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TEMA 3. LA EUROPA DE LOS SEIS
1. LA CECA
El Tratado de París entró en vigor el 25 de julio de 1952. El ámbito de actuación de la
CECA afectaba a la producción y comercialización de carbón, coque, hierro en lingotes,
limaduras de hierro y productos siderúrgicos. Mediante su actividad, preveía el Tratado,
se lograría el desarme arancelario total en el sector, una competitividad real que
contribuiría a la bajada de precios, la reconversión o modernización de las industrias
obsoletas y políticas sociales para beneficiar a mineros y trabajadores metalúrgicos.
Monnet había ideado la CECA como un primer paso, muy limitado, hacia la
consecución de una Federación política constituida por los estados europeos. Diseñó
una única institución para la Comunidad, la Alta Autoridad. Esta debería posibilitar la
creación de un pool europeo de las industrias del carbón y del acero, públicas y
privadas, apoyado en un área de librecambio, y luego regular y vigilar su
funcionamiento en nombre de los estados miembros. Pero en las conversaciones para
establecer el acuerdo, los seis gobiernos se mostraron partidarios de incrementar el
alcance de su asociación, creando una unión aduanera y dotando a la CECA de una
estructura supranacional compleja, que serviría de modelo a otras Comunidades
Europeas.
Una cuestión que se planteó enseguida fue la posible vinculación de la Comunidad al
recién creado Consejo de Europa, cuyos dictámenes podían influir mucho sobre los
gobiernos y las opiniones públicas, pero que no poseía capacidad legislativa y de
decisión política. Monnet dejó claro, en un memorándum de agosto de 1950, el peligro
de una CECA sometida a la supervisión de un Consejo de Europa inoperante, la
mayoría de cuyos miembros «estaría a favor de tomar parte en un debate, pero sin que
pudieran expresar mediante el voto la responsabilidad inherente a la función
parlamentaria». A la Comunidad se la dotó, por lo tanto, de cuatro instituciones propias:
− La Alta Autoridad, radicada en Luxemburgo y cuyo primer presidente fue
Monnet. La integraban nueve técnicos designados por los estados miembros, de los
que no más de dos podían pertenecer al mismo país. Organismo ejecutivo de
1
carácter supranacional, actuaba en teórica independencia de los estados, a los que
podía imponer su criterio mediante tres tipos de actuaciones: las decisiones, con
fuerza legal, las recomendaciones, que debían ser tenidas en cuenta, y las
observaciones, que buscaban corregir disfunciones en las políticas nacionales. El
organismo comunitario disponía de amplios poderes en orden a la persecución de
los cárteles, la fijación y vigilancia de precios y de cuotas de producción y la
imposición de sanciones a los estados y las empresas que vulnerasen la normativa
comunitaria. Para su financiación se creó una modesta tasa empresarial variable (la
deducción, o prélèvement) sobre la producción de carbón y acero, que fue el
primer impuesto europeo.
− La Asamblea Parlamentaria, establecida en Estrasburgo para recalcar su
identificación con el Consejo de Europa, estaba integrada por 78 representantes de
los parlamentos nacionales, con un sistema de cuotas por tramos de población que
luego sería común en las instituciones parlamentarias paneuropeas: Alemania,
Francia e Italia tenían 18 escaños cada una, diez Bélgica y Holanda, y cuatro
Luxemburgo. Sus funciones eran de control de la actuación de las restantes
instituciones de la CECA y en especial de la Alta Autoridad, que sometía a la
aprobación de la Asamblea su gestión anual.
− El Consejo de Ministros lo constituían representantes gubernamentales de los seis
estados miembros, que debían alcanzar la unanimidad para adoptar los acuerdos
especialmente relevantes. Servía de nexo político entre los gobiernos y la Alta
Autoridad, cuyas actuaciones precisaban de su refrendo. Con ello, el Consejo de
Ministros se convertía en una garantía de que no habría cesiones de soberanía a la
CECA no deseadas por los ejecutivos nacionales.
− El Tribunal de Justicia, integrado por siete jueces designados en períodos de seis
años por los estados miembros, resolvía en instancia única los conflictos en el seno
de la Comunidad conforme a la interpretación del Tratado.
Los objetivos funcionales de la CECA quedaban muy lejos de alcanzar las metas de
integración deseadas por los federalistas. Incluso las previsiones de Monnet y Schuman
resultaban, en lo tocante a la supranacionalidad, muy rebajadas por la acción de los
gobiernos asociados, ya que su representación en la Comunidad, que era el Consejo de
Ministros, poseía en la práctica capacidad de veto sobre las decisiones de la Alta
Autoridad, lo que hacía muy difíciles los avances en la cesión de soberanía de los
2
estados al ente comunitario.
No obstante, la CECA conoció cierto éxito al regular el mercado del carbón y del acero
en la Pequeña Europa e impulsar su crecimiento espectacular. Entre 1954 y 1962, la
producción de acero pasó de 42 a 73 millones de toneladas anuales y el comercio
intercomunitario se cuadruplicó. Con la integración sectorial que aportaba la
Comunidad, dejaron de tener justificación los obstáculos políticos para que la Alemania
federal asumiera el pleno control económico del Ruhr e incorporase el Sarre a su
soberanía, lo que tuvo lugar en 1951 y 1957, respectivamente.
Entre febrero de 1953 y agosto de 1954 se efectuó el desarme arancelario previsto y la
Alta Autoridad desplegó una amplia actividad reguladora en el sector y fue dotada de un
fondo especial de compensación para financiar la reconversión industrial. A finales de
los años cincuenta, la CECA se preocupó también de solicitar a los gobiernos que
impulsaran una reducción de la producción carbonífera, ya que el creciente uso del
petróleo, del gas y, en un futuro, de la energía nuclear para fines domésticos,
industriales y de transporte, favorecería la acumulación de stocks y los bajos precios en
la minería del carbón. De hecho, el porcentaje de su consumo en la Comunidad, sobre el
total de la energía, cayó desde el 74 por ciento en 1950 hasta el 31,3 en 1967, mientras
que el petróleo pasó del 10 al 51,7 en el mismo período.
2. LA COMUNIDAD EUROPEA DE DEFENSA
El prometedor arranque de la CECA coincidió con el fracaso de algunas otras iniciativas
de integración en la Europa del Oeste, que ponían de relieve las dificultades inherentes
al proceso de unificación continental. El más significativo de estos fracasos fue la
Comunidad Europea de Defensa, la CED. Consideraciones militares al margen, puso
de relieve la existencia de grandes sectores del electorado y la clase política del
Continente que rechazaban la propuesta federalista para la construcción política europea
y la pérdida de soberanía nacional que ello implicaba.
El estallido de la guerra de Corea, en junio de 1950, llevó a su paroxismo el miedo a una
confrontación global entre el Este y el Oeste. En Washington se creía que el centro
neurálgico de esa posible tercera guerra mundial sería Europa, no el Extremo Oriente.
3
Para la Administración Truman era fundamental reforzar el ámbito estratégico de la
OTAN, facilitando el ingreso de la República Federal alemana, establecida el año
anterior, y dotándola de un potente ejército. También eran de ese parecer de los
británicos. A propuesta de Winston Churchill, en agosto de 1950, la Asamblea
Consultiva del Consejo de Europa aprobó una resolución instando a los estados
miembros la creación inmediata de un ejército europeo nutrido con contingentes
nacionales, incluido el alemán, bajo un mando militar conjunto y que actuaría en el seno
de la OTAN.
En Francia, que había sostenido tres guerras contra Alemania en menos de un siglo, este
asunto causaba honda preocupación. Buena parte de su opinión pública contemplaba el
caso, además, como una clara demostración del papel imperial de los Estados Unidos
con respecto a sus aliados europeos. Pero como, por otra parte, la defensa de Europa
occidental frente a la URSS era imposible sin la ayuda de la superpotencia americana, el
Ejecutivo francés, que sostenía una costosa guerra contra un movimiento de liberación
prosoviético en Indochina, no estaba en condiciones de oponerse a la admisión de la
RFA en el club atlántico. Parecía posible, sin embargo, reducir la capacidad del Ejército
germano-occidental para ejecutar políticas independientes subordinándolo a un centro
de decisiones supranacional, unas Fuerzas Armadas de Europa.
En septiembre de 1950, gracias en buena medida a una gestión del secretario de Estado
norteamericano, Acheson, cerca de sus colegas francés y británico, el Consejo Atlántico
aprobó el rearme alemán y abrió las puertas a una futura adhesión de la RFA a la
OTAN. En Francia gobernaba la IV República una inestable coalición de fuerzas
centristas, encabezada por el europeísta Movimiento Republicano Popular. Sus
dirigentes, que habían entrado decididamente en la senda de la reconciliación franco-
alemana con la Declaración Schuman, se mostraron dispuestos a patrocinar la creación
de un ejército europeo en el que, junto a las de los cinco estados signatarios del Tratado
de Bruselas, se pudieran integrar las Fuerzas Armadas italianas y germano-occidentales.
A partir de una iniciativa de Jean Monnet, el primer ministro galo, René Pleven, lanzó la
idea de una Comunidad Europea de Defensa (CED). Pleven proponía que la CED
pudiera asumir la defensa territorial de la Europa occidental en caso de conflicto con el
bloque soviético, incorporando así a la RFA a una organización de seguridad
4
específicamente europea. Ello implicaría, inevitablemente, unas líneas generales de
política exterior comunes a todos los estados miembros, que Monnet concibió
desarrolladas a través de una Comunidad Política Europea (CPE). De esa forma, el
federalista Monnet esperaba que, mediante iniciativas funcionalistas, se crearían
simultáneamente las tres bases de los futuros Estados Unidos de Europa: la
económica (CECA), la militar (CED) y la política (CPE).
El Plan Pleven, presentado el 23 de octubre de 1950, proponía crear el Ejército europeo
«sujeto a las instituciones políticas de una Europa unida» y colocado «bajo la
responsabilidad de un ministro europeo de la Defensa, asistido por un Consejo de
Ministros, bajo control de una Asamblea Europea y con un presupuesto militar común».
Obtenida en diciembre la aquiescencia del Consejo Atlántico, las conversaciones sobre
la CED, calurosamente apoyadas por Washington, se iniciaron en febrero de 1951 y se
prolongaron más de un año, en medio de serias complicaciones. En primer lugar, el
Ejecutivo francés tuvo que romper la resistencia de su Asamblea Nacional,
mayoritariamente opuesta al renacimiento de Alemania como potencia militar. Lo logró
por 14 votos, asumiendo la garantía de que el Ejército de la RFA estaría integrado por
pequeños contingentes subordinados al Alto Mando europeo. A partir de ahí, Francia
logró el consenso de Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Italia y la RFA, es decir, de la
naciente Europa de los Seis, para crear la Comunidad de Defensa, cuyos miembros
seguirían perteneciendo a la OTAN. Pero el Reino Unido, el más firme aliado militar de
París hasta entonces, se negó a integrase en la CED, prefiriendo mantener su política de
seguridad estrechamente vinculada a Washington en el seno de la Alianza Atlántica.
El Tratado constitutivo de la CED se firmó en París, el 27 de mayo de 1952. Los
miembros de la Comunidad no se planteaban objetivos muy ambiciosos a corto plazo.
Aunque, en teoría, todas las Fuerzas Armadas de los países miembros estarían
encuadradas en el esquema estratégico de la Comunidad, esta mantendría operativa sólo
una fuerza de intervención rápida —la «fuerza de choque»— de unos 50.000
hombres, bajo el mando del Comandante Supremo de la OTAN en Europa (el
SACEUR), que era un militar norteamericano. La CED se dotaba con un aparato
institucional vinculado al modelo Monnet-Schuman de Comunidades europeas, que se
iba a emplear también en la CECA: una Comisión, órgano ejecutivo de nueve
5
comisarios encargado de la administración interna y de la logística del Ejército europeo;
el Consejo de Ministros, con los responsables de Defensa de los estados miembros; la
Asamblea parlamentaria, que sería la misma de la CECA, con tres escaños más para
Francia, Italia y la RFA; y el Tribunal de Justicia, también compartido con la CECA.
Había desaparecido el ministro de Defensa europeo previsto en el Plan Pleven
Pero la CED, creada sobre el papel, no llegó más allá. La ausencia británica limitaba
mucho sus posibilidades de ser un instrumento eficaz, política y militarmente. En
Francia, donde florecía el antiamericanismo popular, la derecha gaullista —la Alianza
del Pueblo Francés, entonces en la oposición— se negó a ratificar el Tratado e hizo
causa común con el Partido Comunista para anularlo.
Tras muchos meses de negociaciones entre los partidos, y con la Comunidad de Defensa
ya aceptada por los parlamentos del Benelux y de la RFA, el jefe del Gobierno, Pierre
Mendés-France, al frente de una coalición de centro-derecha que ahora incluía a los
gaullistas, propuso modificaciones en el Tratado de París. Como que se redujera su
vigencia de cincuenta a veinte años, se introdujese el derecho de veto en el Consejo —lo
que fue rechazado por los demás socios— que el contingente francés en el Ejército
europeo tuviese mayor autonomía y que se diese carpetazo a la Comunidad Política
Europea, prevista en el Tratado de la CED y que comunistas y gaullistas rechazaban de
plano. Pero, incluso así, el 30 de agosto de 1954 la Asamblea Nacional francesa rechazó
la propuesta de ratificación del Tratado por 319 votos contra 264. El Gobierno,
consciente de que le iba la vida en ello, postergó indefinidamente un nuevo intento de
convalidación parlamentaria, con lo que la Comunidad de Defensa, que había sido
iniciativa francesa, quedó condenada por la negativa francesa.
3. LA COMUNIDAD POLÍTICA EUROPEA
Directamente relacionado con el fracaso de la CED —de hecho, fue una de las causas de
ese fracaso—estuvo el de la Comunidad Política Europea (CPE). Monnet y Schuman
planteaban, más allá de la iniciativa económica de la CECA, una opción federalista a
largo plazo, que requería de la actuación de una organización supranacional de carácter
político, con la capacidad ejecutiva y legislativa que los gobiernos habían escamoteado
al Consejo de Europa. En marzo de 1952, este aprobó una resolución para vincular las
6
actuaciones de esta Comunidad Política Europea (CPE) a las militares de la CED y a las
económicas de la CECA, mediante una autoridad supranacional común, lo que, de
haberse llevado a cabo, hubiese constituido un antecedente de la actual Unión Europea.
