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El extraño
María Guadalupe GAITÁN CORTÉS
Acuérdate, Rosita, de aquella conversación que tuvimos hace quince años. ¡Qué te vas a
acordar, si tenías sólo tres añitos de edad! Pero yo te hablaba a ti como persona mayor,
como si de todo me entendieras, porque no tenía a nadie más para decirle mi pena, esa
pena enorme que me destruyó el amor. Digo mal, Rosita, hija mía, destruyó el amor que
le tenía al hombre que fue tu padre, porque mi amor no se destruyó, sólo se desvió para
volcarse todito en ustedes mis tres niñas, mis muchachitas.
Ahora somos tres, te dije aquel día, con esta pequeña hermanita que Dios te ha dado.
Pero, ¿de veras fue Dios? Yo pienso que fue la debilidad que tuve al abrirle mi cuerpo a tu
padre, cuando ya no tenía ningún derecho: y así nació Teresita.
¿Cuándo se fue tu padre por primera vez al norte? Todavía estaba recién casada, mis
ilusiones como flores mañaneras asomaban a la vida, con el amor brotando como yerba
fresca, verde y prometedora. Un mal día se fue a trabajar al norte, dijo que a conseguir
más dinero para las dos, para ti, Rosita, que ya empezabas a hacerte notar en mis
entrañas. Las mujeres del pueblo me decían: “No dejes que se vaya, amárralo con tu
amor ahora que es tiempo; por allá la ambición y la distancia los devoran y no vuelven
más”. Pero ya el gusanito verde del dólar había picado su corazón. Eso es lo que te dije
hace quince años, y mira cómo ha pasado el tiempo.
Tal vez desde entonces para mí todos los hombres son bichos raros, a los que se me
ocurre aplastar lentamente, para hacerlos sufrir y cobrarme lo que uno de ellos a nombre
de todos me hizo.
Ahora, Teresita, que la Mela y tú son unas señoritas, la gente del pueblo sale con que
ustedes son unas ingratas, que no tendrán cabida en el cielo, que son malas hijas. ¡Si
para mí son las mejores hijas del mundo! ¡Y ustedes no tienen padre, se murió hace
mucho tiempo, se mató él sólito!
Cuando tú viniste al mundo estaba yo sola. Mi madre ya había muerto. Una vecina por
caridad vino a acompañarme, doña Chole, la atolera, que se detuvo aquí un día completo
ayudándome a que nacieras. Después me mandaba todas las mañanas mi atolito para
que tú lo bebieras luego convertido en leche. Esa fue toda nuestra compañía. Ya para
entonces se habían terminado todos los ahorros, y empecé a vender lo poco que
teníamos: las ollas, la licuadora, aquella colcha de percal hecha con pedacitos de amor y
con hilos de suspiros, aquélla que todas me envidiaban y yo la guardaba para estrenarla
cuando él viniera. Vendí todo, hasta las sillas. Sólo quedó en un rincón la cama, que
encontró él cuando regresó al año, sin dinero porque todo lo había gastado en regresar
para conocerte. Con qué amor lo recibimos las dos. Tú dibujaste al verlo tu primera
sonrisa y no cesabas de platicarle con gorgoritos de pajarito mañanero; pero ni eso lo
amarró: se fue de nuevo, y otra vez el olvido. Ni una carta, ni un centavo.
Pronto me di cuenta de que venía la Mela y que no teníamos ni para comer. Fue entonces
cuando me decidí y trabajé como sirvienta un año, lavando ropa con mis manos, de las
que primero brotó sangre, y luego se me hicieron rudas como las de un campesino y ya
se acostumbraron. A lo que no se acostumbraron nunca fue a no mecerte cuando te
dejaba sola con la buena doña Chole, que siempre me decía: -Vaya con Dios; la criatura
sabe que es huerfanita, y se queda siempre muy quietecita viéndome hacer el atole.
Así que cuando vino tu padre otra vez, ahora sin dinero, pero con muchas presunciones,
encontró su escudo, y me dijo: “Ah, ya tienes tu máquina y otra chiquilla, que a lo mejor ni
es mía. Qué casualidad, y hasta pá lujitos tienes, ¡éh!”.
El venía con ropa nueva, con un reloj que hablaba la hora en un idioma que nadie
entendía, con una grabadora que cargaba para todas partes, como para que todos se
dieran cuenta de que ganaba muy bien. Mientras tú, la Mela y yo comiendo a veces las
sobras de la casa a donde iba a lavar la ropa.
Y así fue cuando tenías tres años nació Teresita, frágil y debilucha porque ya mis
pulmones empezaban a resentir tanta lavadera. Desde entonces me duele mucho la
espalda, y luego esa tos que nunca se me quita.
Tu padre regresó al año, siempre al año, cuando en el norte hace frío, la nieve cubre todo
y no hay trabajo en el campo. Estaba con nosotras en ratitos, porque se iba a la cantina a
gastar lo que nos había traído, pero que no nos lo daba porque quién sabe de quién
fueran tus hermanitas y él no iba a mantener hijos ajenos, eso me decía. Y aunque era
muy fácil sacar las cuentas de los nacimientos de ellas, que fueron siempre a los nueve
meses de sus visitas, eso decía él, como pretexto para emborracharse ese año que trajo
tantito dinero.
En el pueblo nadie hablaba mal de mí. Al contrario, decían que ya parecía una santa de
todo lo que le aguantaba a tu padre y de lo mucho que me dedicaba a ustedes; pero santa
y todo, ya ese año había tomado precauciones para no salir embarazada, e hice muy bien
a pesar de lo que decía el señor cura, de que debíamos tener los hijos que Dios nos
mandara, y la mera verdad no tuve ningún remordimiento. Por eso a los dos años que él
regresó no encontró niño nuevo, y se fue a gastar su dinero en las cantinas, pretextando
que yo no quería darle más que “viejas”, y que cuando tocaba hombrecito no había sabido
atraparlo, y que por la decepción tardaría mucho, mucho en regresar.
No me extrañó eso ni todas sus habladas, porque ya su amor era un rescoldo, y porque
me habían informado de que por allá se había buscado una gringa a la que le daba por
ley de aquel país casi todo su dinero, y con la cual no tenía hijos porque ella no quería
tenerlos; que se había juntado con ella para tener derechos, y así ganaba mucho más
dinero del que nunca nos tocó ni una tandita.
Pasaron años. Nos manteníamos ya muy bien con mis costuras, pues en el pueblo me
mandaban hacer todos los vestidos; tú estabas mayorcita y me ayudabas a pegar botones
y a hacer bastillas.
Hasta que un año vino tu padre con su gringa. Ya no llegó a nuestra casa. Esa vez que
vino con la otra llegó en un carro grande, casi nuevo, gastando más que nunca y con
mejores ropas. A todos le trajo regalos, menos a nosotras. A mí apenas si me saludó, y
como a escondidas de la mujer gringa. Un día que yo no estaba él vino a verlas a
ustedes, -¿Te acuerdas Rosita? ¿Y qué les dijo? Que esa señora era su prima. Esa vez
no se emborrachó, y cuando se fue ni siquiera se despidió. Se fue para no volver ya
nunca.
Porque sí, Rosita, tú y tus hermanas y yo tenemos razón, digan lo que digan en el pueblo.
El hombre que tocó hace dos días en esta puerta, no es tu padre. Dijiste bien, hija mía: en
esta casa no hay padre. Son ustedes de tierra, como los huevos de algunas gallinas, ya sí
como a ellas nadie les reclama por no tener gallo, nadie tiene por qué reclamarnos que
después de una vida de estar solas, sin hombre; ese extraño, enfermo, pobre, hambriento
que tocó a nuestra puerta, y que les dijo a ustedes mis hijas, que era su padre, y que
venía a quedarse para siempre con nosotras, y al que tú, Rosita, y también tus
hermanitas, le contestaron que en esta casa no tenemos esposo ni padre, y le cerraron la
puerta; ese hombre no tenía por qué pedir clemencia, pues perfectamente sabía que la
puerta de nuestro corazón hace mucho está cerrada para cualquier extraño que quiera
entrar por ella, y ese hombre es un extraño.
María Guadalupe Gaitán Cortés
Michoacán, México
Bordadoras de futuro
Perla Guadalupe CASTILLO SOLÍS
Casa de las hermanas Maza, Oaxaca, México 2016.
Las reuniones de bordado en la casa de las hermanas Margarita y Candelaria no eran
nuevas, lo diferente en las últimas semanas era el carácter subversivo que se empezaba
a respirar desde que Margarita, experta en contar historias, les narraba la vida de Juana
Azurduy Bermúdez, una de las máximas heroínas de la independencia sudamericana, y
una de las miles de mujeres olvidadas por esa Historia que omite fácilmente sus nombres,
sobre todo si son revolucionarias.
Hacía más de 18 años que Margarita había fundado la cooperativa Taller de Bordado
Tequio, con el objetivo de apoyar a las mujeres de su comunidad que hacían de ese arte
milenario, un modo de apoyar su frágil economía, basada en la agricultura de temporal,
así como de recuperar la trascendente experiencia del Tequio, que consiste en cooperar y
colaborar con los otros para el bienestar colectivo.
Los colores de cada lienzo, ya de por sí vibrantes, se transfiguraban al combinar aves en
vuelo con animales misteriosos surgidos de espesas selvas y flores extravagantes que
sólo florecen en los jardines profundos de la creatividad ancestral; inspiración que ahora
se tornaba libertaria, al nutrirse del mágico espíritu guerrero de una mujer de otro tiempo.
La cooperativa había promovido prácticas de comercio que cuidaban que la obtención de
sus materiales fuera respetuosa del medioambiente y se pagara lo justo por el trabajo.
Además de crear un espacio en donde Margarita mantenía viva su amplia experiencia
como maestra rural y les enseñaba desde operaciones básicas para su comercio hasta
leer y escribir, si se lo pedían. Muchas incluso aprendieron a hablar el español, ya que la
mayoría se comunicaba en zapoteco o mixteco.
Desde que Margarita se apasionó por esa heroína latinoamericana, que al igual que ella
había nacido un 12 de julio, sintió fluir una energía diferente. La pasión de aquella mujer
inconforme e insurrecta, que luchó por la libertad hasta la muerte, le había provocado un
vuelco en el corazón y sobre todo en las esperanzas de cambio. Le devolvía el anhelo por
transformar esa realidad de su país, que no le gustaba; además de nutrir sus historias de
un entusiasmo que las otras mujeres anhelaban escuchar, desde que empezaba el “Día
de Bordado”.
El Taller lo conformaban una veintena de mujeres, la mayoría de origen indígena, que
disfrutaban de la cálida atención de la maestra Margarita y su hermana Candelaria, y
aprovechaban intensamente la oportunidad que les brindaban, ofreciendo un día de cada
semana para dedicarse por entero a bordar, al mismo tiempo que aprendían con
entusiasmo las lecciones de Margarita, siempre interesantes e ilustrativas.
Muchos consumidores que conocían como funcionaba la cooperativa, preferían
solidariamente adquirir sus piezas de bordado. Tanto el financiamiento de sus materiales
como las ganancias de todas las piezas que se producían y mercadeaban se compartían
con equidad, además de nutrir una caja de ahorro colectivo para imprevistos y
emergencias que cualquiera de ellas pudiera tener.
Después de elegir su proyecto de bordado y sus hilazas de colores, se sentaban ávidas
de seguir escuchando la historia de Juana, aunque les horrorizaba escuchar sobre los
azotes y las vejaciones que los españoles infringían a los nativos en nombre del rey. Ellas
mismas recordaban el miedo y el dolor que habían experimentado en sus comunidades
por parte de la policía o las noches de incertidumbre cuando los soldados hacían
incursiones en sus casas con el pretexto de buscar narcotraficantes, encañonando, sólo
para atemorizar, lo mismo a niños que a jovencitas o ancianas. Saber que Juana no se
amedrentaba frente a hombres armados, y que al contrario los enfrentó y venció en
numerosas ocasiones, les permitía albergar la fantasía de que algún día ellas también
podrían enfrentar al invasor.
El día se les iba en un suspiro, nadie quería que la reunión acabara, y menos si aún no
probaban el chocolate caliente que Candelaria les ofrecía al finalizar la sesión de bordado.
Había aprendido a cocinar con las nanas y sus abuelas, y no había receta que se le
comparara.
Cada una había encontrado en Juana una representación de su propia historia, desde las
que teniendo una vida cómoda preferían, como Juana, una vida de combate por la
dignidad y la libertad, hasta las que orilladas por el dolor y la urgencia se veían forzadas a
exigir justicia y respeto, incluyendo a sus propias parejas.
_ ¿Se acuerdan de la huelga de hambre para que suspendieran la tala en los bosques de
San Isidro Aloapan?_ preguntó Adelina
¬_ Doña Yolanda era como mi Juana ¡con los ovarios bien puestos!_ expresó con
vehemencia María Catarina.
_ Ojalá y así nos uniéramos para defender el agua. Allá en Cuentepec ya nos estamos
organizando_ afirmó Alejandra.
Animadas paladeaban con placer cada sorbo de aquella bebida milenaria, mientras
compartían sus propias historias de horror e indignación, deseando con pasión que la
fuerza de sus anhelos transformara sus vidas.
¬Como narradora experta, Margarita les contaba con lujo de detalles sobre el paisaje, las
relaciones y los sentires de Juana, su familia y la de los españoles, les explicaba sobre las
formas y costumbres a las que se enfrentaban y siempre suspendía la historia en un
momento clave para continuar en la siguiente reunión.
Poco a poco, los bordados se transformaron en un pretexto para reunirse y comentar
sobre la propia soberanía y libertad. En cada reunión empezó a bordarse también un plan
para fortalecer la unidad y dignidad de su pueblo.
_ Es que pasan los siglos y parece que no ha cambiado nada desde que vivía Juana, las
mujeres seguimos sufriendo las mismas carencias y el mismo dolor de ver el hambre en
nuestros hijos_ se lamentó en voz alta Conchita.
_ Parece que no ha cambiado, pero si te fijas bien, hoy tenemos una libertad que no
tuvieron nuestras madres y menos las abuelas_ agregó Oliveria.
_ Lo que pasa es que no es suficiente, tenemos que seguir luchando como Juana, que
nunca se rindió, aunque estuviera embarazada, seguía luchando_ intervino María
Catarina.
_ Mi vida es una lucha, desde que me levanto a traer agua, atiendo a mis seis hijos, hasta
el día de bordado que camino más de dos kilómetros desde la sierra para llegar aquí y de
regreso_comentó con modesto orgullo Nayeli, quien al igual que Juana durante la batalla
por la liberación de Lima, lucía un embarazo de más de cinco meses.
Al igual que dos siglos atrás, los indígenas en Oaxaca, como en muchos otros lugares de
México y Latinoamérica, seguían experimentando lo mismo que aquellos nativos del Alto
Perú por los que Juana Azurduy luchaba: explotación, esclavitud, despojo, pobreza,
discriminación, marginación, violaciones, muerte…
La indignación bullía con más fuerza en sus corazones cuando escucharon que Juana
perdió cruelmente a sus cuatro hijos pequeños, agobiados por el hambre, las privaciones
y el paludismo. Sentían la fuerte empatía de quien comparte lo vivido. Las tejedoras más
jóvenes del grupo, Guie'dani y Xcaanda, por ejemplo, también habían enterrado a uno y
dos hijos respectivamente, atacados por el dengue y la pobreza que les impidió acceder a
la atención médica oportuna.
_ Se acuerdan cuando en Quiegolani le impidieron a Eufrosina ejercer como presidenta
municipal_ comentó Josefa.
_ ¡Qué coraje, de nada les valió nuestro voto y la sacaron sólo “por ser mujer”!_ agregó
molesta Gertrudis, quien pocas veces intervenía.
_ ¿Se imaginan si Juana hubiera nacido en Oaxaca?_ propuso Margarita.
_ ¡Yo, votaría por ella para presidenta!_ exclamó entusiasmada María Catarina
Sensibles y sororidarias, sufrieron también la consternación, el dolor y la impotencia que
Juana debió sentir cuando vio la cabeza de su esposo Manuel Ascencio -el héroe Padilla-,
clavada en una lanza que exhibieron en la plaza de La Laguna.
_ ¡Qué impotencia! me recuerda a mis primos Sansón y Amado, que afortunadamente no
están muertos, pero también fueron torturados y encarcelados injustamente, primero por
no hablar español, y luego porque así son de injustos con nosotros, ya llevan más de 20
años encerrados _compartió con digna tristeza, Jacinta.
_ A mi Pablo también lo golpearon y encerraron por defender el bosque, y es la hora que
no lo puedo ver, lo tienen incomunicado_ expresó casi en un sollozo Ignacia.
_ A mi papá lo asesinaron en Aguas Blancas, y jamás hubo justicia_ expresó con
profundo dolor Angelina.
Las lágrimas de todas se derramaron en silencio y solidaridad con Cristina, mientras el
amargo sabor del dolor personal se mezclaba y diluía en una fabulosa combinación de
colores con las que bordaban flores y grecas, transmutando sus pensamientos profundos
en un anhelo de paz y libertad que evocaba el fervor de la lucha por la independencia, y la
profunda necesidad de autonomía, que en su momento, también guiaron la vida de Juana
Azurduy.
Un espíritu de unidad se fue apoderando del grupo, el bordado que comenzó como un
proyecto personal e individual, se transformó en una obra colectiva, cada pieza era el
complemento de otra, los colores se mezclaban en una armonía que les sorprendía por su
instintiva congruencia.
Y aunque Juana murió a los 82 años, en la mayor pobreza, sepultada en una fosa común
y sin más honores ni glorias que su propia memoria, hoy latía viva, en el aliento que
inspiraba a esas mujeres. Y justo en ese mismo momento, la experiencia se replicaba en
otros grupos a lo largo de Latinoamérica. No estaban solas.
Museo de Historia, Territorio mexicano de la Patria Grande, 2116
Los estudiantes del primer ciclo que estaban por terminar el recorrido en el Museo de
Historia de la Patria Grande, habían escuchado con atención a lo largo de dos horas un
breviario de acontecimientos ocurridos desde Argentina hasta México -con todo y el
extenso territorio recuperado- que ahora conformaban un mismo pueblo. Habían atendido
con interés los hechos que habían llevado a conformar su Patria Grande, un pueblo unido
en sus diversidades culturales e históricas, ligado por un complejo sistema colaborativo y
solidario de autogobiernos comunitarios.
Les había resultado particularmente interesante comprender la compleja lucha que se dio
para lograr la autonomía de los centros comunitarios y su complejo pero eficiente manejo
a través de redes, sin dirigencias centrales y con el eje rector de los derechos humanos
como guía de convivencia y avance.
_ Para concluir este recorrido histórico que rememora el nacimiento de nuestra Patria
Grande, mi compañero Hugo, les explicará la primera y última pieza de nuestro museo,
elemento clave en la gestación del movimiento emancipatorio y de la Unificación
Revolucionaria de Latinoamérica, que dio lugar al nacimiento de nuestra Patria Grande_
se despidió con efecto dramático la guía del museo, antes de despedirse.
_ Gracias compañera. Como podrán apreciar, el textil que tengo al fondo recrea el sueño
de libertad por el cual lucharon mujeres y hombres que promovieron el impulso de ver a
su patria libre y soberana; es un trabajo colectivo, y aún con nuestra tecnología, no se han
podido precisar los estilos artísticos de las líneas de bordado, debido a la uniformidad que
presenta, la historia oral –como seguramente ya escucharon en el recorrido- nos dice que
participaron al menos una veintena de mujeres…
El coordinador del museo explicó al estudiantado cada elemento técnico y simbólico de
aquel inmenso bordado. El grupo de estudiantes hizo numerosas preguntas antes de
dispersarse para abordar el transporte.
_ ¿Tú quién serías si hubieras estado en el inicio del proceso de la Unificación
Revolucionaria de Latinoamérica? Preguntó Alisha a Noeymi.
_ Creo que Margarita, porque me encantan las historias_ comentó reflexiva Noeymi.
_ Yo sería como María Catarina, por su espíritu libertario_ correspondió Alisha.
_ Yo sería como Juana Azurduy, porque las inspiraría a todas_ Interrumpió impertinente
Javiera
_ Ajústense el cinturón de seguridad, que ya nos vamos_ comentó el maestro Evodio,
agregando_ Espero que la visita al museo nos permita comprender que la historia es
nuestro motor de cambio y transformación, que podamos valorar las vidas de quienes
cruzaron los límites, cambiaron esquemas, construyeron igualdad y nos demostraron que
el Buen Vivir es posible.
_ Y que la construcción de un mundo digno en el que todos y todas tenemos lugar, debe
ser permanente_ agregó en voz alta e intelectual Agustín, que había anotado las frases
importantes en su libreta.
_ Así es Agustín, todo puede ser posible si lo empiezas a bordar en el infinito manto del
pensamiento_ concluyó Evodio, orgulloso de los comentarios de sus estudiantes.
Perla Guadalupe Castillo Solís
México
Milagro
José Fernando ORPÍ GALÍ
Primer premio 2017, ex aequo
Muchos años después, frente al pelotón que formaban sus compañeros de investigación y
en el acto donde sería condecorado, volvió a ver aquellos ojos. Y en el calor de la mañana
el aleteo de una mariposa amarilla como las que acompañaban a Mauricio Babilonia.
Presentía que aquellos ojos, ya devueltos a la normalidad, desde algún lugar lo
escrutaban. Tragó en seco. No quería mostrar turbación ante el público asistente e
introdujo las manos en los bolsillos de la bata. Docto, ¿usted cree que yo pueda verle la
cara algún día? Amaranta se llamaba esa paciente que él nunca pudo olvidar porque la
piel despedía un inquietante olor a albahaca y le recordaba a su abuela materna. A través
de la lluvia la vio llegar un día a la consulta, escoltada por dos muchachas escuálidas
como figuras recortadas de un viejo álbum. Experimentó un ligero temblor al escuchar que
lo nombraban y tuvo que dirigirse al centro de la tribuna para recibir un diploma y un ramo
de flores. Respiró de nuevo el olor a albahaca. Una de las flores tenía pétalos amarillos
que semejaban alas y sobresalía del resto con arrogancia. Desde allí Amaranta parecía
contemplarlo sobre el jardín agreste de un país lejano. Ojos-cielo. Ojos-luz. Siempre lo
voy a recordar, docto. Usted es un santo. La señora que colocaba en su pecho la medalla
le devolvió un rostro conocido, borroso por la lluvia y las cataratas de la infelicidad.
Entonces sintió en el pie la mordedura y se vio a la deriva, sin fuerzas, arrastrado por el
ocre remolino del río. Una abeja, atraída por el fulgor de las flores le había enterrado el
aguijón mientras él recordaba lecturas de adolescencia en el agridulce panal de la
historia. Docto, ¿le puedo ayudar en algo? La voz le llegó clara y precisa y sintió el
estremecimiento primigenio. Cuando volvió la cabeza ya era tarde. Amaranta se perdía en
el tumulto de personas, con una flor amarilla que aleteaba en su pelo blanco.
José Fernando Orpí Galí
Santiago, Cuba
Esta tierra que habitamos
Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ
Primer premio 2017, ex aequo
Volvieron a ver su tierra después de muchos años en el exilio. La curva del camino, ya
reconocida hace tiempo, les indicó que estaban cerca de la parcela en donde alguna vez
fueron felices. Manuel acarició la cabeza su hijo mientras miraba los ojos melancólicos de
Martha, tratando de contagiarle esa esperanza que hoy sin embargo se dibujaba solo
como una promesa. Caminaban lentamente como buscando desandar los pasos que la
violencia les había obligado a dar abandonando todo lo que poseían.
