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TEMA 5.DE LOS SEIS A LOS DOCE
1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN
La Cumbre de La Haya, en 1969, dio vía libre a la admisión de nuevos miembros en
las Comunidades. Retirado el veto francés tras el relevo de De Gaulle por Pompidou, se
activaron las candidaturas al ingreso directo del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y
Noruega, miembros los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC).
Por el contrario, los cinco estados mediterráneos que ya tenían acuerdos con la
Comunidad Económica Europea, Grecia, Marruecos, Turquía, Malta y Chipre, no
mejorarían su estatuto de meros asociados comerciales.
En principio, la gran apuesta —y el gran riesgo— era la candidatura británica. El Reino
Unido había sostenido una tradicional ambivalencia ante la adhesión, rechazándola
primero, solicitándola después y señalando siempre condiciones y excepciones en su
futura actividad comunitaria. Además, un parte importante de la sociedad británica no se
sentía implicada en la aventura europea. Una encuesta entre la población, de noviembre
de 1969, reveló que los partidarios del ingreso en la CE no alcanzaban el 40 por ciento.
Las conversaciones de adhesión comenzaron en Bruselas, el 30 de junio de 1970 con los
británicos, y en septiembre con los otros tres candidatos. Consciente de que el gran
problema era Londres, en mayo de 1971 Pompidou sostuvo una negociación directa con
el premier Edward Heath para sortear los principales obstáculos: la aceptación
británica de la PAC, la permanencia de su economía en la Commonwealth, el papel de
la libra esterlina en el futuro sistema monetario europeo y la contribución del Reino
Unido al Presupuesto comunitario, aspectos que despertaban fuertes recelos en la
opinión pública de las islas y en la de los países comunitarios.
Alcanzado un acuerdo con los cuatro estados candidatos, se oficializó en junio. Quedaba
la votación parlamentaria en cada país, que se superó sin obstáculos. En el Reino Unido,
la adhesión salió adelante en la Cámara de los Comunes el 28 de octubre, por 358 votos
a favor y 246 en contra, de los laboristas, quienes desde la oposición advirtieron que,
cuando llegaran al poder, renegociarían las condiciones de la adhesión. La firma del
Tratado de Ampliación tuvo lugar en Bruselas, el 22 de enero de 1972. Los cuatro
1
nuevos miembros aceptaban los Tratados de las Comunidades y se fijaba un período
transitorio de cinco años, a partir del 1 de enero de 1973, para que adaptaran sus
legislaciones y redujesen sus derechos de aduana al ritmo de un 20 por ciento anual,
hasta suprimirlos. Por su parte, las Comunidades realizarían en el mismo período las
correspondientes reformas en sus instituciones a fin de que acogieran a los
representantes de los nuevos miembros.
Parecía haber nacido la Europa de los Diez. Pero faltaba un requisito: que los
ciudadanos de los nuevos miembros avalasen en las urnas lo aprobado por sus
parlamentos. Era un test muy importante porque, además de rubricar la ampliación,
mediría el grado de prestigio de las Comunidades en países que, hasta ese momento,
pertenecían a la rival AELC. Y el test obtuvo resultados agridulces. El Reino Unido e
Irlanda tuvieron referendos favorables. El primero, el 23 de abril de 1972, con el 67,7
por ciento de los votos a favor; Irlanda, el 10 de mayo de 1972, con el 83 por ciento.
Pero Dinamarca y Noruega, miembros del Consejo Nórdico y de la frustrada
Comunidad Económica Nórdica, o Nordek (1968-70), eran otro caso. En la primera, el 2
de octubre, el referéndum de adhesión a las Comunidades salió adelante con sólo un
56,7 por ciento. Pero en Noruega, la consulta del 25 de septiembre, condicionada por la
política comunitaria en el sector pesquero, que perjudicaba los intereses noruegos, fue
desfavorable, con un 49 por ciento de votos negativos, superior al 46,5 de positivos, lo
que quizás influyó en el pobre resultado de la consulta danesa una semana después. Por
lo tanto, el Gobierno de Oslo retiró su adhesión y permaneció en la AELC. Así que
cuando, el 1 de enero de 1973, Irlanda Dinamarca y el Reino Unido ingresaron
oficialmente en las Comunidades, la prevista Europa de los Diez se había quedado en la
Europa de los Nueve.
2. EL CONSEJO EUROPEO Y EL INFORME TINDEMANS
En el año 1974, varios de los políticos que habían marcado el período de ampliación de
las Comunidades desaparecieron del primer plano. En Francia, Pompidou cedió la
Presidencia de la República a Valery Giscard d'Estaing, líder de la liberal Unión para
la Democracia Francesa (UDF). En la RFA, el canciller Brant, víctima del caso
Guillaume, un escándalo de espionaje, cedió su puesto al también socialdemócrata
Helmut Schmidt. Y en el Reino Unido, el laborista Harold Wilson volvió al poder tras
2
cuatro años de gobierno conservador. Los dos primeros revitalizaron el eje franco-
alemán para hacer avanzar a la Comunidad por la vía confederal. Wilson, por su parte,
comenzó a ejercer presión para que se revisara, en los momentos más duros de la crisis
del petróleo, la elevada aportación al Presupuesto comunitario que, en función de su
potencial económico, le correspondía al Reino Unido. Abrió así una enconada batalla
entre Londres y Bruselas, que tardaría una década en resolverse.
En la Cumbre comunitaria de París, el 9 y el 10 de diciembre de 1974, los dirigentes
europeos constataron que la CEE estaba cumpliendo las etapas previstas para la
unificación económica. Era el tiempo de poner en marcha la vertiente política de la
integración, que la Cumbre de Copenhague, celebrada el año anterior en medio de una
crisis generalizada, no había podido abordar.
Como punto de arranque de la Cumbre de París, Giscard y Schmidt presentaron una
propuesta conjunta para elevar el nivel de las consultas intergubernamentales previstas
en el Método Davignon a partir del Informe de Copenhague, del año anterior, y
extenderlas a ciertos ámbitos internos de la política comunitaria. En adelante, las
Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno, que pese a ser un auténtico órgano decisorio
para las Comunidades carecían de cualquier cobertura institucional, se convertían en el
Consejo Europeo, el órgano fundamental de la Cooperación Política Euopea. La
Presidencia del Consejo sería rotatoria por países, cada seis meses y el presidente en
activo, el anterior y el siguiente, formarían una especie de comité permanente del
Consejo, la troika comunitaria, con capacidad para negociar y plantear propuestas. Pero,
como no estaba contemplado en los Tratados de Roma, el Consejo Europeo tampoco
sería una institución comunitaria, sino un mero organismo deliberante de coordinación
intergubernamental que tendría un peso decisivo en el desarrollo de las grandes
iniciativas comunitarias, en coordinación con el Consejo de Ministros.
No obstante, en su primera reunión en Dublín, en marzo de 1975, el Consejo Europeo se
dotó a sí mismo de unos procedimientos normativos, propios de un Ejecutivo, que
fijaban la aplicación de sus acuerdos a través de una serie de Actos, que debían ser
tenidos en cuenta tanto por la Administración comunitaria como por las estatales: las
Decisiones, que introducían correcciones en el Presupuesto comunitario; las Decisiones
de Procedimiento, que reenviaban al Consejo de Ministros los acuerdos con los que el
3
Consejo Europeo no estuviera de acuerdo; las Directivas y Orientaciones, que fijaban
prioridades a la política comunitaria y orientaban su ejecución; y las Declaraciones, que
constituían tomas comunes de postura de los estados miembros ante asuntos concretos.
De este modo, el Consejo Europeo, prevalido del poder político de sus integrantes,
despojaba a la Comisión Europea y al Consejo de Ministros de gran parte de la
iniciativa sobre orientaciones generales de las políticas comunitarias, desde la cuestión
de los recursos presupuestarios, o los avances en la unión económica y monetaria, hasta
la admisión de nuevos miembros, reforzando así los mecanismos confederales en el
seno de la CEE. Era, en cierto modo, el triunfo del Plan Fouchet.
Pero si en el ámbito de la Cooperación Política, competencia de los gobiernos, la
autoridad del Consejo Europeo era incontestable, en el terreno económico y social,
reservado por los Tratados a las instituciones de las Comunidades, la actividad del
Consejo iba a causar serios problemas, ya que era un organismo ajeno a ellas y
rechazaba someter sus decisiones a los controles y contrapesos con que funcionaban los
organismos comunitarios. No obstante, los líderes nacionales jugaban un papel cada vez
más relevante en estos ámbitos de la CEE de manera que, cuando el Tratado de
Maastricht (1992) institucionalizó el Consejo como órgano de las Comunidades, este
era ya un poder fáctico de enorme peso en el seno del aparato comunitario.
Por otra parte, las propuestas federalistas no habían sido descartadas. La Cumbre de
París, además de establecer el Consejo Europeo y admitir el sufragio universal para
elegir el Parlamento, encargó al primer ministro belga, el federalista Leo Tindemans, la
elaboración del proyecto para crear la Unión Europea en diez años y cerrar así la etapa
funcionalista. Tras una minuciosa labor de encuesta, Tindemans concluyó su
memorándum en diciembre de 1975 y lo presentó al Consejo Europeo en su reunión de
Luxemburgo, el 2 de abril del año siguiente.
El Informe Tindemans partía de la validez de los Tratados de las Comunidades, pero
proponía algunas modificaciones institucionales. En primer lugar, una reforma del
Parlamento Europeo para que fuera elegido por sufragio universal desde la siguiente
legislatura y se le dotara de capacidad de iniciativa legal, ya que hasta entonces sólo la
poseían Comisión y el Consejo de Ministros. Por otra parte, el Parlamento y la
4
Comisión ampliarían sus competencias en materia monetaria, energética,
educativa, de defensa de los consumidores y de políticas de desarrollo regional, en
detrimento de la soberanía de los estados miembros. Igualmente, estos se verían
obligados a aplicar las decisiones comunitarias en su política exterior. Y los ciudadanos
de los países miembros recibirían «derechos especiales» en el territorio de los otros
socios, lo que apuntaba hacia una ciudadanía europea común.
El Informe preveía, además, una UE con «distintas velocidades» de integración, según
el potencial de sus miembros, y en la que existiría una estructura funcional mixta: «la
doble base de las instituciones comunitarias de inspiración supranacional o federalista y
de la cooperación política, de inspiración intergubernamental o confederal».
Pese a que eran medidas muy tímidas desde la perspectiva federalista, aquello era ir
demasiado deprisa en unos momentos en los que surgían nuevos problemas entre los
socios comunitarios. En el Consejo Europeo de Dublín se había dado luz verde a un
ambicioso proyecto, los Fondos Europeos de Desarrollo Económico y Regional
(FEDER), que se establecieron en marzo de 1975 dentro del capítulo presupuestario de
los llamados «fondos estructurales». Su finalidad era desarrollar las regiones más
desfavorecidas de la Comunidad, financiando proyectos de infraestructuras y desarrollo
local que mejoraran los servicios públicos y la educación, creasen empleo y generaran
un aumento de la renta regional. Los peticionarios debían ser los estados, que también
serían los contribuyentes, pero no en función de su población, sino de su riqueza. Los
que tuviesen mayor PIB —la Alemania federal, el Benelux, el Reino Unido o
Dinamarca— serían contribuyentes netos, mientras que aquellos que contaran con las
regiones menos ricas —Italia, Irlanda, en menor medida Francia y, en unos años,
Grecia, España y Portugal— serían beneficiaros de las ayudas a esas regiones muy
por encima de su aportación.
Pero las Administraciones nacionales se resistían a ceder el control de sus aportaciones
en los FEDER a la pujante burocracia de las Comunidades. En realidad, conforme las
sociedades europeas se veían afectadas en forma creciente por el proceso de integración,
aumentaban sus partidarios, pero también los que no lo veían útil. Estos
«euroescépticos» estimaban que los «eurócratas», los 13.000 empleados con que
contaban las Comunidades en 1975, no merecían sus salarios comparativamente altos y
5
que el entramado comunitario en su conjunto era un despilfarro innecesario, incluido el
coste de la traducción de todos los actos y documentos comunitarios a seis idiomas
(nueve, tras el ingreso de Grecia, España y Portugal en los años ochenta).
No era, sin embargo, la euroescéptica la opinión dominante entre la población europea y
aún menos entre los responsables gubernamentales. Pero estos seguían mirando con
recelo un federalismo que trasladase gran parte del poder de sus Administraciones a
unas instituciones comunitarias que buscaban crearse un espacio supranacional propio
cada vez más amplio. Por lo tanto, cuando el Consejo Europeo estudió el Informe
Tindemans en su reunión de La Haya, en noviembre de 1976, decidió posponer sin
plazo ni fecha la aplicación de las medidas que proponía, con excepción de la elección
por sufragio universal del Parlamento Europeo, que tendría lugar por primera vez en
1979.
3. EL SISTEMA MONETARIO EUROPEO
La serpiente monetaria, que había permitido salvar la crisis provocada, entre 1971 y
1973, por el final de los acuerdos de Bretton Woods, era un mero parche, y no muy
satisfactorio. Aunque los resultados en la estabilidad monetaria y la contención de la
inflación habían sido mejores que los de quienes, como británicos o italianos, se
mantenían fuera del sistema, no había servido para detener las fluctuaciones, a las que
se atribuía una continua alteración de los precios. El 1 de noviembre de 1975, un grupo
de nueve economistas críticos hizo público en el diario The Economist, el llamado
Manifiesto del Día de Todos los Santos. Proponían utilizar la experiencia del Banco
Europeo de Inversiones para constituir una moneda común, la europa, primero como
unidad de operaciones de mercado abierto y de financiación de los gastos de las
Comunidades y luego como moneda única, en sustitución de las divisas nacionales.
Recogiendo las propuestas del Manifiesto, el Consejo Europeo, en su reunión de
Bruselas, el 12 y 13 de julio de 1976, decidió reanudar la creación de la Unión
Económica y Monetaria. Fue la Comisión Europea, presidida desde 1973 por el francés
François-Xavier Ortoli, quien asumió el reto de garantizar la estabilidad de los
cambios, poner límites a la inflación y mejorar las inversiones. Giscard d'Estaing y
Schmith, los líderes del eje franco-alemán, se sumaron a la labor de impulsar la
6
cooperación monetaria proponiendo una «zona de estabilidad monetaria» que el
Gobierno alemán presentó en la sesión del Consejo Europeo celebrada en Bremen, en
junio de 1978. La propuesta fue la base del proyecto de Sistema Monetario Europeo
(SME) preparado por el Comité de ministros de Finanzas (Ecofin), que lo aprobó en
su reunión de Bruselas, el 5 de diciembre. Entró en vigor el 13 de marzo de 1979.
El SME se constituyó en torno a tres ejes:
a). La unidad de cuenta europea.
b). El mecanismo de tipos de cambio y de intervención, que debía garantizar los
márgenes de flotación de las monedas.
c). El mecanismo de transferencias y de créditos, destinado a poner orden en la libre
circulación de capitales.
Sin contemplar aún la moneda única, el SME aprovechaba el «cesto» creado en 1972
para establecer paridades fijas-ajustables mediante una unidad monetaria virtual, la
Unidad de Cuenta Europea, el ecu por sus siglas en inglés (European Currency Unit).
