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LA MINA
Cerca del pueblo donde nací, hay una vieja mina de carbón, ya
abandonada por estéril, que la empresa francesa que corrió con su
explotación puso por nombre “La Caverne”, haciendo alusión a su
profundidad y al laberinto de galerías, oquedades, y pozas que la
extracción masiva del mineral había originado. Cuando estuvo a pleno
rendimiento, no era infrecuente que ocurriera de tanto en tanto algún
derrumbe por la presión del terreno o por los entibados mal calculados;
amén de las tres explosiones del gas grisú que se llevaron por delante la
vida de 22 aguerridos mineros desprotegidos por la falta de medidas de
seguridad y la precariedad de medios para el desescombro rápido ,o el
deterioro notable de las jaulas que llevaban a los mineros al fondo de las
galerías, con los engranajes de los cabrestantes desdentados y el cableado
sin renovar en los últimos cinco años, producto todo ello de la cicatería de
la empresa explotadora, que siempre tuvo más en cuenta el resultado de
su balance anual que la seguridad y la vida de sus asalariados.
Los habitantes del pueblo tenían que tragarsesu dolor y su rabia porque la
mina constituía casi la única fuente de riqueza para mis paisanos y un
prematuro cierre de su actividad por denuncia, ¡si era atendida!, habría
supuesto toda una catástrofe existencial para la zona. ¡Así eran aquellos
tiempos!
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Mi amigo Miguel Hernando, compañero querido de mis andanzas
juveniles, miembro de mi pandilla y después minero por obligación, vivía
ahora con su familia en una pequeña casa hecha de tapiales de cal y
carbonilla prensados con mazo. El último año lo había pasado en una
cama de hospital aquejado de silicosis. Tuvieron que darle la baja a
petición de los facultativos y ahora tenía que subsistir toda la familia con
la tercera parte del sueldo que cobraba cuando estuvo en activo. Su
padre, Antonio, hombre muy inteligente y emprendedor y gran amigo del
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mío. fue durante un tiempo organizador y líder de lo que los mineros
llamaban sindicato y que la empresa francesa toleraba para, cara al
exterior, mostrar que sus asalariados tenían un organismo que protegía
sus derechos y atendía sus reivindicaciones pero que en la práctica
resultaba de una inoperancia total, pues todos los acuerdos a que llegaban
los síndicos tenían que pasar por el despacho del jefe de personal de la
empresa donde se destinaban a dormir el sueño de los justos en algún
cajón olvidado, o, si mostraban exigencias apremiantes, incompatibles con
la filosofía de los amos, se tomaban medidas más drásticas contra los
firmantes subversivos tales como situarlos en los puestos de mayor
peligro o dedicarlos a los trabajos más penosos y humillantes, y, por
supuesto, quedaba todo anotado en sus fichas personales y en los
periodos en que bajaba la producción eran los primeros en quedar
cesantes sin la más mínima compensación.
Pues bien, este Miguel Hernando y yo, junto a Esteban Roces y Calixto
Mata, (ya fallecido), formábamos un cuarteto muy unido cuando
estuvimos en la escuela primaria. Compartíamos libros, las propinas de
nuestros padres, las broncas del maestro cuando nos fumábamos alguna
clase, el balón de trapo y las excursiones campestres, juegos, algunas
veces temerarios, e incluso en una ocasión, nos enamoramos los cuatro de
la misma chica, compañera mía de pupitre -
Más de una vez, impulsados por la desagradable sensación de vacío de
nuestros estómagos, saltamos subrepticiamente las tapias de un huerto
que daba unas manzanas excelentes y con este delicioso fruto
procurábamos acallar el hambre crónica que la pobre dieta casera nos
provocaba. Un día. el guarda de la finca atinó con su disparo de sal en la
pierna de Calixto Mata, el cual, al sentir el enorme escozor que le
provocaba la herida, cayó casi sin sentido al suelo y tuvimos que
remolcarlo a toda prisa para evitar que el vigilante nos volviera a disparar.
Lo llevamos a mi casa y mi madre, al contemplar la herida, no se le ocurrió
otra cosa que ponerle compresas de vinagre con lo que el pobre chico
daba unos alaridos tremendos que alarmaron a los vecinos más próximos
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que creyeron por unos momentos que a mí me estaba ocurriendo algo
grave..-
Algunos días los dedicábamos a la caza del palomo con reclamo. Era una
práctica muy extendida por toda la comarca, solo que los pudientes
mataban las piezas con escopetas espléndidas y nosotros, los de a pié, lo
hacíamos con tirachinas, eso sí, con una eficacia casi mayor que los que
disparaban con plomillos, pues nos pasábamos horas y horas ensayando
con latas viejas y tirando a todo bicho que se pusiera a nuestro alcance.
Esos días, al menos, en nuestros hogares la comida resultaba más variada
y divertida. Casi siempre era Esteban Roces el que se encargaba de atar el
reclamo a una rama exterior del árbol llevando una larga cuerda que
conectaba el lugar donde se había colocado el pájaro a la posición oculta
que nuestro amigo escogía. Nosotros nos situábamos al pié de la encina
con el arma tensa preparada para el disparo. Roces tiraba de la cuerda de
vez en cuando para que el animal aleteara haciéndose más visible. No
tardaba en llegar algún macho incauto a sus proximidades, ocasión en que
tres certeros proyectiles de piedra lo abatían. Como la competencia era
feroz, no tardaron los poderos en desubicarnos del terreno que creían
suyo, lanzándonos a sus sabuesos asesinos que nos acosaban con sus
enormes fauces. Nosotros, para defendernos, usamos la única arma de
que disponíamos: los tirachinas. En la primera andanada saltamos el ojo
de un doberman y le dimos en la testa a un gran mastín , que cayó al
suelo atolondrado. Los canes, que no esperaban ese recibimiento,
retrocedieron aullando; más, en seguida, se nos vino encima la caballería
de los amos. Entonces, ante enemigo tan superior, decretamos el “sálvese
quien pueda” y gracias a nuestra juventud y agilidad pudimos alcanzar
indemnes las primeras rocas del monte que había a nuestras espaldas.
Recuerdo ahora, y no puedo evitar que se me erice el vello al
rememorarlo, un día en que los cuatro aguerridos mosqueteros
decidimos explorar por nuestra cuenta la profunda sima que existía a unos
cuantos quilómetros del pueblo en la falda de un monte calcáreo. La
bocana de entrada a la enorme oquedad ya causaba, al contemplarla
desde el exterior, un gran respeto y un cierto temor supersticioso. Era una
estrecha hendidura, de no más de metro y medio de ancho por unos
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treinta de altura. De allí salían al atardecer miles de murciélagos que se
esparcían en todas direcciones buscando su alimento .Nosotros íbamos
provistos, por toda impedimenta, de un carburo, dos navajas y una cuerda
de unos siete metros. Después de algunas vacilaciones elegimos a Calixto
Mata como cabeza de cordada, pues era el que tenía más experiencia por
el conocimiento y exploración de pequeñas cuevas que se extendían por
las laderas de aquellos montes- Puestos en fila india y agarrando la cuerda
con fuerza, los cuatro osados espeleólogos nos adentramos en aquel
antro tenebroso. Encendimos el carburo y escogimos un pasadizo que se
abría a nuestra derecha como ruta para ir conociendo in situ las entrañas
de aquel monstruo. El suelo estaba bastante resbaladizo y fue
precisamente el guía el que sufrió la primera caída, que provocó que otros
dos de nosotros cayéramos también a tierra. Pasado el susto continuamos
la exploración a la débil luz que nos proporcionaba el carburo. Esta luz
oscilante provocaba que las sombras de las estalactitas se moviesen
siniestramente y que nuestras figuras apareciesen proyectadas en las
rocas como manchas informes de monstruos extraños y amenazantes,
que acompañados de los ecos y resonancias que nuestros propios pasos o
nuestra conversación producían, nos encogió el ánimo ya de entrada y
más de uno propuso la deserción. Llevábamos como unos treinta minutos
descendiendo cuando, en la intersección de dos galerías, una inoportuna
corriente de aire apagó el carburo. Nos quedamos sin respiración.
Después, alguno de nosotros preguntó a Calixto Mata por la caja de
cerillas; pero. cuál sería la aterradora sorpresa de todos cuando Mata,
después de rebuscar en sus bolsillos, nos comunicó compungido que la
había perdido en la caída. ¡Perdidos estábamos todos ahora! ¿Cómo
encontrar la salida a oscuras, en aquel laberinto de galerías? Muy del
fondo nos llegaba el rumor de un agua en movimiento y algunas
estalactitas dejaban caer gotas heladas sobre nuestras desorientadas
cabezas. En aquella situación alguien debería tener la suficiente serenidad
para idear un plan que nos sacara de ese enorme embrollo en que nos
había metido nuestra insensatez. Y a mí, a pesar o quizás por el enorme
pánico que estaba experimentando se me ocurrió lo que podía ser una
solución. Yo mismo haría de guía esta vez. Aconsejé a los demás que nos
aproximáramos todo lo posible a la pared de la gruta e iniciáramos una
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marcha siempre ascendiente no soltando la cuerda bajo ningún pretexto y
agudizando nuestros sentidos para detectar el aleteo de los murciélagos y
la dirección que seguían. Así comenzamos la lenta marcha que,
presumiblemente, nos debiera llevar a la salida .Miguel Hernando y Calixto
Mata empezaron a gimotear expresando su pesimismo por el éxito de la
empresa. Sacando una energía de donde solo había terror les recriminé
en voz alta su espíritu pusilánime añadiendo que así nunca saldríamos de
allí .Agarrados a la cuerda comenzamos a subir lentamente, con muchas
vacilaciones. Teníamos que ir evitando todo lo posible el topar con las
húmedas estalagmitas y los resbalones que podrían arrastrarnos a los
cuatro. Cuando llevábamos subiendo unos diez minutos, Calixto Mata dijo
que necesitaba orinar. Paramos la cordada y él se soltó para poder utilizar
las dos manos. Dio como un par de pasos pero con tan mala fortuna que
su pié izquierdo se metió en una pequeña poza perdiendo el equilibrio y
dando con toda su humanidad en el duro suelo; mas, como ese pié
izquierdo seguía atrapado en la poza, al caer sonó un chasquido de hueso
roto y simultáneamente un alarido aterrador-Los otros tres compañeros
quedamos anonadados. Cuando pudimos reaccionar llegamos
arrastrándonos a donde yacía el herido que no dejaba de dar gemidos
lastimeros. A tientas, procuramos sacar su pié de la poza y con nuestros
pañuelos pudimos ponerle en el tobillo lastimado un vendaje de
emergencia; pero, cuando intentamos que se pusiera en pié, sus gritos de
dolor nos hicieron comprender que Calixto Mata no podía dar paso. ¡Una
complicación añadida! Luego, habría que irlo arrastrando pendiente
arriba, salvando los enormes obstáculos que la hostil caverna nos ponía.
Reiniciamos la ascensión a una velocidad mucho más lenta por la carga
inerte que debíamos soportar.. Cada muy poco tiempo nos turnábamos en
esta tarea tan fatigosa y necesitábamos descansar con mucha frecuencia.
El herido no dejaba de emitir gritos de dolor cada vez que rozaba alguna
protuberancia o debíamos subir algún desnivel. El panorama era aterrador
y alguno expuso su desconfianza de que pudiéramos salir de allí con vida.
En nuestra errante subida llegamos a un cruce de galerías que yo
recordaba haber pasado cuando descendíamos a la luz del carburo. Nos
detuvimos un largo rato para determinar la dirección que debíamos
escoger y estando allí sentados en el húmedo y duro suelo alguien creyó
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percibir el aleteo suave de murciélagos Se hizo el silencio y pusimos
nuestros sentidos en máxima alerta para confirmar la novedad.
Efectivamente, el murmullo de las alas de esos quirópteros se fue
haciendo cada vez más intenso lo que significaba que era su hora de salir
al exterior- Eso nos trajo el primer soplo de esperanza que se confirmó
más tarde al observar al fondo de la galería una tenue luz. ¡Al parecer,
estábamos salvados! Cuando ya en el exterior respiramos el aire puro de
la brisa nocturna, nos abrazamos llorando y riendo y así permanecimos un
largo rato hasta que oímos las campanadas lejanas de la iglesia de una
aldea que daban las doce de la noche. ¡Habíamos permanecido casi
veinte horas en las profundidades de aquel infierno silencioso!-
La compañía francesa que explotaba la mina tuvo a bien construir para el
pueblo, una pequeña iglesia, bastante rudimentaria y con lo
imprescindible para atender a los pocos feligreses que la visitaban. El
señor obispo envió como párroco a don David Caicedo, un hombre joven y
dispuesto a trabajar en un terreno que no le resultaba propicio. Entre
otras cosas, estableció una catequesis a la que nuestros padres nos
mandaron para comprobar si el nuevo cura era capaz de meternos en
vereda. El primer día, nos pidió a todos que llevásemos unos pequeños
blocs y un lápiz para anotar ciertos pasajes que él creía fundamentales.
El buen hombre hablaba despacio para que le siguiésemos con más
facilidad. Trataba de familiarizarnos con la idea del Dios del amor al que se
llega por la fe; a las preferencias de Jesucristo por los pobres y marginados
y a la convicción de que todos somos hermanos y debíamos comportarnos
como tales. No llevaba el sacerdote veinte minutos de plática cuando
Miguel Hernando comenzó a bostezar dando visibles muestras de
aburrimiento .Calixto Mata, al considerar que su amigo acabaría dando
cabezadas que delatarían su poco interés por la materia, hizo rápidamente
una bolita con la hoja del bloc y se la lanzó a la cabeza para despabilarlo. A
Esteban Roces y a mi, apercibidos de la maniobra que intentaba nuestro
camarada, nos dio la risa y, acto seguido, comenzamos a lanzar pelotitas
de papel al somnoliento; pero con tan mala fortuna que una de ellas fue a
caer en el pupitre del cura. Don David se levantó como impelido por un
potente muelle. Preguntó quien había sido el tirador y, como todos
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callábamos, el acusica de turno nos señaló a los tres infractores. El
sacerdote contrariado por nuestra desafección a un tema tan serio como
el que se estaba tratando, nos mandó colocarnos de pié y de cara a la
pared durante el resto del tiempo que quedaba de catequesis. Ese fue
nuestro debut en el camino de la santidad.
Para no aburrirnos en la siguiente sesión de catequesis ideamos una
estrategia que consistía en ir anotando con rayitas en los blocs el número
de veces que en su plática el párroco repetía ciertas palabras. A cada uno
del grupo, previo acuerdo consensuado, le tocaba anotar las repeticiones
de un determinado vocablo. Al final de la sesión catequética ganaba el que
hubiera pintado más palotes. El premio consistía en una chocolatina para
el triunfador, que los otros tres pandilleros debían costear de sus
menguados ahorros. Eso sí, siempre existió juego limpio y ninguno de
nosotros se propasó en una raya de más.- Ahora ya, con la perspectiva
que dan los años, reconozco que aquel hombre, luchador
bienintencionado, hizo una hermosa labor entre los mineros, e incluso en
algunas ocasiones, se enfrentó con el núcleo duro de la empresa cuando
comprobaba los desafueros que se cometían con sus indefensos
trabajadores. Me consta que durante sus dos últimos años de estancia en
el pueblo, antes de ser trasladado, hizo suya la causa que defendía con su
rudimentario sindicato, Antonio Hernando, el padre de mi amigo Miguel.
Hasta que tuve aproximadamente diez años mi familia vivió de las escasas
rentas que daba el pequeño negocio que montó mi padre al llegar al
pueblo. Se trataba de una droguería que suministraba a la población de
mineros productos de limpieza, lejías, algo de pinturas, papel higiénico,
colonia barata y poco más. Como los clientes, por lo general, solían pagar
a plazos(que no siempre podían atender) los géneros que se llevaban, las
ganancias eran escasas e inseguras. Por eso, durante mi infancia sufrí los
rigores de la escasez y los sufrieron igualmente mi madre y mis tres
hermanas. Recuerdo que más de una noche nos fuimos a la cama con solo
unos sorbos de un cocimiento de cebolla, ajo, tomate y un chorreoncito
de aceite de girasol que nos hacía mi madre, al cual, como lujo supremo,
añadíamos después unos migajones de pan de maíz.
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Mi padre, comprobando que la venta de drogas no podía dar para más y
que sus rentas no nos permitirían jamás salir de la inopia, se le ocurrió la
osada idea de pedir un préstamo de cincuenta mil pesetas al banco
Leones. el único que operaba por aquel entorno .Después de algunas
dudas por parte de los banqueros acabaron concediéndoselo con la
garantía de nuestra casa y de la droguería y aconsejado por un amigo
experto que vivía en la capital, fue sustituyendo paulatinamente los
productos de droguería por herramientas y utillaje y el negocio familiar se
reconvirtió en una ferretería. Desde el principio tuvo buena aceptación
por parte de los mineros necesitados de pequeño herramental que la
tacaña empresa francesa no les suministraba. Yfue esta misma empresa la
que comenzó a realizar las compras más cuantiosas en nuestra tienda, al
comprobar que el material adquirido allí, en el pueblo, le salía bastante
más económico que el traído del País Vasco por cuyo motivo el nuevo
negocio de mi padre comenzó a dar buenos rendimientos.
Esta prosperidad de la economía familiar se hizo tangible en dos ámbitos
distintos: el doméstico y el comercial. En casa, mi madre mejoró
notablemente las calorías de la dieta diaria; compró algún mobiliario
necesario; encargó dar una mano de pintura a todos los paramentos;
instaló visillos y cortinas nuevas en las desangeladas ventanas; y, previa
consulta con el gerente familiar, adquirió un aparato de radio marca
Telefunken cuyos programas resultaban una gozada para todo el núcleo
hogareño. En lo tocante al ámbito comercial mi padre contrató los
servicios de tres dependientes y en los dos años siguientes pagó el
préstamo bancario y sus intereses.
En el pueblo comenzaban a mirarnos con respeto considerándonos ya
unos adinerados y, paulatinamente, fueron estableciendo con nosotros un
distanciamiento reverencial. En los finales de mes, más de un minero
entró en el despacho de mi padre y salió después con cara de satisfacción,
pues mi progenitor, que poco pudo hacer por los demás cuando todos
estábamos al mismo rasero de pobreza, en cuanto le fue posible, dio
rienda suelta a la bondad que siempre albergó su corazón.
La holgura económica que vivía la familia permitió a mi padre enviarme,
como alumno interno, a un colegio salesiano que existía en la capital, para
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estudiar el bachillerato. Esta institución había adquirido prestigio por su
eficacia educativa y su rigor disciplinario, motivo decisivo que inclinó a mi
progenitor a escoger este centro. Esto suponía para mí y para los míos el
tener que afrontar el doloroso desgaje del núcleo familiar que permaneció
siempre muy unido, tanto en los tiempos difíciles como ahora en los de
bonanza y, además, la cruel obligación de abandonar a mi querida pandilla
de amigos que miraban con caras compungidas como partía el autobús
que me llevaba hacia mi nuevo destino, mientras a ellos no les quedaba
otro futuro que el de ingresar en la mina cuando cumplieran la edad.
Durante el viaje no dejé de pensar, con lágrimas en los ojos, en lo
sorprendente que es la vida y cómo un pequeño viraje pueda cambiar
radicalmente nuestros caminos.
Cuando volvía al pueblo, en los periodos de vacaciones, y después de las
salutaciones cariñosas y los abrazos de rigor a los míos, procuraba
escabullirme y buscar a mis amigos del alma que mostraban al verme una
alegría desbordada y me abrumaban con interrogatorios interminables
sobre la gran ciudad y sobre mi estancia en el internado. Yo procuraba
pormenorizarles mi vida de estudiante, omitiendo por respeto a la
situación de ellos, las excursiones que realizábamos con el colegio a
lugares de interés y las fiestas que se daban por cumpleaños y otras
celebraciones ostentosas que, de conocerlas. hubiesen despertado en sus
ánimos una cierta tristeza y un vago sentimiento de injusticia humillante.
En los espacios de tiempo que pasaba en casa mis padres, en diversas
ocasiones, intentaron sondearme para que les aclarase mi predisposición
o inclinación hacia alguna determinada rama del saber. Mi padre, en
concreto, me dijo claramente que él se inclinaba por aconsejarme alguna
carrera de ciencias aunque yo, la verdad, es que no tenía nada claro el
elegir para mi futuro lo más atractivo para mis gustos o lo más práctico o
conveniente dadas las demandas del mercado de trabajo- Según nos
explicaron en el colegio, España, por entonces, recién salida de una
postguerra cruel, estaba necesitada de buenos técnicos que ayudaran a
remontar la industria, en esa época, casi inexistente en nuestro país, y
también de buenos profesionales en la docencia y en las leyes, por la
misma razón. Pero mis dudas, quizás por mi inmadurez, continuaron casi
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hasta el final de mi etapa de bachillerato. Entonces ocurrió algo
determinante para mí: me informaron que al padre de mi amigo Esteban
Roces, acababan de expulsarlo de la mina sin indemnización por el solo
hecho de haber fijado un cartel a la entrada de los ascensores en el que
se reclamaba mayor revisión y puesta a punto de estos aparatos, ya que la
semana anterior se había descolgado una jaula que llevaba a la superficie
a veinte mineros. La suerte para ellos fue que la rotura del cable se
produjo poco después de iniciar la ascensión desde la galería y la altura
todavía no era excesiva. De todas formas, de los veinte mineros que iban
dentro, quedaron doce seriamente lesionados por el choque y los
restantes, amén del susto,. sufrieron también magulladuras importantes.
La situación desesperada en que quedaba la familia Roces con el despido
del padre y la dureza desalmada de la Compañía minera que abusaba
impunemente de esos castigos tan injustos y desproporcionados., me
hicieron ver que en el pueblo se necesitaba un buen abogado para
defender a los mineros de los atropellos de los directivos franceses. Ahora
lo veía todo muy claro: ¡escogí estudiar derecho!
Por ello, cuando terminé mis estudios medios en el colegio salesiano, mi
padre me matriculó en el primer curso de Derecho en la universidad de
Salamanca que gozaba de gran prestigio por su solera y por la eficacia
docente de su Facultad . Como residencia, me escogieron una pensión
que no distaba mucho de mi centro de estudios. Allí permanecí los cinco
años reglamentarios y, durante este tiempo y aunque hice muy buenos
amigos entre los compañeros de carrera integrándome también en la tuna
universitaria, nunca perdí el contacto con mi querida pandilla, los
entrañables socios de aventuras de mi niñez y primera juventud, y seguía
los avatares de sus vidas con verdadero interés y especial cariño. Al
finalizar la carrera ingresé en un bufete de abogados para irme soltando
en el manejo de la complejidad de asuntos y casos a que el derecho tiene
que hacer frente en la complicada sociedad en que vivimos. Precisamente,
debido a la finalidad principal que me marqué al escoger los estudios de
derecho, solicité de mis compañeros de gabinete que me dejaran las
causas que trataban del mundo empresarial y del trabajo y al cabo de dos
años de oficio resulté ya todo un experto en Derecho Laboral. Era el
momento de poner en práctica mis conocimientos y mi experiencia al
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servicio de las reivindicaciones justas de mis paisanos, mis hermanos de
infancia y, por extensión, de todos los damnificados y humillados durante
tantos años por la actitud prepotente y despótica de la compañía minera
que, hasta ahora, había obrado con total impunidad siguiendo en sus
actuaciones solo criterios que aumentaban sus beneficios a costa de
recortar derechos elementales de los trabajadores que, a la postre, eran
los que le proporcionaban la auténtica riqueza. Yo estaba dispuesto, con la
ley en la mano, a quebrar la trayectoria de terror y de impotencia
impuesta de manera tiránica por los dueños de “La Caverne”.
