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TEMA 9. DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE
1. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1994-2004
El órgano asambleario de las Comunidades Europeas constituía, tradicionalmente, el
ejemplo más relevante del «déficit democrático» que los críticos atribuían a las
instituciones comunitarias. Aunque en sucesivas reformas el Parlamento de
Estrasburgo había adquirido un cierto control sobre el Presupuesto comunitario y sus
opiniones debían ser estudiadas por el Consejo de Ministros, y a pesar de que su
elección por sufragio universal desde 1979 había implicado una mayor representatividad
ante la ciudadanía, seguía siendo un organismo con escasa influencia en la política
de las Comunidades. El hecho de que los federalistas se mostraran muy activos en el
Parlamento llevaba a los gobiernos europeos a atemperar un tanto sus propósitos de
impulsar, a través de él, un auténtico poder legislativo supranacional.
Hasta el Acta Única de 1986, la Eurocámara se había limitado prácticamente a adoptar
declaraciones, a realizar propuestas al Consejo de Ministros y a la Comisión y a
manifestar su «opinión conforme» en temas como la admisión de nuevos miembros, la
asociación con estados extracomunitarios, la creación y ejecución de fondos
estructurales y de cohesión, o el nombramiento del presidente de la Comisión Europea.
Su único poder real era la posibilidad de hacer caer a la Comisión con un voto de
censura y el control de algunos capítulos reglamentarios del gasto comunitario, los
llamados recursos propios, con exclusión de los destinados a la PAC. Con la
introducción del sufragio universal se dotó al Parlamento de un cierto poder de
decisión legislativa, que el Acta Única fijó a través del mecanismo de cooperación con
el Consejo de Ministros. Las resoluciones de este debían ser estudiadas por la Cámara
parlamentaria, que podía devolverlas con enmiendas. En tal caso, el Consejo debía
proceder a un nuevo estudio, pero eran los ministros quienes tenían la última palabra,
incluso para rechazar las objeciones de los eurodiputados.
El Tratado de Maastricht, y luego el de Ámsterdam, ampliaron los ámbitos
normativos donde era necesaria la cooperación entre Parlamento y Consejo en
cuestiones como el mercado interior, la libertad de circulación y de establecimiento, la
aproximación de las legislaciones nacionales, las políticas medioambientales, la
1
educación, la cultura, o la sanidad, aunque sin abordar cuestiones fundamentales, como
la PAC, la política exterior o la propia revisión de los tratados comunitarios. Y para
reforzar el papel de la Asamblea parlamentaria se introdujo el procedimiento de
codecisión legislativa. En adelante, el Consejo de Ministros no podría desoír las
enmiendas del Parlamento a sus reglamentos, decisiones y directivas en aquellos
ámbitos en los que el organismo parlamentario ejercía la codecisión con el Consejo. En
caso de que la Cámara, por mayoría absoluta, rechazase el texto remitido por el
Consejo, ambos organismos estaban obligados a integrar una comisión de conciliación
que negociaba un acuerdo. Pero, ahora, sin la aprobación de la mayoría absoluta del
Parlamento, las normas objeto de debate no podrían ser adoptadas por la Comunidad.
De este modo, el órgano parlamentario de la UE amplió su actuación sobre el Consejo y
la Comisión mediante cuatro procedimientos obligatorios de rango progresivo:
− La consulta.
− La opinión conforme.
− La cooperación.
− La codecisión legislativa.
Pero en todos ellos, sobre todo en los tres primeros, siguió teniendo una capacidad de
iniciativa y de decisión muy limitada por los intereses y los puntos de vista del Consejo
de Ministros y, por lo tanto, de los Ejecutivos de los países miembros. Y, lo que era aún
más significativo, los jefes de Estado y de Gobierno mantuvieron en Maastricht y
Ámsterdam su negativa a que fuese el Parlamento Europeo quien asumiera el
protagonismo en la elaboración, aprobación o modificación de los tratados
constituyentes que iban jalonando la integración continental.
1.1. De la izquierda a la derecha
En el decenio que transcurre entre 1994 y 2004, el Parlamento Europeo vivió un
cambio político que se correspondía a tendencias crecientemente manifiestas en el
electorado de los países de la UE. Primero, la disminución de la presencia de la
socialdemocracia en el conjunto de los gobiernos y parlamentos, propiciada en
2
buena medida por el desgaste de unos gobiernos de centro-izquierda en crecientes
dificultades para sostener los logros del Estado de bienestar ante los criterios restrictivos
de la convergencia monetaria, por la pérdida de los referentes de izquierda frente a la
«tercera vía», de inspiración liberal, que asumieron muchos partidos socialistas en estos
años —lo que llevó a la ruptura de la poderosa socialdemocracia alemana— o por el
avance del neoliberalismo como doctrina de referencia en la construcción europea. Y al
tiempo, la decadencia, como referente de la derecha europea, de la antaño
hegemónica democracia cristiana, en beneficio de formulaciones más derechistas,
como el neoconservadurismo, de raíces thatcherianas, cada vez más influyente en el
Partido Popular Europeo y vinculado al fenómeno «neocon» de la extrema derecha
norteamericana; como el nacionalismo radical, con modelos en el Frente Nacional
francés y el Partido de la Libertad austríaco; o como el populismo, de escasa
fundamentación ideológica y cuya más conocida encarnación en estos años fue Forza
Italia, el grupo que presidía el empresario de la comunicación Silvio Berlusconi.
Cuando el Consejo Europeo aprobó el Tratado de Maastricht, estas tendencias
electorales, que apenas apuntaban, favorecían ya un cambio significativo en la
composición de los grupos parlamentarios de Estrasburgo: el progresivo
agrupamiento de la derecha y el centro derecha. Al comienzo de la legislatura, en
1989, el Grupo Socialista contaba con 180 diputados, el 34, 7% de los escaños. En
1992 eran 179. Pero, en el mismo plazo, el Partido Popular, de origen democristiano
pero que incorporaba a diputados conservadores y liberales, había pasado de 121 a 162
diputados, es decir, del 23,3 al 31,3% de los escaños. Como el Parlamento seguía
teniendo 518 diputados, el crecimiento del PPE se había producido a costa del grupo
de independientes y de otros grupos derechistas, como el Grupo Liberal y
Demócrata, los Demócratas Europeos o las Derechas Europeas, tres grupos
parlamentarios que habían pasado de reunir un centenar de diputados a tan sólo ochenta.
Si la Cámara de 1989 tenía 518 escaños, la de 1994, con el mismo número de países,
tenía 567. La gran beneficiaría de la ampliación era la República Federal Alemana,
cuya población había crecido considerablemente tras la incorporación de la RDA:
pasaba de 81 a 99 eurodiputados. Los otros tres grandes, Francia, Italia y el Reino
Unido, crecían menos, de 81 a 87. España pasaba de 60 a 64 y Holanda, de 25 a 31.
Entre los países menos poblados, Bélgica, Portugal y Grecia sólo ganaban un escaño, de
3
24 a 25, y mantenían su representación Dinamarca (16), Irlanda (15) y Luxemburgo (6).
En las elecciones 9 y 12 de julio de 1994, se mantuvo la tendencia a la bajada de la
participación. Si cinco años antes había votado el 58,5% del censo, ahora lo hizo el
56,8, aunque con grandes diferencias entre países, que iban desde aquellos con voto
obligatorio —Bélgica, 90,7%, Luxemburgo, 88, 5, Italia, 74,8— hasta el 35,5% de
Portugal, o el 35,6 de Holanda.
Siguiendo las directrices trazadas por el Tratado de Maastricht, el Parlamento de 1994
reforzó la tendencia a acoger partidos «europeos» estables, en los que se integraban
organizaciones nacionales más allá de su mera coalición en grupos parlamentarios cada
legislatura. Así, la Confederación de Partidos Socialistas se transformó ya en 1992 en
el Partido de los Socialistas Europeos, que en la legislatura de 1994 se mantuvo como
principal grupo de la Cámara, con 198 diputados. El Partido Popular Europeo le
seguía de cerca con 157 escaños, mientras que los liberales y demócratas, el tercer
grupo de la Cámara pero en franco retroceso frente al PPE, sólo alcanzaban los 43. Sin
embargo, los ecos de la traumática ratificación de Maastricht se manifestaron en un
significativo crecimiento de la derecha nacionalista, no necesariamente euroescéptica,
representada sobre todo por dos grupos: Forza Europa, integrado por los diputados de
la Forza Italia de Berlusconi, y la Alianza de los Demócratas Europeos, que
encabezaban los neogaullistas de Jacques Chirac. En el verano de 1995, ambos
grupos se fusionaron en la Unión por Europa, que con sus 53 diputados se convirtió en
la tercera fuerza del Parlamento, desplazando a los liberales. Seguían, con 19 diputados,
los liberal-radicales italianos y franceses, unidos en el grupo Alianza Radical
Europea, con 19 escaños, y otros tantos tenía la Europa de las Naciones, grupo
integrado por los euroescépticos daneses, franceses y holandeses. En conjunto, la
Eurocámara había alcanzado un cierto equilibrio, con 272 diputados adscritos a grupos
de derecha y centro-derecha y 268 a grupos de izquierda y centro-izquierda. Ello se
recogió en el perfil de sus dos presidentes a lo largo de la legislatura: el socialdemócrata
alemán Klaus Hänsch, entre 1994 y 1997, y el democristiano español José María Gil-
Robles, miembro del Partido Popular, entre 1997 y 1999. Una vez más, sin embargo, la
composición del Parlamento Europeo fue alterada, en mitad de una legislatura, por la
incorporación de nuevos miembros. En este caso, el ingreso de Austria, Finlandia y
Suecia obligó, en 1995, a ampliar hasta 626 el número de escaños de la Cámara, a la que
4
los tres países enviaron representantes de sus parlamentos nacionales. Luego celebraron
elecciones parciales. En Suecia, el 17 de septiembre de ese año, ganaron los
socialdemócratas, con 7 diputados, seguidos de los 5 del Partido Moderado, socio
local del Partido Popular Europeo. Finlandia y Austria celebraron sus comicios en
octubre de 1996. En la primera, quedaron empatados, con cuatro diputados, los
socialdemócratas, la derechista Coalición Nacional y el liberal Partido del Centro. En
Austria el triunfo fue para el Partido Popular, con siete diputados, seguido por los seis
de los socialdemócratas y otros tantos del ultraderechista Partido de la Libertad.
Las elecciones celebradas los días 10, 11 y 13 de junio de 1999, fueron las primeras
generales de la Europa de los Quince. Y también las últimas, ya que se aproximaba la
gran ampliación a la Europa del Este. El porcentaje de participación siguió cayendo
hasta el punto de que, por primera vez, la abstención, con un 50,2, superó a los votos
emitidos. Nuevamente, el electorado acudió en forma masiva donde el voto era
obligatorio, sobre todo en la muy europeísta Bélgica, donde subió al 91 por ciento del
censo. Esta vez fueron los británicos, con el 24 por ciento de participación, los que se
situaron a la cola y los tres nuevos miembros contribuyeron con porcentajes situados
por debajo de la media: un 38,8 por ciento los suecos, un 49,5 los austriacos y un 31,4
los finlandeses. Una de las razones que se dieron para explicar este decaimiento del
entusiasmo europeísta fueron los escándalos que entonces afectaban a la Comisión
Europea por el mal uso del Presupuesto comunitario y que habían forzado la
dimisión de su presidente, el luxemburgués Jacques Santer, el 15 de marzo.
Las elecciones de 1999 propiciaron un más que simbólico vuelco en la orientación del
Parlamento. Por primera vez en su historia, el Partido Popular Europeo superó a
los socialistas, con 233 escaños frente a 180, aunque buena parte de este crecimiento se
debía a la adhesión de los seguidores de Chirac y Berlusconi, tras su salida del grupo
Unión por Europa. Ello diluyó aún más el primitivo color democristiano y centrista del
PPE, que reconoció la creciente influencia de la derecha conservadora en su seno
cambiando el nombre de su grupo parlamentario a Partido Popular Europeo-
Demócratas Europeos (PPE-DE). El grupo Liberal y Demócrata tenia 50 escaños; 48
los Verdes; Izquierda Unida Europea, 42; y el sector de los conservadores
nacionalistas de la Unión por Europa que no se habían integrado en el PPE,
especialmente las italianas Alianza Nacional y Liga Norte formaban la Unión por la
5
Europa de las Naciones, con 31 diputados; la derecha euroescéptica, agrupada en la
Europa de las Democracias y las Diversidades, tenían 16; y los independientes y no
inscritos eran 26.
