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INVITADOS A VIVIR UNA CULTURA VOCACIONAL
Es fundamental comenzar afirmando que al hablar de vocación aludimos a “todo estado de vida
elegido como fruto de un proceso de discernimiento y de escucha de la Palabra de Dios” (Cultura
Vocacional, Pablo Walker; revista Testimonio marzo-abril 2003). Al referirnos entonces a la vocación
cristiana aludimos a la vocación laical, sacerdotal, consagrada, matrimonial, etc. Y en este sentido no
estamos hablando de un aspecto más de la vida cristiana y de la pastoral de la Iglesia, nos referimos a
un “misterio” que atraviesa y empapa toda la vida de la Iglesia y de la vida cristiana. La vocación no es
un apéndice, es, por el contrario, aquella dimensión que le da sentido a nuestra experiencia
cristiana (praxis), a nuestra misión en el mundo (somos enviados por Jesucristo). La vocación es
la certeza de que somos amados, llamados y enviados por Dios.
Estamos invitados a “hacer memoria”, tomar conciencia de quien soy (no apunta en primer
término a un hacer, “en Dios somos, nos movemos y existimos”) y dar “nuevo impulso” a una dimensión
esencial de la experiencia cristiana, como es la conciencia de ser un pueblo “convocado” y “enviado”.
En efecto, debiera contribuir a fortalecer la experiencia de una Iglesia, toda ella vocacionada en la
dimensión propia de cada bautizado y en la misión común de todas los bautizados. Debiera, al mismo
tiempo, motivar y “dar nuevo impulso” a la pastoral de las vocaciones de especial consagración, al
ministerio presbiteral y diaconal, a la vida consagrada; religiosa y secular que nuestra Iglesia necesita ya
que la única vocación de la Iglesia se concreta en múltiples y diversificadas vocaciones, carismáticas y
ministeriales (cfr. Documento de mons. Ricardo Ezzati, “hacia una pastoral vocacional orgánica”)
Ahora, esta conciencia de ser amados, llamados y enviados y de sabernos y sentirnos
miembros de un mismo pueblo (rico en carismas y ministerios) va madurando y se va adquiriendo
en una cultura que la favorece. Una cultura que nos permite reconocernos como tales. Una cultura
que permite que la semilla del evangelio sea sembrada, crezca y de frutos.
La cultura, es definida en el documento de Puebla, citando al C.V.II y a la Encíclica E.N de Pablo
VI, como el modo particular que en un pueblo, los hombres, cultivan su relación con la naturaleza,
entre sí mismos y con Dios de modo que puedan llegar a un nivel verdadero y plenamente humano. Es
el estilo de vida común que caracteriza a los diversos pueblos; por ello se habla de pluralidad de
culturas. La cultura, así entendida, abarca la totalidad de la vida de un pueblo, el conjunto de
valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan y que al ser participados en común por sus
miembros, los reúne en base a una misma “conciencia colectiva”. La cultura comprende, asimismo,
las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las
costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social (DP 386, 387)
Insertar en el corazón de nuestra Iglesia, de los creyentes, de la sociedad, la dimensión
vocacional de la vida (vivir con la conciencia de saber quien soy -ahí descansa mi proyecto de vida-) es
lanzarnos en una tarea que ciertamente nos supera pero que sabemos descansa en Cristo y en la
certeza de que en la medida que cada uno intenta vivir coherentemente la fe en su realidad y ambiente
está favoreciendo allí la gestación y desarrollo de una cultura atravesada por los valores del Evangelio
(la propuesta de Jesús) que lógicamente desemboca en una cultura vocacional, donde la pregunta por
la vida y su sentido surge casi espontánea y donde la respuesta se impone como una necesidad a
resolver.
En una cultura como la nuestra que no nos ayuda a descubrirnos amados, llamados y enviados
es lógico que vivamos sin proyectos, sin las grandes preguntas (esenciales para elaborar un proyecto de
vida) que deben animar y acompañar nuestro peregrinar por la vida. “Ante la cultura de la distracción,
y de lo efímero que anula los interrogantes serios nosotros queremos optar por un estilo de vida que
nos hace amigos de las grandes preguntas” (Carta a un joven que no sabe que es llamado, Amedeo
Cencini).