Hacía ya un año que la guerra había terminado. La paz se firmó entre los aplausos de
unos y la indiferencia y el escepticismo de otros. El perdón y el olvido se impusieron por
decreto. Se habló mucho de víctimas y de reparación. Miles de hombres y mujeres
colmaron las oficinas del gobierno buscando que el Estado les reconociera sus muertos y
les devolvieran la tierra que hacía mucho tiempo los poderosos les habían arrebatado.
- Desde aquí ya queda poco para el rancho. Lo primero será acomodar la cerca, yo me
acuerdo que antes se nos metían mucho los animales del compadre José y nos dañaban
las matas.
-Estoy cansado y tengo hambre.
-No se preocupe Esteban apenas lleguemos su mamá nos prepara algo, más bien súbase
al caballo y ayúdenos a guiar las demás bestias.
Martha levantó los ojos y vio su antigua casa al final del sendero. Era solo una ruina.
Cuatro paredes seguían en pié en medio de una tierra gris que daba testimonio de
tiempos de violencia y muerte. Amarraron los caballos y las mulas y entraron respirando
largamente como quien despierta de un terrible sueño y ahora solo quiere reconocerse en
el mundo de los vivos.
- En esta habitación nació usted.
Martha y Manuel acariciaban las paredes y acercaban el oído como queriendo que estas
les reconocieran y les dieran la bienvenida.
-Aquí en este patio mataron a su hermano Julián, le dispararon tres veces.
Se detuvieron mirando un árbol muerto, abrazándose y sabiendo que lo que seguía era lo
más duro, recuperar la tierra también es añorar a los muertos, seguir adelante a pesar de
la tristeza.
En la Mañana Braulio y José saludaron desde el recodo del camino. Encontraron a la
familia entre herramientas acomodando el techo y descargando las últimas cosas que
traían consigo.
-Compadre esta tierra esta enferma. Ya no crece nada. Los de la oficina del gobierno nos
dicen que es mejor venderla.
Manuel miraba un puñado de ceniza que se encontraba bajo sus pies. La tomó en sus
manos tratando de olerla.
- Sembraron palma los últimos quince años, el señor que compró todo esto tenía mucha
plata, trajo maquinaria, trabajadores y muchos químicos. La tierra se agotó y ahora es un
puñado de ceniza. Solo ceniza Manuel, solo eso nos dieron.
- ¿Y entonces que van a hacer ustedes?
-La cosa va muy mal Manuel, con otros hemos decidido vender, veníamos a decirle a
usted, para ver si siendo muchos nos pagan un poco más.
-¿Y nuestros muertos? ¿Los que nos mataron? Esta tierra es nuestra y no la vamos a
dejar.
-Compadre, no es cosa de muertos es cosa de vivos, si nos quedamos aquí va a ser para
morirnos de hambre.
Manuel sintió que el sol castigaba su cuerpo. Miraba con pena a su familia, pero con más
pena y dolor a los dos hombres que ahora solo hablaban de vender todo y volver a una
ciudad que no les pertenecía, que siempre los había tratado como extraños.
- Gracias compadres pero yo me quedo. Si alguien les pregunta le dicen que prefiero el
hambre aquí en mi tierra que en los tugurios de la ciudad. Si, para mi esa hambre es peor.
Las semanas que vinieron fueron terribles. Efectivamente la tierra agotada se había
convertido en un puñado de ceniza y sal. Sembraron primero las semillas que les dio el
gobierno pero ni un brote hacia avizorar que la situación cambiaria. Ahora solo les
quedaba el maíz, el mismo que Martha recogió en un tarro el día que mataron a su hijo, el
día que abandonaron todo.
Manuel y su hijo tomaron los azadones y cavaron lo más profundo que pudieron. Al fondo
la promesa de una tierra negra y fértil nunca los esperó. Todo era igual, un hollín que se
extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Esa tarde una camioneta lujosa se estacionó
afuera del rancho. En ella un hombre obeso y una mujer joven, que a Esteban le pareció
hermosa, los miraban con desprecio y lastima. No se bajaron del vehículo, no hablaron
con nadie, solo esperaban como buitres a ver que la familia cayera, para apoderarse del
miserable terreno que habitaban.
-Yo creo que no es la sal lo que mató esta tierra, fue la sangre de tanto muerto. La sangre
de su hijo y el mío que nos mataron en este mismo patio.
Sembraron el maíz, lo regaron trayendo el agua de muy lejos por que incluso los ríos se
negaban a dar el consuelo del agua. Los días pasaron y solo se veía el mismo paisaje
triste. Cuando se agotó el alimento supieron que tal vez habían vuelto a esta tierra solo
para morir.
-Martha, amor que nos queda.
-Un puñado de harina y unas cucharadas de café.
-Entonces llego la hora, prepare la comida, después solo nos queda morirnos.
Comieron amargamente, no dijeron nada, solo se miraban pensando que la vida se había
ensañado siempre con ellos, que eran los condenados de la tierra. Salieron del rancho y
contemplaron las estrellas. Se acostaron en medio del campo y esperaron así que Dios
cerrara sus ojos.
Cuando despertaron los primeros brotes se levantaban orgullosos. Habían vencido.
Álvaro Lozano Gutiérrez
Bogotá, Colombia
La revolución viene en bicicleta
Laura FUENTES BELGRAVE
Parapetado tras la ventanilla rota de la vieja camioneta Ford, Ernesto mira con indolencia
el embotellamiento de autos al cual contribuyen en este momento él y su padre, quien
suda copiosamente sobre su enorme barriga atorada contra el volante, mientras cada
cinco minutos exhala improperios contra los demás conductores. A pesar de estar cerca
de la casa, su auto se encuentra inmovilizado hace una hora sobre un pequeño tramo del
boulevard de acceso a la capital, cuya incapacidad de dejar fluir las bocinas que perforan
el tímpano de Ernesto, se debe al azaroso desbordamiento de las raíces de los árboles de
Poró. Estos se ubican a ambos lados de la calle y la estrechan, retando la planificación
urbana desde tiempos inmemoriales. Decenas de árboles en pleno estallido floral,
aparentemente ajenos al caos vial a su alrededor, son sacudidos por el viento y dejan
caer de sus nutridas ramas cientos de florecillas rosadas sobre los autos, cual bálsamo
apaciguador para furias de cuatro ruedas.
Cansado de estar en la misma posición, el niño se endereza, desabrocha y abrocha su
cinturón de seguridad, resopla, vuelve a hundirse en el asiento, mira ahora más lejos, más
allá de los árboles de Poró. Sobre la acera, con una rapidez y una alegría palpables en la
fortaleza de sus piernas y en la nitidez de su sonrisa, pedalea enérgica una niña que
atraviesa fulgurante el campo de visión de Ernesto. Simultáneamente, su padre
transforma sus insultos periódicos en quejidos apagados que incitan al niño a voltear su
cabeza de inmediato. Los bocinazos en derredor continúan, enrojecido, el adulto apaga el
motor del auto, se lleva la mano al pecho, el sudor lo empapa, lanza una mirada de auxilio
a su hijo, quien no comprende, pero se asusta, lo palpa. Su padre cae inconsciente sobre
la bocina y el sonido estentóreo se extiende sobre esa tarde calurosa como un grito que
horada para siempre la memoria del hijo.
La imagen de los raspones en sus rodillas adelanta la llegada de Victoria bajo una lluvia
de florecillas de Poró. La niña detiene intempestivamente su bicicleta junto a Ernesto,
sentado en los últimos peldaños de la escalinata del acceso principal a la Iglesia del
Socorro. Lleva un corbatín negro, una camisa con la plancha estampada y un
pantaloncillo gris. Observa perplejo a la niña, quien le saca la lengua y espera su
reacción. Ernesto sale de su mutismo y le dice: -Me aburre la misa. Victoria le responde
confianzuda: -A mí también, prefiero sentarme a respirar bajo los árboles. El niño traga
saliva y le espeta sin respirar: -Mi papá está en la Iglesia, en una caja de muerto, según
mami ésta es su despedida. Victoria se pone seria, patea la llanta delantera del vehículo,
estira cuán largo es su cuerpo de nueve años, y pregunta: -¿Querés subir a la bici un
rato? Al niño le brillan los ojos, pero no sabe qué hacer, escucha a sus espaldas el barullo
funerario ya emergente de la Iglesia. Victoria comprende su indecisión, monta en la
bicicleta y antes de partir exclama: -Vivo detrás de los últimos árboles del boulevard, es la
única casa sin cochera. Ella se aleja al tiempo que el niño oye acercarse el llanto de su
madre.
Después de los últimos exámenes del segundo grado llegaron las vacaciones. La madre
de Ernesto había vendido la camioneta para pagar el funeral de su padre y aún tenía
deudas pendientes, por ello había organizado un negocio de pastelería a domicilio del
cual se ocupaba cuando salía de la oficina. No había dinero para paseos y el niño se
consumía periódicamente delante de la televisión, por este motivo, su madre lo enviaba
con frecuencia a realizar alguna diligencia cercana. Una mañana lo envió temprano a
entregar un pastel recién horneado para el cumpleaños de una niña residente en los
linderos del barrio, ni muy cerca ni muy lejos. Cuando Ernesto dio con la dirección
entendió que aquella casa sin cochera era la misma de la niña con bicicleta, fue ella quien
le abrió la puerta minutos después de accionar el timbre.
-¿Vos cumplís años? Me enviaron aquí a entregar este pastel, le lanzó Ernesto a
quemarropa. -¡Sí! Estoy cumpliendo diez años, ¿vos apenas vas en segundo, verdad?- le
respondió algo burlona. El niño, un poco incómodo, aseveró: -Ya pasé a tercero y en un
mes cumplo nueve años. Como si quisiera afianzar su autoestima, agregó con intrepidez:
-¿Todavía podría montar tu bici? La niña rió de buena gana y lo invitó a pasar a la casa,
llamó a su padre, quien tomó el pastel y le dio al niño algunos billetes que él guardó
celosamente en el monedero de su madre. Victoria le contó que su padre le había
regalado una bicicleta nueva, por lo tanto, podían salir a pasear juntos si él quería usar la
otra. Emocionado, Ernesto aceptó, no sin antes mirar de soslayo al padre de Victoria,
quien aprobó la idea siempre y cuando no pedalearan entre los autos.
Los niños tomaron las bicicletas, pero Victoria se llevó una sorpresa mayúscula al
descubrir que Ernesto no sabía ni cómo montarla, entonces no llegaron muy lejos, pues la
niña le dio una primera lección de muchas a lo largo de las vacaciones. Al final de este
período, ambos ya eran capaces de pedalear juntos y sortear el tráfico endemoniado del
boulevard, pese a las advertencias de sus respectivos padres sobre el riesgo de
incursionar en la zona de conductores. Esta población de nervios destrozados encontró
en la muerte del padre de Ernesto y en un par de graves accidentes más, la justificación
de una demanda a la municipalidad para exigir la tala de aquellos árboles de Poró nacidos
antes del boulevard, de tal forma que se ampliara la calle a dos vías para permitir un
tránsito fluido de los vehículos.
De vuelta a clases, la mayoría de los estudiantes comentaba lo escuchado en sus
hogares, mostrándose de acuerdo con la tala de los árboles, pues sus progenitores a
veces tardaban horas en recogerlos debido a la estrechez del boulevard. Ni Victoria ni
Ernesto apoyaban esta medida, pues en sus casas no había auto, ambos llegaban y se
iban de la escuela en bicicleta, impulsados por el viento y bañados en florecillas,
compitiendo en un alegre juego tanto al despertar el día como a media tarde. Por su parte,
la municipalidad enfrentaba diariamente hordas de manifestantes en su edificio, así como
unas próximas elecciones que dejaban pocas dudas sobre la decisión a tomar por las
autoridades. Los niños, que habían aprendido a rodear las gigantescas raíces arbóreas en
sus viajes en bicicleta, a disfrutar de la sombra de los árboles y de la llovizna de flores
cotidiana, no concebían el boulevard sin asomo de estas especies nativas, por esta razón,
elaboraron un plan para salvar los árboles de Poró.
Cada día, durante aquellos primeros meses del ciclo lectivo, prestaron las bicicletas a una
niña o a un niño distinto, mientras esperaban la llegada del adulto de rigor a la salida de la
escuela. No se sorprendieron cuando tiempo después, para la celebración del Día del
Niño y de la Niña, muchos de sus compañeros contaron alborozados que habían recibido
la implorada bicicleta como regalo, era pues, el momento de poner en ejecución la
segunda parte del plan de Victoria y Ernesto. Ambos animaron a sus compañeros de
diferentes grados escolares a imaginarse al volante de sus respectivas bicicletas, libres al
fin del control de sus padres y de la ponzoña diaria del embotellamiento vehicular en el
camino a la escuela. El pequeño sueño fue creciendo entre la población estudiantil, hasta
el día en que el alcalde decretó la tala de los árboles de Poró con el fin de ensanchar el
boulevard.
La fecha de la tala se acercaba y había que actuar rápido, según el plan convenido por los
niños. El día que los trabajadores de la municipalidad sacaron sus motosierras y se
dirigieron a cumplir la orden del alcalde, niñas y niños de diferentes puntos de la ciudad
escondieron las llaves de los autos de sus padres. Cientos de adultos irritados revolvieron
sus casas y apartamentos sin encontrar una sola llave, los cerrajeros de la ciudad se
saturaron de trabajo y no pudieron dar abasto a la cantidad de llamadas enfurecidas que
recibían por minuto, los taxis chocaban entre sí impidiendo el desplazamiento de otros
autos y de las puertas de los autobuses colgaban tantas personas que los oficiales de
tránsito los detenían para multarlos. Madres primerizas o experimentadas, padres solteros
o en unión libre, familias diversas o recompuestas, abuelas consentidoras o gruñonas,
abuelos con artritis o dientes postizos, parentela temida o querida, todos y cada uno de
ellos no tuvo más opción, ante el insistente ruego de los infantes, que enviarlos a la
escuela en bicicleta.
Una marea de dos ruedas con ojos chispeantes inundó las calles dirigiéndose con un
fuerte pedaleo hacia la capital. Los empleados municipales aún no comenzaban su labor,
las bicicletas se detuvieron a lo largo del boulevard, y éste se vio por primera vez en su
historia despojado de humo, bocinazos, ruido de motores y tensiones humanas. Victoria y
Ernesto pedalearon con lentitud hacia los árboles, al tiempo que de sus antiguas raíces
germinaban nuevos brotes que se enredaron como helechos en sus bicicletas hasta
estallar velozmente en las típicas florecillas del Poró. Ambos giraron sonrientes las ruedas
de sus vehículos, convertidos ahora en jardines ambulantes, y encabezaron una
“bicicleteada” infantil de varios kilómetros hacia la capital, trazando la ruta que más tarde
la nueva alcaldesa transformaría en una reluciente ciclovía, mientras las motosierras eran
aprisionadas por esas mismas raíces, ante el estupor de los trabajadores de la
municipalidad.
Laura Fuentes Belgrave
Costa Rica
Reconciliación
Alexis MARTÍ VERANES
La partida era inminente. De nada serviría recordar buenos momentos. Sobre sus piernas,
él acariciaba con la yema de sus dedos esa boca; la boca que jamás volverá a tener y que
aun gritando palabras hirientes, era la única en quien podía confiar.
Mientras recoge sus pertenencias la observa. Quieta, de pie, contra la pared estaba ella,
sin decir una palabra, hierática, desnuda a pesar del clima. Con su vientre todavía
cargado esperaba el momento de parir, pero esa decisión le correspondía sólo a él que ya
había sido padre muchas veces y rezaba porque mujeres como ella dejaran de alumbrar.
Estaba al tanto de todas las noticias en las cadenas de radio colombianas; quería que los
doctores de la política se pusieran de acuerdo sobre la medicación necesaria. Con sus
paisanos comentaba, sin ocultar su agrado, sobre el momento de la separación y como no
extrañará sus andanzas por las lomas junto a ella, ni los baños que tomaron después de
una larga caminata, los ruidos en los cerros a media noche, ni el escapar de otras fieras
con ella sobre su espalda. Él sólo sueña con regresar a su esposa, sabe que lo espera y
que no se siente traicionada por otra de carnes más duras. Pero ha pasado mucho tiempo
y él ha estado ausente. No conoce su último hijo, no les dio el adiós a sus suegros, no ha
vuelto a arar sus tierras ni ha ensillado con cariño a su ya envejecido ¨mexicano¨. Hace
tiempo ya no es agradable sentir el canto de un gallo, porque ahora es una alerta, hace
tiempo comparten el cielo con palomas pájaros de otro material, desde que escapó con
ella ya no es capaz de sentir conexión con la naturaleza. ¿Es un castigo de dios? Se
pregunta a diario y maldice con rabia la alianza a la que se ha comprometido, pero un
hombre tiene que honrar su palabra aunque el arrepentimiento lo consuma.
Ahora llora. En la radio han dado la noticia.
¨Las hostilidades entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del
Pueblo y el Gobierno constitucional han llegado a su fin. Después de 50 años de lucha y
de resistir la acometida de 13 gobiernos consecutivos, el paramilitarismo y el empleo de la
más moderna tecnología militar norteamericana ,se ha firmado un tratado de paz
conducido por la senda del diálogo¨.
Mientras recoge sus pertenencias la observa. Aunque la imagen esta borrosa por las
lágrimas, la conoce bien. Fueron muchos años juntos, años, que él quisiera no haberlos
vivido, años empuñando su cuello frío, su boca dura, cargando con su peso en las
espaldas, cuidando de ella sin sentir un gesto cariñoso de vuelta. Llora porque mientras
sus manos cierran el morral como símbolo de su última atadura, en su mente, sus brazos
están estrechando ya a su esposa, quien llora con él y le dice: ¡Se acabó,… al fin
acabó…no más guerra! Al entrar a la casa, que ahora le parece más pequeña, su mente
reconoce los olores que creía haber olvidado, se sienta en su silla preferida y sus manos
abrazan nuevamente la taza metálica que contiene el agradable líquido humeante, bebe a
sorbos y siente como sus venas se calientan con el café mientras observa los labios de su
esposa. Recuesta la silla, cierra sus ojos y un largo suspiro de confort inunda la casa. De
la chaqueta saca una fotografía, una evidencia concreta de su andanza tomada en el
campamento, en la que su cara desaliñada y barbuda con ojos inexpresivos, desentona
diametralmente con la manera en la que su mano agarra con fuerza el cuello de una
ametralladora.
Alexis Martí Veranes
Santiago de Cuba
Ejército del Sur
Jorge GUTIÉRREZMARTÍNEZ
El panteón queda solo desde las diez de la noche. La puerta se cierra con candado. Los
muertos y sus historias quedan bajo el resguardo de la oscuridad. Nadie se atreve a
visitarlo.
Durante el último año se ha escuchado el ruido de los cascos de los caballos de todo un
ejército que cruza el cementerio. La gente cree que es el diablo y sus huestes arrastrando
almas impías al infierno.
El doctor Carmona dice que el estruendo que surge del vientre del panteón se explica por
la actividad del volcán que hace que truene el subsuelo. El maestro Enríquez, que se trata
de las extracciones ilegales de la minera gringa que trabaja noche y día.
Aguijoneado por el miedo decidí buscar la verdad. Escapé de casa en la madrugada y me
aposté entre las ramas de un árbol que me permitía ver por encima de la barda del
camposanto.
Mi estado de vigilia comenzó a agrietarse. El sueño me acercó al mundo de los muertos.
A lo lejos escuche venir a los caballos con un trote que crecía y crecía en intensidad. Una
polvareda luminosa avanzaba entre las tumbas.
Entonces vi la verdad. Ni diablos ni calaveras. Era el general Emiliano Zapata; con los
ojos tristes, pero inyectados de furia; seguido de su ejército del sur. Todos montaban
caballos blancos, llevaban puestos sus trajes de charro negros con el sombrero
descansando en sus espaldas. Avanzaban a gran velocidad y cuando estaban a punto de
chocar con la pared se desvanecían.
Jorge Gutiérrez Martínez
México
Falsos positivos
Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ
Segundo premio 2016
NOTA DEL AUTOR: Falso positivo: Es como se conoce a las revelaciones
hechas a finales del año 2008 que involucran a miembros del Ejército de Colombia
con el asesinato de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros
muertos en combate dentro del marco del conflicto armado que vive el país. Estos
asesinatos tenían como objetivo presentar resultados por parte de las brigadas de
combate.1 A estos casos se les conoce en el Derecho Internacional Humanitario
como ejecuciones extrajudiciales y en el Derecho Penal Colombiano como
homicidios en persona protegida.
La mañana abrió sus ojos a otro día de lucha. Recorrió la casa despacio
deteniéndose de manera inconsciente en cada en cada objeto, en las
imperfecciones de las paredes, en las grietas abiertas por el tiempo, en cada
retrato que evocaba el pasado, acariciando todo con la mirada, acariciando la
memoria.
- Mire que este café le hubiera gustado, es un poquito amargo pero así le
gustaba a usted ¿se acuerda?
Sus manos reconocieron las sabanas buscando esa silueta perdida. Un
ritual repetido mil veces para organizar la vida en torno a los recuerdos, sin llanto,
sin palabras, sólo precisando que el aliento de su hijo no se perdiera para
siempre.
- Ayer encontraron a su amigo Gonzalo en la fosa del cementerio central,
también lo mataron por la espalda. La comadre Diana tuvo problemas con los
militares, casi no se lo dejan sacar.
Cinco años atrás, cuando Antonio tomó su camino, en su mente había más
hambre que ilusión, era ese dolor que lo acompañaba desde niño: la pesadez, el
desaliento, eso que anima los sentidos acallando las ideas. La plaga de los
condenados de la tierra. Se fue a recoger café, buscando en esas lejanas
montañas un poco de dignidad. Ahora lo único que le quedaba a María era su
sombra atrapada en los objetos, restos de una vida cegada por una guerra que
nunca decidió pelear.
- Hoy me toca terminar más tarde, mire que llegaron unas compañeras de
lejos.
Ese día la plaza estaba llena, innumerables mujeres sostenían retratos de
sus hijos muertos. Parecían infinitos, pero no obstante cada una de ellas tenía una
cifra exacta: 3.796. Civiles inocentes, llevados bajo engaños a zonas de combate,
asesinados a sangre fría y presentados como bajas enemigas, presentados como
trofeos de guerra.
Todos eran pobres, a todos les habían prometido un trabajo, todos
ejecutados y declarados como guerrilleros. Ahora recorrían la plaza los jueves en
la tarde, sus imágenes recordaban al mundo que en una guerra sin sentido los
absurdos pueden multiplicarse en los cuerpos de aquellos que nunca sostuvieron
un fusil.
- A mi hijo me lo mataron hace cinco años, le dispararon y le pusieron un
arma en las manos. Después cobraron la recompensa.
María le hablaba a un grupo de mujeres recién llegadas, sus rostros
asustados mostraban la extrañeza ante una ciudad que no les pertenecía. Ahora
ella era fuerte, había aprendido a serlo gritando la verdad todos los días.
Las abrazó largamente con la ternura que viene del intenso dolor. Todas
eran una sola persona, las unía un pasado en común, la de ser las madres de los
falsos positivos.