En el bufete, tuve la gran suerte de encontrar a Elena Berlanga, una
compañera que había terminado sus estudios de Derecho en Alcalá de
forma brillantísima y que, como yo, había elegido el campo del Derecho
Laboral porque su padre era empresario en esta ciudad y tenía problemas
con los sindicatos y los mismos obreros que no cesaban de realizar
reivindicaciones que a su progenitor no le parecían adecuadas, pues había
mucha demagogia en los planteamientos y poco rendimiento en los
talleres-
Por ello, Elena, mujer de carácter, alta, rubia, de ojos azules y con un
cierto acento gallego al hablar quizás heredado de su abuela materna,
estaba firmemente determinada a penetrar en los entresijos de todo ese
complejo mundo de las relaciones laborales. Compartimos despacho, ya
que los dos perseguíamos el mismo fin y la compenetración entre ambos
al mantener similares puntos de vista sobre el tema del trabajo hizo nacer
entre nosotros, primero, una mutua estima y respeto, y, pasados los
meses ,ese sentimiento recíproco fue transformándose en auténtico
cariño y compenetración total, circunstancia que no pasaba desapercibida
por los compañeros de bufete que contemplaban con cierta admiración,
no exenta de algo de envidia, la rapidez con que habíamos sintonizado
Elena y yo, aunque me consta que, exceptuando uno que era un aprendiz
de don Juan, el resto aceptaba nuestra relación y sentía un indudable
afecto y simpatía hacia nosotros.
Solíamos almorzar juntos en la cafetería de la esquina y allí entre
sentencia judicial de un caso y expediente laboral de otro, siempre
teníamos tiempo para cogernos las manos, mirarnos con arrobamiento a
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los ojos y dedicarnos palabras que solo los enamorados entienden. Al
finalizar, buscábamos algún sitio discreto para darnos un cálido beso y un
abrazo de despedida y ella marchaba a su apartamento y yo a mi pensión-
Las tardes de los sábados solíamos escoger alguna de las mejores películas
en cartelera en los cines de Gran Vía y al salir dábamos largos paseos por
la Casa de Campo, cogidos de la mano y haciendo cábalas de un futuro
para nosotros todavía incierto. Los domingos Elena visitaba a sus padres
en Alcalá y yo experimentaba la amargura del que enviuda de repente
perdiendo al ser más querido. Los lunes, madrugaba para estar puntual en
los andenes de la estación y darle a mi amor el mejor recibimiento. A ella
se le iluminaban los ojos cuando desde la ventanilla de su vagón
observaba mi presencia y mi corazón latía anárquico en cuanto
contemplaba su bella figura. Nos abrazábamos en el andén como si no nos
hubiésemos visto en años y yo, muy galanamente, cogía su maletín de
viaje para que ella pudiera enlazar su brazo con el mío. Invariablemente
me preguntaba por las novedades en la capital, sin reparar que solo había
estado ausente veinticuatro horas. Pero yo se que lo hacía con una
intencionalidad muy clara y usando cierta zalamería para que le contase lo
infeliz que había sido en su ausencia por lo mucho que la echaba de
menos.
Un día, Sebastián Arístegui, el creador y decano de nuestro bufete y
especialista en Derecho Penal, nos invitó a almorzar en su casa. Su mujer,
Rosa, era fiscal en la Audiencia Provincial de Madrid y, quizás por las
referencias de su marido, tenia verdadero interés en que charláramos
distendidamente. Elena y yo aceptamos encantados pues, aparte de que
Sebastián era un hombre de talante liberal, mostraba una deferencia
especial hacia nosotros, hacia nuestro trabajo y hacia nuestras
inclinaciones. Conocía el grave problema que padecíamos en el pueblo,
porque yo se lo había referido en alguna ocasión, y someramente me
había insinuado algunas líneas de actuación.- A las dos en punto
llamábamos a la puerta de un lujoso apartamento de la calle Claudio
Coello de Madrid, donde vivían Rosa y Sebastián. Haciendo un esfuerzo
económico, y para corresponder con la deferencia, llevábamos una botella
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de coñac NAPOLEON y dos riojas MARQUÉS DE CACERES. Nos abrió una
doncella con cofia y nos dijo que los señores nos esperaban en el salón:
allí estaba el matrimonio dándonos una cálida bienvenida. Observé que
Rosa, la fiscal, miraba con admiración la elegancia, el peinado y el vestido
que Elena escogió para la ocasión y así lo expresó francamente rompiendo
la rigidez de la primera vez. Sebastián vino a mi sonriente tendiéndome la
mano derecha y dándome con la izquierda unos golpecitos de afecto en la
espalda, al tiempo que susurraba a mi oído: “Tu novia parece una vestal
romana”, y después, dirigiéndose a su mujer le decía: “Rosa, esta pareja
de amigos tan bien avenida, revolucionará el derecho laboral de nuestro
país, que ya está anquilosado y necesita una renovación” La mujer se llegó
a nosotros , nos besó y nos animó a que pusiéramos en práctica nuestras
habilidades, pues, según sentenció, hacía mucha falta savia nueva en las
instituciones. Al instante comprendí que todos los allí reunidos
sintonizábamos en la misma onda.
El menú, a base de sabroso consoméy pescados y mariscos, regados con
el mejor ribeiro, para rematar con tarta de limón, resultó exquisito y
propició una sobremesa distendida y fraternal. En principio hablamos de
temas intrascendentes. Después la fiscal se interesó por los problemas
surgidos en mi pueblo con la empresa francesa. Le informé de las
dificultades que empezaba a encontrar para seguir con normalidad la
causa y ella me previno contra el juez Illora al que conocía por haberse
enfrentado a él cuando ejercía como fiscal en la Audiencia de León. Elena,
interviniendo en este diálogo., afirmó muy convencida de que más tarde o
más temprano me tendría que echar una mano pues veía que ese trabajo
acabaría desbordándome .Así lo creyeron Sebastián y Rosa. Llegados a
este momento, Sebastián, mirándonos a todos y bajando el tono de voz
dijo “¿Habéis leído el último artículo de Juan de la Cosa en el Arriba?”
Elena y yo negamos con la cabeza y Rosa adoptó una actitud distante y
seria. El penalista continuó: “Está claro que Carrero Blanco se ve a sí
mismo como el garante de la continuidad del Movimiento Nacional
cuando Franco muera – y prosiguió - ¿Es posible que no se den cuenta de
que nuestro país necesita ideas y formas nuevas, de que ese
“movimiento” está ya anquilosado y no sirve a la dinámica que exige la
España de los setenta y los ochenta. Ya se han olvidado de los
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movimientos de protesta de los universitarios que deseaban la abolición
del Seu y que terminaron con la destitución del ministro Ruiz Jiménez
porque sintonizaba con las exigencias de los estudiantes. De que hasta
Pablo VI ,a través de Tarancon, pide que se entierren de una vez las
venganzas ,los odios y las “legitimaciones” emanados de esa fatídica
contienda civil que el régimen se empeña en perpetuar después de tantos
años?”. Se hizo un prolongado silencio. Después, carraspeando para
aclarar mi voz, argumenté: ”Esa pregunta se la hacen millones de
españoles de a pié, hartos ya de ese corsétan estrecho en que nos han ido
metiendo, de tantas arbitrariedades y tantos privilegios a la sombra de
una victoria que originó más de un millón de patriotas muertos, la
destrucción de nuestro tejido industrial y el aislamiento de las potencias
que podrían ayudarnos-“ Rosa, que hasta entonces había permanecido en
silencio añadió : “Me consta por los rumores que se oyen en los pasillos
de la Audiencia, que Carrero se está creando enemigos de mucha entidad:
la masonería, los movimientos obreros emergentes (las JOC ,CC.OO en
clandestinidad), los republicanos reagrupados en el sur de Francia con
grandes influencias por contar con los apoyos de las democracias
europeas y con poderosos medios financieros y, se comienza a hablar
también de una organización vasca independentista que ve en él un
obstáculo insalvable para alcanzar sus fines, por no citar también a los
falangistas viejos que no comulgan con las decisiones de un Almirante al
que consideran un advenedizo.” Intervino de nuevo Sebastián para
puntualizar: “Si, eso es cierto, pero considerad la influencia creciente que
ese hombre ejerce sobre Franco y recordad que fue él el que se deshizo
del cuñadísimo Serrano Suñer y el que trajo al gobierno al Opus Dei, léase
Lòpez Rodó, Lopez Bravo, López de Letona y que sus decisiones pocas
veces son cuestionadas por el Caudillo. Se ha hecho el imprescindible.”
Llegado a este punto, la fiscal se concedió unos segundos de reposo, se
tomó media copa de coñac, ante el silencio expectante que reinaba en la
habitación, y prosiguió su discurso: “Carrero Blanco, por otro lado, es el
muro que impide que entre algún resquicio de libertad en este país. Acaba
de abortar de un plumazo el movimiento que promovía el asociacionismo
político donde tantos habían puesto tantas ilusiones- ¿Y cómo lo ha
hecho? Reprimiendo con dureza a los ilusos que soñaban con una
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incipiente apertura. Lo primero que enuncié son solo rumores, como he
dicho antes, pues si tuviéramos certezas legalmente nos veríamos
obligados a actuar. Pero lo de las asociaciones son hechos reales,
anhelados por muchas personas de buena voluntad, pero incompatibles
con los principios que rigen una mente cuadriculada como la suya. ” Elena
preguntó entonces: “¿Y cómo veis vosotros la posibilidad de entronizar en
nuestro país, sin derramamiento de sangre, otro tipo de régimen que
estuviera a la altura de los tiempos, que aboliera la censura, que
admitiera la libertad de prensa y que no persiguiera a los que piensan de
otra forma distinta?”. Contestó Sebastián: “Eso, querida niña, desde aquí
y ahora, me parece todavía una quimera. Deberían actuar las grandes
potencias, incluidos los EE-UU, a través de sus embajadas, haciendo
presión para que esto evolucione sin estridencias. Pero ¿Quién desarma
los privilegios de los camisas viejas y de los franquistas de última
generación?. Ahora bien – añadió con una gran carga de ironía - recordad
todos que seguimos siendo la reserva espiritual de Occidente-“ - Se
respiraba escepticismo en el ambiente y se traslucía porque hacía un buen
rato que habíamos dejado de sonreír. Hubo unos instantes de silencio;
pero Sebastián, recobrando sus ánimos, se levantó. tomo la botella de
coñac que nosotros habíamos llevado y llamando a la doncella le pidió que
trajera cuatro copas. “Amigos, hagamos honor a este Napoleón y
brindemos con él para que nos insufle los bríos que este personaje tuvo.”
Entonces, alzando mi copa, me dirigí a la concurrencia: “Si, brindemos por
el primer Napoleón, por el que quería transformar para mejor todas las
estructuras sociales, por el que pretendía hacer extensivos a otros países
los principios de libertad, igualdad y fraternidad.; pero después------- otro
dictador imperialista ¡¡no!!”. Todos sonrieron pera en sus sonrisas había
un rictus de amargura.
Recuerdo ahora, por lo dramático de los hechos, la tarde de un sábado en
que Elena y yo salíamos del cine Capitol comentando favorablemente la
película española Calabuch que cuenta las andanzas de un sabio físico
americano que, huyendo de las presiones de políticos e ingenieros de la
Nasa, se refugia en un sencillo pueblecito de la costa del levante español y
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allí convive, como uno más, con las alegrías, las penas y las
preocupaciones de la gente llana haciéndolas suyas. Elena reía las
ocurrencias del farero del pueblo y yo la irritación del cura que se sentía
estafado en su partida de ajedrez. Salimos a la acera cogidos del brazo,
como era ya nuestra costumbre, cuando oímos un gran tumulto de gritos
y de gente corriendo que llegaba hacia nosotros desde la Plaza de España.
No tuvimos tiempo para reaccionar: un individuo corpulento nos arrolló
en su huida dando con mis huesos en la acera y propinando a Elena un
fuerte codazo en el pecho. Pude observar fugazmente que llevaba la
camisa manchada de sangre e inmediatamente nos llegaron unas voces
que gritaban ¡“Al asesino!”” ¡Al Asesino!” Casi al instante resonaron dos
disparos secos que en aquella enorme confusión me parecieron que
provenían de un guardia de asalto. Uno de ellos debió alcanzar al fugitivo
porquevi que se tambaleaba y apoyándoseen un buzón de correos se fue
deslizando después lentamente hasta caer exhausto en la acera. Yo, en
cuanto pude rehacerme, me levanté y mi primer impulso fue el de atender
a Elena que permanecía recostada sobre la pared con las manos en el
pecho .Había perdido el color sonrosado de su cara que ofrecía
claramente una mueca de dolor. Le pregunté con gran angustia como se
sentía y me dijo que algo mareada y con una fuerte sensación de opresión
en el centro del tórax. Alarmado, salí a la calzada buscando un taxi; pero
en aquel inmenso alboroto era difícil encontrar un vehículo circulante.
Tuve que esperar unos minutos, que me parecieron un siglo, y al fin divisé
uno que subía hacia la calle de Alcalá. Me puso en medio de la avenida y el
taxi tuvo que frenar violentamente para no atropellarme. Le expliqué que
era una emergencia y dando un salto y empujando a la gente que todavía
corría hacia la calle Preciados llegué a donde permanecía Elena que se
había sentado en el suelo-. La agarré con suavidad de las axilas y cargando
con su peso y con el mío llegamos hasta el taxi. El hospital más próximo
era el de La Princesa y allí nos dirigimos sorteando a los curiosos que
corrían hacia el lugar fatídico. A mi novia la sometieron a varias pruebas:
ecografías, radiografías ,.auscultación etc. y dedujeron que solo tenía una
fuerte contusión pero que no había evidencias de hemorragia ni lesiones
internas,. Los dos suspiramos tranquilos.
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Cuando terminamos el periodo de prácticas en el bufete de Madrid, ella
marchó a Alcalá con su padre y yo al pueblo, habiéndonos juramentados
los dos que nuestras vidas ya no tendrían otro sentido sino el de la
convivencia juntos para crear nuestro propio hogar, en cuanto las
circunstancias fueran propicias y, por supuesto que la correspondencia, el
teléfono y alguna visita furtiva seguirían manteniendo el fuego de nuestro
amor y uniendo con más fuerza nuestros corazones. Elena conocía la
causa por la que yo iba a batallar en el pueblo pues le había puesto al
corriente de todas las irregularidades que los dueños de La Caverne
estaban cometiendo con mis paisanos. Quedaba muy sorprendida de que
los inspectores de trabajo no hubieran denunciado en todo ese tiempo tal
situación y yo, mirándole a los ojos y con un rictus de amargura en mi
semblante le aclaraba que la empresa minera se cuidaba muy mucho de
mantener a esos individuos bien cebados y contentos para que no
husmearan lo que sucedía en el interior de los muros de la mina. Me dijo
muy seriamente que le gustaría colaborar conmigo en un motivo tan justo
y que no dudara en avisarle cuando el trabajo me desbordara. ¡¡Teníamos
que compartirlo todo, ahora y después!! Esta afirmación tan rotunda me
llenó de orgullo y satisfacción y el sentimiento que nos enlazaba se
ahondó en mi hasta crearme la ilusión de que el caso ya estaba ganado.
¡Pero había que luchar muy duro!
Así las cosas, un buen día aparecí por el pueblo con una gran cartera llena
de blocs y folios en blanco dispuesto a ir tomando buena nota de cada uno
de los casos de agravio inferidos por la Compañía Minera a mis
conciudadanos, comenzando por los orígenes y terminando en la
actualidad. Fui visitando en días sucesivos a todos los empleados jubilados
o a sus familiares más próximos, cuando ellos ya habían fallecido. La labor
era ingente; pero yo me armé de paciencia y anoté hasta la última coma
de lo que aquellos infelices me iban contando y, siempre que era posible,
acompañaba sus declaraciones con los documentos que pudieran
corroborar sus palabras .Algunas historias eran verdaderamente
desgarradoras, como la de una pobre viuda que había perdido en la mina
sucesivamentea su marido y a dos de sus hijos y le tuvieron que embargar
la casa donde vivía porque la raquítica pensión que le quedó no le
permitía, ni de lejos, poder hacer frente a la hipoteca que habían suscrito.
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La de mi compañero de andanzas Miguel Hernando, hoy casi inválido por
la silicosis, con una jubilación de miseria y con cuatro hijos que mantener;
y no digamos el asunto que se llevó la vida de otro ser muy querido,
Calixto Mata, que murió por una explosión de grisú.- Al cabo de poco
más de un mes logré confeccionar un expediente que sobrepasaba las tres
mil páginas, y que contenía múltiples cargos contra los empresarios
franceses por la deliberada y continua transgresión de los derechos más
elementales de sus empleados en cuanto a despidos, sueldos,
jubilaciones, medidas de seguridad en el trabajo y un largo etcétera.
Muy pocos días después de haber terminado yo la investigación que he
mencionado antes, mi padre, ya bastante mayor, recibió una carta oficial
con membrete de la Compañía Minera, firmada por su ingeniero jefe, en la
que, más o menos, se le decía lo siguiente:
“Informados en esta Empresa Minera de que su hijo, el abogado D.---------
está realizando entrevistas a ex empleados o jubilados de la misma, cuya
finalidad es la de atentar tendenciosamente contra el buen nombre de
esta entidad y, por ende, poner en entredicho nuestro honor y
credibilidad, le advertimos seriamente de que, si dichos informes se
concretan en alguna acción o publicación hostil a nuestra Empresa, nos
veremos en la necesidad de suspender toda clase de pedidos de utillaje y
herramental que desde hace varios años venimos haciendo a esa Firma
que usted dirige, amén de adoptar las medidas jurídicas pertinentes
contra esa insidia..- Sentimos tener que tomar esta drástica resolución;
pero la actitud de su hijo no nos da elección. Atentamente……”
Cuando mi padre me enseñó esta misiva con un gesto de amarga ironía en
su rostro me dijo una breve frase: “No te preocupes. Sobreviviremos. Tu,
adelante”
Y así lo hice. Tres días más tarde, con todo el material acumulado durante
las entrevistas realizadas a mis infelices paisanos agraviados durante
tantos años por la tiranía y el despotismo de la orgullosa Compañía
Minera, presenté ante el juzgado de mi pueblo una demanda formal
contra la Empresa francesa por los daños y perjuicios producidos a sus
empleados durante el tiempo que duró su relación laboral y por el estado
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ruinoso de sus economías actuales debido al incumplimiento de las más
elementales normas sobre jubilaciones y pensiones.
Dos semanas después recibí la primera del rosario de contrariedades que
me iba a suponer este largo proceso: el juez de primera instancia, D.
Sebastián Carreño, único en el pueblo, , se declaró incompetente para
sentenciar con objetividad una demanda tan compleja, alegando que dos
de sus hijos trabajaban como directivos en la Compañía Minera y que, por
tanto, no podía ser juez imparcial por ser igualmente parte interesada.
En principio entendí las razones del Sr, Carreño para declinar el caso; pero
también intuí con claridad que, detrás de esa decisión, existía un
ultimátum como el que mi padre padeció..
Pasados unos días me dirigí con mi pequeño vehículo a la capital. Mi
intención era presentar el expediente de demanda contra los franceses en
la Audiencia Provincial. Tuve que explicar al funcionario de guardia las
razones poderosas que me llevaban a utilizar ese estamento para iniciar la
causa .Hasta que lo admitieron a trámite, me hicieron pasar por varios
despachos en cada uno de los cuales hube de rellenar formularios
absurdos que nada tenían en común con el tema importante que yo
llevaba entre manos.
Por fin, después de casi dos horas me dieron un “recibí” para confirmar
que el expediente iba a ser tramitado- Al salir a la calle me esperaba una
espantosa sorpresa: habían pinchado las cuatro ruedas de mi pobre 600
por lo que tuve que arrostrar los gastos de grúa y taller si quería volver al
pueblo con cierta dignidad.
Mi padre me lo advirtió cuando llegué de nuevo a casa : “Hijo, la lucha no
ha hecho más que empezar. Esto es lo que te vas a encontrar a partir de
ahora. Tienes ante ti dos caminos: abandonar y dejar el tema por
imposible o hacer frente con valentía a las trabas y zancadillas que te van
a seguir poniendo en tu andadura para intentar redimir a tus paisanos y
amigos de la tiranía de los fuertes. Medítalo y opta por el que tu
conciencia te aconseje. “
Yo, sin titubear, le conteste: “Padre, ya que he llegado a este punto
después de muchas jornadas de trabajo y sinsabores no voy a tirar la
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toalla y dejar en el más absoluto abandono a esta pobre gente. Me doy
claramente cuenta del riesgo profesional y personal que estoy corriendo;
pero si hace falta que caiga otro mártir mas para que la verdadera justicia
vuelva a brillar, aquí estoy yo.”
Al oír esto, acercándose a mí, me dio un fuerte abrazo mientras susurraba
a mi oído:” Hijo, no esperaba menos de ti”
Comenté a Elena por conferencia todos estos avatares de primera mano
sin excederme en los rasgos más lacerantes para evitar que su sensibilidad
sufriera innecesariamente; pero cuál fue mi sorpresa al oír de sus labios
que, tan pronto como hubiera podido despachar unos asuntos urgentes
que tenía planteados su bufete, se acercaría al pueblo para estar conmigo
unos días y para restituirme los ánimos que a su parecer yo estaba
perdiendo . Y otra circunstancia muy importante: para que mis padres la
conocieran y crear ya unos lazos de familia que ella echaba mucho de
menos. No tengo que añadir que mi moral y mi autoestima subieron
muchos enteros; pero, sobre todo, en lo más profundo de mi espíritu
experimente un enorme sentimiento de amor agradecido y una gran
confianza en la mujer que había elegido para que me acompañara el resto
de mi vida.
No habrían transcurrido dos semanas desde que en la capital intentaron
sabotear mis diligencias, cuando el cartero me trajo a casa un paquete
certificado muy voluminoso, procedente de la Secretaría de la Audiencia
Provincial. Al contemplarlo intuí rápidamente que algo volvía a ponerse
cuesta arriba en mi empeño de llevar la causa adelante. Firmé al cartero el
correspondiente impreso y, con mano temblorosa por la agitación
contenida, rasgué la cubierta protectora y …. ¡Horror! allí estaba, entre
mis manos de nuevo el voluminoso expediente. Me apresuré a leer el
escrito que justificaba la devolución. Alegaban un defecto de forma y se
reseñaban muy sucintamente el procedimiento y las correcciones que
debería adoptar si deseaba volverlo a presentar en la Audiencia.
Imaginable la decepción mía y de mi grupo familiar al constatar lo difícil
que me iba a resultar sacar aquella causa con garantías.
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Mi paciente y sabio progenitor solo añadió una recomendación: “Emplea
la táctica de la gota de agua: es decir: paciencia pero insistencia ilimitada.”
Pasadas tres semanas más y adaptado el expediente a las absurdas
normas que la Audiencia Provincial me exigía en su escrito de devolución
subí a mi Seiscientos y me dirigí de nuevo a la capital con la intención de
permanecer allí varios días, pues debía resolver también algunos
contenciosos presentados por dos clientes. Al entrar en la oficina de
recepción observé que, junto al funcionario que realizaba los trámites,
estaba uno de los jueces de la Audiencia, afamado por sus maneras
bruscas y sus salidas de tono. Al verme puso cara de perro mastín y me
espetó, casi a bocajarro, el siguiente improperio:
“ ¿No se cansa usted nunca, abogado, de dar la tabarra con sus estúpidas
demandas?”
Yo, en principio, sorprendido por la grosería, le miré después fijamente y
le inquirí con aspereza:
“Pero usted, juez, ¿ de qué parte de la Justicia está: de los que buscan su
recto cumplimiento o de los que la usan en beneficio propio o de sus
allegados?” Y como ya tenía en mis manos el comprobante de la
presentación, di media vuelta y dejé al insolente magistrado farfullando
inconcretas amenazas.
Las gestiones que debía realizar en la capital por demandas de otros
clientes, me entretuvieron casi una semana. Al regresar de nuevo al
pueblo me golpeó con la fuerza de una maza la noticia de que mi querido
compañero de correrías infantiles, Miguel Hernando, acababa de fallecer
de una hemorragia provocada por la silicosis que padecía desde su
retirada de la mina. Dejaba en el más absoluto desamparo a mujer y
cuatro hijos, el mayor de los cuales no pasaba de los doce años.
Además del dolor por la pérdida de un camarada me invadió una enorme
rabia por no haber llegado la solución del contencioso a tiempo para
redimirle en algo de sus muchas penurias y humillaciones. Al menos,
pensé, podría haberse marchado con la satisfacción de que su familia
quedaba protegida; pero ¡ni aún, eso!. Debió morir con la enorme tristeza
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de contemplar, en ese momento decisivo, el fracaso de su propia vida y el
destino oscuro que esperaba a todos los suyos.
