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M Í R A M E
Por: Lin_Lane

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A veces las casualidades y las causalidades se confunden, pareciendo a ojos humanos que adquieren cierto grado de
conciencia. Nada más lejos que la creciente y desesperada voluntad humana de personalizar las sucesiones fortuitas
de hechos que, amalgamados, bien batidos y con una chispita de sal, se confabulan mágica y sospechosamente
para crear una realidad idílica.
En mi filmoteca hay un montón de ejemplos que lo corroboran.

Personalmente, disfruto de esas historias imposibles con gran satisfacción cada domingo de mi vida, atrincherada en
el sofá con un gran surtido de palomitas y comida basura como munición imprescindible para sobrevivir a
semejantes aberraciones y manipulaciones del destino. Desmenuzo con precisión clínica cada tropiezo, cada hecho,
cada trama e incluso cada diálogo que en conjunto acaban formando una bonita e intragable historia de amor.
¿Os imagináis qué pasaría si cada habitante del planeta ( éste que ya es más una inmensa bola de barro a punto de
explotar que aquella simpática y sanota esfera llena de vida) tuviera una vida igual de intensa que la de todas esas
películas? Todos los géneros cinematográficos entremezclados formando un caos que, incomprensiblemente, sería
armonioso.
—¡María, corre, escóndeme esta pistola, creo que acabo de matar a un pez gordo del gobierno, toda la nación me
pisa los pies!
—¡Por amor de dios, Jorge, ahora no puedo, tengo que salir zumbando hacia el aeropuerto, tengo que impedir que
Sonia cometa el mayor error de su vida al irse a Honolulu a conocer a su supuesto príncipe azul! Esta mañana
mismo he recibido un fax de la mismísima embajada. Sí, tengo una segunda vida con muchos contactos corruptos y
muchos secretos oscuros, ¿qué pasa? ¡Bueno, el caso es que ese tío es un terrorista, Jorge!
—María, escúchame, ya nada importa, el mundo se acabará exactamente dentro de 6 minutos y 58 segundos. La
vecina se ha enfundado un chaleco con más de 50 kilos de explosivos, así como media humanidad en todo el
mundo. Es una especie de complot contra los alienígenas que nos quieren invadir en... 6 min. y 47 seg. No
preguntes, no hay tiempo. ¡Casémonos!
—¡Es una locura! ¿Qué demonios te has tomado durante las 72 horas que llevas desaparecido?

—Una pastilla azul que me dio un tipo con gabardina negra y unas gafas de sol super chulas... ¿O fue la roja? ¡Es
igual, la vida misma es una locura! ¡Te amo, María, te amo! ¡Vayámonos juntos al cielo, cogidos de la mano! Ya sé
que hace 4 días que nos conocemos, pero yo ya sé que eres la mujer de mi vida, ¿tu no lo sientes?
—¡Oh, mi Jorge!

—¡Bésame, cariño mío, bésame!
Un mundo de locos, vamos.

Pero gracias a dios solo unos pocos agraciados (o desgraciados, según el caso) y valientes son escogidos para vivir
ese estrés bullicioso de vidas. Aunque para gran beneficio y satisfacción del resto de simples y monótonos mortales,
he de admitir, que nos ha tocado conformarnos con una existencia plana, sosa e insustancial. ¿Qué sería de nosotros
sin esas vidas de ensueño ensombreciendo y burlándose con petulancia de nuestras realidades rutinarias e
incoloras?
En eso iba pensando aquella mañana en que te vi por primera vez, mientras me subía al tren de las 8:45 con
andares monótonos y gestos maquinales, haciendo honor a mi condición de “humana de segunda”. Tiene gracia que
precisamente estuviera cavilando con macabras dosis de cinismo sobre esas vidas imposibles justo cuando a mi
alrededor y, por supuesto, fuera del alcance de mis sarcasmos, empezarían a confabularse los elementos, estrellas,
planetas, mareas y polvos mágicos de brujas, duendes y hadas habidas y por haber en ese tren para hacer de mi
existencia aburrida y pastosa un caos curiosamente delicioso.
¿Quién me lo iba a decir?
Me senté, como siempre, en un rincón estratégico del vagón: empotrada contra la pared del fondo con la mejor
panorámica y cobijada por el anonimato de mis formas sigilosas y poco llamativa. Los pasajeros que ya estaban
dentro ni siquiera se percataron de mi ser oscilante, insonoro, incoloro y probablemente insípido en todos los
sentidos de la palabra. Pero ese era mi papel, mi rol predilecto y amado, dentro de lo que a mí me parecía otra de
mis películas: el de narrador observante, un mero y silencioso testigo.
¿De qué iría hoy la película?
Me arrebujé algo nerviosa y expectante en el asiento. Como siempre, la duración de mi trayecto duraría 45 min.,
tiempo suficiente para inmiscuirme en los leves y descuidados retazos de vida que mis compañeros de vagón me
regalasen inconscientemente. La distribución de los asientos era al estilo londinense, simplemente consistía en dos
hileras en cada pared, de modo que los pasajeros quedábamos irremediablemente sentados cara a cara. Como un
largo y estrecho vestuario de fútbol. Por eso yo escogía la punta, al menos me aseguraba de librarme de la
incomodidad extrema de verme acorralada entre dos desconocidos a escasos o nulos centímetros de mi cuerpo.
Una situación inmensamente violenta para mí.
Soy muy pero que muy celosa con mi espacio personal, tanto en el ámbito físico como en el psíquico. Disfruto dentro
de mi burbuja, saboreando la escasez de contacto y la cálida soledad que me envuelve cual si estuviera todavía en
el vientre materno. Creo que sería incapaz de vivir constantemente rodeada de personas, aún siendo conocidas o
muy queridas, solo por el titánico esfuerzo que me supondría tener que interactuar con ellas sin un respiro para
dejar a mi espíritu libre y concentrarme simple y llanamente en ser yo.

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No digo que sea una antisocial, cuidado. Solo un poco... solitaria, digámoslo así.

Sin embargo, me sentía francamente a gusto en mitad de todos esos desconocidos, cada uno aislado en su propia
soledad acompañada. Yo solía colocarme los auriculares en las orejas, aunque mi ipod permanecía dormido en el
fondo del bolsillo de mi chaqueta, frustrado en su casi permanente estado OFF. Se trataba de un arma de disuasión
ante posibles entablaciones de conversación.
Antes le preguntarás la hora a una persona sin cascos que a una con ellos, ¿verdad?
Verdad, verdad.

Yo adoptaba, pues, una pose relajada, sentada con aparente descuido en aquel rincón secretamente tan mío,
moviendo la punta de los pies a un ritmo inexistente y echando aburridas aunque calculadas miradas a mi alrededor.
Ah sí, qué gran actriz, pero todo fuera por la causa.

Y así, dispuesta un día más a disfrutar del espectáculo, te vi entrar detrás de un hombre corpulento y
extremadamente bajito. Asombrada por la enorme y desproporcionada masa corporal de aquel ser claramente salido
de las mismísimas cavernas, no reparé en tu grácil silueta hasta que lo adelantaste con extraordinaria elegancia y
entonces tus ojos se tropezaron con los míos. Me quedé tan estupefacta que no pude más que seguirte hechizada
con la mirada a medida que te ibas acercando para acabar sentándote justo delante de mí.
Probablemente a ti tampoco te gustara acabar entre dos desconocidos. ¿O eran los primeros y mágicos polvos del
destino, ese del que yo tanto me había burlado sesión tras sesión detrás de mis palomitas, que te empujaron suave
y maliciosamente hacia mí?
Me sonreíste algo curiosa a modo de saludo, quizás por mi insistente mirada. Ladeaste un poco la cabeza,
observándome con exquisito disimulo, probablemente intentando recordar si me conocías de alguna parte. A fin de
cuentas, nadie te mira con tal descaro a no ser que ya lo conozcas, ¿no? Yo hice lo propio con embarazosa torpeza,
bajando la mirada a mis manos, atormentada por la rotundidad de tu fascinante y abrumadora presencia. Así que
corté de cuajo el contacto visual y cualquier posibilidad de diálogo.
¿Qué demonios...?

Aquello no era propio de mí en absoluto, nunca jamás me había implicado tanto y tan precipitadamente con nada ni
nadie. Cerré los ojos en un intento de parecer adormecida, o quizás de huir de ti, retrepándome en mi interior donde
estaría a salvo de tus desconcertantes encantos. Sin embargo, incluso mi mundo interior me traicionó: vi de nuevo
en el fondo de mi retina la dulce curva de tus labios sonriendo, la sutileza de un gesto tan íntimo y desinteresado
regalado sin aparente esfuerzo a una completa desconocida. Un suave y delicadísimo aroma a melocotón, que
incomprensiblemente hasta ese momento no había reparado, inundó mis fosas nasales justo en el instante en que te
moviste para cruzar las piernas y el dorso de tu zapato entró en contacto con mi pantorrilla.
—Disculpa —susurraste, acorde con el imperioso respeto al silencio del que viaja solo, apartando unos centímetros
más allá el pie.
Yo negué con la cabeza, restándole importancia al asunto, pero fui incapaz de abrir los ojos después de oír aquella
voz dolorosamente aterciopelada, deliciosamente femenina, mortalmente seductora. De repente me imaginé cómo
sonaría mi nombre moldeado por esos labios, pronunciado por aquella melódica voz de sirena, y me censuré de
inmediato, atónita por los derroteros que habían alcanzado mis pensamientos.
¡Aquello era ridículo!

Quizás un atroz castigo de los dioses por haber despreciado tantos romances noveleros e imposibles. Sin duda tenía
que ser eso, porque el hecho de haber caído tan fácil y derrotadamente a los pies de una desconocida me resultaba
inaudito, intolerable, ofensivo e incluso de mal gusto.
Abrí lentamente los ojos y te vi inclinando de nuevo la cabeza, concentrada en un libro abierto que reposaba en tu
regazo. Solté la respiración que había estado aguantando sin querer, temerosa de que pudieras seguir mirándome.
Pero lejos de hacerlo, te habías abstraído en tu propio mundo. Acariciabas el borde de las hojas derechas de arriba
abajo, capturando la punta, cada vez que pasabas página, deslizando de nuevo tus dedos por la nueva hoja,
acariciando las palabras, y cambiando la inclinación de tu cabeza. Me descubrí sonriéndole a aquel hábito tan dulce
con cariño. Aunque solo hasta que fui consciente de lo que estaba haciendo y un suspiro involuntario de fastidio
escapó de entre mis labios.
Para mi suerte o desgracia, aquello llamó tu atención y alzaste tus ojos de zafiro hacia mí.
Fue entonces cuando mi mundo rutinario, mi amada cotidianidad, mi tranquila vida de “humana de segunda” se
estremeció con brusquedad y unas enormes brechas empezaron a resquebrajar la cristalina burbuja que me protegía
y me aislaba de cualquier atisbo de realidad.
Que Dios me ampare...

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Es sorprendente la facilidad que tenemos los seres humanos de crear necesidades completamente innecesarias para
complicarnos un poquito más la existencia. Apasionarnos ferozmente con insignificancias que, dramáticamente,
reducen a minucias nuestros verdaderos problemas de supervivencia.
Los animales, muchísimo más prácticos (y, probablemente por eso, muchísimo más felices dentro de su simplicidad)
sencillamente se pavonean, se engrandecen, alzando las alas y acentuando sus colores con intensidad, todo con el
fin de sobresalir por encima de todos cuanto compitan por la misma hembra. Hay que llamar su atención a cualquier
precio. Si hay que cantar, gruñir, graznar o cacarear, se hace y punto. Incluso si hay que pelear un poco. Todo sea
por un buen polvo y asegurarse, con altruismo, eso sí, el futuro de la especie.
Sin embargo, los humanos...
Ah, los humanos...

