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LITERATURA UNIVERSAL VI 
SELECCIÓN DE CUENTOS POSMODERNISTAS 
FRANZ KAFKA 
EL VIEJO MANUSCRITO 
Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el 
momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos 
acontecimientos recientes nos inquietan. 
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas 
abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la 
plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo 
que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos 
de las f ronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día. 
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en af ilar las 
espadas, en aguzar las f lechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza 
tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de 
nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero 
esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el 
riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos. 
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma 
propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese 
graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan 
incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender 
nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer 
ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con f recuencia hacen muecas; en esas 
ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren 
decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No 
puede af irmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a 
un lado y se las cede. 
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando 
veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se 
la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un 
jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El 
carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros 
comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se 
encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo 
que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días. 
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una 
mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una 
hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y 
almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde 
todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir 
hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, 
estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. 
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las 
ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín 
más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, 
contemplando cabizbajo lo que ocurría f rente a su palacio. 
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y 
este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para 
repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir 
marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. 
La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos 
preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de 
cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina. 
ANTE LA LEY 
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta f rente a este guardián, y solicita que le 
permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El 
hombre ref lexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. 
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. 
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un 
lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: 
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda 
que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay 
guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no 
puedo mirarlo siquiera. 
El campesino no había previsto estas dif icultades; la Ley debería ser siempre accesible para 
todos, piensa, pero al f ijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, 
su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da 
un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. 
Allí espera días y años. Intenta inf initas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con 
f recuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre 
muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, 
f inalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de 
muchas cosas para el viaje, sacrif ica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este 
acepta todo, en efecto, pero le dice: 
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. 
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los 
otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala 
suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que 
envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga 
contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también 
suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y 
ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la 
oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda 
poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden 
en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián 
para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián 
se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre 
ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. 
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. 
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que 
durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? 
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos 
perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: 
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. 
UNA PEQUEÑA FÁBULA 
"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan 
grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al f in veía paredes a lo lejos a 
diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última 
cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer". 
"Solamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió. 
LA PARTIDA 
Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al 
establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una 
trompeta, y le pregunté al sirviente qué signif icaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el 
portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera
de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que 
puedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te lo 
acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta". 
JAMES JOYCE 
EVELINE 
Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba 
contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba 
cansada. 
Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de 
sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se 
extendía f rente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos 
acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y 
construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y 
oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, 
los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, 
Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón 
de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y 
avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en 
aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho 
tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la 
madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. 
Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar. 
¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos 
años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde 
provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los 
cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca 
había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el 
viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret 
Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste 
mostraba la fotograf ía a su visitante, agregaba de paso: 
-En la actualidad está en Melbourne. 
Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las 
implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la 
gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar 
mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran 
que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto 
por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de 
tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba. 
-Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando? 
-Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor. 
No lloraría mucho por tener que dejar la tienda. 
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, 
Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su 
madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la 
violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras 
fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, 
porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba 
de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: 
Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún 
punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la 
noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete 
chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste 
la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que 
había ganado con dif icultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque 
generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y 
preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella 
debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro 
abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga 
de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que 
habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma 
regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no 
le parecía ésa una vida del todo indeseable. 
Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de 
la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que 
aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una 
habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer f recuentes visitas a la familia que 
vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la 
verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. 
Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la 
acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada al 
sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran af ición por la música y 
cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la 
canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. 
Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante 
tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había 
comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al 
Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. 
Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios 
patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las 
vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, 
continuar tales relaciones. 
-Conozco a esos marineros... -dijo. 
Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con 
su enamorado. 
La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se 
iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, 
según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que 
ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de 
fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, 
fueron a merendar a la colina de How th. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la 
madre para hacer reír a los niños. 
El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada 
en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un 
organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para 
recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la 
última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del 
otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al 
organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió 
al cuarto de la enferma. 
-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz! 
Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia 
misma de su propio ser; aquella vida de sacrif icios intrascendentes que desembocó en la 
locura f inal. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, 
con estúpida insistencia, las voces irlandesas: 
-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun! 
Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le
daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía 
derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría. 
*** 
Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y 
ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle 
estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, 
entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No 
respondió. Sentía sus mejillas pálidas y f rías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que 
la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se 
iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido 
reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La 
angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. 
Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano. 
-¡Ven! 
Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la 
ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro. 
-¡Ven! 
¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, f renéticamente. Desde el medio de 
los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia. 
-¡Eveline! ¡Evy! 
Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él 
continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, 
como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de 
reconocimiento. 
D.H. LAWRENCE 
EL CABALLITO DE MADERA GANADOR 
Era una mujer hermosa. Había reunido todos los atributos que puede deparar la vida, y sin 
embargo, la suerte no la acompañó. Se casó por amor, y el amor se hizo añicos. Tuvo hermosos 
hijos, y siempre creyó que la obligaron a tenerlos. Entonces no pudo amarlos. Ellos la miraban 
con f rialdad, como si la culparan de algo. Y ella pronto sintió que tenía que ocultar alguna falta. 
Sin embargo, nunca supo cuál fue la culpa que debía encubrir. Y cuando sus hijos estaban 
presentes, se le endurecía el corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de 
mostrarse afectuosa y siempre predispuesta a ellos, como si los amara. Sólo ella sabía que en 
su corazón conservaba un rincón duro por el que no podía sentir amor, no podía amar a nadie. 
Todos decían: "Es una buena madre. Adora a sus hijos". Sólo ella y sus propios hijos sabían que 
eso no era verdad. En sus miradas se podía cristalizar la verdad. 
Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa confortable, con jardín, con criados discretos, y 
se sentían superiores a todos los vecinos. 
Aunque no sacaban a relucir las apariencias, en el hogar reinaba siempre cierta ansiedad. El 
dinero nunca era suf iciente. La madre cobraba una pequeña renta, y el padre tenía otra 
pequeña renta, y eso no alcanzaba para conservar la posición social que debían simular. El 
padre trabajaba en una of icina de la ciudad. Tenía expectativas interesantes, pero esas 
expectativas nunca se concretaban. Y aunque conservaran las apariencias, la temible sensación 
de la escasez de dinero persistía siempre. 
Por f in dijo la madre: 
—Veré si yo puedo hacer algo. 
Aunque no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar 
nada satisfactorio. El f racaso grabó en su rostro profundos surcos. Sus hijos crecían y pronto 
irían a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Y el padre, siempre muy elegante y generoso 
para satisfacer sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, con mucha 
fe en sí misma, no logró mejores resultados; y por otra parte, era tan derrochadora como el 
padre. 
Y así fue como en la casa dominó aquella f rase: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más 
dinero!". Los niños la oían en Navidad, cuando los juguetes caros y espléndidos llenaban su 
cuarto. Detrás del espectacular caballito de madera y detrás de la elegante casa de muñecas, 
una voz, de pronto, susurraba: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Y los niños 
interrumpían sus juegos para escuchar la voz. Se miraban entre ellos para comprobar si todos 
la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros que también habían oído la f rase 
fatídica: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". 
Las palabras salían, en forma de murmullo, de los resortes del caballito de madera, que aún se 
mecía, y el caballo también las oía, bajando su cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan 
rosada, hundida en su cochecito nuevo, también la oía con toda claridad. Y al oírla acentuaba 
una sonrisa de lástima. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar que antes era del oso de 
paño, tenía ahora una expresión estúpida muy peculiar, por el hecho de que acababa de oír el 
secreto que deambulaba por la casa: "¡Hace falta más dinero!". 
Sin embargo, nadie se animaba a decirlo en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo 
tanto, nadie lo expresaba abiertamente, así como nadie dice: "Estamos respirando", a pesar de 
que lo hacemos diariamente. 
—Mamá —dijo un día Paul—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos 
siempre el de tío o tomamos un taxi? 
—Porque somos los parientes pobres —dijo la madre. 
—¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá? 
—Bueno —dijo la madre tranquila y amargada—, supongo que es porque tu padre no tiene 
suerte. 
El niño estuvo un rato en silencio. 
—¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó, al rato, con timidez. 
—¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero. 
—¡Oh! —dijo Paul algo confundido—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía "sucio lucro" se 
refería al dinero. 
—Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro y no suerte. 
—¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá? 
—Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Es 
mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, en algún momento puedes perder tu 
dinero. En cambio, si tienes suerte, siempre ganarás más dinero. 
—¡Oh! ¿En serio? ¿Y papá no tiene suerte? 
—No, para nada —respondió ella con amargura. 
El niño la miró con una expresión vacilante. 
—¿Por qué? —preguntó. 
—No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no. 
—¿No? ¿Nadie pero nadie? ¿No hay nadie que sepa? 
—¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice. 
—Oh, pero debería decirlo. ¿Tú tampoco tienes suerte, mamá? 
—No puedo tenerla, recuerda que estoy casada con un hombre sin suerte. 
—Pero tú por sí sola, ¿no tienes suerte? 
—Antes de casarme creo que sí. Pero ahora veo que soy una desdichada. 
—¿Por qué? 
—¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desdichada en realidad... 
El niño la miró para ver si lo que decía era cierto. Pero advirtió por la expresión de su boca, que 
algo estaba tratando de ocultar. 
—Bueno, de todas maneras —dijo con f irmeza—, yo soy una persona de suerte. 
—¿Por qué? —preguntó su madre echándose a reír. 
Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había dicho tal af irmación. 
—Dios me lo confesó —repuso, para no retroceder en su af irmación. 
—¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, con algo de resentimiento. 
—¡Es cierto, mamá! 
—¡Excelente! —dijo la madre, utilizando una exclamación típica de su marido.
El niño se dio cuenta de que ella no le creía, que no le hacía caso a sus af irmaciones. Esto lo 
ofuscó. Deseó castigarla para que le prestara atención. 
Se marchó, solo, con su andar infantil, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en 
los demás, iba y venía, con cierta prudencia, buscando interiormente la suerte. Quería 
encontrar la suerte, quería encontrarla sí o sí. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en 
el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una 
arremetida salvaje, con un impulso que inquietaba y distraía a sus hermanas. El caballo 
galopaba impetuoso, los cabellos oscuros y ondulados del niño f lameaban y en sus ojos había 
un extraño fulgor. Las chiquillas no se animaban a hablarle. 
Cuando su alocado viaje f inalizaba, ponía pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, 
observando f ijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba apenas abierta, y sus 
grandes ojos vidriosos resplandecían. 
—¡Vamos! —ordenaba quedamente al impetuoso caballo—. ¡Llévame a donde está la suerte! 
¡Anda, llévame! 
