecho fortuito. Evangelina murió inserta en el deseo de engendrar, y mi abuelo nunca creyó eso de que el “Alma de sus sueños” pereció víctima de una enorme tristeza por no poder ser madre. Si concedemos parte de verdad al hecho de que nadie en este mundo se salva de ¡un sino! (con muchos acontecimientos ya establecidos), diré entonces que el compromiso de “Nariz”, en uno de sus noviazgos juveniles, porque tuvo muchos, fue darle al hombre una lección en el sentido de que el amor, aunque sereno y meloso, también puede desembocar en el torrente de vivencias más doloroso que un ser humano pueda experimentar. Yo me opuse a las consecuencias e inserté todo instrumento y recurso de auxilio a mi alcance para evitar el embate, pero fracasé, entonces di un par de pasos atrás y cerré la boca; y ya que la cátedra de cualquier forma sería impartida, pues aproveché para ocupar un lugar con matrícula de “cercano conocido” que la proximidad me asignó. Por lo adecuado del modelo biológico, se iba a impartir la materia de investigación científica con Ticho-musmusculus (rata de laboratorio); no exagero al decir que más de una vez estuve a punto de abandonar el pupitre por lo violento de las exigencias pero la valentía del conejo de indias (¡y la valía!, también) me hizo mantenerme en mi sitio hasta mirar el final. Y es que si para mi amigo la experiencia de ir desarmándose y perdiendo forma fue desagradable, para mí la de consentirlo, escucharlo y presenciar la caída, sin poder hacer nada, fue peor; ¡carajo!, qué estrujante es ver llorar a un hombre por una mujer. A continuación haré un repaso de lo más sobresaliente, procurando ser lo más objetivo posible; difícil, aclaro, porque Ticho-hilachosinchiste era mi amigo y “Nariz” sólo el ¡ente! que ayudó a la vida a instruirnos, a ambos, en importante asignatura: —¿Por qué una mujer te dice que no le gusta que hojeen sus cuadernos? –Con una expresión de verdadera congoja.
  • 40. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 39 —Porque tiene letra de garabato –con otra, pero ésta de auténtica indiferencia, dije ya muy aburrido. —¿Otro motivo? —Tiene malas calificaciones. —¡No! —¡No sé! –al borde del estallido. —¡Piensa! –insistiéndome, como si yo tuviera la obligación de disolver sus dudas. —Está escribiéndole una carta a otro. –Sólo por ser sarcástico. ¡Puta madre!, no lo hubiera dicho. —Sí, ¿verdad? ¡Esa no era una apariencia!; el muchachito andaba ya en los pasos de la desconfianza y los celos le carcomían, irremediablemente, el cerebro. A la práctica común de espiar y de esculcar, agregaba otras como acosar con preguntas insistentes y comportarse irreverente ante las respuestas. ¿Será posible que a un amante, de los apasionados, algo que no sea de los remedios que él usa, pudiera calmarle el malestar?, ¡no! … Y algo más: diré que puede ser sintomático de que el enfermo experimenta ya los efectos más bajos del desamor. Luego de que respondiera yo sarcásticamente al cuestionario de Otelo en émulo, me recluí en casa, más preciso en cama, y farfullé en igual orden el esquema reciente, tentativa de hacer de mí otra vez erudito; y mientras lo hacía, iba descubriendo perversamente el pandemónium y, también, al sujeto que sorprendería esta tempestad que avecinaba sin opción para guarecerse. ¡Qué pena!, pensé, mirando fijamente una franja de reflejo de luz diáfano colado de la ventana y que hacía forma geométrica en el techo de mi cuarto. —Voy a esconderme de Beatriz para que no venga mañana a mi casa. –Recuerdo muy bien que me dijo al otro día. —¿Por qué? –deslicé inocente. —Porque estoy molesto con ella. —Y ¿por qué no se lo dices?