Álvaro Lozano Gutiérrez
Bogotá, Colombia
Miembro del colectivo literario Surgente
Bajo el Flamboyán
Noel PÉREZ GARCÍA
Primer premio 2016
Meses después esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de
la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán. Silvita estará sobre sus
piernas, incitándolo a contar más, «¿y entonces qué pasó, papi», y él tendrá otra vez que
volver a inventar detalles a la historia, como siempre hace: poner abismos donde había
huecos, selva donde apenas había vegetación, leones y pumas en lugar de unos pocos
lagartos y serpientes de mala muerte, y Silvita abrirá los ojos, muy grandes, esos ojos que
son de su mamá, y dirá un ohhhh muy prolongado, y lo abrazará y reirá y él será otra vez
el hombre más feliz del mundo, aunque Silvia le diga bajito «mira que inventas», y el beso
le diga que no es reclamo sino parte del juego al que invita una tarde bajo el flamboyán,
ese que el bisabuelo sembró con sus propias manos y siempre ha sido el lugar de los
cuentos, de las reuniones, del reencuentro luego de cada viaje. Porque de este viaje
también regresará, como de los otros, y otra vez será la botella de ron debajo del brazo de
Sergio, «¡eh, campeón!, ¿cómo dejaste la Patria Grande?» y el ardor de la bebida al bajar
por la garganta, ese ardor dulzón y acogedor, distinto a este otro que le quema en la
pierna y le siembra escalofríos en todo el cuerpo. Pero de este no dirá nada, ni se quejará
cuando el cuerpo de Silvita, «¿verdad que ha crecido mucho?», presione allí donde la piel
es más sensible, donde quedó la marca, el recuerdo de esos segundos que ahora tal vez
parecen minutos, días, pero que entonces serán sólo eso, una lágrima de dolor fácil de
justificar con la brisa, o la alegría de saberse otra vez entre los suyos, bajo la sombra del
flamboyán del abuelo, narrando todas las peripecias por esas tierras del mundo, por estos
cerros que pueden ser tan peligrosos, pero que en unos meses tal vez sean el lugar más
hermoso del mundo desde donde era posible ver toda la ciudad a sus pies, como
emergiendo de entre un gran abrazo de las colinas; «¡cómo en la Sierra Maestra, papi!»,
sí, como en la Sierra Maestra, y volverá a contarle de sus tiempos de recién graduado,
cuando le tocó servir en un Consultorio Médico de un pueblito de la Sierra Maestra, muy
cerca de donde se estableció, en 1958, la Comandancia General el Ejército Rebelde, en
La Plata. Y llegarán a su mente los recuerdos de su primera visita a aquel sitio donde
estuvieron Fidel y el Che; tal vez sienta la misma emoción de entonces, la que le asalta
cada vez que lo cuenta y repita que solo es comparable a la emoción que sintió allá en
Vallegrande, en La Higuera, frente al busto el Che, a los carteles que recuerdan al
guerrillero, en las paredes que lo vieron morir. Entonces asomará una lágrima y no tendrá
que justificarla, porque todos lo saben reviviendo esa visita, tantas veces contada bajo el
flamboyán. Silvita lo abrazará en silencio, y Sergio alzará el vaso en salutación, antes de
beber el trago, en mudo homenaje.
Ahora daría cualquier cosa por probar un trago de esa botella con la que siempre Sergio
lo recibe. Sentir el dulce ardor del líquido bajar por su garganta, arroparse con su calor y
dejarse llevar por las brisas de la tarde y la voz de Silvia que le llega desde la cocina,
como un canto de ángeles. Pero la garganta le quema de otro ardor, seco, como si todo el
polvo de la carretera hubiera ido a parar allí. Y las voces que escucha no se parecen a la
de Silvia ni al canto de ángeles; es un lamento, un quejido que se arrastra entre el
pedregal y le sube por la pierna como si brotara de la carne abierta, aunque adivina que
viene de más allá, del otro lado de esa nube de polvo que no parece posarse nunca, y le
oculta a la vista cómo ha quedado la camioneta en que viajaban, o quién de sus
acompañantes es el que llama, se lamenta.
Mucho después, junto a Silvia, bajo el flamboyán, intentará recordar los detalles, pero no
serán diferente a esa sucesión desenfrenada de imágenes que ahora le acechan, esos
segundos en los que la risa despreocupada se rompe en un grito, una advertencia y luego
todo vueltas y más vueltas, golpes y más golpes; luego el silencio y, después, ¿cuánto
tiempo después?, la conciencia del dolor y la quemazón en la pierna. Entonces Silvia, le
acariciará el cabello, le dará un beso en la frente y llorará en silencio las lágrimas que
ahora no puede llorar, allá, tan lejos de todo, de estos cerros traicioneros, de este polvo
que lo ahoga y se mete en cada rincón de su cuerpo, en esa herida abierta en su pierna.
Silvia, allá, quizás camino a la escuela a buscar a Silvita, que saldrá corriendo con un
papel en la mano, el nuevo dibujo que hizo en la clase y Silvia escuchará la explicación de
la niña, «este es mi papá y estos son los niños que él cura para que se pongan mejor», y
Silvia lo adivinará en los trazos infantiles y quizás piense en él y lo vea, como a través de
los ojos de su hija, envuelto en su bata, «creo que me enamoré la primera vez que te vi en
bata», curando a los niños de los cerros. Entonces madre e hija caminarán a casa, muy
contentas, despreocupadas, a escribirle un correo a papá «para que sepa que le hiciste
otro dibujo». Él sabe que será un dibujo lindo, lleno de colores, donde no caben estos
ocres lastimosos del polvo, donde el rojo no será el de la sangre que le baña la pierna,
sino el de la bandera que siempre Silvita gusta de poner en sus manos, como para que no
quepan dudas de dónde viene «su papito».
Se incorpora con dificultad. Ha logrado calmar la hemorragia con un cabestrillo
improvisado. El polvo se ha asentado y logra ver unos metros adelante el perfil del auto.
Muy cerca de él los cuerpos inmóviles de algunos de sus acompañantes. Están cubiertos
de polvo y apenas puede identificar a Rosa, por el vestido que sobresale por debajo de la
bata, ahora confundidos en un mismo trozo de tela polvoriento y con huellas de sangre.
Vuelve a escuchar los lamentos, ahora más definidos. Provienen del interior de la
camioneta y hacia allí va, arrastrando la pierna. Al llegar ve el rostro ensangrentado de
Turiño, el chófer:
—¡Coño, flaco, discúlpenme! —se lamenta Turiño cuando lo ve llegar.
—¡Calma, negro, calma! —dice, mientras da un vistazo hacia el interior de la cabina. Al
lado de Turiño está Manrique, el Jefe de la Misión Médica; tiene la cabeza apoyada contra
el cristal de la ventanilla, salpicada de sangre.
—¡No me di cuenta de ese bache, flaco, discúlpenme, coño!
—¡No te preocupes negro, esa cosas pasan! Ahora necesito que te calmes y me digas
dónde te duele —el negro trata de calmarse, respira profundo varias veces. El negro
Turiño, el chofer, su amigo de otras misiones, un «as en el volante» como le dicen todos
los que han trabajado con él por esas cordilleras de Bolivia, las calles haitianas, o incluso
allá, por Paquistán, cuando lo del terremoto. El negro Turiño que siempre tiene un papel
protagónico en sus narraciones allá en la casa, bajo el flamboyán, cuando cuenta de su
buen humor, de sus chistes, de su habilidad como chofer, pero también de su terror a las
serpientes y a la sangre. El negro Turiño que no puede ver una jeringuilla con sangre y
ahora la ropa toda manchada de sangre, indicándole con un gesto de la cabeza que no,
que no le duele nada, que él está entero, que ayude a los demás. Pero al menor
movimiento el rostro se le descompone y se le escapa un quejido, mientras se lleva la
mano hacia un lado del abdomen. —¡Está bien, negro, trata de no moverte mucho! Echo
un vistazo a los otros y estoy contigo, otra vez, ¿okey?
A Silvia sólo contará en detalle esta conversación, el resto dirá que se le ha extraviado,
como los instantes exactos del accidente. Ella comprenderá y lo abrazará en silencio, sin
hacerle notar que ya sabe todo, que los directivos del hospital le habrán contado lo
sucedido esta tarde, de la muerte de otros miembros de la Brigada Médica Cubana que
viajaban en aquella camioneta, incluido el Jefe de Misión; de los otros que, «gracias al
rápido accionar de su esposo, lograron salvarse». Él se dejará abrazar y regresará a este
momento en el que se mueve de un lado a otro, inspeccionado los cuerpos de los otros
médicos que lo acompañaban, descubriendo con dolor que nada podía hacer por este o
aquel; y la alegría de descubrir que uno aún respira, apenas, pero respira. Y se deja caer
a su lado y le encuentra la herida por donde brota la sangre y logra detener la hemorragia,
con restos de su propia bata, hasta que encuentre los bolsos con medicamento que están
en la camioneta. Entre los brazos de Silvia todavía se preguntará cómo pudo llegar a la
camioneta, a pesar del martirio de su pierna herida; o cómo pudo ayudar al negro Turiño a
salir de la cabina y, luego de acostarlo a un costado del auto, regresar con el maletín de
primeros auxilios, a ayudar al otro colega. Ahora tampoco lo sabe, pero lo importante es
que lo hizo, que sobre su pierna sana sostiene la cabeza del otro médico que respira
ahora con mayor facilidad, que si mira hacia su izquierda puede ver al negro Turiño,
quejoso, pero vivo.
Siente que le ruedan por las mejillas unas lágrimas, las primeras que se permite en
mucho tiempo. Pero sabe qué no son lágrimas de dolor, de ese dolor intenso que le llega
desde las entrañas de su pierna; o del saberse rodeado de los cuerpos inertes de
quienes, hasta unos minutos atrás, compartían con el sueños y alegrías. Para esas
lágrimas ya habrá tiempo. Llora por el sonido de las sirenas que se acercan, porque
adivina la ayuda, porque sabe que el negro Turiño, el médico a quien sostiene la cabeza y
él, estarán a salvo, y que, meses después, esto será una anécdota más, de esas que
gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del
flamboyán, con Silvita sentada sobre sus piernas, escuchándole contar de las peripecias
del negro Turiño al timón, de su miedo a las serpientes y a la sangre; de todas las
caminatas que él y sus colegas hacen día a día para llegar hasta comunidades
lejanísimas, donde nunca antes habían visto un médico. Escuchará el ohhh prolongado de
Silvita cuando le cuente de selvas y panteras, y saboreará el ron que Sergio le brinde de
la botella nueva «especial por el regreso», y del beso prolongado que Silvia pondrá en sus
labios, tras recriminarle sonriente «mira que inventas»; mientras la niña va a buscar el
último dibujo que hizo de su papá, «curando a los niños del mundo».
Noel Pérez García
Sorribe, Santiago de Cuba, Cuba
Susurros de mainumbí
Julieta María BERBEL
Comienza un nuevo día, el sonido del despertar del monte aparta los sueños intranquilos
de una noche que parecía no tener fin. Abro los ojos y una bóveda de verdes
tornasolados promete protegerme del calor que ya empieza a sentirse en mi cuerpo
sudado. Como en los últimos dos días, no hay demasiado tiempo para detenerme en la
selva que nos rodea. El último trozo de sólo unas miles de hectáreas de monte natural.
Miro alrededor y contemplo cómo el pequeño grupo de tres personas ya está preparado
para continuar el camino. Los miro y pienso en el contraste de mi persona junto a ellos.
Como si fueran parte del monte, caminan con pasos que apenas se distinguen del
movimiento del viento entre las hojas. Son del color de la tierra, de la corteza de los
árboles y de las hojas caídas que nos cobijaron anoche. Ramón, el más anciano de los
tres, mira el monte, como leyendo las palabras que la selva garabatea en el follaje. Él
puede leerlo todo en el monte, la tierra y las huellas que en ella se esconden, los indicios
de agua para descubrir una vertiente cristalina y fresca, los aromas y los sonidos. Su
especialidad son los yuyos y sus dones. Por eso está viajando con nosotros. Él fue quien
encontró a Ará tendida en la tierra, y es el único de la comunidad con la capacidad de
mantenerla con vida en el monte, mientras nos dirigimos al puesto de salud del pueblo
más cercano.
Yo había llegado a pensar que Ramón todo lo podía curar con los yuyos del monte, pero
el anciano supo reconocer que aquello que consumía el cuerpo de la niña no era algo que
supiera curar el monte, porque no era una enfermedad de aquí. La sabiduría milenaria
transmitida por los padres y abuelos de Ramón era ilimitada, en cuanto a los secretos de
las plantas se tratara, y podían curar todos los males conocidos y estudiados por ellos a lo
largo de su historia como pueblo. Pero esta enfermedad, que se llevaba el aire de Ará no
se curaba con yuyos, porque no era una enfermedad de esta tierra. Y Ramón nos decía
que es un mal del hombre blanco, y por eso ellos son quienes tienen la cura. Sabía que la
comunidad, indirectamente, me consideraba responsable por la vida de Ará. Yo que soy
“blanca”, soy responsable de sus miserias y dolores, de sus ultrajes y de estas
enfermedades que no les pertenecen y que les trajimos junto a muchos otros dolores y
atrocidades.
Hasta yo misma me sentía responsable, más aún porque podía reconocer la enfermedad
de Ará. Una enfermedad que yo suponía extinta y vencida. Una enfermedad para la que
existía vacuna, y para la cual, muchos en las ciudades ya no vacunaban a sus hijos
porque, se suponía, ya había sido erradicada del planeta. Y me encontraba aquí, extraña,
ajena y responsable, por el dolor de una comunidad que veía morir sus niños con este mal
“extinto”. Un mal que los tomaba de noche, que les quitaba el aliento y el descanso. Un
mal que les golpeaba el pecho y les arañaba la garganta hasta hacerlos escupir sangre.
En este rincón del planeta, en este, quizá único, rincón del planeta donde el monte
albergaba vida humana ancestral, aquí y ahora, los niños morían de tuberculosis.
Una seña de Ramón me devuelve al presente. Hoy me toca el primer turno, junto a Juanjo
para cargar la camilla de Ará. No es una tarea fácil, menos aún con mis pies torpes e
inexpertos en este suelo blando y vivo de la selva. Como si los árboles se movieran, debo
caminar con sumo cuidado entre las raíces escondidas. Cada tropezón es un retraso de
este tiempo que vuela y no perdona y que se nos escurre como arena entre los dedos.
Trato de concentrarme en el suelo que piso, pero mis ojos se encuentran una y otra vez
con los de Ará. Me miran con una transparencia tal, que por un instante siento que puedo
asomarme directo a su alma. No hay reproche en su mirada, sino calma, la calma de
quien comprende muchas cosas, quizá todas las cosas, que están aconteciendo. La miro
y me cuesta recordar su rostro antes de que la tuberculosis la tomara. Con sus catorce
años, ya es considerada una adulta en su comunidad, las niñas con las que creció ya
tienen un compañero e hijos. Pero no Ará. Ella se estaba reservando, por su interés
especial en “las cosas” de Ñamandú. Ella acompañaba a Ramón en sus expediciones por
la selva, aprendía de él a reconocer las flores y los yuyos curativos, y distinguirlos de
aquellos que, aunque atractivos, escondían una dulzura venenosa. Era ella quien lo
ayudaba a preparar los remedios, pisando los ingredientes en un mortero y la que
disponía todo cuando la luna señalaba la hora de un nuevo nacimiento. Ella, con sus
escasos catorce años, era quien más conocía los secretos de la salud y de la enfermedad
de su pueblo, la única de la aldea a quien Ramón había volcado sus conocimientos. Pero
ninguno de aquellos conocimientos había alcanzado cuando la encontró inconsciente
sobre los yuyos que recogía en el monte.
Es cerca del mediodía, sólo nos hemos detenido dos o tres veces para beber agua de los
arroyos que surgen, generosos, de la tierra. No debe faltar mucho para alcanzar la ruta de
asfalto, que nos dirigirá al poblado. Se nota por la densidad de la selva, que va
disminuyendo gradualmente, y los claros que se hacen más frecuentes. Ramón se
detiene repentinamente, escudriñando hacia adelante con los ojos entornados. Y
nosotros, como presintiendo aquello que no se explica sino con el alma, lo imitamos. La
voz de Ramón, que siempre me hace pensar en el sonido del viento deslizándose por el
tronco hueco de una caña fístola, surge de sus entrañas y deja transparentes sus
pensamientos. “Este es el último tramo, el último pedazo de monte espeso antes de llegar
al camino del blanco”. Quedamos en silencio un instante, tomando fuerzas para el último
tirón, o eso creo yo. En realidad el silencio esconde un misterio, y lo descubro cuando veo
que los ojos de Ará parecen perderse en la penumbra de la bóveda de árboles y en la
espesura de las enredaderas y rastreras. De pronto, el monte parece más silencioso de lo
común y me sobrecoge una extraña sensación de que están observándonos. Como si
todo el monte hubiera volteado a mirarnos y tuviera sus ojos fijos en nosotros.
Repentinamente recuerdo lo que las ancianas de la aldea me han contado sobre esta
parte del monte. El último retazo de selva virgen a orillas de la carretera, cargada de
secretos. Este lugar está cargado de mística para los pobladores de la aldea y hasta los
hombres blancos le temen.
Damos el último vistazo hacia atrás, ya tan sólo nos quedan unas pocas hectáreas y
encontraremos la ruta. Ramón dice unas palabras en su lengua natal, que salen y se
escurren como suspiros, pidiéndole permiso al monte para cruzar. Nos hace una seña
para que continuemos el viaje. Miro a Ará y sé que el tiempo apremia. Caminamos más
silenciosos de lo normal, hasta nuestra respiración se desliza cuidadosa por nuestros
pulmones. Sólo el ruido de las hojarascas bajo mis pies corta este silencio, y eso nos
incomoda a todos.
De pronto, un zumbido casi imperceptible comienza a acercarse. Puede que no sea nada,
más que mi imaginación jugando con las historias de las abuelas de la aldea. Pero parece
que no soy la única que escucha el pequeño zumbido, porque Ramón y Juanjo se miran,
aunque no detienen la marcha. A mi izquierda, de refilón, veo un destello, muy pequeño,
entre las hojas. Sigo caminando, tratando de parecer concentrada en la tierra que piso,
pero el destello aparece y desaparece, un poco más adelante, un poco por detrás.
Escucho la voz susurrante de Ramón “mainumbí”, es decir “colibrí”. Nos detenemos, y no
debo preguntar porqué. Este pequeño pajarito, quizá el más pequeño de la selva, es un
animalito sagrado. Se acerca a nosotros, nos rodea con su danza suave pero electrizante,
como suspendida en el tiempo y el espacio. Sus diminutas plumas de colores cristalinos,
parecen alimentarse de retazos de sol. Ramón lo mira fijamente, sigue los movimientos de
su pequeño cuerpo en el aire, como queriendo descifrar el mensaje que su aleteo deja en
una estela invisible. El pequeño ser se detiene, por un instante fugaz y eterno, sobre el
cuerpo inmóvil de Ará. Se posa en su pecho y sacude sus alas, antes de revolotear y
desaparecer velozmente en la espesura. Los ojos de Ará se iluminan con una nueva luz,
una luz que ni siquiera en sus mejores tiempos había yo llegado a apreciar. Una luz que
revelaba que algo se ha transformado en su interior, y esa luz se desborda y se rebalsa
por todos los poros de su piel de niña. Rebalsa y nos salpica a nosotros con suaves gotas
que parecen miel.
Sabemos que es hora de continuar, luego de este momento que puede haber durado
segundos, horas o años. Ya no se cuanto tiempo ha pasado, no recuerdo si fue hace solo
un instante que nos detuvimos o si llevamos una vida suspendidos en este ensueño. Un
poco más allá, la ruta se dibuja surrealista, recortada entre los árboles.
Algo ha cambiado en nosotros, y descubro dentro mío que aunque el futuro, de Ará, el
nuestro, incluso el de la aldea que dejamos atrás hace una eternidad, es incierto, algo ya
no es lo mismo. Algo ya nunca será lo mismo, porque algo nuevo esta naciendo, algo está
empujando los restos añejos, como un arroyo lava y purifica la tierra y la fecunda
llenándola de vida. Algo se está despertando, como de un sueño sin tiempos. Y ya no
importa lo que suceda, no importa qué nos espere en la ruta, no importa si llegamos al
pueblo, ni al puesto de salud. En los ojos de Ará sólo hay felicidad, y tampoco le importan
ya los remedios del blanco. Ya nada importa, todo es relativo. Porque esto nuevo que nos
brota a borbotones del pecho, sólo puede llamarse ESPERANZA.
Julieta María Berbel
Puerto Esperanza, Misiones, Argentina
Las mujeres mágicas
Teresa LÓPEZOLIVERA
Hace miles de luces del tiempo, cuando solía vagar creyendo que sabía de la vida, iba
desde las costas a las montañas.
Las montañas son las más misteriosas y embrujadoras geografías donde se encuentra el
alma de una misma y aprende a respetar las luces y sombras de las demás personas, a
las razones de la vida y las sinrazones de las luchas por la vida sin muerte.
En esas montañas hace miles de años y hace unos segundos, las conocí a ellas, las
mujeres mágicas, las de las fuerzas incontenibles, que te traspasan con su horror y su
esperanza inaudita.
Conocí a muchas pues mi ignorancia era muy grande, gracias a que al menos tenía ojos
claros, un poco de oído y pies ligeros; pero sólo te hablaré de algunas: las de Tonantzin y
las de Raramuri. Eran señoriales sin lujos ni poderes conocidos, es decir sin dinero ni
honores ni prestigio, aquello por lo que hay tantas guerras y desgracias sangrantes en el
mundo. Solían caminar mucho a pie, hacer tortillas y lavar en el río, cantar en lenguas
antiquísimas y amar con pasión todo lo que implicara la vida.
Las de la arena fina, eran madres, hijas y nietas. Lupe, la hija, fue a la fiesta patronal de
San Juan Bautista y el borrachito le llamó, un perro estaba a punto de comer a la bebé
que habían tirado en la madrugada porque era fruto de una relación sin matrimonio. Lupe
la levantó le quitó la placenta y la calentó con agua hirviendo, en botellas para devolverle
la vida, ese día la bautizaron y la llamaron Reina Guadalupe, porque estaba mandada por
Tonantzin, como regalo. Lupe tenía una vida de penurias y compartía la leche de su hija
de sangre con su hija de magia, se llevaban cinco meses.Se la pidió regalada una mujer
rica y no la dio, se la pelearon los parientes y pronto la registró a su nombre. Esa magia
de la misericordia fue invencible, sin precio, el amor nunca se puede comprar ni destruir,
sólo ancharse como el mar. Allá quedaron en el pueblo náhuatl dando luces y luces.
Las otras mujeres que me dejaron la vida cambiada y la mente azuzada fueron las de
raramuri. Fui cuando no pensaba. El terror llegó primero y les arrebato los hijos, los
maridos y los yernos, los papás y familiares y algunas hijas. Les arrebato por medio de los
sicarios, esos que se dicen hombres y están muertos en vida, sin corazón ni entrañas. Los
cielos estaban negros mucho tiempo, solo veían las luces de las balas y las veladoras.
Era como la peste de la muerte que dice el éxodo o el apocalípsis. Ellas agonizaron, un
día enloquecieron y los fueron a buscar a las montañas, sus ojos eran más que lámparas,
sus corazones bombearon la fuerza de las caminatas infinitas en búsqueda de sus
muertos y desaparecidos, por ahí encontraron a un esclavo de crimen, quien se hizo tonto
y caminó al monte para que ellas buscaran. Encontraron la fosa con cientos de
asesinados y sus pulmones iba a reventar del olor a podrido, sangre y quemado, muchos
huesos con carne agusanada, otros cuerpos, la mayoría jóvenes, asesinados, torturados y
algunos desnudos otros aún con ropa…vieron…vieron…pero no estaban los suyos.
Entonces lloraron largamente por todas las familias que no encontrarían nunca a sus
seres amados porque estaban en esa fosa frente a ellos, oculta en raramuri…y se
volvieron. Se murieron un mes, de llanto, no quisieron comer, no podían cerrar los ojos
pues los de la fosa se levantaban ante ellas. Cuando paso el mes de la muerte se
levantaron, iluminaron sus comunidades y trabajaron sus siembras, sus comidas, sus
sonrisas. Cuando las conocí me invadieron con su luz y su horror, cambiaron mi vida, las
de otros y otras, me arrancaron el mundo de consumismo, de ignorancia, de mediocridad.