Con la fusta que le había pedido al tío Oscar, azotaba al caballo en el pescuezo. Sabía que el 
animal, si él lo obligaba, lo llevaría hasta el lugar de la suerte. Y montaba de nuevo, 
reanudando su furioso galope, con el deseo y la f irmeza de llegar, por f in, a donde estaba la 
suerte. 
—¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz. 
—¡Siempre cabalga así! —aclaraba Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda 
tranquilo? 
Y él se limitaba a mirarlas con odio y en silencio. La institutriz se resignó a corregirlo. Imposible 
sacar algo interesante de él. Al f in y al cabo, ya era bastante grande para que ella lo cuidase. 
Un día, su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus galopes impetuosos. El chico 
no les dirigió la palabra. 
—¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera? 
—¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su 
madre. 
Pero Paul tan sólo la miró irritado, con sus ojos azules, grandes, más bien hundidos. No quería 
hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó ansiosa, con cierta 
preocupación. 
Por f in, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y bajó a tierra. 
—¡Bueno, llegué! —anunció con entusiasmo, con los ojos azules todavía brillosos, bien 
separadas las piernas largas y robustas. 
—¿A dónde llegaste? —preguntó su madre. 
—A donde quería llegar —replicó. 
—Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse hasta llegar a la meta. 
¿Cómo se llama el caballo? 
—No tiene nombre. 
—¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío. 
—Bueno, en verdad tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino. 
—Sansovino, ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo sabes su nombre? 
—Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —aportó Joan. 
El tío se quedó maravillado al descubrir que su sobrinito estaba informado de las noticias sobre 
las carreras. Bassett, el jardinero —herido en un pie durante la guerra y que había conseguido 
su empleo por recomendación de Oscar Cressw ell, su antiguo patrón— era un verdadero sabio 
en cosas del turf . Vivía en el ambiente de las carreras. El niño lo acompañaba. 
Oscar Cressw ell lo supo todo por medio de Bassett: 
—El niño viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo 
Bassett con total solemnidad, como si hablara de temas religiosos. 
—¿Y alguna vez apuestas algo al caballo que te ha aconsejado él? 
—Bueno... No quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. 
Preferiría que se lo preguntara usted mismo. En cierto modo, le produce placer nuestro 
secreto y por lo tanto, perdóneme, pensaría que yo lo he traicionado. 
Bassett seguía tan serio que parecía en misa. 
El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil. 
—Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apostaste a un caballo? 
El niño observó atentamente a su tío. 
—¿Por qué? ¿Acaso no debería hacerlo? —replicó, poniéndose a la defensiva. 
—¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías of recerme un "dato" para el 
Lincoln. 
El automóvil ingresaba en la campiña, por el camino a la casa que el tío Oscar tenía en 
Hampshire. 
—¿De veras? —preguntó el sobrino. 
—¡De veras, hijo! —replicó el tío. 
—Bueno, entonces, juégale a Daf fodil. 
—¡Daf fodil! Dif ícil que gane. ¿Qué opinas de Mirza? 
—Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será Daf fodil. 
—¿Daf fodil, eh? 
Hubo una pausa. Daf fodil era un caballo bastante mediocre. 
—¡Tío! 
—¿Sí, hijo? 
—No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett. 
—¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto? 
—¡Somos socios! ¡Desde el primer momento hemos sido socios! Tío, él me prestó los primeros 
cinco chelines, y los perdí. Y yo entonces le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría 
entre nosotros. Entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que comencé a ganar, 
y pensé que tal vez tú tenías suerte. Pero no se lo dirás a nadie, ¿verdad? 
El niño miró a su tío con sus ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado 
próximos. El tío, incómodo, se encogió de hombros y se echó a reír. 
—¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿Daf fodil, eh? ¿Cuánto piensas 
apostarle? 
—Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva. 
El tío pensó que era sólo un chiste del niño. 
—¿Así que reservas veinte libras, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas? 
—Trescientas —dijo el chico con cierta adultez—. Por favor, tío Oscar, esto queda, entre tú y 
yo. ¿Palabra de honor? 
El tío lanzó una carcajada. 
—Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin parar de reír—, guardaré el secreto. 
Pero ¿y tus trescientas libras dónde están? 
—Las tiene Bassett. Somos socios. 
—¡Ah, ya veo! ¿Y Bassett cuánto apostará a Daf fodil? 
—No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta, quizá. 
—¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en tono de broma. 
—No, ciento cincuenta libras —repuso el chico, mirando a su tío sorprendido—. Bassett tiene 
un ahorro más grande que yo. 
Entre divertido e inquieto, Oscar guardó silencio. No volvió a hablar del tema, pero decidió 
llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln. 
—Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a Mirza, y cinco son para ti, para el 
caballo que elijas. ¿Cuál te gusta? 
—¡Daf fodil, tío! 
—¡No, no desperdicies esas cinco libras apostando por Daf fodil! 
—Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño. 
—¡Bien! ¡Bien! ¡Tienes razón! Diez libras a Daf fodil: cinco para ti y cinco para mí. 
El niño nunca había presenciado una carrera. Sus ojos eran llamitas azules y su boca estaba 
tensa. Delante de él había un f rancés, que había apostado a Lancelot, subía y bajaba los
brazos, efusivo, gritando con su acento particular: "¡Lancelot! ¡Lancelot!". 
Daf fodil llegó primero, Lancelot segundo, Mirza tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus 
ojos encendidos, se mantuvo tranquilo. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo 
había pagado a razón de cuatro a uno. 
—¿Qué hago con ellos? —preguntó, sacudiéndolos f rente a los ojos del muchacho. 
—Creo que tendremos que hablar con Bassett aclaró el chico—. Si no hice mal las cuentas, 
ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte. 
Su tío lo observó unos instantes. 
—¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett deba tener tus mil 
quinientas libras? 
—Sí, en serio. ¡Pero no se lo digas a nadie! ¿Palabra de honor? 
—¡Palabra de honor, sí, amiguito! Aunque debo hablar con Bassett. 
—Si quieres, tío, puedes sumarte a nuestra sociedad. Pero deberás prometer, bajo palabra de 
honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, 
recuerda que fue con tus diez chelines que yo empecé a ganar... 
El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron. 
—Le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. A Paul le gustaba escucharme hablar de carreras, 
contarle anécdotas..., en f in, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre quería saber 
con mucho interés si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco 
chelines a Blush of Daw n. Y perdimos. Después, con esos diez chelines que usted le regaló, la 
suerte se puso de nuestro lado y la mayoría de las veces nos ha sido bastante buena. ¿Qué 
piensa usted, niño? 
—Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo 
seguros, solemos perder. 
—Sí, entonces ahí tomamos recaudos —dijo Bassett. 
—¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar. 
—Es Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera una señal del 
cielo. Ya vio usted qué sucedió con Daf fodil. Ése era ciento por ciento seguro. 
—¿Tú apostaste a Daf fodil? —preguntó Oscar Cressw ell. 
—Sí, señor. Hice mi ganancia. 
—¿Y mi sobrino? 
Bassett miró a Paul y guardó un silencio prudente. 
—Gané mil doscientas libras, ¿verdad Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a 
Daf fodil. 
—Eso es —af irmó Bassett. 
—Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío. 
—Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño puede pedírmelo cuando quiera. 
—¿Mil quinientas libras? 
—¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el 
hipódromo. 
—¡Es increíble! —dijo el tío. 
—Si el niño le of rece entrar en la sociedad, señor, perdóneme, yo en su lugar aceptaría. 
Oscar Cressw ell ref lexionó. —Quiero ver el dinero —dijo. 
Los llevó a la casa. Al rato, Bassett regresaba al invernadero donde lo esperaba Oscar 
Cressw ell, trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras que faltaban las había 
dejado a Joe Glee, en la reserva de la comisión de carreras. 
—Ya ves, tío—dlijo el niño—, todo marcha perfecto cuando yo estoy seguro. Entonces 
apostamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett? 
—Así es, niño. 
—¿Y cuándo estás seguro? —preguntó otra vez el tío, echándose a reír. 
—Oh, bueno, a veces estoy completamente seguro, como en el caso de Daf fodil —dijo el 
niño—. Otras veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es así, Bassett? Entonces 
tomamos recaudos, porque en esos casos, la mayoría de las veces perdemos. 
—¡Oh, entiendo! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daf fodil, ¿por qué estás tan 
seguro, hijo mío? 
—Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, confundido—. Estoy seguro, tío, eso es todo. 
—Es como si recibiera una señal divina, señor —reiteró Bassett. 
—¿Será posible? erijo el tío. 
El tío ingresó en la sociedad. Y cuando el premio Leger se acercaba, Paul se sintió "seguro" de 
que ganaría Lively Spark, caballo de muy pocos antecedentes. Paul insistió en jugarse con mil 
libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cressw ell otras doscientas. Lively Spark ganó y pagó a 
razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras. 
—Ya ves dijo—, yo estaba completamente seguro. Hasta tú mismo has ganado dos mil libras. 
—Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me perturban un poco. 
—¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar "seguro" durante mucho tiempo. 
—Pero ¿qué vas a hacer con el dinero? 
—Empecé a jugar luego de escuchar a mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte 
porque papá no la tenía, y pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de murmurar. 
—¿Quién dejaría de murmurar? 
—¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de murmurar. 
—¿Qué murmura? 
—Bueno... pues —vaciló el chico—... en realidad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que 
siempre falta dinero. 
—Lo sé, hijo, lo sé. 
—Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algo que pagar, ¿verdad? 
—Me temo que sí. 
—Y entonces la casa empieza a murmurar, y parece que hubiera alguien que se ríe de 
nosotros, a nuestras espaldas. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte... 
—Podrías acabar con eso, ¿no es cierto? —concluyó el tío. 
El niño lo miró con sus grandes ojos azules; parecía un fuego f río y extraño. Pero observó y no 
dijo nada. 
—¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos? 
—No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico. 
—¿Por qué no? 
—Porque no me lo permitiría. —Creo que te equivocas. 
—¡Oh! —exclamó el chico, agitándose con movimientos raros—. No quiero que ella lo sepa, 
tío. 
—¡Está bien, hijo! Arreglaremos todo para que ella no se entere. 
Y así fue como lo arreglaron, sin complicaciones. Paul, por consejo de su tío, le entregó cinco 
mil libras; se las dio al abogado de la familia, quien debía decir a la madre de Paul que un 
pariente suyo le había entregado ese dinero, con la idea de pagarle mil libras anuales, el día de 
su cumpleaños, durante los próximos cinco años. 
—De esa manera —dijo el tío Oscar—, durante los cinco años próximos, ella recibirá un regalo 
de cumpleaños de mil libras. Espero que eso le alivie la vida luego que deje de recibirlas. 
La madre de Paul cumplía años en noviembre. En los últimos tiempos, la casa había estado 
"murmurando" más que nunca. A pesar de su buena suerte, Paul no podía hacerle f rente. 