  • 41. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 40 —Porque no me quiero enojar con ella. Creo que un gesto adusto en mi cara respondió mejor que mis palabras; una suerte de varias expresiones debieron dejárseme ver. —¿¡Qué!? –tornó retador. —No, nada –sacudiéndome toda posibilidad de roce. —Además, ya quiero empezar a alejarme de ella. —¿Ya no quieres que sea tu novia? —¿La verdad?, no… Ya no. —¿Estás seguro? —Como que en este momento prefiero estar aquí contigo. ¡Un momento, esa no era una respuesta!; yo la acepté porque quizá no supe por dónde continuar, ¡pero ésa no era una respuesta! ¿Estar conmigo era la muestra de que ya no la deseaba a ella como compañía? Bueno, en el pecado llevó la penitencia: la mujer lo enfrentó y le pidió una explicación, y él no supo dar respuesta al porqué de andarse escondiendo y evitándola a cada rato. (ja! Pinche mariquitaaa!) Hay una teoría de mi imaginación la que prueba que cuando una mujer va a hacer pagar a un hombre, siempre, primero, ¡antes que nada!, la balanza hace una leve inclinación en favor de la víctima, la que hace suponer que él será el absoluto vencedor; pero luego, inexplicablemente y sin misericordia, la balanza se inclina del lado adversario y termina por otorgar la aniquilación ¡total! a la otra, la despiadada que levanta su desdén enjuiciador para dejarlo caer con toda su fuerza. Lo he visto en todos lados, no falla. Nariz dio la espalda y se fue caminando, muy triste, sin confesión alguna. El valentón, Ticho-ingenuo, volvió a compartirme de todo su tiempo y hasta se comportaba seguro y controlador. Era algo así como estar en el ojo del huracán. La vida sigue. Pasaron los tres o cuatro días reglamentarios de espera y entonces Ticho- muyergido abrió a dar muestras de inquietud y malestar. —Ésta piensa que yo la voy a ir a buscar, si ella no viene a buscarme a mí. –Cayó entre nosotros en un momento sin antecedente ni aparente hilo motivador.
  • 42. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 41 —¿A qué viene eso? –por lo mismo pregunté. —Lo digo porque ahorita me acordé que tiene algunas cosas que me pertenecen. Lo miré sin dar juego a sus palabras, y luego seguí hojeando literatura de monos; Ticho siguió con un libro de modelos de la aviación, ocio, u holgazaneo, que realmente nos tenía hermanados en ese momento. Cuando era temporada de primavera (¡de chingos de calor!) disfrutaba mucho hacer eso con él: sentarnos en las escaleras de granitos de su casa (¡bien frías!) a helarnos las nalgas, hojeando libros o leyendo publicaciones semanales; a Ticho le encantaban los de aviones y a mí los de unos ¡muy mamados! que volaban y salvaban a la humanidad; también de otros en pandilla, con un perro; y luego de un hábil ladrón, con capucha y guantes blancos (muy elegante ¡el mamón!); y los del serial dramático “del negrito Memín” que era recurrido sobrenombre, en todos los colegios había uno. De verdad que no la pasábamos mal, sino todo lo contrario. Obteníamos horas de sano esparcimiento hasta que las piernas se nos entumían y nos pesaba la compañía, entonces nos separábamos para ir cada cual a comer; pero primero, antes, me acompañaba a la tortillería. Cada uno por su lado viendo tele, luego un rato en el baño, tarea, si es que no lograba torear la labor; y casi rozando el cielo la obscuridad de la noche, todavía silbido para unirme a mi amigo una vez más, ¡otro rato más! Hubo una ocasión que tuvieron que practicarle una cirugía en la espalda. Fue un asunto con un par de vértebras y la columna, que lo puso en cama muchos días y luego varios meses con un aparato metálico (que llevaba a todos lados puesto) que le mantuvo el tórax recto; para Ticho-chalecoman aquello no fue más que una de las contrariedades que da la vida, en cambio para mí fue un acontecimiento difícil de sobrellevar. El día que le trajeron de regreso a casa yo estaba en el patio de los Ventura, esperándolo para darle ánimo. Atiborrado de miedo, vi cuando lo extrajeron del interior de una ambulancia; venía acostado en una camilla con una etiqueta que decía: Patricio Ventura M. y creí que sus piernas o algo de su cuerpo bajaría después, con otro rótulo indicando que el propietario era ¡el mismo! ¡Puras pavadas! Afortunadamente no fue así. Su cuerpo, de una pieza, atravesó a todo lo