Allá están en las montañas, ya no mueren, viven en el cosmos manteniendo la esencia de
la luz, de la magia invencible que hace crecer los bosques, los ríos y alimenta el tiempo
de los relojes de la justicia.
Teresa López Olivera
Torreón, Coahuila, México
El Ardor [Trans]itivo
David Alexir LEDESMAFEREGRINO
Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era
mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Nunca se enteró del por qué ella no tenía
derecho a una familia ni a votar por los gobernantes que habrían de vivir de sus
impuestos. ¿Existían transgresiones positivas y otras tantas menos deseables? ¿Qué
hacía a su falda corta en lentejuelas un elemento más violento que los puñetazos en su
rostro? A veces buscaba respuestas en el diccionario y se asustaba al empezar a
vislumbrarlas. «Violencia: 3. f. Acción violenta o contra el natural modo de proceder»
decía, en su diccionario, la Real Academia Española. Paty no sabía evitar el dolor entre
sus sienes, el blanco de tiro que se posaba sobre su pecho, los clavos que atravesaban
sus manos y la marcaban como ajena a la naturaleza.
Alguien se burló de su identidad alguna vez, cuestionando cómo Paty podía basar en su
sexo la construcción de su vida y su expresión. Paty respondió que no sabía, que a ella le
parecía tan idiota como basar la identidad en la religión, el color de piel o la situación
geográfica. Pero con algo había que edificar; fuera con ropa, baile, llanto o lápiz labial. A
veces prefería las trenzas y las cejas a la Kahlo. El chongo tan alto como la valentía y esa
cara de india que con tanta dignidad portaba. Así lo gritaba cuando alguien se refugiaba
en eufemismos. —¡India! ¡Se dice india!— vociferaba ante hipocresías como café,
bronceada o morenita. Para Paty la melena crecía como chayote, se lavaba con jabón de
chile y se portaba con el estilo de los cabellos del elote.
Paty jamás consiguió que su padre la llamara por su nombre. Siempre se refería a ella
como wey, cabrón o marimacho. La trataba con rudeza, como debía tratarse a un hombre.
La obligaba a jugar con la pelota y a usar el pelo corto, como cabo. Tuvo que
conformarse, casi siempre, con la frescura de los pantalones cortos y la pasión distante
del clóset de su madre. Cuando por fin decidió enfrentarse, tuvo que aguantar más que un
par de bofetadas del hombre que quería forjarle a su imagen y estereotipo. La sangre le
temblaba en el rostro mientras su madre se tragaba las lágrimas Fue una larga temporada
de interminables palizas, hasta que descendió la furia y se fue estacionando la
resignación. Las represiones disminuyeron en constancia y se esfumaron el día en que
Paty desapareció. Se fue con el novio o las amigas, se fue contenta o hundida en
depresión. Cuando la comadre Matilde le preguntó a su madre qué haría de su vida tras el
abandono, ésta no pudo más que contestar un lacónico: —Seguir moliendo maíz—.
Su padre habrá preguntado por ella unas tres veces, después de su partida. —¿Dónde
está Antonio?— cuestionaba enfurecido, como unos guantes de box buscando su costal.
—No ha vuelto— respondía Doña Mary y se limpiaba las manos con el mandil. —Dile a
ese cabrón cuando vuelva que le voy a dar unos putazos si no se viste como hombre—
terminaba el padre, tajante, la conversación. De cualquier manera no volvió y se ganó la
vida como pudo; de escritora, cocinera, abogada o trabajadora sexual. —Siempre digna y
¡adelante!— se impulsaba solita en los momentos de duda y sinsabor. Habría llegado más
lejos de no ser por esos puños. La atraparon tan de pronto y sumida en distracción.
Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era
mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Ella era perfecta, infinita, total. Podrían
aquella noche terminar con su equipaje, incendiarle sus maletas y herir de muerte las
plantas de sus pies; igual no atravesarían su espíritu ni derribarían jamás la libertad. Ella
reencarnaría en cada mujer oprimida por el yugo de las leyes, en los besos con lenguas
de un hombre con otro y en las mentes en donde el sexo no quepa o quepa en más de
una canción. En una cama de hospital, en un cuerpo recién nacido al que la médica no
sepa si llamar hombre o mujer, ahí estaría Paty. Radiante, transitiva, para siempre. Así los
puños la fulminaran esa noche, se iría invicta de consciencia.
Paty recibió todas las heridas con la cara en alto. Aunque hubiera preferido un buen
debate, esa pelea la confrontó y no la sufrió. Como a cualquier otra, inmersa en el sistema
de guerra y competencia, le tocó dar también algunos golpes y no quedarse impávida en
el momento del final. Cuando el calor desapareció para siempre de su cuerpo, el mundo
perdió sin remedio un poquito de esperanza.
—¿Dónde está Antonio?— preguntó su padre enfurecido. Doña Mary lo miró con
displicencia. Se quitó el mandil tranquila y colocó en el índice su anillo de jade. —¡Patricia!
Se llama Patricia— contestó, mientras trascendía de la casa a la avenida y las tortillas se
volvían ceniza en el comal.
David Alexir Ledesma Feregrino
México D.F.
La Canción del Negro Alí
Richard RICO LÓPEZ
Premio del Concurso de «Cuento Corto latinoamericano’2015»
La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos.
Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que
guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña
ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina,
cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo
que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles
se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho:
¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me
siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto
tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su
mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que
viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros
avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado.
De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le
halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna,
alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El
joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño
fruncido por la incomodidad de aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar
palabra un signo de negación antes de reanudar su marcha.
Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás
de sí a alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea
de una vez, así sepas que rompe el cielo échala, tu palabra por dentro quema y te da sed,
ES MEJOR PERDEREL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala…
Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí
estaba, el mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo,
tarareando y bailando aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía
y se encerraba en un mundo de ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a
detallarlo. Era un personaje de mediana estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje
dejaba mucho que desear por lo maltratado y viejo. Aparentaba tener unos 50 años,
aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha. Sobre su espalda una
mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes parecían
maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas
venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y
seguramente mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a
alcohol y tabaco, compañeros inseparables del hombre de la calle.
Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió?
Écheme una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí,
¡pero nunca sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los
carga puestos?, comentó.
El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece
entonces, pero rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una
motivación inconsciente que aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan
curioso personaje que veía por primera vez en aquellos lares.
Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el
betún y el cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin
dejar por un momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto,
intrigado le preguntó: –Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted refiriéndose a mí? –
¡Claro! Y también por los otros cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron
molestos, mirando el piso, pensando en quien sabe qué y en un silencio que parecía un
funeral; como usted puede ver, yo casi no me puedo callar y por eso es que le canto a la
gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la cabeza.
Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con
detenimiento el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con
el cuerpo y rostro lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había
una llama viva que irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía
y lo poco agradecido que había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su
figura joven, con mayores recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las
cosas parecen ir mal, Dios se encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo
padeciendo, pensó para sí mismo.
Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire
de mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a
interesarle. Por primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó
silencio. Levantando la mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó
con la mirada perdida por unos segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con
fuerza susurró una canción: –“Yo vengo de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que
no ha visto…”, y continuó tarareando un murmullo uh,uh,uh… El joven se sintió
consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan particular de responder con
trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el viejo limpiabotas
le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este de
Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo!
Rodando como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro
más en la calle, y ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy
alejando de tan malos recuerdos.
Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le
había juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de
cruzarse con otro borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas,
–Viejo, si no le ofende, yo cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el
trabajo y que podrían…
Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados
por un brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van
comiendo dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van
llevando, larala…”-
Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y
aún así le daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le
causaba y detectando algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo
conozco esa canción! Esa es de… ¿de Alí primera, cierto?
-¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato
derecho del joven;
– ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes.
El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor?
–¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán!
El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó
celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos
desde que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes
y preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le
atormentaban. Ahora éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este
corto encuentro un proceso de renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora
hermoso personaje, cantar por las maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del
mañana.
–Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera
ayudarle sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus
manos nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y
con una efusiva cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo
necesario para vivir feliz lo que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el
poniente, se despidió diciendo: –Por allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de
empezar a ser feliz.
Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál
es su nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos
amigos como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ.
Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una
carcajada y comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto
ha hecho y cuenta el pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”
Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la
figura del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es
de noche…”, el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus
primeros luceros, levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”.
Richard Rico López
Acarigua, Venezuela
Sangre y agua
Camilo Andrés PÉREZ DELGADO
Al Hno. Camilo Alarcón, fsc.
Dicen que la sangre es más espesa que el agua, aunque, en esta ocasión la ley de los
fluidos fue violada.
El problema comenzó en la tarde mientras leía un grueso tomo de Nietzsche, Sartre o
algún europeo de formas raras tan lejano de nuestros simples apellidos. Al voltear la
página se percató de una gota de sangre huida de su nariz, luego vino otra, un chorro;
corrió al baño y, entre taza y papel higiénico, se desplomo inconsciente.
Mamá lo encontró por la noche después del trabajo; aun tenía vida, recostándolo en el
sofá grande de la sala intento con todos los remedios aprendidos de la abuela, ungüento
con sábila en la frente, alcanfor entre las narices, una palmada en la cintura, nada le
detenía la hemorragia; desesperada llamó a papá, con él llegaron las vecinas cercanas a
la finca, ellas probaron a su vez cantidad de brebajes, rezos, súplicas. “Mijo, ¿Por qué no
lo llevamos al hospital?” mamá se había olvidado del paro armado, el pueblo estaba
rodeado de guerrilla. En ese punto papá no aguantó más y gruño contra este maldito
pueblo perdido del mundo, deseó haber vendido cuando le ofrecieron esos tres milloncitos
los de la petrolera, “es que hoy en día el que se queda en el campo es un pendejo o un
dejado” dicho esto se encerró en el cuarto hasta el otro día.
Hacía las nueve fue el turno de las vecinas más lejanas, vinieron camándula en mano, a
rezar junto al moribundo que estaba ya pálido; de nada sirvió, expiró unas horas más
tarde, se fue dejándole su último beso a mamá, las viejitas pasaron llorando a dejarle un
recuerdo en la frente, con lágrimas en los ojos, y sin ya otro remedio, alrededor de muerto
entonaron su cortejo “Oh Sangre y Agua que brotaron del Corazón de Jesús, como
manantial de Misericordia para nosotros…” pasada la medianoche dejaron la casa, se
apagaron las luces.
El último rumor lo escuché en la plaza:
- Se murió
- ¿Quién?
- El hijo de América.
- Si quiera, estará con Dios.
Prefiero pensar que está con Dios, su muerte no sería de todo en vano, total la familia
dejó el campo, se fue a la ciudad por evitar otra muerte.
Camilo Andrés Pérez Delgado
Colombia
Gracias a los tiempos de color rojo intenso
Reiniel Eduardo POOL RODRÍGUEZ
Cuando apenas dejaba de ser un niño, Víctor caminaba una mañana por una calle de la
Habana, pero se escabulló a mirar por una ventana, y su sed de curiosidad le hizo ver
algo nuevo para él. Las rendijas de la ventana mostraban un grupo de hombres bebiendo
y mirando una película; una película de chicas, que para su saber estaban baliando o
jugando unas sobre otras.
Aquel acto le llevó a experimentar un sentir extraño, pero placentero al ver aquellos
cuerpos desnudos. Fue entonces que vio tallado sobre la piel de una de aquellas
muchachas, una enorme paloma sin alas, ni color, que cubría todo su pecho. Ella de
cabellos negros, piel criolla y ojos tristes, danzaba a la par de las demás, aunque la
expresión de su rostro la hacían notar ausente.
Aquella mañana el jovencito Víctor llegó a su casa con muchas preguntas; sin embargo,
siempre tuvo clavada una duda que le acompaño por años y jamás borraría de sus ojos
aquel acto. ¿Por qué la joven tenía tatuado esa paloma sin alas, ni color?
Años después, ya hecho todo un hombre, Víctor llegó a la patria de Bolívar en misión
solidaria como médico cirujano. En una de las tardes mientras relazaba su labor en un
hospital de Barcelona, le ayudo a recuperar la visión a una paciente. Víctor al ver su
rostro, su pelo, y sus ojos, fue invadido por el silencio, para su sorpresa se encontraba
con la chica de la paloma; de la cual supo posteriormente que era una activista por los
derechos de la mujer y una gran artista plástica.
Ella al terminar el tratamiento, le regaló una obra de arte de su creación.
–Cuide mucho este cuadro médico, fue mi primera obra y tiene un valor incalculable – le
dijo la mujer – Ahí estoy yo dándole gracias a mi comandante y a esta revolución que
como a muchos, me ha dado la oportunidad de volver a vivir.- Lo besó y se fue sin decir
adiós.
Cuando llego a la casa, Víctor continua con su rutina y en la noche antes de dormir, quitó
los papeles que protegían al cuadro. Al ver la obra, la cuelga en el centro de la casa,
como alguien que tiene un templo que adorar. Las lágrimas rodaron hacia su risa,
borrando aquella duda que le acompaño por años. Ante sus ojos, la obra eternizaba una
mujer rompiendo las cadenas que atan la América Latina, en su pecho desnudo estaba
grabada una enorme paloma con sus monumentales alas abiertas, mostrando su color
rojo intenso al mundo.
Reiniel Eduardo Pool Rodríguez
Sancti Spiritus, Cuba
Alfonsina
Juan Lorenzo COLLADO GÓMEZ
La lluvia me empapa, pero me importa muy poco, es casi mágico sentirla correr por la piel
de forma torrencial. Queda todo tan lejos de aquí, de este momento de soledad en el que
el dolor apenas me deja un segundo de plena lucidez.
Qué lejano queda todo, incluso el instante en el que hace unos segundos miraba la lluvia
desde la ventana y el sufrimiento era intenso, apenas lo puedo soportar, diciéndome que
no vale la pena continuar aquí porque, además, ya sólo es cuestión de días, quizá algún
mes y además yo tengo mucho miedo, sobre todo al dolor.
Le dije en una ocasión a mi amigo Fermín Estrella que me llamaron Alfonsina porque
quiere decir dispuesta a todo y ahora lo estoy más que nunca.
No recuerdo nada de Lugano, simplemente me dijeron que nací allí, pero yo he sido
siempre argentina, aquí esta mi corazón, mis palabras, mis primeros recuerdos de cuando
tenía cuatro años y estaba en San Juan, en el umbral de mi casa, sosteniendo un libro del
revés mientras miraba a la gente que pasaba. De entonces recuerdo que siempre me
consideré una niña fea con la cara redonda y regordeta.
Posiblemente ocurrieron muchas cosas importantes pero yo sólo recuerdo aquello de
cuando era tan pequeña y cuando nos marchamos a Rosario. Una familia pobre. Mi
madre puso una pequeña escuela domiciliaria y, posteriormente, mis padres abrieron el
Café Suizo, cerca de la estación del tren. Me encantaba mirar pasar los trenes en los
ratos libres en los que a mis diez años atendía las mesas y fregaba los cacharros. Pero
siempre había un rato para sentarme a esperar su paso y escribir algún verso o describir
la realidad en un papel. Pero el café fue un fracaso cuando papá murió y entonces yo me
empleé en una tienda de gorras para ganar algún dinero.
Entonces llegó la compañía de teatro de Manuel Cordero y quiso la suerte que pudiera
sustituir a una actriz que enfermó.
Mi madre me dejó ir con ellos y se abrió un mundo nuevo para mí representando
“Espectros”, de Ibsen; “La loca de la casa”, de Galdós; y “Los muertos”, de Florencio
Sánchez. Era una niña que a mis trece años parecía una mujer y la vida me pareció que
apenas valía la pena porque el ambiente me aplastaba cada día y regresé a casa para
escribir mi primera obra de teatro.
Con mi madre casada otra vez y sintiéndome fracasada, ya tenía muy claro lo dura que
era la vida y que nadie me iba a regalar nada. Por eso me matriculé en la Escuela Normal
Mixta de Maestros Rurales de Coronda hasta obtener el título. Comencé a estudiar para
maestra rural y conseguí un puesto y, en mis ratos libres, escribía en las revistas “Mun
rosarino” y “Monos y monadas”. ¡Qué poemas aquellos!
Hace frío aquí y quizá debería regresar a la pensión y meditar un poco, pero es que no
tengo nada que pensar y quiero caminar hacia el mar.
Diecinueve años tenía cuando llegué a Buenos aires con una maleta más pesada por los
libros de Rubén Darío que por mi ropa y mis versos.
Llegué embarazada de un hombre mucho mayor, al que quería y no quiso de mí algo más
que placer. Fue allí donde decidí tener mi hijo y empezar de nuevo, con un niño sólo para
mí al que llamé Alejandro. Mis recursos para vivir fueron trabajar como cajera en una
tienda y en las revistas “Caras y Caretas”. Pero lo más placentero era recitar mis poemas
en las bibliotecas de barrio.
Tardé cuatro años en conseguir, con un esfuerzo enorme, que mi primer libro viera la luz.
Fue otro hijo que vio el mundo siendo un homenaje a Manuel Gálvez, a quien admiraba.
Lo llamé “La inquietud del rosal”
Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas
he sentido el otoño; sus achaques de viejo
me han llenado de miedo; me ha contado el espejo
que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas...
Publiqué el poema “Versos otoñales” en “Mundo Argentino”, donde también lo hacía
publicaba Rubén Darío y eso fue fantástico, tanto como conocer a Nervo, que llegó a
Argentina como embajador.
Cuando presenté el libro “El dulce daño”, en 1918, las cosas eran diferentes porque mis
amigos me ofrecieron una comida en el restaurante Génova, donde se reunía el grupo
Nosotros y leyeron mis poesías Roberto Giusti y José Ingenieros, mi gran amigo.
Fue en ese año agradable cuando comencé a realizar visitas a Montevideo y ya no he
dejado de hacerlo nunca.
Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres nácar. Que sea azucena
sobre todas, casta. Corola encerrada ¡Qué aguacero! Parece que se hundieran las nubes,
pero no quiero entrar en casa, el malestar me hace desistir de ello, prefiero caminar hasta
el mar.
Un año más tarde me hice cargo de una sección fija en la revista “La Nota” y en el
periódico “Nación”, en el que, entre otras cosas, escribía sobre el papel que debiera
corresponder a la mujer en la sociedad mucho más allá de buscar sólo el matrimonio.
Como no podía ser de otro modo las críticas más feroces no se hicieron esperar por mis
ideas, pero también hubo muchísimas adhesiones a mis palabras.
Ese fue un tiempo de dura pero agradable labor, me sometí a un esfuerzo que no me
daba apenas tiempo para otra cosa que no fuera trabajo y más trabajo dando
conferencias, clases en el colegio Marcos Paz, en la Escuela de Niños Débiles del Parque
Chacabuco, en el Instituto de Teatro Infantil Labardén y en la Escuela Normal de Lenguas
Vivas. Fue a partir de 1926 cuando dispuse de una cátedra en el conservatorio de Música
y Declamación impartiendo Arte escénico y, no teniendo bastante con eso, di clases de
castellano en la Escuela de Adultos Bolivar.
Todo este trabajo desembocó en un agotamiento físico que me llevó a un obligado
descanso y así comenzaron mis viajes a Mar del Plata y Córdoba.
Horacio Quiroga el escritor que vivía en la selva. ¡Qué buen amigo, cuánta admiración! No
sé por qué no lo seguí al infinito. “Cuentos de la selva”, “El desierto”, “Anaconda”. Sus
poemarios me atraían, disfrutaba con su lectura y para entonces yo ya había publicado
“Irremediablemente” y “Languidez”.
Éramos tan diferentes...Pero me atraía su personalidad, su mirada, su poesía. Me robó un
beso una tarde mientras jugábamos a las prendas y debíamos besar ambas caras de un
reloj a la vez, y él lo quitó en el momento justo. Me hace sonreír el recuerdo de los tangos
de entonces, cantar un tango, cuanta tristeza y pasión en ellos.
Cuando Horacio decidió volver a Misiones me dijo que lo acompañara, pero yo no me
atreví a hacerlo. Quizá me equivoqué, pero eso ya no importa. No importa nada.
Esta noche al oído me has dicho dos palabras comunes. Dos palabras cansadas
de ser dichas. Palabras que de viejas son nuevas.
Casi coincidió la publicación de “Ocre” con la muerte de José Ingenieros y sin mi amigo
me quedé mucho más sola de lo que siempre había estado.
Me reiría, como hice en otras ocasiones, de lo curioso de mi encuentro con Gabriela
Mistral. Le habían dicho que yo era fea, no soy una belleza, pero de eso a ser tan fea... Y
cuando llegó a casa y le abrí la puerta pregunto por Alfonsina pesando que tenía que ser
alguien mucho menos agraciada.
Qué triste fue el estreno de mi primera obra de teatro, “El amo del mundo”. Hasta el
presidente Alvear y su esposa, Regina Pacini, asistieron, pero fue un fracaso y la crítica
se ensañó conmigo. Quizá no entendieron la visión que quería mostrar sobre la mujer. Un
cronista llegó a decir que Alfonsina Storni denigraba al hombre. Todo lo que hay alrededor
de mi obra de teatro fue un trago muy amargo.
Después vinieron viajes a muchos lugares, entre ellos España, a donde volví en 1931
conociendo escritores de allá como fue Concha Méndez, que me dedico algunos poemas.
Y un año después publiqué mis dos farsas pirotécnicas: “Cimbelina y Olixene” y “La
cocinerita” casi a la vez que me di cuenta de que las canas abundaban en mi cabello.
En “Mundo de siete pozos” intenté conseguir imágenes dentro de un mundo precario e
inestable donde ojos, oídos, fosas nasales, boca, son los encargados de hacernos llegar
el miedo, toda la angustia de la vida, recurriendo una y otra vez a los elementos que
integran la ciudad.