Y el Tratado fundacional de la Comunidad del Carbón y del Acero iba aún más allá, a
propuesta del italiano Alcide de Gasperi, al abrir la puerta a la futura integración de los
sistemas políticos de los Seis bajo «una estructura federal o confederal».
Como la CED no era todavía operativa, en septiembre de 1952, y a solicitud de Monnet,
el Consejo de Ministros de la CECA encomendó a la Asamblea parlamentaria un
proyecto de Comunidad Política Europea que estableciera reglas comunes de
funcionamiento del sistema democrático y de la defensa de los derechos humanos para
los países miembros. La Asamblea designó para ello una Comisión, presidida por el
democristiano alemán Heinrich von Brentano, que concluyó sus trabajos en marzo de
1953.
El proyecto de Estatuto de la CPE, aprobado por la Asamblea el día 10 (Acuerdo de
Estrasburgo), preconizaba en sus 117 artículos una Federación europea con un
Parlamento bicameral, integrado por una Cámara de los Pueblos de 268 diputados,
elegidos directamente por los ciudadanos mediante cuotas de representación nacional
que primaban a los pequeños estados, y un Senado formado por 87 miembros de los
parlamentos nacionales, también mediante cuotas conforme a la población de la
Pequeña Europa. La Federación contaría con un Ejecutivo también bicéfalo: el Consejo
de Ministros, con representantes de los gobiernos y el Consejo Ejecutivo Europeo, el
órgano propio de la Comunidad, cuyo presidente sería elegido por el Senado. Tendría
también un Tribunal de Justicia y un Comité Económico y Social.
En la primavera de 1954, los parlamentos de Alemania y del Benelux ratificaron el
Estatuto de la Comunidad Política y se esperaba que los de Francia e Italia lo hicieran
pronto. Pero entonces sobrevino la crisis de la CED y quedó manifiesta la oposición
mayoritaria de la Asamblea Nacional francesa a un proyecto de unión política. En
agosto de 1954, se extinguió la CPE, el primer intento de crear una Europa federal.
4. DE MESINA A ROMA
7
A mediados de la década de los cincuenta el proceso de integración continental parecía
encontrarse en un callejón sin salida. En la Europa del Oeste, donde las lentas tesis
funcionalistas se imponían rotundamente sobre las federalistas, sólo se había
consolidado una organización sectorial, la CECA que, tras el fracaso de la Comunidad
Política, no poseía capacidad para avanzar por sí sola en el proceso unificador. En la
Europa del Este, el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), creado en 1949,
era un organismo poco eficaz, tanto como mecanismo económico como motor de
integración política de las democracias populares. Y las dos alianzas militares del
continente, la OTAN y el Pacto de Varsovia, dependían demasiado de las
superpotencias impulsoras como para que sus miembros pudiesen coordinar políticas de
defensa autónomas que, en cualquier caso, se dirigirían contra otros estados europeos.
A comienzos de 1955, Jean Monnet dejó la presidencia de la Alta Autoridad de la
CECA, en protesta por el fracaso de la CED. Reafirmó entonces sus convicciones
federalistas al afirmar que los países europeos se habían convertido en pequeños para el
mundo actual y que su unidad en los Estados Unidos de Europa permitirá elevar el nivel
de vida de los europeos y mantener la paz.
En octubre creó el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa, una
«organización supranacional privada» integrada por un centenar de políticos,
empresarios y sindicalistas y concebida como un lobby para impulsar el avance hacia la
federación continental. Sin embargo, el pragmatismo de Monnet le hacía seguir
porfiando por iniciativas funcionalistas a corto plazo. Con la colaboración de políticos
como Pierre-Henry Teigten y técnicos como el ingeniero Louis Armand, pionero
europeo de la energía atómica, Monnet planificó una Comunidad Europea de la
Energía Nuclear, para completar la integración y modernización del sector energético
más allá del carbón y evitar la excesiva dependencia de un petróleo que no producían
los países de la CECA.
Paralelamente a este Plan Monnet de la energía atómica, en Holanda se estaban
promoviendo serios intentos de avanzar en la integración económica europea. El
desarrollo de la CECA había revelado serios problemas estructurales en la coordinación
económica de los seis gobiernos, que aconsejaban mayor supranacionalidad en asuntos
comerciales, monetarios, fiscales, legales, etc. En abril de 1955, los tres ministros de
8
Exteriores del Beneux, el holandés Johan Willen Beyen, el belga Paul-Henri Spaak y
el luxemburgués Joseph Beck, acordaron el llamado Plan Beyen. Se centraba en la
creación de un Mercado Común Europeo que, mediante la supresión de los aranceles
interiores y el establecimiento de una tarifa exterior única, posibilitara las pautas para
una futura unificación comercial, financiera y monetaria. El Plan contemplaba la
supresión gradual de los derechos de aduana y de la política de cuotas comerciales en el
seno de la Comunidad, el establecimiento de un arancel aduanero común frente a
terceros países, y creación por los gobiernos de un Fondo Europeo para suavizar los
efectos negativos en las economías nacionales de la liberalización de intercambios y de
la supresión de barreras aduaneras. Los tres ministros confiaban en que la unión
aduanera fuera el fundamento más sólido para avanzar hacia la unión económica y
relanzar, a más largo plazo, el proyecto de unión política que había fracasado con la
CPE.
No era una empresa sencilla. Dada la diferencia de intereses nacionales entre los Seis y
la renuencia de sus sistemas políticos a ceder soberanía a entes supranacionales, entre
1951 y 1954 habían fracasado varios proyectos sectoriales destinados a acompañar a la
CECA en el impulso a la integración económica y social. Tales habrían sido el
Mercado Común Agrícola (el pool verde), la Comunidad Europea de la Salud (el
pool blanco) o la Autoridad Europea de los Transportes. Tuvo éxito, en cambio, la
Unión Europea de Radiodifusión (UER), creada en 1950 por los Seis y que desde
1954 contó con una sección audiovisual, Eurovisión, para la conexión conjunta de las
televisiones nacionales, que pronto superó el ámbito comunitario para alcanzar,
progresivamente, una dimensión continental. A partir de 1956, Eurovisión organizó
anualmente un Festival de la Canción, que pronto figuró en el imaginario popular como
uno de los elementos más visibles de la integración solidaria de las sociedades europeas.
Pero al mismo tiempo, en una contradicción muy reveladora, el Festival se convirtió en
un emotivo ritual identitario de las patrias, vinculado a la exaltación de la nación-estado.
Durante la primavera de 1955, el Plan Beyen y el Plan Monnet fueron conciliados en
torno a la existencia de tres Comunidades Europeas de carácter económico,
independientes pero relacionadas estrechamente. La ya existente CECA y otras dos a
crear. Una, muy específica, para el desarrollo del uso pacífico de la energía nuclear
como alternativa al carbón y al petróleo. Y otra general para la integración económica, a
9
la que se asignaban diversas tareas: unificación progresiva del sistema aduanero,
coordinación de las políticas monetarias y fiscales, creación de un fondo para
desarrollar a las regiones más pobres, reglamentación laboral y libre circulación interior
de mano de obra, etc. El 9 de mayo, Monnet, remitió el proyecto conjunto, el llamado
Memorándum del Benelux, a la Asamblea de la CECA. El organismo parlamentario
adoptó una resolución favorable el día 14, en el sentido de «elaborar los proyectos de
tratados necesarios para la puesta en marcha de sucesivas etapas de la integración
europea, de la que la CECA ha sido precursora». La resolución fue enviada al Consejo
de Ministros de esa Comunidad.
Este se reunió en la ciudad siciliana de Mesina, el 1 de junio de 1955, aunque las
sesiones de trabajo, que abarcaron tres días, tuvieron lugar en el monasterio de Santo
Domingo, en la cercana Taormina. Estuvieron presentes Bech, que presidía, Spaak y
Beyen, más el francés Antoine Pinay, el alemán Walter Hallstein y el italiano
Gaetano Martino. Londres envió un observador, pero sin ánimo manifiesto de
intervenir en la puesta en marcha de las Comunidades. El motivo oficial de la cumbre
era sustituir a Monnet al frente de la Alta Autoridad de la CECA, puesto para el que se
eligió a René Mayer. Pero los ministros debatieron fundamentalmente sobre las otras
Comunidades propuestas. Los objetivos que se establecieron incluían la armonización
de las políticas de sus miembros en los terrenos financiero, económico y social; la
coordinación monetaria; la supresión progresiva de los obstáculos a la libre circulación
interna de personas, capitales, bienes y servicios; la garantía de la libre competencia,
anulando las salvaguardas del interés nacional; la diversificación del consumo
energético; o la creación de un Fondo de compensación para el desarrollo de las
regiones desfavorecidas.
Para desarrollar los acuerdos de Mesina y crear el Mercado Común y la Euratom, se
nombró un Comité Intergubemamental (CIG), con sede en Bruselas, formado por los
embajadores ante la CECA y presidido por Spaak. Por delegación, un Comité de
Expertos de la CECA, o Comité Spaak, trabajó en cuatro comisiones —Mercado
Común, Energía Clásica, Energía Nuclear y Transporte y Obras Públicas— los
aspectos técnicos del proyecto de creación de la Comunidad Económica Europea (CEE)
y de la Euratom.
10
Tras la presentación a los gobiernos de un documento preliminar en la Conferencia
de Noordwijk (octubre de 1955), el Comité de Expertos redactó el Informe Spaak.
Siguiendo las experiencias del Benelux y de la CECA, el Informe señalaba, como
objetivo fundamental de la primera etapa de la EE, la unión aduanera con una tarifa
exterior común que facilitara el control de cambios y la estabilidad del mercado interior.
Ello facilitaría el establecimiento de un Mercado Común que se alcanzaría en tres fases:
a). La unión aduanera, con la supresión de aranceles y cuotas de comercio;
b). La unión económica, con una política agraria y de transportes común y la
armonización de las legislaciones nacionales
c). El mercado único, con el establecimiento de cuatro libertades de movimientos:
de mercancías, de personas, de servicios y de capitales. El Informe apostaba por
consolidar la Pequeña Europa de los Seis, sin prematuras ampliaciones del ámbito
territorial comunitario.
Por su parte, Monnet había convocado una Conferencia en París, en enero de 1956, en
la que presentó a un selecto grupo de dirigentes de los Seis el proyecto de Comunidad
Europea de la Energía Atómica (Euratom). Monnet se inspiraba en la propuesta
civilista de «átomos para la paz», lanzada por el presidente norteamericano Dwight D.
Eisenhower en diciembre de 1953. Pero su intento de limitar el ámbito de lo nuclear en
Europa a los usos pacíficos fue rechazado por los gobiernos, que no querían renunciar a
la posibilidad de desarrollar armamento atómico.
El Informe Spaak fue remitido a la Asamblea de la CECA y a su Consejo de Ministros,
que se reunió en Venecia el 29 y el 30 de mayo de 1956, y luego en Bruselas, los días
26 y 27 de junio. En la ciudad italiana fue aprobado el informe. Y en la capital belga los
ministros acordaron la doble vía para el desarrollo de las Comunidades: la sectorial, que
se ceñiría a los ámbitos especializados de la CECA y de la Euratom, y la general de
unificación económica y social, que se encomendaba a la Comunidad Económica
Europea. En febrero de 1957, una Conferencia de jefes de Gobierno de los Seis, reunida
en París, dio el visto bueno a la creación de las dos nuevas Comunidades y el Comité
Spaak recibió el encargo de redactar sus Tratados conforme a los acuerdos
intergubernamentales alcanzados en las reuniones de Bruselas y de París.
11
Cumplidos todos los trámites, los textos constitutivos de las dos Comunidades y el Acta
Final se firmaron en Roma el 25 de marzo de 1957, con la representación de sus jefes de
Estado. A continuación, los gobiernos comunitarios trasladaron la ratificación de los dos
Tratados a sus parlamentos nacionales. Una vez más, la gran prueba era la receptibilidad
de la Asamblea Nacional francesa a la integración de la Alemania Federal como socio
en pie de igualdad. Eso había conducido al fracaso de la CED tres años antes. Pero las
circunstancias internacionales habían variado. En 1956, la URSS invadió impunemente
Hungría para poner fin a un experimento democratizador y los Estados Unidos habían
humillado el talante colonialista de británicos y franceses durante la crisis del Canal de
Suez. Ello, unido al desastre colonial en Indochina y al comienzo de la guerra de
liberación de Argelia, llevó a muchos políticos galos a la convicción de que sólo la
integración europea podía garantizar a su país un papel de relieve en el contexto
internacional de la guerra fría. Por lo tanto, la Asamblea francesa aprobó los Tratados
de Roma por 342 votos frente a 239 negativos, aunque exigió garantías de salvaguardia
de sus intereses nacionales en sectores económicos especialmente sensibles. En
diciembre de 1957 el trámite parlamentario había sido superado en los seis estados y el
día de Año Nuevo de 1958 las dos Comunidades entraron en vigor.
5. EL DESPEGUE DE LA EUROPA COMUNITARIA
La Comunidad Económica Europea, popularmente denominada Mercado Común,
tenía como objetivo fundamental precisamente ese, la creación de un gran mercado
único compartido por los seis socios. Ello se lograría mediante la unión aduanera de los
seis estados, las cuatro libertades de circulación —de personas, capitales, servicios y
mercancías— en el territorio comunitario, el derecho al establecimiento —residir y
trabajar— en cualquier país miembro y la coordinación de los mecanismos monetarios a
través de los tipos de cambio. Para todo ello, los negociadores preveían un período de
transición de entre doce y quince años, con tres etapas de cuatro años y un período final
de adaptación de otros tres, si era necesario. Se trataba de un avance parcial, limitado a
algunos aspectos económicos, en la marcha hacia la Europa unida. Pero ese avance, que
gran parte de la izquierda política y social europea descalificaba afirmando que sólo
consolidaría los intereses capitalistas de la «Europa de los mercaderes», parecía el único
posible en esos momentos a los técnicos que asesoraron el Informe Spaak.