  • 43. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 42 largo de mi mirada sin que mi boca pudiera emitir al menos una sonrisa. Me sentí muy mal por no poder decirle una palabra de aliento, y más mal cuando alguno de su familia tuvo que ir a mi casa para avisarme que mi amigo del alma quería verme. No era que fuera yo un mal compañero de malos momentos y un excelente acompañante de jalón y jolgorio, era que estaba impresionado por lo que vi y quería mantenerme alejado hasta que ¡el muchachón sanara! Yo estaba en mi derecho. Después de todo no sabía ni lo que era un hospital; sostenía mis anginas en su lugar y mi pene estaba completo (debidamente completo, tal y como llegamos al mundo los dos); no era el caso del recién operado, con ésta llevaba tres intervenciones: primero ésta, la más reciente; luego otra en la boca, que no fue tan mala porque comió toda la nieve de limón que quiso; y la más impresionante de todas, una en la que le dejaron, yo lo vi, el ave de las fantasías, inundado de mercurocromo y costuras negras. ¡No mamen!, pobre Tichito-pititorojo. No fue buena idea el aceptar visitarlo, todavía no había puesto un pie en la escalera cuando ya me cabalgaba inevitablemente el corazón; ascendía mirando al suelo pudiendo notar en mi pecho la inflamación y para colmo mis tragos de saliva se escuchaban a mucho de distancia. Fiel a una costumbre mía de tratar de ser siempre original y atrevido, quise pensar en algo para decir al primer encuentro, pero lo único que parpadeaba en mi mente era la imagen con la me quedé cuando lo trajeron sedado del hospital, entonces recurrí a los buenos momentos: me acordé de una vez que agregamos en la azucarera de su casa colorante en polvo para repostería, y nos orinamos de la risa cuando una tía agregó a su té de la mezcolanza que hizo que ¡tornara a color rojo intenso! el contenido de la insignificante tacita, recipiente de algo tan inofensivo como una infusión de manzanilla. Qué risa. Ya estuve de mejor semblante y procedí con paso seguro al encuentro. ¡Chín!, no fue fácil cuando descubrí una barra de metal, de un metro de tamaño, atravesada y colgada del techo, frascos de medicina y un olor que no era de su humor (ni del interior de sus órganos), era algo como alcanfor, pero en extremo perceptible, combinado con la quietud (mucho silencio) y diluido de
  • 44. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 43 manera que sólo lo advierte aquél que nunca antes ha estado en esos trajines y aromas; olor a abstergente, supe después. Con toda la cara de agrado, el enfermo se incorporó, socorrido de la barra de metal chirriante, y me pidió que le acomodara una almohada en la cabeza. El reflejo inconsciente de ayudarlo hizo que me distrajera de todo cuanto me tenía con temor ahí. ¡Pobre chico!, me enseñó la cortadota que le hicieron; me contó de la sala de operaciones, me habló de un caso junto a él en la sala de recuperación, de una chica que llevaba cinco intervenciones en una rodilla y que se quejaba con impulsivo antojo del abandono de la anestesia. Perfectamente me tenía con toda la boca abierta y admirándole por ser tan valiente. Haber pasado por eso y estar ahí, contándome sin evidentes secuelas posteriores, estaba, en mi parecer, en lo más elevado que un chico de nuestra edad pudiera haber experimentado nunca. ¡Ese era mi héroe! ¡Ticho-rayotarojaenelpechoman! Ahora verlo en estas condiciones ponía en duda todo lo anterior. Claro que hubo consecuencias por sus arrebatos de confianza, y por ellos le hicieron pagar caro el atrevimiento: “Nariz” todavía la última vez que le vio le dijo que no podían seguir siendo novios, y le exhortó a que todo terminara bonito como empezó; pero el ofendido no quiso y fue hasta los recuerdos para traerle los favores hechos de buena gana y tirárselos en los pies. Nuevamente “Nariz” dio la vuelta y se fue, ahora sí para siempre. —¿Para qué vino? –a lloriqueo pelón–, ¡pinche vieja!, ¿a qué vino? —Cálmate. ¡Pinche escuincla, vale madre, guey! —¡Qué chingue a su madre! –inconsolable. —No vale la pena. —¿Esto merezco? Yo nunca le falté…, ella decía: vamos a vernos todos los días y yo, ¿qué hice? … –lloriqueo– Ella decía: vamos a hacer la tarea juntos y yo, ¿qué hice? … –lloriqueo. Me daba mucha tristeza verlo así, más cuando me percataba que con el tiempo el odio hacia aquella persona se incrementaba en lugar de ir desapareciendo. Aparejado al paso de los días, ese sentimiento de pena se me tornó en un deseo inocente porque