Cuentos
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Cuentos

  • 1. El extraño María Guadalupe GAITÁN CORTÉS Acuérdate, Rosita, de aquella conversación que tuvimos hace quince años. ¡Qué te vas a acordar, si tenías sólo tres añitos de edad! Pero yo te hablaba a ti como persona mayor, como si de todo me entendieras, porque no tenía a nadie más para decirle mi pena, esa pena enorme que me destruyó el amor. Digo mal, Rosita, hija mía, destruyó el amor que le tenía al hombre que fue tu padre, porque mi amor no se destruyó, sólo se desvió para volcarse todito en ustedes mis tres niñas, mis muchachitas. Ahora somos tres, te dije aquel día, con esta pequeña hermanita que Dios te ha dado. Pero, ¿de veras fue Dios? Yo pienso que fue la debilidad que tuve al abrirle mi cuerpo a tu padre, cuando ya no tenía ningún derecho: y así nació Teresita. ¿Cuándo se fue tu padre por primera vez al norte? Todavía estaba recién casada, mis ilusiones como flores mañaneras asomaban a la vida, con el amor brotando como yerba fresca, verde y prometedora. Un mal día se fue a trabajar al norte, dijo que a conseguir más dinero para las dos, para ti, Rosita, que ya empezabas a hacerte notar en mis entrañas. Las mujeres del pueblo me decían: “No dejes que se vaya, amárralo con tu amor ahora que es tiempo; por allá la ambición y la distancia los devoran y no vuelven más”. Pero ya el gusanito verde del dólar había picado su corazón. Eso es lo que te dije hace quince años, y mira cómo ha pasado el tiempo. Tal vez desde entonces para mí todos los hombres son bichos raros, a los que se me ocurre aplastar lentamente, para hacerlos sufrir y cobrarme lo que uno de ellos a nombre de todos me hizo. Ahora, Teresita, que la Mela y tú son unas señoritas, la gente del pueblo sale con que ustedes son unas ingratas, que no tendrán cabida en el cielo, que son malas hijas. ¡Si para mí son las mejores hijas del mundo! ¡Y ustedes no tienen padre, se murió hace mucho tiempo, se mató él sólito! Cuando tú viniste al mundo estaba yo sola. Mi madre ya había muerto. Una vecina por caridad vino a acompañarme, doña Chole, la atolera, que se detuvo aquí un día completo ayudándome a que nacieras. Después me mandaba todas las mañanas mi atolito para que tú lo bebieras luego convertido en leche. Esa fue toda nuestra compañía. Ya para entonces se habían terminado todos los ahorros, y empecé a vender lo poco que teníamos: las ollas, la licuadora, aquella colcha de percal hecha con pedacitos de amor y con hilos de suspiros, aquélla que todas me envidiaban y yo la guardaba para estrenarla cuando él viniera. Vendí todo, hasta las sillas. Sólo quedó en un rincón la cama, que encontró él cuando regresó al año, sin dinero porque todo lo había gastado en regresar para conocerte. Con qué amor lo recibimos las dos. Tú dibujaste al verlo tu primera sonrisa y no cesabas de platicarle con gorgoritos de pajarito mañanero; pero ni eso lo amarró: se fue de nuevo, y otra vez el olvido. Ni una carta, ni un centavo. Pronto me di cuenta de que venía la Mela y que no teníamos ni para comer. Fue entonces cuando me decidí y trabajé como sirvienta un año, lavando ropa con mis manos, de las que primero brotó sangre, y luego se me hicieron rudas como las de un campesino y ya se acostumbraron. A lo que no se acostumbraron nunca fue a no mecerte cuando te dejaba sola con la buena doña Chole, que siempre me decía: -Vaya con Dios; la criatura sabe que es huerfanita, y se queda siempre muy quietecita viéndome hacer el atole. Así que cuando vino tu padre otra vez, ahora sin dinero, pero con muchas presunciones, encontró su escudo, y me dijo: “Ah, ya tienes tu máquina y otra chiquilla, que a lo mejor ni es mía. Qué casualidad, y hasta pá lujitos tienes, ¡éh!”. El venía con ropa nueva, con un reloj que hablaba la hora en un idioma que nadie entendía, con una grabadora que cargaba para todas partes, como para que todos se
  • 2. dieran cuenta de que ganaba muy bien. Mientras tú, la Mela y yo comiendo a veces las sobras de la casa a donde iba a lavar la ropa. Y así fue cuando tenías tres años nació Teresita, frágil y debilucha porque ya mis pulmones empezaban a resentir tanta lavadera. Desde entonces me duele mucho la espalda, y luego esa tos que nunca se me quita. Tu padre regresó al año, siempre al año, cuando en el norte hace frío, la nieve cubre todo y no hay trabajo en el campo. Estaba con nosotras en ratitos, porque se iba a la cantina a gastar lo que nos había traído, pero que no nos lo daba porque quién sabe de quién fueran tus hermanitas y él no iba a mantener hijos ajenos, eso me decía. Y aunque era muy fácil sacar las cuentas de los nacimientos de ellas, que fueron siempre a los nueve meses de sus visitas, eso decía él, como pretexto para emborracharse ese año que trajo tantito dinero. En el pueblo nadie hablaba mal de mí. Al contrario, decían que ya parecía una santa de todo lo que le aguantaba a tu padre y de lo mucho que me dedicaba a ustedes; pero santa y todo, ya ese año había tomado precauciones para no salir embarazada, e hice muy bien a pesar de lo que decía el señor cura, de que debíamos tener los hijos que Dios nos mandara, y la mera verdad no tuve ningún remordimiento. Por eso a los dos años que él regresó no encontró niño nuevo, y se fue a gastar su dinero en las cantinas, pretextando que yo no quería darle más que “viejas”, y que cuando tocaba hombrecito no había sabido atraparlo, y que por la decepción tardaría mucho, mucho en regresar. No me extrañó eso ni todas sus habladas, porque ya su amor era un rescoldo, y porque me habían informado de que por allá se había buscado una gringa a la que le daba por ley de aquel país casi todo su dinero, y con la cual no tenía hijos porque ella no quería tenerlos; que se había juntado con ella para tener derechos, y así ganaba mucho más dinero del que nunca nos tocó ni una tandita. Pasaron años. Nos manteníamos ya muy bien con mis costuras, pues en el pueblo me mandaban hacer todos los vestidos; tú estabas mayorcita y me ayudabas a pegar botones y a hacer bastillas. Hasta que un año vino tu padre con su gringa. Ya no llegó a nuestra casa. Esa vez que vino con la otra llegó en un carro grande, casi nuevo, gastando más que nunca y con mejores ropas. A todos le trajo regalos, menos a nosotras. A mí apenas si me saludó, y como a escondidas de la mujer gringa. Un día que yo no estaba él vino a verlas a ustedes, -¿Te acuerdas Rosita? ¿Y qué les dijo? Que esa señora era su prima. Esa vez no se emborrachó, y cuando se fue ni siquiera se despidió. Se fue para no volver ya nunca. Porque sí, Rosita, tú y tus hermanas y yo tenemos razón, digan lo que digan en el pueblo. El hombre que tocó hace dos días en esta puerta, no es tu padre. Dijiste bien, hija mía: en esta casa no hay padre. Son ustedes de tierra, como los huevos de algunas gallinas, ya sí como a ellas nadie les reclama por no tener gallo, nadie tiene por qué reclamarnos que después de una vida de estar solas, sin hombre; ese extraño, enfermo, pobre, hambriento que tocó a nuestra puerta, y que les dijo a ustedes mis hijas, que era su padre, y que venía a quedarse para siempre con nosotras, y al que tú, Rosita, y también tus hermanitas, le contestaron que en esta casa no tenemos esposo ni padre, y le cerraron la puerta; ese hombre no tenía por qué pedir clemencia, pues perfectamente sabía que la puerta de nuestro corazón hace mucho está cerrada para cualquier extraño que quiera entrar por ella, y ese hombre es un extraño. María Guadalupe Gaitán Cortés Michoacán, México
  • 3. Bordadoras de futuro Perla Guadalupe CASTILLO SOLÍS Casa de las hermanas Maza, Oaxaca, México 2016. Las reuniones de bordado en la casa de las hermanas Margarita y Candelaria no eran nuevas, lo diferente en las últimas semanas era el carácter subversivo que se empezaba a respirar desde que Margarita, experta en contar historias, les narraba la vida de Juana Azurduy Bermúdez, una de las máximas heroínas de la independencia sudamericana, y una de las miles de mujeres olvidadas por esa Historia que omite fácilmente sus nombres, sobre todo si son revolucionarias. Hacía más de 18 años que Margarita había fundado la cooperativa Taller de Bordado Tequio, con el objetivo de apoyar a las mujeres de su comunidad que hacían de ese arte milenario, un modo de apoyar su frágil economía, basada en la agricultura de temporal, así como de recuperar la trascendente experiencia del Tequio, que consiste en cooperar y colaborar con los otros para el bienestar colectivo. Los colores de cada lienzo, ya de por sí vibrantes, se transfiguraban al combinar aves en vuelo con animales misteriosos surgidos de espesas selvas y flores extravagantes que sólo florecen en los jardines profundos de la creatividad ancestral; inspiración que ahora se tornaba libertaria, al nutrirse del mágico espíritu guerrero de una mujer de otro tiempo. La cooperativa había promovido prácticas de comercio que cuidaban que la obtención de sus materiales fuera respetuosa del medioambiente y se pagara lo justo por el trabajo. Además de crear un espacio en donde Margarita mantenía viva su amplia experiencia como maestra rural y les enseñaba desde operaciones básicas para su comercio hasta leer y escribir, si se lo pedían. Muchas incluso aprendieron a hablar el español, ya que la mayoría se comunicaba en zapoteco o mixteco. Desde que Margarita se apasionó por esa heroína latinoamericana, que al igual que ella había nacido un 12 de julio, sintió fluir una energía diferente. La pasión de aquella mujer inconforme e insurrecta, que luchó por la libertad hasta la muerte, le había provocado un vuelco en el corazón y sobre todo en las esperanzas de cambio. Le devolvía el anhelo por transformar esa realidad de su país, que no le gustaba; además de nutrir sus historias de un entusiasmo que las otras mujeres anhelaban escuchar, desde que empezaba el “Día de Bordado”. El Taller lo conformaban una veintena de mujeres, la mayoría de origen indígena, que disfrutaban de la cálida atención de la maestra Margarita y su hermana Candelaria, y aprovechaban intensamente la oportunidad que les brindaban, ofreciendo un día de cada semana para dedicarse por entero a bordar, al mismo tiempo que aprendían con entusiasmo las lecciones de Margarita, siempre interesantes e ilustrativas. Muchos consumidores que conocían como funcionaba la cooperativa, preferían solidariamente adquirir sus piezas de bordado. Tanto el financiamiento de sus materiales como las ganancias de todas las piezas que se producían y mercadeaban se compartían con equidad, además de nutrir una caja de ahorro colectivo para imprevistos y emergencias que cualquiera de ellas pudiera tener.
  • 4. Después de elegir su proyecto de bordado y sus hilazas de colores, se sentaban ávidas de seguir escuchando la historia de Juana, aunque les horrorizaba escuchar sobre los azotes y las vejaciones que los españoles infringían a los nativos en nombre del rey. Ellas mismas recordaban el miedo y el dolor que habían experimentado en sus comunidades por parte de la policía o las noches de incertidumbre cuando los soldados hacían incursiones en sus casas con el pretexto de buscar narcotraficantes, encañonando, sólo para atemorizar, lo mismo a niños que a jovencitas o ancianas. Saber que Juana no se amedrentaba frente a hombres armados, y que al contrario los enfrentó y venció en numerosas ocasiones, les permitía albergar la fantasía de que algún día ellas también podrían enfrentar al invasor. El día se les iba en un suspiro, nadie quería que la reunión acabara, y menos si aún no probaban el chocolate caliente que Candelaria les ofrecía al finalizar la sesión de bordado. Había aprendido a cocinar con las nanas y sus abuelas, y no había receta que se le comparara. Cada una había encontrado en Juana una representación de su propia historia, desde las que teniendo una vida cómoda preferían, como Juana, una vida de combate por la dignidad y la libertad, hasta las que orilladas por el dolor y la urgencia se veían forzadas a exigir justicia y respeto, incluyendo a sus propias parejas. _ ¿Se acuerdan de la huelga de hambre para que suspendieran la tala en los bosques de San Isidro Aloapan?_ preguntó Adelina ¬_ Doña Yolanda era como mi Juana ¡con los ovarios bien puestos!_ expresó con vehemencia María Catarina. _ Ojalá y así nos uniéramos para defender el agua. Allá en Cuentepec ya nos estamos organizando_ afirmó Alejandra. Animadas paladeaban con placer cada sorbo de aquella bebida milenaria, mientras compartían sus propias historias de horror e indignación, deseando con pasión que la fuerza de sus anhelos transformara sus vidas. ¬Como narradora experta, Margarita les contaba con lujo de detalles sobre el paisaje, las relaciones y los sentires de Juana, su familia y la de los españoles, les explicaba sobre las formas y costumbres a las que se enfrentaban y siempre suspendía la historia en un momento clave para continuar en la siguiente reunión. Poco a poco, los bordados se transformaron en un pretexto para reunirse y comentar sobre la propia soberanía y libertad. En cada reunión empezó a bordarse también un plan para fortalecer la unidad y dignidad de su pueblo. _ Es que pasan los siglos y parece que no ha cambiado nada desde que vivía Juana, las mujeres seguimos sufriendo las mismas carencias y el mismo dolor de ver el hambre en nuestros hijos_ se lamentó en voz alta Conchita. _ Parece que no ha cambiado, pero si te fijas bien, hoy tenemos una libertad que no tuvieron nuestras madres y menos las abuelas_ agregó Oliveria.
  • 5. _ Lo que pasa es que no es suficiente, tenemos que seguir luchando como Juana, que nunca se rindió, aunque estuviera embarazada, seguía luchando_ intervino María Catarina. _ Mi vida es una lucha, desde que me levanto a traer agua, atiendo a mis seis hijos, hasta el día de bordado que camino más de dos kilómetros desde la sierra para llegar aquí y de regreso_comentó con modesto orgullo Nayeli, quien al igual que Juana durante la batalla por la liberación de Lima, lucía un embarazo de más de cinco meses. Al igual que dos siglos atrás, los indígenas en Oaxaca, como en muchos otros lugares de México y Latinoamérica, seguían experimentando lo mismo que aquellos nativos del Alto Perú por los que Juana Azurduy luchaba: explotación, esclavitud, despojo, pobreza, discriminación, marginación, violaciones, muerte… La indignación bullía con más fuerza en sus corazones cuando escucharon que Juana perdió cruelmente a sus cuatro hijos pequeños, agobiados por el hambre, las privaciones y el paludismo. Sentían la fuerte empatía de quien comparte lo vivido. Las tejedoras más jóvenes del grupo, Guie'dani y Xcaanda, por ejemplo, también habían enterrado a uno y dos hijos respectivamente, atacados por el dengue y la pobreza que les impidió acceder a la atención médica oportuna. _ Se acuerdan cuando en Quiegolani le impidieron a Eufrosina ejercer como presidenta municipal_ comentó Josefa. _ ¡Qué coraje, de nada les valió nuestro voto y la sacaron sólo “por ser mujer”!_ agregó molesta Gertrudis, quien pocas veces intervenía. _ ¿Se imaginan si Juana hubiera nacido en Oaxaca?_ propuso Margarita. _ ¡Yo, votaría por ella para presidenta!_ exclamó entusiasmada María Catarina Sensibles y sororidarias, sufrieron también la consternación, el dolor y la impotencia que Juana debió sentir cuando vio la cabeza de su esposo Manuel Ascencio -el héroe Padilla-, clavada en una lanza que exhibieron en la plaza de La Laguna. _ ¡Qué impotencia! me recuerda a mis primos Sansón y Amado, que afortunadamente no están muertos, pero también fueron torturados y encarcelados injustamente, primero por no hablar español, y luego porque así son de injustos con nosotros, ya llevan más de 20 años encerrados _compartió con digna tristeza, Jacinta. _ A mi Pablo también lo golpearon y encerraron por defender el bosque, y es la hora que no lo puedo ver, lo tienen incomunicado_ expresó casi en un sollozo Ignacia. _ A mi papá lo asesinaron en Aguas Blancas, y jamás hubo justicia_ expresó con profundo dolor Angelina. Las lágrimas de todas se derramaron en silencio y solidaridad con Cristina, mientras el amargo sabor del dolor personal se mezclaba y diluía en una fabulosa combinación de colores con las que bordaban flores y grecas, transmutando sus pensamientos profundos en un anhelo de paz y libertad que evocaba el fervor de la lucha por la independencia, y la profunda necesidad de autonomía, que en su momento, también guiaron la vida de Juana Azurduy.
  • 6. Un espíritu de unidad se fue apoderando del grupo, el bordado que comenzó como un proyecto personal e individual, se transformó en una obra colectiva, cada pieza era el complemento de otra, los colores se mezclaban en una armonía que les sorprendía por su instintiva congruencia. Y aunque Juana murió a los 82 años, en la mayor pobreza, sepultada en una fosa común y sin más honores ni glorias que su propia memoria, hoy latía viva, en el aliento que inspiraba a esas mujeres. Y justo en ese mismo momento, la experiencia se replicaba en otros grupos a lo largo de Latinoamérica. No estaban solas. Museo de Historia, Territorio mexicano de la Patria Grande, 2116 Los estudiantes del primer ciclo que estaban por terminar el recorrido en el Museo de Historia de la Patria Grande, habían escuchado con atención a lo largo de dos horas un breviario de acontecimientos ocurridos desde Argentina hasta México -con todo y el extenso territorio recuperado- que ahora conformaban un mismo pueblo. Habían atendido con interés los hechos que habían llevado a conformar su Patria Grande, un pueblo unido en sus diversidades culturales e históricas, ligado por un complejo sistema colaborativo y solidario de autogobiernos comunitarios. Les había resultado particularmente interesante comprender la compleja lucha que se dio para lograr la autonomía de los centros comunitarios y su complejo pero eficiente manejo a través de redes, sin dirigencias centrales y con el eje rector de los derechos humanos como guía de convivencia y avance. _ Para concluir este recorrido histórico que rememora el nacimiento de nuestra Patria Grande, mi compañero Hugo, les explicará la primera y última pieza de nuestro museo, elemento clave en la gestación del movimiento emancipatorio y de la Unificación Revolucionaria de Latinoamérica, que dio lugar al nacimiento de nuestra Patria Grande_ se despidió con efecto dramático la guía del museo, antes de despedirse. _ Gracias compañera. Como podrán apreciar, el textil que tengo al fondo recrea el sueño de libertad por el cual lucharon mujeres y hombres que promovieron el impulso de ver a su patria libre y soberana; es un trabajo colectivo, y aún con nuestra tecnología, no se han podido precisar los estilos artísticos de las líneas de bordado, debido a la uniformidad que presenta, la historia oral –como seguramente ya escucharon en el recorrido- nos dice que participaron al menos una veintena de mujeres… El coordinador del museo explicó al estudiantado cada elemento técnico y simbólico de aquel inmenso bordado. El grupo de estudiantes hizo numerosas preguntas antes de dispersarse para abordar el transporte. _ ¿Tú quién serías si hubieras estado en el inicio del proceso de la Unificación Revolucionaria de Latinoamérica? Preguntó Alisha a Noeymi. _ Creo que Margarita, porque me encantan las historias_ comentó reflexiva Noeymi. _ Yo sería como María Catarina, por su espíritu libertario_ correspondió Alisha.
  • 7. _ Yo sería como Juana Azurduy, porque las inspiraría a todas_ Interrumpió impertinente Javiera _ Ajústense el cinturón de seguridad, que ya nos vamos_ comentó el maestro Evodio, agregando_ Espero que la visita al museo nos permita comprender que la historia es nuestro motor de cambio y transformación, que podamos valorar las vidas de quienes cruzaron los límites, cambiaron esquemas, construyeron igualdad y nos demostraron que el Buen Vivir es posible. _ Y que la construcción de un mundo digno en el que todos y todas tenemos lugar, debe ser permanente_ agregó en voz alta e intelectual Agustín, que había anotado las frases importantes en su libreta. _ Así es Agustín, todo puede ser posible si lo empiezas a bordar en el infinito manto del pensamiento_ concluyó Evodio, orgulloso de los comentarios de sus estudiantes. Perla Guadalupe Castillo Solís México Milagro José Fernando ORPÍ GALÍ Primer premio 2017, ex aequo Muchos años después, frente al pelotón que formaban sus compañeros de investigación y en el acto donde sería condecorado, volvió a ver aquellos ojos. Y en el calor de la mañana el aleteo de una mariposa amarilla como las que acompañaban a Mauricio Babilonia. Presentía que aquellos ojos, ya devueltos a la normalidad, desde algún lugar lo escrutaban. Tragó en seco. No quería mostrar turbación ante el público asistente e introdujo las manos en los bolsillos de la bata. Docto, ¿usted cree que yo pueda verle la cara algún día? Amaranta se llamaba esa paciente que él nunca pudo olvidar porque la piel despedía un inquietante olor a albahaca y le recordaba a su abuela materna. A través de la lluvia la vio llegar un día a la consulta, escoltada por dos muchachas escuálidas como figuras recortadas de un viejo álbum. Experimentó un ligero temblor al escuchar que lo nombraban y tuvo que dirigirse al centro de la tribuna para recibir un diploma y un ramo de flores. Respiró de nuevo el olor a albahaca. Una de las flores tenía pétalos amarillos que semejaban alas y sobresalía del resto con arrogancia. Desde allí Amaranta parecía contemplarlo sobre el jardín agreste de un país lejano. Ojos-cielo. Ojos-luz. Siempre lo voy a recordar, docto. Usted es un santo. La señora que colocaba en su pecho la medalla le devolvió un rostro conocido, borroso por la lluvia y las cataratas de la infelicidad. Entonces sintió en el pie la mordedura y se vio a la deriva, sin fuerzas, arrastrado por el ocre remolino del río. Una abeja, atraída por el fulgor de las flores le había enterrado el aguijón mientras él recordaba lecturas de adolescencia en el agridulce panal de la historia. Docto, ¿le puedo ayudar en algo? La voz le llegó clara y precisa y sintió el estremecimiento primigenio. Cuando volvió la cabeza ya era tarde. Amaranta se perdía en el tumulto de personas, con una flor amarilla que aleteaba en su pelo blanco. José Fernando Orpí Galí Santiago, Cuba
  • 8. Esta tierra que habitamos Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ Primer premio 2017, ex aequo Volvieron a ver su tierra después de muchos años en el exilio. La curva del camino, ya reconocida hace tiempo, les indicó que estaban cerca de la parcela en donde alguna vez fueron felices. Manuel acarició la cabeza su hijo mientras miraba los ojos melancólicos de Martha, tratando de contagiarle esa esperanza que hoy sin embargo se dibujaba solo como una promesa. Caminaban lentamente como buscando desandar los pasos que la violencia les había obligado a dar abandonando todo lo que poseían. Hacía ya un año que la guerra había terminado. La paz se firmó entre los aplausos de unos y la indiferencia y el escepticismo de otros. El perdón y el olvido se impusieron por decreto. Se habló mucho de víctimas y de reparación. Miles de hombres y mujeres colmaron las oficinas del gobierno buscando que el Estado les reconociera sus muertos y les devolvieran la tierra que hacía mucho tiempo los poderosos les habían arrebatado. - Desde aquí ya queda poco para el rancho. Lo primero será acomodar la cerca, yo me acuerdo que antes se nos metían mucho los animales del compadre José y nos dañaban las matas. -Estoy cansado y tengo hambre. -No se preocupe Esteban apenas lleguemos su mamá nos prepara algo, más bien súbase al caballo y ayúdenos a guiar las demás bestias. Martha levantó los ojos y vio su antigua casa al final del sendero. Era solo una ruina. Cuatro paredes seguían en pié en medio de una tierra gris que daba testimonio de tiempos de violencia y muerte. Amarraron los caballos y las mulas y entraron respirando largamente como quien despierta de un terrible sueño y ahora solo quiere reconocerse en el mundo de los vivos. - En esta habitación nació usted. Martha y Manuel acariciaban las paredes y acercaban el oído como queriendo que estas les reconocieran y les dieran la bienvenida. -Aquí en este patio mataron a su hermano Julián, le dispararon tres veces. Se detuvieron mirando un árbol muerto, abrazándose y sabiendo que lo que seguía era lo más duro, recuperar la tierra también es añorar a los muertos, seguir adelante a pesar de la tristeza. En la Mañana Braulio y José saludaron desde el recodo del camino. Encontraron a la familia entre herramientas acomodando el techo y descargando las últimas cosas que traían consigo. -Compadre esta tierra esta enferma. Ya no crece nada. Los de la oficina del gobierno nos dicen que es mejor venderla. Manuel miraba un puñado de ceniza que se encontraba bajo sus pies. La tomó en sus manos tratando de olerla. - Sembraron palma los últimos quince años, el señor que compró todo esto tenía mucha plata, trajo maquinaria, trabajadores y muchos químicos. La tierra se agotó y ahora es un puñado de ceniza. Solo ceniza Manuel, solo eso nos dieron. - ¿Y entonces que van a hacer ustedes? -La cosa va muy mal Manuel, con otros hemos decidido vender, veníamos a decirle a usted, para ver si siendo muchos nos pagan un poco más. -¿Y nuestros muertos? ¿Los que nos mataron? Esta tierra es nuestra y no la vamos a dejar. -Compadre, no es cosa de muertos es cosa de vivos, si nos quedamos aquí va a ser para morirnos de hambre.