12
El Tratado de la CEE, con 248 artículos, estaba dividido en cinco partes:
La primera exponía los principios que la informaban: «promover un desarrollo
armonioso de las relaciones económicas en el conjunto de la Comunidad, una expansión
continua y equilibrada, una elevación acelerada del nivel de vida y relaciones más
estrechas entre los estados que la integran».
El segundo apartado establecía los mecanismos para el desarme aduanero interior, la
consecución de la política agraria común con tarifas proteccionistas (la PAC, una
exigencia de Francia), los procedimientos para la libre circulación y la política común
de transporte. El tercero contenía las disposiciones sobre libre concurrencia, fiscalidad,
armonización legislativa, balanza de pagos, la creación de un Fondo Social Europeo y
de un Banco Europeo de Inversiones. El cuarto, exigencia francesa, se refería a las
relaciones con los Territorios de Ultramar (TOM, en sus siglas francesas), colonias
de los Seis o estados recientemente descolonizados por ellos, que los socios
comunitarios esperaban mantener bajo su influencia económica y política y a cuyo
desarrollo contribuirían con importantes subvenciones.
Y el quinto apartado establecía las instituciones de la CEE:
− El Consejo de Ministros, integrado por miembros de los gobiernos asociados,
poseía capacidades de decisión y tomaba sus acuerdos por mayoría absoluta a partir
de la ponderación de votos por población: cuatro para Francia, Alemania e Italia,
dos para Holanda y Bélgica y uno para Luxemburgo. La agenda del Consejo era
preparada por un organismo técnico, el Comité de Representantes Permanentes
(COREPER) integrado por los embajadores de los países miembros ante las
Comunidades.
− La Comisión Europea, designada por el Consejo y radicada en Bruselas, estaba
integrada por comisarios independientes de los gobiernos y equivalía a la Alta
Autoridad de la CECA, aunque tenía menos poder ejecutivo. Le correspondía, en
exclusiva, la iniciativa y resolución de las políticas comunitarias y de su normativa,
aunque bajo la supervisión del Consejo, que tenía capacidad para frenarlas.
− La Asamblea Parlamentaria, con sede en Estrasburgo y compartida con CECA y
Euratom, estaba integrada por 142 representantes de los parlamentos nacionales.
13
Aunque funcionaba como organismo consultivo, sin competencias legislativas y
elaborando meras propuestas, tenía la capacidad de votar la censura a la Comisión,
con dos tercios de los diputados, lo que acarrearía el cese de los comisarios.
− El Tribunal de Justicia, establecido en Luxemburgo, organismo jurisdiccional de
siete jueces que entendía en lo concerniente a la aplicación del Tratado y que era
común con las otras dos Comunidades.
− El Comité Económico y Social, radicado en Bruselas, reunía a 101 representantes
de los gobiernos, sindicatos y entidades patronales y poseía sólo carácter consultivo.
− El Banco Europeo de Inversiones. Establecido en Luxemburgo, estaba
participado por todos los estados miembros y presidido por un Consejo de
Gobernadores, compuesto por los ministros de Hacienda. Su función era financiar
proyectos dirigidos a la cohesión económica y social.
En cuanto a la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA), o Euratom, se
trataba de una organización con fines muy limitados, que su Tratado, en 220 artículos,
fijaba en el desarrollo de la investigación nuclear, la difusión de conocimientos, la
protección sanitaria, el aprovisionamiento, la seguridad, el régimen de propiedad y el
establecimiento de un mercado interior. Compartía con la CEE la Asamblea y el
Tribunal de Justicia y tenía su propia Comisión y su Consejo.
Dada su especialización, la Euratom fue la de menor peso político de las tres
Comunidades. Pero desarrolló una extraordinaria labor en un sector entonces incipiente
y al que, dada la carencia de recursos petrolíferos en el seno del Mercado Común, se le
auguraba un espléndido futuro. La CEEA potenció proyectos científicos en sus centros
de investigación, estableció normas comunes de seguridad en el transporte y
producción, para lo que contó con un cuerpo de inspectores con autoridad supranacional
y contribuyó a financiar centrales energéticas y otras instalaciones nucleares. Pero
siempre tuvo el hándicap de la oposición de buena parte de la opinión pública a la
energía atómica, por sus grandes riesgos potenciales, y el del interés particular de los
países miembros, que llegó a constituirse en un serio obstáculo a su labor cuando, en los
años sesenta, Francia decidió seguir su propia vía nuclear, con una autonomía que
incluía la posesión exclusiva de armamento atómico.
Las instituciones de las dos nuevas Comunidades fueron puestas en funcionamiento el 1
14
de enero de 1958. Sus promotores tenían presente que, tras la fase de transición, las
Comunidades terminarían fundiendo sus organismos. Por ello decidieron que dos de
ellos —la Asamblea y el Tribunal de Justicia— fueran comunes con la CECA, lo que se
acordó en un convenio anexo a los Tratados.
En París, el 6 de enero de 1958, los representantes de los Seis procedieron a designar a
los principales responsables de la CEE y la CEEA. El francés Louis Armand, el padre
de la idea, fue puesto al frente de la Comisión de la Euratom, pero un año después cedió
el puesto a su compatriota Étienne Hirsch. La Comisión de la CEE fue presidida por el
alemán Walter Hallstein, con el italiano Piero Malvestiti, el holandés Sicco
Mansholth y el francés Robert Marjolin como vicepresidentes. En cuanto a la
Asamblea y al Tribunal de Justicia, cuyos miembros elegían a sus presidencias, los
políticos reunidos en París recomendaron, en nombre del principio paritario, que la
Asamblea fuera presidida por un italiano y el Tribunal por un holandés. Para este último
puesto fue designado Andreas Matthias Donner. Pero los parlamentarios de la
Asamblea soslayaron el cupo italiano y eligieron al francés Robert Schuman,
reafirmando así, con el rechazo a la decisión de sus gobiernos, el espíritu federalista de
la Cámara. La presidencia italiana tuvo que asignarse, en la figura de Pietro Campilli,
al Banco Europeo de Inversiones.
6. LA ASOCIACIÓN EUROPEA DE LIBRE COMERCIO
La creación de las Comunidades Europeas escindió en dos a la OECE, hasta entonces el
principal organismo de cooperación entre las economías capitalistas del Continente. El
inicio del proceso de integración, sobre todo el que tendría lugar en la CEE, dejaba
fuera de juego al Reino Unido, que no quería asumir el nivel de adhesión que requería el
Mercado Común. Pero también excluía a las más débiles economías de la periferia
europea. Perdidos sus objetivos iniciales, que eran distribuir la ayuda del Plan Marshall
y potenciar la recuperación económica en la posguerra, los socios de la OECE
procedieron a convertirla en un nuevo organismo, la Organización de Cooperación y
Desarrollo Económico (OCDE) al que se incorporaron Estados Unidos, Canadá y
Japón, con la intención de afiliar a los países capitalistas industrializados de la época en
un organismo internacional que orientase sus políticas económicas en razón de la
coyuntura internacional, pero sin merma de la soberanía de los estados miembros.
15
Los británicos eran presa de una contradicción básica. Algunos sus políticos e
intelectuales habían figurado siempre en la vanguardia del europeísmo. Pero la opinión
pública de las islas, y con ella la mayor parte de las elites económicas y sociales, se
mostraban abiertamente contrarias a cualquier cesión de soberanía a una Europa
transnacional. Londres no podía renunciar a los intercambios con los países del
Continente, que suponían más de la mitad de su comercio exterior. Pero la integración
en el núcleo comercial de la CEE, mediante la unión aduanera, suponía un riesgo mortal
para el sistema de tarifas preferenciales de la Commonwealth, que permitía al Reino
Unido vender sus manufacturas y obtener materias primas y productos agrarios en su
exclusivo ámbito imperial, de alcance planetario, en condiciones muy favorables.
Una solución, alternativa al Mercado Común podía consistir en la creación de una
«zona europea de libre cambio», como propuso el canciller del Exchequer Harold
MacMillan, en octubre de 1956. Un área de libre cambio es una asociación de países
que suprimen las barreras aduaneras al comercio y renuncian a mantener cualquier
política de contingentes entre ellos. Pero, al contrario de una unión aduanera como la
CEE, aquí no existe la tarifa exterior común, con lo que los socios son libres de
establecer acuerdos tarifarios individuales con terceros. Los británicos veían en ello la
ventaja de que podrían negociar desarmes arancelarios sectoriales sin incluir los
productos agrarios europeos, cuya importación en las islas, carente de sujeción a la PAC
del Mercado Común, seguiría sometida a fuertes gravámenes en relación a los productos
de la Commonwealth. De este modo, Londres pretendía una suerte de asociación «a la
carta» con la CEE, aplicándola para ciertos grupos de productos cuando interesara a las
dos partes, pero sin vincularse a la rígida disciplina comunitaria y manteniendo vínculos
privilegiados con Estados Unidos, la Commonwealth y el conjunto de países de la
OECE.
A partir de la primavera de 1957, mientras rechazaba sucesivas ofertas para integrarse
en las Comunidades Europeas, la delegación británica en la OECE, presidida por el
ministro conservador Reginald Maudling, intentó convencer a los restantes miembros
de que se afiliaran a la zona europea de libre comercio. Finalmente, el 15 de diciembre
de 1958, en el castillo parisino de La Muette, sede de la OECE, el ministro británico de
Comercio conminó a los Seis a integrarse en el área librecambista, lo que el ministro de
16
Exteriores francés, el gaullista Couve de Mourvielle, rechazó en nombre de todos.
Rotas las conversaciones con la CEE, la diplomacia londinense se centró en los
restantes miembros de la OECE. Aunque el precedente de la frustrada Uniscan con los
países nórdicos no era un buen augurio, las conversaciones progresaron y Suecia,
Noruega, Dinamarca, Portugal, Austria y Suiza se manifestaron dispuestos a unirse al
Reino Unido en un área comercial común. El 4 de enero de 1960, «la Europa de los
Siete» se constituyó mediante la Convención de Estocolmo, que establecía la
Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), que sería universalmente conocida
como la EFTA, por sus siglas en inglés (European Free Trade Association). Finlandia
se asoció en 1961 e Islandia en 1970, mientras que la República de Irlanda estableció
vínculos con la Asociación mediante su unión comercial bilateral con el Reino Unido.
Desde sus comienzos quedó patente que la AELC jugaba en desventaja respecto a la
Pequeña Europa del Mercado Común. No era un proyecto de integración económica, ni
vislumbraba una futura unión política y carecía de instituciones propias, fuera del
Consejo de Ministros, por lo que su vuelo era necesariamente muy corto. Sus miembros
no disfrutaban, con excepción de los países escandinavos, de unas amplias fronteras
comunes, sino que tenían sus centros de producción y comercialización muy dispersos.
Y sus economías, incluida la británica, eran bastante más débiles que las del conjunto de
los países integrados en la CEE. La libertad en el establecimiento de la tarifa exterior de
cada estado miembro, que podía importar bajo sus propios aranceles productos
industriales de terceros países, planteaba un serio problema de competitividad en el
mercado interior de la Asociación, que apenas pudo solucionarse mediante la
implementación de gravámenes compensatorios, ajenos al propio espíritu de la AELC.
Y quedaban fuera de su ámbito de actuación los productos agrícolas y pesqueros.
Cuando en Londres fueron plenamente conscientes del error que habían cometido era ya
tarde para hacerse perdonar sus reiterados rechazos a las invitaciones recibidas de los
Seis durante los años cincuenta. Los británicos se mantuvieron en la AELC, pero apenas
un año después de su creación comenzaron a dar reiteradas muestras de su deseo de
ingresar en el Mercado Común. Sin embargo, la Francia de De Gaulle estaba dispuesta a
hacerles pagar un alto peaje por el ingreso en tan selecto club.
17
7. LA EUROPA DE LAS PATRIAS
En la primavera de 1958, parte de las tropas francesas que combatían a los
independentistas argelinos se sublevaron contra los propósitos del Gobierno de dar la
independencia al país magrebí. Como consecuencia de la crisis, cayó el régimen
parlamentario de la IV República y el general Charles De Gaulle, aclamado como el
salvador de la nación, instauró una V República con un régimen marcadamente
presidencialista y una hegemonía manifiesta de su partido, la conservadora Alianza del
Pueblo Francés (RPF).
La llegada al Poder del nacionalismo gaullista tuvo consecuencias para el proceso de
integración europea, al avivar el debate entre «federalistas» y «confederales». El
gaullismo había criticado, o combatido abiertamente, muchas de las iniciativas a las que
se habían sumado los gobiernos democristianos y socialistas de la IV República, en
especial la CED y la CPE. Pese a ello, no cabía pensar que De Gaulle diese marcha atrás
en el apoyo francés al avance funcional de las Comunidades. Pero lo peculiar de la fe
europeísta del general, y del Gobierno presidido por su mano derecha, Michel Debré,
quedó manifiesta en la famosa rueda de prensa de 5 de septiembre de 1960, celebrada en
el Palacio del Elíseo y en el curso de la cual el presidente de la República enunció la
conocida como Declaración de la Europa de las Patrias, donde afirmaba que los
Estados son los pilares sobre los que se puede construir Europa, pero que son muy
diferentes los unos de los otros, con su propia historia, lengua, etc., siendo los Estados
las únicas entidades con el derecho de ordenar y el poder de ser obedecidas, por lo que
no es posible construir nada fuera o sobre los Estados.
Pese a que De Gaulle es presentado hoy por los integracionistas como el más
caracterizado «eurovillano», por encima incluso de Margaret Thatcher, no se trataba de
una declaración antieuropeísta. Aunque rechazaba el federalismo, era un convencido
partidario de progresar en la integración continental mediante una fórmula confederal, o
de «cooperación» que, con objetivos funcionalistas, respetara al máximo la soberanía
de los estados. Por lo tanto, el estadista francés proponía avanzar por la senda de las
Comunidades, pero sin ir mucho más allá de los Tratados de Roma, a fin de estimular
«la cooperación regular entre los Estados de la Europa occidental en los terrenos
político, económico, cultural y de defensa, el trabajo de organismos especializados
18
subordinados a los gobiernos, la deliberación periódica de una Asamblea formada por
delegados de los parlamentos nacionales (...) para avanzar de este modo hacia la unidad
europea».