En eso pensé durante toda la semana que duró tu ausencia. Durante siete largos días e interminables noches, no
dejé de imaginarme la cara que habrías puesto si yo hubiese empezado a bailotear moviendo mis brazos con aleteo
y cantar al alba como un gallo en celo en cuanto te vi entrar en el vagón y mi instinto cavernícola, ese animal que
llevamos dentro, se hubiera impuesto a mis modales de humana, impulsándome a festejar tus encantos para lograr
una buena cópula.
¡Qué fácil hubiera sido!

A fin de cuentas, si recibía un no por respuesta, ya habría más hembras de buen ver a las que pavonear, ¿no?
Pero había dos problemas, quizás insignificantes para los animales, pero cruciales para las personas. En primer
lugar, hubiera sido un pavoneo entre dos hembras, así pues la finalidad copulativa para perpetrar la especie
quedaba demoledoramente injustificada. Y en segundo lugar, y no por ello menos importante, yo no me hubiera
conformado con cualquier otra hembra tras tu rechazo. Quería, necesitaba, un sí o sí como respuesta.
Pero me esforcé por obviar ese hecho.

De ese modo me pasé todos los días de esa semana auto convenciéndome de que aquello solo había sido eso: una
atracción irracional del animal poco moralista que llevamos en el interior. Como ejemplar de humano, yo había sido
capaz de apreciar y admirar tus atributos físicos, escogiéndote con el único objetivo de procrear por ser el
espécimen más sano y atractivo de mi especie.
Bueno, eso hubiera colado si yo, concretamente, hubiera sido un macho.
Pero quien no se consuela es porque no quiere, ¿verdad?

Así pues, segura de que solo había sido un cataclismo sexual y animal completamente aislado de mi personalidad
más bien pasiva y asexuada, volví a subir al tren de las 8:45, refugiándome en la seguridad de que nunca más
volvería a verte, repitiéndome que solo fuiste una pasajera puntual en mi tren, e intentando concentrarme en las
historias que les robaba a mis compañeros de vagón.
Dicho de otra manera, me esforcé en reorganizar mi descompuesta rutina, pieza a pieza, cobijándome en el
armonioso puzzle de mi amada soledad compartida.
A esa hora de la mañana existen dos clases de pasajeros, dos grandes grupos que se dividen por una única razón:
el tiempo. Vamos a llamar al grupo A “El pelotón de los impuntuales”. Suelen ser personajes variopintos con una
misma variante en común: todos llegan tarde. Y, solo por eso, se creen poseedores de todos los derechos invasores:
empujar, resoplar, pisotear y, en general, disminuir sus modales considerablemente hacia el grupo B, al que
llamaremos “Los cuatro gatos remilgueros”, muy inferiores en número como se puede deducir. Éste segundo es al
que yo pertenezco. Ya sea porque nos hemos levantado una hora antes o porque simplemente no nos es más
importante el fin del viaje que el viaje en sí mismo. Nunca tenemos prisa.
Al menos no tanta como los del grupo A.
A mi derecha, unos tres asientos más allá, bailoteaba sobre sus nalgas, más que sentarse, una chica con claros
problemas de obesidad, vestida de cualquier manera con unas mallas rosa chillón y una camiseta demasiado
pequeña para sus carnosos brazos y su prominente pectoral. Aunque lo más doloroso de ver eran sus pies liliáceos
embutidos horrendamente en unos zuecos de talón alto de esparto, como poco dos números menores que el debido,
dejando ver un cúmulo de carne sobresaliente. Se había recogido el pelo rubio pollo con una simple coleta de caballo
que le llegaba a media espalda, pegándosele entre los omóplatos dado que la tela estaba empapada hasta lo
inexplicable de sudor. No hacía falta ser ninguna Llongueras para saber, por la raíz negruzca de más de seis
centímetros, que llevaba como mínimo medio año sin teñir su cabellera morena de casta gitana. Tenía sobre su
enorme muslo derecho un pequeñín igual de desaliñado que ella, chupeteando obsesivamente un biberón que solo
contenía medio culín de agua de un malsano color amarillento. Balanceaba al querubín polvoriento con el mismo brío
y absurdidad con el que mecía su carrito de bebé vacío, de un lado a otro, obstaculizando el pasillo.

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Fuera hacia donde fuera, estaba claro que llegaba tarde. Y dado el temor con el que miraba el letrero de las
estaciones cada vez que parábamos, también quedaba patente que no solía coger el tren. Sus aires de desamparo y
ese agarre asfixiante y posesivo con el que sujetaba al niño le otorgaban apariencias de náufraga, abrazándose con
fuerza a la última astilla del barco hundido. O quizás temerosa de las posibles y machistas consecuencias de su
tardanza. Fue relativamente fácil para mí imaginarme a un patriarca gitano bien trajeado, oliendo a puro que tumba,
soltando una buena zurra a aquella pobre desdichada que no hacía más que luchar contra el mundo desde su
impuesta ignorancia.
Delante de ella, sin embargo, se hallaba uno de mis colegas de grupo B. Se trataba de un setentón, probablemente
recién jubilado, repantigado con cierta gracia en el centro de su banquillo. Parecía la antítesis de la chica sebosa. Era
tan delgado que parecía haberse perdido por entre sus ropas. Sus piernas interminables de espiga parecían incluso
más largas dado que se había escurrido por el asiento y su huesudo trasero reposaba justo en el borde. El pie
izquierdo encima de la rodilla derecha, ambos brazos extendidos en el respaldo de los asientos contiguos, dando una
sensación de enormidad, de amplitud. Parecía que todo lo abarcaba, que disfrutaba profundamente del espacio del
que disponía. Disimulaba su calva con un sombrero estilo Gene Kelly “cantando bajo la lluvia”, incluso lucía su
mismo semblante feliz, jubiloso, pletórico. Quizás disfrutando bajo la lluvia de horas libres tras su jubilación. Su
sonrisa taimada invitaba claramente al contagio.
Lo que cambia el tiempo a las personas, ¿uhm?

Yo, por mi parte, gozaba de unos días libres que, al ser entre semana, no supe cómo rellenar sino con mis actos
cuotidianos. Me levanté a la misma hora de siempre, desayuné exactamente lo mismo de que cada día, me vestí con
la misma monotonía y me subí al tren, absurda pero placenteramente como siempre.
¿O es que inconscientemente sabía que no debía faltar a “la cita” ese día?

Una vez más, aparté de mi mente esa extraña sensación de estar a merced de los hilos del destino cual si fuera su
marioneta, y no profundicé más en el porqué de mis actos. O eso pensaba yo, hasta que entraste de nuevo a mi
tren.
Y a mi vida.

* * * * * * * *

Al contrario que con los demás pasajeros, me resultaba francamente difícil describir tus apariencias. Quizás porque,
a diferencia de esos desconocidos, contigo no podía ser objetiva. Había un tupido velo de intereses personales y
anhelos inexplicablemente sentimentales que me cegaban la imparcialidad.
Mi teoría animal cayó en picado cuando te sentaste una vez más delante de mí, habiendo mil sitios que escoger
antes que ese, y una sonrisa de reconocimiento volvió a cincelar de calidez tu expresión ya de por sí afable. Esta vez
devolví el saludo silencioso con algo más de personalidad, mientras advertía cómo el setentón espigado salía de su
mundo ideal para saludarte con una leve inclinación de sombrero.
Chapo, para el gentelman, eso sí fue un señor pavoneo.

Aunque solo fue un acto de caballero retirado. Me gustó cómo encajaste el gesto desproporcionado por su parte,
cogiendo el borde de tu gabardina e inclinándote levemente, cual dama en reverencia. Eso nos hizo sonreír a los tres
durante varios segundos, antes de que volviéramos a nuestra propia soledad.
Cuando volviste a sacar tu libro y te abstrajiste en la literatura, yo me permití el lujo de observarte bien. Esta vez
con la experiencia de una semana entera sin ti, sabedora ya de las pautas de tus visitas a mi tren. Tenía que
aprovechar bien esos 45 minutos que nos unirían. Tenía que absorber, que exprimir bien el tiempo que te tendría a
dos centímetros de mis pies.
Como la vez anterior, tu cabellera lacia y morena se me antojó sedosa al tacto cuando te pasaste los dedos hacia
detrás de la oreja izquierda, retirando ese velo oscuro de la visión de tu libro. Un gesto simple y sin redundancias,
meramente práctico para la lectura, pero que a mí me pareció de lo más tierno y delicioso. Tu rostro inclinado me
pareció de muñeca, tu nariz perfecta quedaba en asombrosa armonía con la leve voluptuosidad de tus pómulos
sonrojados por el frío del exterior. Tu boca de labios carmín natural culminaba la escultura con diferentes finales: un
final feliz cuando sonreías ligeramente si la narración te parecía acertada, graciosa cuanto menos; otro ensombrecido
y casi dramático cuando tus labios adquirían una tenue rigidez y tus cejas se contraían en actitud severa.
No debías ser mucho mayor que yo, pero un abismo nos separaba. La forma en que vestíamos, por ejemplo, ya era
de una diferencia descomunal. Tú eras elegante, refinada, tus prendas gritaban a pleno pulmón la victoria de haber
sido elegidas tras horas de búsqueda meticulosa. Las mías, sin embargo, habían sido capturadas al azar en una
tienda cualquiera sin cuidado y al tuntún. Tus manos delicadas y femeninas se coronaban con unas uñas perfectas,
con la largada suficiente para poder trabajar sin dificultad pero manteniendo cierto grado de coquetería. Las mías,
no obstante, eran igual de féminas pero deliberadamente descuidadas y muchísimo más pequeñas.
¿Cuánto más debías medir que yo? ¿Cinco dedos?
Una distancia más en la lista.
Tan absorta estaba en el análisis de nuestras diferencias que no advertí que me estabas mirando. El corazón se me
aceleró. ¿Acaso me habías preguntado algo y yo ni me había enterado? Devolví algo perpleja tu mirada y supongo
que me viste cara de interrogación, porque sonreíste divertida y me preguntaste de nuevo la hora.
—¡Oh, ya! —respondí con torpeza, mirándome el reloj y sabiendo que se me estaban subiendo ferozmente los
colores-. Las 8:55.

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—Gracias, cielo.
Y con eso sentí cómo las piernas me temblaban irremediablemente.
¿Cielo? ¡Ja! Mátame un poco más, si eso.

—De nada... —balbuceé contrita, mirando mis manos vacías una vez más.

Pero no pude disimular una sonrisa estúpida de adolescente enamorada. Alcé la mirada con prudencia justo a tiempo
de ver cómo me guiñabas el ojo con complicidad y volvías a tu lectura.
¡Madre del amor hermoso!

¿Adónde habían ido a parar todas esas danzas y griteríos animales, rituales para conseguir llamar la atención de mi
hembra?
Mientras tanto yo iba haciéndome más y más pequeña al compás de mis ganas de llegar a ti, que se hacían tan
inmensas como los pies descomunales de la chica de mi derecha con sus zapatos dos tallas menores.
Ay, señor...

* * * * * * * *

—¡”Acho”, ¿qué hora has disho?! —exclamó la seudo gitana medio teñida.

Todos la miramos alertados por su repentina intromisión y su tono acuciante, casi histérico. Yo me limité a volver a
mirar el reloj.
—Ahora las 8:57.