Me apresuré en llegar cuanto antes a ellos para animarles y ofrecerles de
inmediato la ayuda material y moral que yo pudiera proporcionarles. Y
cuando estuve delante de su féretro, encogido mi ánimo y con gotas
ardientes cayendo por mis mejillas, oré un momento por su alma y, como
si aún pudiera oírme, le susurré muy bajito para que nadie percibiera este
desahogo de mi corazón:” Miguel, querido amigo, tu sabes con que afán y
ahínco, sin desfallecer un momento, he trabajado estos últimos tiempos
para que se hiciera justicia a los que nunca la tuvisteis. Perdóname, pero
la tuya no ha llegado oportunamente. Me quedo con esa desazón y
frustración en mi espíritu; pero te juro, entrañable camarada que, si antes
puse todo mi empeño para conseguir esta noble causa, a partir de ahora
me dejaré la piel y batallaré hasta la extenuación para que, al menos, los
que quedan con vida puedan decir que en este país también los humildes
reciben lo que en justicia les pertenece.-¡Adiós, compañero. Quédate en
paz!”.- Cuando aquella misma tarde, abrumado y entristecido,
comuniqué a mi novia la situación de extrema penuria en que quedaba la
familia de mi amigo noté que unos sollozos entrecortaban su
conversación. Y , después de serenarse, me afirmó rotundamente que
desde ese mismo momento hacia suya la causa que yo intentaba
defender, ofreciéndose como abogado colaborador para cuando llegase la
vista oral. Esas palabras suyas, como en tantas otras ocasiones, sirvieron
para mitigar mi pesar y aupar mis ánimos que estaban a ras del suelo.
No había pasado una semana de la muerte de Miguel Hernando, cuando
recibí de la Audiencia Provincial una citación firmada por el juez Sebastián
Illora, para celebrar un acto de conciliación solicitado por los directivos de
la empresa francesa. Por mi experiencia, tenía una idea muy aproximada
de lo que significaban estos encuentros: siempre la tajada más grande se
la llevaban los fuertes y a los demandantes los acallaban con un poco de
calderilla y, eso sí, muy buenas formas. Me presenté el día señalado en la
Sala 3. Allí estaban el citado juez y tres abogados, que por su porte y
distinción, eran de los que cobraban minutas sustanciosas. El juez me hizo
23
indicación de que me acercara a su mesa y, una vez allí, me expuso los
términos de lo que la empresa ofrecía como conciliación para tratar de
detener el proceso. Puso mucho énfasis en resaltar el esfuerzo económico
y gastos de abogacía y trámites que la misma debía afrontar y en lo
beneficiosas que resultaban las indemnizaciones para los afectados. En
resumen, ese dispendio de los paternales empresarios se resumía en dar a
las familias en cuyo seno hubiera fallecido algún miembro por resultas del
trabajo, 7.500 pesetas, y a las que tuvieran un accidentado por causas
laborales, 6.000 pesetas, todo en una sola vez, y desentendiéndose ya en
el futuro de otro tipo de obligaciones.
Mirando al juez con una sonrisa escéptica le expresé mi punto de vista y
debí hacerlo con tal carga de desprecio en mis palabras que el magistrado
tragaba saliva mientras yo hablaba: “Usted, como juez, y los que
entendemos algo de leyes sabemos que esa oferta es humillante para
todos mis clientes. Son unos parches que no resolverán sus vidas y que no
harán justicia a los más de treinta años de ofensas, de tiranía laboral y de
inseguridad en el trabajo, causa de tantas desgracias. Estamos tratando
con personas que tienen derechos y sentimientos igual que usted, que
esos abogados empingorotados o yo. No hemos hecho este esfuerzo para
solicitar unas limosnas que nada solucionan. Queremos Justicia, así, con
mayúsculas y ya le puede comunicar a esos tres que seguiremos adelante,
por el camino que nos permiten las leyes vigentes, que fueron ignoradas
por los dueños de la Mina durante tanto tiempo.”
El juez, se removía en su poltrona como si tuviera urticaria. Cuando acabé
de exponer mi rechazo a esa componenda y, carraspeando para ofrecer
mayor autoridad en su voz, me dijo: “Bien, si ese es su deseo, se tratará
de hacer la justicia que usted solicita; pero le advierto que antes de
presentarse a este Tribunal examine sus fuerzas y sus recursos porque no
tiene idea de con quién va a tener que enfrentarse. ¡Queda avisado!” Y
levantándose bruscamente de su sillón se dirigió al grupo de abogados de
la empresa minera. Yo tomé mi voluminosa cartera y salí de allí con la
certeza de que tratarían de aplastarme con mil trucos y artimañas.
Por fin, el 20 de diciembre se fijó como fecha de comienzo de la vista oral.
En el pueblo el hecho despertó una expectación inusitada. Habían sido
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muchos los años de espera y ahora, tras la inminencia del comienzo del
juicio contra la empresa minera, todos querían asistir, estar presentes,
aportar algún testimonio para que, de una vez por todas, se hiciera justicia
Tuve que lidiar, y no con poco esfuerzo, para poder seleccionar a los que
iban a ser mis testigos principales y para elegir a un grupo de no más de 20
personas que serían, en definitiva, los que podrían asistir al proceso, pues
la sala de la Audiencia no tenía capacidad para más de cuarenta personas
y había que reservar espacio para todos los representantes de la defensa.
Comprobé que muchos de los afectados quedaron frustrados al perder la
oportunidad de acusar públicamente a la empresa, con su testimonio, de
todos los sufrimientos que a lo largo de estos años les había hecho
padecer con su tiranía y arbitrariedades; pero comprendí que no era
ocasión para el revanchismo sino para ir fríamente atacándola por los
cauces que la justicia habilita, y eso ya era bastante.
Informé a Elena de todas estas circunstancias y los dos coincidimos en
reconocer que el día señalado para el comienzo del juicio no resultaba
muy adecuado, dada la proximidad de la Navidad que haría que se
suspendiera la vista en los días más significativos y eso nos perjudicaría al
romper intermitentemente el hilo conductor de la acusación y enfriar el
dramatismo que crearían los testimonios de las víctimas .Quizás fuera una
estratagema del juez Illora que iba a presidir las sesiones, siempre más
apegado a los fuertes que a los humildes. Pero, ¡en fin! Era lo que había.
Le envié por correo certificado documentación suficiente para que fuera
haciéndose una idea de la amplitud del problema que íbamos a abordar al
alimón.
Como había prometido, Elena me anunció por teléfono que llegaría al
pueblo el próximo viernes y estaría con nosotros hasta el lunes por la
mañana. Haría en tren el trayecto desde Madrid a León y después tomaría
el único autobús que llegaba todos los días desde la capital de provincia.
Ni que decir tiene que tanto mis hermanas como mis padres lo celebraron
muy expresivamente, pues estaban deseosos de conocer a la que, con el
tiempo, sería mi esposa y de la que tanto y con tan buenas referencias les
había informado. Yo estaba exultante de gozo por tener de nuevo entre
mis brazos a la mujer que más amaba y además, profesionalmente, era
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muy necesario que gozáramos detiempo suficiente para intercambiar con
reposo puntos de vista y establecer estrategias sobre el vital asunto que
teníamos entre las manos. Cuando en la siguiente conferencia que
mantuve con ella le informé de la expectación que había despertado su
anuncio de venida entre los míos y entre los que me conocían de toda la
vida, debió sonrojarsey me dijo muy quedamente que pedía a Dios estar a
la altura de esas expectativas y que temía defraudar porque me conocía e
intuía la apología que yo estaba haciendo de su persona;, ella, que era
una mujer que no se arredraba ante nada y que estaba preparada para
abordar cualquier situación, por difícil que se plantease. Yo me sonreí para
mis adentros y me felicité por haber topado con un ser tan extraordinario
como Elena Berlanga.
A las 7 en punto de la tarde estábamos toda la familia, a excepción de mi
madre que sufría un fuerte catarro, en los soportales de la plaza mayor del
pueblo donde tenía su terminal el autobús que procedía de León. Mis
hermanas estaban nerviosas porque de reojo las veía moverse inquietas y
las oía cuchichear entre ellas con frases rápidas e inconexas. Mi padre
permanecía callado con su aspecto solemne de hombre de bien mientras
yo me mordisqueaba los labios con unos tics incontrolables hasta
entonces desconocidos por mí. Diez minutos más tarde apareció por el
extremo opuesto a donde estábamos el morro del vehículo que efectuó
un gran giro alrededor del seto circular de la plaza para aproximarse al
lugar de destino. Cuando el autobús paró por fin me acerqué a él tragando
saliva dispuesto a descubrir en alguna de sus ventanillas la figura amada.
Solo fueron unos instantes pues enseguida percibí la mano de Elena
haciéndome señas .Casi emití un grito de alegría y me fui hacia la puerta
de salida para ayudarle con el equipaje -Bajó con un coqueto maletín de
viaje e inmediatamente nos dimos el abrazo que los dos estábamos
deseando – Quizás nos excedimos en la duración pues, detrás de mí, oí
nítidamente el carraspeo de mi padre que ponía término a la efusión
amorosa. Volviéndome, me aparté un poco para que Elena quedase frente
a mi progenitor. “Cariño, este es mi padre” dije con cierta emoción- Ella se
acercó con desenvoltura y besando su rostro dijo: “Me alegra mucho
conocerle, papá” y él “Bienvenida seas a casa, hija” Después fui
presentando a mis hermanas: “Esta es Victoria; esta Aurora y esta, la más
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pequeña, Inés” Precisamentea Inés, después de besar a su futura cuñada,
se le escapó un comentario que me pareció dirigía a sí misma: “¡Qué
guapa es!”.
Hechas todas las presentaciones e instalada por expreso deseo de mi
madre en la acogedora habitación de huéspedes, Elena me confesó que
para ella era una prioridad visitar a la viuda de mi amigo Miguel Hernando.
Comprendí en el acto su deseo, normal en una mujer tan sensible que
había vibrado ante los tintes negros con que yo le dibujé la situación en
que había quedado esa familia. Después de desayunar, nos dirigimos a la
calle de la Barca donde vivía Antonia, la viuda, y sus tres hijos. La casa era
muy sencilla, de adobes encalados, con no más de cuatro habitaciones y
un espeso cortinaje que hacía de puerta de entrada. Antes de penetrar en
la vivienda llamé en voz alta a la mujer. Antonia tardó un par de minutos
en descorrer la cortina de entrada. Era una mujer más bien baja, enjuta, a
la que el luto riguroso hacía aún más delgada. Tenía los ojos hundidos y el
pelo algo desgreñado. Me acerqué, la besé en la cara y le pregunté qué tal
le iban las cosas. Ella, mirando con recelo a Elena me dijo: “¿Cómo piensas
que nos pueden ir?. Tu, Ernesto, sabes mejor que nadie, la desgracia que
nos ha caído encima y con los medios que contamos----“ y la pobre mujer
no pudo seguir porque los sollozos le ahogaban las palabras. Entonces,
rápidamente, la tomé de las manos y le dije : “Mira, Antonia, esta señorita
es Elena, mi novia, y quizás la mejor abogado laboralista que haya por
estas tierras. Está decidida a ayudarme con todo su saber para que
saquemos la causa adelante y se os haga justicia” Elena, conmovida, se le
acercó y la abarcó con sus brazos estrechándola contra sí. Percibí que le
susurraba aloído: “No sepreocupe, Antonia, su estado va a mejorar desde
hoy en todo lo que sus amigos podamos auxiliarle. Deje de llorar y, si le
parece, entremos en su casa. “ Mientras la mujer se adelantaba, Elena me
cuchicheó al oído que le iba a dejar un sobre en la mesa para atender sus
necesidades más apremiantes. Me lo enseñó y yo, saltándome la
confidencialidad, abrí la solapa. Dentro había 500 pesetas- Rápidamente
interpelé a mi novia: “¿Por qué no me lo has dicho antes?” Ella hizo un
mohín e intentó retomarlo. “¡Espera!”, le dije, y sacando a prisa 300
pesetas de mi cartera las añadí al donativo de Elena. “Así queda mejor” y
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la mire al rostro enternecido por su gesto. Ella me apretó con su mano mi
brazo y entramos en el saloncito de la casa.
Visitamos después, y por ese orden, la casa de Esteban Roces y la de la
viuda de Calixto Mata—Empleamos toda la mañana en esta ronda porque
Elena se mostraba muy interesada en conocer, de primera mano, la
pormenorizada información que estas desgraciadas familias le iban
suministrando-.Efectuaba anotaciones minuciosas en su bloc y preguntaba
sobre detalles que a mí, en lo que yo creía exhaustivo informe, se me
habían escapado. Apenas intervine, dejando que su instinto y su sagacidad
completaran el cuadro.
La tarde de aquel día la dedicamos Elena y yo a repasar con detalle el
amplio expediente que había creado después de varios meses de
interrogatorios y pesquisas. Ella leía todo con gran concentración y en
algunos pasajes añadía detalles tomados de su bloc de notas.
Comentábamos situaciones e íbamos pergeñando la estrategia de nuestra
acusación. Cuando después de más de cuatro horas habíamos dado un
vistazo general a la situación de los demandantes, Elena, mirándome con
cierto aire triunfal en el rostro me dijo: “Ernesto, veo con claridad
meridiana que este es un caso ganado.” Yo, acercándome a ella y
poniéndole una mano en el hombro, le argumenté: “Cariño, tengo mis
dudas porque sé de las artimañas y de los trucos de que se valen ese tipo
de abogados de alto nivel; cómo retuercen la ley y hasta sospecho de que
puedan presentar algún que otro testigo amañado. Y para abundar más en
la cuestión te diré que no me fío un pelo del juez Sebastián Illora.” Elena
disintió añadiendo: “Pero las pruebas en contra son tan abundantes y
elocuentes que, por mucho que quieran distorsionar la ley, nunca podrán
apagar la luz que emana de los hechos reales,” En este preciso instante,
mi padre dio unos discretos toquecitos en la puerta añadiendo: “Chicos,
ya es hora de descansar. Nos vamos a cenar toda la familia al Casino
Central, así que poneos elegantes y desde este momento nada de leyes-
Es una orden-“
Mi padre había reservado previamente una mesa para ocho personas, ya
que también se añadiría mi tía Rosario, hermana de mi madre, quien al
continuar resfriada había puesto algunas objeciones- Pero la energía de mi
28
progenitor acalló cualquier excusa pues era su firme deseo tenernos a
toda la familia juntos.
A las 8 en punto, entrábamos en el gran salón-comedor y un camarero de
uniforme nos indicaba el lugar de la mesa reservada. Estaba junto a un
enorme ventanal desde donde se podía observar una parte del parque, en
ese tiempo algo mustio. Nos trajeron las cartas del menú y cada uno de
nosotros comenzó a degustar virtualmente el plato preferido. Mi padre
solicitó dos botellas de tinto ribera del Duero . Elena prefirió un vichy
catalán y yo escogí una cerveza alemana. Al levantar la vista de la carta
observé algo que me borró de repente el apetito: en ese momento
entraban al comedor un grupo de personas encabezadas por el juez local
Sebastián Carreño, el que se declaró incompetente, acompañado de su
esposa y del hijo que ocupaba un alto cargo en la Empresa Minera; a
continuación, dos de los abogados de la defensa que yo conocí en la
Audiencia Provincial de León cuando quisieron engatusarme con la
componenda de la “conciliación” y para coronar el ramillete estaba el
mismísimo juez Sebastián Illora, el que iba a decidir sobre el destino de
mis desgraciados conciudadanos y sobre el que me había ya prevenido
nuestra amiga Rosa, la fiscal de la Audiencia de Madrid. Tocando en el
brazo a Elena acerqué mi cara a la suya para indicarle en voz baja quienes
eran los comensales que se habían situado a dos mesas de la nuestra. Mi
novia, con toda discreción, les echó una ojeada comentando: “Es positivo
ir conociendo al enemigo”
No habría transcurrido un cuarto de hora desde la entrada de esos
personajes, cuando el juez Illora, se levantó de su mesa y se acercó a la
nuestra. Mirándome solo a mí y sin saludar espetó: “Hace bien, abogado
Domínguez, en tomar fuerzas para encarar el duro trabajo que le espera
en la Audiencia dentro de una semana” Yo, más por obligación que por
deferencia le informé señalando a mi prometida: “La señorita Elena
Berlanga, abogado laboralista, me acompañará en la construcción de la
acusación, si usted no tiene inconveniente.” El, recreando su mirada
lasciva en Elena, me contestó: “Me doy por enterado y es bueno que
busque ayudas porque, desde mi punto de vista, su causa no ofrece
grandes posibilidades.” Y haciendo una breve inclinación de cabeza se
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retiró. Elena se puso roja de ira y comentó exaltada que a ese tipo de
jueces habría que recusarlos pues partía de una idea ya preconcebida y
mostraba claramente su parcialidad. Mis hermanas destacaron la
insolencia de aquel : mi madre lo tildó de déspota y mal educado y mi
padre, continuando con su discurso sentencioso, nos dijo a Elena y a mí
que, al menos, ya conocíamos al miura al que nos íbamos a enfrentar.
Llegó el 20 de diciembre. El comienzo de la Vista en la Audiencia Provincial
de León estaba anunciado para las 10. A las 9.45 la sala estaba ya
abarrotada. Se mascaba la tensión y el nerviosismo en el ambiente. Los
abogados de la defensa, con sus togas inmaculadas y sus lujosas carteras,
ocuparon los asientos a la derecha del Tribunal. Elena y yo, con menos
histrionismo, casi desapercibidos, nos sentamos a la izquierda.
Experimentaba un gran vacío en el estómago y una molesta opresión en el
pecho, consecuencia de que era consciente de la enorme responsabilidad
que había cargado sobre mis hombros. De reojo miraba a Elena y me
consolaba verla serena, controlando todos sus movimientos y
extendiendo metódicamente sobre la mesa los documentos que iba a
utilizar en esta primera audiencia. Se oyó la voz del ujier anunciando que
su señoría, el juez Sebastián Illora, presidiría el Tribunal,. Nos pusimos de
pié hasta que el juez se hubo sentado y oímos su potente voz anunciando
que comenzaba la sesión y que la acusación tenía la palabra. Tomé unos
folios y comencé a explicar a la Sala por qué estábamos allí y en qué
fundamentábamos nuestra denuncia contra la Compañía Minera. No
llevaría más de tres minutos hablando, cuando de nuevo entró el ujier y se
acercó rápidamente al juez comunicándole algo en voz baja. Este volvió
súbitamente la cabeza y miró al subordinado con cara desencajada. Se le
oyó decir : “¿¡Está usted seguro!?”. Este afirmó varias veces y todavía a
media voz añadió algo que no pudimos oír. Cuando el ujier desapareció
por la puerta lateral Illora se levantó lentamente de su sillón y encaró a la
concurrencia. Se hizo un silencio expectante pues todos intuimos que algo
extraordinario estaba pasando. “Señoras y señores: con gran emoción me
veo en la obligación de comunicar a todos ustedes que esta audiencia
habrá de suspenderse ahora hasta nueva orden: me acaban de comunicar
que el Jefe de nuestro Gobierno, Almirante Carrero Blanco, ha sido víctima
de un atentado terrorista en la Calle Claudio Coello de Madrid. Ha muerto
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él y los ocupantes de su coche oficial. Se desconoce la autoría de este
magnicidio pero parece ser que las primeras indagaciones de la policía
apuntan a la masonería y a un grupo independentista vasco. La sesión se
da por concluida.”
En los primeros instantes después del anuncio, la sorpresa nos paralizó a
todos, mas, inmediatamente, comenzó la gente a agruparse por corrillos y
a comentar vivamente lo sucedido. Elena y yo nos miramos
transmitiéndonos la idea de la frustración que suponía la paralización sine
die del caso, después de los ímprobos esfuerzos que habíamos realizado
últimamente. Es verdad que la noticia del atentado nos cogió a contrapié y
que lamentamos que se hubiera llegado a esos límites de violencia para
conseguir unos fines políticos. Después de unos minutos de intercambio
de emociones e ideas sobre el futuro del caso, Elena, de repente, recordó
que nuestros amigos Sebastián y Rosa vivían en la calle Claudio Coello,
donde se había producido el atentado. Decidimos buscar la primera cabina
telefónica que encontrásemos para tener noticias suyas; pero, de
momento, era tarea imposible ya que todo el mundo, excitado por la
nueva, estaba usando este medio de comunicación. Por fin, tras una larga
espera, desde el teléfono del hotel donde nos alojábamos pudimos hacer
la llamada. Tardaron algún tiempo en contestar. Se puso Rosa, nuestra
amiga fiscal de la Audiencia de Madrid. “Sí, ¿quién es?” “Buenos días,
Rosa. Somos Elena y Ernesto, desde León. Ya nos hemos enterado del
terrible atentado al Almirante Carrero, y como, según nuestros informes
ha sucedido en Claudio Coello, donde vosotros vivís, estamos inquietos
por saber si os ha ocurrido algo grave.” “Muchas gracias, amigos. Todavía
no se me ha quitado el temblor que me sobrevino a raíz de la enorme
explosión y de la conmoción de todo el edificio. Creímos, en un principio,
que era un terremoto de muchos grados. Los cristales saltaban y los
objetos situados en los anaqueles caían al suelo para hacerseañicos y una
enorme polvareda penetró por todos los huecos del piso. Se oía gente
gritando en la calle y después de este inmenso caos, alguien dijo desde
abajo que había sido una bomba. Aún estoy dando gracias a Dios porque
mi hija Teresa estaba a punto de salir para ir a su instituto. Unos segundos
antes, y me horroriza pensar lo que pudiera haberle sucedido.--La
explosión ha tenido lugar a menos de cien metros de nuestro bloque.
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Sebastián, que había marchado ya al bufete, regresó agitadísimo,
sorteando todos los controles que la policía ha establecido en esta zona.
Heridos no estamos ninguno pero los daños materiales en edificio y
mobiliario son cuantiosos. Deseo que nos veamos pronto para poder
comentar la transcendencia de los hechos. Perdonad mi excitación, pero
os haréis cargo de mi estado de ánimo. Ha sido algo horrible, difícil de
olvidar. Un beso a los dos”
La muerte violenta del Almirante Carrero dio de lleno en la línea de
flotación del Régimen, que quedó ya muy tocado y sin un rumbo claro. El
desconcierto y el nerviosismo reinante se pudo constatar el día de los
funerales en San Francisco el Grande, al observar a un Franco roto y
lloroso dando el pésame a la viuda; a un ministro de Educación que
negaba el saludo al cardenal Tarancón que ofició la misa y a los grupos
ultra derecha gritando estentóreamente consignas como “¡Ruiz Jiménez y
Camacho, a la horca!”, “¡Tarancón alparedón!”, “¡Muerte a los del 1001!”
Elena y yo comentamos con preocupación el giro que ahora tomaría el
“Proceso 1001” donde se estaban juzgando a diez represaliados políticos
entre los cuales se hallaban “El Cura Paco”, Nicolás Sartorius, Zapico,
Marcelino Camacho y otros cinco más, todos ellos acusados de alta
traición por los delitos de haber expresado ideas que irritaban hasta el
paroxismo al Sistema. Temimos muy seriamente que aquel Proceso se
reconvirtiera en juicios sumarísimos que se resolverían con la ejecución
fulminante de los procesados. Estábamos deseosos de poder comentar la
situación actual con nuestros amigos de la calle Claudio Coello; pero de
momento nos pareció imprudente reunirnos en una zona sometida
todavía a intensa vigilancia policial.
Abortado de esa manera tan extemporánea el juicio contra la Empresa
Minera, Elena regresó a Alcalá para continuar con los asuntos de su
despacho y yo volví al pueblo como mastín que no ha cobrado presa y
pensando con desgana en la rutina de los contenciosos que seguía para
algunos clientes. La verdad es que esta parada en seco nos había devuelto
violentamente a la vida aburrida del día a día, después de saborear,
aunque por breve tiempo, el regusto por una batalla legal en toda regla
donde mejoras tus técnicas abogadescas y agudizas tu instinto al tener
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que lidiar con letrados de categoría. Nuestra esperanza de que se
reanudase la causa estaba puesta en las disposiciones de emergencia que
se adoptaran en las altas esferas del poder. Estas no deberían retrasarse
demasiado pues el país tenía que seguir caminando aunque fuera por los
cauces de una interinidad.