De Gaulle poseía su propia visión del orden europeo como un equilibrio internacional
pactado, basado en la cooperación permanente entre los estados para limar sus
diferencias y recuperar la presencia del Continente en el escenario mundial. Era un
modelo que había triunfado en las etapas más felices de la Europa decimonónica, pero
que no podía funcionar en un mundo bipolar.
Sin embargo, en aquella coyuntura concreta el gaullismo tenía una oportunidad. Era
evidente la preocupación de algunas Administraciones estatales y de una parte de la
opinión pública europea que, aun suscribiendo una visión generalmente positiva del
proceso de integración, visión a la que sólo escapaban la izquierda anticapitalista y la
derecha radical, contemplaban con preocupación el creciente poder de un numeroso
cuerpo de políticos y funcionarios de las Comunidades, ajenos a la disciplina de los
gobiernos nacionales y que eran despectivamente calificados de «eurócratas».
El modelo confederal defendido por el gaullismo, en aquel momento el más sólido de
cuantos se ofrecían a corto plazo para la integración europea, obligó a los políticos
continentales a replantearse el futuro de las Comunidades, hasta entonces vinculado al
federalismo gradualista de Monnet y Spaak. Ello introducía un peligro de disensión
entre los Seis que los gobiernos intentaron soslayar cediendo en algunas de sus
posiciones iniciales. Así, los países del Benelux aparcaron su exigencia de admitir al
Reino Unido, a lo que se oponía Francia. Esta, por su parte, renunció a formar un
bloque europeo autónomo en el seno de la OTAN mediante la creación de un
Secretariado Permanente. Y los federalistas, fuertes en la Asamblea Parlamentaria,
aceptaron en noviembre de 1960 que el nuevo mecanismo extracomunitario e informal
de las Cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno, fuera en adelante quien planteara las
grandes iniciativas de la integración europea, siempre y cuando se salvaguardara la
integridad de los Tratados.
Este clima de colaboración propició un notable éxito en los objetivos marcados a corto
plazo a las Comunidades y en especial al Mercado Común. El Tratado de Roma
19
preveía un desarme arancelario en dos fases, con un diez por ciento de rebaja de los
derechos aduaneros cada año y un incremento exponencial de los contingentes
autorizados. El 1 de enero de 1959 se puso en marcha la primera fase, pero a la vista de
sus buenos resultados, en mayo del año siguiente Francia y Bélgica pidieron a la
Comisión que se acelerase el proceso. En enero de 1961 y 1962 se produjeron
reducciones hasta el 40 por ciento y en julio de 1962 se acordó llegar al 50 a finales año
en los productos industriales. En julio de 1966, la reducción era del 60-65 por ciento
para los productos agrarios y del 80 por ciento para los industriales. Y el 1 de julio de
1968, año y medio antes de lo previsto, el mercado interior de la CEE funcionaba libre
de derechos de aduana y con los contingentes liberalizados y se había alcanzado el
arancel aduanero común.
La creación del Mercado Común europeo era un elemento relevante en el escenario
económico internacional. Una unión aduanera que aspiraba a ser unión económica y
que pronto sería la primera potencia comercial del mundo, debía despertar recelos en
el área de economía capitalista de la OCDE. Cuando, en 1963, se celebró la Ronda
Dillon del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), norteamericanos
y británicos presionaron mucho para eliminar los mecanismos de protección
comunitaria, especialmente los de la PAC. Sin embargo, la Administración norteameri-
cana mantenía un nivel mucho mayor de protección de su agricultura y los británicos
potenciaban un sistema tan cerrado como era la Commonwealth. En esa época, los
organismos internacionales estimaban un nivel de protección tarifaria general del 11,7
por ciento para la CEE, frente al 17,8 de los Estados Unidos y el 18,4 de la Comunidad
británica.
8. LA CONVENCIÓN DE YAUNDÉ
Mientras alcanzaba estas metas, el Mercado Común realizaba sus primeros esfuerzos
para tener una política exterior propia a través de las relaciones comerciales. Así, la
Comisión Europa representó a los seis estados en la «Ronda Kennedy» del GATT,
celebrada en Ginebra entre 1964 y 1967, mediante la que la Europa comunitaria vio
mejoradas las condiciones de su comercio internacional a cambio de una reducción de
su tarifa aduanera exterior. Latía, además, la cuestión del ingreso de nuevos miembros
en el club comunitario entre los países de la OECE que lo solicitaran. Los gobiernos de
20
los Seis eran sumamente renuentes a ello —salvo la defensa del ingreso británico por el
Benelux— en aquella fase inicial en la que casi todas las políticas comunitarias estaban
aún por desarrollar. Por ello se creó la fórmula de la asociación, que suponía establecer
acuerdos comerciales preferenciales con terceros países, con reglas aduaneras pactadas,
pero sin admitirlos como candidatos a la adhesión. Las primeras asociaciones a la CEE
fueron las de Grecia, el 9 de julio de 1961 y Turquía, el 12 de septiembre de 1963.
También se puso en marcha una política de asociación, en un contexto muy diferente,
con los antiguos Territorios de Ultramar (TOM) prevista en los Tratados de Roma.
Ello introdujo un debate muy interesante sobre el modelo comercial que seguiría el
Mercado Común a escala planetaria. Holanda y la RFA defendían un modelo global de
libre comercio, con las menores barreras arancelarias posibles, en la onda de lo
propuesto por el GATT. En cambio, Francia y Bélgica, que impusieron su visión, eran
partidarias de mantener un sistema proteccionista con respecto a sus antiguas colonias
africanas, aplicando a sus productos agrícolas y materias primas el principio de la
«preferencia comunitaria» y aportándoles abundante financiación para su desarrollo, a
la que tendrían que contribuir todos los países comunitarios.
El 20 de julio de 1963 se firmó la Convención de Yaunde que institucionalizó la
asociación de la CEE con la Organización Africana y Malgache de Cooperación
Económica, integrada por once excolonias francesas (Camerún, Congo-Brazzaville,
Dahomey, Gabón, Alto Volta —el actual Burkina-Faso—, Costa de Marfil,
Madagascar, Mauritania, Senegal, Chad y la República Centroafricana) más Nigeria y a
la que se unieron en la firma de la Convención otros cuatro países: Somalia, Malí,
Guinea y el Congo-Léopoldville, el antiguo Congo belga. En Yaundé, un experimento
neocolonialista en opinión de sus críticos aunque la iniciativa fue de los africanos, se
acordó avanzar en la zona de libre cambio que se había creado en 1957 entre la CEE y
los TOM. Ello implicaba el desarme arancelario para la agricultura y las materias
primas de los socios africanos, que gozarían así de idénticas condiciones a las del
mercado interior comunitario, y la aplicación de las ayudas establecidas por el Fondo
Europeo de Ayuda al Desarrollo, por valor de 730 millones de dólares durante los cinco
años de vigencia de la primera etapa de la Convención de Yaundé.
9. EL PLAN FOUCHET Y EL TRATADO DE FUSIÓN
21
Tras el fracaso de la Comunidad Política Europea, el proceso de integración continental
se había replegado a la economía, con el exitoso inicio del Mercado Común. Pero era
evidente que ese proceso necesitaría, antes o después, volver a la cuestión de la unión
política. Las condiciones para su impulso parecieron darse tras la entrevista de
Rambouillet, en septiembre de 1960, entre el presidente De Gaulle y el canciller
Adenauer, en la que se selló la reconciliación franco-alemana tras las guerras mundiales
y nació una entente política entre París y Bonn que durante las siguientes décadas
funcionaría como motor, y a veces como freno, de los procesos de integración
continental. Ambos estadistas estuvieron de acuerdo en regularizar un procedimiento
informal de toma de decisiones al más alto nivel, que no estaba contemplado en los
Tratados de las Comunidades. Tales serían las Cumbres de jefes de Estado y de
Gobierno, o Cumbres comunitarias, el antecedente directo del actual Consejo
Europeo. En la primera Cumbre, celebrada en París en febrero de 1961, el presidente
francés y el canciller alemán se mostraron de acuerdo en impulsar la unión política de
los países comunitarios conforme a los principios confederales.
En la siguiente Cumbre, reunida en la localidad alemana de Bad Godesberg (18 de julio
de 1961), se elaboró la Declaración de Bonn, que proponía «dar forma a la voluntad de
unión política implícita en los tratados que instituyen las Comunidades Europeas,
organizando su cooperación para prevenir su desarrollo y asegurar la regularidad que
creará, progresivamente, las condiciones de una política común». La manera de
manifestar esa voluntad sería la institucionalización de las Cumbres comunitarias, cuya
«cooperación facilitará las reformas que, en interés de una mayor eficacia de las
Comunidades, parezcan oportunas». Las Cumbres se reunirían cuando se estimase
necesario, adoptarían las grandes decisiones en el avance de la integración, y dejarían su
ejecución a los organismos de las Comunidades. La Asamblea parlamentaria de las
Comunidades, la gran perdedora en este asunto, mantendría su carácter meramente
consultivo.
En principio, Bélgica y Holanda, con Paul-Henri Spaak y Joseph Luns como destacados
portavoces, opusieron fuerte resistencia a una iniciativa franco-alemana que relegaba la
Europa federal a un futuro por definir y consagraba la entente París-Bonn como el
auténtico poder en el Mercado Común. Para frenarla, insistían en la entrada del Reino
22
Unido como condición spara asumir la unión política. El 31 de julio, Londres oficializó
su candidatura, abriendo así un compás de espera que apaciguó los ánimos entre los
Seis.
Aceptado el principio confederal de la Declaración de Bonn, franceses y alemanes
pactaron una Comisión Intergubemamental (CIG) presidida por el diplomático
francés Christian Fouchet, que concluyó un proyecto de Unión de Estados —el
llamado Plan Fouchet I— presentado el 2 de noviembre de 1961. A diferencia del
federalismo supranacional de la fracasada CPE, la Unión de Estados se basaría en «el
respeto a la personalidad de los pueblos y de los estados miembros», por lo que «tendrá
en cada Estado la capacidad jurídica más amplia que pueda reconocerse por las
legislaciones nacionales a las personas morales» y los europeos tendrían una doble
ciudadanía, la nacional y la comunitaria. La Unión no sería realmente supranacional,
sino una asociación funcional de estados para coordinar políticas comunes en el
terreno de la acción exterior, la defensa, la educación y el desarrollo científico.
Carecería de capacidad ejecutiva alguna para imponerse a los gobiernos, excepto en
cuestiones de la Defensa donde, en consonancia con la doctrina gaullista, la Unión
asumiría la política militar de los Seis en coordinación, pero no en subordinación, con
Washington.
La CIG propuso cuatro órganos institucionales de la Unión de Estados. Un Consejo,
órgano decisorio, formado por los jefes de Estado o de Gobierno y por los ministros de
Asuntos Exteriores, que se reuniría cuatrimestralmente, designaría al Presidente de la
Unión y tomaría decisiones por unanimidad, con derecho de veto. Los Comités de
Ministros, que adoptarían las resoluciones ejecutivas en asuntos exteriores, defensa y
educación. La Comisión Política Europea, de carácter técnico y encargada de aplicar
los acuerdos del Consejo y de los Comités, estaría formada por funcionarios de los
ministerios de Asuntos Exteriores. Y la Asamblea Parlamentaria, integrada por
representantes de los parlamentos nacionales, sería compartida con las Comunidades y
mantendría su carácter meramente consultivo.
El Plan Fouchet no salió adelante. Los gobiernos de Italia y el Benelux lo rechazaron
porque anulaba incluso los principios de supranacionalidad ya incorporados a las
Comunidades. También desde la Comisión Europea y desde la Asamblea comunitaria se
23
realizaron serios esfuerzos para que el Plan fuese rechazado. Y la pretensión francesa de
construir una política de defensa al margen de la OTAN no recibió ningún apoyo de los
otros estados miembros.
Decididos a salir del atasco, los seis gobiernos celebraron una Cumbre en París, el 15 de
diciembre de 1961. Acordaron que la integración económica y la política evolucionasen
conforme al mismo modelo institucional y encargaron a la CIG un nuevo proyecto para
la armonización de ambas. El Plan Fouchet II, presentado el 18 de enero de 1962,
renunciaba a una política de defensa europea al margen de la Alianza Atlántica y
aceptaba la adhesión del Reino Unido, pero continuaba sin admitir, en líneas generales,
el principio de supranacionalidad, defendía la igualdad entre Europa y los Estados
Unidos en la OTAN y subordinaba las tres Comunidades económicas ya existentes a las
instituciones de la Unión de Estados, lo que originó que Bélgica y Holanda se negaran a
suscribirlo. El 15 de mayo de 1962, De Gaulle anunció la retirada del Plan Fouchet.
Fracasada por segunda vez la unión política, a los Seis no les quedaba más que avanzar
en la consolidación de las tres comunidades económicas existentes. En este periodo de
impasse se habían adoptado algunas medidas importantes en favor de la unidad del
mercado interior, como la normativa anti-trust en la industria, impulsada en
diciembre de 1961 por el comisario europeo de la Competencia, Hans von der
Groeben. Y en el Consejo de Ministros celebrado el 23 de septiembre de 1963, los
representantes gubernamentales aprobaron la fusión de sus instituciones. Era una
medida de gran calado y planteaba reformas abiertamente políticas en la estructura de
las Comunidades, que ya no se podían diferir. Al igual que ya lo eran desde 1958 la
Asamblea parlamentaria y el Tribunal de Justicia, ahora el Consejo de Ministros y la
Comisión Europea, es decir, el Ejecutivo comunitario, serían comunes para la CEE, la
Euratom y la CECA. Con ello, esta última renunciaría a su Alta Autoridad, hasta
entonces mucho más independiente de los gobiernos nacionales que las Comisiones de
las otras dos Comunidades. El Consejo de Ministros de las Comunidades Europeas
funcionaría con los responsables del ramo según los asuntos a tratar y contaría con el
asesoramiento de un único Comité de Representantes Permanentes (COREPER)
integrado por los embajadores de los estados miembros, con funciones de coordinación
con la Comisión Europea. Esta constaría con 14 comisarios, reservándose tres puestos a
Francia, Italia y Alemania, respectivamente, dos a Bélgica y Holanda y uno a
24
Luxemburgo.