El SME establecía una estrecha banda de fluctuación de las monedas, de ±2,25 y fijaba
en cada momento los tipos de cambio entre el ecu y esas monedas, a fin de estabilizar
los intercambios comerciales y financieros en el seno del Mercado Común. Aunque
incapaz de competir en el comercio mundial con las divisas reales fuertes, como el
dólar, el yen o el franco suizo, el ecu jugó pronto un papel importante en el mercado
crediticio internacional y reguló el mercado interior de cambios en la CEE, al tiempo
que se convertía en el laboratorio de pruebas del euro, la futura moneda europea.
Para gestionar créditos y transferencias se estableció el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, previsto ya en el Plan Werner, donde los bancos centrales,
que depositaban en su seno el 20% de sus reservas en oro y divisas, negociaban los
cambios en las paridades del ecu. Y el Mecanismo de Tipos de Cambio (MTC) debía
facilitar a las autoridades financieras jugar con los tipos y con las reservas monetarias a
fin de impedir que una fluctuación excesiva sacara a alguna moneda débil de un Sistema
que, en seguida, tuvo en el muy estable marco alemán su referencia ante los mercados.
4. LA REFORMA DEL PARLAMENTO EUROPEO
7
La Cumbre comunitaria de La Haya, de diciembre de 1969, acordó la reforma del
Parlamento en el sentido de dotarlo de una mínima capacidad legislativa y
modificar su composición, a fin de que fuera elegido directamente por el conjunto del
cuerpo electoral europeo. No obstante, las negociaciones para la adhesión de nuevos
miembros, no culminadas hasta 1973, desaconsejaron acometer cualquier reforma a
corto plazo. Mientras tanto, en abril de 1970 el Acuerdo de Luxemburgo facilitó al
Parlamento cierto control sobre los Reglamentos presupuestarios, el nuevo sistema de
financiación con recursos propios, aunque tan sólo afectaba entonces al 10% de los
fondos que manejaban las Comunidades, ya que quedaban excluidos los destinados a la
Política Agraria.
Realizada la ampliación a nueve miembros, fue el propio Parlamento quien reanudó el
proceso de su reforma, con un informe presentado en julio de 1973, en el que, junto a la
elección por sufragio universal, se proponía un aumento de los escaños de la
Eurocámara, a fin de acoger a los nuevos miembros en proporción a su población. La
intención era alcanzar un Procedimiento Electoral Uniforme (PEU), para que el
sistema fuera igualitario para todos los electores europeos. La Comisión Política del
Parlamento, presidida por el diputado holandés Schelto Patijn, se encargó de elaborar
una propuesta, que fue aceptada por los líderes nacionales durante la Cumbre
comunitaria de París, en diciembre de 1974. El Informe Patijn, adaptado como
Reglamento interno por la Cámara el 14 de enero de 1975, proponía la elección de 355
diputados —entonces eran 198— por sufragio universal, igual, directo y secreto, en las
elecciones europeas. Pero reconocía las dificultades de armonizar las peculiaridades de
los sistemas electorales nacionales, por lo que encomendaba a los estados miembros la
realización de los comicios y, evitando las candidaturas de lista única europea,
configuraba las cuotas de diputados por la población de los estados.
El Consejo Europeo de julio de 1976 abordó el estudio del PEU y fijó en 410 el número
de diputados, repartidos proporcionalmente por grupos de población (entre paréntesis, la
cuota anterior). Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, 81 cada uno (36), Holanda,
25 (14), Bélgica, 24 (14), 16 Dinamarca (10), 15 Irlanda (10) y 6 Luxemburgo (6).
Todas las modificaciones aceptadas fueron sintetizadas por el Parlamento, el 20 de
septiembre de 1976, en el «Acta relativa a la elección de los Representantes en la
8
Asamblea por sufragio universal directo», conocida como Acta de Bruselas. A partir
de esta propuesta formal, el Consejo Europeo de Copenhague, en abril de 1978, acordó
la celebración de elecciones al Parlamento en la primavera del año siguiente. La
convocatoria introdujo una seria alteración en la política parlamentaria de los países
comunitarios. Las elecciones europeas no podían coincidir con las nacionales,
obligaban a elaborar programas políticos europeístas y, al ser con distrito único de
ámbito estatal, estimulaban los pactos de coaliciones ad hoc entre los partidos
regionales o las pequeñas formaciones. En el seno de la Cámara los grupos
parlamentarios no se formaban por países, sino por ideologías, que a veces daban origen
formal a federaciones y partidos «europeos», aunque sin verdadera actuación fuera del
Parlamento de Estrasburgo.
La legislatura que terminó en 1979, la última con diputados de los parlamentos
estatales, tenía casi todos sus 198 escaños repartidos entre seis grupos parlamentarios.
El mayor, con 66, era el grupo socialista, constituido formalmente como Unión de
Partidos Socialistas de la Comunidad Europea en 1974; le seguían, con 53, los
demócrata-cristianos del Partido Popular Europeo, fundado en 1976; los liberales
tenían 27 diputados y constituían, desde 1976, una Federación de Partidos Liberales y
Democráticos; los conservadores británicos y daneses, 17 escaños, actuaban
coordinados como Conservadores Europeos desde 1973, aunque en las elecciones de
1979 concurrirían con la etiqueta de Demócratas Europeos; la derecha nacionalista
integraba, desde 1973, la coalición Demócratas Progresistas Europeos, con otros 17
diputados —aunque se negaban a constituir formalmente un grupo parlamentario— y el
Grupo de Comunistas y Afines, constituido ese mismo año, tenía también 17 escaños.
Con la elección del Parlamento por sufragio universal y el reconocimiento de su
derecho a fiscalizar la gestión económica de la Comisión y a rechazar sus proyecto
presupuestario (julio de 1975), la política de las Comunidades giraría hacia una mayor
representatividad institucional y hacia una aceleración del proceso de integración, que
se plasmaría en el período de vigencia del Acta Única (1986-93). El Parlamento
respondía ya a una voluntad de representación política específicamente europea, por
más que fuese elegido con circunscripciones estatales. Ese aumento de la
representatividad debía ser acompañado de otro de su capacidad política y legislativa,
conforme proponía el Informe Tindemans. Pero para ello era necesario que se
9
modificase la estructura institucional de las Comunidades y su procedimiento legislativo
y de control. Y, sobre todo, que predominase una voluntad federalista en los cuerpos
políticos de los estados miembros.
5. LAS RELACIONES EXTRACOMUNITARIAS EN LOS AÑOS SETENTA Y
OCHENTA
La CEE carecía de una política exterior propia, ya que los estados miembros se
reservaban en ello prácticamente todas sus cotas de soberanía, con excepción de la
política de defensa. Esta reposaba de un modo conjunto en la OTAN, la alianza
aglutinada por los Estados Unidos a ambos lados del Atlántico. A partir de 1970, los
Seis se habían avenido a mantener consultas regulares sobre sus relaciones exteriores,
en los diversos niveles establecidos por el acuerdo de la Cooperación Política, y a actuar
de forma consensuada en las crisis internacionales. Así, se produjeron tomas de posición
conjunta en asuntos como el diálogo israelí-palestino, la guerra chino-vietnamita, la
invasión soviética de Afganistán, la lucha contra el apartheid surafricano, o el conflicto
argentino-británico de las Malvinas, que afectó directamente a un estado comunitario.
Pero ni ello, ni la creación del Consejo Europeo, logró que la Comunidad, carente de
Fuerzas Armadas, cuerpo diplomático o representación propia en los organismos de la
ONU, pudiera ejercer una diplomacia supranacional realmente eficaz en sustitución de
las políticas individuales, y a veces contrapuestas, de los estados que la integraban.
Había, sin embargo, un terreno en el que los miembros del Mercado Común habían
tenido que asumir una acción conjunta: el comercio, fundamentalmente, en una doble
vertiente. Por un lado, garantizarse una amplia cuota del mercado mundial, en las
condiciones de competencia que establecía el GATT. Por otro, mantener una relación
privilegiada —de ayuda al desarrollo decían sus partidarios, de explotación
neocolonial, sus detractores— con la miríada de excolonias de las potencias europeas
que alcanzaban su independencia durante los años sesenta y setenta.
El comercio intracomunitario, con el ingreso sucesivo de nuevos miembros, desde la
Europa de los Seis a la Europa de los Doce, era el mayoritario: pasó del 50,2 por ciento
de los intercambios en 1980, al 60,1 en 1991. Pero durante los años ochenta, el
Mercado Común se afirmó como la mayor potencia comercial del mundo, aunque,
10
a falta de una auténtica unión económica, las diferencias entre los miembros eran
considerables, desde el enorme superávit comercial alemán hasta el déficit de casi
todos los demás, especialmente acentuado en el caso británico. Exportadora de
productos manufacturados, e importadora de materias primas y alimentos, la
Europa comunitaria era sumamente deficitaria en materia energética, ya que carecía
de petróleo y de gas, con excepción de los yacimientos del Mar del Norte, parte de ellos
en aguas británicas. Esto afectaba seriamente a la balanza de pagos comunitaria y la
hacía muy sensible a las fluctuaciones en el precio de los combustibles, utilizados con
frecuencia como instrumento de política internacional por los miembros de la poderosa
Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Así, la balanza comercial
pasó de un déficit de 35.810 millones de ecos en 1983 a un superávit de 10.954 en 1986,
para volver a entrar en números rojos dos años después y alcanzarlos 47.627 millones
de ecos de déficit en 1990. Ese año, las importaciones extracomunitarias representaban
el 9,8 por ciento del PIB de los países de Comunidad, mientras que las exportaciones
suponían el 8,9 por ciento.
Los mercados exteriores de la CEE abarcaban todo el planeta, pero con grandes
diferencias. En 1989, los principales socios comerciales eran los países de la AELC, con
el 25,9 por ciento de las exportaciones comunitarias y el 22,8 de las importaciones.
Seguía luego Estados Unidos, con el 18,8 y el 18,7, respectivamente. EE.UU. era un
socio comercial incómodo por su permanente presión para que la CEE renunciara a
aplicar la preferencia comunitaria en su comercio agrícola y abriera totalmente su
mercado a la muy protegida agricultura norteamericana. Y el tercer socio era Japón, con
el 10,3 por ciento de las importaciones de la CEE y el 5,0 de las exportaciones. Cobraba
fuerza, sin embargo, un variado conjunto de los denominados países en vías de
desarrollo, los Países de África, el Caribe y el Pacífico, o Grupo ACP, que en 1989
aportaban el 4,4 de las exportaciones comunitarias y sólo el 3,4 de las exportaciones,
pero donde tenía lugar, en esa época, el más exitoso ejemplo —en realidad, casi el único
— de una política exterior comunitaria.
5.1. El Grupo ACP y la Convención de Lomé
En la Europa de los Seis, había sido preferentemente el ámbito colonial africano de
Francia, los llamados Territorios de Ultramar y luego la Organización Africana y
11
Malgache de Cooperación Económica, el objetivo de una política de asociación que
contemplaba acuerdos comerciales y de inversión de capitales a cambio de ayuda al
desarrollo. La Convención de Yaundé, en 1964, había asociado a la CEE a 18 estados
africanos. Y cuando el acuerdo espiró, en junio de 1969, tanto la Comunidad como su
contraparte africana, que cuatro años antes se había transformado en la Organización
Común Africana y Malgache (OCAM), estuvieron de acuerdo en renovarlo por otros
cinco años (Convención de Yaundé II).
A partir de 1973, otra antigua gran potencia en la última fase de liquidación de su
imperio colonial, el Reino Unido, se incorporó al Mercado Común. Gran parte de sus
excolonias le seguían vinculadas a través de la Commonwealth, pero ello no debía
constituir un obstáculo para que se integrasen, con los países francófonos, en un amplio
espacio de asociación económica con la CEE, el Grupo ACP. La vía fue abierta por
tres antiguas colonias británicas, Uganda, Kenia y Tanzania, integrantes de la
Comunidad de Estados del África Oriental que, antes del ingreso formal de su
antigua metrópoli en la CEE, manifestaron su intención de asociarse con la Comunidad
en las mismas condiciones que los países de la OCAM. El resultado fue la Convención
de Arhusa, firmada en septiembre de 1969 y que entró en vigor el 31 de enero de 1971.
Para entonces, la financiación aportada por el Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo a
los países africanos, sobre todo para inversiones en infraestructuras, se había
cuadruplicado.
La constitución del Grupo ACP, mediante el Acuerdo de Georgetown, en junio de
1975, facilitó un extenso interlocutor tercermundista a la Comisión Europea que, a
punto de finalizar el plazo de vida de la Convención de Yaundé II, se mostró conforme
con ampliar el ámbito de su asociación comercial y de ayuda al desarrollo a las tres
áreas geográficas que abarcaba el Grupo. La Convención de Lomé (Togo) fue firmada
en febrero de 1978 por los Nueve con los 44 países miembros de la ACP: los 18 estados
del grupo de Yaundé, los tres de Arhusa, otras nueve excolonias británicas en África
—Botswana, Gambia, Ghana, Lesoto, Malawi, Nigeria, Sierra Leona, Suazilandia y
Zambia— cinco del Caribe —Barbados, Guayana, Jamaica, Bahamas y Trinidad y
Tobago— y tres de Oceanía: Fidji, Samoa Occidental y Tonga. Firmaron, además,
otros cinco estados africanos: Etiopía, Guinea-Bissau, Guinea Ecuatorial, Liberia y
Sudán. Se reservó plaza a Angola y Mozambique, que cubrían la última etapa de su
12
proceso de independencia de Portugal.
Quizás porque los intercambios con los antiguos espacios coloniales habían perdido
gran parte de su peso en la balanza comercial de la CEE, Lomé representaba un
espíritu menos neocolonialista que la Convención de Yaundé y más cercano al
librecambio y al moderno concepto de cooperación al desarrollo. A cambio de
facilidades para el comercio y la inversión, la Comunidad Económica Europea otorgaría
a sus asociados de Lomé, durante los cinco años de vigencia del Acuerdo, reducción de
aranceles de importación en productos determinados —azúcar, café, algodón, frutas,
etc.— garantizando cupos de compra predeterminados y aportaciones financieras,
procedentes del Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo, sobre todo para favorecer
procesos de industrialización, por un total de 300.000 millones de ecus.
En previsión de una caída de los precios mundiales que afectase masivamente a las
exportaciones ACP al mercado europeo, se estableció el Sistema de Estabilización de
los Ingresos por Exportación (Stabex), que preveía compensaciones financieras a
fondo perdido para los países menos desarrollados y créditos blandos para los
demás en caso de depreciación excesiva de una docena de productos, que
constituían el grueso de las importaciones comunitarias. Parecido sentido tenía el
Sysmin (Sistema Minero), destinado a compensar con préstamos a los países
exportadores de mineral. El acuerdo de asociación de 1978 resultó satisfactorio para
ambas partes y se renovó en 1981 (Lomé II), 1985 (Lomé III) y en 1990 (Lomé IV).
Para entonces, el Stabex incluía garantías para 44 productos y 70 países ACP estaban
asociados a la Comunidad Económica Europea, que había vuelto a cuadruplicar su
ayuda al desarrollo.