Pasada una semana de todos los transcendentales acontecimientos que
he contado antes, Elena y yo decidimos vernos en Madrid. Mi novia,
previamente, había mantenido una conversación telefónica con nuestros
amigos Sebastián y Rosa, la fiscal. Se mostraron muy interesados en que
volviéramos a reunirnos en su domicilio, restaurados ya los desperfectos
de la explosión. De nuevo estábamos en Claudio Coello y antes de entrar
en su casa, nos dedicamos a observar durante un largo rato las huellas
que había dejado el atentado: fachadas con enormes desconchones y
hendiduras, cornisas enteras desaparecidas, puertas y ventanas
desvencijadas y un enorme socavón que aún no habían acabado de
rellenar y asfaltar. Aquello parecía un escenario de guerra, y en realidad lo
era de una contienda no declarada entre el independentismo más feroz y
el estado Español. Elena, horrorizada por lo que veía, se pegó a mí y yo le
pase el brazo por el hombro atrayéndola aún más en un gesto de
protección contra algo incorpóreo que flotaba en aquel desolador
ambiente.
Al entrar de nuevo en el piso de nuestros amigos la emoción nos
desbordó.- Rosa se fundió en un abrazo con Elena y Sebastián vino a mí
con los ojos húmedos. No tuvimos que pronunciar palabra para
encontrarnos unidos firmemente por los mismos ideales, por los lazos que
crea una comunión de sentimientos. Después de estos emotivos instantes,
ya más serenos, el matrimonio nos fue desgranando la situación vivida en
aquellos trágicos momentos. Como era de prever, se planteó la pregunta
que se hacían ya millones de españoles a la vista del deterioro del
Régimen y de las ilusionadas expectativas de los que anhelaban de buena
voluntad el advenimiento de un estado sin opresión ni represión: “Y
ahora, qué?”. Rosa, que poseía una atalaya excepcional desde la
Audiencia, nos puso en guardia contra un optimismo prematuro. “Se
comenta que Franco quiere poner al frente de su Gabinete al llamado, por
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los juicios sumarísimos que promovió , carnicero de Málaga, es decir, al
ahora ministro de la Gobernación Carlos Arias Navarro el que,
supuestamente, debería haber velado por la seguridad del Almirante
Carrero, por lo que la idea de un aperturismo inmediato se esfuma:
continuaran las persecuciones y las represiones, ahora ya con un pretexto
real como era el del asesinato del anterior Jefe del Gabinete.” Ante esta
cruda exposición de la fiscal a todos nos invadió el pesimismo.
Tomando la palabra después de un denso silencio, exclamé con rabia:
”Esta situación seguirá propiciando el que en nuestro país se continúen
cometiendo impunemente atropellos como el de la empresa minera de
mi pueblo que tanto dolor ha producido y que tanto sinsabor nos está
proporcionando ahora y esto, con la benevolencia de la justicia.”. Rosa, la
fiscal, debió de sentirse de alguna manera aludida, pues rápidamente me
cortó el discurso para aclararme: “Querido amigo: te puedo asegurar que
en España y bajo este Régimen existe un gran número de jueces y fiscales
honestos, que no caen en la tentación de venderse al mejor postor y que
desoyen las voces que, desde arriba, tratan de orientar sus acusaciones o
veredictos, jugándose el tipo. Es verdad que más de uno, por mantenerse
firme, ha sufrido en sus carnes la severidad de la dictadura. Y es evidente
que tenemos que sujetarnos a los códigos legales vigentes que tú, como
letrado, habrás apreciado que están hechos a medida, como igualmente,
no es menos cierto que haya más de una oveja negra, como en todo
corral”. Comprendí en mi fuero interno que me había precipitado en mi
apreciación y que el varapalo de Rosa lo tenía merecido. Le pedí sinceras
disculpas por mi ligereza y su reacción consistió en llegarse a mí y darme
un beso en la mejilla, añadiendo “No te preocupes; en el fondo todos
estamos en el mismo barco y remamos en la misma dirección.”
Sebastián, con el aplomo y la experiencia que dan los años de oficio,
comentó: “ Pensad un momento que cualquier sistema orgánico de este
mundo tiene su fin por agotamiento vital. Es una ley inexorable, de la que
no se salva nadie. Este régimen tiene casi cuarenta años de existencia y
sus postulados iniciales han envejecido y no sirven ya para gobernar a una
sociedad que ha evolucionado notablemente: el nivel medio de cultura de
nuestro pueblo ha subido bastantes enteros desde la guerra civil; existe
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más comunicación; nos llegan en masa turistas de otras latitudes que nos
informan de sus sistemas democráticos de gobierno; también nosotros
podemos viajar al extranjero con mayor facilidad y vemos y comparamos
lo que aquí tenemos con lo que ellos tienen, y sacamos consecuencias. La
televisión, aún controlada, nos permite entrever otras formas y otros
estilos para dirigir más eficazmente una nación. Ya no nos satisface, por
pueril y tendenciosa, la visión de nuestra realidad que nos suministra el
Nodo. Por eso creo firmemente que a este sistema le ha llegado la fecha
de caducidad que no podrán retrasar las componendas de los que viven y
han vivido bajo su manto protector. Es cuestión de esperar un poco a que
caiga la manzana podrida.” Esta larga perorata de nuestro amigo, por
evidente, nos volvió a restituir la esperanza.
El día 1 de Enero de 1974, según había pronosticado Rosa y ante la
estupefacción de los afectos al régimen, Franco nombraba Presidente del
Gobierno a Carlos Arias Navarro. El día 3 estaba completado el nuevo
Gabinete ministerial, del cual habían sido barridos los tecnócratas del
Opus Dei, e incluidos personajes como Pio Cabanillas, de talante
aperturista y Fraga Iribarne hombre de carácter bronco. pero fluctuante
según convenía. Que este gobierno no estaba por la apertura lo iba a dejar
muy claro con algunos sucesos quedieron la vuelta al mundo: La expulsión
del obispo de Bilbao, monseñor Añoveros por su sermón crítico contra las
torturas, y la ejecución sumarísima del anarquista Puig Antich en la cárcel
Modelo de Barcelona, o el cese fulminante del Capitán General Díez
Alegría, Jefe del Alto Estado Mayor del Ejército por haberse entrevistado
en Bucarest con el comunista Santiago Carrillo.. Después, para suavizar la
imagen, vendría lo del espíritu del doce de Febrero, un intento de recrear
las asociaciones políticas pero tan condicionado por los requisitos legales
que disolvía su novedad, apenas publicado, como el azucarillo en el café.
Pasadas ya todas estas turbulencias puntuales, la “re pública” volvía a
discurrir por cauces aparentemente normales. Las nuevas instituciones
surgidas después de la convulsión fueron encajando sus engranajes para
que la sociedad española pudiera seguir funcionando. Así, no es de
extrañar que en la Audiencia Provincial de León apareciese el anuncio de
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la reanudación del contencioso que llevábamos entre manos. Se señaló
para el 20 de Febrero la fecha del comienzo de la vista. Presidiría de
nuevo, como todos temíamos, el juez Sebastián Illora.
Yo me cité con Elena en Madrid para repasar una vez más toda la
estrategia de la acusación. Decidimos incluir entre los testigos de cargo a
un hombre que había servido a la compañía durante 12 años como
mecánico ascensorista y que en la primera consideración de declarantes
nos pasó desapercibido. Fue a mi novia a la que se le ocurrió sugerir la
necesidad de la presencia de la persona que mejor conocía los defectos
técnicos de las jaulas que utilizaban los mineros para subir y bajar a diario
y que, precisamente, había sido víctima de los tejemanejes de personal
que la compañía acometía impunemente. Nos pusimos en contacto con él
y accedió gustosamente a colaborar con la causa, extrañándose, así nos lo
dijo, de que en un primer intento no hubiéramos contado con el
testimonio que podía ofrecer. La verdad es que había sido un fallo mío.
Me excusé con Florencio Luján, que así se llamaba, y el buen hombre
quedó incorporado al sumario-
Había llegado, por fin, la hora de hacer justicia a tanta iniquidad y abuso
de autoridad en las personas de nuestros defendidos; pero de nuevo, algo
inesperado iba a detener una vez más en seco nuestra deseos
irreprimibles de llevar el bien a tanta gente humillada: el día 18 de
Febrero, o sea, dos días antes de comenzar de nuevo la vista, el
sospechoso juez Sebastián Illora sufrió un infarto de miocardio y lo
internaron en la uvi del hospital provincial de León. Esta nueva
contrariedad nos dejó atónitos en principio a Elena y a mí. Ella, pasados
los primeros momentos de sorpresa y más práctica que yo, reaccionó en
seguida considerando el lado positivo del suceso. Me dijo: “Piensa,
Ernesto, que en el juez Illora teníamos de entrada más bien un enemigo, y
las circunstancias lo han probado sobradamente. Ahora nos pondrán un
nuevo juez que, como es de esperar, no esté comprometido con los
personajes de la empresa lo cual lo hará más imparcial, como confiamos
que actúe siempre un juez.” Yo le contesté: ”Dios te oiga, querida niña, y
podamos estar tranquilos en ese aspecto, porque todo lo demás corre de
nuestra cuenta.”
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El 25 de Febrero de aquel año fatídico, nos encontrábamos de nuevo, una
vez más, en los locales de la Audiencia leonesa, las mismas víctimas y los
mismos contendientes legales para tratar de llevar adelante el proceso
que tantos quebraderos de cabeza nos estaba causando y que tanta
ansiedad provocaba a mis infelices paisanos que veían como, una y otra
vez, por distintas circunstancias, se iba demorando la solución de sus
problemas agravados ahora por tantos años de espera inútil. Por la
citación que nos llegó de la Audiencia, supimos que presidiría un juez de
nuevo cuño, llegado a la capital apenas unas semanas antes. Se llamaba
Sebastián Ponce de León. Como Elena y yo desconocíamos su filiación,
recurrimos a nuestra acreditada fuente de información, Rosa, la amiga
fiscal. A los tres días nos llamó para decirnos que, personalmente, no le
conocía; pero que sabía que procedía de la Audiencia de Sevilla y que,
afortunadamente, no figuraba en las listas negras extraoficiales de jueces
duros, que la clase de profesionales dedicados a la justicia manejaba
dentro del ámbito gremial. En principio, ¡ ya era algo!.
Cuando el nuevo juez hizo su entrada en la Sala, repleta hasta el último
rincón, hubo un murmullo soterrado, pues ese hombre, con su elevada
estatura , porte aristocrático y ademanes pausados emanaba un cierto
respeto reverencial y una autoridad que, en principio, resultaban una
garantía para resolver en justicia el dramático caso cuya vista iba a
comenzar en breve.
Durante la media hora que me concedió el Tribunal para que expusiera la
relación de supuestos agravios que la empresa francesa había inferido a
nuestros defendidos en el tiempo que tuvieron una relación laboral con
ella y en los que fundamentábamos nuestra demanda, procuré ser muy
conciso pero claro. Comencé mi actuación denunciando los fines
exclusivamente lucrativos que la empresa se había planteado desde su
implantación en nuestro pueblo, razón por la cual desatendieron en todo
momento el lado humano de la cuestión, violando de continuo las normas
existentes en cuanto a contratos, seguridad en el trabajo, indemnización
por lesiones graves, y un largo etc. Para substanciar mi discurso relaté
muy sucintamente los casos concretos de represión a operarios que
osaban quejarse de las precarias condiciones de seguridad laboral,; los
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desafueros cometidos en los despidos improcedentes, puenteando el
derecho internacional y la Ley del Trabajo vigente en aquel entonces; la
ausencia de indemnizaciones a las víctimas de hundimientos y explosiones
de grisú con la consiguiente ruina económica para las familias de los
afectados; La compra de voluntades a los inspectores que, en teoría,
debían vigilar el cumplimiento de la legalidad; la ignorancia culpable de
las cláusulas contractuales que beneficiaban al trabajador; y la ausencia
periódica de revisiones técnicas que garantizaran el buen funcionamiento
de las instalaciones más peligrosas. Todo ello acompañado con citas de
nombres de los afectados y fechas exactas en que ocurrieron cada uno de
los casos denunciados.- De vez en cuando miraba hacia la mesa de la
acusación para comprobar que Elena asentía con gestos afirmativos a todo
lo que iba exponiendo y ese simple detalle me daba alas para seguir mi
duro alegato contra la empresa francesa. El Juez Ponce de León escuchaba
con gran atención todo lo que yo iba comunicando a la Sala, tomando
nota en varias ocasiones de los fragmentos de mi discurso que llamaban
su atención y, en mi fuero interno, estaba muy extrañado de que aún la
defensa no hubiera interrumpido mi discurso para mostrar su
disconformidad con alguno de los supuestos queiba desgranando. Cuando
terminé mi exposición, haciendo una inclinación ante el juez, me dirigí a la
mesa de la acusación donde Elena, con un mohín muy expresivo en su
cara me venía a decir: “Preparémonos para lo que ahora se nos va a venir
encima.” Me senté a su lado algo conturbado por haber tenido que
reabrir las heridas que tanto nos dolían a todos, y, al mirarla, puso su
mano cálida sobre la mía con una sonrisa muy suya para expresar su
conformidad y su apoyo a todo lo que dije-
Efectivamente: el elegante portavoz de la defensa inició su alegato
haciendo uso de la artillería pesada de su verborrea dialéctica. Con un
discurso pausado para que sus palabras calaran hondo, comenzó
preguntando qué sería ahora de toda esta región si la tan calumniada
empresa francesa no hubiera hecho una gran inversión para poner en
marcha la extracción de un mineral que resultó no ser de tan alta calidad
como esperaban, dando trabajo a cientos de personas y creando una
riqueza subsidiaria relacionada con la actividad principal. Cual hubiera sido
el destino de esas gentes, a los que la defensa llamaba víctimas, si con los
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casi inexistentes recursos con que contaban antes de comenzar la
explotación de la Caverne, hubieran tenido que emigrar como peonaje al
extranjero sin ninguna garantía, dada su nula cualificación laboral. El
pueblo contaba ahora con unos quince mil habitantes porque esa
industria, en exclusiva, había creado la riqueza suficiente para su
desarrollo, y en estos momentos sumaban ya veintiocho años seguidos
siendo el sustento de la mayoría de sus ciudadanos. Que habían existido
algunos fallos, ¡ qué duda cabía!- Como en toda empresa humana; pero
estas pequeñas lagunas eran hechos puntuales que jamás deberían cargar
sobre el crédito de la Compañía francesa, que siempre veló por el
bienestar de sus empleados corrigiendo con diligencia el menor error
cuando era detectado y creando en su seno una escuela de capacitación
laboral para que sus trabajadores subieran el nivel de sus conocimientos
.Agregó, además, que la Empresa defendida había ofrecido una
conciliación muy generosa para acabar con el pleito y que fue rechazada
por la acusación sin ofrecer alternativas. Entonces el juez le rogó al
letrado que le aclarara los términos de esa oferta y fue tomando nota en
su bloc de los detalles.
Al llegar a este punto , Elena y yo nos miramos con un gesto de profundo
asombro. No cabía más cinismo que el empleado por el letrado de la
defensa. Y lo de la escuela de capacitación había sido un burdo intento de
retener al personal con la excusa de la docencia y ante el malestar
manifestado por los trabajadores, se cerró a los pocos meses de su
existencia.- Yo hice ademán de levantarme para replicar a la insolencia y
la desfachatez con que se despachaban años de humillación y desafueros;
pero Elena, adivinando mi intención, me sujeto con fuerza por el brazo
comentándome en voz baja que ya tendríamos tiempo de rebatir toda esa
basura cuando llegara el turno de los testigos
Prosiguió la defensa con su discurso de loas y flores para la Empresa
francesa, alardeando de poseer una batería de pruebas y testigos que
corroborarían, llegado el momento, los asertos que estaba exponiendo.
(Elena y yo, de manera simultánea, pensamos en el Juez local Sebastián
Carreño, en su hijo Luis, administrador de la Compañía; en varios
ingenieros franceses con chalets y magníficos estipendios, y en un sujeto,
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que aún no he mencionado, con un cargo fantasma, pero que su
dedicación real, no disimulada, consistía en informar a la Empresa
francesa del estado de incomodidad que en el pueblo se vivía por las
transgresiones continuas de la legalidad, señalando en sus informes a los
empleados cuya voz crítica más resonaba.) Estos iban a ser los ilustres
personajes que la defensa utilizaría para salvaguardar el honor de sus
defendidos.
El juez, oídas las dos partes, dio por terminada esta primera audiencia y
anunció un pequeño receso hasta el próximo lunes, seguramente para
tomarse un periodo de reflexión sobre todo lo oído en su Sala.-
Elena y yo aprovechamos ese lapso de tiempo para hacer un viaje
relámpago a Madrid y contactar con nuestros queridos amigos Sebastián y
Rosa, que nos habían pedido que les tuviéramos informados de la marcha
de la causa. Teníamos, pues, cuatro días para madurar nuestros planes,
visitar a los amigos y ¡ cómo no!, para dedicarlos a gozar de nuestra
intimidad, algo descuidada con tanta obligación.
A las ocho de la tarde llegaba a la estación de León el expreso que unía
Santiago de Compostela con Madrid,. Como hasta las siete de la mañana
del día siguiente no arribaba el tren a la estación de Atocha, yo alquile un
compartimento en el coche cama. Tendríamos tiempo suficiente para
poner al día nuestra relación amorosa y para descansar de las jornadas tan
intensas vividas. Llevábamos en el tren algo más de tres horas. Elena, que
ocupaba la litera inferior, resoplaba plácidamente mostrando un sueño
reparador. A mí me costaba más trabajo entrar en trance por lo que
estaba en una situación de suave duermevela. Por ello, fui el único que
noto el sonido de dos golpes secos dados en la puerta del compartimento
Como no quise contestar al intruso que osaba violar nuestro derecho al
descanso, estos se volvieron a repetir, esta vez con mayor contundencia.
Restregándome los ojos, miré mi reloj que marcaba las 12,30 y baje de mi
litera procurando no hacer ruido para que mi novia siguiera durmiendo.
Imaginaba que el encargado quería comunicarnos alguna contingencia.
Descorrí el cerrojo y, de súbito, la puerta se abrió con tanta violencia que
me hizo recular y quedar sentado en el suelo, junto a la ventanilla. En el
marco apareció un instante la figura de un hombre de mediana estatura
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en cuya mano derecha la luz del pasillo hacía brillar una “parabellum”. El
individuo se coló con extraordinaria rapidez echando a continuación el
cerrojo y en voz baja pero con energía nos conminó a que
permaneciéramos quietos y callados- Elena, que aún no se había hecho
cargo de la situación, balbucía algunas palabras incoherentes- Yo,
tomándola suavemente del brazo, la atraje hacia mí para ofrecerle la
protección que me fuera posible.-Era un hombre joven, de complexión
atlética y acento vasco. Vestía un chándal oscuro y su mirada era dura
como el pedernal. Siempre a media voz nos aclaró: ”Solo busco un refugio
seguro hasta poder llegar al apeadero que hay antes de la Estación de
Galapagar, donde el tren aminora la marcha. Entonces, si todo ha ido bien
saltaré por esa ventanilla y ustedes olvidarán lo que han visto” Y repitió a
continuación para remachar: “Olvidarán lo que han visto- ¿Entendido? Si
cometen la más mínima indiscreción no llegarán vivos a Madrid-“ Elena,
recobrando su sangre fría, le espetó a bocajarro: “Es usted de Eta,
Verdad?”- El hombre, apuntándole con su parabellum la miró con dureza
para contestar: “Mientras menos sepan ustedes de mi, tanto mejor les irá”
y a continuación se introdujo debajo de la litera de mi novia añadiendo
:”Hagan su vida normal. Pueden volver a dormir si lo desean: pero no
olviden que los estaré vigilando y que no me importa en absoluto morir
matando.”- La cosa estaba muy clara- Entonces le indiqué a Elena que
subiera a la litera de arriba dándole un beso para tranquilizarla- Yo me
eché en la de abajo no sin una cierta prevención al considerar el peligro de
semejante vecino. Apagamos la luz y, aparentemente, todo volvió a la
normalidad.
A la normalidad hasta que media hora más tarde sonaron de nuevo en la
puerta varios golpes secos y una voz imperiosa que gritaba: “Abran, somos
la policía nacional”. Aquella, desde luego, no iba a resultar la mejor noche
de nuestras vidas. Noté la parabellum en mis costillas y la voz del etarra
que advertía:”¡¡Cuidado con lo que hacen o dicen!!”.- Fingiendo una
somnolencia que no sentía y tardando unos segundos en abrir, para dar
más sensación de normalidad, descorrí el cerrojo. Ante mí, en la puerta,
había un oficial de la policía nacional que me preguntó cuando salí al
pasillo: ¿ “Va todo bien?” y yo, haciendo de tripas corazón y conteniendo
como podía sus latidos incontrolables contesté con naturalidad: “ ¿Y
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como quiere usted que vaya?. Somos una Pareja de abogados laboralistas
que estamos llevando un caso en la Audiencia de León y aprovechamos un
pequeño receso para viajar a Madrid y estar con la familia”. El hombre,
apartándome suavemente asomó la cabeza para ver el compartimento y
sin inmutarse nos dijo: ”Enséñenme su documentación”. Yo, como la cosa
más natural del mundo, me dirigí a Elena, que fingía dormir, para decirle:
“Cariño, despierta. Aquí hay un señor que desea ver nuestros
documentos.” Y ella, haciéndose de nuevas, contestó :”Y para que diablos
quieren ver nuestros documentos a estas horas, ¿Se han vuelto locos?-No
la dejan a una descansar ni en los viajes,” Recogí ambas documentaciones
y se las mostré al policía que las examinó concienzudamente. Al terminar
dijo: “Perdonen ustedes las molestias; pero tenemos constancia de que se
está formando por estos entornos un comando de Eta y pensamos que en
este tren puede viajar alguno de sus miembros. No salgan para nada de su
apartamento. Nosotros proseguiremos con el registro. Buenas noches,” y
el hombre continuó pasillo adelante. Cuando sus pasos dejaron de oírse
Elena se abalanzó sobre mí sollozando por la tensión vivida y
permanecimos abrazados un tiempo indefinido. Yo le cubría de besos el
cuello y le acariciaba el pelo para conseguir serenarla. Fue entonces
cuando sonó de nuevo la voz del etarra: “Han pasado ustedes la primera
prueba; pero no olviden que, hasta llegar a Galapagar, el peligro
continúa.” Esta vez, y por deseos de mi novia, los dos nos acomodamos
juntos en la litera superior y aunque la estrechez del espacio resultaba
algo incómoda, se compensaba al sentirnos tan unidos en un trance como
aquel . Por supuesto, allí ya no durmió nadie. Yo le pasé a Elena el brazo
por debajo y atraje su cabeza para que reposara sobre mi pecho. Creo que
eso la tranquilizó bastante. Pasado un tiempo ,oímos al etarra que salía de
su escondrijo tanteando para encontrar el pequeño aseo de que disponía
el compartimento. De nuevo advirtió: “Sigo vigilando. Cuidado con realizar
algo fuera de lo normal.”.- El resto de la noche paso sin mayores
sobresaltos aunque la atmósfera en el compartimento se podía cortar con
cuchillo. Al comenzar el tren a aminorar la marcha, ya en terrenos del
apeadero de Galapagar, el etarra se acercó a la ventanilla y comenzó a
girar la manecilla para ir elevando el cristal. Nos miró con sus ojos
acerados y simplemente dijo :”El término de mi viaje. No vayan a cometer
42
ahora alguna estupidez que tengan que lamentar.” Y deslizando su cuerpo
por el hueco saltó al exterior. Yo me apresure a mirar y lo vi correr
agazapado en la oscuridad y desaparecer en lo que parecían unas naves
abandonadas. La pesadilla había terminado.