En las dos legislaturas del Parlamento Europeo de 1994-99 y 1999-2004, los electores
siguieron apoyando, aunque cada vez con menor fuerza, a las ideologías moderadas, la
socialdemocracia y la democracia cristiana, que habían asumido desde el comienzo
los roles fundamentales en la integración continental. Crecían los conservadores,
mantenían sus pequeñas representaciones liberales y comunistas, y se había producido
el ascenso, ciertamente modesto, de los ecologistas y la práctica desaparición de una
opción neofascista manifiesta. Pero en el horizonte de la primera década del siglo XXI
estaba la mayor ampliación de miembros de la historia de la Unión. Los países de la
Europa del Este, concluyendo, o apenas concluidas sus transiciones desde las dictaduras
de partido único, eran una incógnita electoral que podía condicionar el futuro rumbo de
la Asamblea de Estrasburgo.
2. LA GRAN AMPLIACIÓN DE 2004-2007
El colapso del sistema comunista en los estados de la Europa del Este, consecuencia de
una prolongada crisis económica y social, pero producido en escasos meses durante el
otoño de 1989 y el invierno siguiente, colocó a la Unión Europea ante el reto de
expandir sus fronteras hacia los países que pasaron a denominarse Países de la
Europa Central y Oriental (PECO). Los miembros de la Unión Europea, y sobre todo
sus mercados financieros, fueron muy rápidos a la hora de asumir un verdadero
protagonismo en la reconversión a las estructuras del capitalismo liberal de unas
economías comunistas basadas en el monopolio de un sector público que en los últimos
años se había mostrado crecientemente incapaz de mantener los niveles de protección
social igualitaria que habían justificado su existencia, y la de las dictaduras de partido
único que lo amparaban.
Los gestores de la UE esperaban que, al final de una dura reconversión, estos países
alcanzaran unas condiciones políticas, sociales y económicas que les acercasen a los
de la Europa occidental. Y eran conscientes de que el estímulo fundamental para
lograr esos estándares era la promesa de que entonces podrían ingresar en las estructuras
6
internacionales —la UE, la OTAN— que sus poblaciones identificaban con las
libertades políticas y la sociedad de consumo de Occidente. A partir de 1995, con las
primeras solicitudes de adhesión de los PECO, el asunto se volvió acuciante. Pero no
sería hasta una década después, en 2004 y 2007, cuando el proceso de integración
europea viviese la mayor adhesión colectiva de su historia, dirigida tanto hacia el Este
como hacia el Sur del territorio comunitario.
2.1. El flanco mediterráneo
Un problema fundamental era definir a Europa a fin de fijar los límites territoriales de la
integración continental. El artículo 23 del Tratado de Roma establecía que podía ser
miembro de la CEE «todo Estado europeo». Esta cuestión había sido obviada durante
mucho tiempo con el subterfugio alternativo de la «asociación» económica para lo que
se consideraba la periferia continental. Hasta que, enfrentada a un futuro aluvión de
solicitudes de adhesión plena, la Comisión Europea elaboró un documento al efecto en
1992. Pero era tan ecléctico en su afán por no cerrar puertas, ni abrirlas demasiado, que,
en realidad, no aclaraba nada.
Puestos a distinguir lo europeo de lo no europeo, el argumento geográfico parecía el
más sencillo. Había sido fácil rechazar la candidatura a la adhesión de Marruecos, que
no posee un centímetro cuadrado de suelo europeo. Pero por los tiempos de la caída del
Muro, este argumento dejó de ser tan claro cuando tres «asociados» mediterráneos,
Chipre, Malta y Turquía solicitaron formalmente su adhesión a la UE. Los dos
primeros tardaron más de una década en lograrlo y el tercero permanece todavía a la
espera.
a). Desde el punto de vista exclusivamente territorial, Chipre, una isla cercana a la
costa libanesa, es menos europea que los países del Magreb, situados a escasos
kilómetros de la Europa meridional. La pertenencia de la mayoría de los
chipriotas al ámbito cultural e histórico heleno convirtió al Estado insular, que
poseía un acuerdo de asociación con la CEE desde 1972, en un firme candidato a la
adhesión, que solicitó formalmente en 1990. Bruselas, enfrentada al problema de la
ocupación militar turca de la zona norte de la isla, se tomó su tiempo: hasta 1998 no
se iniciaron las negociaciones, en el entendimiento de que el Ejecutivo chipriota
7
negociaría la reunificación con el sedicente Gobierno establecido en la zona bajo
dominio turco. Con el amparo de la ONU, greco-chipriotas y turco-chipriotas
conversaron en torno a la apertura de la «línea verde» administrada por Naciones
Unidas, que separaba sus territorios desde la invasión otomana de 1974. En 2000, el
secretario general de la ONU, Kofi Annan, propuso un plan de paz para constituir
un Estado federal y la candidatura chipriota a la UE cobró renovado impulso. Pero
cuando culminó el plazo para la unificación, en 2003, las dos comunidades no
habían llegado a un acuerdo. Por lo tanto, en mayo del año siguiente, cuando
Chipre ingresó en la Unión con otros nueve países, lo hizo sólo la mitad greco-
chipriota, la que la comunidad internacional reconocía como Estado legítimo.
b). El pequeño archipiélago de Malta poseía una europeidad incuestionable, pero
había heredado el alto grado de euroescepticismo de la metrópoli británica.
Como en Chipre, el Gobierno maltés presentó la solicitud de adhesión en 1990 y
cinco años después Bruselas acordó el inicio de las conversaciones. Pero las
elecciones de 1996 llevaron al poder a los laboristas, que congelaron la solicitud
durante un par de años, hasta que, vuelto al poder el conservador Partido
Nacionalista, se reactivó el proceso. Iniciadas las conversaciones en febrero de
2000, culminaron dos años después con el acuerdo del Consejo Europeo de
Copenhague. Quedaba el trámite del referéndum de marzo de 2003 que, ante los
recelos del electorado laboristas, arrojó un resultado muy ajustado, con un 53, 6%
de votos favorables. Finalmente, Malta se incorporó a la UE en la gran
ampliación del 1 de mayo de 2004.
c). En cuanto a Turquía, un país con sólo una pequeña porción territorial en suelo
europeo, había sido uno de los primeros estados asociados al Marcado Común.
En 1987, Ankara presentó formalmente su solicitud de adhesión, que fue aceptada
para su estudio. Sin embargo, había motivaciones culturales, religiosas, sociales,
económicas, que movían a grandes sectores de las sociedades europeas a
cuestionar la pertinencia de la incorporación de Turquía como miembro pleno
de la CEE, en la que pasaría a ser el segundo Estado más poblado. Este debate se
mantuvo vivo durante muchos años. Turquía, relevante socio de la OTAN y
estrecho aliado de los Estados Unidos, llevaba décadas aproximando su modelo
político y socioeconómico al de la Europa occidental. Pero sus niveles de
modernización eran aún claramente insuficientes, y el papel del Ejército como
árbitro del sistema político, así como la persistencia de los patrones sociales
8
islámicos frente a la teórica laicidad del Estado, marcaban serias divergencias
con el modelo de la Europa comunitaria. Además, la represión armada del
nacionalismo kurdo y la ocupación militar de la zona septentrional de Chipre
constituían serios obstáculos a sus aspiraciones de adhesión a la Unión. Durante
la última década del siglo XX, la candidatura turca sufrió avances y retrocesos en
Bruselas. En diciembre de 1999, el Consejo Europeo de Helsinki declaró que
«Turquía es un Estado candidato llamado a ingresar en la Unión atendiendo a los
mismos criterios que se aplican a los demás estados candidatos». Parecía el avance
definitivo para incluirla en la siguiente ampliación, que tuvo lugar en 2004.
El triunfo en las elecciones parlamentarias de 2002 del Partido de la Justicia y el
Desarrollo, un partido confesional, sembró el recelo en las sociedades europeas
occidentales, que asistían alarmadas al crecimiento de la presión islamista en el seno
de sus propias minorías musulmanas. El proceso de adhesión, pues, se ralentizó,
aunque en 2004 Turquía llegó a firmar el Tratado Constitucional de la UE, como
candidato próximo al ingreso. Pero ese mismo año, el líder islamista turco Recep
Erdogan llegó a la jefatura del Gobierno lo que, aunque su Gabinete adoptó, por lo
menos en sus primeros años, una línea democrática y de clara apuesta europeísta,
incrementó las resistencias a la adhesión turca en el seno de la UE, especialmente
activas en Grecia, Chipre y Bulgaria, estados comunitarios con contenciosos con
Ankara. La crisis económica mundial iniciada en 2008, que representó un duro
golpe para las políticas de cohesión comunitaria, alejó aún más la culminación del
proceso de incorporación de Turquía, añadida ahora a un nuevo paquete de
candidatos con Croacia, Macedonia, Montenegro e Islandia.
2.2. El ingreso de los PECO
Tanto Malta como Chipre poseían democracias parlamentarias y economías
situadas dentro del modelo capitalista. La UE podía acogerlos sin grandes
transformaciones estructurales, con una inyección de fondos comunitarios relativamente
pequeña para modernizar sus administraciones públicas y su pequeño aparato
productivo. Pero no sucedía lo mismo con los PECO, los países que integrarán hasta
1989 el llamado bloque comunista. Al igual que una década antes con Portugal y
España, para Bruselas resultaba evidente la necesidad de integrarlos en la Unión
9
para garantizar su estabilidad democrática, una vez cubiertas las transiciones hacia
el pluralismo político y la economía de mercado. Pero había un par de incógnitas a
despejar, que condicionaban la planificación del proceso. En primer lugar, los ritmos de
esas transiciones. Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia y, en menor medida, los
tres estados bálticos eran candidatos a figurar en cabeza de la integración.
Rumania, Bulgaria y Albania, más pobres y con estados menos eficientes,
planteaban problemas mayores. Y en Eslovenia, Croacia, la Federación Yugoslava,
Bosnia y Macedonia, los cinco estados herederos de la Yugoslavia destruida por las
guerras de 1990-1995, las transiciones, con la excepción de la eslovena, resultaban
muy lentas o ya eran fallidas en algún aspecto fundamental. Por otra parte, Rusia,
que se recuperaba lentamente del hundimiento de la URSS, reagrupaba bajo su
hegemonía a la mayor parte de las antiguas repúblicas soviéticas en una Comunidad de
Estados Independientes (CEI) dentro de la cual resultarían difíciles los gestos de
acercamiento a la Unión Europea.
Pese a estas grandes diferencias nacionales, el ingreso de los PECO en la Unión se
realizó en dos fases sucesivas, aunque en algún momento coincidieron.
1) En una primera fase, durante las transiciones a la democracia parlamentaria y al
capitalismo de mercado, la Comunidad Europea prestó ayuda financiera y
asesoramiento para la democratización política, la modernización
administrativa y la reconversión económica. Al tiempo, estimulaba la formación
de asociaciones regionales de países y, con la vista puesta en evitar una posible
recuperación del ámbito de influencia de Rusia, les facilitaba el ingreso en algunos
organismos especializados, como la Unión Europea Occidental o la OTAN. Aunque
había sido bastante limitada, la tradición de cooperación de los países excomunistas
a través del CAME facilitó una concertación regional tutelada por la CEE/UE. En
febrero de 1991, Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría constituyeron el Grupo
de Visegrado, o V4, en la ciudad húngara del mismo nombre, a fin de concertar
sus políticas hacia el ingreso en el Consejo de Europa, la Unión Europea, y la
OTAN. Entre 1991 y 2000, los países de Visegrado y luego el resto de los PECO
fueron firmando acuerdos europeos individuales de asociación con la UE, al tiempo
que solicitaban su pleno ingreso en la Unión.