Estaba ansioso por ver qué resultados causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta 
con la noticia y con las mil libras. 
Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había independizado del cuidado de 
la institutriz. Su madre iba al centro casi todos los días. Había redescubierto su gran capacidad 
para dibujar telas y pieles, y trabajaba en secreto en el estudio de una amiga, que era una de 
las "artistas" más prestigiosas de las principales modistas. Dibujaba, para los anuncios 
periodísticos, f igurines de damas cubiertas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba 
millares de libras al año. La madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, por lo que volvió 
a sentirse insatisfecha. Tenía muchas ganas de sobresalir en alguna tarea, y no podía 
conseguirlo... ni siquiera dibujando anuncios de modas.
La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul observaba su rostro cuando leía 
las cartas. Sabía cuál era la carta del abogado. Advirtió que, a medida que su madre la iba 
leyendo, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después, un gesto f río y f irme deformó sus 
labios. Ubicó la carta debajo de las otras y no dijo nada. 
—¿No recibiste nada satisfactorio para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul. 
—Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz f ría y ausente. 
Y se fue al centro, sin agregar palabra. 
A la tarde llegó el tío Oscar. Y contó que la madre de Paul había tenido una larga entrevista con 
su abogado, preguntándole si podía adelantarle todo el dinero de una vez, pues debía saldar 
algunas deudas. 
—¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico. —Es cosa tuya, hijo. 
—¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que resta, podemos ganar más. 
—Más vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar. 
—Oh, no hay dudas de que sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el 
Derby. Alguno de ellos tengo que saber. 
El tío Oscar f irmó los papeles para el dinero y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. 
Entonces ocurrió algo muy extraño. De un momento a otro, las voces de la casa parecieron 
enloquecer, como un griterío de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado 
algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio 
donde había estudiado su padre. Aun en invierno, había f lores en la casa. El lujo al que había 
estado acostumbrada la madre de Paul, parecía renacer en toda su casa. A pesar de eso, las 
voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y f lores de almendro, y debajo de las 
pilas de almohadones celestes, parecían aullar y gritar en una especie de éxtasis: "¡Hace falta 
más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! 
¡Más que nunca! ¡Más que nunca!" 
Aquello atemorizó y horrorizó a Paul, mientras intentaba estudiar latín y griego con sus 
preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional. 
Paul no estuvo "seguro" y perdió cien libras. Llegó el verano. Mientras aguardaba la 
competencia del Lincoln, la impaciencia lo consumía. En esta ocasión tampoco estuvo "seguro" 
y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados. 
Parecía que algo convulsionaba el interior del niño. 
—¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso. 
Pero el muchacho no le hizo caso. 
—¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos 
azules encendidos, dominado por la locura. 
Su madre advirtió esa obsesión que lo acosaba. 
—Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de 
esperar? Me parece que te haría bien —dijo mirándolo con ansiedad, con el corazón 
consternado a causa del niño. 
Pero el chico alzó sus nerviosos ojos azules. 
—¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo! 
—¿Por qué no? —preguntó ella, enojada ante el rechazo de la propuesta—. ¿Por qué no? 
Nadie te negará ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad 
de esperar aquí. Además, creo que estás muy interesado por esas carreras de caballos. Es un 
mal síntoma. Toda mi familia ha sido de jugadores. Cuando seas grande, tal vez entiendas los 
daños que eso nos ha causado. Lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a 
Bassett y advertirle a tu tío Oscar que no te hable más de carreras, a menos que te conduzcas 
en forma más coherente. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un cuerpo 
dominado por los nervios! 
—Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas perder la competencia del Derby ni 
salir de esta casa. 
—¿No salir de esta casa? 
—Sí —dijo Paul, mirándola con f irmeza. 
—¡Pues estás muy extraño! ¿De dónde sacaste tanto cariño por esta casa? Jamás me imaginé 
que pudieras quererla. 
Él miró a su madre, sin hablar. Ocultaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había 
confesado ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar. 
Su madre, después de un momento, inerte, indecisa e irritada, dijo: 
—¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero 
prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no preocuparte tanto por las carreras de 
caballos ni por sus "programas", como tú los llamas! 
—¡Claro que no! —dijo el chico, sin prestar atención—. No me interesaré más por eso, mamá. 
En tu lugar, yo no me preocuparía. 
—¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber cómo terminaría 
esto! 
—Tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño. 
—Me gustaría saberlo —respondió ella, ya cansada de tanto rogarle. 
—Bueno, puedes saberlo, mamá. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes nada por qué 
preocuparte! 
—¿De verdad? Bueno, ya veremos. 
El máximo secreto de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se 
independizó de institutrices, llevó el caballito a su dormitorio, en el piso de arriba. 
—¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su 
madre. 
—Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me conformo con cualquiera —fue 
la extraña respuesta. 
—¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír. 
—¡Oh, sí! Es muy bueno, siempre me acompaña. 
Así fue como el caballo, bastante arruinado y maltratado, permaneció en el dormitorio del 
niño. 
Se acercaba el Derby y Paul parecía cada vez más concentrado. Casi no prestaba atención a lo 
que le decían, tenía un aspecto muy f rágil y sus ojos se mostraban muy nerviosos. Su madre 
experimentaba bruscas reacciones de desasosiego. A veces, por lapsos de media hora o más, 
sentía por él una ansiedad angustiante. Entonces la atacaba el impulso de correr hacia el chico, 
para comprobar que estaba sano y salvo. 
Dos noches antes del Derby, estando en una gran f iesta en el centro, su corazón fue 
convulsionado por uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan 
intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque 
era una mujer coherente. Pero fue inútil. Tuvo que abandonar el baile y bajó para telefonear a 
su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel 
llamado a la madrugada. 
—¿Los niños están bien, Miss Wilmot? 
—Oh, sí, perfectamente. 
—¿Y Paul? ¿Está bien? 
—Se acostó enseguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo? 
—¡No! —interpuso la madre, a pesar de sus nervios—. No, no se moleste. Está bien. No se 
quede despierta. Volveremos enseguida. 
No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo. 
Era cerca de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La 
madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la criada que 
no la esperase. Oyó a su esposo en la planta baja, que se preparaba un w hisky con soda. 
Después, impulsada por la fatal ansiedad que sentía en el corazón, subió, a escondidas, al 
cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un ruido pequeño. 
¿Qué era? 
Permaneció junto a la puerta, escuchando, los músculos tensos. Se oía un ruido pequeño y 
extraño. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y a la vez impetuoso y fuerte. Como si
algo enorme se moviera con una violencia secreta. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? 
Ella debía saberlo. Tuvo la corazonada de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era. 
Y sin embargo, no podía ubicarlo, y menos aún nombrarlo. El rumor continuaba a un ritmo 
delirante. 
Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, giró el picaporte. 
El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio que algo se balanceaba de 
un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y extrañada. 
De pronto, encendió la luz. Descubrió a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente 
en su caballito de madera. La luz de pronto lo dejó al descubierto, mientras espoleaba a su 
corcel. Alumbró también a la mujer rubia inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y 
plata. 
—¡Paul! —exclamó angustiada—. ¿Qué estás haciendo? 
—¡Es Malabar! —gritaba el chico con voz fuerte y extraña—. ¡Es Malabar! 
Sus ojos encendidos la observaron por unos segundos, extraño e irracional, mientras dejaba de 
espolear a su caballo de madera. Después cayó estrepitosamente al piso, y ella, atormentada 
como toda madre, corrió para socorrerlo. El niño estaba inconsciente. Y así permaneció hasta 
el día siguiente, atacado de f iebre cerebral. Hablaba y se agitaba. Su madre aún sentada a su 
lado, inmóvil, semejaba una piedra. 
—¡Es Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es Malabar! —gritaba el niño, tratando de 
levantarse para volver a espolear el caballo de madera, su fuente de inspiración. 
¿Quién es Malabar? —preguntó la madre, azorada. 
—No sé —dijo el padre, hecho una piedra. 
—¿Quién es Malabar? —insistió ella, preguntándole a su hermano Oscar. 
—Es uno de los caballos que corren el Derby —respondió. 
A pesar de sí mismo, Oscar Cressw ell habló con Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a 
Malabar. Pagó a razón de catorce a uno. El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba 
una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba en forma nerviosa 
sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento. Sus ojos eran como piedras 
azules. Y su madre, descorazonada, también acabó por convertirse en piedra. Durante la 
noche, Oscar no los visitó, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, sólo un 
momento. La intromisión molestó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo otra vez, 
consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento. El 
jardinero, un hombre bajo, de bigotito oscuro y ojos también oscuros, pequeños y 
penetrantes, entró sigilosamente en el cuarto, se llevó la mano a un imaginario sombrero a 
modo de saludo y después se encaminó a la cama, mirando f ijamente con sus ojos brillosos al 
niño, agitado y moribundo. 
—¡Paul! —susurró—. ¡Paul! Malabar entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted 
me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras. Sí, ha ganado más de ochenta mil. Malabar llegó 
primero. 
—¡Malabar! ¡Malabar! ¿Yo dije Malabar, mamá? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte? 
Sabía que Malabar ganaría, ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿no es así, 
mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó Malabar. Yo cabalgo en 
mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que 
tengas a mano. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett? 
—Jugué mil libras, Paul. 
—¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro... 
oh, completamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte! 
—No, nunca me lo dijiste —respondió la madre. 
Pero el niño murió esa noche. Aún yacía en su cama cuando la madre escuchó la voz de su 
hermano, que decía: 
—Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido a un hijo. Pobrecito, 
pobrecito, más le vale haberse ido de una vida donde debía montar en su caballito de madera 
para hallar un ganador. 
LOS ESPECTROS 
(DE SU LIBRO PÓSTUMO FÉNIX) 
Y así como el perro con sus fosas nasales, al rastrear los f ragmentos de los miembros de los 
animales y el olor de sus patas que dejan sobre la suave hierba, encuentra un camino sin 
camino para los hombres, así también sigue el alma el rastro de los muertos a través de 
grandes espacios. Porque el viaje es para llegar lejos, para dormir y olvidar y a menudo los 
muertos vuelven los ojos y se rezagan, porque entonces advierten todo lo que se ha perdido. 
Entonces el alma viviente los alcanza y grande es el dolor de los saludos y mortal el volver a 
separarse. Porque, oh, los muertos están desconsolados, ya que ni la muerte puede 
compensar ciertos errores. 
WILLIAM FAULKNER 
EL SACERDOTE 
Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la 
unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su 
estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la 
esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que 
parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta 
que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba 
apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su 
carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, 
un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor 
aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las 
voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de 
sentido entre los desf iladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios. 
Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su 
dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un 
letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no 
albergaba duda ni tampoco pensamiento. La f inalidad de la vida estaba clara: suf rir, utilizar la 
sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magníf ico y 
asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y 
los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar 
la unión espiritual con el Inf inito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer f ísico 
anhelado por su sangre? 
Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los 
puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía 
alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se 
estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo 
a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo 
sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era 
semejante a plata, semejante a una f lor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de 
la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un 
paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía 
tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada 
persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso signif icaba para él no una 
Virgen sosegada por el dolor y f ijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino 
una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida 
por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marf il despojada de su 
primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro 
modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del 
instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, 
porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos 
pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez. 
La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó
como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el 
exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del 
crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus 
compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres 
llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que 
podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con 
quien no estaba de acuerdo: 
-A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene 
control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal 
que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre 
siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él 
mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo 
supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su 
vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma 
como la copa de vino de la fábula. 
Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignif icantes poderes para crear 
en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus af irmaciones 
religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó 
cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el suf rimiento humano serían vírgenes, y 
si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran 
castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan 
familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre 
recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el 
satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en 
tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la f ilosof ía global de 
un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. “¿Qué es lo que 
quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el 
temor de perder la vida y su sentido por culpa de una f rase, de unas palabras vacías, sin ningún 
signif icado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco signif ican las 
palabras”. 
¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la 
mano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero 
perder lo poco que tiene! 
El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de 
mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de 
gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. “¿Cuántas de ellas tendrán 
amantes? -se preguntó-. Mañana me mortif icaré, haré penitencia por esto mediante la oración 
y el sacrif icio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado 
pensar”. 
Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas 
que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su 
placer f ísico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para f regar en la cocina; 
chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces 
de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja 
de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de 
caballos con arreos de plata. 
“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en 
otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda 
f ísica con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse 
abajo en este punto toda mi f ilosof ía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales 
compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y 
qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado 
para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la 
abnegación?”. 
“Purif icaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, 
Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes 
cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de 
tiendas, de chicas al f in evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir 
sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que el 
hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó. 
“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos f uera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido 
ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar 
estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos f uera ya Mañana!” 
En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que 
habían f inalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas 
comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas 
o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, 
respondería a blandas compulsiones. 
Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el 
crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes 
únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles 
cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el 
amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se 
alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: 
“¡Mañana! ¡Mañana!”. 
Ave María, deam gratiam... torre de marf il, rosa del Líbano... 
VIRGINIA WOOLF 
LA CASA ENCANTADA 
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto 
iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes. 
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba 
ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les 
despertaremos.» 
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la 
cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han 
encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada 
de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas 
quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su 
contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido 
aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las 
manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba 
quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped. 
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la 
ventana ref lejaban manzanas, ref lejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos 
se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin 
embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando 
de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo 
cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja 
de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está 
enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro 
enterrado? 
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles 
tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, f rescamente hundido 
bajo la superf icie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; 
muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, 
abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. El lo
dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; 
buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente 
el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.» 
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. 
Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. 
Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de 
duendes busca su alegría. 
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» 
«Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve 
invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido 
de un corazón. 
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. 
Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna 
extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. 
Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.» 
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. 
Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna 
cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que 
consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta. 
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. 
«Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el’ jardín leyendo; riendo, 
dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al 
inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el 
pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es esto vuestro tesoro enterrado? La luz en el 
corazón.» 
MARGARITA YOURCENAR 
ASÍ FUE SALVADO WANG-FO 
El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han. 
Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día 
para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a 
las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo 
pinceles, f rascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres 
porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las 
monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, 
encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los 
ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la 
luna de verano. 
Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la 
aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un 
mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. 
Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, 
cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro 
de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de 
que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber 
alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era f rágil como un 
junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las 
nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa 
pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que 
cada primavera daba f lores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a 
un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas 
de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas. 
Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido 
para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si 
se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz 
desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio 
fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza 
de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el 
esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado 
exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una 
ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó 
para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la 
tormenta. 
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente 
le of reció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre 
los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su 
casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de 
pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había 
prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el 
corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del 
muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo 
acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo 
pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto. 
Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el 
laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling 
podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe 
tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante 
irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. 
Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues 
era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su 
rostro ¡se marchitaba como una f lor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una 
mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la 
estrangulaba f lotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, 
y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó 
por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su 
discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de 
verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque 
para procurar al maestro los f rascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa 
estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado 
de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que 
enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han. 
Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los 
templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fo 
tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. 
Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él 
imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le 
temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían 
estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración. 
Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle 
masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de 
paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, 
desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y 
hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando 
Wang estaba alegre y bromeaba, Ling f ingía humildemente que lo escuchaba. 
Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling 
buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y 
Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso
de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores 
de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gr itadas en una 
lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz 
para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién 
ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río. 
Los soldados entraron con linternas. La llama que se f iltraba a través del papel abigarrado 
lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su 
hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la 
nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar f ijarse en que sus mangas no hacían juego con el color 
de sus abrigos. 
Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a 
los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin 
duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una 
mueca salvaje. Sus manos atadas suf rían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, 
lo que era para él la manera más tierna de llorar. 
Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un 
lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas 
o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo 
femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, 
emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la 
escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la 
idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes 
pronunciadas allí, debían de ser def initivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. 
Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un 
ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron 
como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del 
Cielo. 
Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín 
se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada f lor contenida en sus bosquecillos 
pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, 
para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En 
señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro 
había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro 
enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros 
reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga 
del Emperador. 
El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como 
las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para f igurar el invierno y 
verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado 
demasiado alto, que no ref lejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al 
Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. 
Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor 
palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja. 
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fo proster-nándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres 
como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está 
por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado. 
—¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador. 
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los ref lejos 
del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, 
maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho 
del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era 
poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había f recuentado la corte de los 
emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los 
suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores. 
—¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador 
inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el 
veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, 
para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi 
memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la 
habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros 
deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En 
esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, 
para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las 
almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido 
a nadie pasar f rente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o 
de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían 
adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus 
pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no 
lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. 
De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las 
manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me 
proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al 
llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su 
alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el 
cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste 
creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una 
piedra, al caer, no podía sino convertirse en zaf iro; que las mujeres se abrían y se cerraban 
como f lores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus 
jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las 
f ronteras eran como f lechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las 
puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero 
eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de 
los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin 
encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es 
como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los 
sacrif icados es menos roja que la granada f igurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me 
impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne 
muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me 
revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un 
montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre 
borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el 
Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, 
viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz 
sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de 
narcisos que no pueden morir. 
Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me 
hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el 
único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus 
ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino. 
Y como tus manos son los dos caminos de diez ramif icaciones que te llevan al corazón de tu 
imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo? 
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se 
precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en 
un suspiro: 
—Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro. 
Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro.
Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a 
una f lor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la 
hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra 
verde. 
El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo. 
—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento 
de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea 
enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por 
crueldad que quiero verte suf rir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección 
de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se 
ref lejan, inf initamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los 
objetos mismos, como las f iguras que se ref lejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta 
pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en 
el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, 
o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te 
hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la 
cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan 
a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu 
larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y 
el inf inito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus 
ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. 
Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de 
cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido 
asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este 
último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante 
que has acariciado en tu vida, y of recerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas 
horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado. 
Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura 
inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus 
lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una 
f rescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en 
la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suf icientes montañas, ni 
suf icientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo 
bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba 
un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco 
agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que 
nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling. 
Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. 
Luego, agregó sobre la superf icie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el 
sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero 
Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua. 
La f rágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer 
plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, 
rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo 
y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya 
que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del 
verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se 
paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó f inalmente el nivel del corazón imperial. El 
silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas. 
Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas 
de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los 
soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja. 
Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando: 
—Te creía muerto. 
—Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al 
maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se ref lejaba sobre el agua, de manera que 
Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos 
ondulaban en la superf icie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador f lotaba como un 
loto. 
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, si 
no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para 
ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer? 
—No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni 
siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el 
corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de 
una pintura. 
Y agregó: 
—El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, 
hacia el país que se encuentra más allá de las aguas. 
—Partamos —dijo el viejo pintor. 
Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó 
de nuevo toda la sala; era f irme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua 
disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. 
Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes 
de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en 
las f ranjas de su abrigo. 
El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba 
todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se 
cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la 
embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que f lotaba 
al viento. 
La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, 
inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era 
ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y 
se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia 
el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superf icie 
desierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de 
jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. 
GRAHAM GREENE 
LOS DESTRUCTORES 
I 
Fue en la víspera del feriado bancario de agosto que el último recluta se convirtió en líder de 
la Pandilla de Wormsley Common. Nadie se sorprendió excepto Mike, pero a los nueve años de 
edad Mike se sorprendía por todo. "Si no cierras la boca" le dijo alguien una vez, "un sapo te 
entrará por ella". Después de eso Mike mantenía los dientes apretados con fuerza salvo 
cuando la sorpresa era demasiado grande. 
El nuevo recluta había estado en la pandilla desde el principio de las vacaciones de verano, y 
había en su silencio meditativo posibilidades que todos reconocían. Jamás desperdiciaba una 
palabra ni siquiera para decir su nombre hasta que las reglas se lo exigían. Cuando dijo 
"Trevor", fue la declaración de un hecho, no, como hubiera sido con los otros, una declaración 
de vergüenza o desaf ío. Ni tampoco rió nadie, excepto Mike, quien, cuando se dio cuenta de 
que se encontraba sin apoyo y cuando vio la mirada oscura del recién llegado, abrió la boca y 
volvió a callarse. Había todas las razones por las que T., como se lo nombró a partir de ese 
momento, debía haber sido objeto de burla; estaba su nombre (y lo reemplazaron por la inicial 
porque de otra manera no habrían tenido excusa para no reírse de él), el hecho de que su 
padre, ex arquitecto y actual empleado administrativo, había "descendido en su posición
social" y que su madre se consideraba mejor que los vecinos. ¿Qué sino una extraña cualidad 
de peligro, de lo impredecible, lo estableció en la pandilla sin tener que pasar por ninguna 
innoble ceremonia de iniciación? 
La pandilla se reunía todas las mañanas en una improvisada playa de estacionamiento, el sitio 
donde había caído la última bomba del primer bombardeo. El líder, a quien conocían como 
Blackie, sostenía haber oído cuando cayó, y nadie tenía las fechas lo suf icientemente precisas 
como para señalar que en ese momento él debía haber tenido un año de edad y debía haber 
estado profundamente dormido en el andén de la Estación de Subterráneos de Wormsley 
Common. A un lado de la playa de estacionamiento se inclinaba la primera casa ocupada, la 
número 3, de la destrozada Northw ood Terrace; se inclinaba literalmente, puesto que había 
sido afectada por el estallido de la bomba y las paredes laterales estaban sostenidas por 
puntales de madera. Más allá había caído una bomba más pequeña y bombas incendiarias, de 
manera que la casa se mantenía en pie como un diente mellado y se continuaba en las ruinas 
linderas de su vecina, un f riso, los restos de una chimenea. T., cuyas palabras estaban casi 
restringidas a votar "sí" o "no" para el plan de operaciones que cada día proponía Blackie, una 
vez sobresaltó a toda la banda cuando dijo, cavilante: 
-Esa casa la construyó Wren, dice mi padre. 