Una vez más estábamos Elena y yo en Claudio Coello, frente al portal
donde vivían nuestros queridos amigos- Dedicamos unos minutos a
examinar el entorno y, la verdad es que ya apenas se notaban las
cicatrices del terrible atentado del 20 de Diciembre pasado. En este
sentido parecía que todo había vuelto a la normalidad.- Sebastián y Rosa
nos esperaban aquella tarde pues Elena, nada más llegar a Atocha, utilizó
la primera cabina telefónica que encontró libre para informarles de
nuestra visita, tanta era su ansiedad por comunicarles todas las novedades
de nuestro proceso y la peligrosa aventura vivida en el coche cama aquella
noche.- Al vernos nos abrazamos y no ocultaron su alegría al poder estar
de nuevo juntos.- A ratos Elena y a ratos yo, les fuimos poniendo al
corriente de las nuevas del último mes; pero lo que de verdad les dejó
atónitos y atrajo su atención de una manera especial fue lo del incidente
con el etarra. Ambos desearon ansiosamente conocer al detalle todos los
pormenores de lo ocurrido en el coche cama- Preguntaron una y otra vez,
sobre todo la fiscal, por los más ínfimos detalles de la aventura y cuando
se hubieron hecho cargo de lo acontecido observamos que en sus rostros
aparecía un rictus de preocupación- Después de un prolongado silencio,
nuestra amiga, mirando a su marido comentó: “Resulta muy verosímil que
Eta realice un atentado en fecha próxima. En la Audiencia ya nos habían
llegado rumores de que el comando denominado Madrid esté operativo y
pueda actuar en y cuando lo decidan. Por esto, nuestro deber es colaborar
con la policía de inmediato, poniendo en su conocimiento los hechos
vividos por vosotros en el tren”-·, y nos miró con gesto inquisitivo. A
continuación añadió: “No dejo de considerar los trances que al declarar
estos hechos tendréis que asumir. Pensad que la sensibilidad del gobierno
respecto al terrorismo no puede estar más a flor de piel. Seguramente os
impedirán moveros de Madrid para teneros a su disposición en cualquier
momento. Y otro peligro que detecto es el de que os puedan acusar de
obstrucción a la justicia, por no descubrir al policía que os visitó lo que
estaba ocurriendo en vuestro compartimento” Y dulcificando sus palabras
La mina
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  • 1. 1 LA MINA Cerca del pueblo donde nací, hay una vieja mina de carbón, ya abandonada por estéril, que la empresa francesa que corrió con su explotación puso por nombre “La Caverne”, haciendo alusión a su profundidad y al laberinto de galerías, oquedades, y pozas que la extracción masiva del mineral había originado. Cuando estuvo a pleno rendimiento, no era infrecuente que ocurriera de tanto en tanto algún derrumbe por la presión del terreno o por los entibados mal calculados; amén de las tres explosiones del gas grisú que se llevaron por delante la vida de 22 aguerridos mineros desprotegidos por la falta de medidas de seguridad y la precariedad de medios para el desescombro rápido ,o el deterioro notable de las jaulas que llevaban a los mineros al fondo de las galerías, con los engranajes de los cabrestantes desdentados y el cableado sin renovar en los últimos cinco años, producto todo ello de la cicatería de la empresa explotadora, que siempre tuvo más en cuenta el resultado de su balance anual que la seguridad y la vida de sus asalariados. Los habitantes del pueblo tenían que tragarsesu dolor y su rabia porque la mina constituía casi la única fuente de riqueza para mis paisanos y un prematuro cierre de su actividad por denuncia, ¡si era atendida!, habría supuesto toda una catástrofe existencial para la zona. ¡Así eran aquellos tiempos! ======================== Mi amigo Miguel Hernando, compañero querido de mis andanzas juveniles, miembro de mi pandilla y después minero por obligación, vivía ahora con su familia en una pequeña casa hecha de tapiales de cal y carbonilla prensados con mazo. El último año lo había pasado en una cama de hospital aquejado de silicosis. Tuvieron que darle la baja a petición de los facultativos y ahora tenía que subsistir toda la familia con la tercera parte del sueldo que cobraba cuando estuvo en activo. Su padre, Antonio, hombre muy inteligente y emprendedor y gran amigo del
  • 2. 2 mío. fue durante un tiempo organizador y líder de lo que los mineros llamaban sindicato y que la empresa francesa toleraba para, cara al exterior, mostrar que sus asalariados tenían un organismo que protegía sus derechos y atendía sus reivindicaciones pero que en la práctica resultaba de una inoperancia total, pues todos los acuerdos a que llegaban los síndicos tenían que pasar por el despacho del jefe de personal de la empresa donde se destinaban a dormir el sueño de los justos en algún cajón olvidado, o, si mostraban exigencias apremiantes, incompatibles con la filosofía de los amos, se tomaban medidas más drásticas contra los firmantes subversivos tales como situarlos en los puestos de mayor peligro o dedicarlos a los trabajos más penosos y humillantes, y, por supuesto, quedaba todo anotado en sus fichas personales y en los periodos en que bajaba la producción eran los primeros en quedar cesantes sin la más mínima compensación. Pues bien, este Miguel Hernando y yo, junto a Esteban Roces y Calixto Mata, (ya fallecido), formábamos un cuarteto muy unido cuando estuvimos en la escuela primaria. Compartíamos libros, las propinas de nuestros padres, las broncas del maestro cuando nos fumábamos alguna clase, el balón de trapo y las excursiones campestres, juegos, algunas veces temerarios, e incluso en una ocasión, nos enamoramos los cuatro de la misma chica, compañera mía de pupitre - Más de una vez, impulsados por la desagradable sensación de vacío de nuestros estómagos, saltamos subrepticiamente las tapias de un huerto que daba unas manzanas excelentes y con este delicioso fruto procurábamos acallar el hambre crónica que la pobre dieta casera nos provocaba. Un día. el guarda de la finca atinó con su disparo de sal en la pierna de Calixto Mata, el cual, al sentir el enorme escozor que le provocaba la herida, cayó casi sin sentido al suelo y tuvimos que remolcarlo a toda prisa para evitar que el vigilante nos volviera a disparar. Lo llevamos a mi casa y mi madre, al contemplar la herida, no se le ocurrió otra cosa que ponerle compresas de vinagre con lo que el pobre chico daba unos alaridos tremendos que alarmaron a los vecinos más próximos
  • 3. 3 que creyeron por unos momentos que a mí me estaba ocurriendo algo grave..- Algunos días los dedicábamos a la caza del palomo con reclamo. Era una práctica muy extendida por toda la comarca, solo que los pudientes mataban las piezas con escopetas espléndidas y nosotros, los de a pié, lo hacíamos con tirachinas, eso sí, con una eficacia casi mayor que los que disparaban con plomillos, pues nos pasábamos horas y horas ensayando con latas viejas y tirando a todo bicho que se pusiera a nuestro alcance. Esos días, al menos, en nuestros hogares la comida resultaba más variada y divertida. Casi siempre era Esteban Roces el que se encargaba de atar el reclamo a una rama exterior del árbol llevando una larga cuerda que conectaba el lugar donde se había colocado el pájaro a la posición oculta que nuestro amigo escogía. Nosotros nos situábamos al pié de la encina con el arma tensa preparada para el disparo. Roces tiraba de la cuerda de vez en cuando para que el animal aleteara haciéndose más visible. No tardaba en llegar algún macho incauto a sus proximidades, ocasión en que tres certeros proyectiles de piedra lo abatían. Como la competencia era feroz, no tardaron los poderos en desubicarnos del terreno que creían suyo, lanzándonos a sus sabuesos asesinos que nos acosaban con sus enormes fauces. Nosotros, para defendernos, usamos la única arma de que disponíamos: los tirachinas. En la primera andanada saltamos el ojo de un doberman y le dimos en la testa a un gran mastín , que cayó al suelo atolondrado. Los canes, que no esperaban ese recibimiento, retrocedieron aullando; más, en seguida, se nos vino encima la caballería de los amos. Entonces, ante enemigo tan superior, decretamos el “sálvese quien pueda” y gracias a nuestra juventud y agilidad pudimos alcanzar indemnes las primeras rocas del monte que había a nuestras espaldas. Recuerdo ahora, y no puedo evitar que se me erice el vello al rememorarlo, un día en que los cuatro aguerridos mosqueteros decidimos explorar por nuestra cuenta la profunda sima que existía a unos cuantos quilómetros del pueblo en la falda de un monte calcáreo. La bocana de entrada a la enorme oquedad ya causaba, al contemplarla desde el exterior, un gran respeto y un cierto temor supersticioso. Era una estrecha hendidura, de no más de metro y medio de ancho por unos
  • 4. 4 treinta de altura. De allí salían al atardecer miles de murciélagos que se esparcían en todas direcciones buscando su alimento .Nosotros íbamos provistos, por toda impedimenta, de un carburo, dos navajas y una cuerda de unos siete metros. Después de algunas vacilaciones elegimos a Calixto Mata como cabeza de cordada, pues era el que tenía más experiencia por el conocimiento y exploración de pequeñas cuevas que se extendían por las laderas de aquellos montes- Puestos en fila india y agarrando la cuerda con fuerza, los cuatro osados espeleólogos nos adentramos en aquel antro tenebroso. Encendimos el carburo y escogimos un pasadizo que se abría a nuestra derecha como ruta para ir conociendo in situ las entrañas de aquel monstruo. El suelo estaba bastante resbaladizo y fue precisamente el guía el que sufrió la primera caída, que provocó que otros dos de nosotros cayéramos también a tierra. Pasado el susto continuamos la exploración a la débil luz que nos proporcionaba el carburo. Esta luz oscilante provocaba que las sombras de las estalactitas se moviesen siniestramente y que nuestras figuras apareciesen proyectadas en las rocas como manchas informes de monstruos extraños y amenazantes, que acompañados de los ecos y resonancias que nuestros propios pasos o nuestra conversación producían, nos encogió el ánimo ya de entrada y más de uno propuso la deserción. Llevábamos como unos treinta minutos descendiendo cuando, en la intersección de dos galerías, una inoportuna corriente de aire apagó el carburo. Nos quedamos sin respiración. Después, alguno de nosotros preguntó a Calixto Mata por la caja de cerillas; pero. cuál sería la aterradora sorpresa de todos cuando Mata, después de rebuscar en sus bolsillos, nos comunicó compungido que la había perdido en la caída. ¡Perdidos estábamos todos ahora! ¿Cómo encontrar la salida a oscuras, en aquel laberinto de galerías? Muy del fondo nos llegaba el rumor de un agua en movimiento y algunas estalactitas dejaban caer gotas heladas sobre nuestras desorientadas cabezas. En aquella situación alguien debería tener la suficiente serenidad para idear un plan que nos sacara de ese enorme embrollo en que nos había metido nuestra insensatez. Y a mí, a pesar o quizás por el enorme pánico que estaba experimentando se me ocurrió lo que podía ser una solución. Yo mismo haría de guía esta vez. Aconsejé a los demás que nos aproximáramos todo lo posible a la pared de la gruta e iniciáramos una
  • 5. 5 marcha siempre ascendiente no soltando la cuerda bajo ningún pretexto y agudizando nuestros sentidos para detectar el aleteo de los murciélagos y la dirección que seguían. Así comenzamos la lenta marcha que, presumiblemente, nos debiera llevar a la salida .Miguel Hernando y Calixto Mata empezaron a gimotear expresando su pesimismo por el éxito de la empresa. Sacando una energía de donde solo había terror les recriminé en voz alta su espíritu pusilánime añadiendo que así nunca saldríamos de allí .Agarrados a la cuerda comenzamos a subir lentamente, con muchas vacilaciones. Teníamos que ir evitando todo lo posible el topar con las húmedas estalagmitas y los resbalones que podrían arrastrarnos a los cuatro. Cuando llevábamos subiendo unos diez minutos, Calixto Mata dijo que necesitaba orinar. Paramos la cordada y él se soltó para poder utilizar las dos manos. Dio como un par de pasos pero con tan mala fortuna que su pié izquierdo se metió en una pequeña poza perdiendo el equilibrio y dando con toda su humanidad en el duro suelo; mas, como ese pié izquierdo seguía atrapado en la poza, al caer sonó un chasquido de hueso roto y simultáneamente un alarido aterrador-Los otros tres compañeros quedamos anonadados. Cuando pudimos reaccionar llegamos arrastrándonos a donde yacía el herido que no dejaba de dar gemidos lastimeros. A tientas, procuramos sacar su pié de la poza y con nuestros pañuelos pudimos ponerle en el tobillo lastimado un vendaje de emergencia; pero, cuando intentamos que se pusiera en pié, sus gritos de dolor nos hicieron comprender que Calixto Mata no podía dar paso. ¡Una complicación añadida! Luego, habría que irlo arrastrando pendiente arriba, salvando los enormes obstáculos que la hostil caverna nos ponía. Reiniciamos la ascensión a una velocidad mucho más lenta por la carga inerte que debíamos soportar.. Cada muy poco tiempo nos turnábamos en esta tarea tan fatigosa y necesitábamos descansar con mucha frecuencia. El herido no dejaba de emitir gritos de dolor cada vez que rozaba alguna protuberancia o debíamos subir algún desnivel. El panorama era aterrador y alguno expuso su desconfianza de que pudiéramos salir de allí con vida. En nuestra errante subida llegamos a un cruce de galerías que yo recordaba haber pasado cuando descendíamos a la luz del carburo. Nos detuvimos un largo rato para determinar la dirección que debíamos escoger y estando allí sentados en el húmedo y duro suelo alguien creyó
  • 6. 6 percibir el aleteo suave de murciélagos Se hizo el silencio y pusimos nuestros sentidos en máxima alerta para confirmar la novedad. Efectivamente, el murmullo de las alas de esos quirópteros se fue haciendo cada vez más intenso lo que significaba que era su hora de salir al exterior- Eso nos trajo el primer soplo de esperanza que se confirmó más tarde al observar al fondo de la galería una tenue luz. ¡Al parecer, estábamos salvados! Cuando ya en el exterior respiramos el aire puro de la brisa nocturna, nos abrazamos llorando y riendo y así permanecimos un largo rato hasta que oímos las campanadas lejanas de la iglesia de una aldea que daban las doce de la noche. ¡Habíamos permanecido casi veinte horas en las profundidades de aquel infierno silencioso!- La compañía francesa que explotaba la mina tuvo a bien construir para el pueblo, una pequeña iglesia, bastante rudimentaria y con lo imprescindible para atender a los pocos feligreses que la visitaban. El señor obispo envió como párroco a don David Caicedo, un hombre joven y dispuesto a trabajar en un terreno que no le resultaba propicio. Entre otras cosas, estableció una catequesis a la que nuestros padres nos mandaron para comprobar si el nuevo cura era capaz de meternos en vereda. El primer día, nos pidió a todos que llevásemos unos pequeños blocs y un lápiz para anotar ciertos pasajes que él creía fundamentales. El buen hombre hablaba despacio para que le siguiésemos con más facilidad. Trataba de familiarizarnos con la idea del Dios del amor al que se llega por la fe; a las preferencias de Jesucristo por los pobres y marginados y a la convicción de que todos somos hermanos y debíamos comportarnos como tales. No llevaba el sacerdote veinte minutos de plática cuando Miguel Hernando comenzó a bostezar dando visibles muestras de aburrimiento .Calixto Mata, al considerar que su amigo acabaría dando cabezadas que delatarían su poco interés por la materia, hizo rápidamente una bolita con la hoja del bloc y se la lanzó a la cabeza para despabilarlo. A Esteban Roces y a mi, apercibidos de la maniobra que intentaba nuestro camarada, nos dio la risa y, acto seguido, comenzamos a lanzar pelotitas de papel al somnoliento; pero con tan mala fortuna que una de ellas fue a caer en el pupitre del cura. Don David se levantó como impelido por un potente muelle. Preguntó quien había sido el tirador y, como todos
  • 7. 7 callábamos, el acusica de turno nos señaló a los tres infractores. El sacerdote contrariado por nuestra desafección a un tema tan serio como el que se estaba tratando, nos mandó colocarnos de pié y de cara a la pared durante el resto del tiempo que quedaba de catequesis. Ese fue nuestro debut en el camino de la santidad. Para no aburrirnos en la siguiente sesión de catequesis ideamos una estrategia que consistía en ir anotando con rayitas en los blocs el número de veces que en su plática el párroco repetía ciertas palabras. A cada uno del grupo, previo acuerdo consensuado, le tocaba anotar las repeticiones de un determinado vocablo. Al final de la sesión catequética ganaba el que hubiera pintado más palotes. El premio consistía en una chocolatina para el triunfador, que los otros tres pandilleros debían costear de sus menguados ahorros. Eso sí, siempre existió juego limpio y ninguno de nosotros se propasó en una raya de más.- Ahora ya, con la perspectiva que dan los años, reconozco que aquel hombre, luchador bienintencionado, hizo una hermosa labor entre los mineros, e incluso en algunas ocasiones, se enfrentó con el núcleo duro de la empresa cuando comprobaba los desafueros que se cometían con sus indefensos trabajadores. Me consta que durante sus dos últimos años de estancia en el pueblo, antes de ser trasladado, hizo suya la causa que defendía con su rudimentario sindicato, Antonio Hernando, el padre de mi amigo Miguel. Hasta que tuve aproximadamente diez años mi familia vivió de las escasas rentas que daba el pequeño negocio que montó mi padre al llegar al pueblo. Se trataba de una droguería que suministraba a la población de mineros productos de limpieza, lejías, algo de pinturas, papel higiénico, colonia barata y poco más. Como los clientes, por lo general, solían pagar a plazos(que no siempre podían atender) los géneros que se llevaban, las ganancias eran escasas e inseguras. Por eso, durante mi infancia sufrí los rigores de la escasez y los sufrieron igualmente mi madre y mis tres hermanas. Recuerdo que más de una noche nos fuimos a la cama con solo unos sorbos de un cocimiento de cebolla, ajo, tomate y un chorreoncito de aceite de girasol que nos hacía mi madre, al cual, como lujo supremo, añadíamos después unos migajones de pan de maíz.
