El documento presenta historias de Lucila, una mujer mayor que trabaja en la cocina de un restaurante. Habla sin parar sobre sus preocupaciones y recuerdos dolorosos, pero cree que recordar momentos difíciles del pasado ayuda a enfrentar los problemas actuales con menos amargura. Comparte sus experiencias de vida con sus compañeras de trabajo para consolarlas cuando enfrentan dificultades.
1. Mar de Historias
La sabiduría de Lucila
Cristina Pacheco
L
a cocina es muy pequeña. Allí no hay forma de escapar al parloteo incesante
de Lucila. Ignoro si en su casa, con su familia, actuará en la misma forma, pero
aquí en el restorán habla hasta por los codos. Debido a eso, a quien le
corresponde asistirla en la estufa las demás compañeras le echamos la
bendición y le deseamos suerte, como si en vez de cambiar de área en el
trabajo fuera a lanzarse de un quinto piso.
Todo diciembre seré la ayudante de Lucila. No es la primera ocasión en que
me dan esa encomienda. Sin embargo sigue asombrándome el frenesí con que
la mayora habla. Entre una palabra y otra apenas respira. Lo hace como si
temiera olvidar sus preocupaciones. Son su único tema de conversación.
Parece que nunca le faltan y las necesita. Si no las encuentra en el presente
las busca en el pasado. Quien no lo sepa se lleva, como yo, buenas sorpresas.
Por ejemplo, el día en que Lucila se soltó llorando por la muerte de su hermano
Aníbal. Conmovida le di el pésame y le dije que, en esas condiciones, hubiera
sido mejor no presentarse a trabajar. El dueño del restorán de seguro
entendería la situación. Lucila se enjugó la cara con la punta de su delantal y
me aclaró que la pérdida de su hermano era cosa de 20 años atrás. Entonces,
¿qué caso tiene ponerse a recordar algo que sucedió hace mucho tiempo y le
causa tanto sufrimiento? –le dije. Para consolarme.
La respuesta de Lucila me confundió y le pedí que se explicara. Según ella, hay
situaciones dolorosas que deben recordarse porque así uno se da cuenta de
que las cosas siempre pueden ser peores y se ven los problemas del momento
con menos amargura. Ella tenía un ejemplo muy reciente. El domingo anterior
su hijo Alberto le informó que se iba de México por un año –el tiempo que iba a
durar su contrato en una procesadora en el norte. La idea de que durante
tantos meses dejaría de ver a su único hijo le causó un dolor tremendo. Logró
aligerarlo pensando en que Alberto sólo se iba lejos por una temporada y no
para siempre, como su hermano Aníbal.
Reconozco que el método de Lucila para consolarse es muy raro, pero no le
niego su dosis de sabiduría. La otra vez que me quemé con aceite hirviendo
me puse histérica a causa del dolor y por el miedo de que me quedara cicatriz.
Mientras me envolvía la mano en una bolsa de hielo, Lucila me recordó a
Justina, la compañera que perdió un dedo con la rebanadora de papas.
Entonces me consolé pensando en que yo había sufrido un accidente con
suerte.
2. Ojalá que Lucila hubiera compartido conmigo su sistema de consolación el año
pasado. Sufrí como loca porque Eduardo se me desapareció dos días. Cuando
lo vi entrar en la casa me le eché encima y le reclamé que se hubiera gastado
con sus amigotes todo el aguinaldo. Acabé diciéndole tales insultos que él
volvió a irse. Hubiera sido mejor que al verlo pensara que las cosas podían
haber sido terribles: por ejemplo si Eduardo jamás hubiera vuelto.
II
Aunque todavía faltan semanas para la Nochebuena, Lucila está preocupada.
El patrón aún no nos ha dicho si el 24 trabajaremos sólo mediodía.