  • 9. Manuel sintió que el sol castigaba su cuerpo. Miraba con pena a su familia, pero con más pena y dolor a los dos hombres que ahora solo hablaban de vender todo y volver a una ciudad que no les pertenecía, que siempre los había tratado como extraños. - Gracias compadres pero yo me quedo. Si alguien les pregunta le dicen que prefiero el hambre aquí en mi tierra que en los tugurios de la ciudad. Si, para mi esa hambre es peor. Las semanas que vinieron fueron terribles. Efectivamente la tierra agotada se había convertido en un puñado de ceniza y sal. Sembraron primero las semillas que les dio el gobierno pero ni un brote hacia avizorar que la situación cambiaria. Ahora solo les quedaba el maíz, el mismo que Martha recogió en un tarro el día que mataron a su hijo, el día que abandonaron todo. Manuel y su hijo tomaron los azadones y cavaron lo más profundo que pudieron. Al fondo la promesa de una tierra negra y fértil nunca los esperó. Todo era igual, un hollín que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Esa tarde una camioneta lujosa se estacionó afuera del rancho. En ella un hombre obeso y una mujer joven, que a Esteban le pareció hermosa, los miraban con desprecio y lastima. No se bajaron del vehículo, no hablaron con nadie, solo esperaban como buitres a ver que la familia cayera, para apoderarse del miserable terreno que habitaban. -Yo creo que no es la sal lo que mató esta tierra, fue la sangre de tanto muerto. La sangre de su hijo y el mío que nos mataron en este mismo patio. Sembraron el maíz, lo regaron trayendo el agua de muy lejos por que incluso los ríos se negaban a dar el consuelo del agua. Los días pasaron y solo se veía el mismo paisaje triste. Cuando se agotó el alimento supieron que tal vez habían vuelto a esta tierra solo para morir. -Martha, amor que nos queda. -Un puñado de harina y unas cucharadas de café. -Entonces llego la hora, prepare la comida, después solo nos queda morirnos. Comieron amargamente, no dijeron nada, solo se miraban pensando que la vida se había ensañado siempre con ellos, que eran los condenados de la tierra. Salieron del rancho y contemplaron las estrellas. Se acostaron en medio del campo y esperaron así que Dios cerrara sus ojos. Cuando despertaron los primeros brotes se levantaban orgullosos. Habían vencido. Álvaro Lozano Gutiérrez Bogotá, Colombia La revolución viene en bicicleta Laura FUENTES BELGRAVE Parapetado tras la ventanilla rota de la vieja camioneta Ford, Ernesto mira con indolencia el embotellamiento de autos al cual contribuyen en este momento él y su padre, quien suda copiosamente sobre su enorme barriga atorada contra el volante, mientras cada cinco minutos exhala improperios contra los demás conductores. A pesar de estar cerca de la casa, su auto se encuentra inmovilizado hace una hora sobre un pequeño tramo del boulevard de acceso a la capital, cuya incapacidad de dejar fluir las bocinas que perforan el tímpano de Ernesto, se debe al azaroso desbordamiento de las raíces de los árboles de Poró. Estos se ubican a ambos lados de la calle y la estrechan, retando la planificación urbana desde tiempos inmemoriales. Decenas de árboles en pleno estallido floral, aparentemente ajenos al caos vial a su alrededor, son sacudidos por el viento y dejan caer de sus nutridas ramas cientos de florecillas rosadas sobre los autos, cual bálsamo apaciguador para furias de cuatro ruedas.
  • 10. Cansado de estar en la misma posición, el niño se endereza, desabrocha y abrocha su cinturón de seguridad, resopla, vuelve a hundirse en el asiento, mira ahora más lejos, más allá de los árboles de Poró. Sobre la acera, con una rapidez y una alegría palpables en la fortaleza de sus piernas y en la nitidez de su sonrisa, pedalea enérgica una niña que atraviesa fulgurante el campo de visión de Ernesto. Simultáneamente, su padre transforma sus insultos periódicos en quejidos apagados que incitan al niño a voltear su cabeza de inmediato. Los bocinazos en derredor continúan, enrojecido, el adulto apaga el motor del auto, se lleva la mano al pecho, el sudor lo empapa, lanza una mirada de auxilio a su hijo, quien no comprende, pero se asusta, lo palpa. Su padre cae inconsciente sobre la bocina y el sonido estentóreo se extiende sobre esa tarde calurosa como un grito que horada para siempre la memoria del hijo. La imagen de los raspones en sus rodillas adelanta la llegada de Victoria bajo una lluvia de florecillas de Poró. La niña detiene intempestivamente su bicicleta junto a Ernesto, sentado en los últimos peldaños de la escalinata del acceso principal a la Iglesia del Socorro. Lleva un corbatín negro, una camisa con la plancha estampada y un pantaloncillo gris. Observa perplejo a la niña, quien le saca la lengua y espera su reacción. Ernesto sale de su mutismo y le dice: -Me aburre la misa. Victoria le responde confianzuda: -A mí también, prefiero sentarme a respirar bajo los árboles. El niño traga saliva y le espeta sin respirar: -Mi papá está en la Iglesia, en una caja de muerto, según mami ésta es su despedida. Victoria se pone seria, patea la llanta delantera del vehículo, estira cuán largo es su cuerpo de nueve años, y pregunta: -¿Querés subir a la bici un rato? Al niño le brillan los ojos, pero no sabe qué hacer, escucha a sus espaldas el barullo funerario ya emergente de la Iglesia. Victoria comprende su indecisión, monta en la bicicleta y antes de partir exclama: -Vivo detrás de los últimos árboles del boulevard, es la única casa sin cochera. Ella se aleja al tiempo que el niño oye acercarse el llanto de su madre. Después de los últimos exámenes del segundo grado llegaron las vacaciones. La madre de Ernesto había vendido la camioneta para pagar el funeral de su padre y aún tenía deudas pendientes, por ello había organizado un negocio de pastelería a domicilio del cual se ocupaba cuando salía de la oficina. No había dinero para paseos y el niño se consumía periódicamente delante de la televisión, por este motivo, su madre lo enviaba con frecuencia a realizar alguna diligencia cercana. Una mañana lo envió temprano a entregar un pastel recién horneado para el cumpleaños de una niña residente en los linderos del barrio, ni muy cerca ni muy lejos. Cuando Ernesto dio con la dirección entendió que aquella casa sin cochera era la misma de la niña con bicicleta, fue ella quien le abrió la puerta minutos después de accionar el timbre. -¿Vos cumplís años? Me enviaron aquí a entregar este pastel, le lanzó Ernesto a quemarropa. -¡Sí! Estoy cumpliendo diez años, ¿vos apenas vas en segundo, verdad?- le respondió algo burlona. El niño, un poco incómodo, aseveró: -Ya pasé a tercero y en un mes cumplo nueve años. Como si quisiera afianzar su autoestima, agregó con intrepidez: -¿Todavía podría montar tu bici? La niña rió de buena gana y lo invitó a pasar a la casa, llamó a su padre, quien tomó el pastel y le dio al niño algunos billetes que él guardó celosamente en el monedero de su madre. Victoria le contó que su padre le había regalado una bicicleta nueva, por lo tanto, podían salir a pasear juntos si él quería usar la otra. Emocionado, Ernesto aceptó, no sin antes mirar de soslayo al padre de Victoria, quien aprobó la idea siempre y cuando no pedalearan entre los autos. Los niños tomaron las bicicletas, pero Victoria se llevó una sorpresa mayúscula al descubrir que Ernesto no sabía ni cómo montarla, entonces no llegaron muy lejos, pues la niña le dio una primera lección de muchas a lo largo de las vacaciones. Al final de este período, ambos ya eran capaces de pedalear juntos y sortear el tráfico endemoniado del boulevard, pese a las advertencias de sus respectivos padres sobre el riesgo de
  • 11. incursionar en la zona de conductores. Esta población de nervios destrozados encontró en la muerte del padre de Ernesto y en un par de graves accidentes más, la justificación de una demanda a la municipalidad para exigir la tala de aquellos árboles de Poró nacidos antes del boulevard, de tal forma que se ampliara la calle a dos vías para permitir un tránsito fluido de los vehículos. De vuelta a clases, la mayoría de los estudiantes comentaba lo escuchado en sus hogares, mostrándose de acuerdo con la tala de los árboles, pues sus progenitores a veces tardaban horas en recogerlos debido a la estrechez del boulevard. Ni Victoria ni Ernesto apoyaban esta medida, pues en sus casas no había auto, ambos llegaban y se iban de la escuela en bicicleta, impulsados por el viento y bañados en florecillas, compitiendo en un alegre juego tanto al despertar el día como a media tarde. Por su parte, la municipalidad enfrentaba diariamente hordas de manifestantes en su edificio, así como unas próximas elecciones que dejaban pocas dudas sobre la decisión a tomar por las autoridades. Los niños, que habían aprendido a rodear las gigantescas raíces arbóreas en sus viajes en bicicleta, a disfrutar de la sombra de los árboles y de la llovizna de flores cotidiana, no concebían el boulevard sin asomo de estas especies nativas, por esta razón, elaboraron un plan para salvar los árboles de Poró. Cada día, durante aquellos primeros meses del ciclo lectivo, prestaron las bicicletas a una niña o a un niño distinto, mientras esperaban la llegada del adulto de rigor a la salida de la escuela. No se sorprendieron cuando tiempo después, para la celebración del Día del Niño y de la Niña, muchos de sus compañeros contaron alborozados que habían recibido la implorada bicicleta como regalo, era pues, el momento de poner en ejecución la segunda parte del plan de Victoria y Ernesto. Ambos animaron a sus compañeros de diferentes grados escolares a imaginarse al volante de sus respectivas bicicletas, libres al fin del control de sus padres y de la ponzoña diaria del embotellamiento vehicular en el camino a la escuela. El pequeño sueño fue creciendo entre la población estudiantil, hasta el día en que el alcalde decretó la tala de los árboles de Poró con el fin de ensanchar el boulevard. La fecha de la tala se acercaba y había que actuar rápido, según el plan convenido por los niños. El día que los trabajadores de la municipalidad sacaron sus motosierras y se dirigieron a cumplir la orden del alcalde, niñas y niños de diferentes puntos de la ciudad escondieron las llaves de los autos de sus padres. Cientos de adultos irritados revolvieron sus casas y apartamentos sin encontrar una sola llave, los cerrajeros de la ciudad se saturaron de trabajo y no pudieron dar abasto a la cantidad de llamadas enfurecidas que recibían por minuto, los taxis chocaban entre sí impidiendo el desplazamiento de otros autos y de las puertas de los autobuses colgaban tantas personas que los oficiales de tránsito los detenían para multarlos. Madres primerizas o experimentadas, padres solteros o en unión libre, familias diversas o recompuestas, abuelas consentidoras o gruñonas, abuelos con artritis o dientes postizos, parentela temida o querida, todos y cada uno de ellos no tuvo más opción, ante el insistente ruego de los infantes, que enviarlos a la escuela en bicicleta. Una marea de dos ruedas con ojos chispeantes inundó las calles dirigiéndose con un fuerte pedaleo hacia la capital. Los empleados municipales aún no comenzaban su labor, las bicicletas se detuvieron a lo largo del boulevard, y éste se vio por primera vez en su historia despojado de humo, bocinazos, ruido de motores y tensiones humanas. Victoria y Ernesto pedalearon con lentitud hacia los árboles, al tiempo que de sus antiguas raíces germinaban nuevos brotes que se enredaron como helechos en sus bicicletas hasta estallar velozmente en las típicas florecillas del Poró. Ambos giraron sonrientes las ruedas de sus vehículos, convertidos ahora en jardines ambulantes, y encabezaron una “bicicleteada” infantil de varios kilómetros hacia la capital, trazando la ruta que más tarde la nueva alcaldesa transformaría en una reluciente ciclovía, mientras las motosierras eran
  • 12. aprisionadas por esas mismas raíces, ante el estupor de los trabajadores de la municipalidad. Laura Fuentes Belgrave Costa Rica Reconciliación Alexis MARTÍ VERANES La partida era inminente. De nada serviría recordar buenos momentos. Sobre sus piernas, él acariciaba con la yema de sus dedos esa boca; la boca que jamás volverá a tener y que aun gritando palabras hirientes, era la única en quien podía confiar. Mientras recoge sus pertenencias la observa. Quieta, de pie, contra la pared estaba ella, sin decir una palabra, hierática, desnuda a pesar del clima. Con su vientre todavía cargado esperaba el momento de parir, pero esa decisión le correspondía sólo a él que ya había sido padre muchas veces y rezaba porque mujeres como ella dejaran de alumbrar. Estaba al tanto de todas las noticias en las cadenas de radio colombianas; quería que los doctores de la política se pusieran de acuerdo sobre la medicación necesaria. Con sus paisanos comentaba, sin ocultar su agrado, sobre el momento de la separación y como no extrañará sus andanzas por las lomas junto a ella, ni los baños que tomaron después de una larga caminata, los ruidos en los cerros a media noche, ni el escapar de otras fieras con ella sobre su espalda. Él sólo sueña con regresar a su esposa, sabe que lo espera y que no se siente traicionada por otra de carnes más duras. Pero ha pasado mucho tiempo y él ha estado ausente. No conoce su último hijo, no les dio el adiós a sus suegros, no ha vuelto a arar sus tierras ni ha ensillado con cariño a su ya envejecido ¨mexicano¨. Hace tiempo ya no es agradable sentir el canto de un gallo, porque ahora es una alerta, hace tiempo comparten el cielo con palomas pájaros de otro material, desde que escapó con ella ya no es capaz de sentir conexión con la naturaleza. ¿Es un castigo de dios? Se pregunta a diario y maldice con rabia la alianza a la que se ha comprometido, pero un hombre tiene que honrar su palabra aunque el arrepentimiento lo consuma. Ahora llora. En la radio han dado la noticia. ¨Las hostilidades entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo y el Gobierno constitucional han llegado a su fin. Después de 50 años de lucha y de resistir la acometida de 13 gobiernos consecutivos, el paramilitarismo y el empleo de la más moderna tecnología militar norteamericana ,se ha firmado un tratado de paz conducido por la senda del diálogo¨. Mientras recoge sus pertenencias la observa. Aunque la imagen esta borrosa por las lágrimas, la conoce bien. Fueron muchos años juntos, años, que él quisiera no haberlos vivido, años empuñando su cuello frío, su boca dura, cargando con su peso en las espaldas, cuidando de ella sin sentir un gesto cariñoso de vuelta. Llora porque mientras sus manos cierran el morral como símbolo de su última atadura, en su mente, sus brazos están estrechando ya a su esposa, quien llora con él y le dice: ¡Se acabó,… al fin acabó…no más guerra! Al entrar a la casa, que ahora le parece más pequeña, su mente reconoce los olores que creía haber olvidado, se sienta en su silla preferida y sus manos abrazan nuevamente la taza metálica que contiene el agradable líquido humeante, bebe a sorbos y siente como sus venas se calientan con el café mientras observa los labios de su esposa. Recuesta la silla, cierra sus ojos y un largo suspiro de confort inunda la casa. De la chaqueta saca una fotografía, una evidencia concreta de su andanza tomada en el campamento, en la que su cara desaliñada y barbuda con ojos inexpresivos, desentona
  • 13. diametralmente con la manera en la que su mano agarra con fuerza el cuello de una ametralladora. Alexis Martí Veranes Santiago de Cuba Ejército del Sur Jorge GUTIÉRREZMARTÍNEZ El panteón queda solo desde las diez de la noche. La puerta se cierra con candado. Los muertos y sus historias quedan bajo el resguardo de la oscuridad. Nadie se atreve a visitarlo. Durante el último año se ha escuchado el ruido de los cascos de los caballos de todo un ejército que cruza el cementerio. La gente cree que es el diablo y sus huestes arrastrando almas impías al infierno. El doctor Carmona dice que el estruendo que surge del vientre del panteón se explica por la actividad del volcán que hace que truene el subsuelo. El maestro Enríquez, que se trata de las extracciones ilegales de la minera gringa que trabaja noche y día. Aguijoneado por el miedo decidí buscar la verdad. Escapé de casa en la madrugada y me aposté entre las ramas de un árbol que me permitía ver por encima de la barda del camposanto. Mi estado de vigilia comenzó a agrietarse. El sueño me acercó al mundo de los muertos. A lo lejos escuche venir a los caballos con un trote que crecía y crecía en intensidad. Una polvareda luminosa avanzaba entre las tumbas. Entonces vi la verdad. Ni diablos ni calaveras. Era el general Emiliano Zapata; con los ojos tristes, pero inyectados de furia; seguido de su ejército del sur. Todos montaban caballos blancos, llevaban puestos sus trajes de charro negros con el sombrero descansando en sus espaldas. Avanzaban a gran velocidad y cuando estaban a punto de chocar con la pared se desvanecían. Jorge Gutiérrez Martínez México Falsos positivos Álvaro LOZANO GUTIÉRREZ Segundo premio 2016 NOTA DEL AUTOR: Falso positivo: Es como se conoce a las revelaciones hechas a finales del año 2008 que involucran a miembros del Ejército de Colombia con el asesinato de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate dentro del marco del conflicto armado que vive el país. Estos asesinatos tenían como objetivo presentar resultados por parte de las brigadas de combate.1 A estos casos se les conoce en el Derecho Internacional Humanitario como ejecuciones extrajudiciales y en el Derecho Penal Colombiano como homicidios en persona protegida.
  • 14. La mañana abrió sus ojos a otro día de lucha. Recorrió la casa despacio deteniéndose de manera inconsciente en cada en cada objeto, en las imperfecciones de las paredes, en las grietas abiertas por el tiempo, en cada retrato que evocaba el pasado, acariciando todo con la mirada, acariciando la memoria. - Mire que este café le hubiera gustado, es un poquito amargo pero así le gustaba a usted ¿se acuerda? Sus manos reconocieron las sabanas buscando esa silueta perdida. Un ritual repetido mil veces para organizar la vida en torno a los recuerdos, sin llanto, sin palabras, sólo precisando que el aliento de su hijo no se perdiera para siempre. - Ayer encontraron a su amigo Gonzalo en la fosa del cementerio central, también lo mataron por la espalda. La comadre Diana tuvo problemas con los militares, casi no se lo dejan sacar. Cinco años atrás, cuando Antonio tomó su camino, en su mente había más hambre que ilusión, era ese dolor que lo acompañaba desde niño: la pesadez, el desaliento, eso que anima los sentidos acallando las ideas. La plaga de los condenados de la tierra. Se fue a recoger café, buscando en esas lejanas montañas un poco de dignidad. Ahora lo único que le quedaba a María era su sombra atrapada en los objetos, restos de una vida cegada por una guerra que nunca decidió pelear. - Hoy me toca terminar más tarde, mire que llegaron unas compañeras de lejos. Ese día la plaza estaba llena, innumerables mujeres sostenían retratos de sus hijos muertos. Parecían infinitos, pero no obstante cada una de ellas tenía una cifra exacta: 3.796. Civiles inocentes, llevados bajo engaños a zonas de combate, asesinados a sangre fría y presentados como bajas enemigas, presentados como trofeos de guerra. Todos eran pobres, a todos les habían prometido un trabajo, todos ejecutados y declarados como guerrilleros. Ahora recorrían la plaza los jueves en la tarde, sus imágenes recordaban al mundo que en una guerra sin sentido los absurdos pueden multiplicarse en los cuerpos de aquellos que nunca sostuvieron un fusil. - A mi hijo me lo mataron hace cinco años, le dispararon y le pusieron un arma en las manos. Después cobraron la recompensa. María le hablaba a un grupo de mujeres recién llegadas, sus rostros asustados mostraban la extrañeza ante una ciudad que no les pertenecía. Ahora ella era fuerte, había aprendido a serlo gritando la verdad todos los días.
  • 15. Las abrazó largamente con la ternura que viene del intenso dolor. Todas eran una sola persona, las unía un pasado en común, la de ser las madres de los falsos positivos. Álvaro Lozano Gutiérrez Bogotá, Colombia Miembro del colectivo literario Surgente Bajo el Flamboyán Noel PÉREZ GARCÍA Primer premio 2016 Meses después esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán. Silvita estará sobre sus piernas, incitándolo a contar más, «¿y entonces qué pasó, papi», y él tendrá otra vez que volver a inventar detalles a la historia, como siempre hace: poner abismos donde había huecos, selva donde apenas había vegetación, leones y pumas en lugar de unos pocos lagartos y serpientes de mala muerte, y Silvita abrirá los ojos, muy grandes, esos ojos que son de su mamá, y dirá un ohhhh muy prolongado, y lo abrazará y reirá y él será otra vez el hombre más feliz del mundo, aunque Silvia le diga bajito «mira que inventas», y el beso le diga que no es reclamo sino parte del juego al que invita una tarde bajo el flamboyán, ese que el bisabuelo sembró con sus propias manos y siempre ha sido el lugar de los cuentos, de las reuniones, del reencuentro luego de cada viaje. Porque de este viaje también regresará, como de los otros, y otra vez será la botella de ron debajo del brazo de Sergio, «¡eh, campeón!, ¿cómo dejaste la Patria Grande?» y el ardor de la bebida al bajar por la garganta, ese ardor dulzón y acogedor, distinto a este otro que le quema en la pierna y le siembra escalofríos en todo el cuerpo. Pero de este no dirá nada, ni se quejará cuando el cuerpo de Silvita, «¿verdad que ha crecido mucho?», presione allí donde la piel es más sensible, donde quedó la marca, el recuerdo de esos segundos que ahora tal vez parecen minutos, días, pero que entonces serán sólo eso, una lágrima de dolor fácil de justificar con la brisa, o la alegría de saberse otra vez entre los suyos, bajo la sombra del flamboyán del abuelo, narrando todas las peripecias por esas tierras del mundo, por estos cerros que pueden ser tan peligrosos, pero que en unos meses tal vez sean el lugar más hermoso del mundo desde donde era posible ver toda la ciudad a sus pies, como emergiendo de entre un gran abrazo de las colinas; «¡cómo en la Sierra Maestra, papi!», sí, como en la Sierra Maestra, y volverá a contarle de sus tiempos de recién graduado, cuando le tocó servir en un Consultorio Médico de un pueblito de la Sierra Maestra, muy cerca de donde se estableció, en 1958, la Comandancia General el Ejército Rebelde, en La Plata. Y llegarán a su mente los recuerdos de su primera visita a aquel sitio donde estuvieron Fidel y el Che; tal vez sienta la misma emoción de entonces, la que le asalta cada vez que lo cuenta y repita que solo es comparable a la emoción que sintió allá en Vallegrande, en La Higuera, frente al busto el Che, a los carteles que recuerdan al guerrillero, en las paredes que lo vieron morir. Entonces asomará una lágrima y no tendrá que justificarla, porque todos lo saben reviviendo esa visita, tantas veces contada bajo el flamboyán. Silvita lo abrazará en silencio, y Sergio alzará el vaso en salutación, antes de beber el trago, en mudo homenaje.