  • 45. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 44 el dolor se agotara, pero sucede que nada es más malo que un amor instalado en el corazón y sucede que es peor uno que no quiere que se vaya. ¡Manías! Sólo de los humanos (creo). ¡Ha!, pero a las mujeres no se les nota; la verdad es que yo nunca he visto a una mujer llorar y degradarse por el amor de un hombre; sufrir sí, pero degradarse ¡nunca! Esa fue la puerta por donde se colaron todas las inexactitudes, viniendo de una en una y ya luego ¡de a montón! Además, he de añadir que la relación de Marilú con mi hermano agregó granitos de envidia a la pena, para que tuviera un sabor más propio, y dejara en la boca clara sensación de impotencia: ver a los novios mantener su amorío y avanzar a la zaga de las malas maneras, hacía que mi amigo se convenciera de que si algo sucedió en el suyo, fue porque él no supo hacer bien las cosas o porque en realidad nunca fue ¡él mismo! La verdad me sentí culpable. Eso, seguido de varios días, dio un toque de resignación, que luego salpimentado junto a algunos acontecimientos impredecibles hizo que se convirtiera en el remedio salvador, que su corazón necesitaba. Quién lo iba decir, el bálsamo cayó de las inmediaciones y tuvo el aspecto menos parecido a una pócima curativa. Ticho-peeping-tom (el fisgón) encontró una carta en la bolsa de su hermana en la que le dice a mi hermano cosas que una mujer usa para terminar un compromiso: “…que ella no es digna de él… que es un hombre bueno que merece que lo quieran mucho y que le sea correspondiente en todo lo que él es capaz de entregar…”. Contrario a nuestra costumbre, vino y me lo confesó, yo creo que con la idea de hacerme ver que él no era el único en el mundo que podía perder a una mujer, o con la inocente (sana) intención de que yo pusiera en aviso a mi hermano para que nadie más sufriera todos los días, como lo hacía él, no lo sé; hasta el día de hoy, eso sigue siendo una incógnita. Esa noche soñé con chorros de agua. Tiras flacas y largas chocaban mi cuerpo que no dejaban sentir la humedad de su tacto, era algo como tener la desesperanza de querer dar cumplido al deseo de un sentimiento feroz, pero sin la satisfacción de poder dar cabal cumplimiento; debo haber estado empuñando gran parte de mis cobijas porque me colgaba de la rama de un árbol para superar el estímulo de la
  • 46. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 45 seducción, pero éste se alejaba irremediablemente cada vez que yo trepaba a la saliente frondosa más cercana. Abrí los ojos en el punto exacto del conteo final. La vejiga estaba en la ensanches más abundante de su capacidad, demandándome con incesantes toquidos que me levantara de la cama para ir a hacer algo con los torrentes de mi sueño. Volver a mi cómoda almohada con la conciencia tranquila después de dar respuesta a la grosera exigencia, brincó como prioridad; sin más llamada de atención que un ridículo balbuceo en segunda persona (porque seguía medio dormido), que regañara al que anduvo abusando del agua de horchata antes ir a dormir, me levanté tonto, torpe y a tientas, pero el colmo de mi mal llegó cuando el baño, en el interior, insinuaba la luz encendida. Rápido, sigiloso, me fui al cuarto de lavado y por el entramado de las celosías de un muro falso, caí encima de las azucenas de mi madre, con un suspiro “silencioso feroz”, eterno. Cerré nuevamente la puerta, con mucha delicadeza, y volví a mi cuarto en puntas para evitar, si es que era la creadora de mi vida la que estaba en el baño, identificara en mí al culpable de la más reciente fechoría. La rayita de luz quedaba ya en mi espalda cuando me di cuenta que era “Tono” el que estaba despierto; el muy infeliz estaba oculto, sollozando igual que oí a Patricio Ventura muchas veces hacerlo, nada más que a este guey sin la compañía de un amigo que le pusiera el oído y el hombro para descargarse. ¡Hay hermano!, pensé camino a mi cama, y todas las que te faltan todavía, recuerdo concluí.