  • 8. 8 Mi padre, comprobando que la venta de drogas no podía dar para más y que sus rentas no nos permitirían jamás salir de la inopia, se le ocurrió la osada idea de pedir un préstamo de cincuenta mil pesetas al banco Leones. el único que operaba por aquel entorno .Después de algunas dudas por parte de los banqueros acabaron concediéndoselo con la garantía de nuestra casa y de la droguería y aconsejado por un amigo experto que vivía en la capital, fue sustituyendo paulatinamente los productos de droguería por herramientas y utillaje y el negocio familiar se reconvirtió en una ferretería. Desde el principio tuvo buena aceptación por parte de los mineros necesitados de pequeño herramental que la tacaña empresa francesa no les suministraba. Yfue esta misma empresa la que comenzó a realizar las compras más cuantiosas en nuestra tienda, al comprobar que el material adquirido allí, en el pueblo, le salía bastante más económico que el traído del País Vasco por cuyo motivo el nuevo negocio de mi padre comenzó a dar buenos rendimientos. Esta prosperidad de la economía familiar se hizo tangible en dos ámbitos distintos: el doméstico y el comercial. En casa, mi madre mejoró notablemente las calorías de la dieta diaria; compró algún mobiliario necesario; encargó dar una mano de pintura a todos los paramentos; instaló visillos y cortinas nuevas en las desangeladas ventanas; y, previa consulta con el gerente familiar, adquirió un aparato de radio marca Telefunken cuyos programas resultaban una gozada para todo el núcleo hogareño. En lo tocante al ámbito comercial mi padre contrató los servicios de tres dependientes y en los dos años siguientes pagó el préstamo bancario y sus intereses. En el pueblo comenzaban a mirarnos con respeto considerándonos ya unos adinerados y, paulatinamente, fueron estableciendo con nosotros un distanciamiento reverencial. En los finales de mes, más de un minero entró en el despacho de mi padre y salió después con cara de satisfacción, pues mi progenitor, que poco pudo hacer por los demás cuando todos estábamos al mismo rasero de pobreza, en cuanto le fue posible, dio rienda suelta a la bondad que siempre albergó su corazón. La holgura económica que vivía la familia permitió a mi padre enviarme, como alumno interno, a un colegio salesiano que existía en la capital, para
  • 9. 9 estudiar el bachillerato. Esta institución había adquirido prestigio por su eficacia educativa y su rigor disciplinario, motivo decisivo que inclinó a mi progenitor a escoger este centro. Esto suponía para mí y para los míos el tener que afrontar el doloroso desgaje del núcleo familiar que permaneció siempre muy unido, tanto en los tiempos difíciles como ahora en los de bonanza y, además, la cruel obligación de abandonar a mi querida pandilla de amigos que miraban con caras compungidas como partía el autobús que me llevaba hacia mi nuevo destino, mientras a ellos no les quedaba otro futuro que el de ingresar en la mina cuando cumplieran la edad. Durante el viaje no dejé de pensar, con lágrimas en los ojos, en lo sorprendente que es la vida y cómo un pequeño viraje pueda cambiar radicalmente nuestros caminos. Cuando volvía al pueblo, en los periodos de vacaciones, y después de las salutaciones cariñosas y los abrazos de rigor a los míos, procuraba escabullirme y buscar a mis amigos del alma que mostraban al verme una alegría desbordada y me abrumaban con interrogatorios interminables sobre la gran ciudad y sobre mi estancia en el internado. Yo procuraba pormenorizarles mi vida de estudiante, omitiendo por respeto a la situación de ellos, las excursiones que realizábamos con el colegio a lugares de interés y las fiestas que se daban por cumpleaños y otras celebraciones ostentosas que, de conocerlas. hubiesen despertado en sus ánimos una cierta tristeza y un vago sentimiento de injusticia humillante. En los espacios de tiempo que pasaba en casa mis padres, en diversas ocasiones, intentaron sondearme para que les aclarase mi predisposición o inclinación hacia alguna determinada rama del saber. Mi padre, en concreto, me dijo claramente que él se inclinaba por aconsejarme alguna carrera de ciencias aunque yo, la verdad, es que no tenía nada claro el elegir para mi futuro lo más atractivo para mis gustos o lo más práctico o conveniente dadas las demandas del mercado de trabajo- Según nos explicaron en el colegio, España, por entonces, recién salida de una postguerra cruel, estaba necesitada de buenos técnicos que ayudaran a remontar la industria, en esa época, casi inexistente en nuestro país, y también de buenos profesionales en la docencia y en las leyes, por la misma razón. Pero mis dudas, quizás por mi inmadurez, continuaron casi
  • 10. 10 hasta el final de mi etapa de bachillerato. Entonces ocurrió algo determinante para mí: me informaron que al padre de mi amigo Esteban Roces, acababan de expulsarlo de la mina sin indemnización por el solo hecho de haber fijado un cartel a la entrada de los ascensores en el que se reclamaba mayor revisión y puesta a punto de estos aparatos, ya que la semana anterior se había descolgado una jaula que llevaba a la superficie a veinte mineros. La suerte para ellos fue que la rotura del cable se produjo poco después de iniciar la ascensión desde la galería y la altura todavía no era excesiva. De todas formas, de los veinte mineros que iban dentro, quedaron doce seriamente lesionados por el choque y los restantes, amén del susto,. sufrieron también magulladuras importantes. La situación desesperada en que quedaba la familia Roces con el despido del padre y la dureza desalmada de la Compañía minera que abusaba impunemente de esos castigos tan injustos y desproporcionados., me hicieron ver que en el pueblo se necesitaba un buen abogado para defender a los mineros de los atropellos de los directivos franceses. Ahora lo veía todo muy claro: ¡escogí estudiar derecho! Por ello, cuando terminé mis estudios medios en el colegio salesiano, mi padre me matriculó en el primer curso de Derecho en la universidad de Salamanca que gozaba de gran prestigio por su solera y por la eficacia docente de su Facultad . Como residencia, me escogieron una pensión que no distaba mucho de mi centro de estudios. Allí permanecí los cinco años reglamentarios y, durante este tiempo y aunque hice muy buenos amigos entre los compañeros de carrera integrándome también en la tuna universitaria, nunca perdí el contacto con mi querida pandilla, los entrañables socios de aventuras de mi niñez y primera juventud, y seguía los avatares de sus vidas con verdadero interés y especial cariño. Al finalizar la carrera ingresé en un bufete de abogados para irme soltando en el manejo de la complejidad de asuntos y casos a que el derecho tiene que hacer frente en la complicada sociedad en que vivimos. Precisamente, debido a la finalidad principal que me marqué al escoger los estudios de derecho, solicité de mis compañeros de gabinete que me dejaran las causas que trataban del mundo empresarial y del trabajo y al cabo de dos años de oficio resulté ya todo un experto en Derecho Laboral. Era el momento de poner en práctica mis conocimientos y mi experiencia al
  • 11. 11 servicio de las reivindicaciones justas de mis paisanos, mis hermanos de infancia y, por extensión, de todos los damnificados y humillados durante tantos años por la actitud prepotente y despótica de la compañía minera que, hasta ahora, había obrado con total impunidad siguiendo en sus actuaciones solo criterios que aumentaban sus beneficios a costa de recortar derechos elementales de los trabajadores que, a la postre, eran los que le proporcionaban la auténtica riqueza. Yo estaba dispuesto, con la ley en la mano, a quebrar la trayectoria de terror y de impotencia impuesta de manera tiránica por los dueños de “La Caverne”. En el bufete, tuve la gran suerte de encontrar a Elena Berlanga, una compañera que había terminado sus estudios de Derecho en Alcalá de forma brillantísima y que, como yo, había elegido el campo del Derecho Laboral porque su padre era empresario en esta ciudad y tenía problemas con los sindicatos y los mismos obreros que no cesaban de realizar reivindicaciones que a su progenitor no le parecían adecuadas, pues había mucha demagogia en los planteamientos y poco rendimiento en los talleres- Por ello, Elena, mujer de carácter, alta, rubia, de ojos azules y con un cierto acento gallego al hablar quizás heredado de su abuela materna, estaba firmemente determinada a penetrar en los entresijos de todo ese complejo mundo de las relaciones laborales. Compartimos despacho, ya que los dos perseguíamos el mismo fin y la compenetración entre ambos al mantener similares puntos de vista sobre el tema del trabajo hizo nacer entre nosotros, primero, una mutua estima y respeto, y, pasados los meses ,ese sentimiento recíproco fue transformándose en auténtico cariño y compenetración total, circunstancia que no pasaba desapercibida por los compañeros de bufete que contemplaban con cierta admiración, no exenta de algo de envidia, la rapidez con que habíamos sintonizado Elena y yo, aunque me consta que, exceptuando uno que era un aprendiz de don Juan, el resto aceptaba nuestra relación y sentía un indudable afecto y simpatía hacia nosotros. Solíamos almorzar juntos en la cafetería de la esquina y allí entre sentencia judicial de un caso y expediente laboral de otro, siempre teníamos tiempo para cogernos las manos, mirarnos con arrobamiento a
  • 12. 12 los ojos y dedicarnos palabras que solo los enamorados entienden. Al finalizar, buscábamos algún sitio discreto para darnos un cálido beso y un abrazo de despedida y ella marchaba a su apartamento y yo a mi pensión- Las tardes de los sábados solíamos escoger alguna de las mejores películas en cartelera en los cines de Gran Vía y al salir dábamos largos paseos por la Casa de Campo, cogidos de la mano y haciendo cábalas de un futuro para nosotros todavía incierto. Los domingos Elena visitaba a sus padres en Alcalá y yo experimentaba la amargura del que enviuda de repente perdiendo al ser más querido. Los lunes, madrugaba para estar puntual en los andenes de la estación y darle a mi amor el mejor recibimiento. A ella se le iluminaban los ojos cuando desde la ventanilla de su vagón observaba mi presencia y mi corazón latía anárquico en cuanto contemplaba su bella figura. Nos abrazábamos en el andén como si no nos hubiésemos visto en años y yo, muy galanamente, cogía su maletín de viaje para que ella pudiera enlazar su brazo con el mío. Invariablemente me preguntaba por las novedades en la capital, sin reparar que solo había estado ausente veinticuatro horas. Pero yo se que lo hacía con una intencionalidad muy clara y usando cierta zalamería para que le contase lo infeliz que había sido en su ausencia por lo mucho que la echaba de menos. Un día, Sebastián Arístegui, el creador y decano de nuestro bufete y especialista en Derecho Penal, nos invitó a almorzar en su casa. Su mujer, Rosa, era fiscal en la Audiencia Provincial de Madrid y, quizás por las referencias de su marido, tenia verdadero interés en que charláramos distendidamente. Elena y yo aceptamos encantados pues, aparte de que Sebastián era un hombre de talante liberal, mostraba una deferencia especial hacia nosotros, hacia nuestro trabajo y hacia nuestras inclinaciones. Conocía el grave problema que padecíamos en el pueblo, porque yo se lo había referido en alguna ocasión, y someramente me había insinuado algunas líneas de actuación.- A las dos en punto llamábamos a la puerta de un lujoso apartamento de la calle Claudio Coello de Madrid, donde vivían Rosa y Sebastián. Haciendo un esfuerzo económico, y para corresponder con la deferencia, llevábamos una botella
  • 13. 13 de coñac NAPOLEON y dos riojas MARQUÉS DE CACERES. Nos abrió una doncella con cofia y nos dijo que los señores nos esperaban en el salón: allí estaba el matrimonio dándonos una cálida bienvenida. Observé que Rosa, la fiscal, miraba con admiración la elegancia, el peinado y el vestido que Elena escogió para la ocasión y así lo expresó francamente rompiendo la rigidez de la primera vez. Sebastián vino a mi sonriente tendiéndome la mano derecha y dándome con la izquierda unos golpecitos de afecto en la espalda, al tiempo que susurraba a mi oído: “Tu novia parece una vestal romana”, y después, dirigiéndose a su mujer le decía: “Rosa, esta pareja de amigos tan bien avenida, revolucionará el derecho laboral de nuestro país, que ya está anquilosado y necesita una renovación” La mujer se llegó a nosotros , nos besó y nos animó a que pusiéramos en práctica nuestras habilidades, pues, según sentenció, hacía mucha falta savia nueva en las instituciones. Al instante comprendí que todos los allí reunidos sintonizábamos en la misma onda. El menú, a base de sabroso consoméy pescados y mariscos, regados con el mejor ribeiro, para rematar con tarta de limón, resultó exquisito y propició una sobremesa distendida y fraternal. En principio hablamos de temas intrascendentes. Después la fiscal se interesó por los problemas surgidos en mi pueblo con la empresa francesa. Le informé de las dificultades que empezaba a encontrar para seguir con normalidad la causa y ella me previno contra el juez Illora al que conocía por haberse enfrentado a él cuando ejercía como fiscal en la Audiencia de León. Elena, interviniendo en este diálogo., afirmó muy convencida de que más tarde o más temprano me tendría que echar una mano pues veía que ese trabajo acabaría desbordándome .Así lo creyeron Sebastián y Rosa. Llegados a este momento, Sebastián, mirándonos a todos y bajando el tono de voz dijo “¿Habéis leído el último artículo de Juan de la Cosa en el Arriba?” Elena y yo negamos con la cabeza y Rosa adoptó una actitud distante y seria. El penalista continuó: “Está claro que Carrero Blanco se ve a sí mismo como el garante de la continuidad del Movimiento Nacional cuando Franco muera – y prosiguió - ¿Es posible que no se den cuenta de que nuestro país necesita ideas y formas nuevas, de que ese “movimiento” está ya anquilosado y no sirve a la dinámica que exige la España de los setenta y los ochenta. Ya se han olvidado de los
  • 14. 14 movimientos de protesta de los universitarios que deseaban la abolición del Seu y que terminaron con la destitución del ministro Ruiz Jiménez porque sintonizaba con las exigencias de los estudiantes. De que hasta Pablo VI ,a través de Tarancon, pide que se entierren de una vez las venganzas ,los odios y las “legitimaciones” emanados de esa fatídica contienda civil que el régimen se empeña en perpetuar después de tantos años?”. Se hizo un prolongado silencio. Después, carraspeando para aclarar mi voz, argumenté: ”Esa pregunta se la hacen millones de españoles de a pié, hartos ya de ese corsétan estrecho en que nos han ido metiendo, de tantas arbitrariedades y tantos privilegios a la sombra de una victoria que originó más de un millón de patriotas muertos, la destrucción de nuestro tejido industrial y el aislamiento de las potencias que podrían ayudarnos-“ Rosa, que hasta entonces había permanecido en silencio añadió : “Me consta por los rumores que se oyen en los pasillos de la Audiencia, que Carrero se está creando enemigos de mucha entidad: la masonería, los movimientos obreros emergentes (las JOC ,CC.OO en clandestinidad), los republicanos reagrupados en el sur de Francia con grandes influencias por contar con los apoyos de las democracias europeas y con poderosos medios financieros y, se comienza a hablar también de una organización vasca independentista que ve en él un obstáculo insalvable para alcanzar sus fines, por no citar también a los falangistas viejos que no comulgan con las decisiones de un Almirante al que consideran un advenedizo.” Intervino de nuevo Sebastián para puntualizar: “Si, eso es cierto, pero considerad la influencia creciente que ese hombre ejerce sobre Franco y recordad que fue él el que se deshizo del cuñadísimo Serrano Suñer y el que trajo al gobierno al Opus Dei, léase Lòpez Rodó, Lopez Bravo, López de Letona y que sus decisiones pocas veces son cuestionadas por el Caudillo. Se ha hecho el imprescindible.” Llegado a este punto, la fiscal se concedió unos segundos de reposo, se tomó media copa de coñac, ante el silencio expectante que reinaba en la habitación, y prosiguió su discurso: “Carrero Blanco, por otro lado, es el muro que impide que entre algún resquicio de libertad en este país. Acaba de abortar de un plumazo el movimiento que promovía el asociacionismo político donde tantos habían puesto tantas ilusiones- ¿Y cómo lo ha hecho? Reprimiendo con dureza a los ilusos que soñaban con una
  • 15. 15 incipiente apertura. Lo primero que enuncié son solo rumores, como he dicho antes, pues si tuviéramos certezas legalmente nos veríamos obligados a actuar. Pero lo de las asociaciones son hechos reales, anhelados por muchas personas de buena voluntad, pero incompatibles con los principios que rigen una mente cuadriculada como la suya. ” Elena preguntó entonces: “¿Y cómo veis vosotros la posibilidad de entronizar en nuestro país, sin derramamiento de sangre, otro tipo de régimen que estuviera a la altura de los tiempos, que aboliera la censura, que admitiera la libertad de prensa y que no persiguiera a los que piensan de otra forma distinta?”. Contestó Sebastián: “Eso, querida niña, desde aquí y ahora, me parece todavía una quimera. Deberían actuar las grandes potencias, incluidos los EE-UU, a través de sus embajadas, haciendo presión para que esto evolucione sin estridencias. Pero ¿Quién desarma los privilegios de los camisas viejas y de los franquistas de última generación?. Ahora bien – añadió con una gran carga de ironía - recordad todos que seguimos siendo la reserva espiritual de Occidente-“ - Se respiraba escepticismo en el ambiente y se traslucía porque hacía un buen rato que habíamos dejado de sonreír. Hubo unos instantes de silencio; pero Sebastián, recobrando sus ánimos, se levantó. tomo la botella de coñac que nosotros habíamos llevado y llamando a la doncella le pidió que trajera cuatro copas. “Amigos, hagamos honor a este Napoleón y brindemos con él para que nos insufle los bríos que este personaje tuvo.” Entonces, alzando mi copa, me dirigí a la concurrencia: “Si, brindemos por el primer Napoleón, por el que quería transformar para mejor todas las estructuras sociales, por el que pretendía hacer extensivos a otros países los principios de libertad, igualdad y fraternidad.; pero después------- otro dictador imperialista ¡¡no!!”. Todos sonrieron pera en sus sonrisas había un rictus de amargura. Recuerdo ahora, por lo dramático de los hechos, la tarde de un sábado en que Elena y yo salíamos del cine Capitol comentando favorablemente la película española Calabuch que cuenta las andanzas de un sabio físico americano que, huyendo de las presiones de políticos e ingenieros de la Nasa, se refugia en un sencillo pueblecito de la costa del levante español y
  • 16. 16 allí convive, como uno más, con las alegrías, las penas y las preocupaciones de la gente llana haciéndolas suyas. Elena reía las ocurrencias del farero del pueblo y yo la irritación del cura que se sentía estafado en su partida de ajedrez. Salimos a la acera cogidos del brazo, como era ya nuestra costumbre, cuando oímos un gran tumulto de gritos y de gente corriendo que llegaba hacia nosotros desde la Plaza de España. No tuvimos tiempo para reaccionar: un individuo corpulento nos arrolló en su huida dando con mis huesos en la acera y propinando a Elena un fuerte codazo en el pecho. Pude observar fugazmente que llevaba la camisa manchada de sangre e inmediatamente nos llegaron unas voces que gritaban ¡“Al asesino!”” ¡Al Asesino!” Casi al instante resonaron dos disparos secos que en aquella enorme confusión me parecieron que provenían de un guardia de asalto. Uno de ellos debió alcanzar al fugitivo porquevi que se tambaleaba y apoyándoseen un buzón de correos se fue deslizando después lentamente hasta caer exhausto en la acera. Yo, en cuanto pude rehacerme, me levanté y mi primer impulso fue el de atender a Elena que permanecía recostada sobre la pared con las manos en el pecho .Había perdido el color sonrosado de su cara que ofrecía claramente una mueca de dolor. Le pregunté con gran angustia como se sentía y me dijo que algo mareada y con una fuerte sensación de opresión en el centro del tórax. Alarmado, salí a la calzada buscando un taxi; pero en aquel inmenso alboroto era difícil encontrar un vehículo circulante. Tuve que esperar unos minutos, que me parecieron un siglo, y al fin divisé uno que subía hacia la calle de Alcalá. Me puso en medio de la avenida y el taxi tuvo que frenar violentamente para no atropellarme. Le expliqué que era una emergencia y dando un salto y empujando a la gente que todavía corría hacia la calle Preciados llegué a donde permanecía Elena que se había sentado en el suelo-. La agarré con suavidad de las axilas y cargando con su peso y con el mío llegamos hasta el taxi. El hospital más próximo era el de La Princesa y allí nos dirigimos sorteando a los curiosos que corrían hacia el lugar fatídico. A mi novia la sometieron a varias pruebas: ecografías, radiografías ,.auscultación etc. y dedujeron que solo tenía una fuerte contusión pero que no había evidencias de hemorragia ni lesiones internas,. Los dos suspiramos tranquilos.
  • 17. 17 Cuando terminamos el periodo de prácticas en el bufete de Madrid, ella marchó a Alcalá con su padre y yo al pueblo, habiéndonos juramentados los dos que nuestras vidas ya no tendrían otro sentido sino el de la convivencia juntos para crear nuestro propio hogar, en cuanto las circunstancias fueran propicias y, por supuesto que la correspondencia, el teléfono y alguna visita furtiva seguirían manteniendo el fuego de nuestro amor y uniendo con más fuerza nuestros corazones. Elena conocía la causa por la que yo iba a batallar en el pueblo pues le había puesto al corriente de todas las irregularidades que los dueños de La Caverne estaban cometiendo con mis paisanos. Quedaba muy sorprendida de que los inspectores de trabajo no hubieran denunciado en todo ese tiempo tal situación y yo, mirándole a los ojos y con un rictus de amargura en mi semblante le aclaraba que la empresa minera se cuidaba muy mucho de mantener a esos individuos bien cebados y contentos para que no husmearan lo que sucedía en el interior de los muros de la mina. Me dijo muy seriamente que le gustaría colaborar conmigo en un motivo tan justo y que no dudara en avisarle cuando el trabajo me desbordara. ¡¡Teníamos que compartirlo todo, ahora y después!! Esta afirmación tan rotunda me llenó de orgullo y satisfacción y el sentimiento que nos enlazaba se ahondó en mi hasta crearme la ilusión de que el caso ya estaba ganado. ¡Pero había que luchar muy duro! Así las cosas, un buen día aparecí por el pueblo con una gran cartera llena de blocs y folios en blanco dispuesto a ir tomando buena nota de cada uno de los casos de agravio inferidos por la Compañía Minera a mis conciudadanos, comenzando por los orígenes y terminando en la actualidad. Fui visitando en días sucesivos a todos los empleados jubilados o a sus familiares más próximos, cuando ellos ya habían fallecido. La labor era ingente; pero yo me armé de paciencia y anoté hasta la última coma de lo que aquellos infelices me iban contando y, siempre que era posible, acompañaba sus declaraciones con los documentos que pudieran corroborar sus palabras .Algunas historias eran verdaderamente desgarradoras, como la de una pobre viuda que había perdido en la mina sucesivamentea su marido y a dos de sus hijos y le tuvieron que embargar la casa donde vivía porque la raquítica pensión que le quedó no le permitía, ni de lejos, poder hacer frente a la hipoteca que habían suscrito.
  • 18. 18 La de mi compañero de andanzas Miguel Hernando, hoy casi inválido por la silicosis, con una jubilación de miseria y con cuatro hijos que mantener; y no digamos el asunto que se llevó la vida de otro ser muy querido, Calixto Mata, que murió por una explosión de grisú.- Al cabo de poco más de un mes logré confeccionar un expediente que sobrepasaba las tres mil páginas, y que contenía múltiples cargos contra los empresarios franceses por la deliberada y continua transgresión de los derechos más elementales de sus empleados en cuanto a despidos, sueldos, jubilaciones, medidas de seguridad en el trabajo y un largo etcétera. Muy pocos días después de haber terminado yo la investigación que he mencionado antes, mi padre, ya bastante mayor, recibió una carta oficial con membrete de la Compañía Minera, firmada por su ingeniero jefe, en la que, más o menos, se le decía lo siguiente: “Informados en esta Empresa Minera de que su hijo, el abogado D.--------- está realizando entrevistas a ex empleados o jubilados de la misma, cuya finalidad es la de atentar tendenciosamente contra el buen nombre de esta entidad y, por ende, poner en entredicho nuestro honor y credibilidad, le advertimos seriamente de que, si dichos informes se concretan en alguna acción o publicación hostil a nuestra Empresa, nos veremos en la necesidad de suspender toda clase de pedidos de utillaje y herramental que desde hace varios años venimos haciendo a esa Firma que usted dirige, amén de adoptar las medidas jurídicas pertinentes contra esa insidia..- Sentimos tener que tomar esta drástica resolución; pero la actitud de su hijo no nos da elección. Atentamente……” Cuando mi padre me enseñó esta misiva con un gesto de amarga ironía en su rostro me dijo una breve frase: “No te preocupes. Sobreviviremos. Tu, adelante” Y así lo hice. Tres días más tarde, con todo el material acumulado durante las entrevistas realizadas a mis infelices paisanos agraviados durante tantos años por la tiranía y el despotismo de la orgullosa Compañía Minera, presenté ante el juzgado de mi pueblo una demanda formal contra la Empresa francesa por los daños y perjuicios producidos a sus empleados durante el tiempo que duró su relación laboral y por el estado
  • 19. 19 ruinoso de sus economías actuales debido al incumplimiento de las más elementales normas sobre jubilaciones y pensiones. Dos semanas después recibí la primera del rosario de contrariedades que me iba a suponer este largo proceso: el juez de primera instancia, D. Sebastián Carreño, único en el pueblo, , se declaró incompetente para sentenciar con objetividad una demanda tan compleja, alegando que dos de sus hijos trabajaban como directivos en la Compañía Minera y que, por tanto, no podía ser juez imparcial por ser igualmente parte interesada. En principio entendí las razones del Sr, Carreño para declinar el caso; pero también intuí con claridad que, detrás de esa decisión, existía un ultimátum como el que mi padre padeció.. Pasados unos días me dirigí con mi pequeño vehículo a la capital. Mi intención era presentar el expediente de demanda contra los franceses en la Audiencia Provincial. Tuve que explicar al funcionario de guardia las razones poderosas que me llevaban a utilizar ese estamento para iniciar la causa .Hasta que lo admitieron a trámite, me hicieron pasar por varios despachos en cada uno de los cuales hube de rellenar formularios absurdos que nada tenían en común con el tema importante que yo llevaba entre manos. Por fin, después de casi dos horas me dieron un “recibí” para confirmar que el expediente iba a ser tramitado- Al salir a la calle me esperaba una espantosa sorpresa: habían pinchado las cuatro ruedas de mi pobre 600 por lo que tuve que arrostrar los gastos de grúa y taller si quería volver al pueblo con cierta dignidad. Mi padre me lo advirtió cuando llegué de nuevo a casa : “Hijo, la lucha no ha hecho más que empezar. Esto es lo que te vas a encontrar a partir de ahora. Tienes ante ti dos caminos: abandonar y dejar el tema por imposible o hacer frente con valentía a las trabas y zancadillas que te van a seguir poniendo en tu andadura para intentar redimir a tus paisanos y amigos de la tiranía de los fuertes. Medítalo y opta por el que tu conciencia te aconseje. “ Yo, sin titubear, le conteste: “Padre, ya que he llegado a este punto después de muchas jornadas de trabajo y sinsabores no voy a tirar la
  • 20. 20 toalla y dejar en el más absoluto abandono a esta pobre gente. Me doy claramente cuenta del riesgo profesional y personal que estoy corriendo; pero si hace falta que caiga otro mártir mas para que la verdadera justicia vuelva a brillar, aquí estoy yo.” Al oír esto, acercándose a mí, me dio un fuerte abrazo mientras susurraba a mi oído:” Hijo, no esperaba menos de ti” Comenté a Elena por conferencia todos estos avatares de primera mano sin excederme en los rasgos más lacerantes para evitar que su sensibilidad sufriera innecesariamente; pero cuál fue mi sorpresa al oír de sus labios que, tan pronto como hubiera podido despachar unos asuntos urgentes que tenía planteados su bufete, se acercaría al pueblo para estar conmigo unos días y para restituirme los ánimos que a su parecer yo estaba perdiendo . Y otra circunstancia muy importante: para que mis padres la conocieran y crear ya unos lazos de familia que ella echaba mucho de menos. No tengo que añadir que mi moral y mi autoestima subieron muchos enteros; pero, sobre todo, en lo más profundo de mi espíritu experimente un enorme sentimiento de amor agradecido y una gran confianza en la mujer que había elegido para que me acompañara el resto de mi vida. No habrían transcurrido dos semanas desde que en la capital intentaron sabotear mis diligencias, cuando el cartero me trajo a casa un paquete certificado muy voluminoso, procedente de la Secretaría de la Audiencia Provincial. Al contemplarlo intuí rápidamente que algo volvía a ponerse cuesta arriba en mi empeño de llevar la causa adelante. Firmé al cartero el correspondiente impreso y, con mano temblorosa por la agitación contenida, rasgué la cubierta protectora y …. ¡Horror! allí estaba, entre mis manos de nuevo el voluminoso expediente. Me apresuré a leer el escrito que justificaba la devolución. Alegaban un defecto de forma y se reseñaban muy sucintamente el procedimiento y las correcciones que debería adoptar si deseaba volverlo a presentar en la Audiencia. Imaginable la decepción mía y de mi grupo familiar al constatar lo difícil que me iba a resultar sacar aquella causa con garantías.