  • 16. Ahora daría cualquier cosa por probar un trago de esa botella con la que siempre Sergio lo recibe. Sentir el dulce ardor del líquido bajar por su garganta, arroparse con su calor y dejarse llevar por las brisas de la tarde y la voz de Silvia que le llega desde la cocina, como un canto de ángeles. Pero la garganta le quema de otro ardor, seco, como si todo el polvo de la carretera hubiera ido a parar allí. Y las voces que escucha no se parecen a la de Silvia ni al canto de ángeles; es un lamento, un quejido que se arrastra entre el pedregal y le sube por la pierna como si brotara de la carne abierta, aunque adivina que viene de más allá, del otro lado de esa nube de polvo que no parece posarse nunca, y le oculta a la vista cómo ha quedado la camioneta en que viajaban, o quién de sus acompañantes es el que llama, se lamenta. Mucho después, junto a Silvia, bajo el flamboyán, intentará recordar los detalles, pero no serán diferente a esa sucesión desenfrenada de imágenes que ahora le acechan, esos segundos en los que la risa despreocupada se rompe en un grito, una advertencia y luego todo vueltas y más vueltas, golpes y más golpes; luego el silencio y, después, ¿cuánto tiempo después?, la conciencia del dolor y la quemazón en la pierna. Entonces Silvia, le acariciará el cabello, le dará un beso en la frente y llorará en silencio las lágrimas que ahora no puede llorar, allá, tan lejos de todo, de estos cerros traicioneros, de este polvo que lo ahoga y se mete en cada rincón de su cuerpo, en esa herida abierta en su pierna. Silvia, allá, quizás camino a la escuela a buscar a Silvita, que saldrá corriendo con un papel en la mano, el nuevo dibujo que hizo en la clase y Silvia escuchará la explicación de la niña, «este es mi papá y estos son los niños que él cura para que se pongan mejor», y Silvia lo adivinará en los trazos infantiles y quizás piense en él y lo vea, como a través de los ojos de su hija, envuelto en su bata, «creo que me enamoré la primera vez que te vi en bata», curando a los niños de los cerros. Entonces madre e hija caminarán a casa, muy contentas, despreocupadas, a escribirle un correo a papá «para que sepa que le hiciste otro dibujo». Él sabe que será un dibujo lindo, lleno de colores, donde no caben estos ocres lastimosos del polvo, donde el rojo no será el de la sangre que le baña la pierna, sino el de la bandera que siempre Silvita gusta de poner en sus manos, como para que no quepan dudas de dónde viene «su papito». Se incorpora con dificultad. Ha logrado calmar la hemorragia con un cabestrillo improvisado. El polvo se ha asentado y logra ver unos metros adelante el perfil del auto. Muy cerca de él los cuerpos inmóviles de algunos de sus acompañantes. Están cubiertos de polvo y apenas puede identificar a Rosa, por el vestido que sobresale por debajo de la bata, ahora confundidos en un mismo trozo de tela polvoriento y con huellas de sangre. Vuelve a escuchar los lamentos, ahora más definidos. Provienen del interior de la camioneta y hacia allí va, arrastrando la pierna. Al llegar ve el rostro ensangrentado de Turiño, el chófer: —¡Coño, flaco, discúlpenme! —se lamenta Turiño cuando lo ve llegar. —¡Calma, negro, calma! —dice, mientras da un vistazo hacia el interior de la cabina. Al lado de Turiño está Manrique, el Jefe de la Misión Médica; tiene la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla, salpicada de sangre. —¡No me di cuenta de ese bache, flaco, discúlpenme, coño! —¡No te preocupes negro, esa cosas pasan! Ahora necesito que te calmes y me digas dónde te duele —el negro trata de calmarse, respira profundo varias veces. El negro Turiño, el chofer, su amigo de otras misiones, un «as en el volante» como le dicen todos los que han trabajado con él por esas cordilleras de Bolivia, las calles haitianas, o incluso allá, por Paquistán, cuando lo del terremoto. El negro Turiño que siempre tiene un papel protagónico en sus narraciones allá en la casa, bajo el flamboyán, cuando cuenta de su buen humor, de sus chistes, de su habilidad como chofer, pero también de su terror a las serpientes y a la sangre. El negro Turiño que no puede ver una jeringuilla con sangre y ahora la ropa toda manchada de sangre, indicándole con un gesto de la cabeza que no,
  • 17. que no le duele nada, que él está entero, que ayude a los demás. Pero al menor movimiento el rostro se le descompone y se le escapa un quejido, mientras se lleva la mano hacia un lado del abdomen. —¡Está bien, negro, trata de no moverte mucho! Echo un vistazo a los otros y estoy contigo, otra vez, ¿okey? A Silvia sólo contará en detalle esta conversación, el resto dirá que se le ha extraviado, como los instantes exactos del accidente. Ella comprenderá y lo abrazará en silencio, sin hacerle notar que ya sabe todo, que los directivos del hospital le habrán contado lo sucedido esta tarde, de la muerte de otros miembros de la Brigada Médica Cubana que viajaban en aquella camioneta, incluido el Jefe de Misión; de los otros que, «gracias al rápido accionar de su esposo, lograron salvarse». Él se dejará abrazar y regresará a este momento en el que se mueve de un lado a otro, inspeccionado los cuerpos de los otros médicos que lo acompañaban, descubriendo con dolor que nada podía hacer por este o aquel; y la alegría de descubrir que uno aún respira, apenas, pero respira. Y se deja caer a su lado y le encuentra la herida por donde brota la sangre y logra detener la hemorragia, con restos de su propia bata, hasta que encuentre los bolsos con medicamento que están en la camioneta. Entre los brazos de Silvia todavía se preguntará cómo pudo llegar a la camioneta, a pesar del martirio de su pierna herida; o cómo pudo ayudar al negro Turiño a salir de la cabina y, luego de acostarlo a un costado del auto, regresar con el maletín de primeros auxilios, a ayudar al otro colega. Ahora tampoco lo sabe, pero lo importante es que lo hizo, que sobre su pierna sana sostiene la cabeza del otro médico que respira ahora con mayor facilidad, que si mira hacia su izquierda puede ver al negro Turiño, quejoso, pero vivo. Siente que le ruedan por las mejillas unas lágrimas, las primeras que se permite en mucho tiempo. Pero sabe qué no son lágrimas de dolor, de ese dolor intenso que le llega desde las entrañas de su pierna; o del saberse rodeado de los cuerpos inertes de quienes, hasta unos minutos atrás, compartían con el sueños y alegrías. Para esas lágrimas ya habrá tiempo. Llora por el sonido de las sirenas que se acercan, porque adivina la ayuda, porque sabe que el negro Turiño, el médico a quien sostiene la cabeza y él, estarán a salvo, y que, meses después, esto será una anécdota más, de esas que gusta de contar en el patio de la casa, en su sillón preferido, bajo la sombra del flamboyán, con Silvita sentada sobre sus piernas, escuchándole contar de las peripecias del negro Turiño al timón, de su miedo a las serpientes y a la sangre; de todas las caminatas que él y sus colegas hacen día a día para llegar hasta comunidades lejanísimas, donde nunca antes habían visto un médico. Escuchará el ohhh prolongado de Silvita cuando le cuente de selvas y panteras, y saboreará el ron que Sergio le brinde de la botella nueva «especial por el regreso», y del beso prolongado que Silvia pondrá en sus labios, tras recriminarle sonriente «mira que inventas»; mientras la niña va a buscar el último dibujo que hizo de su papá, «curando a los niños del mundo». Noel Pérez García Sorribe, Santiago de Cuba, Cuba Susurros de mainumbí Julieta María BERBEL Comienza un nuevo día, el sonido del despertar del monte aparta los sueños intranquilos de una noche que parecía no tener fin. Abro los ojos y una bóveda de verdes tornasolados promete protegerme del calor que ya empieza a sentirse en mi cuerpo sudado. Como en los últimos dos días, no hay demasiado tiempo para detenerme en la
  • 18. selva que nos rodea. El último trozo de sólo unas miles de hectáreas de monte natural. Miro alrededor y contemplo cómo el pequeño grupo de tres personas ya está preparado para continuar el camino. Los miro y pienso en el contraste de mi persona junto a ellos. Como si fueran parte del monte, caminan con pasos que apenas se distinguen del movimiento del viento entre las hojas. Son del color de la tierra, de la corteza de los árboles y de las hojas caídas que nos cobijaron anoche. Ramón, el más anciano de los tres, mira el monte, como leyendo las palabras que la selva garabatea en el follaje. Él puede leerlo todo en el monte, la tierra y las huellas que en ella se esconden, los indicios de agua para descubrir una vertiente cristalina y fresca, los aromas y los sonidos. Su especialidad son los yuyos y sus dones. Por eso está viajando con nosotros. Él fue quien encontró a Ará tendida en la tierra, y es el único de la comunidad con la capacidad de mantenerla con vida en el monte, mientras nos dirigimos al puesto de salud del pueblo más cercano. Yo había llegado a pensar que Ramón todo lo podía curar con los yuyos del monte, pero el anciano supo reconocer que aquello que consumía el cuerpo de la niña no era algo que supiera curar el monte, porque no era una enfermedad de aquí. La sabiduría milenaria transmitida por los padres y abuelos de Ramón era ilimitada, en cuanto a los secretos de las plantas se tratara, y podían curar todos los males conocidos y estudiados por ellos a lo largo de su historia como pueblo. Pero esta enfermedad, que se llevaba el aire de Ará no se curaba con yuyos, porque no era una enfermedad de esta tierra. Y Ramón nos decía que es un mal del hombre blanco, y por eso ellos son quienes tienen la cura. Sabía que la comunidad, indirectamente, me consideraba responsable por la vida de Ará. Yo que soy “blanca”, soy responsable de sus miserias y dolores, de sus ultrajes y de estas enfermedades que no les pertenecen y que les trajimos junto a muchos otros dolores y atrocidades. Hasta yo misma me sentía responsable, más aún porque podía reconocer la enfermedad de Ará. Una enfermedad que yo suponía extinta y vencida. Una enfermedad para la que existía vacuna, y para la cual, muchos en las ciudades ya no vacunaban a sus hijos porque, se suponía, ya había sido erradicada del planeta. Y me encontraba aquí, extraña, ajena y responsable, por el dolor de una comunidad que veía morir sus niños con este mal “extinto”. Un mal que los tomaba de noche, que les quitaba el aliento y el descanso. Un mal que les golpeaba el pecho y les arañaba la garganta hasta hacerlos escupir sangre. En este rincón del planeta, en este, quizá único, rincón del planeta donde el monte albergaba vida humana ancestral, aquí y ahora, los niños morían de tuberculosis. Una seña de Ramón me devuelve al presente. Hoy me toca el primer turno, junto a Juanjo para cargar la camilla de Ará. No es una tarea fácil, menos aún con mis pies torpes e inexpertos en este suelo blando y vivo de la selva. Como si los árboles se movieran, debo caminar con sumo cuidado entre las raíces escondidas. Cada tropezón es un retraso de este tiempo que vuela y no perdona y que se nos escurre como arena entre los dedos. Trato de concentrarme en el suelo que piso, pero mis ojos se encuentran una y otra vez con los de Ará. Me miran con una transparencia tal, que por un instante siento que puedo asomarme directo a su alma. No hay reproche en su mirada, sino calma, la calma de quien comprende muchas cosas, quizá todas las cosas, que están aconteciendo. La miro y me cuesta recordar su rostro antes de que la tuberculosis la tomara. Con sus catorce años, ya es considerada una adulta en su comunidad, las niñas con las que creció ya tienen un compañero e hijos. Pero no Ará. Ella se estaba reservando, por su interés especial en “las cosas” de Ñamandú. Ella acompañaba a Ramón en sus expediciones por la selva, aprendía de él a reconocer las flores y los yuyos curativos, y distinguirlos de aquellos que, aunque atractivos, escondían una dulzura venenosa. Era ella quien lo ayudaba a preparar los remedios, pisando los ingredientes en un mortero y la que disponía todo cuando la luna señalaba la hora de un nuevo nacimiento. Ella, con sus
  • 19. escasos catorce años, era quien más conocía los secretos de la salud y de la enfermedad de su pueblo, la única de la aldea a quien Ramón había volcado sus conocimientos. Pero ninguno de aquellos conocimientos había alcanzado cuando la encontró inconsciente sobre los yuyos que recogía en el monte. Es cerca del mediodía, sólo nos hemos detenido dos o tres veces para beber agua de los arroyos que surgen, generosos, de la tierra. No debe faltar mucho para alcanzar la ruta de asfalto, que nos dirigirá al poblado. Se nota por la densidad de la selva, que va disminuyendo gradualmente, y los claros que se hacen más frecuentes. Ramón se detiene repentinamente, escudriñando hacia adelante con los ojos entornados. Y nosotros, como presintiendo aquello que no se explica sino con el alma, lo imitamos. La voz de Ramón, que siempre me hace pensar en el sonido del viento deslizándose por el tronco hueco de una caña fístola, surge de sus entrañas y deja transparentes sus pensamientos. “Este es el último tramo, el último pedazo de monte espeso antes de llegar al camino del blanco”. Quedamos en silencio un instante, tomando fuerzas para el último tirón, o eso creo yo. En realidad el silencio esconde un misterio, y lo descubro cuando veo que los ojos de Ará parecen perderse en la penumbra de la bóveda de árboles y en la espesura de las enredaderas y rastreras. De pronto, el monte parece más silencioso de lo común y me sobrecoge una extraña sensación de que están observándonos. Como si todo el monte hubiera volteado a mirarnos y tuviera sus ojos fijos en nosotros. Repentinamente recuerdo lo que las ancianas de la aldea me han contado sobre esta parte del monte. El último retazo de selva virgen a orillas de la carretera, cargada de secretos. Este lugar está cargado de mística para los pobladores de la aldea y hasta los hombres blancos le temen. Damos el último vistazo hacia atrás, ya tan sólo nos quedan unas pocas hectáreas y encontraremos la ruta. Ramón dice unas palabras en su lengua natal, que salen y se escurren como suspiros, pidiéndole permiso al monte para cruzar. Nos hace una seña para que continuemos el viaje. Miro a Ará y sé que el tiempo apremia. Caminamos más silenciosos de lo normal, hasta nuestra respiración se desliza cuidadosa por nuestros pulmones. Sólo el ruido de las hojarascas bajo mis pies corta este silencio, y eso nos incomoda a todos. De pronto, un zumbido casi imperceptible comienza a acercarse. Puede que no sea nada, más que mi imaginación jugando con las historias de las abuelas de la aldea. Pero parece que no soy la única que escucha el pequeño zumbido, porque Ramón y Juanjo se miran, aunque no detienen la marcha. A mi izquierda, de refilón, veo un destello, muy pequeño, entre las hojas. Sigo caminando, tratando de parecer concentrada en la tierra que piso, pero el destello aparece y desaparece, un poco más adelante, un poco por detrás. Escucho la voz susurrante de Ramón “mainumbí”, es decir “colibrí”. Nos detenemos, y no debo preguntar porqué. Este pequeño pajarito, quizá el más pequeño de la selva, es un animalito sagrado. Se acerca a nosotros, nos rodea con su danza suave pero electrizante, como suspendida en el tiempo y el espacio. Sus diminutas plumas de colores cristalinos, parecen alimentarse de retazos de sol. Ramón lo mira fijamente, sigue los movimientos de su pequeño cuerpo en el aire, como queriendo descifrar el mensaje que su aleteo deja en una estela invisible. El pequeño ser se detiene, por un instante fugaz y eterno, sobre el cuerpo inmóvil de Ará. Se posa en su pecho y sacude sus alas, antes de revolotear y desaparecer velozmente en la espesura. Los ojos de Ará se iluminan con una nueva luz, una luz que ni siquiera en sus mejores tiempos había yo llegado a apreciar. Una luz que revelaba que algo se ha transformado en su interior, y esa luz se desborda y se rebalsa por todos los poros de su piel de niña. Rebalsa y nos salpica a nosotros con suaves gotas que parecen miel. Sabemos que es hora de continuar, luego de este momento que puede haber durado segundos, horas o años. Ya no se cuanto tiempo ha pasado, no recuerdo si fue hace solo
  • 20. un instante que nos detuvimos o si llevamos una vida suspendidos en este ensueño. Un poco más allá, la ruta se dibuja surrealista, recortada entre los árboles. Algo ha cambiado en nosotros, y descubro dentro mío que aunque el futuro, de Ará, el nuestro, incluso el de la aldea que dejamos atrás hace una eternidad, es incierto, algo ya no es lo mismo. Algo ya nunca será lo mismo, porque algo nuevo esta naciendo, algo está empujando los restos añejos, como un arroyo lava y purifica la tierra y la fecunda llenándola de vida. Algo se está despertando, como de un sueño sin tiempos. Y ya no importa lo que suceda, no importa qué nos espere en la ruta, no importa si llegamos al pueblo, ni al puesto de salud. En los ojos de Ará sólo hay felicidad, y tampoco le importan ya los remedios del blanco. Ya nada importa, todo es relativo. Porque esto nuevo que nos brota a borbotones del pecho, sólo puede llamarse ESPERANZA. Julieta María Berbel Puerto Esperanza, Misiones, Argentina Las mujeres mágicas Teresa LÓPEZOLIVERA Hace miles de luces del tiempo, cuando solía vagar creyendo que sabía de la vida, iba desde las costas a las montañas. Las montañas son las más misteriosas y embrujadoras geografías donde se encuentra el alma de una misma y aprende a respetar las luces y sombras de las demás personas, a las razones de la vida y las sinrazones de las luchas por la vida sin muerte. En esas montañas hace miles de años y hace unos segundos, las conocí a ellas, las mujeres mágicas, las de las fuerzas incontenibles, que te traspasan con su horror y su esperanza inaudita. Conocí a muchas pues mi ignorancia era muy grande, gracias a que al menos tenía ojos claros, un poco de oído y pies ligeros; pero sólo te hablaré de algunas: las de Tonantzin y las de Raramuri. Eran señoriales sin lujos ni poderes conocidos, es decir sin dinero ni honores ni prestigio, aquello por lo que hay tantas guerras y desgracias sangrantes en el mundo. Solían caminar mucho a pie, hacer tortillas y lavar en el río, cantar en lenguas antiquísimas y amar con pasión todo lo que implicara la vida. Las de la arena fina, eran madres, hijas y nietas. Lupe, la hija, fue a la fiesta patronal de San Juan Bautista y el borrachito le llamó, un perro estaba a punto de comer a la bebé que habían tirado en la madrugada porque era fruto de una relación sin matrimonio. Lupe la levantó le quitó la placenta y la calentó con agua hirviendo, en botellas para devolverle la vida, ese día la bautizaron y la llamaron Reina Guadalupe, porque estaba mandada por Tonantzin, como regalo. Lupe tenía una vida de penurias y compartía la leche de su hija de sangre con su hija de magia, se llevaban cinco meses.Se la pidió regalada una mujer rica y no la dio, se la pelearon los parientes y pronto la registró a su nombre. Esa magia de la misericordia fue invencible, sin precio, el amor nunca se puede comprar ni destruir, sólo ancharse como el mar. Allá quedaron en el pueblo náhuatl dando luces y luces. Las otras mujeres que me dejaron la vida cambiada y la mente azuzada fueron las de raramuri. Fui cuando no pensaba. El terror llegó primero y les arrebato los hijos, los maridos y los yernos, los papás y familiares y algunas hijas. Les arrebato por medio de los sicarios, esos que se dicen hombres y están muertos en vida, sin corazón ni entrañas. Los cielos estaban negros mucho tiempo, solo veían las luces de las balas y las veladoras. Era como la peste de la muerte que dice el éxodo o el apocalípsis. Ellas agonizaron, un día enloquecieron y los fueron a buscar a las montañas, sus ojos eran más que lámparas, sus corazones bombearon la fuerza de las caminatas infinitas en búsqueda de sus
  • 21. muertos y desaparecidos, por ahí encontraron a un esclavo de crimen, quien se hizo tonto y caminó al monte para que ellas buscaran. Encontraron la fosa con cientos de asesinados y sus pulmones iba a reventar del olor a podrido, sangre y quemado, muchos huesos con carne agusanada, otros cuerpos, la mayoría jóvenes, asesinados, torturados y algunos desnudos otros aún con ropa…vieron…vieron…pero no estaban los suyos. Entonces lloraron largamente por todas las familias que no encontrarían nunca a sus seres amados porque estaban en esa fosa frente a ellos, oculta en raramuri…y se volvieron. Se murieron un mes, de llanto, no quisieron comer, no podían cerrar los ojos pues los de la fosa se levantaban ante ellas. Cuando paso el mes de la muerte se levantaron, iluminaron sus comunidades y trabajaron sus siembras, sus comidas, sus sonrisas. Cuando las conocí me invadieron con su luz y su horror, cambiaron mi vida, las de otros y otras, me arrancaron el mundo de consumismo, de ignorancia, de mediocridad. Allá están en las montañas, ya no mueren, viven en el cosmos manteniendo la esencia de la luz, de la magia invencible que hace crecer los bosques, los ríos y alimenta el tiempo de los relojes de la justicia. Teresa López Olivera Torreón, Coahuila, México El Ardor [Trans]itivo David Alexir LEDESMAFEREGRINO Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Nunca se enteró del por qué ella no tenía derecho a una familia ni a votar por los gobernantes que habrían de vivir de sus impuestos. ¿Existían transgresiones positivas y otras tantas menos deseables? ¿Qué hacía a su falda corta en lentejuelas un elemento más violento que los puñetazos en su rostro? A veces buscaba respuestas en el diccionario y se asustaba al empezar a vislumbrarlas. «Violencia: 3. f. Acción violenta o contra el natural modo de proceder» decía, en su diccionario, la Real Academia Española. Paty no sabía evitar el dolor entre sus sienes, el blanco de tiro que se posaba sobre su pecho, los clavos que atravesaban sus manos y la marcaban como ajena a la naturaleza. Alguien se burló de su identidad alguna vez, cuestionando cómo Paty podía basar en su sexo la construcción de su vida y su expresión. Paty respondió que no sabía, que a ella le parecía tan idiota como basar la identidad en la religión, el color de piel o la situación geográfica. Pero con algo había que edificar; fuera con ropa, baile, llanto o lápiz labial. A veces prefería las trenzas y las cejas a la Kahlo. El chongo tan alto como la valentía y esa cara de india que con tanta dignidad portaba. Así lo gritaba cuando alguien se refugiaba en eufemismos. —¡India! ¡Se dice india!— vociferaba ante hipocresías como café, bronceada o morenita. Para Paty la melena crecía como chayote, se lavaba con jabón de chile y se portaba con el estilo de los cabellos del elote. Paty jamás consiguió que su padre la llamara por su nombre. Siempre se refería a ella como wey, cabrón o marimacho. La trataba con rudeza, como debía tratarse a un hombre. La obligaba a jugar con la pelota y a usar el pelo corto, como cabo. Tuvo que conformarse, casi siempre, con la frescura de los pantalones cortos y la pasión distante del clóset de su madre. Cuando por fin decidió enfrentarse, tuvo que aguantar más que un par de bofetadas del hombre que quería forjarle a su imagen y estereotipo. La sangre le temblaba en el rostro mientras su madre se tragaba las lágrimas Fue una larga temporada de interminables palizas, hasta que descendió la furia y se fue estacionando la resignación. Las represiones disminuyeron en constancia y se esfumaron el día en que