El asunto la inquieta porque este año le corresponde preparar la cena para l4
personas, incluyendo a su tía Teresa. La señora vive en un asilo. En Navidad
pide permiso de salir para darse el gusto de comer los romeritos de Lucila y al
día siguiente llevarse un túper con una buena ración de comida porque quiere
ofrecerles un taquito a sus amigos asilados.
Lucy está segura de que cuando Teresa habla de sus amigos se refiere a un tal
Danilo, un viejo que es su amante. Su sospecha me escandalizó. A ella en
cambio la tranquiliza: Es mejor que mi tía tenga un compañero para el
recalentado, a que se pase el 25 solita frente a la tele encendida.
Lucila sabe que, a menos de que comience con los preparativos de su cena
familiar desde una semana antes, el 24 la agarrarán las prisas y lo más
probable es que la comida no quede tan bien como ella quiere. También ha
considerado la posibilidad de que, como sucedió hace un año, después de los
primeros brindis sus invitados se pongan a discutir, se agarren a golpes y se
vayan sin importarles los gastos y los esfuerzos de ella. De ocurrir así, para
consolarse pensará que la noche pudo haber sido mucho peor: como aquel
1970 en que, de buenas a primeras, dejó de ver a su hermana Herminia.
Por la forma en que Lucila me lo contó pensé que su hermana se había
extraviado. No. Herminia se alejó de su familia porque su mamá aceptó dársela
a su madrina que, en mucho mejor condición económica, le pidió que se la
regalara bajo promesa de darle a la niña casa, alimentos y educación. La
despedida fue tan rápida que Lucila no tuvo tiempo de entender lo que sucedía.
La ausencia de su hermana le dolió después, conforme fue dándose cuenta de
que en los sitios en donde siempre encontraba a Herminia había sólo vacío y
de que los momentos de sus eternas conversaciones y juegos los colmaba el
silencio.
Lucila lloraba a escondidas para no mortificar a su madre que un día, al fin, la
sorprendió bañada en lágrimas. No encontró más forma de consolarla que
decirle: No sufras tanto por Herminia. Piensa que está lejos, pero viva. Malo
sería que le hubiera sucedido algo terrible como un accidente o una
3. enfermedad mortal, porque entonces sí no volveríamos a verla. En cambio,
como sucedieron las cosas, algún día podremos ir a visitarla o ella vendrá.
Comprendo que de aquella conversación Lucila tomó la sabiduría que le
permite seguir adelante contra viento y marea, orgullosa de sus habilidades
para cocinar. Los clientes que elogian sus platillos a veces piden que se
acerque a su mesa para felicitarla. Oigo que le preguntan en dónde está su
secreto para hacer las salsas y los adobos. Ella les enumera los condimentos
en términos de puntas de cuchara y pizquitas. Lo que no dice es que en su
buena sazón están su parloteo interminable y a veces también sus lágrimas.
III
Aunque Lucila no deje de hablar se da cuenta de todo, por ejemplo de que
estoy triste. Me preguntó el motivo. Le confesé que diciembre me afecta, me
entristece. Pienso en los familiares y en los amigos que ya no están. Cualquier
cosa me recuerda que las fiestas de fin de año en mi casa siempre eran tristes
porque mi padre las pasaba borracho.
En su intento por ocultarlo se volvía parlanchín, bromista, juguetón con mis
hermanos y conmigo; con mi madre, cariñoso hasta la obscenidad. Ella lo
rechazaba discretamente. Él se enfurecía por eso y porque nosotros no
celebrábamos sus bromas. Al fin se iba a su cuarto llorando, horrorizado de
tener hijos agrios y una esposa insípida.
Lucila aceptó que yo tenía motivos de sobra para agobiarme con esos
recuerdos, pero luego me hizo notar algo en lo que no había pensado. En las
Navidades que yo recordaba como momentos muy tristes de mi infancia había
algo hermoso: la presencia de mi padre. Entonces, al fin niña, no imaginé que
la situación empeoraría cuando llegara el diciembre en que mi padre se
ausentó de nosotros para siempre.