5.2. La proyección mediterránea
Otro ámbito exterior de importancia para la CEE era el Mediterráneo, dos de cuyos
estados, Francia e Italia, eran miembros del Mercado Común, por más que los franceses
privilegiasen su pertenencia a las áreas atlántica y centro-europea. Constituida en torno
al eje renano-padano, la Europa de los Seis había buscado ampliar su ámbito hacia el
Sur, pero con todo tipo de cautelas, tanto por el bajo nivel de desarrollo económico de
los países mediterráneos, como, sobre todo, por la debilidad o la ausencia de
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sistemas democráticos. De hecho, los países europeos ingresados en los ochenta,
Grecia, Portugal y España, no fueron candidatos firmes hasta que consolidaron sus
transiciones de regímenes autoritarios a democracias parlamentarias respetuosas con los
derechos humanos. Y eso no se podía aplicar, prácticamente, a ningún otro país
mediterráneo no comunitario.
La vinculación de estos a la CEE estaba marcada por un cierto patronazgo de
Bruselas, dada la enorme distancia entre el desarrollo de los miembros de la
Comunidad y los extracomunitarios de la cuenca mediterránea. La Comunidad
desarrollaba tres tipos de acuerdos:
a) Los acuerdos de asociación, que convertían a los beneficiarios en socios
comerciales con derecho a ayudas financieras y un desarme arancelario parcial que,
en el caso de la agricultura, suponía la inclusión en el régimen de preferencia
comunitaria. A diferencia del ámbito ACP, cuyos países estaban vinculados por
una Convención única, la de Lomé, los asociados mediterráneos negociaban
individualmente con la Comisión Europea. El primer acuerdo de asociación fue
firmado por Grecia en 1961 y entró en vigor en noviembre del año siguiente.
Siguieron otros con Marruecos (septiembre de 1969), Turquía (diciembre de 1964),
Malta (abril de 1971) y Chipre (junio de 1973).
b) Los acuerdos preferenciales de comercio poseían un nivel diplomático y
económico más bajo, ya que afectaban a la política tarifaria y de contingentes en
grupos de productos concretos y no gozaban de la preferencia comunitaria. El
Mercado Común firmó acuerdos preferenciales con España (octubre de 1970) y con
los países de la Asociación Europea de Libre Comercio: Finlandia, Islandia,
Noruega, Portugal, Suecia y Suiza (enero de 1973).
c) Los acuerdos de cooperación contemplaban proyectos económicos concretos, que
recibían financiación comunitaria fuera de los Fondos de Ayuda al Desarrollo. En el
ámbito mediterráneo, la CEE los puso en marcha con Yugoslavia (septiembre de
1973), Israel (julio de 1975), Argelia, Marruecos y Túnez (abril de 1976), Egipto
(junio 1976), Siria y Jordania (enero de 1977) y con Líbano (mayo de 1977). Otros
acuerdos de cooperación en este período incluían a 15 países asiáticos (básicamente,
acuerdos sobre la industria textil) y 16 americanos.
14
Algunos de los países mediterráneos asociados a la CEE tenían como horizonte, a medio
o largo plazo, el ingreso en el Mercado Común. Malta y Chipre, colonias británicas
hasta hacía pocos años, no reunían las condiciones económicas, ni mostraban entonces
interés alguno. En el caso chipriota, la división de la isla, a partir de 1974, entre dos
comunidades étnicas enfrentadas, complicó aún más la cosa. Por lo tanto, sólo tres
países con acuerdos de asociación —Grecia, Turquía y Marruecos— llegaron a solicitar
su ingreso con antelación al Tratado de Maastricht.
La actuación de la Comisión Europea con respecto a Marruecos no se diferenciaba
mucho de la que mantenía con los firmantes de la Convención de Lomé: una generosa
política de compras de productos agrarios con aranceles mínimos, e inversiones
tendentes a favorecer el desarrollo del país. Finalizado el plazo de la asociación, en abril
de 1976 el Estado magrebí firmó un acuerdo de cooperación con la Comunidad, junto
con Túnez y Argelia, pese a que la invasión y anexión, pocos meses antes, del Sahara
Occidental por el régimen de Rabat, contra el mandato expreso de la ONU, había
suscitado un amplio rechazo en Europa. Pero cuando, en julio de 1987, el rey Hassán II
solicitó el ingreso de su país en la Comunidad Económica Europea, desde Bruselas
contestaron que no había lugar, ya que Marruecos no está en Europa.
Turquía, un Estado asiático pero con una pequeña porción de su territorio en el lado
europeo de los Estrechos y, en esa época, quizás el más occidentalizado de los países
mahometanos, era un candidato en teoría más sólido, especialmente porque su ingreso
en la Comunidad era firmemente apoyado por unos Estados Unidos que valoraban
mucho la presencia turca en la OTAN. La candidatura de Ankara no fue rechazada de
plano por Bruselas, pero suscitaba fuertes recelos en muchos ámbitos de la política
europea, dado el pobre desarrollo económico del país y la debilidad de su democracia
parlamentaria, sometida al asfixiante control de unas Fuerzas Armadas que dieron
golpes de Estado en 1960, 1971, 1980 y 1997. Por otra parte, cuando, a consecuencia
del establecimiento de una dictadura filohelena en Chipre, en 1974, los militares turcos
invadieron la isla y proclamaron en su mitad oriental un Estado turco-chipriota, las
posibilidades de ingreso en la CEE se alejaron aún más.
El contencioso greco-turco constituía una fuente de preocupaciones para la CEE.
Enemigos durante un siglo de frecuentes guerras, los griegos habían acrecentado su
15
Estado nacional a costa del Imperio otomano hasta que, en 1922, la reacción
nacionalista turca que encabezaba Mustafá Kemal invirtió el curso del conflicto y
expulsó a la población helena de Anatolia y de la Tracia oriental. Seguían abiertos, no
obstante, serios contenciosos como la reivindicación por los dos estados de algunas
islas del Egeo oriental, donde existía la posibilidad de que hubiese bolsas de petróleo,
o el equilibrio étnico de Chipre, una isla históricamente vinculada al mundo griego,
pero donde se habían asentado islotes de colonos turanios durante la larga dominación
otomana. La rivalidad greco-turca, que era un problema en el seno de la OTAN —
Grecia, descontenta con el incondicional apoyo norteamericano a Turquía, abandonó su
estructura militar en 1974— afectaba también a las aspiraciones de ambos países al
ingreso en el Mercado Común.
6. AMPLIACIONES POR EL SUR
Tras la guerra civil de 1944-49, entre comunistas y monárquicos, el reino de Grecia se
había orientado abiertamente hacia el campo occidental, como miembro de la OECE,
de la OTAN y del Consejo de Europa. En julio de 1961 fue el primer país en firmar
un acuerdo de asociación con la CEE, con el horizonte de integrarse en la unión
aduanera en 1982. Pero estaba muy alejado del nivel de las economías comunitarias y su
legislación y sus políticas sociales requerían una profunda adaptación antes de tener
opciones a la adhesión.
La política interior griega era muy inestable, con un sistema en el que la
contestación social y los poderes fácticos, sobre todo las Fuerzas Armadas, limitaban la
efectividad del régimen parlamentario. En abril de 1967 se produjo un golpe de Estado
de un sector del Ejército y tomó el poder una Junta Militar que depuso al rey
Constantino en 1969. El «régimen de los Coroneles» fue una dictadura sumamente
represiva, que se retiró del Consejo de Europa antes de sufrir una condena por sus
violaciones de los derechos humanos. El apoyo otorgado por los Coroneles al greco-
chipriota Nikos Sampson, que se hizo con el poder por las armas en Chipre en julio de
1974 en la idea de culminar la unión (enosis) del país con Grecia, causó la ocupación de
parte de la isla por el Ejército turco. Ello mermó rápidamente los apoyos a la Junta
Militar helena, hasta forzar su abandono del poder y la convocatoria de elecciones
democráticas para noviembre de ese año. Inmediatamente, Grecia regresó al Consejo de
16
Europa.
Tras la proclamación de la República y la aprobación de una nueva Constitución, el
Gobierno de la conservadora Nueva Democracia, presidido por Konstantinos
Karamanlis, reanudó el proceso de concertación aduanera con la Comunidad
Económica Europea y, en busca de acortar plazos, solicitó la adhesión plena el 12 de
junio de 1975. Las conversaciones se prolongaron durante más de dos años, estorbadas
por la resistencia de la oposición socialista, el PASOK, a la adopción a corto plazo del
sistema de libre mercado comunitario. También la Comisión Europea mostró, en
enero de 1976, sus reticencias ante el ingreso de un país cuyo PIB era un 50 por ciento
inferior a la media comunitaria y exigió al Consejo de Ministros la elaboración de un
estatuto de pre-adhesión para Grecia, un largo período transitorio de adaptación
económica y social. Con el Mercado Común como principal socio comercial, al que
realizaba la mitad de sus ventas exteriores y con casi doscientos mil emigrantes
trabajando en territorio comunitario, la adhesión ofrecía grandes ventajas a Grecia, ya
que se convertiría en beneficiaria neta de los diversos fondos estructurales y de
compensación. Pero la adaptación económica comportaría también difíciles
transformaciones internas de gran impacto social: apertura del mercado interior,
privatizaciones en el sector público, reconversión industrial, liberalización del mercado
de capitales, etc. Y la CEE, por su parte, tendría que asumir enormes costos financieros
en el proceso de convergencia de la economía helena y aguantar las protestas de los
agricultores franceses e italianos, cuyos productos hortofrutícolas eran similares a los
griegos.
A favor de Atenas jugó el interés político de París y Bonn en reequilibrar el impacto de
la entrada del Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en la Comunidad, mediante la
potenciación de un eje meridional al que no iban a tardar en incorporarse España y
Portugal. En febrero de 1976, contra el criterio de la Comisión, el Consejo aprobó la
adhesión griega, aunque aún hubo que atar muchos flecos. Finalmente, el acta de
ingreso se firmó el 28 de mayo de 1979 y, tras la aprobación por el Parlamento heleno
en junio, entró en vigor el 1 de enero de 1981. Corría ya el período transitorio de cinco
años que se había acordado para la incorporación a la unión aduanera y para adaptar la
agricultura helena al régimen de precios de la PAC, y el de siete años previsto para que
los trabajadores griegos pudieran acceder libremente al empleo en otros países
17
comunitarios, mientras que la dracma ingresó en el Sistema Monetario Europeo en
1984. Para entonces, el PASOK había llegado al poder en Atenas y los socialistas
helenos habían aceptado la integración. Por otra parte, las instituciones comunitarias
hubieron de hacer hueco al nuevo Estado miembro, otorgándole una silla en la
Comisión, puestos en el Banco Europeo de Inversiones, el Tribunal de Justicia, el
Consejo Económico y Social, etc. cinco votos en el Consejo Europeo y 24 diputados en
el Parlamento.
La entrada de Grecia, un país de economía agraria, balcánico y de religión ortodoxa,
suponía un giro geopolítico de cierta entidad para una Comunidad Europea católica y
protestante, muy industrializada y orientada hacia la Europa central y septentrional.
Cerrada al Mercado Común una Europa del Este inmersa, con mucho menos éxito, en
un proceso propio de integración de sus economías comunistas incompatible con la CEE
capitalista, y reacio el mundo escandinavo, con la excepción danesa, a participar en el
desarrollo de la Comunidad, era el sur del Continente el área natural de expansión de
esta. Y tras la entrada de Grecia, los estados ibéricos, España y Portugal, eran los
únicos candidatos que contaban con un amplio apoyo en el Consejo Europeo para su
admisión.
Los dos países acababan de salir de largas dictaduras. La portuguesa, desde 1926, había
concluido bruscamente con la «revolución de los claveles», de abril de 1974, un golpe
de Estado militar que abrió las puertas a una transición a la democracia conducida hasta
1982 por el Consejo de la Revolución y amenazada por quienes, desde la derecha o la
izquierda, deseaban soluciones extremadamente conservadoras o radicalmente
revolucionarias. La dictadura del general Franco, en España, procedía de 1937 y cuando
el Generalísimo murió, en noviembre de 1975, seguía siendo el jefe del Estado. La
Transición española, pues, se ajustó a los ritmos marcados por los sectores reformistas
del propio franquismo, si bien la oposición democrática pudo jugar un creciente papel,
tanto en el arranque del proceso transicional como en la elaboración de la Constitución
de 1978. Pero ello mismo dio impulso a las fuerzas involucionistas, muy presentes en
los aparatos del Estado y que en febrero de 1981 llegaron a protagonizar un intento de
golpe de Estado.
Al igual que sucediera años atrás con Grecia, las fuerzas democráticas españolas y
18
portuguesas y los amplísimos sectores de las sociedades europeas que les apoyaban
veían en la adhesión de ambos países a la Comunidad una forma de asentar sus
recientemente ganadas democracias y de modernizar rápidamente las estructuras
sociales y económicas conforme a los parámetros del Estado del bienestar y de la
economía de mercado que regían en la Europa de los Diez.
Portugal, miembro de la OTAN y de la Asociación Europea de Libre Comercio, se
había aproximado al Mercado Común con los restantes países de la AELC y desde 1973
mantenía un acuerdo comercial y tarifario con Bruselas. Presentó su solicitud de
adhesión en marzo de 1978. Por su parte, España, tras normalizar lentamente sus
relaciones con los países comunitarios a partir de los años cincuenta, había negociado,
con grandes dificultades, un simple acuerdo preferencial, firmado en 1970. En julio de
1977 el Gobierno de centro-derecha que presidía Adolfo Suárez presentó la solicitud de
adhesión plena. Madrid y Lisboa se enfrentaban, no obstante, a serios obstáculos.
Primero, la incertidumbre ante el avance de la democratización política, que
persistió hasta comienzos de los años ochenta. Luego, la necesidad de que los países
ibéricos acometiesen procesos serios de privatización del importante sector público
de sus economías y de reconversión de sectores industriales, lo que comportaría altos
costes sociales. Y, para complicar el asunto, se reactivó la enconada resistencia de los
agricultores franceses e italianos, apoyados por sus gobiernos, a abrir las puertas a dos
agriculturas de tipo mediterráneo que, sobre todo la española, competirían ahora con las
suyas en idénticas condiciones de protección de la «preferencia comunitaria». En los
dos países candidatos predominaba la ilusión europeísta, pero también cierta prevención
ante el calado de las reformas que deberían acometer y de las contrapartidas de la PAC,
que les obligaría a adquirir productos agrarios del norte y centro de Europa a precios
superiores a los del mercado mundial e impondría cuotas de equilibrio comunitario que
obligarían —sobre todo a España— a reducir la producción en sectores como el lácteo y
el vinícola.
Las negociaciones avanzaron lentamente, aunque fueron animadas por una resolución
favorable del Parlamento Europeo en enero de 1984. Las principales dificultades
provenían de la adaptación de la economía española al mercado único. Portugal admitió
la limitación de sus exportaciones de textiles a los restantes países comunitarios y un
período transitorio para retardar la libre circulación de trabajadores. Finalmente, casi
19
una década después del inicio de las negociaciones, las actas de adhesión se firmaron en
Madrid y Lisboa en junio de 1985. Y el primer día de 1986, España y Portugal se
convirtieron en miembros activos de la naciente Europa de los Doce.