—¡En cristiano, nena! —me reprochó nerviosa, secándose con el dorso de la mano libre el sudor de la frente,
dejando el carro a merced del traqueteo del tren por unos instantes-. ¿Qué es lo que ha dicho la paya esta? —le
preguntó a nuestro Gene.
—Casi las nueve —le respondió tranquilamente el viejo, con una sonrisa que me pareció burlesca-. ¿Dónde te tienes
que bajar?
Ella se removió en su asiento y, como una onda expansiva, mi propio asiento se movió segundos más tarde. Se
quejó por lo bajo mientras cogía en volantas al chiquillo y lo precipitaba en el carrito, abrochándolo con un nudo a
mano. El cierre de protección había desaparecido sospechosamente.
—¡Me cagüen to los clavos del señor en la cruz! —se quejó furibunda, dirigiendo con excesiva brusquedad el carrito
contra la salida más próxima.
El viejo se rió por lo bajo, echándose el sombrero de galán sobre los ojos, cruzando los brazos sobre el pecho para
adormilarse. Nosotras, igualmente asombradas, nos quedamos mirando a la ajetreada y voluminosa gitanilla
maniobrando a manotazos y empujones el carrito cuando llegamos a la próxima estación, intentando bajarlo a
trompicones mientras el niñito pendía de un hilo con semejantes sacudidas como para caerse a las vías. Hubo un
momento en que realmente vi como el nene se precipitaba de cabeza contra el andén. Me incorporé instintivamente,
pero algo me detuvo.
—¡Que se cae!
¿¡Pero qué clase de energúmeno era esa tipeja!? ¡Había estado a punto de descalabrar a ese niño! Me daban igual
sus problemas, su existencia sumisa de gitana. ¡Maldita sea, ese niño estaba a un paso de la desnutrición! Me dejé
caer en el asiento a regañadientes cuando las puertas se cerraron tras el enorme pandero de aquella seudo gitana
nerviosa, cabreada y gruñona.
El tren, impávido e inmisericorde, retomó su rumbo.
Fue entonces cuando bajé la mirada y vi tu mano sosteniendo mi muñeca.
Pero quizás lo más curioso de todo fue descubrir el destello de tu reloj, ribeteado de oro blanco. La correa era un
conjunto de pequeños aritos entrecruzados, minuciosamente elaborados, que encajaban con exquisitez de realeza en
tu delicadísima muñeca de porcelana. Era un reloj inverosímil: sutil y elegante, delicado y ostentoso a la vez. Una
obra maestra de la artesanía de lo maleable.
Pero un reloj, al fin y al cabo.
Un reloj de lo más útil cuando se te antoja saber la hora.
Alcé la mirada y vi en tus ojos un matiz de comprensión agridulce, pero inmediatamente volviste a regalarme una de
tus sonrisas más inocentes. Te pillé, sí, pero qué bien te sentaba ese rostro angelical de no haber roto un plato en
toda tu vida.

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—Haberte pedido fuego no habría funcionado —fue tu simple respuesta mientras retirabas la mano y volvías a tu
libro, cruzando las piernas gloriosamente impertérrita de repente.
Tema zanjado.

La inmensa incongruencia de la situación solo me parecía igualable a la entrañable “Amelie”, esa gran y mal valorada
película. Una de mis favoritas por su original absurdidad y la riqueza de sus diálogos mudos. Un amor tan
absolutamente simple y desinteresado que solo se puede definir como un diamante inconcebiblemente puro por su
inocencia. Un beso torpe en el ojo, una caricia en la yema del pulgar de la mano derecha, olisquear la punta de una
nariz, sonreírle a una oreja o soplar en la quinta vértebra de tu amante.
Por pura rebeldía, por pura curiosidad, tuve ganas de encararme a tu esperpento descaro y estamparte una buena
respuesta, al consorte de tu gran enunciación, carente de continuaciones corteses u, meramente, caballerosas . La
camaradería se había esfumado justo en el momento en que reconociste que, dentro de nuestro idílico anonimato,
había un interés.
Y, para mi absoluta sorpresa, el interés era tuyo.

Antes incluso de que pudiera hacer gala de apecho y ahínco de carácter, volviste a hablarme desde el abismo de tu
libro, sin dirigirme la mirada cual si fuera una leprosa recién anunciada.
—Pareces sorprendida —dijiste con cierta ironía.
Yo me quedé aun más perpleja.

Pasaste la página y te inclinaste para leer la nueva con el mismo candor que usaste para embelesarme. Parpadeé
atónita. ¿Qué era lo que se me escapaba de las manos? ¿Acaso estaba soñando? Mi papel era el de observadora
invisible, apartada, ajena y objetiva. Las escenas, las historias, las películas que se retransmitían ante mis ojos
siempre eran fáciles de analizar dada la abstracción completa de mi personaje. ¿Pero qué hacer cuando uno de los
protagonistas redirige la obra hacia el objetivo de la cámara?
Alzaste la mirada y cerraste el libro cual profesora de literatura, pulcra y severa, observando a una de sus alumnas.
—¿Realmente pensaste que nadie repararía en ti solo por el hecho de esconderte en este rincón del vagón? —
preguntaste con menos malicia y mayor tolerancia, quizás algo conmovida por el desamparo que debía mostrar mi
mirada.
Me alcanzaste tu libro y yo solo pude sostenerlo entre mis manos temblorosas, leyendo el título.
“Extraña en el tren de las 8:45”.

Se me cayó el alma a los pies y estuve lo que me parecieron horas mirando la portada, donde mi silueta, difuminada
y oscurecida, era la que ilustraba ese libro. Reconocía mi abrigo largo de invierno, mi postura relajada pero
omnisciente, el perfil de mi cara desenfocado, incluso ese ojo confundido entre las sombras que observaba sin ser
visto.
O eso es lo que yo creía.

* * * * * * * *

Una retro inspección absoluta me invadió en el mismo instante en que mi cerebro se bloqueó, alejándome de la
escena como tantas veces había visto que hacían las cámaras de mis películas favoritas en el momento cumbre de la
trama más dramática, dejándonos en vilo para ver qué ocurriría en la escena siguiente. Sutil aunque
imperiosamente, la distancia entre la realidad y la comprensión de dicha realidad en mi cerebro fue ganando espacio
hasta aislarme protectora y sabiamente del bullicio de la superficie, donde la verdadera realidad burbujeaba
incomprensible y peligrosamente.
Yo, ser de prolongadas costumbres y amadas rutinas, me hallaba en un caótico centro huracanado, cruelmente
expuesta a unas circunstancias tan ajenas a mi saber hacer que me redujeron en cuestión de segundos a una
rotunda parálisis, solo comparable a la que debe sentir un asustado y tembloroso cervatillo ante los faros
deslumbrantes de un trailer a más de 150 Km/h acercándosele.
Solo fui capaz de alzar la mirada del libro, desamparada ante semejante cúmulo de desatino en mis acalambradas
neuronas, para ver cómo tus ojos se empañaban de un dulzor extraño, casi familiar. Esa clase de mirada de
compasión ajena tan irritante e irremediablemente caritativa. Sabía que estabas hablándome, explicándomelo todo
quizás. Podía ver cómo tus labios se esforzaban en darle forma a tus palabras que me sonaban a eco, tan confusas
como tu recién proximidad. Como si hubiera un lapsus entre escena y escena, pasaste de estar frente a mí
mirándome con socarronería a sentarte a mi lado, corrosivamente cercana, con aires de samaritana.
Quizás te habías dado cuenta de que me había desconectado como reflejo defensivo, automático, tal cual lo hace un
ordenador cuando se ve sobrecargado y, simple y suicidamente, se desactiva a fin de encontrar el consuelo en un
nuevo renacer. Apretaste mi mano como quien presiona el botón de “reinicio” y esperaste pacientemente a que mi
ser volviera a la vida, tras mi exilio en el limbo.
—Hey...

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Te inclinaste, reclamando dulcemente mi atención con la delicada experiencia de una enfermera tratando con un
enfermo de amnesia, deslizando una de tus manos bajo la manga de mi abrigo, acariciándome consoladoramente el
antebrazo. Yo aún sostenía con la mano libre el libro. Me limité a alzarlo y mostrártelo, pidiéndote explicaciones en
silencio, aunque probablemente ya me las habías dado. Y, sobretodo, intentando deshacerme de la conciencia de tu
contacto, de tus caricias, de tu maternal consuelo.
Asentiste con la cabeza, retirando la mano bajo mi manga, volviendo a cobijar mi mano derecha gélida entre las
tuyas increíblemente cálidas.
—Déjame que te lo explique desde el principio... —consultaste tu reloj de oro blanco y me sonreíste, apretando
nuestros dedos-. Aun nos quedan 24 minutos.
 

Sigue -->
M Í R A M E
Por: Lin_Lane

PRIMERA PARTE DE SeGUNda ENTREGA
Definitivamente eres revolución, un viaje que comienza al romper el día y se desarrolla a medio camino, entre el
arranque apoteósico de un vals y la seguridad de cristal de un solo de jazz, con la incertidumbre calculada en cada
paso. (Try your wings).

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Cito de memoria a un buen amigo, una frase que no podría definir mejor la primera vez que te vi.

Estabas en el tercer banco de la estación a la que ese día fui a parar después de casi dos horas vagando sin sentido,
habiéndome perdido cual turista en mi propia ciudad. Quizás puedas pensar que fue casualidad o cosas del destino,
pero yo creo que simplemente teníamos que encontrarnos, de una u otra manera. Perderme fue tan desatinado
como reparar en tu ondulada cabellera dorada, despeinada con cierta gracia en su afán descuidado de imperfección,
en medio de todo el gentío que poblaba el andén.
Esperabas el tren con aires de aburrimiento, sentada en un banco con la pierna izquierda doblada bajo tu derecha,
haciendo molinetes irregulares en el aire con tu pie libre. Había en aquella escena un candor infantil, una tierna
similitud con lo que vendría a ser una niña de 6 años esperando el autobús para ir al colegio, peinada con dos
coletas medio flojas a pesar de la temprana hora del día, agitando los piececitos al no llegar al suelo. Esa clase de
inocencia subyacente y casi inadvertida. Un mudo y silencioso infantilismo, en definitiva, que te daba aires de ángel
perdido.
He de decir que solo te vi de soslayo ese primer día, sin embargo, en un simple e inconsciente barrido de inspección.
No reparé en ti hasta la segunda vez que te encontré en el mismo banco y, asombrosamente, en la misma postura.
Me llamaste la atención precisamente por tus peculiares intentos de no llamarla. Eras como una estatua de sal que
había sobrevivido, inmaculada e incompresiblemente, a la intemperie. Parecías un espejismo, una figura tan
perenne, tan inmóvil y serena, abstraída en tu mundo, que irremediablemente suscitaste mi interés.
Me gustó.

Me encantó.

El aura que te envolvía era fascinante, tan romántica y tan triste a la vez...

Nadie resiste con tal vehemencia si no es por una buena razón o por una kafkiana absurdidad. Ambos casos me
servían: sentí una terrible curiosidad por ti de inmediato. Eras ese leño camuflado entre las últimas brasas de la
hoguera, empeñado en seguir prendido, ardiendo débil pero obstinado, cobijado entre las últimas cenizas
moribundas en una noche particularmente oscura .
Esa eras tú.

Durante varios días seguí el rastro de tu estela y me maravillé al descubrir hacia dónde me llevaba.

Te convertiste en un ser desamparado, cabizbajo, rabiosamente desapercibido pero que no dudaba en dar un par de
monedas al vagabundo que yacía permanentemente en el suelo de la entrada de la estación día sí, día también. Él te
lo agradecía tan pronto le volvía la locuacidad y salía de su alcoholismo brumoso, aunque dudo que te reconociera, a
pesar de ser la única persona que le echara una moneda todos los días. Sin embargo, ni siquiera le prestabas
atención a sus balbuceantes palabras, te limitabas a tantear tu bolsillo y a extender la mano, precipitando la
moneda como quién desecha un recibo pagado. No pasaba un solo día en que no le dieras algo. A veces incluso te
descubrí fastidiada, rebuscando en el fondo de tu bolsillo, al quedarte sin monedas y echándole un caramelo de
eucaliptos. Parecías incluso frustrada, dolida contigo misma. Me atrevo a asegurar que, para ti, entrar en ese tren no
solo consistía en pagar el billete, sino también en atender a aquel ser marginado y olvidado por la sociedad.
Era un pago más.

¿O era una deuda contigo misma?

La caridad, desgraciadamente, siempre viene acompañada por el sentido de la culpabilidad pisándole los pies.