Luego de meses de complicadas negociaciones, el 2 de marzo de 1965 los Consejos de
Ministros de las tres Comunidades ratificaron la unificación institucional, que se
formalizó mediante el Tratado de Fusión, firmado en Bruselas el 8 de abril. Se iniciaba
con ello una fase de transición que debería culminar el 1 de julio de 1967, cuando las
tres Comunidades unificaran completamente sus instituciones en sus sedes de Bruselas
(Consejo y Comisión), Estrasburgo (Parlamento) y Luxemburgo (Tribunal de Justicia).
Pero, mientras tanto, la integración europea iba a vivir una de sus más graves crisis.
25

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Tema 3 la europa de los seis

  • 1. TEMA 3. LA EUROPA DE LOS SEIS 1. LA CECA El Tratado de París entró en vigor el 25 de julio de 1952. El ámbito de actuación de la CECA afectaba a la producción y comercialización de carbón, coque, hierro en lingotes, limaduras de hierro y productos siderúrgicos. Mediante su actividad, preveía el Tratado, se lograría el desarme arancelario total en el sector, una competitividad real que contribuiría a la bajada de precios, la reconversión o modernización de las industrias obsoletas y políticas sociales para beneficiar a mineros y trabajadores metalúrgicos. Monnet había ideado la CECA como un primer paso, muy limitado, hacia la consecución de una Federación política constituida por los estados europeos. Diseñó una única institución para la Comunidad, la Alta Autoridad. Esta debería posibilitar la creación de un pool europeo de las industrias del carbón y del acero, públicas y privadas, apoyado en un área de librecambio, y luego regular y vigilar su funcionamiento en nombre de los estados miembros. Pero en las conversaciones para establecer el acuerdo, los seis gobiernos se mostraron partidarios de incrementar el alcance de su asociación, creando una unión aduanera y dotando a la CECA de una estructura supranacional compleja, que serviría de modelo a otras Comunidades Europeas. Una cuestión que se planteó enseguida fue la posible vinculación de la Comunidad al recién creado Consejo de Europa, cuyos dictámenes podían influir mucho sobre los gobiernos y las opiniones públicas, pero que no poseía capacidad legislativa y de decisión política. Monnet dejó claro, en un memorándum de agosto de 1950, el peligro de una CECA sometida a la supervisión de un Consejo de Europa inoperante, la mayoría de cuyos miembros «estaría a favor de tomar parte en un debate, pero sin que pudieran expresar mediante el voto la responsabilidad inherente a la función parlamentaria». A la Comunidad se la dotó, por lo tanto, de cuatro instituciones propias: − La Alta Autoridad, radicada en Luxemburgo y cuyo primer presidente fue Monnet. La integraban nueve técnicos designados por los estados miembros, de los que no más de dos podían pertenecer al mismo país. Organismo ejecutivo de 1
  • 2. carácter supranacional, actuaba en teórica independencia de los estados, a los que podía imponer su criterio mediante tres tipos de actuaciones: las decisiones, con fuerza legal, las recomendaciones, que debían ser tenidas en cuenta, y las observaciones, que buscaban corregir disfunciones en las políticas nacionales. El organismo comunitario disponía de amplios poderes en orden a la persecución de los cárteles, la fijación y vigilancia de precios y de cuotas de producción y la imposición de sanciones a los estados y las empresas que vulnerasen la normativa comunitaria. Para su financiación se creó una modesta tasa empresarial variable (la deducción, o prélèvement) sobre la producción de carbón y acero, que fue el primer impuesto europeo. − La Asamblea Parlamentaria, establecida en Estrasburgo para recalcar su identificación con el Consejo de Europa, estaba integrada por 78 representantes de los parlamentos nacionales, con un sistema de cuotas por tramos de población que luego sería común en las instituciones parlamentarias paneuropeas: Alemania, Francia e Italia tenían 18 escaños cada una, diez Bélgica y Holanda, y cuatro Luxemburgo. Sus funciones eran de control de la actuación de las restantes instituciones de la CECA y en especial de la Alta Autoridad, que sometía a la aprobación de la Asamblea su gestión anual. − El Consejo de Ministros lo constituían representantes gubernamentales de los seis estados miembros, que debían alcanzar la unanimidad para adoptar los acuerdos especialmente relevantes. Servía de nexo político entre los gobiernos y la Alta Autoridad, cuyas actuaciones precisaban de su refrendo. Con ello, el Consejo de Ministros se convertía en una garantía de que no habría cesiones de soberanía a la CECA no deseadas por los ejecutivos nacionales. − El Tribunal de Justicia, integrado por siete jueces designados en períodos de seis años por los estados miembros, resolvía en instancia única los conflictos en el seno de la Comunidad conforme a la interpretación del Tratado. Los objetivos funcionales de la CECA quedaban muy lejos de alcanzar las metas de integración deseadas por los federalistas. Incluso las previsiones de Monnet y Schuman resultaban, en lo tocante a la supranacionalidad, muy rebajadas por la acción de los gobiernos asociados, ya que su representación en la Comunidad, que era el Consejo de Ministros, poseía en la práctica capacidad de veto sobre las decisiones de la Alta Autoridad, lo que hacía muy difíciles los avances en la cesión de soberanía de los 2
  • 3. estados al ente comunitario. No obstante, la CECA conoció cierto éxito al regular el mercado del carbón y del acero en la Pequeña Europa e impulsar su crecimiento espectacular. Entre 1954 y 1962, la producción de acero pasó de 42 a 73 millones de toneladas anuales y el comercio intercomunitario se cuadruplicó. Con la integración sectorial que aportaba la Comunidad, dejaron de tener justificación los obstáculos políticos para que la Alemania federal asumiera el pleno control económico del Ruhr e incorporase el Sarre a su soberanía, lo que tuvo lugar en 1951 y 1957, respectivamente. Entre febrero de 1953 y agosto de 1954 se efectuó el desarme arancelario previsto y la Alta Autoridad desplegó una amplia actividad reguladora en el sector y fue dotada de un fondo especial de compensación para financiar la reconversión industrial. A finales de los años cincuenta, la CECA se preocupó también de solicitar a los gobiernos que impulsaran una reducción de la producción carbonífera, ya que el creciente uso del petróleo, del gas y, en un futuro, de la energía nuclear para fines domésticos, industriales y de transporte, favorecería la acumulación de stocks y los bajos precios en la minería del carbón. De hecho, el porcentaje de su consumo en la Comunidad, sobre el total de la energía, cayó desde el 74 por ciento en 1950 hasta el 31,3 en 1967, mientras que el petróleo pasó del 10 al 51,7 en el mismo período. 2. LA COMUNIDAD EUROPEA DE DEFENSA El prometedor arranque de la CECA coincidió con el fracaso de algunas otras iniciativas de integración en la Europa del Oeste, que ponían de relieve las dificultades inherentes al proceso de unificación continental. El más significativo de estos fracasos fue la Comunidad Europea de Defensa, la CED. Consideraciones militares al margen, puso de relieve la existencia de grandes sectores del electorado y la clase política del Continente que rechazaban la propuesta federalista para la construcción política europea y la pérdida de soberanía nacional que ello implicaba. El estallido de la guerra de Corea, en junio de 1950, llevó a su paroxismo el miedo a una confrontación global entre el Este y el Oeste. En Washington se creía que el centro neurálgico de esa posible tercera guerra mundial sería Europa, no el Extremo Oriente. 3
  • 4. Para la Administración Truman era fundamental reforzar el ámbito estratégico de la OTAN, facilitando el ingreso de la República Federal alemana, establecida el año anterior, y dotándola de un potente ejército. También eran de ese parecer de los británicos. A propuesta de Winston Churchill, en agosto de 1950, la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa aprobó una resolución instando a los estados miembros la creación inmediata de un ejército europeo nutrido con contingentes nacionales, incluido el alemán, bajo un mando militar conjunto y que actuaría en el seno de la OTAN. En Francia, que había sostenido tres guerras contra Alemania en menos de un siglo, este asunto causaba honda preocupación. Buena parte de su opinión pública contemplaba el caso, además, como una clara demostración del papel imperial de los Estados Unidos con respecto a sus aliados europeos. Pero como, por otra parte, la defensa de Europa occidental frente a la URSS era imposible sin la ayuda de la superpotencia americana, el Ejecutivo francés, que sostenía una costosa guerra contra un movimiento de liberación prosoviético en Indochina, no estaba en condiciones de oponerse a la admisión de la RFA en el club atlántico. Parecía posible, sin embargo, reducir la capacidad del Ejército germano-occidental para ejecutar políticas independientes subordinándolo a un centro de decisiones supranacional, unas Fuerzas Armadas de Europa. En septiembre de 1950, gracias en buena medida a una gestión del secretario de Estado norteamericano, Acheson, cerca de sus colegas francés y británico, el Consejo Atlántico aprobó el rearme alemán y abrió las puertas a una futura adhesión de la RFA a la OTAN. En Francia gobernaba la IV República una inestable coalición de fuerzas centristas, encabezada por el europeísta Movimiento Republicano Popular. Sus dirigentes, que habían entrado decididamente en la senda de la reconciliación franco- alemana con la Declaración Schuman, se mostraron dispuestos a patrocinar la creación de un ejército europeo en el que, junto a las de los cinco estados signatarios del Tratado de Bruselas, se pudieran integrar las Fuerzas Armadas italianas y germano-occidentales. A partir de una iniciativa de Jean Monnet, el primer ministro galo, René Pleven, lanzó la idea de una Comunidad Europea de Defensa (CED). Pleven proponía que la CED pudiera asumir la defensa territorial de la Europa occidental en caso de conflicto con el bloque soviético, incorporando así a la RFA a una organización de seguridad 4
  • 5. específicamente europea. Ello implicaría, inevitablemente, unas líneas generales de política exterior comunes a todos los estados miembros, que Monnet concibió desarrolladas a través de una Comunidad Política Europea (CPE). De esa forma, el federalista Monnet esperaba que, mediante iniciativas funcionalistas, se crearían simultáneamente las tres bases de los futuros Estados Unidos de Europa: la económica (CECA), la militar (CED) y la política (CPE). El Plan Pleven, presentado el 23 de octubre de 1950, proponía crear el Ejército europeo «sujeto a las instituciones políticas de una Europa unida» y colocado «bajo la responsabilidad de un ministro europeo de la Defensa, asistido por un Consejo de Ministros, bajo control de una Asamblea Europea y con un presupuesto militar común». Obtenida en diciembre la aquiescencia del Consejo Atlántico, las conversaciones sobre la CED, calurosamente apoyadas por Washington, se iniciaron en febrero de 1951 y se prolongaron más de un año, en medio de serias complicaciones. En primer lugar, el Ejecutivo francés tuvo que romper la resistencia de su Asamblea Nacional, mayoritariamente opuesta al renacimiento de Alemania como potencia militar. Lo logró por 14 votos, asumiendo la garantía de que el Ejército de la RFA estaría integrado por pequeños contingentes subordinados al Alto Mando europeo. A partir de ahí, Francia logró el consenso de Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Italia y la RFA, es decir, de la naciente Europa de los Seis, para crear la Comunidad de Defensa, cuyos miembros seguirían perteneciendo a la OTAN. Pero el Reino Unido, el más firme aliado militar de París hasta entonces, se negó a integrase en la CED, prefiriendo mantener su política de seguridad estrechamente vinculada a Washington en el seno de la Alianza Atlántica. El Tratado constitutivo de la CED se firmó en París, el 27 de mayo de 1952. Los miembros de la Comunidad no se planteaban objetivos muy ambiciosos a corto plazo. Aunque, en teoría, todas las Fuerzas Armadas de los países miembros estarían encuadradas en el esquema estratégico de la Comunidad, esta mantendría operativa sólo una fuerza de intervención rápida —la «fuerza de choque»— de unos 50.000 hombres, bajo el mando del Comandante Supremo de la OTAN en Europa (el SACEUR), que era un militar norteamericano. La CED se dotaba con un aparato institucional vinculado al modelo Monnet-Schuman de Comunidades europeas, que se iba a emplear también en la CECA: una Comisión, órgano ejecutivo de nueve 5
  • 6. comisarios encargado de la administración interna y de la logística del Ejército europeo; el Consejo de Ministros, con los responsables de Defensa de los estados miembros; la Asamblea parlamentaria, que sería la misma de la CECA, con tres escaños más para Francia, Italia y la RFA; y el Tribunal de Justicia, también compartido con la CECA. Había desaparecido el ministro de Defensa europeo previsto en el Plan Pleven Pero la CED, creada sobre el papel, no llegó más allá. La ausencia británica limitaba mucho sus posibilidades de ser un instrumento eficaz, política y militarmente. En Francia, donde florecía el antiamericanismo popular, la derecha gaullista —la Alianza del Pueblo Francés, entonces en la oposición— se negó a ratificar el Tratado e hizo causa común con el Partido Comunista para anularlo. Tras muchos meses de negociaciones entre los partidos, y con la Comunidad de Defensa ya aceptada por los parlamentos del Benelux y de la RFA, el jefe del Gobierno, Pierre Mendés-France, al frente de una coalición de centro-derecha que ahora incluía a los gaullistas, propuso modificaciones en el Tratado de París. Como que se redujera su vigencia de cincuenta a veinte años, se introdujese el derecho de veto en el Consejo —lo que fue rechazado por los demás socios— que el contingente francés en el Ejército europeo tuviese mayor autonomía y que se diese carpetazo a la Comunidad Política Europea, prevista en el Tratado de la CED y que comunistas y gaullistas rechazaban de plano. Pero, incluso así, el 30 de agosto de 1954 la Asamblea Nacional francesa rechazó la propuesta de ratificación del Tratado por 319 votos contra 264. El Gobierno, consciente de que le iba la vida en ello, postergó indefinidamente un nuevo intento de convalidación parlamentaria, con lo que la Comunidad de Defensa, que había sido iniciativa francesa, quedó condenada por la negativa francesa. 3. LA COMUNIDAD POLÍTICA EUROPEA Directamente relacionado con el fracaso de la CED —de hecho, fue una de las causas de ese fracaso—estuvo el de la Comunidad Política Europea (CPE). Monnet y Schuman planteaban, más allá de la iniciativa económica de la CECA, una opción federalista a largo plazo, que requería de la actuación de una organización supranacional de carácter político, con la capacidad ejecutiva y legislativa que los gobiernos habían escamoteado al Consejo de Europa. En marzo de 1952, este aprobó una resolución para vincular las 6