7. LA CRISIS DEL CHEQUE BRITÁNICO
En la primera mitad de la década de los ochenta, mientras abría las puertas a nuevos
miembros, la Comunidad Económica Europea se preparaba para encarar otra fase del
proceso de integración. Había que culminar la unión económica y monetaria,
conseguir el mercado único y abordar algún tipo de unión política, a fin de abandonar
definitivamente la dispersa vía funcionalista y entrar en un proceso de globalización de
la acción europeísta. Entre los actores de este proceso de creación de la Unión Europea,
una parte deseaba constituir una auténtica Federación supranacional y otros
pretendían mantener un perfil más bajo mediante una estrecha confederación de
estados con la supranacionalidad bastante limitada. En el primer caso, la evolución
debía llevar a otorgar mayores cotas de poder a las instituciones comunes, la Comisión,
el Parlamento Europeo o el Tribunal de Justicia, en detrimento de los dos organismos de
representación de los estados. En el segundo, la apuesta era potenciar los mecanismos
de solidaridad y corresponsabilidad de esos dos organismos intergubernamentales. Es
decir, tanto del Consejo de Ministros como, sobre todo, del Consejo Europeo, un ente
que no encajaba en el entramado institucional de las Comunidades y en el que cabía el
peligro que se produjeran actitudes retardatarias. Pero, en estos años, el Consejo
Europeo supo mantenerse en vanguardia del proceso de integración.
Sin embargo, el Mercado Común atravesaba entonces por serias dificultades. Al
conservadurismo gaullista le había sucedido, en la vanguardia de la derecha nacionalista
europea, el neoliberalismo thatcherista. Tras su llegada al poder en mayo de 1979, al
frente de un renovado Partido Conservador británico, Margaret Thatcher había
reforzado la presión iniciada por su predecesor, el laborista Wilson, para que se rebajara
el elevado monto de la contribución británica al Presupuesto comunitario, el 75 por
ciento de cuyos ingresos se dirigían a financiar la Política Agrícola Común. El Reino
Unido, con un sector agrícola muy pequeño, consideraba a la PAC y a su principal
elemento de gasto, el FEOGA, un carísimo e innecesario sistema de sobreproteger la
ineficiente agricultura continental. Además, la entrada de Grecia, y luego la de España y
20
Portugal, multiplicarían el gasto comunitario ya que serían durante bastantes años,
beneficiarios netos del FEOGA y de los fondos de integración, destinados a paliar las
asimetrías económicas y sociales entre los estados miembros. Y alemanes y británicos,
los mayores contribuyentes al Presupuesto comunitario, podían terminar asumiendo las
nuevas facturas. Thatcher abrió un agrio debate, la crisis del cheque británico.
En mayo de 1980, el Consejo de Ministros encomendó a la Comisión Europea que
estudiara una fórmula presupuestaria que satisficiera a Londres. El Informe Thorn,
remitido a los ministros en junio de 1981, proponía la reforma del gasto comunitario
y la reorganización de la PAC. El Consejo Europeo, reunido días después en
Luxemburgo, buscó aplicar estas medidas, pero se estrelló contra la inflexibilidad de
Thatcher y de los beneficiarios del fondos agrícola, a los que ahora se sumaba Grecia,
que no querían perder las ayudas. Hasta el Consejo de Fontainebleau, en junio de
1984, no se pudo llegar a una solución con la creación de un mecanismo financiero de
compensación, exclusivamente aplicado al Reino Unido. Una vez cerrado el
Presupuesto, la Comisión devolvería a Londres dos tercios del considerado como su
déficit fiscal, es decir, lo que los británicos aportaban por encima de lo que les
correspondía recibir. Los principales beneficiarios de las ayudas agrícolas, Francia,
Italia y luego España, pondrían de su bolsillo la mayor parte de los fondos para «el
cheque», a fin de evitar que los tuvieran que pagar los alemanes. En adelante, los
gobiernos británicos, fuera cual fuese su color, mostraron un especial empeño en su
negativa a renunciar al reintegro.
Se unía a estas dificultades la secesión comunitaria de Groenlandia, un territorio
autónomo bajo soberanía danesa al que, como Noruega en su momento, perjudicaba la
Política Pesquera Común, la llamada Europa Azul. Pese a las presiones recibidas, en
el referéndum del 25 de febrero de 1982 un 53,2 por ciento de los groenlandeses votó el
abandono de la CEE para pasar a un simple convenio de asociación, lo que tuvo lugar
en 1985. Era la primera vez que alguien se iba del Mercado Común.
El proceso de integración europea parecía encaminarse a un callejón sin salida,
perjudicado por la recesión de la economía mundial en 1980-83. La reforma de la PAC,
para adaptarla a las exigencias británicas, no fue posible. En la reunión del Consejo
Europeo en Bruselas, en marzo de 1982, se abordó el acuciante problema del paro desde
21
una perspectiva conjunta, pero las diferencias en las prioridades nacionales eran tales
que el canciller alemán, Schmidt, propuso que se encomendara a cada Estado la reforma
de su política de empleo.
8. LA INICIATIVA GENSCHER-COLOMBO Y LA DECLARACIÓN DE
STUTTGART
A comienzos de los años ochenta, las Comunidades sufrían una nueva crisis, provocada
menos por la atrofia que por el crecimiento, pero que amenazaba con frenar el ritmo de
la integración.
El 6 de enero de 1981, el ministro de Asuntos Exteriores germano-occidental, Hans-
Dietrich Genscher, pronunció en Stuttgart el llamado «discurso de la Epifanía». En
una intervención dedicada a definir el papel de las dos Alemanias en el enfrentamiento
global soviético-norteamericano —eran los inicios de la llamada «segunda guerra
fría»— hizo un llamamiento a reforzar el alcance de la Cooperación Política y a
vincularla a la acción las Comunidades, para alcanzar una nueva etapa de la integración
europea.
La llamada de Genscher encontró inmediata respuesta en su colega italiano, Emilio
Colombo. En una intervención en Florencia ante la Asamblea de Municipios Europeos,
el 28 de enero, afirmó que la Comunidad debía recuperar las motivaciones ideales, que
en un contexto político y económico diferente, fueron la base de su creación, que
derivan de la conciencia de los pueblos europeos de su unidad cultural e histórica y de la
necesitad de construir las premisas por las cuales Europa jugará en el mundo un papel a
la altura de su potencial político, económico y social. Para ello la integración económica
es una condición necesaria pero insuficiente para alcanzar la unión política. Debe de
estar acompañada por una iniciativa de naturaleza político-institucional. Pero para
relanzar este proceso, Europa debe estimular los intereses comunes de todos sus
miembros, con los que hay que edificar un modelo de integración unánimemente
aceptado.
Los ejecutivos de Bonn y de Roma recogieron el reto lanzado por sus ministros y les
encomendaron un proyecto conjunto que permitiera abrir paso a la unión política.
22
Genscher y Colombo trabajaron durante buena parte del año 1981. Sus conclusiones,
recogidas en un Proyecto de Acta Europea, fueron entregadas por los gobiernos
italiano y alemán al Consejo de Ministros el 6 de noviembre y al Parlamento el día 12.
El Proyecto establecía como tareas prioritarias a desarrollar para construir la Unión
Europea: Reforzar y continuar desarrollando, en las condiciones fijadas por los tratados
de París y de Roma, las Comunidades europeas como base de la construcción europea:
− Permitirles a los Estados miembros, gracias a una política exterior común,
presentarse y actuar en el mundo en común, para que Europa pueda asumir cada vez
mejor el papel que le corresponde en la política mundial en virtud de su importancia
económica y política.
− Una concertación en las cuestiones relevantes de la política de seguridad y la
fijación de posiciones europeas comunes en este campo para salvaguardar la
independencia de Europa, proteger sus intereses vitales y reforzar su seguridad.
− Una cooperación cultural estrecha entre los Estados miembros para promover la
conciencia de una cultura común como elemento de la identidad europea,
aprovechar al mismo tiempo la riqueza de las tradiciones respectivas e intensificar el
intercambio mutuo de experiencias, particularmente entre la juventud.
− Una armonización en el campo de la legislación de los Estados miembros con el fin
de reforzar la conciencia europea común del Derecho y de crear la Unión Jurídica.
− El fortalecimiento y ampliación de las actividades desarrolladas en común por los
Estados miembros para hacer frente, gracias a acciones concertadas, los problemas
internacionales del orden público, a las manifestaciones de violencia grave, al
terrorismo y, de modo general, a la criminalidad internacional.
La Iniciativa Genscher-Colombo de Acta Única contemplaba algunas modificaciones
fundamentales en las instituciones europeas, a fin de otorgar mayor capacidad
normativa al Consejo Europeo, incorporándolo a las Comunidades, y reforzar los
poderes del Parlamento. En el primer caso, el Consejo, integrado por los jefes de Estado
o de Gobierno y los ministros de Exteriores, sería «el órgano de dirección política de
las Comunidades Europeas y de la Cooperación Política Europea» y en tal
condición podría «tomar decisiones y fijar orientaciones». En cuanto al Parlamento,
mantendría su carácter básicamente consultivo, pero fortalecería su capacidad de
23
control mediante resoluciones sobre las iniciativas del Consejo de Ministros y de la
Comisión, que deberían ser tenidas en cuenta mediante el procedimiento de
concertación. El Parlamento emitiría un informe preceptivo sobre el nombramiento de
presidente de la Comisión Europea, quien debería celebrar un debate de investidura ante
la asamblea parlamentaria, que tenía la capacidad de cesarlo mediante la aprobación de
una moción de censura.
El proyecto ítalo-germano de Acta Única fue utilizado como documento de trabajo por
el Consejo Europeo en su reunión de Londres, el 26 de noviembre de 1982. Por
delegación, una Comisión ad hoc, integrada por miembros del Consejo de Ministros
comunitario, asumió su estudio con vistas a un nuevo Tratado que permitiera fundir en
la Unión Europea las funciones económicas y sociales de las tres Comunidades y las
tareas de la Cooperación Política, que correspondían al Consejo Europeo. Pero en los
dos años siguientes la toma de decisiones al respecto se vio entorpecida por la crisis del
cheque británico y por el debate sobre el Espacio Social Europeo, al que los
gobiernos de Londres y de Bonn, con el poder que les daba ser los mayores
contribuyentes a las arcas comunitarias, ponían serias pegas por sus medidas de
concertación social, que tendrían un enorme coste presupuestario para los estados más
ricos.
Por lo tanto, la única medida relevante que adoptaron en estos meses los gobiernos,
desde la Cooperación Política, para impulsar el Acta Única fue la llamada Declaración
Solemne sobre la Unión Europea, o Declaración de Stuttgart. Reunido el Consejo
Europeo en la ciudad alemana bajo la presidencia de Heimut Khol, entre el 17 y el 19
de junio de 1983, los jefes de gobierno acordaron avanzar en la creación de la Unión
Europea y adoptaron algunas resoluciones concretas. Se establecieron las cuatro líneas
de acción prioritarias:
a) La potenciación de las Comunidades a fin de que fuesen la base de la Unión.
b) El reforzamiento de la Cooperación Política entre los estados, que no sólo incluiría
la política exterior, sino también la de seguridad.
c) El impulso a la cooperación en materia cultural.
d) La armonización de las legislaciones nacionales.
24
El Parlamento y la Comisión Europea tendrían participación en los asuntos de la
Cooperación Política, aunque esta aún no formaría parte del acervo comunitario. Y el
Compromiso de Luxemburgo, de 1966, dejaría de estar vigente en lo tocante a la
exigencia de unanimidad en el Consejo de Ministros en los «intereses nacionales
vitales» de cada estado miembro, lo que había mantenido hasta entonces un derecho de
veto efectivo sobre los actos comunitarios. La Declaración, que debía definir las
políticas comunes durante un lustro, abordaba también cuestiones referidas a la unión
económica y al perfeccionamiento del Sistema Monetario Europeo.
9. EL PROYECTO SPINELLI DEL PARLAMENTO EUROPEO
La Declaración de Stuttgart marcaba, con ciertas reservas en algunos socios
comunitarios, la voluntad política de llegar al Acta Única y armonizar así todas las vías
de desarrollo europeo. Pero era una declaración de intenciones sin fuerza normativa.
Formalmente, el Consejo Europeo, que no era un organismo comunitario, no tenía
capacidad para ello y, en cualquier caso, un avance de tal calibre, que suponía de hecho
la modificación de los Tratados, requería del consenso con el Parlamento Europeo.
Este organismo, hasta entonces con escaso peso en el marco de la política comunitaria,
había fortalecido su posición a partir de 1979, cuando sus diputados pasaron a ser
elegidos directamente por los ciudadanos y ello reforzó su representatividad
democrática. En el seno del Parlamento la corriente federalista, siempre muy
importante, llevaba muchos años defendiendo el proyecto global de la Unión Europea.
Así que, cuando el Consejo Europeo asumió el estudio de la cuestión, los federalistas de
Estrasburgo estaban preparados. Nueve de ellos, encabezados por el eurodiputado
italiano Altiero Spinelli, el histórico fundador del Movimiento Federal Europeo,
crearon en julio de 1980 el llamado «Club del Cocodrilo», por el restaurante donde se
reunían. El Club, que llegó a reunir a sesenta parlamentarios, preparó el esquema de un
nuevo Tratado que, integrando los de las Comunidades de 1951 y 1957, diese vida a la
Unión Europea. Con el apoyo de 179 diputados, lograron que el Parlamento adoptara
una resolución, el 9 de julio de 1981, estableciendo una Comisión de Asuntos
Institucionales, a fin de estudiar un proyecto de Constitución de la Unión Europea.
La Comisión inició sus actividades en enero de 1982, bajo la presidencia de Spinelli, y
25
terminó sus trabajos en el verano del año siguiente. Su memorándum fue adoptado
como anteproyecto por los parlamentarios en septiembre de 1983, tres meses después de
la Declaración de Stuttgart. Cuatro juristas vinculados al Tribunal de Justicia
comunitario y al Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa se
encargaron de formalizar el Proyecto Spinelli en un texto constitucional de 87
artículos. Presentado a la Cámara el 14 de febrero de 1984, el Proyecto de Tratado de
la Unión Europea fue aprobado por 237 votos contra 31 negativos y 43 abstenciones.
El proyecto de Tratado consolidaba la institucionalización del Consejo Europeo
como eje de la Cooperación Política y por lo tanto, motor ideológico de la Unión, pero
convirtiéndolo en un verdadero organismo supranacional y permanente, un órgano de
gobernanza federal que asumiría las funciones ejecutivas del Consejo de Ministros y
tomaría todas sus decisiones por mayoría cualificada, sin capacidad para que un
miembro impusiera su veto. El Consejo Europeo asumiría también la iniciativa
legislativa, pero compartiéndola con el Parlamento, que reforzaría también sus
poderes con el pleno control del Presupuesto de la UE. La Comisión Europea vería
fortalecidas sus atribuciones con una mayor capacidad política en la gestión de los
asuntos comunitarios, aunque su actuación estaría sometida al control del Parlamento.
Y el Tribunal de Justicia de Luxemburgo podría ejecutar recursos de casación que
enmendasen las decisiones en última instancia de los sistemas judiciales de los
estados miembros, incluidas las de sus tribunales constitucionales. En definitiva, la
Unión sería un proyecto globalizador, que reduciría el peso de los procesos
económicos en las políticas de integración continental y desarmaría, por lo tanto, las
eficaces críticas de los euroescépticos a la prevalencia de la «Europa de los
mercaderes».