  • 21. 21 Mi paciente y sabio progenitor solo añadió una recomendación: “Emplea la táctica de la gota de agua: es decir: paciencia pero insistencia ilimitada.” Pasadas tres semanas más y adaptado el expediente a las absurdas normas que la Audiencia Provincial me exigía en su escrito de devolución subí a mi Seiscientos y me dirigí de nuevo a la capital con la intención de permanecer allí varios días, pues debía resolver también algunos contenciosos presentados por dos clientes. Al entrar en la oficina de recepción observé que, junto al funcionario que realizaba los trámites, estaba uno de los jueces de la Audiencia, afamado por sus maneras bruscas y sus salidas de tono. Al verme puso cara de perro mastín y me espetó, casi a bocajarro, el siguiente improperio: “ ¿No se cansa usted nunca, abogado, de dar la tabarra con sus estúpidas demandas?” Yo, en principio, sorprendido por la grosería, le miré después fijamente y le inquirí con aspereza: “Pero usted, juez, ¿ de qué parte de la Justicia está: de los que buscan su recto cumplimiento o de los que la usan en beneficio propio o de sus allegados?” Y como ya tenía en mis manos el comprobante de la presentación, di media vuelta y dejé al insolente magistrado farfullando inconcretas amenazas. Las gestiones que debía realizar en la capital por demandas de otros clientes, me entretuvieron casi una semana. Al regresar de nuevo al pueblo me golpeó con la fuerza de una maza la noticia de que mi querido compañero de correrías infantiles, Miguel Hernando, acababa de fallecer de una hemorragia provocada por la silicosis que padecía desde su retirada de la mina. Dejaba en el más absoluto desamparo a mujer y cuatro hijos, el mayor de los cuales no pasaba de los doce años. Además del dolor por la pérdida de un camarada me invadió una enorme rabia por no haber llegado la solución del contencioso a tiempo para redimirle en algo de sus muchas penurias y humillaciones. Al menos, pensé, podría haberse marchado con la satisfacción de que su familia quedaba protegida; pero ¡ni aún, eso!. Debió morir con la enorme tristeza
  • 22. 22 de contemplar, en ese momento decisivo, el fracaso de su propia vida y el destino oscuro que esperaba a todos los suyos. Me apresuré en llegar cuanto antes a ellos para animarles y ofrecerles de inmediato la ayuda material y moral que yo pudiera proporcionarles. Y cuando estuve delante de su féretro, encogido mi ánimo y con gotas ardientes cayendo por mis mejillas, oré un momento por su alma y, como si aún pudiera oírme, le susurré muy bajito para que nadie percibiera este desahogo de mi corazón:” Miguel, querido amigo, tu sabes con que afán y ahínco, sin desfallecer un momento, he trabajado estos últimos tiempos para que se hiciera justicia a los que nunca la tuvisteis. Perdóname, pero la tuya no ha llegado oportunamente. Me quedo con esa desazón y frustración en mi espíritu; pero te juro, entrañable camarada que, si antes puse todo mi empeño para conseguir esta noble causa, a partir de ahora me dejaré la piel y batallaré hasta la extenuación para que, al menos, los que quedan con vida puedan decir que en este país también los humildes reciben lo que en justicia les pertenece.-¡Adiós, compañero. Quédate en paz!”.- Cuando aquella misma tarde, abrumado y entristecido, comuniqué a mi novia la situación de extrema penuria en que quedaba la familia de mi amigo noté que unos sollozos entrecortaban su conversación. Y , después de serenarse, me afirmó rotundamente que desde ese mismo momento hacia suya la causa que yo intentaba defender, ofreciéndose como abogado colaborador para cuando llegase la vista oral. Esas palabras suyas, como en tantas otras ocasiones, sirvieron para mitigar mi pesar y aupar mis ánimos que estaban a ras del suelo. No había pasado una semana de la muerte de Miguel Hernando, cuando recibí de la Audiencia Provincial una citación firmada por el juez Sebastián Illora, para celebrar un acto de conciliación solicitado por los directivos de la empresa francesa. Por mi experiencia, tenía una idea muy aproximada de lo que significaban estos encuentros: siempre la tajada más grande se la llevaban los fuertes y a los demandantes los acallaban con un poco de calderilla y, eso sí, muy buenas formas. Me presenté el día señalado en la Sala 3. Allí estaban el citado juez y tres abogados, que por su porte y distinción, eran de los que cobraban minutas sustanciosas. El juez me hizo
  • 23. 23 indicación de que me acercara a su mesa y, una vez allí, me expuso los términos de lo que la empresa ofrecía como conciliación para tratar de detener el proceso. Puso mucho énfasis en resaltar el esfuerzo económico y gastos de abogacía y trámites que la misma debía afrontar y en lo beneficiosas que resultaban las indemnizaciones para los afectados. En resumen, ese dispendio de los paternales empresarios se resumía en dar a las familias en cuyo seno hubiera fallecido algún miembro por resultas del trabajo, 7.500 pesetas, y a las que tuvieran un accidentado por causas laborales, 6.000 pesetas, todo en una sola vez, y desentendiéndose ya en el futuro de otro tipo de obligaciones. Mirando al juez con una sonrisa escéptica le expresé mi punto de vista y debí hacerlo con tal carga de desprecio en mis palabras que el magistrado tragaba saliva mientras yo hablaba: “Usted, como juez, y los que entendemos algo de leyes sabemos que esa oferta es humillante para todos mis clientes. Son unos parches que no resolverán sus vidas y que no harán justicia a los más de treinta años de ofensas, de tiranía laboral y de inseguridad en el trabajo, causa de tantas desgracias. Estamos tratando con personas que tienen derechos y sentimientos igual que usted, que esos abogados empingorotados o yo. No hemos hecho este esfuerzo para solicitar unas limosnas que nada solucionan. Queremos Justicia, así, con mayúsculas y ya le puede comunicar a esos tres que seguiremos adelante, por el camino que nos permiten las leyes vigentes, que fueron ignoradas por los dueños de la Mina durante tanto tiempo.” El juez, se removía en su poltrona como si tuviera urticaria. Cuando acabé de exponer mi rechazo a esa componenda y, carraspeando para ofrecer mayor autoridad en su voz, me dijo: “Bien, si ese es su deseo, se tratará de hacer la justicia que usted solicita; pero le advierto que antes de presentarse a este Tribunal examine sus fuerzas y sus recursos porque no tiene idea de con quién va a tener que enfrentarse. ¡Queda avisado!” Y levantándose bruscamente de su sillón se dirigió al grupo de abogados de la empresa minera. Yo tomé mi voluminosa cartera y salí de allí con la certeza de que tratarían de aplastarme con mil trucos y artimañas. Por fin, el 20 de diciembre se fijó como fecha de comienzo de la vista oral. En el pueblo el hecho despertó una expectación inusitada. Habían sido
  • 24. 24 muchos los años de espera y ahora, tras la inminencia del comienzo del juicio contra la empresa minera, todos querían asistir, estar presentes, aportar algún testimonio para que, de una vez por todas, se hiciera justicia Tuve que lidiar, y no con poco esfuerzo, para poder seleccionar a los que iban a ser mis testigos principales y para elegir a un grupo de no más de 20 personas que serían, en definitiva, los que podrían asistir al proceso, pues la sala de la Audiencia no tenía capacidad para más de cuarenta personas y había que reservar espacio para todos los representantes de la defensa. Comprobé que muchos de los afectados quedaron frustrados al perder la oportunidad de acusar públicamente a la empresa, con su testimonio, de todos los sufrimientos que a lo largo de estos años les había hecho padecer con su tiranía y arbitrariedades; pero comprendí que no era ocasión para el revanchismo sino para ir fríamente atacándola por los cauces que la justicia habilita, y eso ya era bastante. Informé a Elena de todas estas circunstancias y los dos coincidimos en reconocer que el día señalado para el comienzo del juicio no resultaba muy adecuado, dada la proximidad de la Navidad que haría que se suspendiera la vista en los días más significativos y eso nos perjudicaría al romper intermitentemente el hilo conductor de la acusación y enfriar el dramatismo que crearían los testimonios de las víctimas .Quizás fuera una estratagema del juez Illora que iba a presidir las sesiones, siempre más apegado a los fuertes que a los humildes. Pero, ¡en fin! Era lo que había. Le envié por correo certificado documentación suficiente para que fuera haciéndose una idea de la amplitud del problema que íbamos a abordar al alimón. Como había prometido, Elena me anunció por teléfono que llegaría al pueblo el próximo viernes y estaría con nosotros hasta el lunes por la mañana. Haría en tren el trayecto desde Madrid a León y después tomaría el único autobús que llegaba todos los días desde la capital de provincia. Ni que decir tiene que tanto mis hermanas como mis padres lo celebraron muy expresivamente, pues estaban deseosos de conocer a la que, con el tiempo, sería mi esposa y de la que tanto y con tan buenas referencias les había informado. Yo estaba exultante de gozo por tener de nuevo entre mis brazos a la mujer que más amaba y además, profesionalmente, era
  • 25. 25 muy necesario que gozáramos detiempo suficiente para intercambiar con reposo puntos de vista y establecer estrategias sobre el vital asunto que teníamos entre las manos. Cuando en la siguiente conferencia que mantuve con ella le informé de la expectación que había despertado su anuncio de venida entre los míos y entre los que me conocían de toda la vida, debió sonrojarsey me dijo muy quedamente que pedía a Dios estar a la altura de esas expectativas y que temía defraudar porque me conocía e intuía la apología que yo estaba haciendo de su persona;, ella, que era una mujer que no se arredraba ante nada y que estaba preparada para abordar cualquier situación, por difícil que se plantease. Yo me sonreí para mis adentros y me felicité por haber topado con un ser tan extraordinario como Elena Berlanga. A las 7 en punto de la tarde estábamos toda la familia, a excepción de mi madre que sufría un fuerte catarro, en los soportales de la plaza mayor del pueblo donde tenía su terminal el autobús que procedía de León. Mis hermanas estaban nerviosas porque de reojo las veía moverse inquietas y las oía cuchichear entre ellas con frases rápidas e inconexas. Mi padre permanecía callado con su aspecto solemne de hombre de bien mientras yo me mordisqueaba los labios con unos tics incontrolables hasta entonces desconocidos por mí. Diez minutos más tarde apareció por el extremo opuesto a donde estábamos el morro del vehículo que efectuó un gran giro alrededor del seto circular de la plaza para aproximarse al lugar de destino. Cuando el autobús paró por fin me acerqué a él tragando saliva dispuesto a descubrir en alguna de sus ventanillas la figura amada. Solo fueron unos instantes pues enseguida percibí la mano de Elena haciéndome señas .Casi emití un grito de alegría y me fui hacia la puerta de salida para ayudarle con el equipaje -Bajó con un coqueto maletín de viaje e inmediatamente nos dimos el abrazo que los dos estábamos deseando – Quizás nos excedimos en la duración pues, detrás de mí, oí nítidamente el carraspeo de mi padre que ponía término a la efusión amorosa. Volviéndome, me aparté un poco para que Elena quedase frente a mi progenitor. “Cariño, este es mi padre” dije con cierta emoción- Ella se acercó con desenvoltura y besando su rostro dijo: “Me alegra mucho conocerle, papá” y él “Bienvenida seas a casa, hija” Después fui presentando a mis hermanas: “Esta es Victoria; esta Aurora y esta, la más
  • 26. 26 pequeña, Inés” Precisamentea Inés, después de besar a su futura cuñada, se le escapó un comentario que me pareció dirigía a sí misma: “¡Qué guapa es!”. Hechas todas las presentaciones e instalada por expreso deseo de mi madre en la acogedora habitación de huéspedes, Elena me confesó que para ella era una prioridad visitar a la viuda de mi amigo Miguel Hernando. Comprendí en el acto su deseo, normal en una mujer tan sensible que había vibrado ante los tintes negros con que yo le dibujé la situación en que había quedado esa familia. Después de desayunar, nos dirigimos a la calle de la Barca donde vivía Antonia, la viuda, y sus tres hijos. La casa era muy sencilla, de adobes encalados, con no más de cuatro habitaciones y un espeso cortinaje que hacía de puerta de entrada. Antes de penetrar en la vivienda llamé en voz alta a la mujer. Antonia tardó un par de minutos en descorrer la cortina de entrada. Era una mujer más bien baja, enjuta, a la que el luto riguroso hacía aún más delgada. Tenía los ojos hundidos y el pelo algo desgreñado. Me acerqué, la besé en la cara y le pregunté qué tal le iban las cosas. Ella, mirando con recelo a Elena me dijo: “¿Cómo piensas que nos pueden ir?. Tu, Ernesto, sabes mejor que nadie, la desgracia que nos ha caído encima y con los medios que contamos----“ y la pobre mujer no pudo seguir porque los sollozos le ahogaban las palabras. Entonces, rápidamente, la tomé de las manos y le dije : “Mira, Antonia, esta señorita es Elena, mi novia, y quizás la mejor abogado laboralista que haya por estas tierras. Está decidida a ayudarme con todo su saber para que saquemos la causa adelante y se os haga justicia” Elena, conmovida, se le acercó y la abarcó con sus brazos estrechándola contra sí. Percibí que le susurraba aloído: “No sepreocupe, Antonia, su estado va a mejorar desde hoy en todo lo que sus amigos podamos auxiliarle. Deje de llorar y, si le parece, entremos en su casa. “ Mientras la mujer se adelantaba, Elena me cuchicheó al oído que le iba a dejar un sobre en la mesa para atender sus necesidades más apremiantes. Me lo enseñó y yo, saltándome la confidencialidad, abrí la solapa. Dentro había 500 pesetas- Rápidamente interpelé a mi novia: “¿Por qué no me lo has dicho antes?” Ella hizo un mohín e intentó retomarlo. “¡Espera!”, le dije, y sacando a prisa 300 pesetas de mi cartera las añadí al donativo de Elena. “Así queda mejor” y
  • 27. 27 la mire al rostro enternecido por su gesto. Ella me apretó con su mano mi brazo y entramos en el saloncito de la casa. Visitamos después, y por ese orden, la casa de Esteban Roces y la de la viuda de Calixto Mata—Empleamos toda la mañana en esta ronda porque Elena se mostraba muy interesada en conocer, de primera mano, la pormenorizada información que estas desgraciadas familias le iban suministrando-.Efectuaba anotaciones minuciosas en su bloc y preguntaba sobre detalles que a mí, en lo que yo creía exhaustivo informe, se me habían escapado. Apenas intervine, dejando que su instinto y su sagacidad completaran el cuadro. La tarde de aquel día la dedicamos Elena y yo a repasar con detalle el amplio expediente que había creado después de varios meses de interrogatorios y pesquisas. Ella leía todo con gran concentración y en algunos pasajes añadía detalles tomados de su bloc de notas. Comentábamos situaciones e íbamos pergeñando la estrategia de nuestra acusación. Cuando después de más de cuatro horas habíamos dado un vistazo general a la situación de los demandantes, Elena, mirándome con cierto aire triunfal en el rostro me dijo: “Ernesto, veo con claridad meridiana que este es un caso ganado.” Yo, acercándome a ella y poniéndole una mano en el hombro, le argumenté: “Cariño, tengo mis dudas porque sé de las artimañas y de los trucos de que se valen ese tipo de abogados de alto nivel; cómo retuercen la ley y hasta sospecho de que puedan presentar algún que otro testigo amañado. Y para abundar más en la cuestión te diré que no me fío un pelo del juez Sebastián Illora.” Elena disintió añadiendo: “Pero las pruebas en contra son tan abundantes y elocuentes que, por mucho que quieran distorsionar la ley, nunca podrán apagar la luz que emana de los hechos reales,” En este preciso instante, mi padre dio unos discretos toquecitos en la puerta añadiendo: “Chicos, ya es hora de descansar. Nos vamos a cenar toda la familia al Casino Central, así que poneos elegantes y desde este momento nada de leyes- Es una orden-“ Mi padre había reservado previamente una mesa para ocho personas, ya que también se añadiría mi tía Rosario, hermana de mi madre, quien al continuar resfriada había puesto algunas objeciones- Pero la energía de mi
  • 28. 28 progenitor acalló cualquier excusa pues era su firme deseo tenernos a toda la familia juntos. A las 8 en punto, entrábamos en el gran salón-comedor y un camarero de uniforme nos indicaba el lugar de la mesa reservada. Estaba junto a un enorme ventanal desde donde se podía observar una parte del parque, en ese tiempo algo mustio. Nos trajeron las cartas del menú y cada uno de nosotros comenzó a degustar virtualmente el plato preferido. Mi padre solicitó dos botellas de tinto ribera del Duero . Elena prefirió un vichy catalán y yo escogí una cerveza alemana. Al levantar la vista de la carta observé algo que me borró de repente el apetito: en ese momento entraban al comedor un grupo de personas encabezadas por el juez local Sebastián Carreño, el que se declaró incompetente, acompañado de su esposa y del hijo que ocupaba un alto cargo en la Empresa Minera; a continuación, dos de los abogados de la defensa que yo conocí en la Audiencia Provincial de León cuando quisieron engatusarme con la componenda de la “conciliación” y para coronar el ramillete estaba el mismísimo juez Sebastián Illora, el que iba a decidir sobre el destino de mis desgraciados conciudadanos y sobre el que me había ya prevenido nuestra amiga Rosa, la fiscal de la Audiencia de Madrid. Tocando en el brazo a Elena acerqué mi cara a la suya para indicarle en voz baja quienes eran los comensales que se habían situado a dos mesas de la nuestra. Mi novia, con toda discreción, les echó una ojeada comentando: “Es positivo ir conociendo al enemigo” No habría transcurrido un cuarto de hora desde la entrada de esos personajes, cuando el juez Illora, se levantó de su mesa y se acercó a la nuestra. Mirándome solo a mí y sin saludar espetó: “Hace bien, abogado Domínguez, en tomar fuerzas para encarar el duro trabajo que le espera en la Audiencia dentro de una semana” Yo, más por obligación que por deferencia le informé señalando a mi prometida: “La señorita Elena Berlanga, abogado laboralista, me acompañará en la construcción de la acusación, si usted no tiene inconveniente.” El, recreando su mirada lasciva en Elena, me contestó: “Me doy por enterado y es bueno que busque ayudas porque, desde mi punto de vista, su causa no ofrece grandes posibilidades.” Y haciendo una breve inclinación de cabeza se
  • 29. 29 retiró. Elena se puso roja de ira y comentó exaltada que a ese tipo de jueces habría que recusarlos pues partía de una idea ya preconcebida y mostraba claramente su parcialidad. Mis hermanas destacaron la insolencia de aquel : mi madre lo tildó de déspota y mal educado y mi padre, continuando con su discurso sentencioso, nos dijo a Elena y a mí que, al menos, ya conocíamos al miura al que nos íbamos a enfrentar. Llegó el 20 de diciembre. El comienzo de la Vista en la Audiencia Provincial de León estaba anunciado para las 10. A las 9.45 la sala estaba ya abarrotada. Se mascaba la tensión y el nerviosismo en el ambiente. Los abogados de la defensa, con sus togas inmaculadas y sus lujosas carteras, ocuparon los asientos a la derecha del Tribunal. Elena y yo, con menos histrionismo, casi desapercibidos, nos sentamos a la izquierda. Experimentaba un gran vacío en el estómago y una molesta opresión en el pecho, consecuencia de que era consciente de la enorme responsabilidad que había cargado sobre mis hombros. De reojo miraba a Elena y me consolaba verla serena, controlando todos sus movimientos y extendiendo metódicamente sobre la mesa los documentos que iba a utilizar en esta primera audiencia. Se oyó la voz del ujier anunciando que su señoría, el juez Sebastián Illora, presidiría el Tribunal,. Nos pusimos de pié hasta que el juez se hubo sentado y oímos su potente voz anunciando que comenzaba la sesión y que la acusación tenía la palabra. Tomé unos folios y comencé a explicar a la Sala por qué estábamos allí y en qué fundamentábamos nuestra denuncia contra la Compañía Minera. No llevaría más de tres minutos hablando, cuando de nuevo entró el ujier y se acercó rápidamente al juez comunicándole algo en voz baja. Este volvió súbitamente la cabeza y miró al subordinado con cara desencajada. Se le oyó decir : “¿¡Está usted seguro!?”. Este afirmó varias veces y todavía a media voz añadió algo que no pudimos oír. Cuando el ujier desapareció por la puerta lateral Illora se levantó lentamente de su sillón y encaró a la concurrencia. Se hizo un silencio expectante pues todos intuimos que algo extraordinario estaba pasando. “Señoras y señores: con gran emoción me veo en la obligación de comunicar a todos ustedes que esta audiencia habrá de suspenderse ahora hasta nueva orden: me acaban de comunicar que el Jefe de nuestro Gobierno, Almirante Carrero Blanco, ha sido víctima de un atentado terrorista en la Calle Claudio Coello de Madrid. Ha muerto
  • 30. 30 él y los ocupantes de su coche oficial. Se desconoce la autoría de este magnicidio pero parece ser que las primeras indagaciones de la policía apuntan a la masonería y a un grupo independentista vasco. La sesión se da por concluida.” En los primeros instantes después del anuncio, la sorpresa nos paralizó a todos, mas, inmediatamente, comenzó la gente a agruparse por corrillos y a comentar vivamente lo sucedido. Elena y yo nos miramos transmitiéndonos la idea de la frustración que suponía la paralización sine die del caso, después de los ímprobos esfuerzos que habíamos realizado últimamente. Es verdad que la noticia del atentado nos cogió a contrapié y que lamentamos que se hubiera llegado a esos límites de violencia para conseguir unos fines políticos. Después de unos minutos de intercambio de emociones e ideas sobre el futuro del caso, Elena, de repente, recordó que nuestros amigos Sebastián y Rosa vivían en la calle Claudio Coello, donde se había producido el atentado. Decidimos buscar la primera cabina telefónica que encontrásemos para tener noticias suyas; pero, de momento, era tarea imposible ya que todo el mundo, excitado por la nueva, estaba usando este medio de comunicación. Por fin, tras una larga espera, desde el teléfono del hotel donde nos alojábamos pudimos hacer la llamada. Tardaron algún tiempo en contestar. Se puso Rosa, nuestra amiga fiscal de la Audiencia de Madrid. “Sí, ¿quién es?” “Buenos días, Rosa. Somos Elena y Ernesto, desde León. Ya nos hemos enterado del terrible atentado al Almirante Carrero, y como, según nuestros informes ha sucedido en Claudio Coello, donde vosotros vivís, estamos inquietos por saber si os ha ocurrido algo grave.” “Muchas gracias, amigos. Todavía no se me ha quitado el temblor que me sobrevino a raíz de la enorme explosión y de la conmoción de todo el edificio. Creímos, en un principio, que era un terremoto de muchos grados. Los cristales saltaban y los objetos situados en los anaqueles caían al suelo para hacerseañicos y una enorme polvareda penetró por todos los huecos del piso. Se oía gente gritando en la calle y después de este inmenso caos, alguien dijo desde abajo que había sido una bomba. Aún estoy dando gracias a Dios porque mi hija Teresa estaba a punto de salir para ir a su instituto. Unos segundos antes, y me horroriza pensar lo que pudiera haberle sucedido.--La explosión ha tenido lugar a menos de cien metros de nuestro bloque.