Una cultura vocacional es tal cuando invita y conduce a hacernos preguntas vitales y
cuando también da pistas y herramientas para responder a ellas. El hecho de constatar que hay
preguntas nos indica que estamos ante un ambiente que favorece la gestación de ellas y por lo tanto
que pone el sentido de la vida como telón de fondo a las búsquedas y a las respuestas de estas
preguntas vitales. Podemos afirmar que la pregunta es el motor que nos impulsa y nos mueve a buscar.
Sin preguntas no hay búsqueda y si no busco la vida se vuelve plana, chata, sin horizontes que me
desafíen a la aventura.
Por ejemplo vamos gestando cultura vocacional cuando vivimos e invitamos a vivir de cara a
estas grandes preguntas. Esto significa aprender a convivir con estas preguntas, sabiendo que las
respuestas hay que irlas desarrollando a partir de los acontecimientos de la vida.
Concepción de la vida en una cultura vocacional
a. Darme cuenta que mi vida, y en términos generales, la vida, se sostiene en el Misterio de
Dios y por lo tanto no está toda ella en mis manos.
Me conozco, me “defino”, me proyecto, desde Dios (“Cristo es el que revela al hombre el verdadero
hombre”) Si Dios es un misterio, yo también soy un misterio. Mi vida viene, tiene su fuente, en el
misterio de un amor desbordante y gratuito.
“Aceptar el misterio es signo de inteligencia, de libertad interior, de voluntad de futuro y de novedad,
de rechazo de una concepción repetitiva y pasiva, aburrida y trivial de la vida”
Cuando se pierde el sentido del misterio la vida pierde la novedad que le es propia, la hace chata y
hasta predecible (me programo).
Descubrir la vocación significa apertura al misterio, entrar en la dinámica, del evangelio (criterios
de Dios tan distintos a los nuestros). Para descubrir se requiere buscar, bucear (entrar en las
profundidades del misterio de Dios, del hombre, de la vida).
b. Si la vida es misterio ¿Quién mejor que Dios puede desvelarte el sentido de la vida y el
lugar que debes ocupar en ella?
La vocación nace de la in-vocación. La oración como el camino para ir haciendo el descubrimiento de la
propia vida a la luz del misterio de Dios.
“Una oración paciente y perseverante, dispuesta a esperar los tiempos de Dios y a escuchar sus
silencios; una oración como sorpresa y gratitud, pero también como una lucha y tensión, como
socavamiento de las propias ambiciones para acoger las expectativas, las demandas y los deseos de Dios
(torsión de los deseos: aprender a modificar los propios proyectos para aprender a desear y elegir
según el corazón de Dios).
c. “La gramática elemental del sentido de la vida”
El sentido de la vida es sencillo y lo podemos formular con las palabras de San Ignacio: “en todo amar y
servir”. La vida es un don de Dios, es algo dado y por su naturaleza está dada para darse, para ofrecerse.
La vida es plena cuando se ofrece (soy feliz cuando hago feliz a otro). Las grandes entregas (Cristo
en la cruz) se preparan con las entregas cotidianas. “El que quiera seguirme que cargue su cruz y me
siga”.
Cuando nos referimos a la vocación, no aludimos únicamente a un estado de vida (matrimonio,
laico, sacerdocio, vida consagrada, etc.) La vocación es mucho más, es el fruto de tu historia con
Dios, es la lucha cotidiana por descubrir la palabra, el gesto, la acción de Dios en tu vida a través
de lo aparentemente “ordinario” de cada día... tú trabajo, tu familia, la gente con la que te
encuentras, los lugares y paisajes que en cada jornada contemplas. En resumen, toda tu vida, lo
que eres y lo que vives te va señalando tu vocación, tu origen, tu camino y tu meta. Y todo,
absolutamente todo, podemos decir, se convierte en un lugar teológico, desde donde Dios
continuamente te ama, te llama y te envía.