Las propuestas constituyentes del Proyecto Spinelli, que establecían una democracia
federal y parlamentaria en la UE, iban más lejos de lo que los gobiernos europeos
estaban dispuestos a admitir. Pero coincidían, en algunos sentidos, con la Declaración
de Stuttgart y contaron, además, con el apoyo explícito del presidente Mitterrand. En el
marco de una generalizada voluntad de avanzar, ambos proyectos iban a facilitar al
Consejo Europeo abrir, en breve plazo, una nueva etapa de la integración
continental, en marcha hacia la meta de la Unión Europea.
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  • 1. TEMA 5.DE LOS SEIS A LOS DOCE 1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN La Cumbre de La Haya, en 1969, dio vía libre a la admisión de nuevos miembros en las Comunidades. Retirado el veto francés tras el relevo de De Gaulle por Pompidou, se activaron las candidaturas al ingreso directo del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, miembros los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC). Por el contrario, los cinco estados mediterráneos que ya tenían acuerdos con la Comunidad Económica Europea, Grecia, Marruecos, Turquía, Malta y Chipre, no mejorarían su estatuto de meros asociados comerciales. En principio, la gran apuesta —y el gran riesgo— era la candidatura británica. El Reino Unido había sostenido una tradicional ambivalencia ante la adhesión, rechazándola primero, solicitándola después y señalando siempre condiciones y excepciones en su futura actividad comunitaria. Además, un parte importante de la sociedad británica no se sentía implicada en la aventura europea. Una encuesta entre la población, de noviembre de 1969, reveló que los partidarios del ingreso en la CE no alcanzaban el 40 por ciento. Las conversaciones de adhesión comenzaron en Bruselas, el 30 de junio de 1970 con los británicos, y en septiembre con los otros tres candidatos. Consciente de que el gran problema era Londres, en mayo de 1971 Pompidou sostuvo una negociación directa con el premier Edward Heath para sortear los principales obstáculos: la aceptación británica de la PAC, la permanencia de su economía en la Commonwealth, el papel de la libra esterlina en el futuro sistema monetario europeo y la contribución del Reino Unido al Presupuesto comunitario, aspectos que despertaban fuertes recelos en la opinión pública de las islas y en la de los países comunitarios. Alcanzado un acuerdo con los cuatro estados candidatos, se oficializó en junio. Quedaba la votación parlamentaria en cada país, que se superó sin obstáculos. En el Reino Unido, la adhesión salió adelante en la Cámara de los Comunes el 28 de octubre, por 358 votos a favor y 246 en contra, de los laboristas, quienes desde la oposición advirtieron que, cuando llegaran al poder, renegociarían las condiciones de la adhesión. La firma del Tratado de Ampliación tuvo lugar en Bruselas, el 22 de enero de 1972. Los cuatro 1
  • 2. nuevos miembros aceptaban los Tratados de las Comunidades y se fijaba un período transitorio de cinco años, a partir del 1 de enero de 1973, para que adaptaran sus legislaciones y redujesen sus derechos de aduana al ritmo de un 20 por ciento anual, hasta suprimirlos. Por su parte, las Comunidades realizarían en el mismo período las correspondientes reformas en sus instituciones a fin de que acogieran a los representantes de los nuevos miembros. Parecía haber nacido la Europa de los Diez. Pero faltaba un requisito: que los ciudadanos de los nuevos miembros avalasen en las urnas lo aprobado por sus parlamentos. Era un test muy importante porque, además de rubricar la ampliación, mediría el grado de prestigio de las Comunidades en países que, hasta ese momento, pertenecían a la rival AELC. Y el test obtuvo resultados agridulces. El Reino Unido e Irlanda tuvieron referendos favorables. El primero, el 23 de abril de 1972, con el 67,7 por ciento de los votos a favor; Irlanda, el 10 de mayo de 1972, con el 83 por ciento. Pero Dinamarca y Noruega, miembros del Consejo Nórdico y de la frustrada Comunidad Económica Nórdica, o Nordek (1968-70), eran otro caso. En la primera, el 2 de octubre, el referéndum de adhesión a las Comunidades salió adelante con sólo un 56,7 por ciento. Pero en Noruega, la consulta del 25 de septiembre, condicionada por la política comunitaria en el sector pesquero, que perjudicaba los intereses noruegos, fue desfavorable, con un 49 por ciento de votos negativos, superior al 46,5 de positivos, lo que quizás influyó en el pobre resultado de la consulta danesa una semana después. Por lo tanto, el Gobierno de Oslo retiró su adhesión y permaneció en la AELC. Así que cuando, el 1 de enero de 1973, Irlanda Dinamarca y el Reino Unido ingresaron oficialmente en las Comunidades, la prevista Europa de los Diez se había quedado en la Europa de los Nueve. 2. EL CONSEJO EUROPEO Y EL INFORME TINDEMANS En el año 1974, varios de los políticos que habían marcado el período de ampliación de las Comunidades desaparecieron del primer plano. En Francia, Pompidou cedió la Presidencia de la República a Valery Giscard d'Estaing, líder de la liberal Unión para la Democracia Francesa (UDF). En la RFA, el canciller Brant, víctima del caso Guillaume, un escándalo de espionaje, cedió su puesto al también socialdemócrata Helmut Schmidt. Y en el Reino Unido, el laborista Harold Wilson volvió al poder tras 2
  • 3. cuatro años de gobierno conservador. Los dos primeros revitalizaron el eje franco- alemán para hacer avanzar a la Comunidad por la vía confederal. Wilson, por su parte, comenzó a ejercer presión para que se revisara, en los momentos más duros de la crisis del petróleo, la elevada aportación al Presupuesto comunitario que, en función de su potencial económico, le correspondía al Reino Unido. Abrió así una enconada batalla entre Londres y Bruselas, que tardaría una década en resolverse. En la Cumbre comunitaria de París, el 9 y el 10 de diciembre de 1974, los dirigentes europeos constataron que la CEE estaba cumpliendo las etapas previstas para la unificación económica. Era el tiempo de poner en marcha la vertiente política de la integración, que la Cumbre de Copenhague, celebrada el año anterior en medio de una crisis generalizada, no había podido abordar. Como punto de arranque de la Cumbre de París, Giscard y Schmidt presentaron una propuesta conjunta para elevar el nivel de las consultas intergubernamentales previstas en el Método Davignon a partir del Informe de Copenhague, del año anterior, y extenderlas a ciertos ámbitos internos de la política comunitaria. En adelante, las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno, que pese a ser un auténtico órgano decisorio para las Comunidades carecían de cualquier cobertura institucional, se convertían en el Consejo Europeo, el órgano fundamental de la Cooperación Política Euopea. La Presidencia del Consejo sería rotatoria por países, cada seis meses y el presidente en activo, el anterior y el siguiente, formarían una especie de comité permanente del Consejo, la troika comunitaria, con capacidad para negociar y plantear propuestas. Pero, como no estaba contemplado en los Tratados de Roma, el Consejo Europeo tampoco sería una institución comunitaria, sino un mero organismo deliberante de coordinación intergubernamental que tendría un peso decisivo en el desarrollo de las grandes iniciativas comunitarias, en coordinación con el Consejo de Ministros. No obstante, en su primera reunión en Dublín, en marzo de 1975, el Consejo Europeo se dotó a sí mismo de unos procedimientos normativos, propios de un Ejecutivo, que fijaban la aplicación de sus acuerdos a través de una serie de Actos, que debían ser tenidos en cuenta tanto por la Administración comunitaria como por las estatales: las Decisiones, que introducían correcciones en el Presupuesto comunitario; las Decisiones de Procedimiento, que reenviaban al Consejo de Ministros los acuerdos con los que el 3
  • 4. Consejo Europeo no estuviera de acuerdo; las Directivas y Orientaciones, que fijaban prioridades a la política comunitaria y orientaban su ejecución; y las Declaraciones, que constituían tomas comunes de postura de los estados miembros ante asuntos concretos. De este modo, el Consejo Europeo, prevalido del poder político de sus integrantes, despojaba a la Comisión Europea y al Consejo de Ministros de gran parte de la iniciativa sobre orientaciones generales de las políticas comunitarias, desde la cuestión de los recursos presupuestarios, o los avances en la unión económica y monetaria, hasta la admisión de nuevos miembros, reforzando así los mecanismos confederales en el seno de la CEE. Era, en cierto modo, el triunfo del Plan Fouchet. Pero si en el ámbito de la Cooperación Política, competencia de los gobiernos, la autoridad del Consejo Europeo era incontestable, en el terreno económico y social, reservado por los Tratados a las instituciones de las Comunidades, la actividad del Consejo iba a causar serios problemas, ya que era un organismo ajeno a ellas y rechazaba someter sus decisiones a los controles y contrapesos con que funcionaban los organismos comunitarios. No obstante, los líderes nacionales jugaban un papel cada vez más relevante en estos ámbitos de la CEE de manera que, cuando el Tratado de Maastricht (1992) institucionalizó el Consejo como órgano de las Comunidades, este era ya un poder fáctico de enorme peso en el seno del aparato comunitario. Por otra parte, las propuestas federalistas no habían sido descartadas. La Cumbre de París, además de establecer el Consejo Europeo y admitir el sufragio universal para elegir el Parlamento, encargó al primer ministro belga, el federalista Leo Tindemans, la elaboración del proyecto para crear la Unión Europea en diez años y cerrar así la etapa funcionalista. Tras una minuciosa labor de encuesta, Tindemans concluyó su memorándum en diciembre de 1975 y lo presentó al Consejo Europeo en su reunión de Luxemburgo, el 2 de abril del año siguiente. El Informe Tindemans partía de la validez de los Tratados de las Comunidades, pero proponía algunas modificaciones institucionales. En primer lugar, una reforma del Parlamento Europeo para que fuera elegido por sufragio universal desde la siguiente legislatura y se le dotara de capacidad de iniciativa legal, ya que hasta entonces sólo la poseían Comisión y el Consejo de Ministros. Por otra parte, el Parlamento y la 4
  • 5. Comisión ampliarían sus competencias en materia monetaria, energética, educativa, de defensa de los consumidores y de políticas de desarrollo regional, en detrimento de la soberanía de los estados miembros. Igualmente, estos se verían obligados a aplicar las decisiones comunitarias en su política exterior. Y los ciudadanos de los países miembros recibirían «derechos especiales» en el territorio de los otros socios, lo que apuntaba hacia una ciudadanía europea común. El Informe preveía, además, una UE con «distintas velocidades» de integración, según el potencial de sus miembros, y en la que existiría una estructura funcional mixta: «la doble base de las instituciones comunitarias de inspiración supranacional o federalista y de la cooperación política, de inspiración intergubernamental o confederal». Pese a que eran medidas muy tímidas desde la perspectiva federalista, aquello era ir demasiado deprisa en unos momentos en los que surgían nuevos problemas entre los socios comunitarios. En el Consejo Europeo de Dublín se había dado luz verde a un ambicioso proyecto, los Fondos Europeos de Desarrollo Económico y Regional (FEDER), que se establecieron en marzo de 1975 dentro del capítulo presupuestario de los llamados «fondos estructurales». Su finalidad era desarrollar las regiones más desfavorecidas de la Comunidad, financiando proyectos de infraestructuras y desarrollo local que mejoraran los servicios públicos y la educación, creasen empleo y generaran un aumento de la renta regional. Los peticionarios debían ser los estados, que también serían los contribuyentes, pero no en función de su población, sino de su riqueza. Los que tuviesen mayor PIB —la Alemania federal, el Benelux, el Reino Unido o Dinamarca— serían contribuyentes netos, mientras que aquellos que contaran con las regiones menos ricas —Italia, Irlanda, en menor medida Francia y, en unos años, Grecia, España y Portugal— serían beneficiaros de las ayudas a esas regiones muy por encima de su aportación. Pero las Administraciones nacionales se resistían a ceder el control de sus aportaciones en los FEDER a la pujante burocracia de las Comunidades. En realidad, conforme las sociedades europeas se veían afectadas en forma creciente por el proceso de integración, aumentaban sus partidarios, pero también los que no lo veían útil. Estos «euroescépticos» estimaban que los «eurócratas», los 13.000 empleados con que contaban las Comunidades en 1975, no merecían sus salarios comparativamente altos y 5
  • 6. que el entramado comunitario en su conjunto era un despilfarro innecesario, incluido el coste de la traducción de todos los actos y documentos comunitarios a seis idiomas (nueve, tras el ingreso de Grecia, España y Portugal en los años ochenta). No era, sin embargo, la euroescéptica la opinión dominante entre la población europea y aún menos entre los responsables gubernamentales. Pero estos seguían mirando con recelo un federalismo que trasladase gran parte del poder de sus Administraciones a unas instituciones comunitarias que buscaban crearse un espacio supranacional propio cada vez más amplio. Por lo tanto, cuando el Consejo Europeo estudió el Informe Tindemans en su reunión de La Haya, en noviembre de 1976, decidió posponer sin plazo ni fecha la aplicación de las medidas que proponía, con excepción de la elección por sufragio universal del Parlamento Europeo, que tendría lugar por primera vez en 1979. 3. EL SISTEMA MONETARIO EUROPEO La serpiente monetaria, que había permitido salvar la crisis provocada, entre 1971 y 1973, por el final de los acuerdos de Bretton Woods, era un mero parche, y no muy satisfactorio. Aunque los resultados en la estabilidad monetaria y la contención de la inflación habían sido mejores que los de quienes, como británicos o italianos, se mantenían fuera del sistema, no había servido para detener las fluctuaciones, a las que se atribuía una continua alteración de los precios. El 1 de noviembre de 1975, un grupo de nueve economistas críticos hizo público en el diario The Economist, el llamado Manifiesto del Día de Todos los Santos. Proponían utilizar la experiencia del Banco Europeo de Inversiones para constituir una moneda común, la europa, primero como unidad de operaciones de mercado abierto y de financiación de los gastos de las Comunidades y luego como moneda única, en sustitución de las divisas nacionales. Recogiendo las propuestas del Manifiesto, el Consejo Europeo, en su reunión de Bruselas, el 12 y 13 de julio de 1976, decidió reanudar la creación de la Unión Económica y Monetaria. Fue la Comisión Europea, presidida desde 1973 por el francés François-Xavier Ortoli, quien asumió el reto de garantizar la estabilidad de los cambios, poner límites a la inflación y mejorar las inversiones. Giscard d'Estaing y Schmith, los líderes del eje franco-alemán, se sumaron a la labor de impulsar la 6
