La economía informal o sumergida no es un problema, sino una solución que permite a millones de personas ganarse la vida cuando el sistema legal les impide encontrar trabajo debido a su alto costo y regulaciones excesivas. Reducir los obstáculos a la legalidad y los altos impuestos que favorecen la evasión podría reducir la economía informal al permitir que más personas participen en la economía formal.
La economía informal, un desquite de los pobres contra la injusticia
1. El Desquite de los Pobres
Por Mario Vargas Llosa
Según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) unos tres millones de
personas trabajan en España en la economía sumergida, llamada también informal. Esta
elevada cifra no debe sorprender a nadie; es probable, incluso, que el número de españoles
que se ganan la vida al margen de la legalidad sea todavía mayor. Llego a esta conclusión
por un razonamiento simple. Si la desocupación fuera en España lo que indican las cifras
oficiales -21 por ciento de la población activa-, la agitación social en el país sería enorme,
marcada por crisis semejantes, por lo menos, a las que tienen en vilo a Francia, donde el
paro araña sólo el 12 por ciento (nivel, cierto, al que la sociedad francesa no está
acostumbrada), y a Alemania, donde el aumento del paro hasta el 11 por ciento ha
provocado una beligerancia sindical y una ola de huelgas sin precedentes desde la
posguerra. España, en cambio, experimenta desde hace algunos años una paz social
comparable a la de los países más estables de Europa. Una de las razones es, sin duda, que
el paro real es bastante menor de lo que señalan las estadísticas, pues la economía
sumergida emplea a un importante porcentaje de los oficialmente parados.
La economía sumergida era un fenómeno que, hasta el establecimiento de una economía
global interdependiente, parecía exclusivo del subdesarrollo, o de algunos países avanzados
de naturaleza peculiar, como Italia, donde aquélla siempre fue robusta. Hoy en día, la
globalización ha contagiado también al mundo desarrollado la práctica de producir riqueza
y crear empleo fuera del marco legal. Y en Europa se ha extendido el criterio de que el
problema debe ser enfrentado drásticamente, pues la economía sumergida, que no paga
impuestos y burla las leyes, roba rentas al fisco y frena, con su competencia trapera, el
crecimiento de la economía legal.
En verdad, ésta es una manera errada de abordar el asunto. La economía sumergida o
informal no es un problema; es una solución a un problema creado por los obstáculos
artificialmente levantados en una sociedad para que todos los ciudadanos puedan ganarse la
vida decentemente, dentro de la ley. Aunque esta afirmación debe ser matizada en el caso
de ciertas industrias -como las del narcotráfico o las del secuestro, tan prósperas en ciertos
países latinoamericanos- de clara vocación delictuosa, lo cierto es que la existencia de una
importante economía sumergida es, de un lado, una impugnación severísima contra la
injusticia que es impedir, o dificultar, que la gente encuentre trabajo; y, de otro, una prueba
del espíritu creativo y la voluntad de supervivencia de los pobres que, ante la disyuntiva de
respetar una legalidad que los condenaría al hambre o ignorarla y sobrevivir, eligieron esta
segunda opción. Para un buen número de países en el mundo -todos los subdesarrollados,
sin excepción-, gracias a la economía informal, los sufrimientos y el desamparo de las
mayorías no son todavía peores de lo que serían. Pues, en aquellos países, la única
2. economía digna de ese nombre es la informal; la otra, la legal, no es más que el disfraz de
la discriminación, la explotación y el pillaje más descarados.
La gente común no trabaja al margen de la ley porque tenga predisposición delictuosa. Lo
hace cuando el costo de la legalidad está fuera de su alcance, debido al piélago burocrático
que implica una excesiva inversión de tiempo y recursos, o porque los incentivos
económicos para que lo haga son más fuertes que los que la incitan a actuar conforme a la
ley, como, por ejemplo, un régimen impositivo depredador de las actividades empresariales
y profesionales, o un sistema de subsidios de jubilación, enfermedad, invalidez, paro,
etcétera, que estimule el fraude, semejante al que está tratando de reformar en estos días, en
Gran Bretaña, con gran coraje y tremendas dificultades, el laborista Tony Blair.
Trabajar en la ilegalidad conlleva altos riesgos, que sólo un puñado de temerarios corre por
amor al peligro. Significa una permanente inestabilidad para los negocios, lo que impide
planear operaciones a mediano y largo plazo, y abrirse un flanco al chantaje de policías y
otras autoridades corruptas. Pero, sobre todo, implica cerrarse el acceso a los créditos y
demás servicios del sistema financiero, al que sólo abre las puertas la legalidad. Si hay
tantos millones de personas que trabajan en estas condiciones precarias, es porque para la
inmensa mayoría de ellas no hay alternativa, pues, en la sociedad en la que viven, el trabajo
ha dejado de estar al alcance de todos y se ha convertido en un privilegio de minorías
influyentes.
La multiplicación de trabajadores informales en buena parte del mundo es una
demostración de la falsedad de esa tesis paranoica y reaccionaria, según la cual el paro es
una consecuencia luddita, fatídica de la revolución tecnológica, que ha empezado a sustituir
en las fábricas y talleres a los seres humanos por robots. Si así fuera, el trabajo informal
hubiera sufrido tanto o más que el formal. Y, en verdad, sigue gozando de excelente salud,
sobre todo en las economías donde los índices de desocupación oficial son, como en
España, muy altos.
Hay una sola manera de acabar con la economía sumergida, o, al menos, de reducirla a su
mínima expresión. Y consiste en `informalizar' la economía legal, emancipándola del
reglamentarismo asfixiante y reduciendo sus costos hasta hacerla accesible también a los
pobres, y no sólo a quienes, únicamente gracias a su poder económico o su influencia
política y social, están en condiciones de acceder a la onerosa y discriminatoria legalidad.
Conviene citar aquí un instructivo ejemplo. El Instituto Libertad y Democracia, para
averiguar el costo de la legalidad en el Perú, realizó en los años ochenta un experimento.
Fraguó una pequeña empresa a la que inscribió en los registros públicos, siguiendo toda la
tramitación exigida por el Estado. El trámite le demoró un año y, para que no se
interrumpiera, debió pagar coimas en distintas reparticiones oficiales por un monto de
1.200 dólares. Ese mismo trámite de registro de una firma de las mismas características
tomaba, en el Estado norteamericano de Florida, apenas cuatro horas y un coste