10
Un elemento fundamental de integración, no vinculado a la UE, fue la Alianza
Atlántica. Los recelos rusos respecto a una expansión de la Alianza hacia el Este no
bastaron para frenar el entusiasmo atlantista de Polonia, Chequia y Hungría, que en
1994 pasaron a ser asociados de la OTAN a través del Consejo de Asociación
Euro-atlántico y la Alianza para la Paz, primera fase del proceso de adhesión
plena que concluyó en marzo de 1999. En marzo de 2004 se incorporaron a la
Alianza Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania y Bulgaria,
estados todos incluidos en la gran ampliación de la UE de 2004-2007.
Al tiempo que animaba las radicales transformaciones en el interior de los PECO, la
Comunidad Europea puso en marcha para ellos tres programas distintos de ayuda,
vinculados mediante las llamadas «asociaciones de preadhesión», diseñadas
específicamente para cada país candidato y que en 2001 consumían más de 3.200
millones de euros anuales, el 3,4% del presupuesto comunitario.
− En diciembre de 1989 se creó el Programa de cooperación PHARE (Polonia-
Hungría: Ayuda a la Reestructuración Económica), destinado a asesorar la
política masiva de privatizaciones, pero también a financiar proyectos
educativos y de investigación y desarrollo. En junio de 1993, el Consejo
Europeo de Copenhague abrió el PHARE a otros países de la región, hasta un
total de once nuevas incorporaciones, con la vista puesta tanto en la adaptación
de los sistemas económicos y en la reforma de las administraciones como en la
preparación de las candidaturas al ingreso en la UE. Finalmente, con la Agenda
2000 de la Comisión Europea (1997), el PHARE se trasformó en un fondo de
tipo estructural, recibió una inyección masiva de dinero y nuevas tareas, entre
ellas la vigilancia de las reformas internas de los estados candidatos y la
cooperación a la reconstrucción de los países de la antigua Yugoslavia.
− El Instrumento Estructural de Preadhesión para las infraestructuras y el
medioambiente (ISPA) era un programa de algo más de mil millones de euros,
destinado a inversiones en los ámbitos de los sistemas de transporte y la
protección medioambiental.
− El Programa de Ajuste Estructural para la Agricultura y el Desarrollo
Rural (SAPARD), con unos 500 millones anuales para proyectos seleccionados
por los países candidatos.
11
2) La segunda fase en la aproximación de los PECO a la UE fue la de las
negociaciones de adhesión. Al tiempo que suscribía los «acuerdos europeos» con el
Grupo de Visegrado y lanzaba los tres grandes programas de ayuda a los PECO, la
Unión se preparaba para recibirlos en su seno. El 22 de junio de 1993, el Consejo
Europeo de Copenhague acordó admitir como candidatos a los países que lo
solicitaran. No se les exigiría, para ingresar, el cumplimiento de los estrictos
criterios de Maastricht sobre la unión económica y monetaria, sino otros más
generales, que se conocieron como los criterios de adhesión, o criterios de
Copenhague:
− Ser una democracia pluralista y estable, respetuosa del Estado de derecho, de
los derechos humanos y de la protección de las minorías.
− Poseer una economía social de mercado, con predominio del sector privado y
capaz de competir eficazmente en los mercados comunitarios.
− Aceptar las reglas y objetivos comunes de los países de la Unión Europea,
adaptando el sistema legal propio a las normas comunitarias.
Estas políticas fueron regularizadas por el Consejo Europeo de Essen, en diciembre de
1994, que estableció la llamada «estrategia de preadhesión». A partir de aquí, la
cronología del proceso se extendió a lo largo de más de una década, aunque luego
permanecería abierto para la «tercera generación» de candidatos. En 1994, Polonia y
Hungría abrieron el camino comunicando oficialmente su voluntad de ingresar en la UE
y al año siguiente ambas solicitaron la apertura de negociaciones para adhesión, lo que
en 1996 también hicieron Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Rumania,
Chequia y Eslovaquia. Tal cantidad de solicitudes planteaba un reto fundamental: si se
aplicaban a los nuevos socios, con economías muy por debajo de la media comunitaria,
los criterios habituales de ayuda y cohesión, los fondos presupuestarios de la UE serían
insuficientes para mantener el sistema en un plazo brevísimo.
La Comisión Europea preparó, en julio de 1997, la Agenda 2000, que establecía los
criterios presupuestarios para la ampliación durante el período 2000-2006 y que fue
aceptada, con ligeras correcciones, por el Parlamento y el Consejo de Ministros. La
Agenda, que también modificaba aspectos financieros de la PAC y de los fondos
12
estructurales y de cohesión, establecía la obligación de que los nuevos miembros
asumieran plenamente la vinculación a las instituciones y normativa de la Comunidad
Europea, a cambio de lo cual esta planificaría, mediante una «estrategia de
preadhesión», las transformaciones estructurales de los países aspirantes y destinaría
para ellas cuantiosos fondos de su presupuesto. Pero la Comisión no preveía un
aumento de las partidas de ingresos presupuestarios, sino que mantenía el modelo
establecido en 1988 por el llamado paquete Delors, que suponía el 1,27% del PIB de
los países miembros. Como los nuevos socios tenían un PIB inferior a la media, y
requerirían una masiva aplicación de fondos estructurales y de cohesión, ello significaba
que de no ampliarse el presupuesto —a lo que se negaban los gobiernos y no
contemplaba la Comisión— países beneficiarios como España pasarían a ser
contribuyentes netos de los fondos. No hubo, sin embargo, resistencias a la Agenda
2000, dada la general aceptación del principio de solidaridad con el que los miembros
de la UE se conducían respecto a los PECO.
El 17 de abril de 1996, el Parlamento Europeo aprobó una resolución afirmando la
necesidad de iniciar simultáneamente consultas con todos los PECO que hayan
solicitado la adhesión a la Unión, aunque luego la duración de las negociaciones de
adhesión variasen en cada país.
Esto último era imprescindible, dada la diferencia de puntos de partida, de ritmos de
avance e incluso de voluntad europeísta entre los candidatos. Así lo tuvo que admitir el
Consejo Europeo, que estableció dos velocidades de ingreso, a las que incorporó a los
postulantes según su nivel durante la preadhesión. Los más avanzados integraron el
Grupo de Luxemburgo (Chequia, Eslovenia, Hungría y Polonia, más Chipre),
establecido por el Consejo Europeo en su cita luxemburguesa de diciembre de 1997. Y
hasta diciembre de 1999 no dio luz verde a los más atrasados, el Grupo de Helsinki
(Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia, más Malta, que había detenido su
proceso durante un par de años). Sin embargo, durante las negociaciones se comprobó
que sólo Bulgaria y Rumania mantenían un considerable retraso en las adaptaciones
estructurales, por lo que quedaron relegadas mientras los otros cuatro miembros del
Grupo de Helsinki avanzaban a la primera fila.
Con la totalidad de los aspirantes negociando individualmente, el Consejo Europeo
13
celebrado en Copenhague en diciembre de 2002, dio luz verde al ingreso en la UE de
Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia, junto
con Malta y Chipre. Meses después, el Tratado de Niza permitió adaptar las estructuras
de la CE a la futura Europa de los 27. A partir de ese momento, los pasos fueron muy
rápidos. En enero de 2003, los diez estados integrantes del primer paquete de
adhesiones se incorporaron al Espacio Económico Europeo —que confirmó así su
condición de antesala del ingreso en la UE— y el 16 de abril firmaron el Acta de
adhesión a la Unión en Atenas. Los referendos populares convocados por los gobiernos
mostraron un gran entusiasmo europeísta, fomentado sin duda por las enormes
expectativas de progreso material. Despejado así el camino, el 1 de mayo de 2004 se
hizo efectivo el ingreso de los diez nuevos miembros en la Unión Europea.
Por su parte, Rumania y Bulgaria formaban un segundo paquete de adhesiones.
Habían quedado relegadas por su mayor atraso económico y, sobre todo, por sus
dificultades para cumplir los criterios de Copenhague, en especial por el altísimo
nivel de corrupción de la vida pública, heredado de las dictaduras comunistas, pero
incrementado durante las transiciones al capitalismo. No obstante, prevaleció el empeño
en acoger a las nuevas democracias y Bucarest y Sofía obtuvieron el visto bueno del
Consejo Europeo a su ingreso en junio de 2004, aunque bajo severas condiciones de
control comunitario sobre las reformas políticas, económicas y judiciales, que incluían
su exclusión del espacio Schengen. Ambos países firmaron sus actas en Luxemburgo, el
25 de abril de 2005, para integrarse plenamente en la UE el 1 de enero de 2007.
Las ampliaciones de 2004 y 2007 obligaron a realizar serios reajustes en las
estructuras comunitarias, tal y como había previsto el Tratado de Niza. Como sucedía
con cada ampliación, hubo que dar acceso a los nuevos miembros al Parlamento, la
Comisión y el Consejo de Ministros, así como acomodar a funcionarios de sus
nacionalidades en la compleja estructura burocrática comunitaria. Si la Comisión Prodi
(1999-2004) tenía 21 comisarios, la primera Comisión Barroso (2004-2010) contaba
con 27, uno por país miembro. En cuanto al Parlamento, pasó de 626 diputados en 1999
a 732 en 2007.
Aunque la adaptación de las legislaciones nacionales y de los sistemas económicos de
los PECO se había realizado a buen ritmo durante década y media, la virtual
14
duplicación del número de socios en tan sólo tres años desató no pocos temores
entre las sociedades de la Europa occidental. Ello se hizo especialmente patente en la
cuestión de la libre circulación de personas, uno de los aspectos fundamentales de la
Europa de los Ciudadanos. En 2004 fueron varios los estados comunitarios que
establecieron cortapisas, con la vista puesta en un mínimo control de flujos migratorios
de los PECO, por cuestiones de seguridad y de estabilidad del mercado laboral en el
interior de sus fronteras. Austria y Alemania, por ejemplo, implantaron cuotas según sus
necesidades de mano de obra. Bélgica, España o Grecia decretaron una moratoria de dos
años y otros, como Holanda y Portugal, fijaron cantidades anuales de inmigración
laboral. En 2007, la entrada de Bulgaria y de Rumania, países con estándares
socioeconómicos más bajos que los de sus vecinos, disparó aún más los reflejos de
autodefensa frente a una posible inmigración masiva: hasta 15 estados pusieron serias
restricciones a la libre residencia de los ciudadanos de ambos países, restricciones que
se extenderían hasta el año 2014.
3. EL TRATADO DE NIZA
Cuando, en 1997, los miembros de la UE suscribieron el Tratado de Ámsterdam para
completar el Tratado de la Unión Europea, eran conscientes de que estaban realizando
una mera reforma de las estructuras ya existentes, pero que la entrada en masa de los
PECO obligaría, más pronto que tarde, a una nueva adaptación del modelo comunitario.
Estaba por determinar, por ejemplo, qué porcentaje del presupuesto comunitario se
destinaría a los fondos de preadhesión y cómo el cambio de destino de los fondos de
cohesión y desarrollo hacia los nuevos miembros afectaría a otros que, hasta entonces,
eran beneficiarios netos. Igualmente, habría que definir el porcentaje de presencia de los
recién llegados en el Parlamento, el Consejo de Ministros, la Comisión y las restantes
instituciones comunitarias.
El Consejo Europeo de Colonia, reunido en junio de 1999, constató que lo establecido
en Ámsterdam no solucionaba los nuevos problemas y decidió afrontar el reto mediante
la convocatoria de una CIG, que a lo largo del año siguiente estudiase una segunda
modificación del TUE. Una vez más, se enfrentaron las posturas de quienes querían
promover una reforma a fondo, que permitiese a la UE avanzar por la vía del
federalismo político, y quienes buscaban sólo mejorar algunos aspectos funcionales de
15
Maastricht y Ámsterdam. Y, una vez más, se impusieron estos últimos, con el
argumento de que la reconversión monetaria al euro, entonces en marcha, y la próxima
adhesión de una decena de países aconsejaban retrasar las reformas de gran calado.