  • 47. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 46 Capítulo 4 Retiré el pelo para descubrir la nuca y ataqué vehementemente con besos de píldora primero y ya luego de humedad. Mis manos, sostenidas en sus hombros, me daban muestra periódica del abandono en que las sensaciones la iban sumiendo. Marilú accedía con pequeños gemidos a cada cesión de caricias, y yo le propinaba una mejor preparada a cada vez, susurrándole al oído lo mucho que me gustaba. Los dos absortos en una mezcla de palabras y caricias, peligrosísima combinación, que fácil fueran a terminar en las copas con las puntas bien erectas. Ella me colaboraba pasándome las uñas por mis mejillas y yo acercando mi cuerpo, y dejando sentir su volumen aún por encima de las ropas. De vez en cuando volvía a su boca con besos tiernos y suaves para consentirla, pero aceptada la calma regresaba a los arrebatos. Saqué la lengua y con la punta mojé la plantación imperceptible de minúsculos vellitos transparentes en el área del lóbulo de su oído, con la más microscópica atención a dejarlos todos llenos. Puse mis manos en sus manos, con mis dedos entre los suyos, y jalé seriamente hacía abajo para mantenerla en posición a mis intenciones. Incliné mi cabeza y asesté el golpe certero cuando, con toda la lengua ahora, irrumpí en buena parte del cuello, garganta y barbilla, ésta última con ayuda de los dientes. Nos juntamos en los labios con un beso largo, desbordados, quedando de frente uno cara al otro; la vi largos segundos, más bien la admiré. Ella respirando con agotada persistencia y colgando los párpados, abría y cerraba levemente los labios, musitando algo que yo evidentemente no escuchaba (o no atendía), pero que sin duda alguna era una súplica. Accedí a continuar. Ahora fui sobre los hombros. Hice deslizar las delgadas tiras de tela para, previo a los mimos, estimar qué procedimiento destinar a la matizada curvilínea. El tono de piel morena hizo que me inclinara por el roce y así acometí: sólo con pisadas de labios, y un poco de mejillas, a la vastedad en miradas que me dio el total. A los veintidós años no hubo bigote y me rasuraba a diario, así que el recorrido fue terso con propuesta a la parsimonia, con toda la gravedad de un sopor, pero con regocijo de mantarraya, pude ir y venir
  • 48. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 47 tantas veces como la piel me lo permitiera; alimentándome de su humor, conteniéndome para no perder la mesura…, ¿qué más?, ¡con calma! Sin abalanzarme sobre el botín. Justo sobre el pozo de los senos un lunar chiquitito indicaba el principio del camino. El recorrido hacia lo obscuro y los más intransitables puertos de la perdición se hace como polizón, viajando en la popa de las manos. Es verdad si digo que vi, cuando descubrí de tela los pezones, que éstos estaban en las puntas revelándome estar hechos de pura excitación, en la paradoja inolvidable más permanente que las palmas de mis manos pudieran padecer. No fui tardo y abalance sobre los que exigían, con versos de expresión cargados con metáforas de movimiento. La lengua dio su versión de lo que es posesión, y los labios de lo que es jerga de acometida: la del más apasionado hombre que “las tetas” de una dama hayan escuchado antes. El estómago me hablaba. Me decía de las emociones en las que estaba a punto de irrumpir, y eso hizo que me pusiera la mano en la verga. Me la apreté y seguí adelante. Con mucha calma descubrí el ombligo, la cintura, el