  • 31. 31 Sebastián, que había marchado ya al bufete, regresó agitadísimo, sorteando todos los controles que la policía ha establecido en esta zona. Heridos no estamos ninguno pero los daños materiales en edificio y mobiliario son cuantiosos. Deseo que nos veamos pronto para poder comentar la transcendencia de los hechos. Perdonad mi excitación, pero os haréis cargo de mi estado de ánimo. Ha sido algo horrible, difícil de olvidar. Un beso a los dos” La muerte violenta del Almirante Carrero dio de lleno en la línea de flotación del Régimen, que quedó ya muy tocado y sin un rumbo claro. El desconcierto y el nerviosismo reinante se pudo constatar el día de los funerales en San Francisco el Grande, al observar a un Franco roto y lloroso dando el pésame a la viuda; a un ministro de Educación que negaba el saludo al cardenal Tarancón que ofició la misa y a los grupos ultra derecha gritando estentóreamente consignas como “¡Ruiz Jiménez y Camacho, a la horca!”, “¡Tarancón alparedón!”, “¡Muerte a los del 1001!” Elena y yo comentamos con preocupación el giro que ahora tomaría el “Proceso 1001” donde se estaban juzgando a diez represaliados políticos entre los cuales se hallaban “El Cura Paco”, Nicolás Sartorius, Zapico, Marcelino Camacho y otros cinco más, todos ellos acusados de alta traición por los delitos de haber expresado ideas que irritaban hasta el paroxismo al Sistema. Temimos muy seriamente que aquel Proceso se reconvirtiera en juicios sumarísimos que se resolverían con la ejecución fulminante de los procesados. Estábamos deseosos de poder comentar la situación actual con nuestros amigos de la calle Claudio Coello; pero de momento nos pareció imprudente reunirnos en una zona sometida todavía a intensa vigilancia policial. Abortado de esa manera tan extemporánea el juicio contra la Empresa Minera, Elena regresó a Alcalá para continuar con los asuntos de su despacho y yo volví al pueblo como mastín que no ha cobrado presa y pensando con desgana en la rutina de los contenciosos que seguía para algunos clientes. La verdad es que esta parada en seco nos había devuelto violentamente a la vida aburrida del día a día, después de saborear, aunque por breve tiempo, el regusto por una batalla legal en toda regla donde mejoras tus técnicas abogadescas y agudizas tu instinto al tener
  • 32. 32 que lidiar con letrados de categoría. Nuestra esperanza de que se reanudase la causa estaba puesta en las disposiciones de emergencia que se adoptaran en las altas esferas del poder. Estas no deberían retrasarse demasiado pues el país tenía que seguir caminando aunque fuera por los cauces de una interinidad. Pasada una semana de todos los transcendentales acontecimientos que he contado antes, Elena y yo decidimos vernos en Madrid. Mi novia, previamente, había mantenido una conversación telefónica con nuestros amigos Sebastián y Rosa, la fiscal. Se mostraron muy interesados en que volviéramos a reunirnos en su domicilio, restaurados ya los desperfectos de la explosión. De nuevo estábamos en Claudio Coello y antes de entrar en su casa, nos dedicamos a observar durante un largo rato las huellas que había dejado el atentado: fachadas con enormes desconchones y hendiduras, cornisas enteras desaparecidas, puertas y ventanas desvencijadas y un enorme socavón que aún no habían acabado de rellenar y asfaltar. Aquello parecía un escenario de guerra, y en realidad lo era de una contienda no declarada entre el independentismo más feroz y el estado Español. Elena, horrorizada por lo que veía, se pegó a mí y yo le pase el brazo por el hombro atrayéndola aún más en un gesto de protección contra algo incorpóreo que flotaba en aquel desolador ambiente. Al entrar de nuevo en el piso de nuestros amigos la emoción nos desbordó.- Rosa se fundió en un abrazo con Elena y Sebastián vino a mí con los ojos húmedos. No tuvimos que pronunciar palabra para encontrarnos unidos firmemente por los mismos ideales, por los lazos que crea una comunión de sentimientos. Después de estos emotivos instantes, ya más serenos, el matrimonio nos fue desgranando la situación vivida en aquellos trágicos momentos. Como era de prever, se planteó la pregunta que se hacían ya millones de españoles a la vista del deterioro del Régimen y de las ilusionadas expectativas de los que anhelaban de buena voluntad el advenimiento de un estado sin opresión ni represión: “Y ahora, qué?”. Rosa, que poseía una atalaya excepcional desde la Audiencia, nos puso en guardia contra un optimismo prematuro. “Se comenta que Franco quiere poner al frente de su Gabinete al llamado, por
  • 33. 33 los juicios sumarísimos que promovió , carnicero de Málaga, es decir, al ahora ministro de la Gobernación Carlos Arias Navarro el que, supuestamente, debería haber velado por la seguridad del Almirante Carrero, por lo que la idea de un aperturismo inmediato se esfuma: continuaran las persecuciones y las represiones, ahora ya con un pretexto real como era el del asesinato del anterior Jefe del Gabinete.” Ante esta cruda exposición de la fiscal a todos nos invadió el pesimismo. Tomando la palabra después de un denso silencio, exclamé con rabia: ”Esta situación seguirá propiciando el que en nuestro país se continúen cometiendo impunemente atropellos como el de la empresa minera de mi pueblo que tanto dolor ha producido y que tanto sinsabor nos está proporcionando ahora y esto, con la benevolencia de la justicia.”. Rosa, la fiscal, debió de sentirse de alguna manera aludida, pues rápidamente me cortó el discurso para aclararme: “Querido amigo: te puedo asegurar que en España y bajo este Régimen existe un gran número de jueces y fiscales honestos, que no caen en la tentación de venderse al mejor postor y que desoyen las voces que, desde arriba, tratan de orientar sus acusaciones o veredictos, jugándose el tipo. Es verdad que más de uno, por mantenerse firme, ha sufrido en sus carnes la severidad de la dictadura. Y es evidente que tenemos que sujetarnos a los códigos legales vigentes que tú, como letrado, habrás apreciado que están hechos a medida, como igualmente, no es menos cierto que haya más de una oveja negra, como en todo corral”. Comprendí en mi fuero interno que me había precipitado en mi apreciación y que el varapalo de Rosa lo tenía merecido. Le pedí sinceras disculpas por mi ligereza y su reacción consistió en llegarse a mí y darme un beso en la mejilla, añadiendo “No te preocupes; en el fondo todos estamos en el mismo barco y remamos en la misma dirección.” Sebastián, con el aplomo y la experiencia que dan los años de oficio, comentó: “ Pensad un momento que cualquier sistema orgánico de este mundo tiene su fin por agotamiento vital. Es una ley inexorable, de la que no se salva nadie. Este régimen tiene casi cuarenta años de existencia y sus postulados iniciales han envejecido y no sirven ya para gobernar a una sociedad que ha evolucionado notablemente: el nivel medio de cultura de nuestro pueblo ha subido bastantes enteros desde la guerra civil; existe
  • 34. 34 más comunicación; nos llegan en masa turistas de otras latitudes que nos informan de sus sistemas democráticos de gobierno; también nosotros podemos viajar al extranjero con mayor facilidad y vemos y comparamos lo que aquí tenemos con lo que ellos tienen, y sacamos consecuencias. La televisión, aún controlada, nos permite entrever otras formas y otros estilos para dirigir más eficazmente una nación. Ya no nos satisface, por pueril y tendenciosa, la visión de nuestra realidad que nos suministra el Nodo. Por eso creo firmemente que a este sistema le ha llegado la fecha de caducidad que no podrán retrasar las componendas de los que viven y han vivido bajo su manto protector. Es cuestión de esperar un poco a que caiga la manzana podrida.” Esta larga perorata de nuestro amigo, por evidente, nos volvió a restituir la esperanza. El día 1 de Enero de 1974, según había pronosticado Rosa y ante la estupefacción de los afectos al régimen, Franco nombraba Presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro. El día 3 estaba completado el nuevo Gabinete ministerial, del cual habían sido barridos los tecnócratas del Opus Dei, e incluidos personajes como Pio Cabanillas, de talante aperturista y Fraga Iribarne hombre de carácter bronco. pero fluctuante según convenía. Que este gobierno no estaba por la apertura lo iba a dejar muy claro con algunos sucesos quedieron la vuelta al mundo: La expulsión del obispo de Bilbao, monseñor Añoveros por su sermón crítico contra las torturas, y la ejecución sumarísima del anarquista Puig Antich en la cárcel Modelo de Barcelona, o el cese fulminante del Capitán General Díez Alegría, Jefe del Alto Estado Mayor del Ejército por haberse entrevistado en Bucarest con el comunista Santiago Carrillo.. Después, para suavizar la imagen, vendría lo del espíritu del doce de Febrero, un intento de recrear las asociaciones políticas pero tan condicionado por los requisitos legales que disolvía su novedad, apenas publicado, como el azucarillo en el café. Pasadas ya todas estas turbulencias puntuales, la “re pública” volvía a discurrir por cauces aparentemente normales. Las nuevas instituciones surgidas después de la convulsión fueron encajando sus engranajes para que la sociedad española pudiera seguir funcionando. Así, no es de extrañar que en la Audiencia Provincial de León apareciese el anuncio de
  • 35. 35 la reanudación del contencioso que llevábamos entre manos. Se señaló para el 20 de Febrero la fecha del comienzo de la vista. Presidiría de nuevo, como todos temíamos, el juez Sebastián Illora. Yo me cité con Elena en Madrid para repasar una vez más toda la estrategia de la acusación. Decidimos incluir entre los testigos de cargo a un hombre que había servido a la compañía durante 12 años como mecánico ascensorista y que en la primera consideración de declarantes nos pasó desapercibido. Fue a mi novia a la que se le ocurrió sugerir la necesidad de la presencia de la persona que mejor conocía los defectos técnicos de las jaulas que utilizaban los mineros para subir y bajar a diario y que, precisamente, había sido víctima de los tejemanejes de personal que la compañía acometía impunemente. Nos pusimos en contacto con él y accedió gustosamente a colaborar con la causa, extrañándose, así nos lo dijo, de que en un primer intento no hubiéramos contado con el testimonio que podía ofrecer. La verdad es que había sido un fallo mío. Me excusé con Florencio Luján, que así se llamaba, y el buen hombre quedó incorporado al sumario- Había llegado, por fin, la hora de hacer justicia a tanta iniquidad y abuso de autoridad en las personas de nuestros defendidos; pero de nuevo, algo inesperado iba a detener una vez más en seco nuestra deseos irreprimibles de llevar el bien a tanta gente humillada: el día 18 de Febrero, o sea, dos días antes de comenzar de nuevo la vista, el sospechoso juez Sebastián Illora sufrió un infarto de miocardio y lo internaron en la uvi del hospital provincial de León. Esta nueva contrariedad nos dejó atónitos en principio a Elena y a mí. Ella, pasados los primeros momentos de sorpresa y más práctica que yo, reaccionó en seguida considerando el lado positivo del suceso. Me dijo: “Piensa, Ernesto, que en el juez Illora teníamos de entrada más bien un enemigo, y las circunstancias lo han probado sobradamente. Ahora nos pondrán un nuevo juez que, como es de esperar, no esté comprometido con los personajes de la empresa lo cual lo hará más imparcial, como confiamos que actúe siempre un juez.” Yo le contesté: ”Dios te oiga, querida niña, y podamos estar tranquilos en ese aspecto, porque todo lo demás corre de nuestra cuenta.”
  • 36. 36 El 25 de Febrero de aquel año fatídico, nos encontrábamos de nuevo, una vez más, en los locales de la Audiencia leonesa, las mismas víctimas y los mismos contendientes legales para tratar de llevar adelante el proceso que tantos quebraderos de cabeza nos estaba causando y que tanta ansiedad provocaba a mis infelices paisanos que veían como, una y otra vez, por distintas circunstancias, se iba demorando la solución de sus problemas agravados ahora por tantos años de espera inútil. Por la citación que nos llegó de la Audiencia, supimos que presidiría un juez de nuevo cuño, llegado a la capital apenas unas semanas antes. Se llamaba Sebastián Ponce de León. Como Elena y yo desconocíamos su filiación, recurrimos a nuestra acreditada fuente de información, Rosa, la amiga fiscal. A los tres días nos llamó para decirnos que, personalmente, no le conocía; pero que sabía que procedía de la Audiencia de Sevilla y que, afortunadamente, no figuraba en las listas negras extraoficiales de jueces duros, que la clase de profesionales dedicados a la justicia manejaba dentro del ámbito gremial. En principio, ¡ ya era algo!. Cuando el nuevo juez hizo su entrada en la Sala, repleta hasta el último rincón, hubo un murmullo soterrado, pues ese hombre, con su elevada estatura , porte aristocrático y ademanes pausados emanaba un cierto respeto reverencial y una autoridad que, en principio, resultaban una garantía para resolver en justicia el dramático caso cuya vista iba a comenzar en breve. Durante la media hora que me concedió el Tribunal para que expusiera la relación de supuestos agravios que la empresa francesa había inferido a nuestros defendidos en el tiempo que tuvieron una relación laboral con ella y en los que fundamentábamos nuestra demanda, procuré ser muy conciso pero claro. Comencé mi actuación denunciando los fines exclusivamente lucrativos que la empresa se había planteado desde su implantación en nuestro pueblo, razón por la cual desatendieron en todo momento el lado humano de la cuestión, violando de continuo las normas existentes en cuanto a contratos, seguridad en el trabajo, indemnización por lesiones graves, y un largo etc. Para substanciar mi discurso relaté muy sucintamente los casos concretos de represión a operarios que osaban quejarse de las precarias condiciones de seguridad laboral,; los
  • 37. 37 desafueros cometidos en los despidos improcedentes, puenteando el derecho internacional y la Ley del Trabajo vigente en aquel entonces; la ausencia de indemnizaciones a las víctimas de hundimientos y explosiones de grisú con la consiguiente ruina económica para las familias de los afectados; La compra de voluntades a los inspectores que, en teoría, debían vigilar el cumplimiento de la legalidad; la ignorancia culpable de las cláusulas contractuales que beneficiaban al trabajador; y la ausencia periódica de revisiones técnicas que garantizaran el buen funcionamiento de las instalaciones más peligrosas. Todo ello acompañado con citas de nombres de los afectados y fechas exactas en que ocurrieron cada uno de los casos denunciados.- De vez en cuando miraba hacia la mesa de la acusación para comprobar que Elena asentía con gestos afirmativos a todo lo que iba exponiendo y ese simple detalle me daba alas para seguir mi duro alegato contra la empresa francesa. El Juez Ponce de León escuchaba con gran atención todo lo que yo iba comunicando a la Sala, tomando nota en varias ocasiones de los fragmentos de mi discurso que llamaban su atención y, en mi fuero interno, estaba muy extrañado de que aún la defensa no hubiera interrumpido mi discurso para mostrar su disconformidad con alguno de los supuestos queiba desgranando. Cuando terminé mi exposición, haciendo una inclinación ante el juez, me dirigí a la mesa de la acusación donde Elena, con un mohín muy expresivo en su cara me venía a decir: “Preparémonos para lo que ahora se nos va a venir encima.” Me senté a su lado algo conturbado por haber tenido que reabrir las heridas que tanto nos dolían a todos, y, al mirarla, puso su mano cálida sobre la mía con una sonrisa muy suya para expresar su conformidad y su apoyo a todo lo que dije- Efectivamente: el elegante portavoz de la defensa inició su alegato haciendo uso de la artillería pesada de su verborrea dialéctica. Con un discurso pausado para que sus palabras calaran hondo, comenzó preguntando qué sería ahora de toda esta región si la tan calumniada empresa francesa no hubiera hecho una gran inversión para poner en marcha la extracción de un mineral que resultó no ser de tan alta calidad como esperaban, dando trabajo a cientos de personas y creando una riqueza subsidiaria relacionada con la actividad principal. Cual hubiera sido el destino de esas gentes, a los que la defensa llamaba víctimas, si con los
  • 38. 38 casi inexistentes recursos con que contaban antes de comenzar la explotación de la Caverne, hubieran tenido que emigrar como peonaje al extranjero sin ninguna garantía, dada su nula cualificación laboral. El pueblo contaba ahora con unos quince mil habitantes porque esa industria, en exclusiva, había creado la riqueza suficiente para su desarrollo, y en estos momentos sumaban ya veintiocho años seguidos siendo el sustento de la mayoría de sus ciudadanos. Que habían existido algunos fallos, ¡ qué duda cabía!- Como en toda empresa humana; pero estas pequeñas lagunas eran hechos puntuales que jamás deberían cargar sobre el crédito de la Compañía francesa, que siempre veló por el bienestar de sus empleados corrigiendo con diligencia el menor error cuando era detectado y creando en su seno una escuela de capacitación laboral para que sus trabajadores subieran el nivel de sus conocimientos .Agregó, además, que la Empresa defendida había ofrecido una conciliación muy generosa para acabar con el pleito y que fue rechazada por la acusación sin ofrecer alternativas. Entonces el juez le rogó al letrado que le aclarara los términos de esa oferta y fue tomando nota en su bloc de los detalles. Al llegar a este punto , Elena y yo nos miramos con un gesto de profundo asombro. No cabía más cinismo que el empleado por el letrado de la defensa. Y lo de la escuela de capacitación había sido un burdo intento de retener al personal con la excusa de la docencia y ante el malestar manifestado por los trabajadores, se cerró a los pocos meses de su existencia.- Yo hice ademán de levantarme para replicar a la insolencia y la desfachatez con que se despachaban años de humillación y desafueros; pero Elena, adivinando mi intención, me sujeto con fuerza por el brazo comentándome en voz baja que ya tendríamos tiempo de rebatir toda esa basura cuando llegara el turno de los testigos Prosiguió la defensa con su discurso de loas y flores para la Empresa francesa, alardeando de poseer una batería de pruebas y testigos que corroborarían, llegado el momento, los asertos que estaba exponiendo. (Elena y yo, de manera simultánea, pensamos en el Juez local Sebastián Carreño, en su hijo Luis, administrador de la Compañía; en varios ingenieros franceses con chalets y magníficos estipendios, y en un sujeto,
  • 39. 39 que aún no he mencionado, con un cargo fantasma, pero que su dedicación real, no disimulada, consistía en informar a la Empresa francesa del estado de incomodidad que en el pueblo se vivía por las transgresiones continuas de la legalidad, señalando en sus informes a los empleados cuya voz crítica más resonaba.) Estos iban a ser los ilustres personajes que la defensa utilizaría para salvaguardar el honor de sus defendidos. El juez, oídas las dos partes, dio por terminada esta primera audiencia y anunció un pequeño receso hasta el próximo lunes, seguramente para tomarse un periodo de reflexión sobre todo lo oído en su Sala.- Elena y yo aprovechamos ese lapso de tiempo para hacer un viaje relámpago a Madrid y contactar con nuestros queridos amigos Sebastián y Rosa, que nos habían pedido que les tuviéramos informados de la marcha de la causa. Teníamos, pues, cuatro días para madurar nuestros planes, visitar a los amigos y ¡ cómo no!, para dedicarlos a gozar de nuestra intimidad, algo descuidada con tanta obligación. A las ocho de la tarde llegaba a la estación de León el expreso que unía Santiago de Compostela con Madrid,. Como hasta las siete de la mañana del día siguiente no arribaba el tren a la estación de Atocha, yo alquile un compartimento en el coche cama. Tendríamos tiempo suficiente para poner al día nuestra relación amorosa y para descansar de las jornadas tan intensas vividas. Llevábamos en el tren algo más de tres horas. Elena, que ocupaba la litera inferior, resoplaba plácidamente mostrando un sueño reparador. A mí me costaba más trabajo entrar en trance por lo que estaba en una situación de suave duermevela. Por ello, fui el único que noto el sonido de dos golpes secos dados en la puerta del compartimento Como no quise contestar al intruso que osaba violar nuestro derecho al descanso, estos se volvieron a repetir, esta vez con mayor contundencia. Restregándome los ojos, miré mi reloj que marcaba las 12,30 y baje de mi litera procurando no hacer ruido para que mi novia siguiera durmiendo. Imaginaba que el encargado quería comunicarnos alguna contingencia. Descorrí el cerrojo y, de súbito, la puerta se abrió con tanta violencia que me hizo recular y quedar sentado en el suelo, junto a la ventanilla. En el marco apareció un instante la figura de un hombre de mediana estatura
  • 40. 40 en cuya mano derecha la luz del pasillo hacía brillar una “parabellum”. El individuo se coló con extraordinaria rapidez echando a continuación el cerrojo y en voz baja pero con energía nos conminó a que permaneciéramos quietos y callados- Elena, que aún no se había hecho cargo de la situación, balbucía algunas palabras incoherentes- Yo, tomándola suavemente del brazo, la atraje hacia mí para ofrecerle la protección que me fuera posible.-Era un hombre joven, de complexión atlética y acento vasco. Vestía un chándal oscuro y su mirada era dura como el pedernal. Siempre a media voz nos aclaró: ”Solo busco un refugio seguro hasta poder llegar al apeadero que hay antes de la Estación de Galapagar, donde el tren aminora la marcha. Entonces, si todo ha ido bien saltaré por esa ventanilla y ustedes olvidarán lo que han visto” Y repitió a continuación para remachar: “Olvidarán lo que han visto- ¿Entendido? Si cometen la más mínima indiscreción no llegarán vivos a Madrid-“ Elena, recobrando su sangre fría, le espetó a bocajarro: “Es usted de Eta, Verdad?”- El hombre, apuntándole con su parabellum la miró con dureza para contestar: “Mientras menos sepan ustedes de mi, tanto mejor les irá” y a continuación se introdujo debajo de la litera de mi novia añadiendo :”Hagan su vida normal. Pueden volver a dormir si lo desean: pero no olviden que los estaré vigilando y que no me importa en absoluto morir matando.”- La cosa estaba muy clara- Entonces le indiqué a Elena que subiera a la litera de arriba dándole un beso para tranquilizarla- Yo me eché en la de abajo no sin una cierta prevención al considerar el peligro de semejante vecino. Apagamos la luz y, aparentemente, todo volvió a la normalidad. A la normalidad hasta que media hora más tarde sonaron de nuevo en la puerta varios golpes secos y una voz imperiosa que gritaba: “Abran, somos la policía nacional”. Aquella, desde luego, no iba a resultar la mejor noche de nuestras vidas. Noté la parabellum en mis costillas y la voz del etarra que advertía:”¡¡Cuidado con lo que hacen o dicen!!”.- Fingiendo una somnolencia que no sentía y tardando unos segundos en abrir, para dar más sensación de normalidad, descorrí el cerrojo. Ante mí, en la puerta, había un oficial de la policía nacional que me preguntó cuando salí al pasillo: ¿ “Va todo bien?” y yo, haciendo de tripas corazón y conteniendo como podía sus latidos incontrolables contesté con naturalidad: “ ¿Y
  • 41. 41 como quiere usted que vaya?. Somos una Pareja de abogados laboralistas que estamos llevando un caso en la Audiencia de León y aprovechamos un pequeño receso para viajar a Madrid y estar con la familia”. El hombre, apartándome suavemente asomó la cabeza para ver el compartimento y sin inmutarse nos dijo: ”Enséñenme su documentación”. Yo, como la cosa más natural del mundo, me dirigí a Elena, que fingía dormir, para decirle: “Cariño, despierta. Aquí hay un señor que desea ver nuestros documentos.” Y ella, haciéndose de nuevas, contestó :”Y para que diablos quieren ver nuestros documentos a estas horas, ¿Se han vuelto locos?-No la dejan a una descansar ni en los viajes,” Recogí ambas documentaciones y se las mostré al policía que las examinó concienzudamente. Al terminar dijo: “Perdonen ustedes las molestias; pero tenemos constancia de que se está formando por estos entornos un comando de Eta y pensamos que en este tren puede viajar alguno de sus miembros. No salgan para nada de su apartamento. Nosotros proseguiremos con el registro. Buenas noches,” y el hombre continuó pasillo adelante. Cuando sus pasos dejaron de oírse Elena se abalanzó sobre mí sollozando por la tensión vivida y permanecimos abrazados un tiempo indefinido. Yo le cubría de besos el cuello y le acariciaba el pelo para conseguir serenarla. Fue entonces cuando sonó de nuevo la voz del etarra: “Han pasado ustedes la primera prueba; pero no olviden que, hasta llegar a Galapagar, el peligro continúa.” Esta vez, y por deseos de mi novia, los dos nos acomodamos juntos en la litera superior y aunque la estrechez del espacio resultaba algo incómoda, se compensaba al sentirnos tan unidos en un trance como aquel . Por supuesto, allí ya no durmió nadie. Yo le pasé a Elena el brazo por debajo y atraje su cabeza para que reposara sobre mi pecho. Creo que eso la tranquilizó bastante. Pasado un tiempo ,oímos al etarra que salía de su escondrijo tanteando para encontrar el pequeño aseo de que disponía el compartimento. De nuevo advirtió: “Sigo vigilando. Cuidado con realizar algo fuera de lo normal.”.- El resto de la noche paso sin mayores sobresaltos aunque la atmósfera en el compartimento se podía cortar con cuchillo. Al comenzar el tren a aminorar la marcha, ya en terrenos del apeadero de Galapagar, el etarra se acercó a la ventanilla y comenzó a girar la manecilla para ir elevando el cristal. Nos miró con sus ojos acerados y simplemente dijo :”El término de mi viaje. No vayan a cometer
  • 42. 42 ahora alguna estupidez que tengan que lamentar.” Y deslizando su cuerpo por el hueco saltó al exterior. Yo me apresure a mirar y lo vi correr agazapado en la oscuridad y desaparecer en lo que parecían unas naves abandonadas. La pesadilla había terminado. Una vez más estábamos Elena y yo en Claudio Coello, frente al portal donde vivían nuestros queridos amigos- Dedicamos unos minutos a examinar el entorno y, la verdad es que ya apenas se notaban las cicatrices del terrible atentado del 20 de Diciembre pasado. En este sentido parecía que todo había vuelto a la normalidad.- Sebastián y Rosa nos esperaban aquella tarde pues Elena, nada más llegar a Atocha, utilizó la primera cabina telefónica que encontró libre para informarles de nuestra visita, tanta era su ansiedad por comunicarles todas las novedades de nuestro proceso y la peligrosa aventura vivida en el coche cama aquella noche.- Al vernos nos abrazamos y no ocultaron su alegría al poder estar de nuevo juntos.- A ratos Elena y a ratos yo, les fuimos poniendo al corriente de las nuevas del último mes; pero lo que de verdad les dejó atónitos y atrajo su atención de una manera especial fue lo del incidente con el etarra. Ambos desearon ansiosamente conocer al detalle todos los pormenores de lo ocurrido en el coche cama- Preguntaron una y otra vez, sobre todo la fiscal, por los más ínfimos detalles de la aventura y cuando se hubieron hecho cargo de lo acontecido observamos que en sus rostros aparecía un rictus de preocupación- Después de un prolongado silencio, nuestra amiga, mirando a su marido comentó: “Resulta muy verosímil que Eta realice un atentado en fecha próxima. En la Audiencia ya nos habían llegado rumores de que el comando denominado Madrid esté operativo y pueda actuar en y cuando lo decidan. Por esto, nuestro deber es colaborar con la policía de inmediato, poniendo en su conocimiento los hechos vividos por vosotros en el tren”-·, y nos miró con gesto inquisitivo. A continuación añadió: “No dejo de considerar los trances que al declarar estos hechos tendréis que asumir. Pensad que la sensibilidad del gobierno respecto al terrorismo no puede estar más a flor de piel. Seguramente os impedirán moveros de Madrid para teneros a su disposición en cualquier momento. Y otro peligro que detecto es el de que os puedan acusar de obstrucción a la justicia, por no descubrir al policía que os visitó lo que estaba ocurriendo en vuestro compartimento” Y dulcificando sus palabras