La Conferencia Intergubernamental trabajó a lo largo del año 2000 sobre los restos de
Ámsterdam, las cuestiones que habían quedado mal resueltas con el Tratado. Tales eran
la modificación del número de miembros de la Comisión y su proporcionalidad
nacional; la introducción de la «doble mayoría» en la aplicación de la mayoría
cualificada en el Consejo de Ministros, a fin de que se considerase el número de estados
y la población de los mismos; o la formación de agrupaciones de intereses por países en
el seno de la UE mediante la llamada «cooperación reforzada». Con las conclusiones de
la CIG, la Comisión Europea elaboró una propuesta de nuevo Tratado para someter al
Consejo Europeo, que tenía previsto reunirse a finales de año en Niza.
Como los debates de la CIG habían puesto de manifiesto, el punto crucial del Tratado,
de enorme importancia política, sería la cuestión del voto ponderado en el Consejo de
Ministros, el auténtico poder legislativo de la Unión. El consenso tan trabajosamente
logrado entre los Doce, y luego los Quince, podía venirse abajo en cuanto entrase en
juego, en 2004, la Europa de los Veinticinco. La mayoría de los nuevos socios eran
países pequeños o poco poblados, pero su número, de no establecerse una prima
sustancial al peso demográfico de cada estado, podía condicionar las votaciones del
Consejo, incluso por la simple capacidad de formar minorías de bloqueo frente a la
prevalencia de los estados «grandes». Y no sólo es que estos últimos, Alemania,
Francia, el Reino Unido e Italia, exigieran esa prima —aunque los franceses se oponían
a que fuera estrictamente proporcional, ya que ello favorecería claramente a Alemania
— sino que los dos mayores países «medianos», España y Polonia, esta última aún en
fase de predahesión, reclamaban un trato similar. La propuesta conciliatoria de la
Comisión Europea consistía en la doble votación: un voto simple por país en una
primera ronda y un voto ponderado, por estricta proporcionalidad en la población, en la
segunda. Las propuestas al Consejo sólo saldrían adelante si ganaban las dos votaciones.
La Cumbre comunitaria de Niza, inaugurada el 7 de diciembre de 2000, puso de
manifiesto lo mucho que se había avanzado en la aplicación de Maastricht, y la voluntad
firme de los Quince en ampliar las fronteras comunitarias. Las modificaciones a los
16
anteriores Tratados introducidas en Niza afectaban, básicamente, al primer pilar
comunitario en sus aspectos institucionales, condicionados por las próximas adhesiones.
Así, se decidió ampliar el Parlamento hasta los 736 escaños para acoger a los
representantes de los nuevos socios. Respecto a la Comisión Europea, y para evitar su
crecimiento desmedido, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España renunciarían a
uno de sus dos puestos de comisario europeo, con lo que, a partir de 2007, habría 27
comisarías, una para cada país miembro. Y en cuanto al Tribunal de Justicia, al de
Primera Instancia y al de Cuentas, se les dotaba de más medios con la creación de
secciones especializadas, aunque el Consejo Europeo rechazó incluir en el Tratado la
propuesta de una Fiscalía Europea.
Como era de esperar, fue en la modificación de procedimientos de votación del
Consejo de Ministros donde se produjeron las principales disensiones entre los
gobiernos. La propuesta de la Comisión Europea, un mecanismo sencillo, no
contentaba ni a los grandes, ni a los medianos, ni a los pequeños. Luego de tres días de
debate, se llegó a una solución de compromiso, que tampoco satisfizo a nadie. Se
aceptó, como proponía la Comisión, la doble mayoría, de países y de población. Pero las
diferencias demográficas eran de tal calibre que, si se aplicaban tal cual, los seis países
más poblados, con 348 millones de habitantes, frente a los 156 de los otros veintiún
miembros, anularían cualquier porcentaje de votos de Luxemburgo, Malta o Chipre, que
apenas superaban el medio millón de habitantes, o de Estonia y Eslovenia, que no
llegaban a los dos. La solución que se admitió fue ponderar, mediante un mecanismo
corrector que establecía el número de habitantes necesarios para cada voto en el
Consejo en relación inversa a la población total del país.
Cuando, tras un período transitorio, el 1 de noviembre de 2004 se ajustó el número de
votos en el Consejo, los cuatro «grandes», con el 57,3% de la población de la UE,
sumaban 164 votos y el resto 205. La mayoría cualificada se situaba en 232 votos, el
72,2% del total. Y tras la entrada de rumanos y búlgaros, la desproporción de votos
aumentó a 164 frente a 229, cuando los cuatro países más poblados representaban aún el
53,5% del total. Aunque este sistema evitaba que se repitieran pactos de hegemonía,
como el eje franco-alemán de los años sesenta, setenta y ochenta, se vendía mal a la
opinión pública de los grandes estados, especialmente en la superpoblada Alemania. En
2008, un voto alemán en el Consejo de Ministros «costaba» casi tres millones de sus
17
ciudadanos, y uno maltés, apenas cien mil. Y los principales beneficiados eran los dos
«medianos», polacos y españoles que, con la mitad de habitantes que Alemania,
tendrían 27 votos frente a los 29 del gigante germano. En cuanto al tema, aún más
conflictivo, de la minoría de bloqueo, que obstaculizaba la mayoría cualificada, se
estableció en 91 votos, o un grupo de estados que superase el 38,1 por ciento de la
población de la Unión Europea. Con estos procedimientos, era fácil prever que el
Consejo funcionaría con una permanente búsqueda de alianzas entre los gobiernos
representados, que podía llegar a ser tan paralizante como lo fue la crisis de la silla
vacía.
El Tratado de Niza recogió la preocupación de los gobiernos comunitarios por el auge
de la ultraderecha en varios países de la Unión, y también entre los PECO, donde la
transición a la democracia había desatado, en casi todas partes, fuertes corrientes de
nacionalismo, racismo y revisionismo histórico que amenazaban con multiplicar las
tensiones en una región que acababa de vivir el sangriento conflicto yugoslavo. Los
sucesivos tratados europeos no preveían respuestas a la llegada al poder, por la vía
democrática, de una agrupación de tintes xenófobos o neonazis. No obstante, el asunto
estaba sobre la mesa y se buscó solventar mediante el Tratado de Niza, cuyo primer
artículo preveía que si se constaba la existencia de un riesgo claro de violación grave
por parte de un Estado miembro de principios contemplados en el apartado 1 del
artículo 6 (del TUE), se le dirigirán recomendaciones adecuadas.
En caso de que persistiera la presencia ultraderechista en el Ejecutivo nacional, «el
Consejo podrá decidir, por mayoría cualificada, que se suspendan determinados
derechos derivados de la aplicación del presente Tratado al Estado miembro de que se
trate, incluidos los derechos de voto del representante del gobierno de dicho Estado en
el Consejo».
En febrero de 2004, un grupo al que se atribuían tales características, el Partido de la
Libertad (FPÖ), de Jörg Haider, entró en el Gobierno austriaco, tras triunfar en los
comicios parlamentarios. Los restantes gobiernos de la UE se movilizaron para detener
su progresión y el Consejo de Ministros acordó un régimen de sanciones contra Austria,
destinadas a congelar su actividad en el seno de la Unión y a aislarla diplomáticamente.
Pero, sin una fundamentación legal clara y con los socios comunitarios divididos al
18
respecto, las sanciones fueron un fracaso y se levantaron a finales de año.
El Tratado de Niza fue firmado por los representantes gubernamentales el 26 de
febrero de 2001. Siguiendo una tradición ya arraigada, la ratificación estuvo en peligro.
Catorce parlamentos nacionales ratificaron sin grandes problemas. Pero Irlanda
convocó un referéndum popular. La Constitución irlandesa chocaba, una vez más,
con el articulado de un tratado comunitario, ahora en cuestiones como la cooperación
reforzada y la política de defensa común. Los ciudadanos irlandeses así lo entendieron y
el 8 de junio, con una participación de sólo el 30% del censo, el 53,9% de los votantes
dijeron «no» a Niza. El Gobierno tuvo que emplearse a fondo para convencer a la
población, y el Parlamento de Dublín aprobó una enmienda a la Constitución
autorizando expresamente la firma del Tratado. Finalmente, en un segundo referéndum
celebrado el 20 de octubre de 2002, el 63% de los sufragios fueron favorables a la
enmienda constitucional, tras lo que desapareció el obstáculo legal. Cumplidas todas las
ratificaciones, el Tratado de Niza entró en vigor el 1 de febrero de 2003, a tiempo para
preparar la entrada de diez nuevos países en la UE.
Niza resultó uno de los avances más insatisfactorios en la historia de la integración
europea y mereció críticas generalizadas. Para los federalistas, y en especial para sus
representantes en el Parlamento, era excesivamente tecnocrático y suponía una nueva
ocasión desaprovechada de avanzar hacia la supranacionalidad que requería una
auténtica Unión Europea. La Comisión vio desechadas la mayoría de sus propuestas de
refuerzo institucional, que los gobiernos contemplaban como una cesión de poder a los
eurócratas. Entre los ejecutivos nacionales, la pugna por las votaciones en el Consejo de
Ministros había abierto grandes brechas en la confianza mutua y algunos, sobre todo el
francés, vieron fracasar el intento de mantener una PAC que protegiese a su agricultura
frente a la libre irrupción de la producción más barata de los PECO, que contaban con el
apoyo alemán. Si algo resultaba satisfactorio de Niza era que se había ajustado el
procedimiento de ingreso en las instituciones de los nuevos socios y su papel en las
políticas de la UE, culminando la planificación del Tratado de Ámsterdam. Pero todos
admitían que, tras esta enésima reforma institucional, seguía pendiente el reto político
de abandonar la estructura confederal y funcionalista, más difícil de manejar
conforme se iba ampliando el antaño selecto club comunitario, para crear una auténtica
Unión Europea que asumiera, con criterios políticos, altas cuotas de subsidiariedad y
19
autogobierno ante los estados. Entre los acuerdos que se adoptaron en la Cumbre de la
ciudad francesa figuraba la convocatoria de un foro de reflexión, la Convención
Europea, que debía impulsar un desarrollo más firme en la vía hacia la federación
mediante un nuevo Tratado.
4. LA CARTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES
El Consejo Europeo de Niza no sólo aprobó el Tratado homónimo, sino un documento
de gran importancia para el avance de la Europa de los Ciudadanos: la Carta de los
Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
La Unión contaba ya con una Carta Social que afectaba al ámbito de los derechos de
los trabajadores. Pero el Consejo Europeo de Colonia, en 1999, estimó que era necesaria
una declaración global de derechos ciudadanos, que comprometiera a todos los
países miembros y, sobre todo, a los nuevos adherentes, que provenían de culturas
jurídicas y políticas muy distintas. Encargó su redacción a una Convención Europea
formada por un comisario europeo y un representante de cada país miembro. Trabajaron
sobre un corpus muy variado, desde las Declaraciones de Derechos Humanos de la
ONU y del Consejo de Europa, o la Carta Social de este último, hasta diversos
convenios internacionales sobre materias concretas, como los desarrollados por la
Organización Internacional del Trabajo. Concluido el trabajo de la Convención, el
Consejo Europeo proclamó la Carta de los Derechos al inaugurarse la Cumbre de Niza,
el 7 de diciembre de 2000. No obstante, su entrada en vigor fue pospuesta, ya que el
Reino Unido y Polonia se resistían a que el Tribunal de Justicia de la UE fuera la única
fuente de jurisprudencia sobre algunos de sus principios, sobre todo los relacionados
con los derechos laborales. A fin de superar el veto, hubo que modificarla mediante una
cláusula opt-out, para reservar a los tribunales de ambos países la interpretación del
articulado en su ámbito territorial, aunque los polacos renunciaron más tarde a la
exención. La nueva versión de la Carta se presentó el 7 de diciembre de 2007, y, cinco
días después, el Tratado de Lisboa la convirtió en texto jurídico vinculante.