  • 7. cooperación monetaria proponiendo una «zona de estabilidad monetaria» que el Gobierno alemán presentó en la sesión del Consejo Europeo celebrada en Bremen, en junio de 1978. La propuesta fue la base del proyecto de Sistema Monetario Europeo (SME) preparado por el Comité de ministros de Finanzas (Ecofin), que lo aprobó en su reunión de Bruselas, el 5 de diciembre. Entró en vigor el 13 de marzo de 1979. El SME se constituyó en torno a tres ejes: a). La unidad de cuenta europea. b). El mecanismo de tipos de cambio y de intervención, que debía garantizar los márgenes de flotación de las monedas. c). El mecanismo de transferencias y de créditos, destinado a poner orden en la libre circulación de capitales. Sin contemplar aún la moneda única, el SME aprovechaba el «cesto» creado en 1972 para establecer paridades fijas-ajustables mediante una unidad monetaria virtual, la Unidad de Cuenta Europea, el ecu por sus siglas en inglés (European Currency Unit). El SME establecía una estrecha banda de fluctuación de las monedas, de ±2,25 y fijaba en cada momento los tipos de cambio entre el ecu y esas monedas, a fin de estabilizar los intercambios comerciales y financieros en el seno del Mercado Común. Aunque incapaz de competir en el comercio mundial con las divisas reales fuertes, como el dólar, el yen o el franco suizo, el ecu jugó pronto un papel importante en el mercado crediticio internacional y reguló el mercado interior de cambios en la CEE, al tiempo que se convertía en el laboratorio de pruebas del euro, la futura moneda europea. Para gestionar créditos y transferencias se estableció el Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, previsto ya en el Plan Werner, donde los bancos centrales, que depositaban en su seno el 20% de sus reservas en oro y divisas, negociaban los cambios en las paridades del ecu. Y el Mecanismo de Tipos de Cambio (MTC) debía facilitar a las autoridades financieras jugar con los tipos y con las reservas monetarias a fin de impedir que una fluctuación excesiva sacara a alguna moneda débil de un Sistema que, en seguida, tuvo en el muy estable marco alemán su referencia ante los mercados. 4. LA REFORMA DEL PARLAMENTO EUROPEO 7
  • 8. La Cumbre comunitaria de La Haya, de diciembre de 1969, acordó la reforma del Parlamento en el sentido de dotarlo de una mínima capacidad legislativa y modificar su composición, a fin de que fuera elegido directamente por el conjunto del cuerpo electoral europeo. No obstante, las negociaciones para la adhesión de nuevos miembros, no culminadas hasta 1973, desaconsejaron acometer cualquier reforma a corto plazo. Mientras tanto, en abril de 1970 el Acuerdo de Luxemburgo facilitó al Parlamento cierto control sobre los Reglamentos presupuestarios, el nuevo sistema de financiación con recursos propios, aunque tan sólo afectaba entonces al 10% de los fondos que manejaban las Comunidades, ya que quedaban excluidos los destinados a la Política Agraria. Realizada la ampliación a nueve miembros, fue el propio Parlamento quien reanudó el proceso de su reforma, con un informe presentado en julio de 1973, en el que, junto a la elección por sufragio universal, se proponía un aumento de los escaños de la Eurocámara, a fin de acoger a los nuevos miembros en proporción a su población. La intención era alcanzar un Procedimiento Electoral Uniforme (PEU), para que el sistema fuera igualitario para todos los electores europeos. La Comisión Política del Parlamento, presidida por el diputado holandés Schelto Patijn, se encargó de elaborar una propuesta, que fue aceptada por los líderes nacionales durante la Cumbre comunitaria de París, en diciembre de 1974. El Informe Patijn, adaptado como Reglamento interno por la Cámara el 14 de enero de 1975, proponía la elección de 355 diputados —entonces eran 198— por sufragio universal, igual, directo y secreto, en las elecciones europeas. Pero reconocía las dificultades de armonizar las peculiaridades de los sistemas electorales nacionales, por lo que encomendaba a los estados miembros la realización de los comicios y, evitando las candidaturas de lista única europea, configuraba las cuotas de diputados por la población de los estados. El Consejo Europeo de julio de 1976 abordó el estudio del PEU y fijó en 410 el número de diputados, repartidos proporcionalmente por grupos de población (entre paréntesis, la cuota anterior). Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, 81 cada uno (36), Holanda, 25 (14), Bélgica, 24 (14), 16 Dinamarca (10), 15 Irlanda (10) y 6 Luxemburgo (6). Todas las modificaciones aceptadas fueron sintetizadas por el Parlamento, el 20 de septiembre de 1976, en el «Acta relativa a la elección de los Representantes en la 8
  • 9. Asamblea por sufragio universal directo», conocida como Acta de Bruselas. A partir de esta propuesta formal, el Consejo Europeo de Copenhague, en abril de 1978, acordó la celebración de elecciones al Parlamento en la primavera del año siguiente. La convocatoria introdujo una seria alteración en la política parlamentaria de los países comunitarios. Las elecciones europeas no podían coincidir con las nacionales, obligaban a elaborar programas políticos europeístas y, al ser con distrito único de ámbito estatal, estimulaban los pactos de coaliciones ad hoc entre los partidos regionales o las pequeñas formaciones. En el seno de la Cámara los grupos parlamentarios no se formaban por países, sino por ideologías, que a veces daban origen formal a federaciones y partidos «europeos», aunque sin verdadera actuación fuera del Parlamento de Estrasburgo. La legislatura que terminó en 1979, la última con diputados de los parlamentos estatales, tenía casi todos sus 198 escaños repartidos entre seis grupos parlamentarios. El mayor, con 66, era el grupo socialista, constituido formalmente como Unión de Partidos Socialistas de la Comunidad Europea en 1974; le seguían, con 53, los demócrata-cristianos del Partido Popular Europeo, fundado en 1976; los liberales tenían 27 diputados y constituían, desde 1976, una Federación de Partidos Liberales y Democráticos; los conservadores británicos y daneses, 17 escaños, actuaban coordinados como Conservadores Europeos desde 1973, aunque en las elecciones de 1979 concurrirían con la etiqueta de Demócratas Europeos; la derecha nacionalista integraba, desde 1973, la coalición Demócratas Progresistas Europeos, con otros 17 diputados —aunque se negaban a constituir formalmente un grupo parlamentario— y el Grupo de Comunistas y Afines, constituido ese mismo año, tenía también 17 escaños. Con la elección del Parlamento por sufragio universal y el reconocimiento de su derecho a fiscalizar la gestión económica de la Comisión y a rechazar sus proyecto presupuestario (julio de 1975), la política de las Comunidades giraría hacia una mayor representatividad institucional y hacia una aceleración del proceso de integración, que se plasmaría en el período de vigencia del Acta Única (1986-93). El Parlamento respondía ya a una voluntad de representación política específicamente europea, por más que fuese elegido con circunscripciones estatales. Ese aumento de la representatividad debía ser acompañado de otro de su capacidad política y legislativa, conforme proponía el Informe Tindemans. Pero para ello era necesario que se 9
  • 10. modificase la estructura institucional de las Comunidades y su procedimiento legislativo y de control. Y, sobre todo, que predominase una voluntad federalista en los cuerpos políticos de los estados miembros. 5. LAS RELACIONES EXTRACOMUNITARIAS EN LOS AÑOS SETENTA Y OCHENTA La CEE carecía de una política exterior propia, ya que los estados miembros se reservaban en ello prácticamente todas sus cotas de soberanía, con excepción de la política de defensa. Esta reposaba de un modo conjunto en la OTAN, la alianza aglutinada por los Estados Unidos a ambos lados del Atlántico. A partir de 1970, los Seis se habían avenido a mantener consultas regulares sobre sus relaciones exteriores, en los diversos niveles establecidos por el acuerdo de la Cooperación Política, y a actuar de forma consensuada en las crisis internacionales. Así, se produjeron tomas de posición conjunta en asuntos como el diálogo israelí-palestino, la guerra chino-vietnamita, la invasión soviética de Afganistán, la lucha contra el apartheid surafricano, o el conflicto argentino-británico de las Malvinas, que afectó directamente a un estado comunitario. Pero ni ello, ni la creación del Consejo Europeo, logró que la Comunidad, carente de Fuerzas Armadas, cuerpo diplomático o representación propia en los organismos de la ONU, pudiera ejercer una diplomacia supranacional realmente eficaz en sustitución de las políticas individuales, y a veces contrapuestas, de los estados que la integraban. Había, sin embargo, un terreno en el que los miembros del Mercado Común habían tenido que asumir una acción conjunta: el comercio, fundamentalmente, en una doble vertiente. Por un lado, garantizarse una amplia cuota del mercado mundial, en las condiciones de competencia que establecía el GATT. Por otro, mantener una relación privilegiada —de ayuda al desarrollo decían sus partidarios, de explotación neocolonial, sus detractores— con la miríada de excolonias de las potencias europeas que alcanzaban su independencia durante los años sesenta y setenta. El comercio intracomunitario, con el ingreso sucesivo de nuevos miembros, desde la Europa de los Seis a la Europa de los Doce, era el mayoritario: pasó del 50,2 por ciento de los intercambios en 1980, al 60,1 en 1991. Pero durante los años ochenta, el Mercado Común se afirmó como la mayor potencia comercial del mundo, aunque, 10
  • 11. a falta de una auténtica unión económica, las diferencias entre los miembros eran considerables, desde el enorme superávit comercial alemán hasta el déficit de casi todos los demás, especialmente acentuado en el caso británico. Exportadora de productos manufacturados, e importadora de materias primas y alimentos, la Europa comunitaria era sumamente deficitaria en materia energética, ya que carecía de petróleo y de gas, con excepción de los yacimientos del Mar del Norte, parte de ellos en aguas británicas. Esto afectaba seriamente a la balanza de pagos comunitaria y la hacía muy sensible a las fluctuaciones en el precio de los combustibles, utilizados con frecuencia como instrumento de política internacional por los miembros de la poderosa Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Así, la balanza comercial pasó de un déficit de 35.810 millones de ecos en 1983 a un superávit de 10.954 en 1986, para volver a entrar en números rojos dos años después y alcanzarlos 47.627 millones de ecos de déficit en 1990. Ese año, las importaciones extracomunitarias representaban el 9,8 por ciento del PIB de los países de Comunidad, mientras que las exportaciones suponían el 8,9 por ciento. Los mercados exteriores de la CEE abarcaban todo el planeta, pero con grandes diferencias. En 1989, los principales socios comerciales eran los países de la AELC, con el 25,9 por ciento de las exportaciones comunitarias y el 22,8 de las importaciones. Seguía luego Estados Unidos, con el 18,8 y el 18,7, respectivamente. EE.UU. era un socio comercial incómodo por su permanente presión para que la CEE renunciara a aplicar la preferencia comunitaria en su comercio agrícola y abriera totalmente su mercado a la muy protegida agricultura norteamericana. Y el tercer socio era Japón, con el 10,3 por ciento de las importaciones de la CEE y el 5,0 de las exportaciones. Cobraba fuerza, sin embargo, un variado conjunto de los denominados países en vías de desarrollo, los Países de África, el Caribe y el Pacífico, o Grupo ACP, que en 1989 aportaban el 4,4 de las exportaciones comunitarias y sólo el 3,4 de las exportaciones, pero donde tenía lugar, en esa época, el más exitoso ejemplo —en realidad, casi el único — de una política exterior comunitaria. 5.1. El Grupo ACP y la Convención de Lomé En la Europa de los Seis, había sido preferentemente el ámbito colonial africano de Francia, los llamados Territorios de Ultramar y luego la Organización Africana y 11
  • 12. Malgache de Cooperación Económica, el objetivo de una política de asociación que contemplaba acuerdos comerciales y de inversión de capitales a cambio de ayuda al desarrollo. La Convención de Yaundé, en 1964, había asociado a la CEE a 18 estados africanos. Y cuando el acuerdo espiró, en junio de 1969, tanto la Comunidad como su contraparte africana, que cuatro años antes se había transformado en la Organización Común Africana y Malgache (OCAM), estuvieron de acuerdo en renovarlo por otros cinco años (Convención de Yaundé II). A partir de 1973, otra antigua gran potencia en la última fase de liquidación de su imperio colonial, el Reino Unido, se incorporó al Mercado Común. Gran parte de sus excolonias le seguían vinculadas a través de la Commonwealth, pero ello no debía constituir un obstáculo para que se integrasen, con los países francófonos, en un amplio espacio de asociación económica con la CEE, el Grupo ACP. La vía fue abierta por tres antiguas colonias británicas, Uganda, Kenia y Tanzania, integrantes de la Comunidad de Estados del África Oriental que, antes del ingreso formal de su antigua metrópoli en la CEE, manifestaron su intención de asociarse con la Comunidad en las mismas condiciones que los países de la OCAM. El resultado fue la Convención de Arhusa, firmada en septiembre de 1969 y que entró en vigor el 31 de enero de 1971. Para entonces, la financiación aportada por el Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo a los países africanos, sobre todo para inversiones en infraestructuras, se había cuadruplicado. La constitución del Grupo ACP, mediante el Acuerdo de Georgetown, en junio de 1975, facilitó un extenso interlocutor tercermundista a la Comisión Europea que, a punto de finalizar el plazo de vida de la Convención de Yaundé II, se mostró conforme con ampliar el ámbito de su asociación comercial y de ayuda al desarrollo a las tres áreas geográficas que abarcaba el Grupo. La Convención de Lomé (Togo) fue firmada en febrero de 1978 por los Nueve con los 44 países miembros de la ACP: los 18 estados del grupo de Yaundé, los tres de Arhusa, otras nueve excolonias británicas en África —Botswana, Gambia, Ghana, Lesoto, Malawi, Nigeria, Sierra Leona, Suazilandia y Zambia— cinco del Caribe —Barbados, Guayana, Jamaica, Bahamas y Trinidad y Tobago— y tres de Oceanía: Fidji, Samoa Occidental y Tonga. Firmaron, además, otros cinco estados africanos: Etiopía, Guinea-Bissau, Guinea Ecuatorial, Liberia y Sudán. Se reservó plaza a Angola y Mozambique, que cubrían la última etapa de su 12
  • 13. proceso de independencia de Portugal. Quizás porque los intercambios con los antiguos espacios coloniales habían perdido gran parte de su peso en la balanza comercial de la CEE, Lomé representaba un espíritu menos neocolonialista que la Convención de Yaundé y más cercano al librecambio y al moderno concepto de cooperación al desarrollo. A cambio de facilidades para el comercio y la inversión, la Comunidad Económica Europea otorgaría a sus asociados de Lomé, durante los cinco años de vigencia del Acuerdo, reducción de aranceles de importación en productos determinados —azúcar, café, algodón, frutas, etc.— garantizando cupos de compra predeterminados y aportaciones financieras, procedentes del Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo, sobre todo para favorecer procesos de industrialización, por un total de 300.000 millones de ecus. En previsión de una caída de los precios mundiales que afectase masivamente a las exportaciones ACP al mercado europeo, se estableció el Sistema de Estabilización de los Ingresos por Exportación (Stabex), que preveía compensaciones financieras a fondo perdido para los países menos desarrollados y créditos blandos para los demás en caso de depreciación excesiva de una docena de productos, que constituían el grueso de las importaciones comunitarias. Parecido sentido tenía el Sysmin (Sistema Minero), destinado a compensar con préstamos a los países exportadores de mineral. El acuerdo de asociación de 1978 resultó satisfactorio para ambas partes y se renovó en 1981 (Lomé II), 1985 (Lomé III) y en 1990 (Lomé IV). Para entonces, el Stabex incluía garantías para 44 productos y 70 países ACP estaban asociados a la Comunidad Económica Europea, que había vuelto a cuadruplicar su ayuda al desarrollo. 5.2. La proyección mediterránea Otro ámbito exterior de importancia para la CEE era el Mediterráneo, dos de cuyos estados, Francia e Italia, eran miembros del Mercado Común, por más que los franceses privilegiasen su pertenencia a las áreas atlántica y centro-europea. Constituida en torno al eje renano-padano, la Europa de los Seis había buscado ampliar su ámbito hacia el Sur, pero con todo tipo de cautelas, tanto por el bajo nivel de desarrollo económico de los países mediterráneos, como, sobre todo, por la debilidad o la ausencia de 13