  • 7. actuaciones de esta Comunidad Política Europea (CPE) a las militares de la CED y a las económicas de la CECA, mediante una autoridad supranacional común, lo que, de haberse llevado a cabo, hubiese constituido un antecedente de la actual Unión Europea. Y el Tratado fundacional de la Comunidad del Carbón y del Acero iba aún más allá, a propuesta del italiano Alcide de Gasperi, al abrir la puerta a la futura integración de los sistemas políticos de los Seis bajo «una estructura federal o confederal». Como la CED no era todavía operativa, en septiembre de 1952, y a solicitud de Monnet, el Consejo de Ministros de la CECA encomendó a la Asamblea parlamentaria un proyecto de Comunidad Política Europea que estableciera reglas comunes de funcionamiento del sistema democrático y de la defensa de los derechos humanos para los países miembros. La Asamblea designó para ello una Comisión, presidida por el democristiano alemán Heinrich von Brentano, que concluyó sus trabajos en marzo de 1953. El proyecto de Estatuto de la CPE, aprobado por la Asamblea el día 10 (Acuerdo de Estrasburgo), preconizaba en sus 117 artículos una Federación europea con un Parlamento bicameral, integrado por una Cámara de los Pueblos de 268 diputados, elegidos directamente por los ciudadanos mediante cuotas de representación nacional que primaban a los pequeños estados, y un Senado formado por 87 miembros de los parlamentos nacionales, también mediante cuotas conforme a la población de la Pequeña Europa. La Federación contaría con un Ejecutivo también bicéfalo: el Consejo de Ministros, con representantes de los gobiernos y el Consejo Ejecutivo Europeo, el órgano propio de la Comunidad, cuyo presidente sería elegido por el Senado. Tendría también un Tribunal de Justicia y un Comité Económico y Social. En la primavera de 1954, los parlamentos de Alemania y del Benelux ratificaron el Estatuto de la Comunidad Política y se esperaba que los de Francia e Italia lo hicieran pronto. Pero entonces sobrevino la crisis de la CED y quedó manifiesta la oposición mayoritaria de la Asamblea Nacional francesa a un proyecto de unión política. En agosto de 1954, se extinguió la CPE, el primer intento de crear una Europa federal. 4. DE MESINA A ROMA 7
  • 8. A mediados de la década de los cincuenta el proceso de integración continental parecía encontrarse en un callejón sin salida. En la Europa del Oeste, donde las lentas tesis funcionalistas se imponían rotundamente sobre las federalistas, sólo se había consolidado una organización sectorial, la CECA que, tras el fracaso de la Comunidad Política, no poseía capacidad para avanzar por sí sola en el proceso unificador. En la Europa del Este, el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), creado en 1949, era un organismo poco eficaz, tanto como mecanismo económico como motor de integración política de las democracias populares. Y las dos alianzas militares del continente, la OTAN y el Pacto de Varsovia, dependían demasiado de las superpotencias impulsoras como para que sus miembros pudiesen coordinar políticas de defensa autónomas que, en cualquier caso, se dirigirían contra otros estados europeos. A comienzos de 1955, Jean Monnet dejó la presidencia de la Alta Autoridad de la CECA, en protesta por el fracaso de la CED. Reafirmó entonces sus convicciones federalistas al afirmar que los países europeos se habían convertido en pequeños para el mundo actual y que su unidad en los Estados Unidos de Europa permitirá elevar el nivel de vida de los europeos y mantener la paz. En octubre creó el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa, una «organización supranacional privada» integrada por un centenar de políticos, empresarios y sindicalistas y concebida como un lobby para impulsar el avance hacia la federación continental. Sin embargo, el pragmatismo de Monnet le hacía seguir porfiando por iniciativas funcionalistas a corto plazo. Con la colaboración de políticos como Pierre-Henry Teigten y técnicos como el ingeniero Louis Armand, pionero europeo de la energía atómica, Monnet planificó una Comunidad Europea de la Energía Nuclear, para completar la integración y modernización del sector energético más allá del carbón y evitar la excesiva dependencia de un petróleo que no producían los países de la CECA. Paralelamente a este Plan Monnet de la energía atómica, en Holanda se estaban promoviendo serios intentos de avanzar en la integración económica europea. El desarrollo de la CECA había revelado serios problemas estructurales en la coordinación económica de los seis gobiernos, que aconsejaban mayor supranacionalidad en asuntos comerciales, monetarios, fiscales, legales, etc. En abril de 1955, los tres ministros de 8
  • 9. Exteriores del Beneux, el holandés Johan Willen Beyen, el belga Paul-Henri Spaak y el luxemburgués Joseph Beck, acordaron el llamado Plan Beyen. Se centraba en la creación de un Mercado Común Europeo que, mediante la supresión de los aranceles interiores y el establecimiento de una tarifa exterior única, posibilitara las pautas para una futura unificación comercial, financiera y monetaria. El Plan contemplaba la supresión gradual de los derechos de aduana y de la política de cuotas comerciales en el seno de la Comunidad, el establecimiento de un arancel aduanero común frente a terceros países, y creación por los gobiernos de un Fondo Europeo para suavizar los efectos negativos en las economías nacionales de la liberalización de intercambios y de la supresión de barreras aduaneras. Los tres ministros confiaban en que la unión aduanera fuera el fundamento más sólido para avanzar hacia la unión económica y relanzar, a más largo plazo, el proyecto de unión política que había fracasado con la CPE. No era una empresa sencilla. Dada la diferencia de intereses nacionales entre los Seis y la renuencia de sus sistemas políticos a ceder soberanía a entes supranacionales, entre 1951 y 1954 habían fracasado varios proyectos sectoriales destinados a acompañar a la CECA en el impulso a la integración económica y social. Tales habrían sido el Mercado Común Agrícola (el pool verde), la Comunidad Europea de la Salud (el pool blanco) o la Autoridad Europea de los Transportes. Tuvo éxito, en cambio, la Unión Europea de Radiodifusión (UER), creada en 1950 por los Seis y que desde 1954 contó con una sección audiovisual, Eurovisión, para la conexión conjunta de las televisiones nacionales, que pronto superó el ámbito comunitario para alcanzar, progresivamente, una dimensión continental. A partir de 1956, Eurovisión organizó anualmente un Festival de la Canción, que pronto figuró en el imaginario popular como uno de los elementos más visibles de la integración solidaria de las sociedades europeas. Pero al mismo tiempo, en una contradicción muy reveladora, el Festival se convirtió en un emotivo ritual identitario de las patrias, vinculado a la exaltación de la nación-estado. Durante la primavera de 1955, el Plan Beyen y el Plan Monnet fueron conciliados en torno a la existencia de tres Comunidades Europeas de carácter económico, independientes pero relacionadas estrechamente. La ya existente CECA y otras dos a crear. Una, muy específica, para el desarrollo del uso pacífico de la energía nuclear como alternativa al carbón y al petróleo. Y otra general para la integración económica, a 9
  • 10. la que se asignaban diversas tareas: unificación progresiva del sistema aduanero, coordinación de las políticas monetarias y fiscales, creación de un fondo para desarrollar a las regiones más pobres, reglamentación laboral y libre circulación interior de mano de obra, etc. El 9 de mayo, Monnet, remitió el proyecto conjunto, el llamado Memorándum del Benelux, a la Asamblea de la CECA. El organismo parlamentario adoptó una resolución favorable el día 14, en el sentido de «elaborar los proyectos de tratados necesarios para la puesta en marcha de sucesivas etapas de la integración europea, de la que la CECA ha sido precursora». La resolución fue enviada al Consejo de Ministros de esa Comunidad. Este se reunió en la ciudad siciliana de Mesina, el 1 de junio de 1955, aunque las sesiones de trabajo, que abarcaron tres días, tuvieron lugar en el monasterio de Santo Domingo, en la cercana Taormina. Estuvieron presentes Bech, que presidía, Spaak y Beyen, más el francés Antoine Pinay, el alemán Walter Hallstein y el italiano Gaetano Martino. Londres envió un observador, pero sin ánimo manifiesto de intervenir en la puesta en marcha de las Comunidades. El motivo oficial de la cumbre era sustituir a Monnet al frente de la Alta Autoridad de la CECA, puesto para el que se eligió a René Mayer. Pero los ministros debatieron fundamentalmente sobre las otras Comunidades propuestas. Los objetivos que se establecieron incluían la armonización de las políticas de sus miembros en los terrenos financiero, económico y social; la coordinación monetaria; la supresión progresiva de los obstáculos a la libre circulación interna de personas, capitales, bienes y servicios; la garantía de la libre competencia, anulando las salvaguardas del interés nacional; la diversificación del consumo energético; o la creación de un Fondo de compensación para el desarrollo de las regiones desfavorecidas. Para desarrollar los acuerdos de Mesina y crear el Mercado Común y la Euratom, se nombró un Comité Intergubemamental (CIG), con sede en Bruselas, formado por los embajadores ante la CECA y presidido por Spaak. Por delegación, un Comité de Expertos de la CECA, o Comité Spaak, trabajó en cuatro comisiones —Mercado Común, Energía Clásica, Energía Nuclear y Transporte y Obras Públicas— los aspectos técnicos del proyecto de creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Euratom. 10
  • 11. Tras la presentación a los gobiernos de un documento preliminar en la Conferencia de Noordwijk (octubre de 1955), el Comité de Expertos redactó el Informe Spaak. Siguiendo las experiencias del Benelux y de la CECA, el Informe señalaba, como objetivo fundamental de la primera etapa de la EE, la unión aduanera con una tarifa exterior común que facilitara el control de cambios y la estabilidad del mercado interior. Ello facilitaría el establecimiento de un Mercado Común que se alcanzaría en tres fases: a). La unión aduanera, con la supresión de aranceles y cuotas de comercio; b). La unión económica, con una política agraria y de transportes común y la armonización de las legislaciones nacionales c). El mercado único, con el establecimiento de cuatro libertades de movimientos: de mercancías, de personas, de servicios y de capitales. El Informe apostaba por consolidar la Pequeña Europa de los Seis, sin prematuras ampliaciones del ámbito territorial comunitario. Por su parte, Monnet había convocado una Conferencia en París, en enero de 1956, en la que presentó a un selecto grupo de dirigentes de los Seis el proyecto de Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom). Monnet se inspiraba en la propuesta civilista de «átomos para la paz», lanzada por el presidente norteamericano Dwight D. Eisenhower en diciembre de 1953. Pero su intento de limitar el ámbito de lo nuclear en Europa a los usos pacíficos fue rechazado por los gobiernos, que no querían renunciar a la posibilidad de desarrollar armamento atómico. El Informe Spaak fue remitido a la Asamblea de la CECA y a su Consejo de Ministros, que se reunió en Venecia el 29 y el 30 de mayo de 1956, y luego en Bruselas, los días 26 y 27 de junio. En la ciudad italiana fue aprobado el informe. Y en la capital belga los ministros acordaron la doble vía para el desarrollo de las Comunidades: la sectorial, que se ceñiría a los ámbitos especializados de la CECA y de la Euratom, y la general de unificación económica y social, que se encomendaba a la Comunidad Económica Europea. En febrero de 1957, una Conferencia de jefes de Gobierno de los Seis, reunida en París, dio el visto bueno a la creación de las dos nuevas Comunidades y el Comité Spaak recibió el encargo de redactar sus Tratados conforme a los acuerdos intergubernamentales alcanzados en las reuniones de Bruselas y de París. 11
  • 12. Cumplidos todos los trámites, los textos constitutivos de las dos Comunidades y el Acta Final se firmaron en Roma el 25 de marzo de 1957, con la representación de sus jefes de Estado. A continuación, los gobiernos comunitarios trasladaron la ratificación de los dos Tratados a sus parlamentos nacionales. Una vez más, la gran prueba era la receptibilidad de la Asamblea Nacional francesa a la integración de la Alemania Federal como socio en pie de igualdad. Eso había conducido al fracaso de la CED tres años antes. Pero las circunstancias internacionales habían variado. En 1956, la URSS invadió impunemente Hungría para poner fin a un experimento democratizador y los Estados Unidos habían humillado el talante colonialista de británicos y franceses durante la crisis del Canal de Suez. Ello, unido al desastre colonial en Indochina y al comienzo de la guerra de liberación de Argelia, llevó a muchos políticos galos a la convicción de que sólo la integración europea podía garantizar a su país un papel de relieve en el contexto internacional de la guerra fría. Por lo tanto, la Asamblea francesa aprobó los Tratados de Roma por 342 votos frente a 239 negativos, aunque exigió garantías de salvaguardia de sus intereses nacionales en sectores económicos especialmente sensibles. En diciembre de 1957 el trámite parlamentario había sido superado en los seis estados y el día de Año Nuevo de 1958 las dos Comunidades entraron en vigor. 5. EL DESPEGUE DE LA EUROPA COMUNITARIA La Comunidad Económica Europea, popularmente denominada Mercado Común, tenía como objetivo fundamental precisamente ese, la creación de un gran mercado único compartido por los seis socios. Ello se lograría mediante la unión aduanera de los seis estados, las cuatro libertades de circulación —de personas, capitales, servicios y mercancías— en el territorio comunitario, el derecho al establecimiento —residir y trabajar— en cualquier país miembro y la coordinación de los mecanismos monetarios a través de los tipos de cambio. Para todo ello, los negociadores preveían un período de transición de entre doce y quince años, con tres etapas de cuatro años y un período final de adaptación de otros tres, si era necesario. Se trataba de un avance parcial, limitado a algunos aspectos económicos, en la marcha hacia la Europa unida. Pero ese avance, que gran parte de la izquierda política y social europea descalificaba afirmando que sólo consolidaría los intereses capitalistas de la «Europa de los mercaderes», parecía el único posible en esos momentos a los técnicos que asesoraron el Informe Spaak. 12