La Carta establece seis grandes capítulos de derechos, que obligan a las instituciones
de la UE y a los estados miembros, aunque sólo en el ámbito de la aplicación de la
legislación comunitaria. Conforme a los títulos de los capítulos, el documento ampara
20
los siguientes derechos de los ciudadanos y residentes de la Unión:
− Dignidad (dignidad humana, derecho a la vida y a la integridad de la persona,
prohibición de la tortura y de las penas o los tratos inhumanos o degradantes,
prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado).
− Libertad (derechos a la libertad y a la seguridad, respeto de la vida privada y
familiar, protección de los datos de carácter personal, derecho a contraer matrimonio
y a fundar una familia, libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, de
expresión e información, de reunión y asociación, de las artes y de las ciencias,
derecho a la educación, libertad profesional y derecho a trabajar, libertad de
empresa, derecho a la propiedad, derecho de asilo, protección en caso de
devolución, expulsión y extradición).
− Igualdad (igualdad ante la ley, diversidad cultural, religiosa y lingüística, igualdad
entre hombres y mujeres, derechos del menor, derechos de las personas mayores,
integración de las personas discapacitadas).
− Solidaridad (derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la
empresa, derecho de negociación y de acción colectiva, de acceso a los servicios de
colocación, protección en caso de despido injustificado, condiciones de trabajo
justas y equitativas, prohibición del trabajo infantil y protección de los jóvenes en el
trabajo, vida familiar y vida profesional, seguridad social y ayuda social, protección
de la salud, acceso a los servicios de interés económico general, protección del
medio ambiente, protección de los consumidores).
− Ciudadanía (derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento
Europeo y en las elecciones municipales, derecho a una buena administración,
derecho de acceso a los documentos, Defensor del Pueblo Europeo, derecho de
petición, libertad de circulación y de residencia, protección diplomática y consular).
− Justicia (derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial, presunción de
inocencia y derechos de la defensa, principios de legalidad y de proporcionalidad de
los delitos y las penas, derecho a no ser acusado o condenado penalmente dos veces
por el mismo delito).
En una década como fue la primera del siglo XXI, en la que la UE se enfrentó a
crecientes dificultades de funcionamiento y de voluntad política de avance, la Carta de
21
los Derechos Fundamentales marcó un hito sumamente positivo en su desarrollo,
al consolidar los fundamentos de democracia, igualdad y solidaridad como
inherentes al conjunto de las sociedades europeas y exigibles a cualquier institución
o persona presentes en el territorio de la Unión.
22

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Cambios en el Parlamento Europeo 1994-2004

  • 1. TEMA 9. DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE 1. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1994-2004 El órgano asambleario de las Comunidades Europeas constituía, tradicionalmente, el ejemplo más relevante del «déficit democrático» que los críticos atribuían a las instituciones comunitarias. Aunque en sucesivas reformas el Parlamento de Estrasburgo había adquirido un cierto control sobre el Presupuesto comunitario y sus opiniones debían ser estudiadas por el Consejo de Ministros, y a pesar de que su elección por sufragio universal desde 1979 había implicado una mayor representatividad ante la ciudadanía, seguía siendo un organismo con escasa influencia en la política de las Comunidades. El hecho de que los federalistas se mostraran muy activos en el Parlamento llevaba a los gobiernos europeos a atemperar un tanto sus propósitos de impulsar, a través de él, un auténtico poder legislativo supranacional. Hasta el Acta Única de 1986, la Eurocámara se había limitado prácticamente a adoptar declaraciones, a realizar propuestas al Consejo de Ministros y a la Comisión y a manifestar su «opinión conforme» en temas como la admisión de nuevos miembros, la asociación con estados extracomunitarios, la creación y ejecución de fondos estructurales y de cohesión, o el nombramiento del presidente de la Comisión Europea. Su único poder real era la posibilidad de hacer caer a la Comisión con un voto de censura y el control de algunos capítulos reglamentarios del gasto comunitario, los llamados recursos propios, con exclusión de los destinados a la PAC. Con la introducción del sufragio universal se dotó al Parlamento de un cierto poder de decisión legislativa, que el Acta Única fijó a través del mecanismo de cooperación con el Consejo de Ministros. Las resoluciones de este debían ser estudiadas por la Cámara parlamentaria, que podía devolverlas con enmiendas. En tal caso, el Consejo debía proceder a un nuevo estudio, pero eran los ministros quienes tenían la última palabra, incluso para rechazar las objeciones de los eurodiputados. El Tratado de Maastricht, y luego el de Ámsterdam, ampliaron los ámbitos normativos donde era necesaria la cooperación entre Parlamento y Consejo en cuestiones como el mercado interior, la libertad de circulación y de establecimiento, la aproximación de las legislaciones nacionales, las políticas medioambientales, la 1
  • 2. educación, la cultura, o la sanidad, aunque sin abordar cuestiones fundamentales, como la PAC, la política exterior o la propia revisión de los tratados comunitarios. Y para reforzar el papel de la Asamblea parlamentaria se introdujo el procedimiento de codecisión legislativa. En adelante, el Consejo de Ministros no podría desoír las enmiendas del Parlamento a sus reglamentos, decisiones y directivas en aquellos ámbitos en los que el organismo parlamentario ejercía la codecisión con el Consejo. En caso de que la Cámara, por mayoría absoluta, rechazase el texto remitido por el Consejo, ambos organismos estaban obligados a integrar una comisión de conciliación que negociaba un acuerdo. Pero, ahora, sin la aprobación de la mayoría absoluta del Parlamento, las normas objeto de debate no podrían ser adoptadas por la Comunidad. De este modo, el órgano parlamentario de la UE amplió su actuación sobre el Consejo y la Comisión mediante cuatro procedimientos obligatorios de rango progresivo: − La consulta. − La opinión conforme. − La cooperación. − La codecisión legislativa. Pero en todos ellos, sobre todo en los tres primeros, siguió teniendo una capacidad de iniciativa y de decisión muy limitada por los intereses y los puntos de vista del Consejo de Ministros y, por lo tanto, de los Ejecutivos de los países miembros. Y, lo que era aún más significativo, los jefes de Estado y de Gobierno mantuvieron en Maastricht y Ámsterdam su negativa a que fuese el Parlamento Europeo quien asumiera el protagonismo en la elaboración, aprobación o modificación de los tratados constituyentes que iban jalonando la integración continental. 1.1. De la izquierda a la derecha En el decenio que transcurre entre 1994 y 2004, el Parlamento Europeo vivió un cambio político que se correspondía a tendencias crecientemente manifiestas en el electorado de los países de la UE. Primero, la disminución de la presencia de la socialdemocracia en el conjunto de los gobiernos y parlamentos, propiciada en 2
  • 3. buena medida por el desgaste de unos gobiernos de centro-izquierda en crecientes dificultades para sostener los logros del Estado de bienestar ante los criterios restrictivos de la convergencia monetaria, por la pérdida de los referentes de izquierda frente a la «tercera vía», de inspiración liberal, que asumieron muchos partidos socialistas en estos años —lo que llevó a la ruptura de la poderosa socialdemocracia alemana— o por el avance del neoliberalismo como doctrina de referencia en la construcción europea. Y al tiempo, la decadencia, como referente de la derecha europea, de la antaño hegemónica democracia cristiana, en beneficio de formulaciones más derechistas, como el neoconservadurismo, de raíces thatcherianas, cada vez más influyente en el Partido Popular Europeo y vinculado al fenómeno «neocon» de la extrema derecha norteamericana; como el nacionalismo radical, con modelos en el Frente Nacional francés y el Partido de la Libertad austríaco; o como el populismo, de escasa fundamentación ideológica y cuya más conocida encarnación en estos años fue Forza Italia, el grupo que presidía el empresario de la comunicación Silvio Berlusconi. Cuando el Consejo Europeo aprobó el Tratado de Maastricht, estas tendencias electorales, que apenas apuntaban, favorecían ya un cambio significativo en la composición de los grupos parlamentarios de Estrasburgo: el progresivo agrupamiento de la derecha y el centro derecha. Al comienzo de la legislatura, en 1989, el Grupo Socialista contaba con 180 diputados, el 34, 7% de los escaños. En 1992 eran 179. Pero, en el mismo plazo, el Partido Popular, de origen democristiano pero que incorporaba a diputados conservadores y liberales, había pasado de 121 a 162 diputados, es decir, del 23,3 al 31,3% de los escaños. Como el Parlamento seguía teniendo 518 diputados, el crecimiento del PPE se había producido a costa del grupo de independientes y de otros grupos derechistas, como el Grupo Liberal y Demócrata, los Demócratas Europeos o las Derechas Europeas, tres grupos parlamentarios que habían pasado de reunir un centenar de diputados a tan sólo ochenta. Si la Cámara de 1989 tenía 518 escaños, la de 1994, con el mismo número de países, tenía 567. La gran beneficiaría de la ampliación era la República Federal Alemana, cuya población había crecido considerablemente tras la incorporación de la RDA: pasaba de 81 a 99 eurodiputados. Los otros tres grandes, Francia, Italia y el Reino Unido, crecían menos, de 81 a 87. España pasaba de 60 a 64 y Holanda, de 25 a 31. Entre los países menos poblados, Bélgica, Portugal y Grecia sólo ganaban un escaño, de 3
  • 4. 24 a 25, y mantenían su representación Dinamarca (16), Irlanda (15) y Luxemburgo (6). En las elecciones 9 y 12 de julio de 1994, se mantuvo la tendencia a la bajada de la participación. Si cinco años antes había votado el 58,5% del censo, ahora lo hizo el 56,8, aunque con grandes diferencias entre países, que iban desde aquellos con voto obligatorio —Bélgica, 90,7%, Luxemburgo, 88, 5, Italia, 74,8— hasta el 35,5% de Portugal, o el 35,6 de Holanda. Siguiendo las directrices trazadas por el Tratado de Maastricht, el Parlamento de 1994 reforzó la tendencia a acoger partidos «europeos» estables, en los que se integraban organizaciones nacionales más allá de su mera coalición en grupos parlamentarios cada legislatura. Así, la Confederación de Partidos Socialistas se transformó ya en 1992 en el Partido de los Socialistas Europeos, que en la legislatura de 1994 se mantuvo como principal grupo de la Cámara, con 198 diputados. El Partido Popular Europeo le seguía de cerca con 157 escaños, mientras que los liberales y demócratas, el tercer grupo de la Cámara pero en franco retroceso frente al PPE, sólo alcanzaban los 43. Sin embargo, los ecos de la traumática ratificación de Maastricht se manifestaron en un significativo crecimiento de la derecha nacionalista, no necesariamente euroescéptica, representada sobre todo por dos grupos: Forza Europa, integrado por los diputados de la Forza Italia de Berlusconi, y la Alianza de los Demócratas Europeos, que encabezaban los neogaullistas de Jacques Chirac. En el verano de 1995, ambos grupos se fusionaron en la Unión por Europa, que con sus 53 diputados se convirtió en la tercera fuerza del Parlamento, desplazando a los liberales. Seguían, con 19 diputados, los liberal-radicales italianos y franceses, unidos en el grupo Alianza Radical Europea, con 19 escaños, y otros tantos tenía la Europa de las Naciones, grupo integrado por los euroescépticos daneses, franceses y holandeses. En conjunto, la Eurocámara había alcanzado un cierto equilibrio, con 272 diputados adscritos a grupos de derecha y centro-derecha y 268 a grupos de izquierda y centro-izquierda. Ello se recogió en el perfil de sus dos presidentes a lo largo de la legislatura: el socialdemócrata alemán Klaus Hänsch, entre 1994 y 1997, y el democristiano español José María Gil- Robles, miembro del Partido Popular, entre 1997 y 1999. Una vez más, sin embargo, la composición del Parlamento Europeo fue alterada, en mitad de una legislatura, por la incorporación de nuevos miembros. En este caso, el ingreso de Austria, Finlandia y Suecia obligó, en 1995, a ampliar hasta 626 el número de escaños de la Cámara, a la que 4