-¿Quién es Wren? 
-El hombre que construyó la catedral de St. Paul. 
-¿A quién le importa? -dijo Blackie-. Es del Viejo Miseria. 
El Viejo Miseria -cuyo verdadero nombre era Thomas-había sido una vez un constructor y 
decorador. Vivía solo en la casa lisiada, ocupándose de sus cosas: una vez por semana se lo 
podía ver regresando por el terreno público con pan y verduras, y en una ocasión, cuando los 
chicos jugaban en la playa de estacionamiento, asomó la cabeza por encima de la quebrada 
pared de su jardín y los miró. -Estaba en el lavatorio -dijo uno de los chicos, porque era de 
público conocimiento que desde que cayeron las bombas algo andaba mal con las cañerías de 
la casa y el Viejo Miseria era demasiado avaro como para invertir dinero en la propiedad. Podía 
ocuparse de redecorar él mismo a precio de costo, pero jamás había aprendido plomería. El 
lavatorio era un cobertizo de madera en el fondo del angosto jardín con un agujero en forma 
de estrella en la puerta: había esquivado el estallido que aplastó la casa de al lado y que hizo 
volar los marcos de las ventanas de la número 3. 
La siguiente ocasión en que la pandilla notó al Sr. Thomas fue más sorprendente. Blackie, Mike 
y un chico delgado y amarillo, a quien por alguna razón se lo llamaba por el apellido, Summers, 
se encontraron con él en el terreno común, cuando volvía del mercado. El Sr. Thomas los 
detuvo. Dijo de manera hosca: 
-¿Ustedes son de ese grupo que juega en la playa de estacionamiento? 
Mike estaba a punto de contestar cuando Blackie se lo impidió. Como líder, tenía 
responsabilidades. -¿Y si lo fuéramos? -dijo con ambigüedad. -Tengo algunos chocolates -dijo 
el Sr. Thomas-. A mí no me gustan. Aquí tienen. No alcanzan para repartir a todos, supongo. 
Nunca alcanza -agregó con sombría convicción. Les dio tres paquetes de Smarties. 
La pandilla quedó desconcertada y perturbada por ese acto y trató de encontrar alguna 
explicación que disminuyera su importancia. 
-Seguro que se le cayeron a alguien y él los recogió -sugirió uno. 
-Los robó y después le agarró un miedo terrible -pensó otro en voz alta. 
-Es un soborno -dijo Summers-. Quiere que dejemos de lanzar la pelota contra la pared de su 
casa. 
-Le mostraremos que no aceptamos sobornos -dijo Blackie, y sacrif icaron toda la mañana al 
juego de lanzar la pelota, que sólo Mike tenía la edad lo suf icientemente corta como para 
disf rutar. No hubo señales del Sr. Thomas. 
Al día siguiente T. los asombró a todos. Había llegado tarde a la reunión, y la votación para las 
actividades de ese día tuvo lugar sin él. De acuerdo con la sugerencia de Blackie la pandilla se 
dispersaría en pares, se subiría a los ómnibus al azar para ver cuántos viajes gratis podrían 
obtener de guardias descuidados (la operación se llevaría a cabo de a pares para evitar que 
alguien hiciera trampa). Estaban sorteando los compañeros cuando llegó T. 
-¿Dónde estabas, T.? -preguntó Blackie-. Ahora no puedes votar. Ya conoces las reglas. 
-Estaba allí -dijo T. Miró el suelo, como si tuviera ideas que ocultar. 
-¿Dónde? 
-En lo del Viejo Miseria. 
La boca de Mike se abrió y después se cerró apresuradamente con un chasquido. Se había 
acordado del sapo. 
-¿En lo del Viejo Miseria? -dijo Blackie. No había nada en las reglas que lo impidiera, pero tenía 
la sensación de que T. estaba pisando terreno peligroso. Preguntó, con esperanza: 
-¿Entraste? 
-No. Toqué el timbre. 
-¿Y qué dijiste? 
-Dije que quería ver la casa. 
-¿Él qué hizo? 
-Me la mostró. 
-¿Robaste algo? 
-No. 
-¿Para qué lo hiciste entonces? 
La pandilla se había reunido alrededor: era como si estuviera a punto de formarse una corte 
improvisada para tratar un caso de desvío. T. dijo: "Es una casa hermosa", y sin dejar de vigilar 
el suelo, sin mirar a nadie a los ojos, se lamió los labios, primero para un lado, después para el 
otro. 
-¿Qué quieres decir con que es una casa hermosa? -preguntó Blackie con sorna. 
-Tiene una escalera de doscientos años de antigüedad, como un sacacorchos. No está 
sostenida por nada. 
-¿Qué quieres decir con que no está sostenida por nada? 
¿Flota? 
-Tiene que ver con fuerzas opuestas, dijo el Viejo Miseria. 
-¿Qué más? 
-Hay paneles. 
-¿Como en el Blue Boar? 
-De doscientos años. 
-¿El Viejo Miseria tiene doscientos años? 
Mike se rió de pronto y luego se quedó callado otra vez. El ánimo de la reunión era serio. Por 
primera vez, desde que T. había entrado en la playa de estacionamiento el primer día de las 
vacaciones, su posición estaba en peligro. Sólo se necesitaba que se mencionara una única vez 
su nombre y la pandilla se le echaría encima. 
-¿Para qué lo hiciste? -preguntó Blackie. Él era justo, no sentía celos, estaba ansioso por 
conservar a T. en la pandilla si podía. Era la palabra "hermosa" lo que le preocupaba; 
pertenecía al mundo de una clase que todavía podía verse parodiada en el Wormsley Common 
Empire por un hombre que llevaba un sombrero alto y un monóculo, y hablaba con un acento 
vacilante. Estuvo tentado de decir: "Mi querido Trevor, viejo amigo" y soltarles la rienda a sus 
sabuesos infernales. 
-Si hubieras entrado por la fuerza -dijo con tristeza...-eso sí hubiera sido una actividad digna de 
la pandilla. 
-Esto era mejor -dijo T.-. Averigüé cosas. 
Continuó mirándose f ijamente los pies, sin mirar a nadie a los ojos, como si estuviera absorto 
en un sueño que no estaba dispuesto a -o que le daba vergüenza- compartir. 
-¿Qué cosas? 
-El Viejo Miseria va a estar fuera todo el día de mañana y el feriado bancario. Blackie dijo con 
alivio: 
-¿Quieres decir que podríamos entrar por la fuerza? 
-¿Y robar cosas? -preguntó alguien.
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  • 1. LITERATURA UNIVERSAL VI SELECCIÓN DE CUENTOS POSMODERNISTAS FRANZ KAFKA EL VIEJO MANUSCRITO Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan. Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las f ronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día. Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en af ilar las espadas, en aguzar las f lechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos. Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con f recuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede af irmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede. También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días. Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría f rente a su palacio. -¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina. ANTE LA LEY Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta f rente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre ref lexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dif icultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al f ijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta inf initas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con f recuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, f inalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrif ica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. UNA PEQUEÑA FÁBULA "Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al f in veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer". "Solamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió. LA PARTIDA Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué signif icaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera
  • 2. de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta". JAMES JOYCE EVELINE Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contra las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba cansada. Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía f rente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar. ¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotograf ía a su visitante, agregaba de paso: -En la actualidad está en Melbourne. Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba. -Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando? -Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor. No lloraría mucho por tener que dejar la tienda. Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente ella no tenía quién la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas -siete chelines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Éste la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dif icultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo del domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado -una vida dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable. Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer f recuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. Él acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran af ición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, continuar tales relaciones. -Conozco a esos marineros... -dijo. Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado. La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de How th. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños. El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma. -¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz! Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrif icios intrascendentes que desembocó en la locura f inal. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas: -¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun! Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le
  • 3. daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría. *** Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. Él la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y f rías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano. -¡Ven! Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro. -¡Ven! ¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron al hierro, f renéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia. -¡Eveline! ¡Evy! Él se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento. D.H. LAWRENCE EL CABALLITO DE MADERA GANADOR Era una mujer hermosa. Había reunido todos los atributos que puede deparar la vida, y sin embargo, la suerte no la acompañó. Se casó por amor, y el amor se hizo añicos. Tuvo hermosos hijos, y siempre creyó que la obligaron a tenerlos. Entonces no pudo amarlos. Ellos la miraban con f rialdad, como si la culparan de algo. Y ella pronto sintió que tenía que ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál fue la culpa que debía encubrir. Y cuando sus hijos estaban presentes, se le endurecía el corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y siempre predispuesta a ellos, como si los amara. Sólo ella sabía que en su corazón conservaba un rincón duro por el que no podía sentir amor, no podía amar a nadie. Todos decían: "Es una buena madre. Adora a sus hijos". Sólo ella y sus propios hijos sabían que eso no era verdad. En sus miradas se podía cristalizar la verdad. Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa confortable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos. Aunque no sacaban a relucir las apariencias, en el hogar reinaba siempre cierta ansiedad. El dinero nunca era suf iciente. La madre cobraba una pequeña renta, y el padre tenía otra pequeña renta, y eso no alcanzaba para conservar la posición social que debían simular. El padre trabajaba en una of icina de la ciudad. Tenía expectativas interesantes, pero esas expectativas nunca se concretaban. Y aunque conservaran las apariencias, la temible sensación de la escasez de dinero persistía siempre. Por f in dijo la madre: —Veré si yo puedo hacer algo. Aunque no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada satisfactorio. El f racaso grabó en su rostro profundos surcos. Sus hijos crecían y pronto irían a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Y el padre, siempre muy elegante y generoso para satisfacer sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, con mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados; y por otra parte, era tan derrochadora como el padre. Y así fue como en la casa dominó aquella f rase: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Los niños la oían en Navidad, cuando los juguetes caros y espléndidos llenaban su cuarto. Detrás del espectacular caballito de madera y detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, susurraba: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Y los niños interrumpían sus juegos para escuchar la voz. Se miraban entre ellos para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros que también habían oído la f rase fatídica: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Las palabras salían, en forma de murmullo, de los resortes del caballito de madera, que aún se mecía, y el caballo también las oía, bajando su cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada, hundida en su cochecito nuevo, también la oía con toda claridad. Y al oírla acentuaba una sonrisa de lástima. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar que antes era del oso de paño, tenía ahora una expresión estúpida muy peculiar, por el hecho de que acababa de oír el secreto que deambulaba por la casa: "¡Hace falta más dinero!". Sin embargo, nadie se animaba a decirlo en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto, nadie lo expresaba abiertamente, así como nadie dice: "Estamos respirando", a pesar de que lo hacemos diariamente. —Mamá —dijo un día Paul—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío o tomamos un taxi? —Porque somos los parientes pobres —dijo la madre. —¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá? —Bueno —dijo la madre tranquila y amargada—, supongo que es porque tu padre no tiene suerte. El niño estuvo un rato en silencio. —¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó, al rato, con timidez. —¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero. —¡Oh! —dijo Paul algo confundido—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía "sucio lucro" se refería al dinero. —Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro y no suerte. —¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá? —Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, en algún momento puedes perder tu dinero. En cambio, si tienes suerte, siempre ganarás más dinero. —¡Oh! ¿En serio? ¿Y papá no tiene suerte? —No, para nada —respondió ella con amargura. El niño la miró con una expresión vacilante. —¿Por qué? —preguntó. —No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no. —¿No? ¿Nadie pero nadie? ¿No hay nadie que sepa? —¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice. —Oh, pero debería decirlo. ¿Tú tampoco tienes suerte, mamá? —No puedo tenerla, recuerda que estoy casada con un hombre sin suerte. —Pero tú por sí sola, ¿no tienes suerte? —Antes de casarme creo que sí. Pero ahora veo que soy una desdichada. —¿Por qué? —¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desdichada en realidad... El niño la miró para ver si lo que decía era cierto. Pero advirtió por la expresión de su boca, que algo estaba tratando de ocultar. —Bueno, de todas maneras —dijo con f irmeza—, yo soy una persona de suerte. —¿Por qué? —preguntó su madre echándose a reír. Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había dicho tal af irmación. —Dios me lo confesó —repuso, para no retroceder en su af irmación. —¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, con algo de resentimiento. —¡Es cierto, mamá! —¡Excelente! —dijo la madre, utilizando una exclamación típica de su marido.