  • 14. sistemas democráticos. De hecho, los países europeos ingresados en los ochenta, Grecia, Portugal y España, no fueron candidatos firmes hasta que consolidaron sus transiciones de regímenes autoritarios a democracias parlamentarias respetuosas con los derechos humanos. Y eso no se podía aplicar, prácticamente, a ningún otro país mediterráneo no comunitario. La vinculación de estos a la CEE estaba marcada por un cierto patronazgo de Bruselas, dada la enorme distancia entre el desarrollo de los miembros de la Comunidad y los extracomunitarios de la cuenca mediterránea. La Comunidad desarrollaba tres tipos de acuerdos: a) Los acuerdos de asociación, que convertían a los beneficiarios en socios comerciales con derecho a ayudas financieras y un desarme arancelario parcial que, en el caso de la agricultura, suponía la inclusión en el régimen de preferencia comunitaria. A diferencia del ámbito ACP, cuyos países estaban vinculados por una Convención única, la de Lomé, los asociados mediterráneos negociaban individualmente con la Comisión Europea. El primer acuerdo de asociación fue firmado por Grecia en 1961 y entró en vigor en noviembre del año siguiente. Siguieron otros con Marruecos (septiembre de 1969), Turquía (diciembre de 1964), Malta (abril de 1971) y Chipre (junio de 1973). b) Los acuerdos preferenciales de comercio poseían un nivel diplomático y económico más bajo, ya que afectaban a la política tarifaria y de contingentes en grupos de productos concretos y no gozaban de la preferencia comunitaria. El Mercado Común firmó acuerdos preferenciales con España (octubre de 1970) y con los países de la Asociación Europea de Libre Comercio: Finlandia, Islandia, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza (enero de 1973). c) Los acuerdos de cooperación contemplaban proyectos económicos concretos, que recibían financiación comunitaria fuera de los Fondos de Ayuda al Desarrollo. En el ámbito mediterráneo, la CEE los puso en marcha con Yugoslavia (septiembre de 1973), Israel (julio de 1975), Argelia, Marruecos y Túnez (abril de 1976), Egipto (junio 1976), Siria y Jordania (enero de 1977) y con Líbano (mayo de 1977). Otros acuerdos de cooperación en este período incluían a 15 países asiáticos (básicamente, acuerdos sobre la industria textil) y 16 americanos. 14
  • 15. Algunos de los países mediterráneos asociados a la CEE tenían como horizonte, a medio o largo plazo, el ingreso en el Mercado Común. Malta y Chipre, colonias británicas hasta hacía pocos años, no reunían las condiciones económicas, ni mostraban entonces interés alguno. En el caso chipriota, la división de la isla, a partir de 1974, entre dos comunidades étnicas enfrentadas, complicó aún más la cosa. Por lo tanto, sólo tres países con acuerdos de asociación —Grecia, Turquía y Marruecos— llegaron a solicitar su ingreso con antelación al Tratado de Maastricht. La actuación de la Comisión Europea con respecto a Marruecos no se diferenciaba mucho de la que mantenía con los firmantes de la Convención de Lomé: una generosa política de compras de productos agrarios con aranceles mínimos, e inversiones tendentes a favorecer el desarrollo del país. Finalizado el plazo de la asociación, en abril de 1976 el Estado magrebí firmó un acuerdo de cooperación con la Comunidad, junto con Túnez y Argelia, pese a que la invasión y anexión, pocos meses antes, del Sahara Occidental por el régimen de Rabat, contra el mandato expreso de la ONU, había suscitado un amplio rechazo en Europa. Pero cuando, en julio de 1987, el rey Hassán II solicitó el ingreso de su país en la Comunidad Económica Europea, desde Bruselas contestaron que no había lugar, ya que Marruecos no está en Europa. Turquía, un Estado asiático pero con una pequeña porción de su territorio en el lado europeo de los Estrechos y, en esa época, quizás el más occidentalizado de los países mahometanos, era un candidato en teoría más sólido, especialmente porque su ingreso en la Comunidad era firmemente apoyado por unos Estados Unidos que valoraban mucho la presencia turca en la OTAN. La candidatura de Ankara no fue rechazada de plano por Bruselas, pero suscitaba fuertes recelos en muchos ámbitos de la política europea, dado el pobre desarrollo económico del país y la debilidad de su democracia parlamentaria, sometida al asfixiante control de unas Fuerzas Armadas que dieron golpes de Estado en 1960, 1971, 1980 y 1997. Por otra parte, cuando, a consecuencia del establecimiento de una dictadura filohelena en Chipre, en 1974, los militares turcos invadieron la isla y proclamaron en su mitad oriental un Estado turco-chipriota, las posibilidades de ingreso en la CEE se alejaron aún más. El contencioso greco-turco constituía una fuente de preocupaciones para la CEE. Enemigos durante un siglo de frecuentes guerras, los griegos habían acrecentado su 15
  • 16. Estado nacional a costa del Imperio otomano hasta que, en 1922, la reacción nacionalista turca que encabezaba Mustafá Kemal invirtió el curso del conflicto y expulsó a la población helena de Anatolia y de la Tracia oriental. Seguían abiertos, no obstante, serios contenciosos como la reivindicación por los dos estados de algunas islas del Egeo oriental, donde existía la posibilidad de que hubiese bolsas de petróleo, o el equilibrio étnico de Chipre, una isla históricamente vinculada al mundo griego, pero donde se habían asentado islotes de colonos turanios durante la larga dominación otomana. La rivalidad greco-turca, que era un problema en el seno de la OTAN — Grecia, descontenta con el incondicional apoyo norteamericano a Turquía, abandonó su estructura militar en 1974— afectaba también a las aspiraciones de ambos países al ingreso en el Mercado Común. 6. AMPLIACIONES POR EL SUR Tras la guerra civil de 1944-49, entre comunistas y monárquicos, el reino de Grecia se había orientado abiertamente hacia el campo occidental, como miembro de la OECE, de la OTAN y del Consejo de Europa. En julio de 1961 fue el primer país en firmar un acuerdo de asociación con la CEE, con el horizonte de integrarse en la unión aduanera en 1982. Pero estaba muy alejado del nivel de las economías comunitarias y su legislación y sus políticas sociales requerían una profunda adaptación antes de tener opciones a la adhesión. La política interior griega era muy inestable, con un sistema en el que la contestación social y los poderes fácticos, sobre todo las Fuerzas Armadas, limitaban la efectividad del régimen parlamentario. En abril de 1967 se produjo un golpe de Estado de un sector del Ejército y tomó el poder una Junta Militar que depuso al rey Constantino en 1969. El «régimen de los Coroneles» fue una dictadura sumamente represiva, que se retiró del Consejo de Europa antes de sufrir una condena por sus violaciones de los derechos humanos. El apoyo otorgado por los Coroneles al greco- chipriota Nikos Sampson, que se hizo con el poder por las armas en Chipre en julio de 1974 en la idea de culminar la unión (enosis) del país con Grecia, causó la ocupación de parte de la isla por el Ejército turco. Ello mermó rápidamente los apoyos a la Junta Militar helena, hasta forzar su abandono del poder y la convocatoria de elecciones democráticas para noviembre de ese año. Inmediatamente, Grecia regresó al Consejo de 16
  • 17. Europa. Tras la proclamación de la República y la aprobación de una nueva Constitución, el Gobierno de la conservadora Nueva Democracia, presidido por Konstantinos Karamanlis, reanudó el proceso de concertación aduanera con la Comunidad Económica Europea y, en busca de acortar plazos, solicitó la adhesión plena el 12 de junio de 1975. Las conversaciones se prolongaron durante más de dos años, estorbadas por la resistencia de la oposición socialista, el PASOK, a la adopción a corto plazo del sistema de libre mercado comunitario. También la Comisión Europea mostró, en enero de 1976, sus reticencias ante el ingreso de un país cuyo PIB era un 50 por ciento inferior a la media comunitaria y exigió al Consejo de Ministros la elaboración de un estatuto de pre-adhesión para Grecia, un largo período transitorio de adaptación económica y social. Con el Mercado Común como principal socio comercial, al que realizaba la mitad de sus ventas exteriores y con casi doscientos mil emigrantes trabajando en territorio comunitario, la adhesión ofrecía grandes ventajas a Grecia, ya que se convertiría en beneficiaria neta de los diversos fondos estructurales y de compensación. Pero la adaptación económica comportaría también difíciles transformaciones internas de gran impacto social: apertura del mercado interior, privatizaciones en el sector público, reconversión industrial, liberalización del mercado de capitales, etc. Y la CEE, por su parte, tendría que asumir enormes costos financieros en el proceso de convergencia de la economía helena y aguantar las protestas de los agricultores franceses e italianos, cuyos productos hortofrutícolas eran similares a los griegos. A favor de Atenas jugó el interés político de París y Bonn en reequilibrar el impacto de la entrada del Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en la Comunidad, mediante la potenciación de un eje meridional al que no iban a tardar en incorporarse España y Portugal. En febrero de 1976, contra el criterio de la Comisión, el Consejo aprobó la adhesión griega, aunque aún hubo que atar muchos flecos. Finalmente, el acta de ingreso se firmó el 28 de mayo de 1979 y, tras la aprobación por el Parlamento heleno en junio, entró en vigor el 1 de enero de 1981. Corría ya el período transitorio de cinco años que se había acordado para la incorporación a la unión aduanera y para adaptar la agricultura helena al régimen de precios de la PAC, y el de siete años previsto para que los trabajadores griegos pudieran acceder libremente al empleo en otros países 17
  • 18. comunitarios, mientras que la dracma ingresó en el Sistema Monetario Europeo en 1984. Para entonces, el PASOK había llegado al poder en Atenas y los socialistas helenos habían aceptado la integración. Por otra parte, las instituciones comunitarias hubieron de hacer hueco al nuevo Estado miembro, otorgándole una silla en la Comisión, puestos en el Banco Europeo de Inversiones, el Tribunal de Justicia, el Consejo Económico y Social, etc. cinco votos en el Consejo Europeo y 24 diputados en el Parlamento. La entrada de Grecia, un país de economía agraria, balcánico y de religión ortodoxa, suponía un giro geopolítico de cierta entidad para una Comunidad Europea católica y protestante, muy industrializada y orientada hacia la Europa central y septentrional. Cerrada al Mercado Común una Europa del Este inmersa, con mucho menos éxito, en un proceso propio de integración de sus economías comunistas incompatible con la CEE capitalista, y reacio el mundo escandinavo, con la excepción danesa, a participar en el desarrollo de la Comunidad, era el sur del Continente el área natural de expansión de esta. Y tras la entrada de Grecia, los estados ibéricos, España y Portugal, eran los únicos candidatos que contaban con un amplio apoyo en el Consejo Europeo para su admisión. Los dos países acababan de salir de largas dictaduras. La portuguesa, desde 1926, había concluido bruscamente con la «revolución de los claveles», de abril de 1974, un golpe de Estado militar que abrió las puertas a una transición a la democracia conducida hasta 1982 por el Consejo de la Revolución y amenazada por quienes, desde la derecha o la izquierda, deseaban soluciones extremadamente conservadoras o radicalmente revolucionarias. La dictadura del general Franco, en España, procedía de 1937 y cuando el Generalísimo murió, en noviembre de 1975, seguía siendo el jefe del Estado. La Transición española, pues, se ajustó a los ritmos marcados por los sectores reformistas del propio franquismo, si bien la oposición democrática pudo jugar un creciente papel, tanto en el arranque del proceso transicional como en la elaboración de la Constitución de 1978. Pero ello mismo dio impulso a las fuerzas involucionistas, muy presentes en los aparatos del Estado y que en febrero de 1981 llegaron a protagonizar un intento de golpe de Estado. Al igual que sucediera años atrás con Grecia, las fuerzas democráticas españolas y 18
  • 19. portuguesas y los amplísimos sectores de las sociedades europeas que les apoyaban veían en la adhesión de ambos países a la Comunidad una forma de asentar sus recientemente ganadas democracias y de modernizar rápidamente las estructuras sociales y económicas conforme a los parámetros del Estado del bienestar y de la economía de mercado que regían en la Europa de los Diez. Portugal, miembro de la OTAN y de la Asociación Europea de Libre Comercio, se había aproximado al Mercado Común con los restantes países de la AELC y desde 1973 mantenía un acuerdo comercial y tarifario con Bruselas. Presentó su solicitud de adhesión en marzo de 1978. Por su parte, España, tras normalizar lentamente sus relaciones con los países comunitarios a partir de los años cincuenta, había negociado, con grandes dificultades, un simple acuerdo preferencial, firmado en 1970. En julio de 1977 el Gobierno de centro-derecha que presidía Adolfo Suárez presentó la solicitud de adhesión plena. Madrid y Lisboa se enfrentaban, no obstante, a serios obstáculos. Primero, la incertidumbre ante el avance de la democratización política, que persistió hasta comienzos de los años ochenta. Luego, la necesidad de que los países ibéricos acometiesen procesos serios de privatización del importante sector público de sus economías y de reconversión de sectores industriales, lo que comportaría altos costes sociales. Y, para complicar el asunto, se reactivó la enconada resistencia de los agricultores franceses e italianos, apoyados por sus gobiernos, a abrir las puertas a dos agriculturas de tipo mediterráneo que, sobre todo la española, competirían ahora con las suyas en idénticas condiciones de protección de la «preferencia comunitaria». En los dos países candidatos predominaba la ilusión europeísta, pero también cierta prevención ante el calado de las reformas que deberían acometer y de las contrapartidas de la PAC, que les obligaría a adquirir productos agrarios del norte y centro de Europa a precios superiores a los del mercado mundial e impondría cuotas de equilibrio comunitario que obligarían —sobre todo a España— a reducir la producción en sectores como el lácteo y el vinícola. Las negociaciones avanzaron lentamente, aunque fueron animadas por una resolución favorable del Parlamento Europeo en enero de 1984. Las principales dificultades provenían de la adaptación de la economía española al mercado único. Portugal admitió la limitación de sus exportaciones de textiles a los restantes países comunitarios y un período transitorio para retardar la libre circulación de trabajadores. Finalmente, casi 19