* * * * * * * *
Cerré el libro precipitadamente, ahogada por una desagradable sensación de vertiginosidad.
Echada en mi cama, siempre a medio hacer, observé el techo con el ejemplar que me habías regalado presionando
mi vientre. Lo oprimí con fuerza a fin de que se fundiera con mis intestinos. Era tan descabellado, tan
incomprensible y azaroso, que el escepticismo era casi la única forma de entender todo aquello. La única arma, de
hecho, para comprender semejante mutilación el destino.
¿Destino?
¿Desde cuando creía en él?
Moví los dedos de los pies, disfrutando de un leve calambre en la planta del izquierdo que me subió, arácnido y
febril, hasta la pantorrilla. Me refugié en el dolor insidioso y opaco de aquellas punzadas, insoportables pero al
menos reales. Levanté el libro para ver de nuevo la portada con mi silueta impresa y, por mucho que me esforcé en
evitarlo, volví a ver tus ojos suplicantes, casi desesperados, implorando comprensión.
Cerré los mío y deslicé el libro inconscientemente hacia mi pecho.

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Me habías contado con excesivo lujo de detalles que me había convertido en el objeto de estudio de tu pareja, ávido
y portentoso escritor. Incluso confesaste haber sentido celos de mí, valiente desconocida, que había fascinado hasta
tal punto y tan incomprensiblemente a tu amor de vida. Sonreíste, sin embargo, volviendo a tomar mi mano,
ensartando la décimo incontable puñalada en mi corazón cuando reconociste que tú misma habías acabado por
“cogerme cariño”. Que tu talentoso escritor no había sido capaz de establecer contacto conmigo por no mancillar el
amor platónico de su actual musa.
O sea, yo.

¡Válgame dios!

Por eso mismo eras tú quien cogía mi mano y trataba de convencerme del puritanismo y la majestuosidad de aquella
intragable ( ahora sí lo podía decir con todas las letras) obra de arte.
Me eché a reír hasta que acabé ahogándome entre carcajadas de puro desatino.

Mañana tendría una cita con ambos, si a mí me venía bien, por supuesto. ¿Qué tal en el café de la esquina de la
estación? ¿A eso de las 11 de la mañana, a sabiendas de que gozaba de unos días de vacaciones? Ni siquiera
pregunté cómo demonios sabíais que tenía un par de días libre.
De hecho, ni siquiera me paré a pensar en lo absolutamente suicida de todo aquello. No, qué va. Yo, perdida en la
oscuridad apacible de mi habitación, solo pude volver una y otra vez a tus ojos de zafiro gatunos, acariciándome
ofensivamente el rostro mientras arrastrabas la mirada sobre mis facciones y tus labios carmín modulaban el aire
que los separaba de los míos, entreabiertos de pura perplejidad. Articulé los dedos de mi mano derecha, esa que
había sido bendecida con tus caricias tan fortuitas como falsas.
Ahora ya era consciente de eso.

Pero, en el fondo... ¿qué más daba?

La lluvia empañaba los cristales de mi ventana esa noche, rasguñándolos como patas impacientes de araña
desesperada por entrar en el interior de la estancia, pataleando sordamente contra la superficie resbaladiza y
calumniosa del cristal. Desde las profundidades de mi cama, cobijada por las mantas que me cubrían hasta la nariz,
observé el impredecible avanzar de las gotas. Disparadas cual revolver vaquero a velocidades impertérritas contra el
vidrio, deslizándose por él, recalentado por mi calor humana en la habitación, se me antojaron absurdas,
completamente absurdas, aunque... agónicas, suicidas y dichosas en su última ofrenda para nuestro mundo. Caían
moribundas hasta el borde inferior de la ventana, pereciendo con patriótica rotundidad y sin atisbo de segundos
pensamientos, absorbidas por la madera del encuadre de las ventanas.
Era, sin duda, un día de reflexión, con cientos, miles de cadáveres acuíferos.

Días siniestros donde los haya, pero que yo adoraba. Esos días nefastos y casi apoteósicos eran, en realidad, el
sustento perfecto de glucosa para mis neuronas.
Ñam, ñam.

Una gloriosa, magnífica y gratuita descarga para el intelecto.

Por eso los amaba con tal fervor. Por eso extendía desde pequeña los brazos hacia el cielo cuando llovía, creyendo
que eran lágrimas de ángeles, incapaces de contener su júbilo ahí arriba, dejándolo caer en parte para que nosotros
lo disfrutáramos también. Aunque también creía que dichas gotas mágicas, celestiales e impolutas eran las que
almacenaban los duendes para reconvertirlas en carcajadas.
Quién sabe porque sigo prefiriendo la lluvia al sol. Desde luego ya no creo en hombrecitos verdes de sombrero de
copa alta y bastón con ribete de trébol de cuatro hojas. Sin embargo, sigo vinculada al llanto de los cielos, a esos
quejidos rugientes cuando truena, a los guiños de relámpagos fugaces. Me siguen pareciendo promesas aulladas a
pleno pulmón de nuestros antepasados contra el cielo de nuestro presente.
Así pues, una lasitud lechosa y templada se apoderó de mi cuerpo tendido en la cama, exhausto, saturado y
abandonado. Me cobijé en el caldoso veneno de tus sospechosas intenciones, mientras la lluvia acompasaba de
fondo mi letanía. Me hundí jubilosa en las profundidades del mar rico y trastornado que me prometiste, disfrutando
del vínculo acuoso y completamente vendido al azar que nos había unido en ese tren.
Tú, hermosa sirena y simple mensajera, habías conseguido con solo una mirada lo que tu amo había intentado
describir con mil palabras, cada cual más pedante y pretenciosa.
Tú, tercera en discordia de ese ridículo libro, eras en realidad la protagonista de todas mis hojas, puesto que si no
eras tú quien lo narraba, las palabras caían en un abismo de insignificancia para mí.
Un apocalíptico trueno me dio la razón casi de inmediato, apenas deshilachándose mi último pensamiento, antes de
caer rendida al constante y soñoliento repiquetear de la lluvia contra el cristal.

* * * * * * * *
El día de “la cita” volvió a amanecer tormentoso, caprichoso y mal educado.

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Igual que yo.
Entré en el sitio acordado, un bar de poca monta, media hora más tarde de la prevista. No pude evitar sentirme
extrañamente entre familia. Era un sitio que bien pudiera semejarse a mi tren, solo que la gente en lugar de
sentarse a esperar su parada, se limitaba a beber hasta el agua de los floreros, esperando sabe Dios el qué.
A punto estuve de irme.

A fin de cuentas, yo contaba con una desventaja descomunal: no sabía a qué físico atenerme. Pero, como por arte
de magia o puro escrutinio de cerebro, de inmediato, la única camarera de semejante antro me alcanzó con una
singular sonrisa y me invitó a esperar unos minutos.
Estaba desorbitadamente nerviosa y a la defensiva. Si todo aquello resultaba ser una broma, yo...

Pero recordé uno de los pasajes del libro, que ya me había leído hasta lo insaciable: “En cuanto llegues, sabrás quién
soy. Esa persona que jamás opina, que detrás de una servilleta se esconde, el ser que ves cuando te miras al
espejo”.
Escudriñé el local y solo pude identificar a una persona con semejantes calificativos. De inmediato pensé que mi
tardanza había hecho mella en aquella cita inconcebible. La única persona que había detrás de una servilleta era un
vagabundo completamente borracho.
Mi vagabundo.

Desconfiada, olí la broma de mal gusto y me colgué el bolso al hombro, dispuesta a odiarte de por vida.

—No, no, ¡espera! —me gritó el vagabundo, tropezándose con su propia silla al levantarse de sopetón para
alcanzarme.
—Déjalo, ya sé de qué va esto —intenté advertirle con un susurro desquiciado, atormentada por las miradas de los
otros clientes, alejándome de la barra pies para qué os quiero, a sabiendas del espectáculo que en breve se iba a
montar.
—¡NO!

Fue un grito tan visceral y desesperado que todos dejamos de prestar atención a la situación y le miramos como si
fuera un exiliado de guerra, clamando en retrospectiva algo de misericordia en recuerdo de aquel preciso instante en
que la munición de batalla cayó en picado sobre sus piernas. De repente dejó de ser un borracho, con ambas
piernas amputadas, arrastrándose dramáticamente por el suelo del establecimiento, tullido y desamparado, para
convertirse en el flagrante mensajero de la película. Nadie se reía de su quejumbroso avance: los chistes de cojos se
convirtieron en una ofensa contra la patria. Llegó hasta mis pies y alzó su mirada, cual soldado camicace sudoroso,
valiente y orgulloso en su última misión.
No pude evitar volver a pensar en las gotas de lluvia muriendo contra mi cristal.
—Soy yo... —me comunicó entre jadeos-. Yo soy tu cita.

Me quedé tan atónita como supongo que se quedaron el resto de comensales, incluida la camarera, que dejó de
mascar su chicle corroborando su total asombro. Tuve la necesidad de coger a aquel ser magullado hasta la
extenuación entre mis brazos para llevarlo a cualquier sitio apartado con urgencia y poder cobijarnos de tanto
público. Dios del amor hermoso, hasta hubiera preferido que fuera una persona sordo muda, que se hubiera limitado
a tirarme de la manga de la chaqueta para presentarse.
¿Qué mecanismos retorcidos clamaban mi atención con semejante esperpento de mensajero, sabiendo mi completo
amor por la discreción?
Miré a mi alrededor, incómoda hasta la médula, y comprobé que no solo éramos el centro de atención del local
entero, sino que encima también lo éramos de los primeros cuchicheos y habladurías, algo que odiaba
profundamente. Inspiré hondo y volví a mirar hacia aquel ser despedazado que, curiosamente, me observaba con
cierto alo de diversión. ¿Qué demonios se suponía que debía hacer? ¿Cogerlo por las axilas y subirlo de nuevo a un
taburete libre de la barra? Me parecía excesivo, completamente desatinado.
Dios, ¿cómo podía estar ocurriéndome aquello a mí?
Opté por devolverle la mirada en silencio con absoluta perplejidad. Él asintió con la cabeza, como si hubiera
esperado pacientemente a que yo digiriera parte del desconcierto que se me había echado encima, y silbó
sonoramente para mi calvario, puesto que si había alguien que aun no hubiera reparado en nosotros, ahora de
seguro se acababa de enterar. Creo que fue en aquel preciso instante cuando empecé a sudar frío. Un hombretón
casi igual de desaliñado que mi desconcertante mensajero, salió de la nada, aupándolo por las axilas como yo
hubiera hecho mentalmente, y lo subió sin más dilaciones a un taburete. Mi predicción inmediata del futuro me
hubiera fascinado y, cuanto menos, maravillado en cualquier otra situación. Pero, en aquellos momentos, solo quería
que la tierra bajo mis pies tuviera clemencia y me engullera como un pavo gorgotea tragándose salmonetes en un
abrir y cerrar de ojos.
—Siéntate, por favor... —me ofreció amablemente, mientras la camarera le plantaba una copa de vino delante de él.

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Y yo no pude más que obedecer, dado que mi voz había huido despavorida de mis cuerdas vocales hacía ya
demasiado tiempo como para rogarle segundas oportunidades. Sacudí la cabeza en cuanto la camarera me preguntó
en igual mutismo, quien sabe si solidarizada con mi reciente parálisis, si quería algo de beber. Lo cierto es que me
preocupaba mi falta de reacción esos últimos días, que no hacía más que evidenciar mi falta de experiencia y
picardía en situaciones cuanto menos inesperadas.
Por amor de dios, si es que en realidad había perdido el habla y cualquier atisbo de cordura en cuanto decidiste abrir
tus labios y volcar con tremenda desfachatez tu mundo de murciélagos en el mío de duendecillos.
—Me llamo Cédric —se presentó con inesperada caballerosidad el vagabundo, entendiéndome una mano y sonriendo
casi sinceramente.
Lo único que alcancé a pensar es que, decididamente, parecía un nombre irlandés de cuento de duendecillos con
tréboles. Apreté los dientes antes de coger su mano callosa, obstinada en preservar la tranquilidad.
—Yo...

—Lo sé, lo sé —me interrumpió alegremente, sacudiendo mi mano con brusquedad-. Eres Emily, mi Emily...