  • 4. El niño se dio cuenta de que ella no le creía, que no le hacía caso a sus af irmaciones. Esto lo ofuscó. Deseó castigarla para que le prestara atención. Se marchó, solo, con su andar infantil, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía, con cierta prudencia, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla sí o sí. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una arremetida salvaje, con un impulso que inquietaba y distraía a sus hermanas. El caballo galopaba impetuoso, los cabellos oscuros y ondulados del niño f lameaban y en sus ojos había un extraño fulgor. Las chiquillas no se animaban a hablarle. Cuando su alocado viaje f inalizaba, ponía pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, observando f ijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba apenas abierta, y sus grandes ojos vidriosos resplandecían. —¡Vamos! —ordenaba quedamente al impetuoso caballo—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame! Con la fusta que le había pedido al tío Oscar, azotaba al caballo en el pescuezo. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría hasta el lugar de la suerte. Y montaba de nuevo, reanudando su furioso galope, con el deseo y la f irmeza de llegar, por f in, a donde estaba la suerte. —¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz. —¡Siempre cabalga así! —aclaraba Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo? Y él se limitaba a mirarlas con odio y en silencio. La institutriz se resignó a corregirlo. Imposible sacar algo interesante de él. Al f in y al cabo, ya era bastante grande para que ella lo cuidase. Un día, su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus galopes impetuosos. El chico no les dirigió la palabra. —¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera? —¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su madre. Pero Paul tan sólo la miró irritado, con sus ojos azules, grandes, más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó ansiosa, con cierta preocupación. Por f in, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y bajó a tierra. —¡Bueno, llegué! —anunció con entusiasmo, con los ojos azules todavía brillosos, bien separadas las piernas largas y robustas. —¿A dónde llegaste? —preguntó su madre. —A donde quería llegar —replicó. —Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse hasta llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo? —No tiene nombre. —¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío. —Bueno, en verdad tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino. —Sansovino, ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo sabes su nombre? —Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —aportó Joan. El tío se quedó maravillado al descubrir que su sobrinito estaba informado de las noticias sobre las carreras. Bassett, el jardinero —herido en un pie durante la guerra y que había conseguido su empleo por recomendación de Oscar Cressw ell, su antiguo patrón— era un verdadero sabio en cosas del turf . Vivía en el ambiente de las carreras. El niño lo acompañaba. Oscar Cressw ell lo supo todo por medio de Bassett: —El niño viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo Bassett con total solemnidad, como si hablara de temas religiosos. —¿Y alguna vez apuestas algo al caballo que te ha aconsejado él? —Bueno... No quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntara usted mismo. En cierto modo, le produce placer nuestro secreto y por lo tanto, perdóneme, pensaría que yo lo he traicionado. Bassett seguía tan serio que parecía en misa. El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil. —Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apostaste a un caballo? El niño observó atentamente a su tío. —¿Por qué? ¿Acaso no debería hacerlo? —replicó, poniéndose a la defensiva. —¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías of recerme un "dato" para el Lincoln. El automóvil ingresaba en la campiña, por el camino a la casa que el tío Oscar tenía en Hampshire. —¿De veras? —preguntó el sobrino. —¡De veras, hijo! —replicó el tío. —Bueno, entonces, juégale a Daf fodil. —¡Daf fodil! Dif ícil que gane. ¿Qué opinas de Mirza? —Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será Daf fodil. —¿Daf fodil, eh? Hubo una pausa. Daf fodil era un caballo bastante mediocre. —¡Tío! —¿Sí, hijo? —No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett. —¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto? —¡Somos socios! ¡Desde el primer momento hemos sido socios! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo entonces le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que comencé a ganar, y pensé que tal vez tú tenías suerte. Pero no se lo dirás a nadie, ¿verdad? El niño miró a su tío con sus ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado próximos. El tío, incómodo, se encogió de hombros y se echó a reír. —¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿Daf fodil, eh? ¿Cuánto piensas apostarle? —Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva. El tío pensó que era sólo un chiste del niño. —¿Así que reservas veinte libras, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas? —Trescientas —dijo el chico con cierta adultez—. Por favor, tío Oscar, esto queda, entre tú y yo. ¿Palabra de honor? El tío lanzó una carcajada. —Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin parar de reír—, guardaré el secreto. Pero ¿y tus trescientas libras dónde están? —Las tiene Bassett. Somos socios. —¡Ah, ya veo! ¿Y Bassett cuánto apostará a Daf fodil? —No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta, quizá. —¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en tono de broma. —No, ciento cincuenta libras —repuso el chico, mirando a su tío sorprendido—. Bassett tiene un ahorro más grande que yo. Entre divertido e inquieto, Oscar guardó silencio. No volvió a hablar del tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln. —Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a Mirza, y cinco son para ti, para el caballo que elijas. ¿Cuál te gusta? —¡Daf fodil, tío! —¡No, no desperdicies esas cinco libras apostando por Daf fodil! —Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño. —¡Bien! ¡Bien! ¡Tienes razón! Diez libras a Daf fodil: cinco para ti y cinco para mí. El niño nunca había presenciado una carrera. Sus ojos eran llamitas azules y su boca estaba tensa. Delante de él había un f rancés, que había apostado a Lancelot, subía y bajaba los
  • 5. brazos, efusivo, gritando con su acento particular: "¡Lancelot! ¡Lancelot!". Daf fodil llegó primero, Lancelot segundo, Mirza tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos encendidos, se mantuvo tranquilo. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno. —¿Qué hago con ellos? —preguntó, sacudiéndolos f rente a los ojos del muchacho. —Creo que tendremos que hablar con Bassett aclaró el chico—. Si no hice mal las cuentas, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte. Su tío lo observó unos instantes. —¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett deba tener tus mil quinientas libras? —Sí, en serio. ¡Pero no se lo digas a nadie! ¿Palabra de honor? —¡Palabra de honor, sí, amiguito! Aunque debo hablar con Bassett. —Si quieres, tío, puedes sumarte a nuestra sociedad. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, recuerda que fue con tus diez chelines que yo empecé a ganar... El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron. —Le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. A Paul le gustaba escucharme hablar de carreras, contarle anécdotas..., en f in, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre quería saber con mucho interés si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a Blush of Daw n. Y perdimos. Después, con esos diez chelines que usted le regaló, la suerte se puso de nuestro lado y la mayoría de las veces nos ha sido bastante buena. ¿Qué piensa usted, niño? —Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder. —Sí, entonces ahí tomamos recaudos —dijo Bassett. —¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar. —Es Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera una señal del cielo. Ya vio usted qué sucedió con Daf fodil. Ése era ciento por ciento seguro. —¿Tú apostaste a Daf fodil? —preguntó Oscar Cressw ell. —Sí, señor. Hice mi ganancia. —¿Y mi sobrino? Bassett miró a Paul y guardó un silencio prudente. —Gané mil doscientas libras, ¿verdad Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a Daf fodil. —Eso es —af irmó Bassett. —Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío. —Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño puede pedírmelo cuando quiera. —¿Mil quinientas libras? —¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo. —¡Es increíble! —dijo el tío. —Si el niño le of rece entrar en la sociedad, señor, perdóneme, yo en su lugar aceptaría. Oscar Cressw ell ref lexionó. —Quiero ver el dinero —dijo. Los llevó a la casa. Al rato, Bassett regresaba al invernadero donde lo esperaba Oscar Cressw ell, trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras que faltaban las había dejado a Joe Glee, en la reserva de la comisión de carreras. —Ya ves, tío—dlijo el niño—, todo marcha perfecto cuando yo estoy seguro. Entonces apostamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett? —Así es, niño. —¿Y cuándo estás seguro? —preguntó otra vez el tío, echándose a reír. —Oh, bueno, a veces estoy completamente seguro, como en el caso de Daf fodil —dijo el niño—. Otras veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es así, Bassett? Entonces tomamos recaudos, porque en esos casos, la mayoría de las veces perdemos. —¡Oh, entiendo! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daf fodil, ¿por qué estás tan seguro, hijo mío? —Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, confundido—. Estoy seguro, tío, eso es todo. —Es como si recibiera una señal divina, señor —reiteró Bassett. —¿Será posible? erijo el tío. El tío ingresó en la sociedad. Y cuando el premio Leger se acercaba, Paul se sintió "seguro" de que ganaría Lively Spark, caballo de muy pocos antecedentes. Paul insistió en jugarse con mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cressw ell otras doscientas. Lively Spark ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras. —Ya ves dijo—, yo estaba completamente seguro. Hasta tú mismo has ganado dos mil libras. —Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me perturban un poco. —¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar "seguro" durante mucho tiempo. —Pero ¿qué vas a hacer con el dinero? —Empecé a jugar luego de escuchar a mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte porque papá no la tenía, y pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de murmurar. —¿Quién dejaría de murmurar? —¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de murmurar. —¿Qué murmura? —Bueno... pues —vaciló el chico—... en realidad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero. —Lo sé, hijo, lo sé. —Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algo que pagar, ¿verdad? —Me temo que sí. —Y entonces la casa empieza a murmurar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros, a nuestras espaldas. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte... —Podrías acabar con eso, ¿no es cierto? —concluyó el tío. El niño lo miró con sus grandes ojos azules; parecía un fuego f río y extraño. Pero observó y no dijo nada. —¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos? —No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico. —¿Por qué no? —Porque no me lo permitiría. —Creo que te equivocas. —¡Oh! —exclamó el chico, agitándose con movimientos raros—. No quiero que ella lo sepa, tío. —¡Está bien, hijo! Arreglaremos todo para que ella no se entere. Y así fue como lo arreglaron, sin complicaciones. Paul, por consejo de su tío, le entregó cinco mil libras; se las dio al abogado de la familia, quien debía decir a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la idea de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los próximos cinco años. —De esa manera —dijo el tío Oscar—, durante los cinco años próximos, ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras. Espero que eso le alivie la vida luego que deje de recibirlas. La madre de Paul cumplía años en noviembre. En los últimos tiempos, la casa había estado "murmurando" más que nunca. A pesar de su buena suerte, Paul no podía hacerle f rente. Estaba ansioso por ver qué resultados causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia y con las mil libras. Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había independizado del cuidado de la institutriz. Su madre iba al centro casi todos los días. Había redescubierto su gran capacidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba en secreto en el estudio de una amiga, que era una de las "artistas" más prestigiosas de las principales modistas. Dibujaba, para los anuncios periodísticos, f igurines de damas cubiertas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba millares de libras al año. La madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, por lo que volvió a sentirse insatisfecha. Tenía muchas ganas de sobresalir en alguna tarea, y no podía conseguirlo... ni siquiera dibujando anuncios de modas.