  • 5. los tres países enviaron representantes de sus parlamentos nacionales. Luego celebraron elecciones parciales. En Suecia, el 17 de septiembre de ese año, ganaron los socialdemócratas, con 7 diputados, seguidos de los 5 del Partido Moderado, socio local del Partido Popular Europeo. Finlandia y Austria celebraron sus comicios en octubre de 1996. En la primera, quedaron empatados, con cuatro diputados, los socialdemócratas, la derechista Coalición Nacional y el liberal Partido del Centro. En Austria el triunfo fue para el Partido Popular, con siete diputados, seguido por los seis de los socialdemócratas y otros tantos del ultraderechista Partido de la Libertad. Las elecciones celebradas los días 10, 11 y 13 de junio de 1999, fueron las primeras generales de la Europa de los Quince. Y también las últimas, ya que se aproximaba la gran ampliación a la Europa del Este. El porcentaje de participación siguió cayendo hasta el punto de que, por primera vez, la abstención, con un 50,2, superó a los votos emitidos. Nuevamente, el electorado acudió en forma masiva donde el voto era obligatorio, sobre todo en la muy europeísta Bélgica, donde subió al 91 por ciento del censo. Esta vez fueron los británicos, con el 24 por ciento de participación, los que se situaron a la cola y los tres nuevos miembros contribuyeron con porcentajes situados por debajo de la media: un 38,8 por ciento los suecos, un 49,5 los austriacos y un 31,4 los finlandeses. Una de las razones que se dieron para explicar este decaimiento del entusiasmo europeísta fueron los escándalos que entonces afectaban a la Comisión Europea por el mal uso del Presupuesto comunitario y que habían forzado la dimisión de su presidente, el luxemburgués Jacques Santer, el 15 de marzo. Las elecciones de 1999 propiciaron un más que simbólico vuelco en la orientación del Parlamento. Por primera vez en su historia, el Partido Popular Europeo superó a los socialistas, con 233 escaños frente a 180, aunque buena parte de este crecimiento se debía a la adhesión de los seguidores de Chirac y Berlusconi, tras su salida del grupo Unión por Europa. Ello diluyó aún más el primitivo color democristiano y centrista del PPE, que reconoció la creciente influencia de la derecha conservadora en su seno cambiando el nombre de su grupo parlamentario a Partido Popular Europeo- Demócratas Europeos (PPE-DE). El grupo Liberal y Demócrata tenia 50 escaños; 48 los Verdes; Izquierda Unida Europea, 42; y el sector de los conservadores nacionalistas de la Unión por Europa que no se habían integrado en el PPE, especialmente las italianas Alianza Nacional y Liga Norte formaban la Unión por la 5
  • 6. Europa de las Naciones, con 31 diputados; la derecha euroescéptica, agrupada en la Europa de las Democracias y las Diversidades, tenían 16; y los independientes y no inscritos eran 26. En las dos legislaturas del Parlamento Europeo de 1994-99 y 1999-2004, los electores siguieron apoyando, aunque cada vez con menor fuerza, a las ideologías moderadas, la socialdemocracia y la democracia cristiana, que habían asumido desde el comienzo los roles fundamentales en la integración continental. Crecían los conservadores, mantenían sus pequeñas representaciones liberales y comunistas, y se había producido el ascenso, ciertamente modesto, de los ecologistas y la práctica desaparición de una opción neofascista manifiesta. Pero en el horizonte de la primera década del siglo XXI estaba la mayor ampliación de miembros de la historia de la Unión. Los países de la Europa del Este, concluyendo, o apenas concluidas sus transiciones desde las dictaduras de partido único, eran una incógnita electoral que podía condicionar el futuro rumbo de la Asamblea de Estrasburgo. 2. LA GRAN AMPLIACIÓN DE 2004-2007 El colapso del sistema comunista en los estados de la Europa del Este, consecuencia de una prolongada crisis económica y social, pero producido en escasos meses durante el otoño de 1989 y el invierno siguiente, colocó a la Unión Europea ante el reto de expandir sus fronteras hacia los países que pasaron a denominarse Países de la Europa Central y Oriental (PECO). Los miembros de la Unión Europea, y sobre todo sus mercados financieros, fueron muy rápidos a la hora de asumir un verdadero protagonismo en la reconversión a las estructuras del capitalismo liberal de unas economías comunistas basadas en el monopolio de un sector público que en los últimos años se había mostrado crecientemente incapaz de mantener los niveles de protección social igualitaria que habían justificado su existencia, y la de las dictaduras de partido único que lo amparaban. Los gestores de la UE esperaban que, al final de una dura reconversión, estos países alcanzaran unas condiciones políticas, sociales y económicas que les acercasen a los de la Europa occidental. Y eran conscientes de que el estímulo fundamental para lograr esos estándares era la promesa de que entonces podrían ingresar en las estructuras 6
  • 7. internacionales —la UE, la OTAN— que sus poblaciones identificaban con las libertades políticas y la sociedad de consumo de Occidente. A partir de 1995, con las primeras solicitudes de adhesión de los PECO, el asunto se volvió acuciante. Pero no sería hasta una década después, en 2004 y 2007, cuando el proceso de integración europea viviese la mayor adhesión colectiva de su historia, dirigida tanto hacia el Este como hacia el Sur del territorio comunitario. 2.1. El flanco mediterráneo Un problema fundamental era definir a Europa a fin de fijar los límites territoriales de la integración continental. El artículo 23 del Tratado de Roma establecía que podía ser miembro de la CEE «todo Estado europeo». Esta cuestión había sido obviada durante mucho tiempo con el subterfugio alternativo de la «asociación» económica para lo que se consideraba la periferia continental. Hasta que, enfrentada a un futuro aluvión de solicitudes de adhesión plena, la Comisión Europea elaboró un documento al efecto en 1992. Pero era tan ecléctico en su afán por no cerrar puertas, ni abrirlas demasiado, que, en realidad, no aclaraba nada. Puestos a distinguir lo europeo de lo no europeo, el argumento geográfico parecía el más sencillo. Había sido fácil rechazar la candidatura a la adhesión de Marruecos, que no posee un centímetro cuadrado de suelo europeo. Pero por los tiempos de la caída del Muro, este argumento dejó de ser tan claro cuando tres «asociados» mediterráneos, Chipre, Malta y Turquía solicitaron formalmente su adhesión a la UE. Los dos primeros tardaron más de una década en lograrlo y el tercero permanece todavía a la espera. a). Desde el punto de vista exclusivamente territorial, Chipre, una isla cercana a la costa libanesa, es menos europea que los países del Magreb, situados a escasos kilómetros de la Europa meridional. La pertenencia de la mayoría de los chipriotas al ámbito cultural e histórico heleno convirtió al Estado insular, que poseía un acuerdo de asociación con la CEE desde 1972, en un firme candidato a la adhesión, que solicitó formalmente en 1990. Bruselas, enfrentada al problema de la ocupación militar turca de la zona norte de la isla, se tomó su tiempo: hasta 1998 no se iniciaron las negociaciones, en el entendimiento de que el Ejecutivo chipriota 7
  • 8. negociaría la reunificación con el sedicente Gobierno establecido en la zona bajo dominio turco. Con el amparo de la ONU, greco-chipriotas y turco-chipriotas conversaron en torno a la apertura de la «línea verde» administrada por Naciones Unidas, que separaba sus territorios desde la invasión otomana de 1974. En 2000, el secretario general de la ONU, Kofi Annan, propuso un plan de paz para constituir un Estado federal y la candidatura chipriota a la UE cobró renovado impulso. Pero cuando culminó el plazo para la unificación, en 2003, las dos comunidades no habían llegado a un acuerdo. Por lo tanto, en mayo del año siguiente, cuando Chipre ingresó en la Unión con otros nueve países, lo hizo sólo la mitad greco- chipriota, la que la comunidad internacional reconocía como Estado legítimo. b). El pequeño archipiélago de Malta poseía una europeidad incuestionable, pero había heredado el alto grado de euroescepticismo de la metrópoli británica. Como en Chipre, el Gobierno maltés presentó la solicitud de adhesión en 1990 y cinco años después Bruselas acordó el inicio de las conversaciones. Pero las elecciones de 1996 llevaron al poder a los laboristas, que congelaron la solicitud durante un par de años, hasta que, vuelto al poder el conservador Partido Nacionalista, se reactivó el proceso. Iniciadas las conversaciones en febrero de 2000, culminaron dos años después con el acuerdo del Consejo Europeo de Copenhague. Quedaba el trámite del referéndum de marzo de 2003 que, ante los recelos del electorado laboristas, arrojó un resultado muy ajustado, con un 53, 6% de votos favorables. Finalmente, Malta se incorporó a la UE en la gran ampliación del 1 de mayo de 2004. c). En cuanto a Turquía, un país con sólo una pequeña porción territorial en suelo europeo, había sido uno de los primeros estados asociados al Marcado Común. En 1987, Ankara presentó formalmente su solicitud de adhesión, que fue aceptada para su estudio. Sin embargo, había motivaciones culturales, religiosas, sociales, económicas, que movían a grandes sectores de las sociedades europeas a cuestionar la pertinencia de la incorporación de Turquía como miembro pleno de la CEE, en la que pasaría a ser el segundo Estado más poblado. Este debate se mantuvo vivo durante muchos años. Turquía, relevante socio de la OTAN y estrecho aliado de los Estados Unidos, llevaba décadas aproximando su modelo político y socioeconómico al de la Europa occidental. Pero sus niveles de modernización eran aún claramente insuficientes, y el papel del Ejército como árbitro del sistema político, así como la persistencia de los patrones sociales 8
  • 9. islámicos frente a la teórica laicidad del Estado, marcaban serias divergencias con el modelo de la Europa comunitaria. Además, la represión armada del nacionalismo kurdo y la ocupación militar de la zona septentrional de Chipre constituían serios obstáculos a sus aspiraciones de adhesión a la Unión. Durante la última década del siglo XX, la candidatura turca sufrió avances y retrocesos en Bruselas. En diciembre de 1999, el Consejo Europeo de Helsinki declaró que «Turquía es un Estado candidato llamado a ingresar en la Unión atendiendo a los mismos criterios que se aplican a los demás estados candidatos». Parecía el avance definitivo para incluirla en la siguiente ampliación, que tuvo lugar en 2004. El triunfo en las elecciones parlamentarias de 2002 del Partido de la Justicia y el Desarrollo, un partido confesional, sembró el recelo en las sociedades europeas occidentales, que asistían alarmadas al crecimiento de la presión islamista en el seno de sus propias minorías musulmanas. El proceso de adhesión, pues, se ralentizó, aunque en 2004 Turquía llegó a firmar el Tratado Constitucional de la UE, como candidato próximo al ingreso. Pero ese mismo año, el líder islamista turco Recep Erdogan llegó a la jefatura del Gobierno lo que, aunque su Gabinete adoptó, por lo menos en sus primeros años, una línea democrática y de clara apuesta europeísta, incrementó las resistencias a la adhesión turca en el seno de la UE, especialmente activas en Grecia, Chipre y Bulgaria, estados comunitarios con contenciosos con Ankara. La crisis económica mundial iniciada en 2008, que representó un duro golpe para las políticas de cohesión comunitaria, alejó aún más la culminación del proceso de incorporación de Turquía, añadida ahora a un nuevo paquete de candidatos con Croacia, Macedonia, Montenegro e Islandia. 2.2. El ingreso de los PECO Tanto Malta como Chipre poseían democracias parlamentarias y economías situadas dentro del modelo capitalista. La UE podía acogerlos sin grandes transformaciones estructurales, con una inyección de fondos comunitarios relativamente pequeña para modernizar sus administraciones públicas y su pequeño aparato productivo. Pero no sucedía lo mismo con los PECO, los países que integrarán hasta 1989 el llamado bloque comunista. Al igual que una década antes con Portugal y España, para Bruselas resultaba evidente la necesidad de integrarlos en la Unión 9