  • 22. Paty desapareció. Se fue con el novio o las amigas, se fue contenta o hundida en depresión. Cuando la comadre Matilde le preguntó a su madre qué haría de su vida tras el abandono, ésta no pudo más que contestar un lacónico: —Seguir moliendo maíz—. Su padre habrá preguntado por ella unas tres veces, después de su partida. —¿Dónde está Antonio?— cuestionaba enfurecido, como unos guantes de box buscando su costal. —No ha vuelto— respondía Doña Mary y se limpiaba las manos con el mandil. —Dile a ese cabrón cuando vuelva que le voy a dar unos putazos si no se viste como hombre— terminaba el padre, tajante, la conversación. De cualquier manera no volvió y se ganó la vida como pudo; de escritora, cocinera, abogada o trabajadora sexual. —Siempre digna y ¡adelante!— se impulsaba solita en los momentos de duda y sinsabor. Habría llegado más lejos de no ser por esos puños. La atraparon tan de pronto y sumida en distracción. Patricia no sabía por qué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Ella era perfecta, infinita, total. Podrían aquella noche terminar con su equipaje, incendiarle sus maletas y herir de muerte las plantas de sus pies; igual no atravesarían su espíritu ni derribarían jamás la libertad. Ella reencarnaría en cada mujer oprimida por el yugo de las leyes, en los besos con lenguas de un hombre con otro y en las mentes en donde el sexo no quepa o quepa en más de una canción. En una cama de hospital, en un cuerpo recién nacido al que la médica no sepa si llamar hombre o mujer, ahí estaría Paty. Radiante, transitiva, para siempre. Así los puños la fulminaran esa noche, se iría invicta de consciencia. Paty recibió todas las heridas con la cara en alto. Aunque hubiera preferido un buen debate, esa pelea la confrontó y no la sufrió. Como a cualquier otra, inmersa en el sistema de guerra y competencia, le tocó dar también algunos golpes y no quedarse impávida en el momento del final. Cuando el calor desapareció para siempre de su cuerpo, el mundo perdió sin remedio un poquito de esperanza. —¿Dónde está Antonio?— preguntó su padre enfurecido. Doña Mary lo miró con displicencia. Se quitó el mandil tranquila y colocó en el índice su anillo de jade. —¡Patricia! Se llama Patricia— contestó, mientras trascendía de la casa a la avenida y las tortillas se volvían ceniza en el comal. David Alexir Ledesma Feregrino México D.F. La Canción del Negro Alí Richard RICO LÓPEZ Premio del Concurso de «Cuento Corto latinoamericano’2015» La tarde del viernes caía en medio de aquel abril caluroso, sofocante por momentos. Apenas se movían algunas de las hojas de los inmensos cedros y samanes que guardaban como gigantes centinelas las inmediaciones de la plazoleta de la pequeña ciudad. Se iba una semana más, y con ella una nueva jornada de trajines, rutina, cansancio, esperanza y desilusiones, entremezcladas en el pensamiento meditabundo que acompañaba el caminar del joven Ernesto. El dulce olor que emanaba de los árboles se entremezclaba con el amargo sinsabor que generaban inquietudes en el muchacho: ¿cómo hago para que el dinero alcance?, ¿cómo sustento a los míos?, ¿por qué me siento vacío en el trabajo que hago?, ¿por qué unos pocos tienen tanto y el gran resto tenemos tan poco? Todas estas interrogantes se repetían ensordecedoramente en su mente, y aunque trataba de pensar en otras cosas, estos pensamientos, cual ola que
  • 23. viene y va, le embestían intempestivamente, sin permitirle percibir cuántos metros avanzaba y quién o qué estaba en la siguiente banca de la plaza o justo a su lado. De repente, con el mismo ímpetu con que le abordaban sus pensamientos, sintió que le halaron por la manga de la camisa, y sin darle tiempo de pronunciar palabra alguna, alcanzó a oír en tono claro y fuerte: –¡Venga Negro! ¿Le limpiamos esos zapatos? El joven, aletargado por la interrupción en su pensamiento, apenas si lo miró y con el ceño fruncido por la incomodidad de aquel acto insolente, hizo con su cabeza sin mediar palabra un signo de negación antes de reanudar su marcha. Empezaba nuevamente a sumergirse en sus pensamientos, cuando escuchó justo detrás de sí a alguien que cantaba con efusiva y clara voz: –Échala, tu palabra contra quien sea de una vez, así sepas que rompe el cielo échala, tu palabra por dentro quema y te da sed, ES MEJOR PERDEREL HABLA, QUE TEMER HABLAR, Échala… Larala… larala… Ernesto volteó lentamente intentando no mostrar interés en lo que oía y al hacerlo, allí estaba, el mismo viejo que le halaba la camisa momentos antes, sonriente, efusivo, tarareando y bailando aquella cancioncita que parecía estar dedicada a él que nada decía y se encerraba en un mundo de ideas ambiguas y difusas. Por vez primera se detuvo a detallarlo. Era un personaje de mediana estatura, ojos grandes y barba espesa. Su ropaje dejaba mucho que desear por lo maltratado y viejo. Aparentaba tener unos 50 años, aunque en la miseria, los años parecen acelerar su marcha. Sobre su espalda una mochila llena de objetos de diferente utilidad. Las manos, que por instantes parecían maltratar lo poco que quedaba de un viejo cuatro (instrumento musical de cuerdas venezolano), se veían ennegrecidas y encallecidas por una vida de mucho trabajo y seguramente mucho dolor. El joven se acercó un poco más y pudo percibir un sutil olor a alcohol y tabaco, compañeros inseparables del hombre de la calle. Inesperadamente el viejo dejó de cantar, miró al joven y le dijo: –¿Ahora sí se decidió? Écheme una manito y déjeme limpiarle esos zapatos; mire los míos, están viejos, eso sí, ¡pero nunca sucios! ¿No sabe usted que los zapatos son el reflejo del alma del que los carga puestos?, comentó. El joven apenas sonrió y sin mucho convencimiento sólo atinó a decir: –Empiece entonces, pero rapidito porque ya no tarda en caer la noche. En su interior había una motivación inconsciente que aún no entendía y que le había hecho prestar atención a tan curioso personaje que veía por primera vez en aquellos lares. Silbando sin parar, el viejo limpiabotas comenzó lentamente a sacar de su mochila el betún y el cepillo, levantó cuidadosamente el pie del muchacho y comenzó su labor sin dejar por un momento de silbar la canción que antes había tarareado; el joven Ernesto, intrigado le preguntó: –Esa canción, de casualidad, ¿la cantaba usted refiriéndose a mí? – ¡Claro! Y también por los otros cuatro clientes que me han ayudado hoy, toditos pasaron molestos, mirando el piso, pensando en quien sabe qué y en un silencio que parecía un funeral; como usted puede ver, yo casi no me puedo callar y por eso es que le canto a la gente pa’ que deje la amargura y empiece a levantar la cabeza. Ante aquella aclaración, el joven sintió algo de vergüenza, se quedó observando con detenimiento el cuadro dantesco de aquel hombre, plagado de necesidades y dolores, con el cuerpo y rostro lacerado por las marcas de sus sufrimientos. Aún así, en sus ojos había una llama viva que irradiaba esperanzas e ilusiones. Se dio cuenta de lo mucho que tenía y lo poco agradecido que había sido con la vida, reconoció en sí mismo la pobreza de su figura joven, con mayores recursos, y sumido en una permanente amargura: –Cuando las cosas parecen ir mal, Dios se encarga de mostrarnos el verdadero dolor de Cristo padeciendo, pensó para sí mismo. Incorporándose nuevamente, dijo al viejo: –¿Y de dónde es usted, amigo?, ya con un aire de mayor confianza y curioso por saber más de aquel personaje que comenzaba a interesarle. Por primera vez en todo aquel rato de canciones y palabras incesantes guardó
  • 24. silencio. Levantando la mirada hacia el poniente se transformó su semblante, se quedó con la mirada perdida por unos segundos, luego volvió hacia el zapato y lustrando con fuerza susurró una canción: –“Yo vengo de dónde usted no ha ido, he visto las cosas que no ha visto…”, y continuó tarareando un murmullo uh,uh,uh… El joven se sintió consternado y a la vez extrañado por esa costumbre tan particular de responder con trozos de canciones y antes de que pudiera interrogarle nuevamente, el viejo limpiabotas le miró y dijo: –¿Escuchó alguna vez de la tragedia de Vargas? (40 km al este de Caracas) y volviendo su mirada hacia el horizonte, –De ahí, ¡de por ahí vengo, mijo! Rodando como una piedra; el agua se lo llevó todo, viví un tiempo en los refugios y otro más en la calle, y ya ni se cómo terminé en esta ciudad tan lejana; a lo mejor me estoy alejando de tan malos recuerdos. Aquella revelación interpeló a Ernesto sobre la forma desconfiada e inhumana con que le había juzgado en un primer momento. Para entonces había pensado en el fastidio de cruzarse con otro borracho más de la plaza; con sagacidad veloz buscó entre sus cosas, –Viejo, si no le ofende, yo cargo aquí unas camisas y estos zapatos que me dieron en el trabajo y que podrían… Inusitadamente le interrumpió silbando nuevamente y cantando con los ojos inundados por un brillo especial: –“…No es importante el ropaje, sino distinguir a fondo, los que van comiendo dioses y defecando demonios. Zapatos de mi conciencia, mal que bien me van llevando, larala…”- Ahora sí que Ernesto no entendía aquel misterioso personaje, plagado de necesidades, y aún así le daba igual tener o no tener ropa y calzado; impulsado por la intriga que le causaba y detectando algo familiar en las entonaciones que el viejo hacía, le dijo: –¡Yo conozco esa canción! Esa es de… ¿de Alí primera, cierto? -¡Sí Señor! ¡Y me las sé toiticas [todas] completas! Golpeó con su trapeador el zapato derecho del joven; – ¡Listo!, ahora sí esos zapatos están decentes. El joven asintió con la cabeza y buscando su cartera, –¿Cuánto le debo, mayor? –¡Lo que usted me quiera dar y si son las gracias, bien recibidas serán! El joven se sonrió ante tan original respuesta y le dio un par de billetes que el viejo guardó celosamente dentro de los bolsillos de su vieja mochila; habían pasado cincuenta minutos desde que se encontraron y ya se había olvidado, al menos por un tiempo, de sus afanes y preocupaciones, de la economía y la política, de tantas banalidades que le atormentaban. Ahora éstas le parecían vacías y TONTAS. Sin proponérselo, vivió en este corto encuentro un proceso de renovación que le impulsaba a semejanza de aquel ahora hermoso personaje, cantar por las maravillas del hoy y las vírgenes esperanzas del mañana. –Fue un placer conocerle amigo, mi nombre es Ernesto; si hay algo en lo que pudiera ayudarle sólo dígame. El viejo terminó de guardar sus trapos en la mochila, tomó en sus manos nuevamente el viejo cuatro, colocó la mano sobre el hombro derecho del joven y con una efusiva cara de emoción le dijo: –Por ahora tengo en este viejo morral todo lo necesario para vivir feliz lo que queda del día de hoy. Indicando con sus dedos hacia el poniente, se despidió diciendo: –Por allí esta mi ruta, cuídese joven y no se olvide de empezar a ser feliz. Hizo un ademán de comenzar su marcha, cuando el joven, inquietado. preguntó: –¿Y cuál es su nombre, viejo amigo? El viejo volteó vivazmente. –Me llaman Alí y para los buenos amigos como usted me dejo llamar el NEGRO ALÍ. Ya la noche comenzaba a caer sobre la ciudad. El viejo tomó su cuatro, soltó una carcajada y comenzó nuevamente a cantar: “Es de noche, cuenta el limpiabotas cuánto ha hecho y cuenta el pregonero cuánto ha hecho…es de noche…”
  • 25. Ernesto con el llanto a flor de piel, también tarareaba aquella dulce canción y cuando ya la figura del viejo comenzaba a perderse en el horizonte le escuchó nuevamente cantar: “Es de noche…”, el joven tomó su bolso, dio la vuelta, y mirando al cielo que mostraba sus primeros luceros, levantó los brazos cantando: “…Y habrá Mañana”. Richard Rico López Acarigua, Venezuela Sangre y agua Camilo Andrés PÉREZ DELGADO Al Hno. Camilo Alarcón, fsc. Dicen que la sangre es más espesa que el agua, aunque, en esta ocasión la ley de los fluidos fue violada. El problema comenzó en la tarde mientras leía un grueso tomo de Nietzsche, Sartre o algún europeo de formas raras tan lejano de nuestros simples apellidos. Al voltear la página se percató de una gota de sangre huida de su nariz, luego vino otra, un chorro; corrió al baño y, entre taza y papel higiénico, se desplomo inconsciente. Mamá lo encontró por la noche después del trabajo; aun tenía vida, recostándolo en el sofá grande de la sala intento con todos los remedios aprendidos de la abuela, ungüento con sábila en la frente, alcanfor entre las narices, una palmada en la cintura, nada le detenía la hemorragia; desesperada llamó a papá, con él llegaron las vecinas cercanas a la finca, ellas probaron a su vez cantidad de brebajes, rezos, súplicas. “Mijo, ¿Por qué no lo llevamos al hospital?” mamá se había olvidado del paro armado, el pueblo estaba rodeado de guerrilla. En ese punto papá no aguantó más y gruño contra este maldito pueblo perdido del mundo, deseó haber vendido cuando le ofrecieron esos tres milloncitos los de la petrolera, “es que hoy en día el que se queda en el campo es un pendejo o un dejado” dicho esto se encerró en el cuarto hasta el otro día. Hacía las nueve fue el turno de las vecinas más lejanas, vinieron camándula en mano, a rezar junto al moribundo que estaba ya pálido; de nada sirvió, expiró unas horas más tarde, se fue dejándole su último beso a mamá, las viejitas pasaron llorando a dejarle un recuerdo en la frente, con lágrimas en los ojos, y sin ya otro remedio, alrededor de muerto entonaron su cortejo “Oh Sangre y Agua que brotaron del Corazón de Jesús, como manantial de Misericordia para nosotros…” pasada la medianoche dejaron la casa, se apagaron las luces. El último rumor lo escuché en la plaza: - Se murió - ¿Quién? - El hijo de América. - Si quiera, estará con Dios. Prefiero pensar que está con Dios, su muerte no sería de todo en vano, total la familia dejó el campo, se fue a la ciudad por evitar otra muerte. Camilo Andrés Pérez Delgado Colombia
  • 26. Gracias a los tiempos de color rojo intenso Reiniel Eduardo POOL RODRÍGUEZ Cuando apenas dejaba de ser un niño, Víctor caminaba una mañana por una calle de la Habana, pero se escabulló a mirar por una ventana, y su sed de curiosidad le hizo ver algo nuevo para él. Las rendijas de la ventana mostraban un grupo de hombres bebiendo y mirando una película; una película de chicas, que para su saber estaban baliando o jugando unas sobre otras. Aquel acto le llevó a experimentar un sentir extraño, pero placentero al ver aquellos cuerpos desnudos. Fue entonces que vio tallado sobre la piel de una de aquellas muchachas, una enorme paloma sin alas, ni color, que cubría todo su pecho. Ella de cabellos negros, piel criolla y ojos tristes, danzaba a la par de las demás, aunque la expresión de su rostro la hacían notar ausente. Aquella mañana el jovencito Víctor llegó a su casa con muchas preguntas; sin embargo, siempre tuvo clavada una duda que le acompaño por años y jamás borraría de sus ojos aquel acto. ¿Por qué la joven tenía tatuado esa paloma sin alas, ni color? Años después, ya hecho todo un hombre, Víctor llegó a la patria de Bolívar en misión solidaria como médico cirujano. En una de las tardes mientras relazaba su labor en un hospital de Barcelona, le ayudo a recuperar la visión a una paciente. Víctor al ver su rostro, su pelo, y sus ojos, fue invadido por el silencio, para su sorpresa se encontraba con la chica de la paloma; de la cual supo posteriormente que era una activista por los derechos de la mujer y una gran artista plástica. Ella al terminar el tratamiento, le regaló una obra de arte de su creación. –Cuide mucho este cuadro médico, fue mi primera obra y tiene un valor incalculable – le dijo la mujer – Ahí estoy yo dándole gracias a mi comandante y a esta revolución que como a muchos, me ha dado la oportunidad de volver a vivir.- Lo besó y se fue sin decir adiós. Cuando llego a la casa, Víctor continua con su rutina y en la noche antes de dormir, quitó los papeles que protegían al cuadro. Al ver la obra, la cuelga en el centro de la casa, como alguien que tiene un templo que adorar. Las lágrimas rodaron hacia su risa, borrando aquella duda que le acompaño por años. Ante sus ojos, la obra eternizaba una mujer rompiendo las cadenas que atan la América Latina, en su pecho desnudo estaba grabada una enorme paloma con sus monumentales alas abiertas, mostrando su color rojo intenso al mundo. Reiniel Eduardo Pool Rodríguez Sancti Spiritus, Cuba Alfonsina Juan Lorenzo COLLADO GÓMEZ La lluvia me empapa, pero me importa muy poco, es casi mágico sentirla correr por la piel de forma torrencial. Queda todo tan lejos de aquí, de este momento de soledad en el que el dolor apenas me deja un segundo de plena lucidez. Qué lejano queda todo, incluso el instante en el que hace unos segundos miraba la lluvia desde la ventana y el sufrimiento era intenso, apenas lo puedo soportar, diciéndome que
  • 27. no vale la pena continuar aquí porque, además, ya sólo es cuestión de días, quizá algún mes y además yo tengo mucho miedo, sobre todo al dolor. Le dije en una ocasión a mi amigo Fermín Estrella que me llamaron Alfonsina porque quiere decir dispuesta a todo y ahora lo estoy más que nunca. No recuerdo nada de Lugano, simplemente me dijeron que nací allí, pero yo he sido siempre argentina, aquí esta mi corazón, mis palabras, mis primeros recuerdos de cuando tenía cuatro años y estaba en San Juan, en el umbral de mi casa, sosteniendo un libro del revés mientras miraba a la gente que pasaba. De entonces recuerdo que siempre me consideré una niña fea con la cara redonda y regordeta. Posiblemente ocurrieron muchas cosas importantes pero yo sólo recuerdo aquello de cuando era tan pequeña y cuando nos marchamos a Rosario. Una familia pobre. Mi madre puso una pequeña escuela domiciliaria y, posteriormente, mis padres abrieron el Café Suizo, cerca de la estación del tren. Me encantaba mirar pasar los trenes en los ratos libres en los que a mis diez años atendía las mesas y fregaba los cacharros. Pero siempre había un rato para sentarme a esperar su paso y escribir algún verso o describir la realidad en un papel. Pero el café fue un fracaso cuando papá murió y entonces yo me empleé en una tienda de gorras para ganar algún dinero. Entonces llegó la compañía de teatro de Manuel Cordero y quiso la suerte que pudiera sustituir a una actriz que enfermó. Mi madre me dejó ir con ellos y se abrió un mundo nuevo para mí representando “Espectros”, de Ibsen; “La loca de la casa”, de Galdós; y “Los muertos”, de Florencio Sánchez. Era una niña que a mis trece años parecía una mujer y la vida me pareció que apenas valía la pena porque el ambiente me aplastaba cada día y regresé a casa para escribir mi primera obra de teatro. Con mi madre casada otra vez y sintiéndome fracasada, ya tenía muy claro lo dura que era la vida y que nadie me iba a regalar nada. Por eso me matriculé en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda hasta obtener el título. Comencé a estudiar para maestra rural y conseguí un puesto y, en mis ratos libres, escribía en las revistas “Mun rosarino” y “Monos y monadas”. ¡Qué poemas aquellos! Hace frío aquí y quizá debería regresar a la pensión y meditar un poco, pero es que no tengo nada que pensar y quiero caminar hacia el mar. Diecinueve años tenía cuando llegué a Buenos aires con una maleta más pesada por los libros de Rubén Darío que por mi ropa y mis versos. Llegué embarazada de un hombre mucho mayor, al que quería y no quiso de mí algo más que placer. Fue allí donde decidí tener mi hijo y empezar de nuevo, con un niño sólo para mí al que llamé Alejandro. Mis recursos para vivir fueron trabajar como cajera en una tienda y en las revistas “Caras y Caretas”. Pero lo más placentero era recitar mis poemas en las bibliotecas de barrio. Tardé cuatro años en conseguir, con un esfuerzo enorme, que mi primer libro viera la luz. Fue otro hijo que vio el mundo siendo un homenaje a Manuel Gálvez, a quien admiraba. Lo llamé “La inquietud del rosal” Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas he sentido el otoño; sus achaques de viejo me han llenado de miedo; me ha contado el espejo que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas... Publiqué el poema “Versos otoñales” en “Mundo Argentino”, donde también lo hacía publicaba Rubén Darío y eso fue fantástico, tanto como conocer a Nervo, que llegó a Argentina como embajador. Cuando presenté el libro “El dulce daño”, en 1918, las cosas eran diferentes porque mis amigos me ofrecieron una comida en el restaurante Génova, donde se reunía el grupo Nosotros y leyeron mis poesías Roberto Giusti y José Ingenieros, mi gran amigo.
  • 28. Fue en ese año agradable cuando comencé a realizar visitas a Montevideo y ya no he dejado de hacerlo nunca. Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres nácar. Que sea azucena sobre todas, casta. Corola encerrada ¡Qué aguacero! Parece que se hundieran las nubes, pero no quiero entrar en casa, el malestar me hace desistir de ello, prefiero caminar hasta el mar. Un año más tarde me hice cargo de una sección fija en la revista “La Nota” y en el periódico “Nación”, en el que, entre otras cosas, escribía sobre el papel que debiera corresponder a la mujer en la sociedad mucho más allá de buscar sólo el matrimonio. Como no podía ser de otro modo las críticas más feroces no se hicieron esperar por mis ideas, pero también hubo muchísimas adhesiones a mis palabras. Ese fue un tiempo de dura pero agradable labor, me sometí a un esfuerzo que no me daba apenas tiempo para otra cosa que no fuera trabajo y más trabajo dando conferencias, clases en el colegio Marcos Paz, en la Escuela de Niños Débiles del Parque Chacabuco, en el Instituto de Teatro Infantil Labardén y en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Fue a partir de 1926 cuando dispuse de una cátedra en el conservatorio de Música y Declamación impartiendo Arte escénico y, no teniendo bastante con eso, di clases de castellano en la Escuela de Adultos Bolivar. Todo este trabajo desembocó en un agotamiento físico que me llevó a un obligado descanso y así comenzaron mis viajes a Mar del Plata y Córdoba. Horacio Quiroga el escritor que vivía en la selva. ¡Qué buen amigo, cuánta admiración! No sé por qué no lo seguí al infinito. “Cuentos de la selva”, “El desierto”, “Anaconda”. Sus poemarios me atraían, disfrutaba con su lectura y para entonces yo ya había publicado “Irremediablemente” y “Languidez”. Éramos tan diferentes...Pero me atraía su personalidad, su mirada, su poesía. Me robó un beso una tarde mientras jugábamos a las prendas y debíamos besar ambas caras de un reloj a la vez, y él lo quitó en el momento justo. Me hace sonreír el recuerdo de los tangos de entonces, cantar un tango, cuanta tristeza y pasión en ellos. Cuando Horacio decidió volver a Misiones me dijo que lo acompañara, pero yo no me atreví a hacerlo. Quizá me equivoqué, pero eso ya no importa. No importa nada. Esta noche al oído me has dicho dos palabras comunes. Dos palabras cansadas de ser dichas. Palabras que de viejas son nuevas. Casi coincidió la publicación de “Ocre” con la muerte de José Ingenieros y sin mi amigo me quedé mucho más sola de lo que siempre había estado. Me reiría, como hice en otras ocasiones, de lo curioso de mi encuentro con Gabriela Mistral. Le habían dicho que yo era fea, no soy una belleza, pero de eso a ser tan fea... Y cuando llegó a casa y le abrí la puerta pregunto por Alfonsina pesando que tenía que ser alguien mucho menos agraciada. Qué triste fue el estreno de mi primera obra de teatro, “El amo del mundo”. Hasta el presidente Alvear y su esposa, Regina Pacini, asistieron, pero fue un fracaso y la crítica se ensañó conmigo. Quizá no entendieron la visión que quería mostrar sobre la mujer. Un cronista llegó a decir que Alfonsina Storni denigraba al hombre. Todo lo que hay alrededor de mi obra de teatro fue un trago muy amargo. Después vinieron viajes a muchos lugares, entre ellos España, a donde volví en 1931 conociendo escritores de allá como fue Concha Méndez, que me dedico algunos poemas. Y un año después publiqué mis dos farsas pirotécnicas: “Cimbelina y Olixene” y “La cocinerita” casi a la vez que me di cuenta de que las canas abundaban en mi cabello. En “Mundo de siete pozos” intenté conseguir imágenes dentro de un mundo precario e inestable donde ojos, oídos, fosas nasales, boca, son los encargados de hacernos llegar el miedo, toda la angustia de la vida, recurriendo una y otra vez a los elementos que integran la ciudad.