  • 13. El Tratado de la CEE, con 248 artículos, estaba dividido en cinco partes: La primera exponía los principios que la informaban: «promover un desarrollo armonioso de las relaciones económicas en el conjunto de la Comunidad, una expansión continua y equilibrada, una elevación acelerada del nivel de vida y relaciones más estrechas entre los estados que la integran». El segundo apartado establecía los mecanismos para el desarme aduanero interior, la consecución de la política agraria común con tarifas proteccionistas (la PAC, una exigencia de Francia), los procedimientos para la libre circulación y la política común de transporte. El tercero contenía las disposiciones sobre libre concurrencia, fiscalidad, armonización legislativa, balanza de pagos, la creación de un Fondo Social Europeo y de un Banco Europeo de Inversiones. El cuarto, exigencia francesa, se refería a las relaciones con los Territorios de Ultramar (TOM, en sus siglas francesas), colonias de los Seis o estados recientemente descolonizados por ellos, que los socios comunitarios esperaban mantener bajo su influencia económica y política y a cuyo desarrollo contribuirían con importantes subvenciones. Y el quinto apartado establecía las instituciones de la CEE: − El Consejo de Ministros, integrado por miembros de los gobiernos asociados, poseía capacidades de decisión y tomaba sus acuerdos por mayoría absoluta a partir de la ponderación de votos por población: cuatro para Francia, Alemania e Italia, dos para Holanda y Bélgica y uno para Luxemburgo. La agenda del Consejo era preparada por un organismo técnico, el Comité de Representantes Permanentes (COREPER) integrado por los embajadores de los países miembros ante las Comunidades. − La Comisión Europea, designada por el Consejo y radicada en Bruselas, estaba integrada por comisarios independientes de los gobiernos y equivalía a la Alta Autoridad de la CECA, aunque tenía menos poder ejecutivo. Le correspondía, en exclusiva, la iniciativa y resolución de las políticas comunitarias y de su normativa, aunque bajo la supervisión del Consejo, que tenía capacidad para frenarlas. − La Asamblea Parlamentaria, con sede en Estrasburgo y compartida con CECA y Euratom, estaba integrada por 142 representantes de los parlamentos nacionales. 13
  • 14. Aunque funcionaba como organismo consultivo, sin competencias legislativas y elaborando meras propuestas, tenía la capacidad de votar la censura a la Comisión, con dos tercios de los diputados, lo que acarrearía el cese de los comisarios. − El Tribunal de Justicia, establecido en Luxemburgo, organismo jurisdiccional de siete jueces que entendía en lo concerniente a la aplicación del Tratado y que era común con las otras dos Comunidades. − El Comité Económico y Social, radicado en Bruselas, reunía a 101 representantes de los gobiernos, sindicatos y entidades patronales y poseía sólo carácter consultivo. − El Banco Europeo de Inversiones. Establecido en Luxemburgo, estaba participado por todos los estados miembros y presidido por un Consejo de Gobernadores, compuesto por los ministros de Hacienda. Su función era financiar proyectos dirigidos a la cohesión económica y social. En cuanto a la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA), o Euratom, se trataba de una organización con fines muy limitados, que su Tratado, en 220 artículos, fijaba en el desarrollo de la investigación nuclear, la difusión de conocimientos, la protección sanitaria, el aprovisionamiento, la seguridad, el régimen de propiedad y el establecimiento de un mercado interior. Compartía con la CEE la Asamblea y el Tribunal de Justicia y tenía su propia Comisión y su Consejo. Dada su especialización, la Euratom fue la de menor peso político de las tres Comunidades. Pero desarrolló una extraordinaria labor en un sector entonces incipiente y al que, dada la carencia de recursos petrolíferos en el seno del Mercado Común, se le auguraba un espléndido futuro. La CEEA potenció proyectos científicos en sus centros de investigación, estableció normas comunes de seguridad en el transporte y producción, para lo que contó con un cuerpo de inspectores con autoridad supranacional y contribuyó a financiar centrales energéticas y otras instalaciones nucleares. Pero siempre tuvo el hándicap de la oposición de buena parte de la opinión pública a la energía atómica, por sus grandes riesgos potenciales, y el del interés particular de los países miembros, que llegó a constituirse en un serio obstáculo a su labor cuando, en los años sesenta, Francia decidió seguir su propia vía nuclear, con una autonomía que incluía la posesión exclusiva de armamento atómico. Las instituciones de las dos nuevas Comunidades fueron puestas en funcionamiento el 1 14
  • 15. de enero de 1958. Sus promotores tenían presente que, tras la fase de transición, las Comunidades terminarían fundiendo sus organismos. Por ello decidieron que dos de ellos —la Asamblea y el Tribunal de Justicia— fueran comunes con la CECA, lo que se acordó en un convenio anexo a los Tratados. En París, el 6 de enero de 1958, los representantes de los Seis procedieron a designar a los principales responsables de la CEE y la CEEA. El francés Louis Armand, el padre de la idea, fue puesto al frente de la Comisión de la Euratom, pero un año después cedió el puesto a su compatriota Étienne Hirsch. La Comisión de la CEE fue presidida por el alemán Walter Hallstein, con el italiano Piero Malvestiti, el holandés Sicco Mansholth y el francés Robert Marjolin como vicepresidentes. En cuanto a la Asamblea y al Tribunal de Justicia, cuyos miembros elegían a sus presidencias, los políticos reunidos en París recomendaron, en nombre del principio paritario, que la Asamblea fuera presidida por un italiano y el Tribunal por un holandés. Para este último puesto fue designado Andreas Matthias Donner. Pero los parlamentarios de la Asamblea soslayaron el cupo italiano y eligieron al francés Robert Schuman, reafirmando así, con el rechazo a la decisión de sus gobiernos, el espíritu federalista de la Cámara. La presidencia italiana tuvo que asignarse, en la figura de Pietro Campilli, al Banco Europeo de Inversiones. 6. LA ASOCIACIÓN EUROPEA DE LIBRE COMERCIO La creación de las Comunidades Europeas escindió en dos a la OECE, hasta entonces el principal organismo de cooperación entre las economías capitalistas del Continente. El inicio del proceso de integración, sobre todo el que tendría lugar en la CEE, dejaba fuera de juego al Reino Unido, que no quería asumir el nivel de adhesión que requería el Mercado Común. Pero también excluía a las más débiles economías de la periferia europea. Perdidos sus objetivos iniciales, que eran distribuir la ayuda del Plan Marshall y potenciar la recuperación económica en la posguerra, los socios de la OECE procedieron a convertirla en un nuevo organismo, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) al que se incorporaron Estados Unidos, Canadá y Japón, con la intención de afiliar a los países capitalistas industrializados de la época en un organismo internacional que orientase sus políticas económicas en razón de la coyuntura internacional, pero sin merma de la soberanía de los estados miembros. 15
  • 16. Los británicos eran presa de una contradicción básica. Algunos sus políticos e intelectuales habían figurado siempre en la vanguardia del europeísmo. Pero la opinión pública de las islas, y con ella la mayor parte de las elites económicas y sociales, se mostraban abiertamente contrarias a cualquier cesión de soberanía a una Europa transnacional. Londres no podía renunciar a los intercambios con los países del Continente, que suponían más de la mitad de su comercio exterior. Pero la integración en el núcleo comercial de la CEE, mediante la unión aduanera, suponía un riesgo mortal para el sistema de tarifas preferenciales de la Commonwealth, que permitía al Reino Unido vender sus manufacturas y obtener materias primas y productos agrarios en su exclusivo ámbito imperial, de alcance planetario, en condiciones muy favorables. Una solución, alternativa al Mercado Común podía consistir en la creación de una «zona europea de libre cambio», como propuso el canciller del Exchequer Harold MacMillan, en octubre de 1956. Un área de libre cambio es una asociación de países que suprimen las barreras aduaneras al comercio y renuncian a mantener cualquier política de contingentes entre ellos. Pero, al contrario de una unión aduanera como la CEE, aquí no existe la tarifa exterior común, con lo que los socios son libres de establecer acuerdos tarifarios individuales con terceros. Los británicos veían en ello la ventaja de que podrían negociar desarmes arancelarios sectoriales sin incluir los productos agrarios europeos, cuya importación en las islas, carente de sujeción a la PAC del Mercado Común, seguiría sometida a fuertes gravámenes en relación a los productos de la Commonwealth. De este modo, Londres pretendía una suerte de asociación «a la carta» con la CEE, aplicándola para ciertos grupos de productos cuando interesara a las dos partes, pero sin vincularse a la rígida disciplina comunitaria y manteniendo vínculos privilegiados con Estados Unidos, la Commonwealth y el conjunto de países de la OECE. A partir de la primavera de 1957, mientras rechazaba sucesivas ofertas para integrarse en las Comunidades Europeas, la delegación británica en la OECE, presidida por el ministro conservador Reginald Maudling, intentó convencer a los restantes miembros de que se afiliaran a la zona europea de libre comercio. Finalmente, el 15 de diciembre de 1958, en el castillo parisino de La Muette, sede de la OECE, el ministro británico de Comercio conminó a los Seis a integrarse en el área librecambista, lo que el ministro de 16
  • 17. Exteriores francés, el gaullista Couve de Mourvielle, rechazó en nombre de todos. Rotas las conversaciones con la CEE, la diplomacia londinense se centró en los restantes miembros de la OECE. Aunque el precedente de la frustrada Uniscan con los países nórdicos no era un buen augurio, las conversaciones progresaron y Suecia, Noruega, Dinamarca, Portugal, Austria y Suiza se manifestaron dispuestos a unirse al Reino Unido en un área comercial común. El 4 de enero de 1960, «la Europa de los Siete» se constituyó mediante la Convención de Estocolmo, que establecía la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), que sería universalmente conocida como la EFTA, por sus siglas en inglés (European Free Trade Association). Finlandia se asoció en 1961 e Islandia en 1970, mientras que la República de Irlanda estableció vínculos con la Asociación mediante su unión comercial bilateral con el Reino Unido. Desde sus comienzos quedó patente que la AELC jugaba en desventaja respecto a la Pequeña Europa del Mercado Común. No era un proyecto de integración económica, ni vislumbraba una futura unión política y carecía de instituciones propias, fuera del Consejo de Ministros, por lo que su vuelo era necesariamente muy corto. Sus miembros no disfrutaban, con excepción de los países escandinavos, de unas amplias fronteras comunes, sino que tenían sus centros de producción y comercialización muy dispersos. Y sus economías, incluida la británica, eran bastante más débiles que las del conjunto de los países integrados en la CEE. La libertad en el establecimiento de la tarifa exterior de cada estado miembro, que podía importar bajo sus propios aranceles productos industriales de terceros países, planteaba un serio problema de competitividad en el mercado interior de la Asociación, que apenas pudo solucionarse mediante la implementación de gravámenes compensatorios, ajenos al propio espíritu de la AELC. Y quedaban fuera de su ámbito de actuación los productos agrícolas y pesqueros. Cuando en Londres fueron plenamente conscientes del error que habían cometido era ya tarde para hacerse perdonar sus reiterados rechazos a las invitaciones recibidas de los Seis durante los años cincuenta. Los británicos se mantuvieron en la AELC, pero apenas un año después de su creación comenzaron a dar reiteradas muestras de su deseo de ingresar en el Mercado Común. Sin embargo, la Francia de De Gaulle estaba dispuesta a hacerles pagar un alto peaje por el ingreso en tan selecto club. 17
  • 18. 7. LA EUROPA DE LAS PATRIAS En la primavera de 1958, parte de las tropas francesas que combatían a los independentistas argelinos se sublevaron contra los propósitos del Gobierno de dar la independencia al país magrebí. Como consecuencia de la crisis, cayó el régimen parlamentario de la IV República y el general Charles De Gaulle, aclamado como el salvador de la nación, instauró una V República con un régimen marcadamente presidencialista y una hegemonía manifiesta de su partido, la conservadora Alianza del Pueblo Francés (RPF). La llegada al Poder del nacionalismo gaullista tuvo consecuencias para el proceso de integración europea, al avivar el debate entre «federalistas» y «confederales». El gaullismo había criticado, o combatido abiertamente, muchas de las iniciativas a las que se habían sumado los gobiernos democristianos y socialistas de la IV República, en especial la CED y la CPE. Pese a ello, no cabía pensar que De Gaulle diese marcha atrás en el apoyo francés al avance funcional de las Comunidades. Pero lo peculiar de la fe europeísta del general, y del Gobierno presidido por su mano derecha, Michel Debré, quedó manifiesta en la famosa rueda de prensa de 5 de septiembre de 1960, celebrada en el Palacio del Elíseo y en el curso de la cual el presidente de la República enunció la conocida como Declaración de la Europa de las Patrias, donde afirmaba que los Estados son los pilares sobre los que se puede construir Europa, pero que son muy diferentes los unos de los otros, con su propia historia, lengua, etc., siendo los Estados las únicas entidades con el derecho de ordenar y el poder de ser obedecidas, por lo que no es posible construir nada fuera o sobre los Estados. Pese a que De Gaulle es presentado hoy por los integracionistas como el más caracterizado «eurovillano», por encima incluso de Margaret Thatcher, no se trataba de una declaración antieuropeísta. Aunque rechazaba el federalismo, era un convencido partidario de progresar en la integración continental mediante una fórmula confederal, o de «cooperación» que, con objetivos funcionalistas, respetara al máximo la soberanía de los estados. Por lo tanto, el estadista francés proponía avanzar por la senda de las Comunidades, pero sin ir mucho más allá de los Tratados de Roma, a fin de estimular «la cooperación regular entre los Estados de la Europa occidental en los terrenos político, económico, cultural y de defensa, el trabajo de organismos especializados 18