  • 10. para garantizar su estabilidad democrática, una vez cubiertas las transiciones hacia el pluralismo político y la economía de mercado. Pero había un par de incógnitas a despejar, que condicionaban la planificación del proceso. En primer lugar, los ritmos de esas transiciones. Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia y, en menor medida, los tres estados bálticos eran candidatos a figurar en cabeza de la integración. Rumania, Bulgaria y Albania, más pobres y con estados menos eficientes, planteaban problemas mayores. Y en Eslovenia, Croacia, la Federación Yugoslava, Bosnia y Macedonia, los cinco estados herederos de la Yugoslavia destruida por las guerras de 1990-1995, las transiciones, con la excepción de la eslovena, resultaban muy lentas o ya eran fallidas en algún aspecto fundamental. Por otra parte, Rusia, que se recuperaba lentamente del hundimiento de la URSS, reagrupaba bajo su hegemonía a la mayor parte de las antiguas repúblicas soviéticas en una Comunidad de Estados Independientes (CEI) dentro de la cual resultarían difíciles los gestos de acercamiento a la Unión Europea. Pese a estas grandes diferencias nacionales, el ingreso de los PECO en la Unión se realizó en dos fases sucesivas, aunque en algún momento coincidieron. 1) En una primera fase, durante las transiciones a la democracia parlamentaria y al capitalismo de mercado, la Comunidad Europea prestó ayuda financiera y asesoramiento para la democratización política, la modernización administrativa y la reconversión económica. Al tiempo, estimulaba la formación de asociaciones regionales de países y, con la vista puesta en evitar una posible recuperación del ámbito de influencia de Rusia, les facilitaba el ingreso en algunos organismos especializados, como la Unión Europea Occidental o la OTAN. Aunque había sido bastante limitada, la tradición de cooperación de los países excomunistas a través del CAME facilitó una concertación regional tutelada por la CEE/UE. En febrero de 1991, Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría constituyeron el Grupo de Visegrado, o V4, en la ciudad húngara del mismo nombre, a fin de concertar sus políticas hacia el ingreso en el Consejo de Europa, la Unión Europea, y la OTAN. Entre 1991 y 2000, los países de Visegrado y luego el resto de los PECO fueron firmando acuerdos europeos individuales de asociación con la UE, al tiempo que solicitaban su pleno ingreso en la Unión. 10
  • 11. Un elemento fundamental de integración, no vinculado a la UE, fue la Alianza Atlántica. Los recelos rusos respecto a una expansión de la Alianza hacia el Este no bastaron para frenar el entusiasmo atlantista de Polonia, Chequia y Hungría, que en 1994 pasaron a ser asociados de la OTAN a través del Consejo de Asociación Euro-atlántico y la Alianza para la Paz, primera fase del proceso de adhesión plena que concluyó en marzo de 1999. En marzo de 2004 se incorporaron a la Alianza Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania y Bulgaria, estados todos incluidos en la gran ampliación de la UE de 2004-2007. Al tiempo que animaba las radicales transformaciones en el interior de los PECO, la Comunidad Europea puso en marcha para ellos tres programas distintos de ayuda, vinculados mediante las llamadas «asociaciones de preadhesión», diseñadas específicamente para cada país candidato y que en 2001 consumían más de 3.200 millones de euros anuales, el 3,4% del presupuesto comunitario. − En diciembre de 1989 se creó el Programa de cooperación PHARE (Polonia- Hungría: Ayuda a la Reestructuración Económica), destinado a asesorar la política masiva de privatizaciones, pero también a financiar proyectos educativos y de investigación y desarrollo. En junio de 1993, el Consejo Europeo de Copenhague abrió el PHARE a otros países de la región, hasta un total de once nuevas incorporaciones, con la vista puesta tanto en la adaptación de los sistemas económicos y en la reforma de las administraciones como en la preparación de las candidaturas al ingreso en la UE. Finalmente, con la Agenda 2000 de la Comisión Europea (1997), el PHARE se trasformó en un fondo de tipo estructural, recibió una inyección masiva de dinero y nuevas tareas, entre ellas la vigilancia de las reformas internas de los estados candidatos y la cooperación a la reconstrucción de los países de la antigua Yugoslavia. − El Instrumento Estructural de Preadhesión para las infraestructuras y el medioambiente (ISPA) era un programa de algo más de mil millones de euros, destinado a inversiones en los ámbitos de los sistemas de transporte y la protección medioambiental. − El Programa de Ajuste Estructural para la Agricultura y el Desarrollo Rural (SAPARD), con unos 500 millones anuales para proyectos seleccionados por los países candidatos. 11
  • 12. 2) La segunda fase en la aproximación de los PECO a la UE fue la de las negociaciones de adhesión. Al tiempo que suscribía los «acuerdos europeos» con el Grupo de Visegrado y lanzaba los tres grandes programas de ayuda a los PECO, la Unión se preparaba para recibirlos en su seno. El 22 de junio de 1993, el Consejo Europeo de Copenhague acordó admitir como candidatos a los países que lo solicitaran. No se les exigiría, para ingresar, el cumplimiento de los estrictos criterios de Maastricht sobre la unión económica y monetaria, sino otros más generales, que se conocieron como los criterios de adhesión, o criterios de Copenhague: − Ser una democracia pluralista y estable, respetuosa del Estado de derecho, de los derechos humanos y de la protección de las minorías. − Poseer una economía social de mercado, con predominio del sector privado y capaz de competir eficazmente en los mercados comunitarios. − Aceptar las reglas y objetivos comunes de los países de la Unión Europea, adaptando el sistema legal propio a las normas comunitarias. Estas políticas fueron regularizadas por el Consejo Europeo de Essen, en diciembre de 1994, que estableció la llamada «estrategia de preadhesión». A partir de aquí, la cronología del proceso se extendió a lo largo de más de una década, aunque luego permanecería abierto para la «tercera generación» de candidatos. En 1994, Polonia y Hungría abrieron el camino comunicando oficialmente su voluntad de ingresar en la UE y al año siguiente ambas solicitaron la apertura de negociaciones para adhesión, lo que en 1996 también hicieron Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Rumania, Chequia y Eslovaquia. Tal cantidad de solicitudes planteaba un reto fundamental: si se aplicaban a los nuevos socios, con economías muy por debajo de la media comunitaria, los criterios habituales de ayuda y cohesión, los fondos presupuestarios de la UE serían insuficientes para mantener el sistema en un plazo brevísimo. La Comisión Europea preparó, en julio de 1997, la Agenda 2000, que establecía los criterios presupuestarios para la ampliación durante el período 2000-2006 y que fue aceptada, con ligeras correcciones, por el Parlamento y el Consejo de Ministros. La Agenda, que también modificaba aspectos financieros de la PAC y de los fondos 12
  • 13. estructurales y de cohesión, establecía la obligación de que los nuevos miembros asumieran plenamente la vinculación a las instituciones y normativa de la Comunidad Europea, a cambio de lo cual esta planificaría, mediante una «estrategia de preadhesión», las transformaciones estructurales de los países aspirantes y destinaría para ellas cuantiosos fondos de su presupuesto. Pero la Comisión no preveía un aumento de las partidas de ingresos presupuestarios, sino que mantenía el modelo establecido en 1988 por el llamado paquete Delors, que suponía el 1,27% del PIB de los países miembros. Como los nuevos socios tenían un PIB inferior a la media, y requerirían una masiva aplicación de fondos estructurales y de cohesión, ello significaba que de no ampliarse el presupuesto —a lo que se negaban los gobiernos y no contemplaba la Comisión— países beneficiarios como España pasarían a ser contribuyentes netos de los fondos. No hubo, sin embargo, resistencias a la Agenda 2000, dada la general aceptación del principio de solidaridad con el que los miembros de la UE se conducían respecto a los PECO. El 17 de abril de 1996, el Parlamento Europeo aprobó una resolución afirmando la necesidad de iniciar simultáneamente consultas con todos los PECO que hayan solicitado la adhesión a la Unión, aunque luego la duración de las negociaciones de adhesión variasen en cada país. Esto último era imprescindible, dada la diferencia de puntos de partida, de ritmos de avance e incluso de voluntad europeísta entre los candidatos. Así lo tuvo que admitir el Consejo Europeo, que estableció dos velocidades de ingreso, a las que incorporó a los postulantes según su nivel durante la preadhesión. Los más avanzados integraron el Grupo de Luxemburgo (Chequia, Eslovenia, Hungría y Polonia, más Chipre), establecido por el Consejo Europeo en su cita luxemburguesa de diciembre de 1997. Y hasta diciembre de 1999 no dio luz verde a los más atrasados, el Grupo de Helsinki (Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia, más Malta, que había detenido su proceso durante un par de años). Sin embargo, durante las negociaciones se comprobó que sólo Bulgaria y Rumania mantenían un considerable retraso en las adaptaciones estructurales, por lo que quedaron relegadas mientras los otros cuatro miembros del Grupo de Helsinki avanzaban a la primera fila. Con la totalidad de los aspirantes negociando individualmente, el Consejo Europeo 13
  • 14. celebrado en Copenhague en diciembre de 2002, dio luz verde al ingreso en la UE de Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia, junto con Malta y Chipre. Meses después, el Tratado de Niza permitió adaptar las estructuras de la CE a la futura Europa de los 27. A partir de ese momento, los pasos fueron muy rápidos. En enero de 2003, los diez estados integrantes del primer paquete de adhesiones se incorporaron al Espacio Económico Europeo —que confirmó así su condición de antesala del ingreso en la UE— y el 16 de abril firmaron el Acta de adhesión a la Unión en Atenas. Los referendos populares convocados por los gobiernos mostraron un gran entusiasmo europeísta, fomentado sin duda por las enormes expectativas de progreso material. Despejado así el camino, el 1 de mayo de 2004 se hizo efectivo el ingreso de los diez nuevos miembros en la Unión Europea. Por su parte, Rumania y Bulgaria formaban un segundo paquete de adhesiones. Habían quedado relegadas por su mayor atraso económico y, sobre todo, por sus dificultades para cumplir los criterios de Copenhague, en especial por el altísimo nivel de corrupción de la vida pública, heredado de las dictaduras comunistas, pero incrementado durante las transiciones al capitalismo. No obstante, prevaleció el empeño en acoger a las nuevas democracias y Bucarest y Sofía obtuvieron el visto bueno del Consejo Europeo a su ingreso en junio de 2004, aunque bajo severas condiciones de control comunitario sobre las reformas políticas, económicas y judiciales, que incluían su exclusión del espacio Schengen. Ambos países firmaron sus actas en Luxemburgo, el 25 de abril de 2005, para integrarse plenamente en la UE el 1 de enero de 2007. Las ampliaciones de 2004 y 2007 obligaron a realizar serios reajustes en las estructuras comunitarias, tal y como había previsto el Tratado de Niza. Como sucedía con cada ampliación, hubo que dar acceso a los nuevos miembros al Parlamento, la Comisión y el Consejo de Ministros, así como acomodar a funcionarios de sus nacionalidades en la compleja estructura burocrática comunitaria. Si la Comisión Prodi (1999-2004) tenía 21 comisarios, la primera Comisión Barroso (2004-2010) contaba con 27, uno por país miembro. En cuanto al Parlamento, pasó de 626 diputados en 1999 a 732 en 2007. Aunque la adaptación de las legislaciones nacionales y de los sistemas económicos de los PECO se había realizado a buen ritmo durante década y media, la virtual 14