Y entonces, cualquier pizca de tranquilidad que aun subsistiera en mí estalló en una catarsis auténtica de
desconcierto. A mi corazón le dio tal calambre al escuchar mi nombre en inglés, tantísimos años sin oírlo de esa
manera, que se me llenaron inmediatamente los ojos de lágrimas y no pude evitar un leve gemido de sorpresa.
En mi vida, solo había una persona que me hubiera podido llamar así.
Solo una...

Y estaba muerta desde hacía más de veinte años.
 

Seguirá...

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Un encuentro inesperado en el tren

  • 1. M Í R A M E Por: Lin_Lane PrImera parTe V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m A veces las casualidades y las causalidades se confunden, pareciendo a ojos humanos que adquieren cierto grado de conciencia. Nada más lejos que la creciente y desesperada voluntad humana de personalizar las sucesiones fortuitas de hechos que, amalgamados, bien batidos y con una chispita de sal, se confabulan mágica y sospechosamente para crear una realidad idílica. En mi filmoteca hay un montón de ejemplos que lo corroboran. Personalmente, disfruto de esas historias imposibles con gran satisfacción cada domingo de mi vida, atrincherada en el sofá con un gran surtido de palomitas y comida basura como munición imprescindible para sobrevivir a semejantes aberraciones y manipulaciones del destino. Desmenuzo con precisión clínica cada tropiezo, cada hecho, cada trama e incluso cada diálogo que en conjunto acaban formando una bonita e intragable historia de amor. ¿Os imagináis qué pasaría si cada habitante del planeta ( éste que ya es más una inmensa bola de barro a punto de explotar que aquella simpática y sanota esfera llena de vida) tuviera una vida igual de intensa que la de todas esas películas? Todos los géneros cinematográficos entremezclados formando un caos que, incomprensiblemente, sería armonioso. —¡María, corre, escóndeme esta pistola, creo que acabo de matar a un pez gordo del gobierno, toda la nación me pisa los pies! —¡Por amor de dios, Jorge, ahora no puedo, tengo que salir zumbando hacia el aeropuerto, tengo que impedir que Sonia cometa el mayor error de su vida al irse a Honolulu a conocer a su supuesto príncipe azul! Esta mañana mismo he recibido un fax de la mismísima embajada. Sí, tengo una segunda vida con muchos contactos corruptos y muchos secretos oscuros, ¿qué pasa? ¡Bueno, el caso es que ese tío es un terrorista, Jorge! —María, escúchame, ya nada importa, el mundo se acabará exactamente dentro de 6 minutos y 58 segundos. La vecina se ha enfundado un chaleco con más de 50 kilos de explosivos, así como media humanidad en todo el mundo. Es una especie de complot contra los alienígenas que nos quieren invadir en... 6 min. y 47 seg. No preguntes, no hay tiempo. ¡Casémonos! —¡Es una locura! ¿Qué demonios te has tomado durante las 72 horas que llevas desaparecido? —Una pastilla azul que me dio un tipo con gabardina negra y unas gafas de sol super chulas... ¿O fue la roja? ¡Es igual, la vida misma es una locura! ¡Te amo, María, te amo! ¡Vayámonos juntos al cielo, cogidos de la mano! Ya sé que hace 4 días que nos conocemos, pero yo ya sé que eres la mujer de mi vida, ¿tu no lo sientes? —¡Oh, mi Jorge! —¡Bésame, cariño mío, bésame! Un mundo de locos, vamos. Pero gracias a dios solo unos pocos agraciados (o desgraciados, según el caso) y valientes son escogidos para vivir ese estrés bullicioso de vidas. Aunque para gran beneficio y satisfacción del resto de simples y monótonos mortales, he de admitir, que nos ha tocado conformarnos con una existencia plana, sosa e insustancial. ¿Qué sería de nosotros sin esas vidas de ensueño ensombreciendo y burlándose con petulancia de nuestras realidades rutinarias e incoloras? En eso iba pensando aquella mañana en que te vi por primera vez, mientras me subía al tren de las 8:45 con andares monótonos y gestos maquinales, haciendo honor a mi condición de “humana de segunda”. Tiene gracia que precisamente estuviera cavilando con macabras dosis de cinismo sobre esas vidas imposibles justo cuando a mi alrededor y, por supuesto, fuera del alcance de mis sarcasmos, empezarían a confabularse los elementos, estrellas, planetas, mareas y polvos mágicos de brujas, duendes y hadas habidas y por haber en ese tren para hacer de mi existencia aburrida y pastosa un caos curiosamente delicioso. ¿Quién me lo iba a decir? Me senté, como siempre, en un rincón estratégico del vagón: empotrada contra la pared del fondo con la mejor panorámica y cobijada por el anonimato de mis formas sigilosas y poco llamativa. Los pasajeros que ya estaban dentro ni siquiera se percataron de mi ser oscilante, insonoro, incoloro y probablemente insípido en todos los sentidos de la palabra. Pero ese era mi papel, mi rol predilecto y amado, dentro de lo que a mí me parecía otra de mis películas: el de narrador observante, un mero y silencioso testigo.
  • 2. ¿De qué iría hoy la película? Me arrebujé algo nerviosa y expectante en el asiento. Como siempre, la duración de mi trayecto duraría 45 min., tiempo suficiente para inmiscuirme en los leves y descuidados retazos de vida que mis compañeros de vagón me regalasen inconscientemente. La distribución de los asientos era al estilo londinense, simplemente consistía en dos hileras en cada pared, de modo que los pasajeros quedábamos irremediablemente sentados cara a cara. Como un largo y estrecho vestuario de fútbol. Por eso yo escogía la punta, al menos me aseguraba de librarme de la incomodidad extrema de verme acorralada entre dos desconocidos a escasos o nulos centímetros de mi cuerpo. Una situación inmensamente violenta para mí. Soy muy pero que muy celosa con mi espacio personal, tanto en el ámbito físico como en el psíquico. Disfruto dentro de mi burbuja, saboreando la escasez de contacto y la cálida soledad que me envuelve cual si estuviera todavía en el vientre materno. Creo que sería incapaz de vivir constantemente rodeada de personas, aún siendo conocidas o muy queridas, solo por el titánico esfuerzo que me supondría tener que interactuar con ellas sin un respiro para dejar a mi espíritu libre y concentrarme simple y llanamente en ser yo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m No digo que sea una antisocial, cuidado. Solo un poco... solitaria, digámoslo así. Sin embargo, me sentía francamente a gusto en mitad de todos esos desconocidos, cada uno aislado en su propia soledad acompañada. Yo solía colocarme los auriculares en las orejas, aunque mi ipod permanecía dormido en el fondo del bolsillo de mi chaqueta, frustrado en su casi permanente estado OFF. Se trataba de un arma de disuasión ante posibles entablaciones de conversación. Antes le preguntarás la hora a una persona sin cascos que a una con ellos, ¿verdad? Verdad, verdad. Yo adoptaba, pues, una pose relajada, sentada con aparente descuido en aquel rincón secretamente tan mío, moviendo la punta de los pies a un ritmo inexistente y echando aburridas aunque calculadas miradas a mi alrededor. Ah sí, qué gran actriz, pero todo fuera por la causa. Y así, dispuesta un día más a disfrutar del espectáculo, te vi entrar detrás de un hombre corpulento y extremadamente bajito. Asombrada por la enorme y desproporcionada masa corporal de aquel ser claramente salido de las mismísimas cavernas, no reparé en tu grácil silueta hasta que lo adelantaste con extraordinaria elegancia y entonces tus ojos se tropezaron con los míos. Me quedé tan estupefacta que no pude más que seguirte hechizada con la mirada a medida que te ibas acercando para acabar sentándote justo delante de mí. Probablemente a ti tampoco te gustara acabar entre dos desconocidos. ¿O eran los primeros y mágicos polvos del destino, ese del que yo tanto me había burlado sesión tras sesión detrás de mis palomitas, que te empujaron suave y maliciosamente hacia mí? Me sonreíste algo curiosa a modo de saludo, quizás por mi insistente mirada. Ladeaste un poco la cabeza, observándome con exquisito disimulo, probablemente intentando recordar si me conocías de alguna parte. A fin de cuentas, nadie te mira con tal descaro a no ser que ya lo conozcas, ¿no? Yo hice lo propio con embarazosa torpeza, bajando la mirada a mis manos, atormentada por la rotundidad de tu fascinante y abrumadora presencia. Así que corté de cuajo el contacto visual y cualquier posibilidad de diálogo. ¿Qué demonios...? Aquello no era propio de mí en absoluto, nunca jamás me había implicado tanto y tan precipitadamente con nada ni nadie. Cerré los ojos en un intento de parecer adormecida, o quizás de huir de ti, retrepándome en mi interior donde estaría a salvo de tus desconcertantes encantos. Sin embargo, incluso mi mundo interior me traicionó: vi de nuevo en el fondo de mi retina la dulce curva de tus labios sonriendo, la sutileza de un gesto tan íntimo y desinteresado regalado sin aparente esfuerzo a una completa desconocida. Un suave y delicadísimo aroma a melocotón, que incomprensiblemente hasta ese momento no había reparado, inundó mis fosas nasales justo en el instante en que te moviste para cruzar las piernas y el dorso de tu zapato entró en contacto con mi pantorrilla. —Disculpa —susurraste, acorde con el imperioso respeto al silencio del que viaja solo, apartando unos centímetros más allá el pie. Yo negué con la cabeza, restándole importancia al asunto, pero fui incapaz de abrir los ojos después de oír aquella voz dolorosamente aterciopelada, deliciosamente femenina, mortalmente seductora. De repente me imaginé cómo sonaría mi nombre moldeado por esos labios, pronunciado por aquella melódica voz de sirena, y me censuré de inmediato, atónita por los derroteros que habían alcanzado mis pensamientos. ¡Aquello era ridículo! Quizás un atroz castigo de los dioses por haber despreciado tantos romances noveleros e imposibles. Sin duda tenía que ser eso, porque el hecho de haber caído tan fácil y derrotadamente a los pies de una desconocida me resultaba inaudito, intolerable, ofensivo e incluso de mal gusto. Abrí lentamente los ojos y te vi inclinando de nuevo la cabeza, concentrada en un libro abierto que reposaba en tu regazo. Solté la respiración que había estado aguantando sin querer, temerosa de que pudieras seguir mirándome. Pero lejos de hacerlo, te habías abstraído en tu propio mundo. Acariciabas el borde de las hojas derechas de arriba