  • 6. La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul observaba su rostro cuando leía las cartas. Sabía cuál era la carta del abogado. Advirtió que, a medida que su madre la iba leyendo, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después, un gesto f río y f irme deformó sus labios. Ubicó la carta debajo de las otras y no dijo nada. —¿No recibiste nada satisfactorio para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul. —Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz f ría y ausente. Y se fue al centro, sin agregar palabra. A la tarde llegó el tío Oscar. Y contó que la madre de Paul había tenido una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle todo el dinero de una vez, pues debía saldar algunas deudas. —¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico. —Es cosa tuya, hijo. —¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que resta, podemos ganar más. —Más vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar. —Oh, no hay dudas de que sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. Alguno de ellos tengo que saber. El tío Oscar f irmó los papeles para el dinero y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Entonces ocurrió algo muy extraño. De un momento a otro, las voces de la casa parecieron enloquecer, como un griterío de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio donde había estudiado su padre. Aun en invierno, había f lores en la casa. El lujo al que había estado acostumbrada la madre de Paul, parecía renacer en toda su casa. A pesar de eso, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y f lores de almendro, y debajo de las pilas de almohadones celestes, parecían aullar y gritar en una especie de éxtasis: "¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!" Aquello atemorizó y horrorizó a Paul, mientras intentaba estudiar latín y griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional. Paul no estuvo "seguro" y perdió cien libras. Llegó el verano. Mientras aguardaba la competencia del Lincoln, la impaciencia lo consumía. En esta ocasión tampoco estuvo "seguro" y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados. Parecía que algo convulsionaba el interior del niño. —¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso. Pero el muchacho no le hizo caso. —¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos azules encendidos, dominado por la locura. Su madre advirtió esa obsesión que lo acosaba. —Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te haría bien —dijo mirándolo con ansiedad, con el corazón consternado a causa del niño. Pero el chico alzó sus nerviosos ojos azules. —¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo! —¿Por qué no? —preguntó ella, enojada ante el rechazo de la propuesta—. ¿Por qué no? Nadie te negará ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de esperar aquí. Además, creo que estás muy interesado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Toda mi familia ha sido de jugadores. Cuando seas grande, tal vez entiendas los daños que eso nos ha causado. Lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett y advertirle a tu tío Oscar que no te hable más de carreras, a menos que te conduzcas en forma más coherente. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un cuerpo dominado por los nervios! —Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas perder la competencia del Derby ni salir de esta casa. —¿No salir de esta casa? —Sí —dijo Paul, mirándola con f irmeza. —¡Pues estás muy extraño! ¿De dónde sacaste tanto cariño por esta casa? Jamás me imaginé que pudieras quererla. Él miró a su madre, sin hablar. Ocultaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había confesado ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar. Su madre, después de un momento, inerte, indecisa e irritada, dijo: —¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no preocuparte tanto por las carreras de caballos ni por sus "programas", como tú los llamas! —¡Claro que no! —dijo el chico, sin prestar atención—. No me interesaré más por eso, mamá. En tu lugar, yo no me preocuparía. —¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber cómo terminaría esto! —Tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño. —Me gustaría saberlo —respondió ella, ya cansada de tanto rogarle. —Bueno, puedes saberlo, mamá. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes nada por qué preocuparte! —¿De verdad? Bueno, ya veremos. El máximo secreto de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se independizó de institutrices, llevó el caballito a su dormitorio, en el piso de arriba. —¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su madre. —Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me conformo con cualquiera —fue la extraña respuesta. —¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír. —¡Oh, sí! Es muy bueno, siempre me acompaña. Así fue como el caballo, bastante arruinado y maltratado, permaneció en el dormitorio del niño. Se acercaba el Derby y Paul parecía cada vez más concentrado. Casi no prestaba atención a lo que le decían, tenía un aspecto muy f rágil y sus ojos se mostraban muy nerviosos. Su madre experimentaba bruscas reacciones de desasosiego. A veces, por lapsos de media hora o más, sentía por él una ansiedad angustiante. Entonces la atacaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba sano y salvo. Dos noches antes del Derby, estando en una gran f iesta en el centro, su corazón fue convulsionado por uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer coherente. Pero fue inútil. Tuvo que abandonar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado a la madrugada. —¿Los niños están bien, Miss Wilmot? —Oh, sí, perfectamente. —¿Y Paul? ¿Está bien? —Se acostó enseguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo? —¡No! —interpuso la madre, a pesar de sus nervios—. No, no se moleste. Está bien. No se quede despierta. Volveremos enseguida. No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo. Era cerca de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la criada que no la esperase. Oyó a su esposo en la planta baja, que se preparaba un w hisky con soda. Después, impulsada por la fatal ansiedad que sentía en el corazón, subió, a escondidas, al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un ruido pequeño. ¿Qué era? Permaneció junto a la puerta, escuchando, los músculos tensos. Se oía un ruido pequeño y extraño. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y a la vez impetuoso y fuerte. Como si
  • 7. algo enorme se moviera con una violencia secreta. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la corazonada de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era. Y sin embargo, no podía ubicarlo, y menos aún nombrarlo. El rumor continuaba a un ritmo delirante. Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, giró el picaporte. El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio que algo se balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y extrañada. De pronto, encendió la luz. Descubrió a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz de pronto lo dejó al descubierto, mientras espoleaba a su corcel. Alumbró también a la mujer rubia inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata. —¡Paul! —exclamó angustiada—. ¿Qué estás haciendo? —¡Es Malabar! —gritaba el chico con voz fuerte y extraña—. ¡Es Malabar! Sus ojos encendidos la observaron por unos segundos, extraño e irracional, mientras dejaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó estrepitosamente al piso, y ella, atormentada como toda madre, corrió para socorrerlo. El niño estaba inconsciente. Y así permaneció hasta el día siguiente, atacado de f iebre cerebral. Hablaba y se agitaba. Su madre aún sentada a su lado, inmóvil, semejaba una piedra. —¡Es Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es Malabar! —gritaba el niño, tratando de levantarse para volver a espolear el caballo de madera, su fuente de inspiración. ¿Quién es Malabar? —preguntó la madre, azorada. —No sé —dijo el padre, hecho una piedra. —¿Quién es Malabar? —insistió ella, preguntándole a su hermano Oscar. —Es uno de los caballos que corren el Derby —respondió. A pesar de sí mismo, Oscar Cressw ell habló con Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a Malabar. Pagó a razón de catorce a uno. El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba en forma nerviosa sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento. Sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, descorazonada, también acabó por convertirse en piedra. Durante la noche, Oscar no los visitó, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, sólo un momento. La intromisión molestó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo otra vez, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento. El jardinero, un hombre bajo, de bigotito oscuro y ojos también oscuros, pequeños y penetrantes, entró sigilosamente en el cuarto, se llevó la mano a un imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó a la cama, mirando f ijamente con sus ojos brillosos al niño, agitado y moribundo. —¡Paul! —susurró—. ¡Paul! Malabar entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras. Sí, ha ganado más de ochenta mil. Malabar llegó primero. —¡Malabar! ¡Malabar! ¿Yo dije Malabar, mamá? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte? Sabía que Malabar ganaría, ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿no es así, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó Malabar. Yo cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas a mano. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett? —Jugué mil libras, Paul. —¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro... oh, completamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte! —No, nunca me lo dijiste —respondió la madre. Pero el niño murió esa noche. Aún yacía en su cama cuando la madre escuchó la voz de su hermano, que decía: —Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido a un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haberse ido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para hallar un ganador. LOS ESPECTROS (DE SU LIBRO PÓSTUMO FÉNIX) Y así como el perro con sus fosas nasales, al rastrear los f ragmentos de los miembros de los animales y el olor de sus patas que dejan sobre la suave hierba, encuentra un camino sin camino para los hombres, así también sigue el alma el rastro de los muertos a través de grandes espacios. Porque el viaje es para llegar lejos, para dormir y olvidar y a menudo los muertos vuelven los ojos y se rezagan, porque entonces advierten todo lo que se ha perdido. Entonces el alma viviente los alcanza y grande es el dolor de los saludos y mortal el volver a separarse. Porque, oh, los muertos están desconsolados, ya que ni la muerte puede compensar ciertos errores. WILLIAM FAULKNER EL SACERDOTE Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desf iladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios. Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La f inalidad de la vida estaba clara: suf rir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magníf ico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Inf inito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer f ísico anhelado por su sangre? Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una f lor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso signif icaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y f ijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marf il despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez. La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó
  • 8. como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo: -A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula. Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignif icantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus af irmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el suf rimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la f ilosof ía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una f rase, de unas palabras vacías, sin ningún signif icado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco signif ican las palabras”. ¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene! El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. “¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-. Mañana me mortif icaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrif icio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar”. Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer f ísico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para f regar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata. “¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda f ísica con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi f ilosof ía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?”. “Purif icaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al f in evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó. “Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos f uera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos f uera ya Mañana!” En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían f inalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones. Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana! ¡Mañana!”. Ave María, deam gratiam... torre de marf il, rosa del Líbano... VIRGINIA WOOLF LA CASA ENCANTADA A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes. «Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.» Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped. Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana ref lejaban manzanas, ref lejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado? Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, f rescamente hundido bajo la superf icie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. El lo
  • 9. dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.» El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría. «Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón. Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.» Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta. «A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el’ jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es esto vuestro tesoro enterrado? La luz en el corazón.» MARGARITA YOURCENAR ASÍ FUE SALVADO WANG-FO El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, f rascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano. Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era f rágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba f lores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas. Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta. Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como Wang-Fo no tenía dinero ni posada, humildemente le of reció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto. Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba como una f lor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba f lotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los f rascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han. Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración. Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling f ingía humildemente que lo escuchaba. Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso
  • 10. de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gr itadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río. Los soldados entraron con linternas. La llama que se f iltraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar f ijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas suf rían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar. Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser def initivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo. Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada f lor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador. El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para f igurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no ref lejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja. —Dragón Celeste —dijo Wang-Fo proster-nándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado. —¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los ref lejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había f recuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores. —¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar f rente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zaf iro; que las mujeres se abrían y se cerraban como f lores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las f ronteras eran como f lechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrif icados es menos roja que la granada f igurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir. Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino. Y como tus manos son los dos caminos de diez ramif icaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo? Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro: —Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro. Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro.