  • 19. subordinados a los gobiernos, la deliberación periódica de una Asamblea formada por delegados de los parlamentos nacionales (...) para avanzar de este modo hacia la unidad europea». De Gaulle poseía su propia visión del orden europeo como un equilibrio internacional pactado, basado en la cooperación permanente entre los estados para limar sus diferencias y recuperar la presencia del Continente en el escenario mundial. Era un modelo que había triunfado en las etapas más felices de la Europa decimonónica, pero que no podía funcionar en un mundo bipolar. Sin embargo, en aquella coyuntura concreta el gaullismo tenía una oportunidad. Era evidente la preocupación de algunas Administraciones estatales y de una parte de la opinión pública europea que, aun suscribiendo una visión generalmente positiva del proceso de integración, visión a la que sólo escapaban la izquierda anticapitalista y la derecha radical, contemplaban con preocupación el creciente poder de un numeroso cuerpo de políticos y funcionarios de las Comunidades, ajenos a la disciplina de los gobiernos nacionales y que eran despectivamente calificados de «eurócratas». El modelo confederal defendido por el gaullismo, en aquel momento el más sólido de cuantos se ofrecían a corto plazo para la integración europea, obligó a los políticos continentales a replantearse el futuro de las Comunidades, hasta entonces vinculado al federalismo gradualista de Monnet y Spaak. Ello introducía un peligro de disensión entre los Seis que los gobiernos intentaron soslayar cediendo en algunas de sus posiciones iniciales. Así, los países del Benelux aparcaron su exigencia de admitir al Reino Unido, a lo que se oponía Francia. Esta, por su parte, renunció a formar un bloque europeo autónomo en el seno de la OTAN mediante la creación de un Secretariado Permanente. Y los federalistas, fuertes en la Asamblea Parlamentaria, aceptaron en noviembre de 1960 que el nuevo mecanismo extracomunitario e informal de las Cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno, fuera en adelante quien planteara las grandes iniciativas de la integración europea, siempre y cuando se salvaguardara la integridad de los Tratados. Este clima de colaboración propició un notable éxito en los objetivos marcados a corto plazo a las Comunidades y en especial al Mercado Común. El Tratado de Roma 19
  • 20. preveía un desarme arancelario en dos fases, con un diez por ciento de rebaja de los derechos aduaneros cada año y un incremento exponencial de los contingentes autorizados. El 1 de enero de 1959 se puso en marcha la primera fase, pero a la vista de sus buenos resultados, en mayo del año siguiente Francia y Bélgica pidieron a la Comisión que se acelerase el proceso. En enero de 1961 y 1962 se produjeron reducciones hasta el 40 por ciento y en julio de 1962 se acordó llegar al 50 a finales año en los productos industriales. En julio de 1966, la reducción era del 60-65 por ciento para los productos agrarios y del 80 por ciento para los industriales. Y el 1 de julio de 1968, año y medio antes de lo previsto, el mercado interior de la CEE funcionaba libre de derechos de aduana y con los contingentes liberalizados y se había alcanzado el arancel aduanero común. La creación del Mercado Común europeo era un elemento relevante en el escenario económico internacional. Una unión aduanera que aspiraba a ser unión económica y que pronto sería la primera potencia comercial del mundo, debía despertar recelos en el área de economía capitalista de la OCDE. Cuando, en 1963, se celebró la Ronda Dillon del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), norteamericanos y británicos presionaron mucho para eliminar los mecanismos de protección comunitaria, especialmente los de la PAC. Sin embargo, la Administración norteameri- cana mantenía un nivel mucho mayor de protección de su agricultura y los británicos potenciaban un sistema tan cerrado como era la Commonwealth. En esa época, los organismos internacionales estimaban un nivel de protección tarifaria general del 11,7 por ciento para la CEE, frente al 17,8 de los Estados Unidos y el 18,4 de la Comunidad británica. 8. LA CONVENCIÓN DE YAUNDÉ Mientras alcanzaba estas metas, el Mercado Común realizaba sus primeros esfuerzos para tener una política exterior propia a través de las relaciones comerciales. Así, la Comisión Europa representó a los seis estados en la «Ronda Kennedy» del GATT, celebrada en Ginebra entre 1964 y 1967, mediante la que la Europa comunitaria vio mejoradas las condiciones de su comercio internacional a cambio de una reducción de su tarifa aduanera exterior. Latía, además, la cuestión del ingreso de nuevos miembros en el club comunitario entre los países de la OECE que lo solicitaran. Los gobiernos de 20
  • 21. los Seis eran sumamente renuentes a ello —salvo la defensa del ingreso británico por el Benelux— en aquella fase inicial en la que casi todas las políticas comunitarias estaban aún por desarrollar. Por ello se creó la fórmula de la asociación, que suponía establecer acuerdos comerciales preferenciales con terceros países, con reglas aduaneras pactadas, pero sin admitirlos como candidatos a la adhesión. Las primeras asociaciones a la CEE fueron las de Grecia, el 9 de julio de 1961 y Turquía, el 12 de septiembre de 1963. También se puso en marcha una política de asociación, en un contexto muy diferente, con los antiguos Territorios de Ultramar (TOM) prevista en los Tratados de Roma. Ello introdujo un debate muy interesante sobre el modelo comercial que seguiría el Mercado Común a escala planetaria. Holanda y la RFA defendían un modelo global de libre comercio, con las menores barreras arancelarias posibles, en la onda de lo propuesto por el GATT. En cambio, Francia y Bélgica, que impusieron su visión, eran partidarias de mantener un sistema proteccionista con respecto a sus antiguas colonias africanas, aplicando a sus productos agrícolas y materias primas el principio de la «preferencia comunitaria» y aportándoles abundante financiación para su desarrollo, a la que tendrían que contribuir todos los países comunitarios. El 20 de julio de 1963 se firmó la Convención de Yaunde que institucionalizó la asociación de la CEE con la Organización Africana y Malgache de Cooperación Económica, integrada por once excolonias francesas (Camerún, Congo-Brazzaville, Dahomey, Gabón, Alto Volta —el actual Burkina-Faso—, Costa de Marfil, Madagascar, Mauritania, Senegal, Chad y la República Centroafricana) más Nigeria y a la que se unieron en la firma de la Convención otros cuatro países: Somalia, Malí, Guinea y el Congo-Léopoldville, el antiguo Congo belga. En Yaundé, un experimento neocolonialista en opinión de sus críticos aunque la iniciativa fue de los africanos, se acordó avanzar en la zona de libre cambio que se había creado en 1957 entre la CEE y los TOM. Ello implicaba el desarme arancelario para la agricultura y las materias primas de los socios africanos, que gozarían así de idénticas condiciones a las del mercado interior comunitario, y la aplicación de las ayudas establecidas por el Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo, por valor de 730 millones de dólares durante los cinco años de vigencia de la primera etapa de la Convención de Yaundé. 9. EL PLAN FOUCHET Y EL TRATADO DE FUSIÓN 21
  • 22. Tras el fracaso de la Comunidad Política Europea, el proceso de integración continental se había replegado a la economía, con el exitoso inicio del Mercado Común. Pero era evidente que ese proceso necesitaría, antes o después, volver a la cuestión de la unión política. Las condiciones para su impulso parecieron darse tras la entrevista de Rambouillet, en septiembre de 1960, entre el presidente De Gaulle y el canciller Adenauer, en la que se selló la reconciliación franco-alemana tras las guerras mundiales y nació una entente política entre París y Bonn que durante las siguientes décadas funcionaría como motor, y a veces como freno, de los procesos de integración continental. Ambos estadistas estuvieron de acuerdo en regularizar un procedimiento informal de toma de decisiones al más alto nivel, que no estaba contemplado en los Tratados de las Comunidades. Tales serían las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno, o Cumbres comunitarias, el antecedente directo del actual Consejo Europeo. En la primera Cumbre, celebrada en París en febrero de 1961, el presidente francés y el canciller alemán se mostraron de acuerdo en impulsar la unión política de los países comunitarios conforme a los principios confederales. En la siguiente Cumbre, reunida en la localidad alemana de Bad Godesberg (18 de julio de 1961), se elaboró la Declaración de Bonn, que proponía «dar forma a la voluntad de unión política implícita en los tratados que instituyen las Comunidades Europeas, organizando su cooperación para prevenir su desarrollo y asegurar la regularidad que creará, progresivamente, las condiciones de una política común». La manera de manifestar esa voluntad sería la institucionalización de las Cumbres comunitarias, cuya «cooperación facilitará las reformas que, en interés de una mayor eficacia de las Comunidades, parezcan oportunas». Las Cumbres se reunirían cuando se estimase necesario, adoptarían las grandes decisiones en el avance de la integración, y dejarían su ejecución a los organismos de las Comunidades. La Asamblea parlamentaria de las Comunidades, la gran perdedora en este asunto, mantendría su carácter meramente consultivo. En principio, Bélgica y Holanda, con Paul-Henri Spaak y Joseph Luns como destacados portavoces, opusieron fuerte resistencia a una iniciativa franco-alemana que relegaba la Europa federal a un futuro por definir y consagraba la entente París-Bonn como el auténtico poder en el Mercado Común. Para frenarla, insistían en la entrada del Reino 22
  • 23. Unido como condición spara asumir la unión política. El 31 de julio, Londres oficializó su candidatura, abriendo así un compás de espera que apaciguó los ánimos entre los Seis. Aceptado el principio confederal de la Declaración de Bonn, franceses y alemanes pactaron una Comisión Intergubemamental (CIG) presidida por el diplomático francés Christian Fouchet, que concluyó un proyecto de Unión de Estados —el llamado Plan Fouchet I— presentado el 2 de noviembre de 1961. A diferencia del federalismo supranacional de la fracasada CPE, la Unión de Estados se basaría en «el respeto a la personalidad de los pueblos y de los estados miembros», por lo que «tendrá en cada Estado la capacidad jurídica más amplia que pueda reconocerse por las legislaciones nacionales a las personas morales» y los europeos tendrían una doble ciudadanía, la nacional y la comunitaria. La Unión no sería realmente supranacional, sino una asociación funcional de estados para coordinar políticas comunes en el terreno de la acción exterior, la defensa, la educación y el desarrollo científico. Carecería de capacidad ejecutiva alguna para imponerse a los gobiernos, excepto en cuestiones de la Defensa donde, en consonancia con la doctrina gaullista, la Unión asumiría la política militar de los Seis en coordinación, pero no en subordinación, con Washington. La CIG propuso cuatro órganos institucionales de la Unión de Estados. Un Consejo, órgano decisorio, formado por los jefes de Estado o de Gobierno y por los ministros de Asuntos Exteriores, que se reuniría cuatrimestralmente, designaría al Presidente de la Unión y tomaría decisiones por unanimidad, con derecho de veto. Los Comités de Ministros, que adoptarían las resoluciones ejecutivas en asuntos exteriores, defensa y educación. La Comisión Política Europea, de carácter técnico y encargada de aplicar los acuerdos del Consejo y de los Comités, estaría formada por funcionarios de los ministerios de Asuntos Exteriores. Y la Asamblea Parlamentaria, integrada por representantes de los parlamentos nacionales, sería compartida con las Comunidades y mantendría su carácter meramente consultivo. El Plan Fouchet no salió adelante. Los gobiernos de Italia y el Benelux lo rechazaron porque anulaba incluso los principios de supranacionalidad ya incorporados a las Comunidades. También desde la Comisión Europea y desde la Asamblea comunitaria se 23
  • 24. realizaron serios esfuerzos para que el Plan fuese rechazado. Y la pretensión francesa de construir una política de defensa al margen de la OTAN no recibió ningún apoyo de los otros estados miembros. Decididos a salir del atasco, los seis gobiernos celebraron una Cumbre en París, el 15 de diciembre de 1961. Acordaron que la integración económica y la política evolucionasen conforme al mismo modelo institucional y encargaron a la CIG un nuevo proyecto para la armonización de ambas. El Plan Fouchet II, presentado el 18 de enero de 1962, renunciaba a una política de defensa europea al margen de la Alianza Atlántica y aceptaba la adhesión del Reino Unido, pero continuaba sin admitir, en líneas generales, el principio de supranacionalidad, defendía la igualdad entre Europa y los Estados Unidos en la OTAN y subordinaba las tres Comunidades económicas ya existentes a las instituciones de la Unión de Estados, lo que originó que Bélgica y Holanda se negaran a suscribirlo. El 15 de mayo de 1962, De Gaulle anunció la retirada del Plan Fouchet. Fracasada por segunda vez la unión política, a los Seis no les quedaba más que avanzar en la consolidación de las tres comunidades económicas existentes. En este periodo de impasse se habían adoptado algunas medidas importantes en favor de la unidad del mercado interior, como la normativa anti-trust en la industria, impulsada en diciembre de 1961 por el comisario europeo de la Competencia, Hans von der Groeben. Y en el Consejo de Ministros celebrado el 23 de septiembre de 1963, los representantes gubernamentales aprobaron la fusión de sus instituciones. Era una medida de gran calado y planteaba reformas abiertamente políticas en la estructura de las Comunidades, que ya no se podían diferir. Al igual que ya lo eran desde 1958 la Asamblea parlamentaria y el Tribunal de Justicia, ahora el Consejo de Ministros y la Comisión Europea, es decir, el Ejecutivo comunitario, serían comunes para la CEE, la Euratom y la CECA. Con ello, esta última renunciaría a su Alta Autoridad, hasta entonces mucho más independiente de los gobiernos nacionales que las Comisiones de las otras dos Comunidades. El Consejo de Ministros de las Comunidades Europeas funcionaría con los responsables del ramo según los asuntos a tratar y contaría con el asesoramiento de un único Comité de Representantes Permanentes (COREPER) integrado por los embajadores de los estados miembros, con funciones de coordinación con la Comisión Europea. Esta constaría con 14 comisarios, reservándose tres puestos a Francia, Italia y Alemania, respectivamente, dos a Bélgica y Holanda y uno a 24
  • 25. Luxemburgo. Luego de meses de complicadas negociaciones, el 2 de marzo de 1965 los Consejos de Ministros de las tres Comunidades ratificaron la unificación institucional, que se formalizó mediante el Tratado de Fusión, firmado en Bruselas el 8 de abril. Se iniciaba con ello una fase de transición que debería culminar el 1 de julio de 1967, cuando las tres Comunidades unificaran completamente sus instituciones en sus sedes de Bruselas (Consejo y Comisión), Estrasburgo (Parlamento) y Luxemburgo (Tribunal de Justicia). Pero, mientras tanto, la integración europea iba a vivir una de sus más graves crisis. 25