  • 3. abajo, capturando la punta, cada vez que pasabas página, deslizando de nuevo tus dedos por la nueva hoja, acariciando las palabras, y cambiando la inclinación de tu cabeza. Me descubrí sonriéndole a aquel hábito tan dulce con cariño. Aunque solo hasta que fui consciente de lo que estaba haciendo y un suspiro involuntario de fastidio escapó de entre mis labios. Para mi suerte o desgracia, aquello llamó tu atención y alzaste tus ojos de zafiro hacia mí. Fue entonces cuando mi mundo rutinario, mi amada cotidianidad, mi tranquila vida de “humana de segunda” se estremeció con brusquedad y unas enormes brechas empezaron a resquebrajar la cristalina burbuja que me protegía y me aislaba de cualquier atisbo de realidad. Que Dios me ampare... * * * * * * * * V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Es sorprendente la facilidad que tenemos los seres humanos de crear necesidades completamente innecesarias para complicarnos un poquito más la existencia. Apasionarnos ferozmente con insignificancias que, dramáticamente, reducen a minucias nuestros verdaderos problemas de supervivencia. Los animales, muchísimo más prácticos (y, probablemente por eso, muchísimo más felices dentro de su simplicidad) sencillamente se pavonean, se engrandecen, alzando las alas y acentuando sus colores con intensidad, todo con el fin de sobresalir por encima de todos cuanto compitan por la misma hembra. Hay que llamar su atención a cualquier precio. Si hay que cantar, gruñir, graznar o cacarear, se hace y punto. Incluso si hay que pelear un poco. Todo sea por un buen polvo y asegurarse, con altruismo, eso sí, el futuro de la especie. Sin embargo, los humanos... Ah, los humanos... En eso pensé durante toda la semana que duró tu ausencia. Durante siete largos días e interminables noches, no dejé de imaginarme la cara que habrías puesto si yo hubiese empezado a bailotear moviendo mis brazos con aleteo y cantar al alba como un gallo en celo en cuanto te vi entrar en el vagón y mi instinto cavernícola, ese animal que llevamos dentro, se hubiera impuesto a mis modales de humana, impulsándome a festejar tus encantos para lograr una buena cópula. ¡Qué fácil hubiera sido! A fin de cuentas, si recibía un no por respuesta, ya habría más hembras de buen ver a las que pavonear, ¿no? Pero había dos problemas, quizás insignificantes para los animales, pero cruciales para las personas. En primer lugar, hubiera sido un pavoneo entre dos hembras, así pues la finalidad copulativa para perpetrar la especie quedaba demoledoramente injustificada. Y en segundo lugar, y no por ello menos importante, yo no me hubiera conformado con cualquier otra hembra tras tu rechazo. Quería, necesitaba, un sí o sí como respuesta. Pero me esforcé por obviar ese hecho. De ese modo me pasé todos los días de esa semana auto convenciéndome de que aquello solo había sido eso: una atracción irracional del animal poco moralista que llevamos en el interior. Como ejemplar de humano, yo había sido capaz de apreciar y admirar tus atributos físicos, escogiéndote con el único objetivo de procrear por ser el espécimen más sano y atractivo de mi especie. Bueno, eso hubiera colado si yo, concretamente, hubiera sido un macho. Pero quien no se consuela es porque no quiere, ¿verdad? Así pues, segura de que solo había sido un cataclismo sexual y animal completamente aislado de mi personalidad más bien pasiva y asexuada, volví a subir al tren de las 8:45, refugiándome en la seguridad de que nunca más volvería a verte, repitiéndome que solo fuiste una pasajera puntual en mi tren, e intentando concentrarme en las historias que les robaba a mis compañeros de vagón. Dicho de otra manera, me esforcé en reorganizar mi descompuesta rutina, pieza a pieza, cobijándome en el armonioso puzzle de mi amada soledad compartida. A esa hora de la mañana existen dos clases de pasajeros, dos grandes grupos que se dividen por una única razón: el tiempo. Vamos a llamar al grupo A “El pelotón de los impuntuales”. Suelen ser personajes variopintos con una misma variante en común: todos llegan tarde. Y, solo por eso, se creen poseedores de todos los derechos invasores: empujar, resoplar, pisotear y, en general, disminuir sus modales considerablemente hacia el grupo B, al que llamaremos “Los cuatro gatos remilgueros”, muy inferiores en número como se puede deducir. Éste segundo es al que yo pertenezco. Ya sea porque nos hemos levantado una hora antes o porque simplemente no nos es más importante el fin del viaje que el viaje en sí mismo. Nunca tenemos prisa. Al menos no tanta como los del grupo A. A mi derecha, unos tres asientos más allá, bailoteaba sobre sus nalgas, más que sentarse, una chica con claros
  • 4. problemas de obesidad, vestida de cualquier manera con unas mallas rosa chillón y una camiseta demasiado pequeña para sus carnosos brazos y su prominente pectoral. Aunque lo más doloroso de ver eran sus pies liliáceos embutidos horrendamente en unos zuecos de talón alto de esparto, como poco dos números menores que el debido, dejando ver un cúmulo de carne sobresaliente. Se había recogido el pelo rubio pollo con una simple coleta de caballo que le llegaba a media espalda, pegándosele entre los omóplatos dado que la tela estaba empapada hasta lo inexplicable de sudor. No hacía falta ser ninguna Llongueras para saber, por la raíz negruzca de más de seis centímetros, que llevaba como mínimo medio año sin teñir su cabellera morena de casta gitana. Tenía sobre su enorme muslo derecho un pequeñín igual de desaliñado que ella, chupeteando obsesivamente un biberón que solo contenía medio culín de agua de un malsano color amarillento. Balanceaba al querubín polvoriento con el mismo brío y absurdidad con el que mecía su carrito de bebé vacío, de un lado a otro, obstaculizando el pasillo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Fuera hacia donde fuera, estaba claro que llegaba tarde. Y dado el temor con el que miraba el letrero de las estaciones cada vez que parábamos, también quedaba patente que no solía coger el tren. Sus aires de desamparo y ese agarre asfixiante y posesivo con el que sujetaba al niño le otorgaban apariencias de náufraga, abrazándose con fuerza a la última astilla del barco hundido. O quizás temerosa de las posibles y machistas consecuencias de su tardanza. Fue relativamente fácil para mí imaginarme a un patriarca gitano bien trajeado, oliendo a puro que tumba, soltando una buena zurra a aquella pobre desdichada que no hacía más que luchar contra el mundo desde su impuesta ignorancia. Delante de ella, sin embargo, se hallaba uno de mis colegas de grupo B. Se trataba de un setentón, probablemente recién jubilado, repantigado con cierta gracia en el centro de su banquillo. Parecía la antítesis de la chica sebosa. Era tan delgado que parecía haberse perdido por entre sus ropas. Sus piernas interminables de espiga parecían incluso más largas dado que se había escurrido por el asiento y su huesudo trasero reposaba justo en el borde. El pie izquierdo encima de la rodilla derecha, ambos brazos extendidos en el respaldo de los asientos contiguos, dando una sensación de enormidad, de amplitud. Parecía que todo lo abarcaba, que disfrutaba profundamente del espacio del que disponía. Disimulaba su calva con un sombrero estilo Gene Kelly “cantando bajo la lluvia”, incluso lucía su mismo semblante feliz, jubiloso, pletórico. Quizás disfrutando bajo la lluvia de horas libres tras su jubilación. Su sonrisa taimada invitaba claramente al contagio. Lo que cambia el tiempo a las personas, ¿uhm? Yo, por mi parte, gozaba de unos días libres que, al ser entre semana, no supe cómo rellenar sino con mis actos cuotidianos. Me levanté a la misma hora de siempre, desayuné exactamente lo mismo de que cada día, me vestí con la misma monotonía y me subí al tren, absurda pero placenteramente como siempre. ¿O es que inconscientemente sabía que no debía faltar a “la cita” ese día? Una vez más, aparté de mi mente esa extraña sensación de estar a merced de los hilos del destino cual si fuera su marioneta, y no profundicé más en el porqué de mis actos. O eso pensaba yo, hasta que entraste de nuevo a mi tren. Y a mi vida. * * * * * * * * Al contrario que con los demás pasajeros, me resultaba francamente difícil describir tus apariencias. Quizás porque, a diferencia de esos desconocidos, contigo no podía ser objetiva. Había un tupido velo de intereses personales y anhelos inexplicablemente sentimentales que me cegaban la imparcialidad. Mi teoría animal cayó en picado cuando te sentaste una vez más delante de mí, habiendo mil sitios que escoger antes que ese, y una sonrisa de reconocimiento volvió a cincelar de calidez tu expresión ya de por sí afable. Esta vez devolví el saludo silencioso con algo más de personalidad, mientras advertía cómo el setentón espigado salía de su mundo ideal para saludarte con una leve inclinación de sombrero. Chapo, para el gentelman, eso sí fue un señor pavoneo. Aunque solo fue un acto de caballero retirado. Me gustó cómo encajaste el gesto desproporcionado por su parte, cogiendo el borde de tu gabardina e inclinándote levemente, cual dama en reverencia. Eso nos hizo sonreír a los tres durante varios segundos, antes de que volviéramos a nuestra propia soledad. Cuando volviste a sacar tu libro y te abstrajiste en la literatura, yo me permití el lujo de observarte bien. Esta vez con la experiencia de una semana entera sin ti, sabedora ya de las pautas de tus visitas a mi tren. Tenía que aprovechar bien esos 45 minutos que nos unirían. Tenía que absorber, que exprimir bien el tiempo que te tendría a dos centímetros de mis pies. Como la vez anterior, tu cabellera lacia y morena se me antojó sedosa al tacto cuando te pasaste los dedos hacia detrás de la oreja izquierda, retirando ese velo oscuro de la visión de tu libro. Un gesto simple y sin redundancias, meramente práctico para la lectura, pero que a mí me pareció de lo más tierno y delicioso. Tu rostro inclinado me pareció de muñeca, tu nariz perfecta quedaba en asombrosa armonía con la leve voluptuosidad de tus pómulos sonrojados por el frío del exterior. Tu boca de labios carmín natural culminaba la escultura con diferentes finales: un final feliz cuando sonreías ligeramente si la narración te parecía acertada, graciosa cuanto menos; otro ensombrecido y casi dramático cuando tus labios adquirían una tenue rigidez y tus cejas se contraían en actitud severa. No debías ser mucho mayor que yo, pero un abismo nos separaba. La forma en que vestíamos, por ejemplo, ya era
  • 5. de una diferencia descomunal. Tú eras elegante, refinada, tus prendas gritaban a pleno pulmón la victoria de haber sido elegidas tras horas de búsqueda meticulosa. Las mías, sin embargo, habían sido capturadas al azar en una tienda cualquiera sin cuidado y al tuntún. Tus manos delicadas y femeninas se coronaban con unas uñas perfectas, con la largada suficiente para poder trabajar sin dificultad pero manteniendo cierto grado de coquetería. Las mías, no obstante, eran igual de féminas pero deliberadamente descuidadas y muchísimo más pequeñas. ¿Cuánto más debías medir que yo? ¿Cinco dedos? Una distancia más en la lista. Tan absorta estaba en el análisis de nuestras diferencias que no advertí que me estabas mirando. El corazón se me aceleró. ¿Acaso me habías preguntado algo y yo ni me había enterado? Devolví algo perpleja tu mirada y supongo que me viste cara de interrogación, porque sonreíste divertida y me preguntaste de nuevo la hora. —¡Oh, ya! —respondí con torpeza, mirándome el reloj y sabiendo que se me estaban subiendo ferozmente los colores-. Las 8:55. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m —Gracias, cielo. Y con eso sentí cómo las piernas me temblaban irremediablemente. ¿Cielo? ¡Ja! Mátame un poco más, si eso. —De nada... —balbuceé contrita, mirando mis manos vacías una vez más. Pero no pude disimular una sonrisa estúpida de adolescente enamorada. Alcé la mirada con prudencia justo a tiempo de ver cómo me guiñabas el ojo con complicidad y volvías a tu lectura. ¡Madre del amor hermoso! ¿Adónde habían ido a parar todas esas danzas y griteríos animales, rituales para conseguir llamar la atención de mi hembra? Mientras tanto yo iba haciéndome más y más pequeña al compás de mis ganas de llegar a ti, que se hacían tan inmensas como los pies descomunales de la chica de mi derecha con sus zapatos dos tallas menores. Ay, señor... * * * * * * * * —¡”Acho”, ¿qué hora has disho?! —exclamó la seudo gitana medio teñida. Todos la miramos alertados por su repentina intromisión y su tono acuciante, casi histérico. Yo me limité a volver a mirar el reloj. —Ahora las 8:57. —¡En cristiano, nena! —me reprochó nerviosa, secándose con el dorso de la mano libre el sudor de la frente, dejando el carro a merced del traqueteo del tren por unos instantes-. ¿Qué es lo que ha dicho la paya esta? —le preguntó a nuestro Gene. —Casi las nueve —le respondió tranquilamente el viejo, con una sonrisa que me pareció burlesca-. ¿Dónde te tienes que bajar? Ella se removió en su asiento y, como una onda expansiva, mi propio asiento se movió segundos más tarde. Se quejó por lo bajo mientras cogía en volantas al chiquillo y lo precipitaba en el carrito, abrochándolo con un nudo a mano. El cierre de protección había desaparecido sospechosamente. —¡Me cagüen to los clavos del señor en la cruz! —se quejó furibunda, dirigiendo con excesiva brusquedad el carrito contra la salida más próxima. El viejo se rió por lo bajo, echándose el sombrero de galán sobre los ojos, cruzando los brazos sobre el pecho para adormilarse. Nosotras, igualmente asombradas, nos quedamos mirando a la ajetreada y voluminosa gitanilla maniobrando a manotazos y empujones el carrito cuando llegamos a la próxima estación, intentando bajarlo a trompicones mientras el niñito pendía de un hilo con semejantes sacudidas como para caerse a las vías. Hubo un momento en que realmente vi como el nene se precipitaba de cabeza contra el andén. Me incorporé instintivamente, pero algo me detuvo. —¡Que se cae! ¿¡Pero qué clase de energúmeno era esa tipeja!? ¡Había estado a punto de descalabrar a ese niño! Me daban igual sus problemas, su existencia sumisa de gitana. ¡Maldita sea, ese niño estaba a un paso de la desnutrición! Me dejé caer en el asiento a regañadientes cuando las puertas se cerraron tras el enorme pandero de aquella seudo gitana nerviosa, cabreada y gruñona.