  • 20. una década después del inicio de las negociaciones, las actas de adhesión se firmaron en Madrid y Lisboa en junio de 1985. Y el primer día de 1986, España y Portugal se convirtieron en miembros activos de la naciente Europa de los Doce. 7. LA CRISIS DEL CHEQUE BRITÁNICO En la primera mitad de la década de los ochenta, mientras abría las puertas a nuevos miembros, la Comunidad Económica Europea se preparaba para encarar otra fase del proceso de integración. Había que culminar la unión económica y monetaria, conseguir el mercado único y abordar algún tipo de unión política, a fin de abandonar definitivamente la dispersa vía funcionalista y entrar en un proceso de globalización de la acción europeísta. Entre los actores de este proceso de creación de la Unión Europea, una parte deseaba constituir una auténtica Federación supranacional y otros pretendían mantener un perfil más bajo mediante una estrecha confederación de estados con la supranacionalidad bastante limitada. En el primer caso, la evolución debía llevar a otorgar mayores cotas de poder a las instituciones comunes, la Comisión, el Parlamento Europeo o el Tribunal de Justicia, en detrimento de los dos organismos de representación de los estados. En el segundo, la apuesta era potenciar los mecanismos de solidaridad y corresponsabilidad de esos dos organismos intergubernamentales. Es decir, tanto del Consejo de Ministros como, sobre todo, del Consejo Europeo, un ente que no encajaba en el entramado institucional de las Comunidades y en el que cabía el peligro que se produjeran actitudes retardatarias. Pero, en estos años, el Consejo Europeo supo mantenerse en vanguardia del proceso de integración. Sin embargo, el Mercado Común atravesaba entonces por serias dificultades. Al conservadurismo gaullista le había sucedido, en la vanguardia de la derecha nacionalista europea, el neoliberalismo thatcherista. Tras su llegada al poder en mayo de 1979, al frente de un renovado Partido Conservador británico, Margaret Thatcher había reforzado la presión iniciada por su predecesor, el laborista Wilson, para que se rebajara el elevado monto de la contribución británica al Presupuesto comunitario, el 75 por ciento de cuyos ingresos se dirigían a financiar la Política Agrícola Común. El Reino Unido, con un sector agrícola muy pequeño, consideraba a la PAC y a su principal elemento de gasto, el FEOGA, un carísimo e innecesario sistema de sobreproteger la ineficiente agricultura continental. Además, la entrada de Grecia, y luego la de España y 20
  • 21. Portugal, multiplicarían el gasto comunitario ya que serían durante bastantes años, beneficiarios netos del FEOGA y de los fondos de integración, destinados a paliar las asimetrías económicas y sociales entre los estados miembros. Y alemanes y británicos, los mayores contribuyentes al Presupuesto comunitario, podían terminar asumiendo las nuevas facturas. Thatcher abrió un agrio debate, la crisis del cheque británico. En mayo de 1980, el Consejo de Ministros encomendó a la Comisión Europea que estudiara una fórmula presupuestaria que satisficiera a Londres. El Informe Thorn, remitido a los ministros en junio de 1981, proponía la reforma del gasto comunitario y la reorganización de la PAC. El Consejo Europeo, reunido días después en Luxemburgo, buscó aplicar estas medidas, pero se estrelló contra la inflexibilidad de Thatcher y de los beneficiarios del fondos agrícola, a los que ahora se sumaba Grecia, que no querían perder las ayudas. Hasta el Consejo de Fontainebleau, en junio de 1984, no se pudo llegar a una solución con la creación de un mecanismo financiero de compensación, exclusivamente aplicado al Reino Unido. Una vez cerrado el Presupuesto, la Comisión devolvería a Londres dos tercios del considerado como su déficit fiscal, es decir, lo que los británicos aportaban por encima de lo que les correspondía recibir. Los principales beneficiarios de las ayudas agrícolas, Francia, Italia y luego España, pondrían de su bolsillo la mayor parte de los fondos para «el cheque», a fin de evitar que los tuvieran que pagar los alemanes. En adelante, los gobiernos británicos, fuera cual fuese su color, mostraron un especial empeño en su negativa a renunciar al reintegro. Se unía a estas dificultades la secesión comunitaria de Groenlandia, un territorio autónomo bajo soberanía danesa al que, como Noruega en su momento, perjudicaba la Política Pesquera Común, la llamada Europa Azul. Pese a las presiones recibidas, en el referéndum del 25 de febrero de 1982 un 53,2 por ciento de los groenlandeses votó el abandono de la CEE para pasar a un simple convenio de asociación, lo que tuvo lugar en 1985. Era la primera vez que alguien se iba del Mercado Común. El proceso de integración europea parecía encaminarse a un callejón sin salida, perjudicado por la recesión de la economía mundial en 1980-83. La reforma de la PAC, para adaptarla a las exigencias británicas, no fue posible. En la reunión del Consejo Europeo en Bruselas, en marzo de 1982, se abordó el acuciante problema del paro desde 21
  • 22. una perspectiva conjunta, pero las diferencias en las prioridades nacionales eran tales que el canciller alemán, Schmidt, propuso que se encomendara a cada Estado la reforma de su política de empleo. 8. LA INICIATIVA GENSCHER-COLOMBO Y LA DECLARACIÓN DE STUTTGART A comienzos de los años ochenta, las Comunidades sufrían una nueva crisis, provocada menos por la atrofia que por el crecimiento, pero que amenazaba con frenar el ritmo de la integración. El 6 de enero de 1981, el ministro de Asuntos Exteriores germano-occidental, Hans- Dietrich Genscher, pronunció en Stuttgart el llamado «discurso de la Epifanía». En una intervención dedicada a definir el papel de las dos Alemanias en el enfrentamiento global soviético-norteamericano —eran los inicios de la llamada «segunda guerra fría»— hizo un llamamiento a reforzar el alcance de la Cooperación Política y a vincularla a la acción las Comunidades, para alcanzar una nueva etapa de la integración europea. La llamada de Genscher encontró inmediata respuesta en su colega italiano, Emilio Colombo. En una intervención en Florencia ante la Asamblea de Municipios Europeos, el 28 de enero, afirmó que la Comunidad debía recuperar las motivaciones ideales, que en un contexto político y económico diferente, fueron la base de su creación, que derivan de la conciencia de los pueblos europeos de su unidad cultural e histórica y de la necesitad de construir las premisas por las cuales Europa jugará en el mundo un papel a la altura de su potencial político, económico y social. Para ello la integración económica es una condición necesaria pero insuficiente para alcanzar la unión política. Debe de estar acompañada por una iniciativa de naturaleza político-institucional. Pero para relanzar este proceso, Europa debe estimular los intereses comunes de todos sus miembros, con los que hay que edificar un modelo de integración unánimemente aceptado. Los ejecutivos de Bonn y de Roma recogieron el reto lanzado por sus ministros y les encomendaron un proyecto conjunto que permitiera abrir paso a la unión política. 22
  • 23. Genscher y Colombo trabajaron durante buena parte del año 1981. Sus conclusiones, recogidas en un Proyecto de Acta Europea, fueron entregadas por los gobiernos italiano y alemán al Consejo de Ministros el 6 de noviembre y al Parlamento el día 12. El Proyecto establecía como tareas prioritarias a desarrollar para construir la Unión Europea: Reforzar y continuar desarrollando, en las condiciones fijadas por los tratados de París y de Roma, las Comunidades europeas como base de la construcción europea: − Permitirles a los Estados miembros, gracias a una política exterior común, presentarse y actuar en el mundo en común, para que Europa pueda asumir cada vez mejor el papel que le corresponde en la política mundial en virtud de su importancia económica y política. − Una concertación en las cuestiones relevantes de la política de seguridad y la fijación de posiciones europeas comunes en este campo para salvaguardar la independencia de Europa, proteger sus intereses vitales y reforzar su seguridad. − Una cooperación cultural estrecha entre los Estados miembros para promover la conciencia de una cultura común como elemento de la identidad europea, aprovechar al mismo tiempo la riqueza de las tradiciones respectivas e intensificar el intercambio mutuo de experiencias, particularmente entre la juventud. − Una armonización en el campo de la legislación de los Estados miembros con el fin de reforzar la conciencia europea común del Derecho y de crear la Unión Jurídica. − El fortalecimiento y ampliación de las actividades desarrolladas en común por los Estados miembros para hacer frente, gracias a acciones concertadas, los problemas internacionales del orden público, a las manifestaciones de violencia grave, al terrorismo y, de modo general, a la criminalidad internacional. La Iniciativa Genscher-Colombo de Acta Única contemplaba algunas modificaciones fundamentales en las instituciones europeas, a fin de otorgar mayor capacidad normativa al Consejo Europeo, incorporándolo a las Comunidades, y reforzar los poderes del Parlamento. En el primer caso, el Consejo, integrado por los jefes de Estado o de Gobierno y los ministros de Exteriores, sería «el órgano de dirección política de las Comunidades Europeas y de la Cooperación Política Europea» y en tal condición podría «tomar decisiones y fijar orientaciones». En cuanto al Parlamento, mantendría su carácter básicamente consultivo, pero fortalecería su capacidad de 23
  • 24. control mediante resoluciones sobre las iniciativas del Consejo de Ministros y de la Comisión, que deberían ser tenidas en cuenta mediante el procedimiento de concertación. El Parlamento emitiría un informe preceptivo sobre el nombramiento de presidente de la Comisión Europea, quien debería celebrar un debate de investidura ante la asamblea parlamentaria, que tenía la capacidad de cesarlo mediante la aprobación de una moción de censura. El proyecto ítalo-germano de Acta Única fue utilizado como documento de trabajo por el Consejo Europeo en su reunión de Londres, el 26 de noviembre de 1982. Por delegación, una Comisión ad hoc, integrada por miembros del Consejo de Ministros comunitario, asumió su estudio con vistas a un nuevo Tratado que permitiera fundir en la Unión Europea las funciones económicas y sociales de las tres Comunidades y las tareas de la Cooperación Política, que correspondían al Consejo Europeo. Pero en los dos años siguientes la toma de decisiones al respecto se vio entorpecida por la crisis del cheque británico y por el debate sobre el Espacio Social Europeo, al que los gobiernos de Londres y de Bonn, con el poder que les daba ser los mayores contribuyentes a las arcas comunitarias, ponían serias pegas por sus medidas de concertación social, que tendrían un enorme coste presupuestario para los estados más ricos. Por lo tanto, la única medida relevante que adoptaron en estos meses los gobiernos, desde la Cooperación Política, para impulsar el Acta Única fue la llamada Declaración Solemne sobre la Unión Europea, o Declaración de Stuttgart. Reunido el Consejo Europeo en la ciudad alemana bajo la presidencia de Heimut Khol, entre el 17 y el 19 de junio de 1983, los jefes de gobierno acordaron avanzar en la creación de la Unión Europea y adoptaron algunas resoluciones concretas. Se establecieron las cuatro líneas de acción prioritarias: a) La potenciación de las Comunidades a fin de que fuesen la base de la Unión. b) El reforzamiento de la Cooperación Política entre los estados, que no sólo incluiría la política exterior, sino también la de seguridad. c) El impulso a la cooperación en materia cultural. d) La armonización de las legislaciones nacionales. 24
  • 25. El Parlamento y la Comisión Europea tendrían participación en los asuntos de la Cooperación Política, aunque esta aún no formaría parte del acervo comunitario. Y el Compromiso de Luxemburgo, de 1966, dejaría de estar vigente en lo tocante a la exigencia de unanimidad en el Consejo de Ministros en los «intereses nacionales vitales» de cada estado miembro, lo que había mantenido hasta entonces un derecho de veto efectivo sobre los actos comunitarios. La Declaración, que debía definir las políticas comunes durante un lustro, abordaba también cuestiones referidas a la unión económica y al perfeccionamiento del Sistema Monetario Europeo. 9. EL PROYECTO SPINELLI DEL PARLAMENTO EUROPEO La Declaración de Stuttgart marcaba, con ciertas reservas en algunos socios comunitarios, la voluntad política de llegar al Acta Única y armonizar así todas las vías de desarrollo europeo. Pero era una declaración de intenciones sin fuerza normativa. Formalmente, el Consejo Europeo, que no era un organismo comunitario, no tenía capacidad para ello y, en cualquier caso, un avance de tal calibre, que suponía de hecho la modificación de los Tratados, requería del consenso con el Parlamento Europeo. Este organismo, hasta entonces con escaso peso en el marco de la política comunitaria, había fortalecido su posición a partir de 1979, cuando sus diputados pasaron a ser elegidos directamente por los ciudadanos y ello reforzó su representatividad democrática. En el seno del Parlamento la corriente federalista, siempre muy importante, llevaba muchos años defendiendo el proyecto global de la Unión Europea. Así que, cuando el Consejo Europeo asumió el estudio de la cuestión, los federalistas de Estrasburgo estaban preparados. Nueve de ellos, encabezados por el eurodiputado italiano Altiero Spinelli, el histórico fundador del Movimiento Federal Europeo, crearon en julio de 1980 el llamado «Club del Cocodrilo», por el restaurante donde se reunían. El Club, que llegó a reunir a sesenta parlamentarios, preparó el esquema de un nuevo Tratado que, integrando los de las Comunidades de 1951 y 1957, diese vida a la Unión Europea. Con el apoyo de 179 diputados, lograron que el Parlamento adoptara una resolución, el 9 de julio de 1981, estableciendo una Comisión de Asuntos Institucionales, a fin de estudiar un proyecto de Constitución de la Unión Europea. La Comisión inició sus actividades en enero de 1982, bajo la presidencia de Spinelli, y 25
  • 26. terminó sus trabajos en el verano del año siguiente. Su memorándum fue adoptado como anteproyecto por los parlamentarios en septiembre de 1983, tres meses después de la Declaración de Stuttgart. Cuatro juristas vinculados al Tribunal de Justicia comunitario y al Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa se encargaron de formalizar el Proyecto Spinelli en un texto constitucional de 87 artículos. Presentado a la Cámara el 14 de febrero de 1984, el Proyecto de Tratado de la Unión Europea fue aprobado por 237 votos contra 31 negativos y 43 abstenciones. El proyecto de Tratado consolidaba la institucionalización del Consejo Europeo como eje de la Cooperación Política y por lo tanto, motor ideológico de la Unión, pero convirtiéndolo en un verdadero organismo supranacional y permanente, un órgano de gobernanza federal que asumiría las funciones ejecutivas del Consejo de Ministros y tomaría todas sus decisiones por mayoría cualificada, sin capacidad para que un miembro impusiera su veto. El Consejo Europeo asumiría también la iniciativa legislativa, pero compartiéndola con el Parlamento, que reforzaría también sus poderes con el pleno control del Presupuesto de la UE. La Comisión Europea vería fortalecidas sus atribuciones con una mayor capacidad política en la gestión de los asuntos comunitarios, aunque su actuación estaría sometida al control del Parlamento. Y el Tribunal de Justicia de Luxemburgo podría ejecutar recursos de casación que enmendasen las decisiones en última instancia de los sistemas judiciales de los estados miembros, incluidas las de sus tribunales constitucionales. En definitiva, la Unión sería un proyecto globalizador, que reduciría el peso de los procesos económicos en las políticas de integración continental y desarmaría, por lo tanto, las eficaces críticas de los euroescépticos a la prevalencia de la «Europa de los mercaderes». Las propuestas constituyentes del Proyecto Spinelli, que establecían una democracia federal y parlamentaria en la UE, iban más lejos de lo que los gobiernos europeos estaban dispuestos a admitir. Pero coincidían, en algunos sentidos, con la Declaración de Stuttgart y contaron, además, con el apoyo explícito del presidente Mitterrand. En el marco de una generalizada voluntad de avanzar, ambos proyectos iban a facilitar al Consejo Europeo abrir, en breve plazo, una nueva etapa de la integración continental, en marcha hacia la meta de la Unión Europea. 26