  • 11. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una f lor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde. El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo. —Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte suf rir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se ref lejan, inf initamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las f iguras que se ref lejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el inf inito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y of recerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado. Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una f rescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suf icientes montañas, ni suf icientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling. Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superf icie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua. La f rágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó f inalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas. Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando: —Te creía muerto. —Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se ref lejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superf icie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador f lotaba como un loto. —Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer? —No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura. Y agregó: —El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas. —Partamos —dijo el viejo pintor. Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era f irme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las f ranjas de su abrigo. El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fo que f lotaba al viento. La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superf icie desierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. GRAHAM GREENE LOS DESTRUCTORES I Fue en la víspera del feriado bancario de agosto que el último recluta se convirtió en líder de la Pandilla de Wormsley Common. Nadie se sorprendió excepto Mike, pero a los nueve años de edad Mike se sorprendía por todo. "Si no cierras la boca" le dijo alguien una vez, "un sapo te entrará por ella". Después de eso Mike mantenía los dientes apretados con fuerza salvo cuando la sorpresa era demasiado grande. El nuevo recluta había estado en la pandilla desde el principio de las vacaciones de verano, y había en su silencio meditativo posibilidades que todos reconocían. Jamás desperdiciaba una palabra ni siquiera para decir su nombre hasta que las reglas se lo exigían. Cuando dijo "Trevor", fue la declaración de un hecho, no, como hubiera sido con los otros, una declaración de vergüenza o desaf ío. Ni tampoco rió nadie, excepto Mike, quien, cuando se dio cuenta de que se encontraba sin apoyo y cuando vio la mirada oscura del recién llegado, abrió la boca y volvió a callarse. Había todas las razones por las que T., como se lo nombró a partir de ese momento, debía haber sido objeto de burla; estaba su nombre (y lo reemplazaron por la inicial porque de otra manera no habrían tenido excusa para no reírse de él), el hecho de que su padre, ex arquitecto y actual empleado administrativo, había "descendido en su posición
  • 12. social" y que su madre se consideraba mejor que los vecinos. ¿Qué sino una extraña cualidad de peligro, de lo impredecible, lo estableció en la pandilla sin tener que pasar por ninguna innoble ceremonia de iniciación? La pandilla se reunía todas las mañanas en una improvisada playa de estacionamiento, el sitio donde había caído la última bomba del primer bombardeo. El líder, a quien conocían como Blackie, sostenía haber oído cuando cayó, y nadie tenía las fechas lo suf icientemente precisas como para señalar que en ese momento él debía haber tenido un año de edad y debía haber estado profundamente dormido en el andén de la Estación de Subterráneos de Wormsley Common. A un lado de la playa de estacionamiento se inclinaba la primera casa ocupada, la número 3, de la destrozada Northw ood Terrace; se inclinaba literalmente, puesto que había sido afectada por el estallido de la bomba y las paredes laterales estaban sostenidas por puntales de madera. Más allá había caído una bomba más pequeña y bombas incendiarias, de manera que la casa se mantenía en pie como un diente mellado y se continuaba en las ruinas linderas de su vecina, un f riso, los restos de una chimenea. T., cuyas palabras estaban casi restringidas a votar "sí" o "no" para el plan de operaciones que cada día proponía Blackie, una vez sobresaltó a toda la banda cuando dijo, cavilante: -Esa casa la construyó Wren, dice mi padre. -¿Quién es Wren? -El hombre que construyó la catedral de St. Paul. -¿A quién le importa? -dijo Blackie-. Es del Viejo Miseria. El Viejo Miseria -cuyo verdadero nombre era Thomas-había sido una vez un constructor y decorador. Vivía solo en la casa lisiada, ocupándose de sus cosas: una vez por semana se lo podía ver regresando por el terreno público con pan y verduras, y en una ocasión, cuando los chicos jugaban en la playa de estacionamiento, asomó la cabeza por encima de la quebrada pared de su jardín y los miró. -Estaba en el lavatorio -dijo uno de los chicos, porque era de público conocimiento que desde que cayeron las bombas algo andaba mal con las cañerías de la casa y el Viejo Miseria era demasiado avaro como para invertir dinero en la propiedad. Podía ocuparse de redecorar él mismo a precio de costo, pero jamás había aprendido plomería. El lavatorio era un cobertizo de madera en el fondo del angosto jardín con un agujero en forma de estrella en la puerta: había esquivado el estallido que aplastó la casa de al lado y que hizo volar los marcos de las ventanas de la número 3. La siguiente ocasión en que la pandilla notó al Sr. Thomas fue más sorprendente. Blackie, Mike y un chico delgado y amarillo, a quien por alguna razón se lo llamaba por el apellido, Summers, se encontraron con él en el terreno común, cuando volvía del mercado. El Sr. Thomas los detuvo. Dijo de manera hosca: -¿Ustedes son de ese grupo que juega en la playa de estacionamiento? Mike estaba a punto de contestar cuando Blackie se lo impidió. Como líder, tenía responsabilidades. -¿Y si lo fuéramos? -dijo con ambigüedad. -Tengo algunos chocolates -dijo el Sr. Thomas-. A mí no me gustan. Aquí tienen. No alcanzan para repartir a todos, supongo. Nunca alcanza -agregó con sombría convicción. Les dio tres paquetes de Smarties. La pandilla quedó desconcertada y perturbada por ese acto y trató de encontrar alguna explicación que disminuyera su importancia. -Seguro que se le cayeron a alguien y él los recogió -sugirió uno. -Los robó y después le agarró un miedo terrible -pensó otro en voz alta. -Es un soborno -dijo Summers-. Quiere que dejemos de lanzar la pelota contra la pared de su casa. -Le mostraremos que no aceptamos sobornos -dijo Blackie, y sacrif icaron toda la mañana al juego de lanzar la pelota, que sólo Mike tenía la edad lo suf icientemente corta como para disf rutar. No hubo señales del Sr. Thomas. Al día siguiente T. los asombró a todos. Había llegado tarde a la reunión, y la votación para las actividades de ese día tuvo lugar sin él. De acuerdo con la sugerencia de Blackie la pandilla se dispersaría en pares, se subiría a los ómnibus al azar para ver cuántos viajes gratis podrían obtener de guardias descuidados (la operación se llevaría a cabo de a pares para evitar que alguien hiciera trampa). Estaban sorteando los compañeros cuando llegó T. -¿Dónde estabas, T.? -preguntó Blackie-. Ahora no puedes votar. Ya conoces las reglas. -Estaba allí -dijo T. Miró el suelo, como si tuviera ideas que ocultar. -¿Dónde? -En lo del Viejo Miseria. La boca de Mike se abrió y después se cerró apresuradamente con un chasquido. Se había acordado del sapo. -¿En lo del Viejo Miseria? -dijo Blackie. No había nada en las reglas que lo impidiera, pero tenía la sensación de que T. estaba pisando terreno peligroso. Preguntó, con esperanza: -¿Entraste? -No. Toqué el timbre. -¿Y qué dijiste? -Dije que quería ver la casa. -¿Él qué hizo? -Me la mostró. -¿Robaste algo? -No. -¿Para qué lo hiciste entonces? La pandilla se había reunido alrededor: era como si estuviera a punto de formarse una corte improvisada para tratar un caso de desvío. T. dijo: "Es una casa hermosa", y sin dejar de vigilar el suelo, sin mirar a nadie a los ojos, se lamió los labios, primero para un lado, después para el otro. -¿Qué quieres decir con que es una casa hermosa? -preguntó Blackie con sorna. -Tiene una escalera de doscientos años de antigüedad, como un sacacorchos. No está sostenida por nada. -¿Qué quieres decir con que no está sostenida por nada? ¿Flota? -Tiene que ver con fuerzas opuestas, dijo el Viejo Miseria. -¿Qué más? -Hay paneles. -¿Como en el Blue Boar? -De doscientos años. -¿El Viejo Miseria tiene doscientos años? Mike se rió de pronto y luego se quedó callado otra vez. El ánimo de la reunión era serio. Por primera vez, desde que T. había entrado en la playa de estacionamiento el primer día de las vacaciones, su posición estaba en peligro. Sólo se necesitaba que se mencionara una única vez su nombre y la pandilla se le echaría encima. -¿Para qué lo hiciste? -preguntó Blackie. Él era justo, no sentía celos, estaba ansioso por conservar a T. en la pandilla si podía. Era la palabra "hermosa" lo que le preocupaba; pertenecía al mundo de una clase que todavía podía verse parodiada en el Wormsley Common Empire por un hombre que llevaba un sombrero alto y un monóculo, y hablaba con un acento vacilante. Estuvo tentado de decir: "Mi querido Trevor, viejo amigo" y soltarles la rienda a sus sabuesos infernales. -Si hubieras entrado por la fuerza -dijo con tristeza...-eso sí hubiera sido una actividad digna de la pandilla. -Esto era mejor -dijo T.-. Averigüé cosas. Continuó mirándose f ijamente los pies, sin mirar a nadie a los ojos, como si estuviera absorto en un sueño que no estaba dispuesto a -o que le daba vergüenza- compartir. -¿Qué cosas? -El Viejo Miseria va a estar fuera todo el día de mañana y el feriado bancario. Blackie dijo con alivio: -¿Quieres decir que podríamos entrar por la fuerza? -¿Y robar cosas? -preguntó alguien.