  • 6. El tren, impávido e inmisericorde, retomó su rumbo. Fue entonces cuando bajé la mirada y vi tu mano sosteniendo mi muñeca. Pero quizás lo más curioso de todo fue descubrir el destello de tu reloj, ribeteado de oro blanco. La correa era un conjunto de pequeños aritos entrecruzados, minuciosamente elaborados, que encajaban con exquisitez de realeza en tu delicadísima muñeca de porcelana. Era un reloj inverosímil: sutil y elegante, delicado y ostentoso a la vez. Una obra maestra de la artesanía de lo maleable. Pero un reloj, al fin y al cabo. Un reloj de lo más útil cuando se te antoja saber la hora. Alcé la mirada y vi en tus ojos un matiz de comprensión agridulce, pero inmediatamente volviste a regalarme una de tus sonrisas más inocentes. Te pillé, sí, pero qué bien te sentaba ese rostro angelical de no haber roto un plato en toda tu vida. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m —Haberte pedido fuego no habría funcionado —fue tu simple respuesta mientras retirabas la mano y volvías a tu libro, cruzando las piernas gloriosamente impertérrita de repente. Tema zanjado. La inmensa incongruencia de la situación solo me parecía igualable a la entrañable “Amelie”, esa gran y mal valorada película. Una de mis favoritas por su original absurdidad y la riqueza de sus diálogos mudos. Un amor tan absolutamente simple y desinteresado que solo se puede definir como un diamante inconcebiblemente puro por su inocencia. Un beso torpe en el ojo, una caricia en la yema del pulgar de la mano derecha, olisquear la punta de una nariz, sonreírle a una oreja o soplar en la quinta vértebra de tu amante. Por pura rebeldía, por pura curiosidad, tuve ganas de encararme a tu esperpento descaro y estamparte una buena respuesta, al consorte de tu gran enunciación, carente de continuaciones corteses u, meramente, caballerosas . La camaradería se había esfumado justo en el momento en que reconociste que, dentro de nuestro idílico anonimato, había un interés. Y, para mi absoluta sorpresa, el interés era tuyo. Antes incluso de que pudiera hacer gala de apecho y ahínco de carácter, volviste a hablarme desde el abismo de tu libro, sin dirigirme la mirada cual si fuera una leprosa recién anunciada. —Pareces sorprendida —dijiste con cierta ironía. Yo me quedé aun más perpleja. Pasaste la página y te inclinaste para leer la nueva con el mismo candor que usaste para embelesarme. Parpadeé atónita. ¿Qué era lo que se me escapaba de las manos? ¿Acaso estaba soñando? Mi papel era el de observadora invisible, apartada, ajena y objetiva. Las escenas, las historias, las películas que se retransmitían ante mis ojos siempre eran fáciles de analizar dada la abstracción completa de mi personaje. ¿Pero qué hacer cuando uno de los protagonistas redirige la obra hacia el objetivo de la cámara? Alzaste la mirada y cerraste el libro cual profesora de literatura, pulcra y severa, observando a una de sus alumnas. —¿Realmente pensaste que nadie repararía en ti solo por el hecho de esconderte en este rincón del vagón? — preguntaste con menos malicia y mayor tolerancia, quizás algo conmovida por el desamparo que debía mostrar mi mirada. Me alcanzaste tu libro y yo solo pude sostenerlo entre mis manos temblorosas, leyendo el título. “Extraña en el tren de las 8:45”. Se me cayó el alma a los pies y estuve lo que me parecieron horas mirando la portada, donde mi silueta, difuminada y oscurecida, era la que ilustraba ese libro. Reconocía mi abrigo largo de invierno, mi postura relajada pero omnisciente, el perfil de mi cara desenfocado, incluso ese ojo confundido entre las sombras que observaba sin ser visto. O eso es lo que yo creía. * * * * * * * * Una retro inspección absoluta me invadió en el mismo instante en que mi cerebro se bloqueó, alejándome de la escena como tantas veces había visto que hacían las cámaras de mis películas favoritas en el momento cumbre de la trama más dramática, dejándonos en vilo para ver qué ocurriría en la escena siguiente. Sutil aunque imperiosamente, la distancia entre la realidad y la comprensión de dicha realidad en mi cerebro fue ganando espacio hasta aislarme protectora y sabiamente del bullicio de la superficie, donde la verdadera realidad burbujeaba incomprensible y peligrosamente. Yo, ser de prolongadas costumbres y amadas rutinas, me hallaba en un caótico centro huracanado, cruelmente
  • 7. expuesta a unas circunstancias tan ajenas a mi saber hacer que me redujeron en cuestión de segundos a una rotunda parálisis, solo comparable a la que debe sentir un asustado y tembloroso cervatillo ante los faros deslumbrantes de un trailer a más de 150 Km/h acercándosele. Solo fui capaz de alzar la mirada del libro, desamparada ante semejante cúmulo de desatino en mis acalambradas neuronas, para ver cómo tus ojos se empañaban de un dulzor extraño, casi familiar. Esa clase de mirada de compasión ajena tan irritante e irremediablemente caritativa. Sabía que estabas hablándome, explicándomelo todo quizás. Podía ver cómo tus labios se esforzaban en darle forma a tus palabras que me sonaban a eco, tan confusas como tu recién proximidad. Como si hubiera un lapsus entre escena y escena, pasaste de estar frente a mí mirándome con socarronería a sentarte a mi lado, corrosivamente cercana, con aires de samaritana. Quizás te habías dado cuenta de que me había desconectado como reflejo defensivo, automático, tal cual lo hace un ordenador cuando se ve sobrecargado y, simple y suicidamente, se desactiva a fin de encontrar el consuelo en un nuevo renacer. Apretaste mi mano como quien presiona el botón de “reinicio” y esperaste pacientemente a que mi ser volviera a la vida, tras mi exilio en el limbo. —Hey... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Te inclinaste, reclamando dulcemente mi atención con la delicada experiencia de una enfermera tratando con un enfermo de amnesia, deslizando una de tus manos bajo la manga de mi abrigo, acariciándome consoladoramente el antebrazo. Yo aún sostenía con la mano libre el libro. Me limité a alzarlo y mostrártelo, pidiéndote explicaciones en silencio, aunque probablemente ya me las habías dado. Y, sobretodo, intentando deshacerme de la conciencia de tu contacto, de tus caricias, de tu maternal consuelo. Asentiste con la cabeza, retirando la mano bajo mi manga, volviendo a cobijar mi mano derecha gélida entre las tuyas increíblemente cálidas. —Déjame que te lo explique desde el principio... —consultaste tu reloj de oro blanco y me sonreíste, apretando nuestros dedos-. Aun nos quedan 24 minutos.   Sigue -->
  • 8. M Í R A M E Por: Lin_Lane PRIMERA PARTE DE SeGUNda ENTREGA Definitivamente eres revolución, un viaje que comienza al romper el día y se desarrolla a medio camino, entre el arranque apoteósico de un vals y la seguridad de cristal de un solo de jazz, con la incertidumbre calculada en cada paso. (Try your wings). V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Cito de memoria a un buen amigo, una frase que no podría definir mejor la primera vez que te vi. Estabas en el tercer banco de la estación a la que ese día fui a parar después de casi dos horas vagando sin sentido, habiéndome perdido cual turista en mi propia ciudad. Quizás puedas pensar que fue casualidad o cosas del destino, pero yo creo que simplemente teníamos que encontrarnos, de una u otra manera. Perderme fue tan desatinado como reparar en tu ondulada cabellera dorada, despeinada con cierta gracia en su afán descuidado de imperfección, en medio de todo el gentío que poblaba el andén. Esperabas el tren con aires de aburrimiento, sentada en un banco con la pierna izquierda doblada bajo tu derecha, haciendo molinetes irregulares en el aire con tu pie libre. Había en aquella escena un candor infantil, una tierna similitud con lo que vendría a ser una niña de 6 años esperando el autobús para ir al colegio, peinada con dos coletas medio flojas a pesar de la temprana hora del día, agitando los piececitos al no llegar al suelo. Esa clase de inocencia subyacente y casi inadvertida. Un mudo y silencioso infantilismo, en definitiva, que te daba aires de ángel perdido. He de decir que solo te vi de soslayo ese primer día, sin embargo, en un simple e inconsciente barrido de inspección. No reparé en ti hasta la segunda vez que te encontré en el mismo banco y, asombrosamente, en la misma postura. Me llamaste la atención precisamente por tus peculiares intentos de no llamarla. Eras como una estatua de sal que había sobrevivido, inmaculada e incompresiblemente, a la intemperie. Parecías un espejismo, una figura tan perenne, tan inmóvil y serena, abstraída en tu mundo, que irremediablemente suscitaste mi interés. Me gustó. Me encantó. El aura que te envolvía era fascinante, tan romántica y tan triste a la vez... Nadie resiste con tal vehemencia si no es por una buena razón o por una kafkiana absurdidad. Ambos casos me servían: sentí una terrible curiosidad por ti de inmediato. Eras ese leño camuflado entre las últimas brasas de la hoguera, empeñado en seguir prendido, ardiendo débil pero obstinado, cobijado entre las últimas cenizas moribundas en una noche particularmente oscura . Esa eras tú. Durante varios días seguí el rastro de tu estela y me maravillé al descubrir hacia dónde me llevaba. Te convertiste en un ser desamparado, cabizbajo, rabiosamente desapercibido pero que no dudaba en dar un par de monedas al vagabundo que yacía permanentemente en el suelo de la entrada de la estación día sí, día también. Él te lo agradecía tan pronto le volvía la locuacidad y salía de su alcoholismo brumoso, aunque dudo que te reconociera, a pesar de ser la única persona que le echara una moneda todos los días. Sin embargo, ni siquiera le prestabas atención a sus balbuceantes palabras, te limitabas a tantear tu bolsillo y a extender la mano, precipitando la moneda como quién desecha un recibo pagado. No pasaba un solo día en que no le dieras algo. A veces incluso te descubrí fastidiada, rebuscando en el fondo de tu bolsillo, al quedarte sin monedas y echándole un caramelo de eucaliptos. Parecías incluso frustrada, dolida contigo misma. Me atrevo a asegurar que, para ti, entrar en ese tren no solo consistía en pagar el billete, sino también en atender a aquel ser marginado y olvidado por la sociedad. Era un pago más. ¿O era una deuda contigo misma? La caridad, desgraciadamente, siempre viene acompañada por el sentido de la culpabilidad pisándole los pies. * * * * * * * * Cerré el libro precipitadamente, ahogada por una desagradable sensación de vertiginosidad.