“Vocación no es entonces sólo el proyecto general de la propia vida, pensado por Dios y trabajosamente
descubierto por el creyente, sino que son también las llamadas de cada día siempre distintas y, sin
embargo, siempre procedentes de la misma fuente, de la misma voluntad de amor a cada uno, y siempre
orientadas a la plena realización y felicidad. El arco entero de la existencia está sembrado cada día
de continuas llamadas. Podemos decir que la vocación “madrugadora”, es la respuesta de cada
mañana a una llamada que es nueva cada día”

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  • 1. INVITADOS A VIVIR UNA CULTURA VOCACIONAL Es fundamental comenzar afirmando que al hablar de vocación aludimos a “todo estado de vida elegido como fruto de un proceso de discernimiento y de escucha de la Palabra de Dios” (Cultura Vocacional, Pablo Walker; revista Testimonio marzo-abril 2003). Al referirnos entonces a la vocación cristiana aludimos a la vocación laical, sacerdotal, consagrada, matrimonial, etc. Y en este sentido no estamos hablando de un aspecto más de la vida cristiana y de la pastoral de la Iglesia, nos referimos a un “misterio” que atraviesa y empapa toda la vida de la Iglesia y de la vida cristiana. La vocación no es un apéndice, es, por el contrario, aquella dimensión que le da sentido a nuestra experiencia cristiana (praxis), a nuestra misión en el mundo (somos enviados por Jesucristo). La vocación es la certeza de que somos amados, llamados y enviados por Dios. Estamos invitados a “hacer memoria”, tomar conciencia de quien soy (no apunta en primer término a un hacer, “en Dios somos, nos movemos y existimos”) y dar “nuevo impulso” a una dimensión esencial de la experiencia cristiana, como es la conciencia de ser un pueblo “convocado” y “enviado”. En efecto, debiera contribuir a fortalecer la experiencia de una Iglesia, toda ella vocacionada en la dimensión propia de cada bautizado y en la misión común de todas los bautizados. Debiera, al mismo tiempo, motivar y “dar nuevo impulso” a la pastoral de las vocaciones de especial consagración, al ministerio presbiteral y diaconal, a la vida consagrada; religiosa y secular que nuestra Iglesia necesita ya que la única vocación de la Iglesia se concreta en múltiples y diversificadas vocaciones, carismáticas y ministeriales (cfr. Documento de mons. Ricardo Ezzati, “hacia una pastoral vocacional orgánica”) Ahora, esta conciencia de ser amados, llamados y enviados y de sabernos y sentirnos miembros de un mismo pueblo (rico en carismas y ministerios) va madurando y se va adquiriendo en una cultura que la favorece. Una cultura que nos permite reconocernos como tales. Una cultura que permite que la semilla del evangelio sea sembrada, crezca y de frutos. La cultura, es definida en el documento de Puebla, citando al C.V.II y a la Encíclica E.N de Pablo VI, como el modo particular que en un pueblo, los hombres, cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios de modo que puedan llegar a un nivel verdadero y plenamente humano. Es el estilo de vida común que caracteriza a los diversos pueblos; por ello se habla de pluralidad de culturas. La cultura, así entendida, abarca la totalidad de la vida de un pueblo, el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan y que al ser participados en común por sus miembros, los reúne en base a una misma “conciencia colectiva”. La cultura comprende, asimismo, las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social (DP 386, 387) Insertar en el corazón de nuestra Iglesia, de los creyentes, de la sociedad, la dimensión vocacional de la vida (vivir con la conciencia de saber quien soy -ahí descansa mi proyecto de vida-) es lanzarnos en una tarea que ciertamente nos supera pero que sabemos descansa en Cristo y en la certeza de que en la medida que cada uno intenta vivir coherentemente la fe en su realidad y ambiente está favoreciendo allí la gestación y desarrollo de una cultura atravesada por los valores del Evangelio (la propuesta de Jesús) que lógicamente desemboca en una cultura vocacional, donde la pregunta por la vida y su sentido surge casi espontánea y donde la respuesta se impone como una necesidad a resolver. En una cultura como la nuestra que no nos ayuda a descubrirnos amados, llamados y enviados es lógico que vivamos sin proyectos, sin las grandes preguntas (esenciales para elaborar un proyecto de