vientre y los vellos del pubis que erizaban como yo iba pasándoles la mirada. La lisura tuvo oportunidad de llamar y yo acudí: en un principio sólo por ser curioso, pero ya luego que se me develara que la consecuencia de mis actos tenían mejor efecto ahí, quise ser generoso con el suministro; el mismo que a partir de ese día ocurrí en llamar: “El beso de San Bendito ¡el tino!”, ¡húmedo! Con qué puntería di al tiento y con qué acierto al contento del clítoris y otras cumbres de proporción similar. El sexo siempre tiene una expresión en el cumplimiento y otra muy distinta en la pretensión. Estaba claro que lo que más deseaba era poseer a Marilú, pero en el fondo había otra idea: la de mostrarme ante ella como ella ya una vez lo había hecho ante mí cuando tuve la dicha de encontrarme con su desnudez. Yo quería ahora que ella fuera quien viera un cuerpo desvestido, que evocara las fantasías con las que se destinara a vivir exaltada toda la proximidad de sus tiempos. Lo que durara. Pero que ella ahora padeciera de mi viejo daño, el mismo daño que ella me infectó cuando la vi.
  • 49. Crónico Amor Platónico (R. Valencia) 48 Vacié de ropa mi torso y seguí con las extremidades; de estas prendas solo la trusa se mantuvo en su sitio, la que en ese momento fue prenda esencial para mis fines, y que ya luego sólo sirvió para despertar reclamos en contra de su existencia. Por encima de la tela dejé notar el volumen de mi pene, cuando la tomé de las manos y la aparté, cogiéndonos de las puras yemas para permitir apreciarnos en toda nuestra intensidad; alguna de esas habrá sido la mejor de todas las artimañas, porque cuando liberé de tela a la piel, produje una ¡intensa expresión de encanto!, de esas con las que se dice el asombro en letra. Ella vino con sus manos a mi cara y me besó rogándome que me desnudara; yo fui lento con el cumplimiento, pero cuando ¡ya!, fui espléndido con la conclusión al seguirme, incluso, con la funda de piel que descubre el cabeza de un miembro erecto y viril. Ha de ser por las fauces de mi alimaña o quizá por las concupiscencias, pensé: el amor si entra mucho por los ojos debe tener también por donde derramarse, porque si no, en qué órgano tendría cabida tanta delectación. Ella se derramaba, y yo le sentía a cada roce de alguna parte de mí cuerpo con ese lugar de ella donde ella era más evidente. Las maneras de esta felina resultaban en gran preocupación, o miedo en mí, quizá, y no reflejaban muestra de pena y mucho menos de estar donde estaban. ¿Con qué cara podía yo someterme al trato?, pues con la única que me dio la ocasión, y no ha de haber sido la de mayor recato porque a las manifestaciones finalmente vinieron las exigencias; ella con toda la cara de querer sentir lo mismo, me imploró por la faena; me recuperé, respiré y ahora fui yo el que se metió en maniobra. A la antigua perpetración de bajar y besar pezones, incluí juegos de palabras: De si cómo soy yo, y cómo ellos que aceptan mis chupetes. Esto, a la inmensidad de posibilidades, nos indujo a ambos a ponernos loquitos. Ella quiso ser pieza impulsándome a resolver sobre fresa o chocolate, y yo, atrapado en estar cuerdo, elegí ambos… Desprovisto ya de mi trusa y con la erección más lejana de toda mi corta experiencia, fui acercándome a la puerta y toqué, sentí cómo ella acudió, asomó, consintió mi presencia y entonces abrió las puertas de par en par, para que yo entrara hasta el fondo donde está el jardín de coloridas flores