  • 9. Echada en mi cama, siempre a medio hacer, observé el techo con el ejemplar que me habías regalado presionando mi vientre. Lo oprimí con fuerza a fin de que se fundiera con mis intestinos. Era tan descabellado, tan incomprensible y azaroso, que el escepticismo era casi la única forma de entender todo aquello. La única arma, de hecho, para comprender semejante mutilación el destino. ¿Destino? ¿Desde cuando creía en él? Moví los dedos de los pies, disfrutando de un leve calambre en la planta del izquierdo que me subió, arácnido y febril, hasta la pantorrilla. Me refugié en el dolor insidioso y opaco de aquellas punzadas, insoportables pero al menos reales. Levanté el libro para ver de nuevo la portada con mi silueta impresa y, por mucho que me esforcé en evitarlo, volví a ver tus ojos suplicantes, casi desesperados, implorando comprensión. Cerré los mío y deslicé el libro inconscientemente hacia mi pecho. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Me habías contado con excesivo lujo de detalles que me había convertido en el objeto de estudio de tu pareja, ávido y portentoso escritor. Incluso confesaste haber sentido celos de mí, valiente desconocida, que había fascinado hasta tal punto y tan incomprensiblemente a tu amor de vida. Sonreíste, sin embargo, volviendo a tomar mi mano, ensartando la décimo incontable puñalada en mi corazón cuando reconociste que tú misma habías acabado por “cogerme cariño”. Que tu talentoso escritor no había sido capaz de establecer contacto conmigo por no mancillar el amor platónico de su actual musa. O sea, yo. ¡Válgame dios! Por eso mismo eras tú quien cogía mi mano y trataba de convencerme del puritanismo y la majestuosidad de aquella intragable ( ahora sí lo podía decir con todas las letras) obra de arte. Me eché a reír hasta que acabé ahogándome entre carcajadas de puro desatino. Mañana tendría una cita con ambos, si a mí me venía bien, por supuesto. ¿Qué tal en el café de la esquina de la estación? ¿A eso de las 11 de la mañana, a sabiendas de que gozaba de unos días de vacaciones? Ni siquiera pregunté cómo demonios sabíais que tenía un par de días libre. De hecho, ni siquiera me paré a pensar en lo absolutamente suicida de todo aquello. No, qué va. Yo, perdida en la oscuridad apacible de mi habitación, solo pude volver una y otra vez a tus ojos de zafiro gatunos, acariciándome ofensivamente el rostro mientras arrastrabas la mirada sobre mis facciones y tus labios carmín modulaban el aire que los separaba de los míos, entreabiertos de pura perplejidad. Articulé los dedos de mi mano derecha, esa que había sido bendecida con tus caricias tan fortuitas como falsas. Ahora ya era consciente de eso. Pero, en el fondo... ¿qué más daba? La lluvia empañaba los cristales de mi ventana esa noche, rasguñándolos como patas impacientes de araña desesperada por entrar en el interior de la estancia, pataleando sordamente contra la superficie resbaladiza y calumniosa del cristal. Desde las profundidades de mi cama, cobijada por las mantas que me cubrían hasta la nariz, observé el impredecible avanzar de las gotas. Disparadas cual revolver vaquero a velocidades impertérritas contra el vidrio, deslizándose por él, recalentado por mi calor humana en la habitación, se me antojaron absurdas, completamente absurdas, aunque... agónicas, suicidas y dichosas en su última ofrenda para nuestro mundo. Caían moribundas hasta el borde inferior de la ventana, pereciendo con patriótica rotundidad y sin atisbo de segundos pensamientos, absorbidas por la madera del encuadre de las ventanas. Era, sin duda, un día de reflexión, con cientos, miles de cadáveres acuíferos. Días siniestros donde los haya, pero que yo adoraba. Esos días nefastos y casi apoteósicos eran, en realidad, el sustento perfecto de glucosa para mis neuronas. Ñam, ñam. Una gloriosa, magnífica y gratuita descarga para el intelecto. Por eso los amaba con tal fervor. Por eso extendía desde pequeña los brazos hacia el cielo cuando llovía, creyendo que eran lágrimas de ángeles, incapaces de contener su júbilo ahí arriba, dejándolo caer en parte para que nosotros lo disfrutáramos también. Aunque también creía que dichas gotas mágicas, celestiales e impolutas eran las que almacenaban los duendes para reconvertirlas en carcajadas. Quién sabe porque sigo prefiriendo la lluvia al sol. Desde luego ya no creo en hombrecitos verdes de sombrero de copa alta y bastón con ribete de trébol de cuatro hojas. Sin embargo, sigo vinculada al llanto de los cielos, a esos quejidos rugientes cuando truena, a los guiños de relámpagos fugaces. Me siguen pareciendo promesas aulladas a pleno pulmón de nuestros antepasados contra el cielo de nuestro presente. Así pues, una lasitud lechosa y templada se apoderó de mi cuerpo tendido en la cama, exhausto, saturado y abandonado. Me cobijé en el caldoso veneno de tus sospechosas intenciones, mientras la lluvia acompasaba de fondo mi letanía. Me hundí jubilosa en las profundidades del mar rico y trastornado que me prometiste, disfrutando
  • 10. del vínculo acuoso y completamente vendido al azar que nos había unido en ese tren. Tú, hermosa sirena y simple mensajera, habías conseguido con solo una mirada lo que tu amo había intentado describir con mil palabras, cada cual más pedante y pretenciosa. Tú, tercera en discordia de ese ridículo libro, eras en realidad la protagonista de todas mis hojas, puesto que si no eras tú quien lo narraba, las palabras caían en un abismo de insignificancia para mí. Un apocalíptico trueno me dio la razón casi de inmediato, apenas deshilachándose mi último pensamiento, antes de caer rendida al constante y soñoliento repiquetear de la lluvia contra el cristal. * * * * * * * * El día de “la cita” volvió a amanecer tormentoso, caprichoso y mal educado. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Igual que yo. Entré en el sitio acordado, un bar de poca monta, media hora más tarde de la prevista. No pude evitar sentirme extrañamente entre familia. Era un sitio que bien pudiera semejarse a mi tren, solo que la gente en lugar de sentarse a esperar su parada, se limitaba a beber hasta el agua de los floreros, esperando sabe Dios el qué. A punto estuve de irme. A fin de cuentas, yo contaba con una desventaja descomunal: no sabía a qué físico atenerme. Pero, como por arte de magia o puro escrutinio de cerebro, de inmediato, la única camarera de semejante antro me alcanzó con una singular sonrisa y me invitó a esperar unos minutos. Estaba desorbitadamente nerviosa y a la defensiva. Si todo aquello resultaba ser una broma, yo... Pero recordé uno de los pasajes del libro, que ya me había leído hasta lo insaciable: “En cuanto llegues, sabrás quién soy. Esa persona que jamás opina, que detrás de una servilleta se esconde, el ser que ves cuando te miras al espejo”. Escudriñé el local y solo pude identificar a una persona con semejantes calificativos. De inmediato pensé que mi tardanza había hecho mella en aquella cita inconcebible. La única persona que había detrás de una servilleta era un vagabundo completamente borracho. Mi vagabundo. Desconfiada, olí la broma de mal gusto y me colgué el bolso al hombro, dispuesta a odiarte de por vida. —No, no, ¡espera! —me gritó el vagabundo, tropezándose con su propia silla al levantarse de sopetón para alcanzarme. —Déjalo, ya sé de qué va esto —intenté advertirle con un susurro desquiciado, atormentada por las miradas de los otros clientes, alejándome de la barra pies para qué os quiero, a sabiendas del espectáculo que en breve se iba a montar. —¡NO! Fue un grito tan visceral y desesperado que todos dejamos de prestar atención a la situación y le miramos como si fuera un exiliado de guerra, clamando en retrospectiva algo de misericordia en recuerdo de aquel preciso instante en que la munición de batalla cayó en picado sobre sus piernas. De repente dejó de ser un borracho, con ambas piernas amputadas, arrastrándose dramáticamente por el suelo del establecimiento, tullido y desamparado, para convertirse en el flagrante mensajero de la película. Nadie se reía de su quejumbroso avance: los chistes de cojos se convirtieron en una ofensa contra la patria. Llegó hasta mis pies y alzó su mirada, cual soldado camicace sudoroso, valiente y orgulloso en su última misión. No pude evitar volver a pensar en las gotas de lluvia muriendo contra mi cristal. —Soy yo... —me comunicó entre jadeos-. Yo soy tu cita. Me quedé tan atónita como supongo que se quedaron el resto de comensales, incluida la camarera, que dejó de mascar su chicle corroborando su total asombro. Tuve la necesidad de coger a aquel ser magullado hasta la extenuación entre mis brazos para llevarlo a cualquier sitio apartado con urgencia y poder cobijarnos de tanto público. Dios del amor hermoso, hasta hubiera preferido que fuera una persona sordo muda, que se hubiera limitado a tirarme de la manga de la chaqueta para presentarse. ¿Qué mecanismos retorcidos clamaban mi atención con semejante esperpento de mensajero, sabiendo mi completo amor por la discreción? Miré a mi alrededor, incómoda hasta la médula, y comprobé que no solo éramos el centro de atención del local entero, sino que encima también lo éramos de los primeros cuchicheos y habladurías, algo que odiaba profundamente. Inspiré hondo y volví a mirar hacia aquel ser despedazado que, curiosamente, me observaba con cierto alo de diversión. ¿Qué demonios se suponía que debía hacer? ¿Cogerlo por las axilas y subirlo de nuevo a un
  • 11. taburete libre de la barra? Me parecía excesivo, completamente desatinado. Dios, ¿cómo podía estar ocurriéndome aquello a mí? Opté por devolverle la mirada en silencio con absoluta perplejidad. Él asintió con la cabeza, como si hubiera esperado pacientemente a que yo digiriera parte del desconcierto que se me había echado encima, y silbó sonoramente para mi calvario, puesto que si había alguien que aun no hubiera reparado en nosotros, ahora de seguro se acababa de enterar. Creo que fue en aquel preciso instante cuando empecé a sudar frío. Un hombretón casi igual de desaliñado que mi desconcertante mensajero, salió de la nada, aupándolo por las axilas como yo hubiera hecho mentalmente, y lo subió sin más dilaciones a un taburete. Mi predicción inmediata del futuro me hubiera fascinado y, cuanto menos, maravillado en cualquier otra situación. Pero, en aquellos momentos, solo quería que la tierra bajo mis pies tuviera clemencia y me engullera como un pavo gorgotea tragándose salmonetes en un abrir y cerrar de ojos. —Siéntate, por favor... —me ofreció amablemente, mientras la camarera le plantaba una copa de vino delante de él. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Y yo no pude más que obedecer, dado que mi voz había huido despavorida de mis cuerdas vocales hacía ya demasiado tiempo como para rogarle segundas oportunidades. Sacudí la cabeza en cuanto la camarera me preguntó en igual mutismo, quien sabe si solidarizada con mi reciente parálisis, si quería algo de beber. Lo cierto es que me preocupaba mi falta de reacción esos últimos días, que no hacía más que evidenciar mi falta de experiencia y picardía en situaciones cuanto menos inesperadas. Por amor de dios, si es que en realidad había perdido el habla y cualquier atisbo de cordura en cuanto decidiste abrir tus labios y volcar con tremenda desfachatez tu mundo de murciélagos en el mío de duendecillos. —Me llamo Cédric —se presentó con inesperada caballerosidad el vagabundo, entendiéndome una mano y sonriendo casi sinceramente. Lo único que alcancé a pensar es que, decididamente, parecía un nombre irlandés de cuento de duendecillos con tréboles. Apreté los dientes antes de coger su mano callosa, obstinada en preservar la tranquilidad. —Yo... —Lo sé, lo sé —me interrumpió alegremente, sacudiendo mi mano con brusquedad-. Eres Emily, mi Emily... Y entonces, cualquier pizca de tranquilidad que aun subsistiera en mí estalló en una catarsis auténtica de desconcierto. A mi corazón le dio tal calambre al escuchar mi nombre en inglés, tantísimos años sin oírlo de esa manera, que se me llenaron inmediatamente los ojos de lágrimas y no pude evitar un leve gemido de sorpresa. En mi vida, solo había una persona que me hubiera podido llamar así. Solo una... Y estaba muerta desde hacía más de veinte años.   Seguirá...