  • 2. vida) que deben animar y acompañar nuestro peregrinar por la vida. “Ante la cultura de la distracción, y de lo efímero que anula los interrogantes serios nosotros queremos optar por un estilo de vida que nos hace amigos de las grandes preguntas” (Carta a un joven que no sabe que es llamado, Amedeo Cencini). Una cultura vocacional es tal cuando invita y conduce a hacernos preguntas vitales y cuando también da pistas y herramientas para responder a ellas. El hecho de constatar que hay preguntas nos indica que estamos ante un ambiente que favorece la gestación de ellas y por lo tanto que pone el sentido de la vida como telón de fondo a las búsquedas y a las respuestas de estas preguntas vitales. Podemos afirmar que la pregunta es el motor que nos impulsa y nos mueve a buscar. Sin preguntas no hay búsqueda y si no busco la vida se vuelve plana, chata, sin horizontes que me desafíen a la aventura. Por ejemplo vamos gestando cultura vocacional cuando vivimos e invitamos a vivir de cara a estas grandes preguntas. Esto significa aprender a convivir con estas preguntas, sabiendo que las respuestas hay que irlas desarrollando a partir de los acontecimientos de la vida. Concepción de la vida en una cultura vocacional a. Darme cuenta que mi vida, y en términos generales, la vida, se sostiene en el Misterio de Dios y por lo tanto no está toda ella en mis manos. Me conozco, me “defino”, me proyecto, desde Dios (“Cristo es el que revela al hombre el verdadero hombre”) Si Dios es un misterio, yo también soy un misterio. Mi vida viene, tiene su fuente, en el misterio de un amor desbordante y gratuito. “Aceptar el misterio es signo de inteligencia, de libertad interior, de voluntad de futuro y de novedad, de rechazo de una concepción repetitiva y pasiva, aburrida y trivial de la vida” Cuando se pierde el sentido del misterio la vida pierde la novedad que le es propia, la hace chata y hasta predecible (me programo). Descubrir la vocación significa apertura al misterio, entrar en la dinámica, del evangelio (criterios de Dios tan distintos a los nuestros). Para descubrir se requiere buscar, bucear (entrar en las profundidades del misterio de Dios, del hombre, de la vida). b. Si la vida es misterio ¿Quién mejor que Dios puede desvelarte el sentido de la vida y el lugar que debes ocupar en ella? La vocación nace de la in-vocación. La oración como el camino para ir haciendo el descubrimiento de la propia vida a la luz del misterio de Dios. “Una oración paciente y perseverante, dispuesta a esperar los tiempos de Dios y a escuchar sus silencios; una oración como sorpresa y gratitud, pero también como una lucha y tensión, como socavamiento de las propias ambiciones para acoger las expectativas, las demandas y los deseos de Dios (torsión de los deseos: aprender a modificar los propios proyectos para aprender a desear y elegir según el corazón de Dios). c. “La gramática elemental del sentido de la vida” El sentido de la vida es sencillo y lo podemos formular con las palabras de San Ignacio: “en todo amar y servir”. La vida es un don de Dios, es algo dado y por su naturaleza está dada para darse, para ofrecerse. La vida es plena cuando se ofrece (soy feliz cuando hago feliz a otro). Las grandes entregas (Cristo en la cruz) se preparan con las entregas cotidianas. “El que quiera seguirme que cargue su cruz y me siga”.
  • 3. Cuando nos referimos a la vocación, no aludimos únicamente a un estado de vida (matrimonio, laico, sacerdocio, vida consagrada, etc.) La vocación es mucho más, es el fruto de tu historia con Dios, es la lucha cotidiana por descubrir la palabra, el gesto, la acción de Dios en tu vida a través de lo aparentemente “ordinario” de cada día... tú trabajo, tu familia, la gente con la que te encuentras, los lugares y paisajes que en cada jornada contemplas. En resumen, toda tu vida, lo que eres y lo que vives te va señalando tu vocación, tu origen, tu camino y tu meta. Y todo, absolutamente todo, podemos decir, se convierte en un lugar teológico, desde donde Dios continuamente te ama, te llama y te envía. “Vocación no es entonces sólo el proyecto general de la propia vida, pensado por Dios y trabajosamente descubierto por el creyente, sino que son también las llamadas de cada día siempre distintas y, sin embargo, siempre procedentes de la misma fuente, de la misma voluntad de amor a cada uno, y siempre orientadas a la plena realización y felicidad. El arco entero de la existencia está sembrado cada día de continuas llamadas. Podemos decir que la vocación “madrugadora”, es la respuesta de cada mañana a una llamada que es nueva cada día”