  • 15. duplicación del número de socios en tan sólo tres años desató no pocos temores entre las sociedades de la Europa occidental. Ello se hizo especialmente patente en la cuestión de la libre circulación de personas, uno de los aspectos fundamentales de la Europa de los Ciudadanos. En 2004 fueron varios los estados comunitarios que establecieron cortapisas, con la vista puesta en un mínimo control de flujos migratorios de los PECO, por cuestiones de seguridad y de estabilidad del mercado laboral en el interior de sus fronteras. Austria y Alemania, por ejemplo, implantaron cuotas según sus necesidades de mano de obra. Bélgica, España o Grecia decretaron una moratoria de dos años y otros, como Holanda y Portugal, fijaron cantidades anuales de inmigración laboral. En 2007, la entrada de Bulgaria y de Rumania, países con estándares socioeconómicos más bajos que los de sus vecinos, disparó aún más los reflejos de autodefensa frente a una posible inmigración masiva: hasta 15 estados pusieron serias restricciones a la libre residencia de los ciudadanos de ambos países, restricciones que se extenderían hasta el año 2014. 3. EL TRATADO DE NIZA Cuando, en 1997, los miembros de la UE suscribieron el Tratado de Ámsterdam para completar el Tratado de la Unión Europea, eran conscientes de que estaban realizando una mera reforma de las estructuras ya existentes, pero que la entrada en masa de los PECO obligaría, más pronto que tarde, a una nueva adaptación del modelo comunitario. Estaba por determinar, por ejemplo, qué porcentaje del presupuesto comunitario se destinaría a los fondos de preadhesión y cómo el cambio de destino de los fondos de cohesión y desarrollo hacia los nuevos miembros afectaría a otros que, hasta entonces, eran beneficiarios netos. Igualmente, habría que definir el porcentaje de presencia de los recién llegados en el Parlamento, el Consejo de Ministros, la Comisión y las restantes instituciones comunitarias. El Consejo Europeo de Colonia, reunido en junio de 1999, constató que lo establecido en Ámsterdam no solucionaba los nuevos problemas y decidió afrontar el reto mediante la convocatoria de una CIG, que a lo largo del año siguiente estudiase una segunda modificación del TUE. Una vez más, se enfrentaron las posturas de quienes querían promover una reforma a fondo, que permitiese a la UE avanzar por la vía del federalismo político, y quienes buscaban sólo mejorar algunos aspectos funcionales de 15
  • 16. Maastricht y Ámsterdam. Y, una vez más, se impusieron estos últimos, con el argumento de que la reconversión monetaria al euro, entonces en marcha, y la próxima adhesión de una decena de países aconsejaban retrasar las reformas de gran calado. La Conferencia Intergubernamental trabajó a lo largo del año 2000 sobre los restos de Ámsterdam, las cuestiones que habían quedado mal resueltas con el Tratado. Tales eran la modificación del número de miembros de la Comisión y su proporcionalidad nacional; la introducción de la «doble mayoría» en la aplicación de la mayoría cualificada en el Consejo de Ministros, a fin de que se considerase el número de estados y la población de los mismos; o la formación de agrupaciones de intereses por países en el seno de la UE mediante la llamada «cooperación reforzada». Con las conclusiones de la CIG, la Comisión Europea elaboró una propuesta de nuevo Tratado para someter al Consejo Europeo, que tenía previsto reunirse a finales de año en Niza. Como los debates de la CIG habían puesto de manifiesto, el punto crucial del Tratado, de enorme importancia política, sería la cuestión del voto ponderado en el Consejo de Ministros, el auténtico poder legislativo de la Unión. El consenso tan trabajosamente logrado entre los Doce, y luego los Quince, podía venirse abajo en cuanto entrase en juego, en 2004, la Europa de los Veinticinco. La mayoría de los nuevos socios eran países pequeños o poco poblados, pero su número, de no establecerse una prima sustancial al peso demográfico de cada estado, podía condicionar las votaciones del Consejo, incluso por la simple capacidad de formar minorías de bloqueo frente a la prevalencia de los estados «grandes». Y no sólo es que estos últimos, Alemania, Francia, el Reino Unido e Italia, exigieran esa prima —aunque los franceses se oponían a que fuera estrictamente proporcional, ya que ello favorecería claramente a Alemania — sino que los dos mayores países «medianos», España y Polonia, esta última aún en fase de predahesión, reclamaban un trato similar. La propuesta conciliatoria de la Comisión Europea consistía en la doble votación: un voto simple por país en una primera ronda y un voto ponderado, por estricta proporcionalidad en la población, en la segunda. Las propuestas al Consejo sólo saldrían adelante si ganaban las dos votaciones. La Cumbre comunitaria de Niza, inaugurada el 7 de diciembre de 2000, puso de manifiesto lo mucho que se había avanzado en la aplicación de Maastricht, y la voluntad firme de los Quince en ampliar las fronteras comunitarias. Las modificaciones a los 16
  • 17. anteriores Tratados introducidas en Niza afectaban, básicamente, al primer pilar comunitario en sus aspectos institucionales, condicionados por las próximas adhesiones. Así, se decidió ampliar el Parlamento hasta los 736 escaños para acoger a los representantes de los nuevos socios. Respecto a la Comisión Europea, y para evitar su crecimiento desmedido, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España renunciarían a uno de sus dos puestos de comisario europeo, con lo que, a partir de 2007, habría 27 comisarías, una para cada país miembro. Y en cuanto al Tribunal de Justicia, al de Primera Instancia y al de Cuentas, se les dotaba de más medios con la creación de secciones especializadas, aunque el Consejo Europeo rechazó incluir en el Tratado la propuesta de una Fiscalía Europea. Como era de esperar, fue en la modificación de procedimientos de votación del Consejo de Ministros donde se produjeron las principales disensiones entre los gobiernos. La propuesta de la Comisión Europea, un mecanismo sencillo, no contentaba ni a los grandes, ni a los medianos, ni a los pequeños. Luego de tres días de debate, se llegó a una solución de compromiso, que tampoco satisfizo a nadie. Se aceptó, como proponía la Comisión, la doble mayoría, de países y de población. Pero las diferencias demográficas eran de tal calibre que, si se aplicaban tal cual, los seis países más poblados, con 348 millones de habitantes, frente a los 156 de los otros veintiún miembros, anularían cualquier porcentaje de votos de Luxemburgo, Malta o Chipre, que apenas superaban el medio millón de habitantes, o de Estonia y Eslovenia, que no llegaban a los dos. La solución que se admitió fue ponderar, mediante un mecanismo corrector que establecía el número de habitantes necesarios para cada voto en el Consejo en relación inversa a la población total del país. Cuando, tras un período transitorio, el 1 de noviembre de 2004 se ajustó el número de votos en el Consejo, los cuatro «grandes», con el 57,3% de la población de la UE, sumaban 164 votos y el resto 205. La mayoría cualificada se situaba en 232 votos, el 72,2% del total. Y tras la entrada de rumanos y búlgaros, la desproporción de votos aumentó a 164 frente a 229, cuando los cuatro países más poblados representaban aún el 53,5% del total. Aunque este sistema evitaba que se repitieran pactos de hegemonía, como el eje franco-alemán de los años sesenta, setenta y ochenta, se vendía mal a la opinión pública de los grandes estados, especialmente en la superpoblada Alemania. En 2008, un voto alemán en el Consejo de Ministros «costaba» casi tres millones de sus 17
  • 18. ciudadanos, y uno maltés, apenas cien mil. Y los principales beneficiados eran los dos «medianos», polacos y españoles que, con la mitad de habitantes que Alemania, tendrían 27 votos frente a los 29 del gigante germano. En cuanto al tema, aún más conflictivo, de la minoría de bloqueo, que obstaculizaba la mayoría cualificada, se estableció en 91 votos, o un grupo de estados que superase el 38,1 por ciento de la población de la Unión Europea. Con estos procedimientos, era fácil prever que el Consejo funcionaría con una permanente búsqueda de alianzas entre los gobiernos representados, que podía llegar a ser tan paralizante como lo fue la crisis de la silla vacía. El Tratado de Niza recogió la preocupación de los gobiernos comunitarios por el auge de la ultraderecha en varios países de la Unión, y también entre los PECO, donde la transición a la democracia había desatado, en casi todas partes, fuertes corrientes de nacionalismo, racismo y revisionismo histórico que amenazaban con multiplicar las tensiones en una región que acababa de vivir el sangriento conflicto yugoslavo. Los sucesivos tratados europeos no preveían respuestas a la llegada al poder, por la vía democrática, de una agrupación de tintes xenófobos o neonazis. No obstante, el asunto estaba sobre la mesa y se buscó solventar mediante el Tratado de Niza, cuyo primer artículo preveía que si se constaba la existencia de un riesgo claro de violación grave por parte de un Estado miembro de principios contemplados en el apartado 1 del artículo 6 (del TUE), se le dirigirán recomendaciones adecuadas. En caso de que persistiera la presencia ultraderechista en el Ejecutivo nacional, «el Consejo podrá decidir, por mayoría cualificada, que se suspendan determinados derechos derivados de la aplicación del presente Tratado al Estado miembro de que se trate, incluidos los derechos de voto del representante del gobierno de dicho Estado en el Consejo». En febrero de 2004, un grupo al que se atribuían tales características, el Partido de la Libertad (FPÖ), de Jörg Haider, entró en el Gobierno austriaco, tras triunfar en los comicios parlamentarios. Los restantes gobiernos de la UE se movilizaron para detener su progresión y el Consejo de Ministros acordó un régimen de sanciones contra Austria, destinadas a congelar su actividad en el seno de la Unión y a aislarla diplomáticamente. Pero, sin una fundamentación legal clara y con los socios comunitarios divididos al 18
  • 19. respecto, las sanciones fueron un fracaso y se levantaron a finales de año. El Tratado de Niza fue firmado por los representantes gubernamentales el 26 de febrero de 2001. Siguiendo una tradición ya arraigada, la ratificación estuvo en peligro. Catorce parlamentos nacionales ratificaron sin grandes problemas. Pero Irlanda convocó un referéndum popular. La Constitución irlandesa chocaba, una vez más, con el articulado de un tratado comunitario, ahora en cuestiones como la cooperación reforzada y la política de defensa común. Los ciudadanos irlandeses así lo entendieron y el 8 de junio, con una participación de sólo el 30% del censo, el 53,9% de los votantes dijeron «no» a Niza. El Gobierno tuvo que emplearse a fondo para convencer a la población, y el Parlamento de Dublín aprobó una enmienda a la Constitución autorizando expresamente la firma del Tratado. Finalmente, en un segundo referéndum celebrado el 20 de octubre de 2002, el 63% de los sufragios fueron favorables a la enmienda constitucional, tras lo que desapareció el obstáculo legal. Cumplidas todas las ratificaciones, el Tratado de Niza entró en vigor el 1 de febrero de 2003, a tiempo para preparar la entrada de diez nuevos países en la UE. Niza resultó uno de los avances más insatisfactorios en la historia de la integración europea y mereció críticas generalizadas. Para los federalistas, y en especial para sus representantes en el Parlamento, era excesivamente tecnocrático y suponía una nueva ocasión desaprovechada de avanzar hacia la supranacionalidad que requería una auténtica Unión Europea. La Comisión vio desechadas la mayoría de sus propuestas de refuerzo institucional, que los gobiernos contemplaban como una cesión de poder a los eurócratas. Entre los ejecutivos nacionales, la pugna por las votaciones en el Consejo de Ministros había abierto grandes brechas en la confianza mutua y algunos, sobre todo el francés, vieron fracasar el intento de mantener una PAC que protegiese a su agricultura frente a la libre irrupción de la producción más barata de los PECO, que contaban con el apoyo alemán. Si algo resultaba satisfactorio de Niza era que se había ajustado el procedimiento de ingreso en las instituciones de los nuevos socios y su papel en las políticas de la UE, culminando la planificación del Tratado de Ámsterdam. Pero todos admitían que, tras esta enésima reforma institucional, seguía pendiente el reto político de abandonar la estructura confederal y funcionalista, más difícil de manejar conforme se iba ampliando el antaño selecto club comunitario, para crear una auténtica Unión Europea que asumiera, con criterios políticos, altas cuotas de subsidiariedad y 19
  • 20. autogobierno ante los estados. Entre los acuerdos que se adoptaron en la Cumbre de la ciudad francesa figuraba la convocatoria de un foro de reflexión, la Convención Europea, que debía impulsar un desarrollo más firme en la vía hacia la federación mediante un nuevo Tratado. 4. LA CARTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES El Consejo Europeo de Niza no sólo aprobó el Tratado homónimo, sino un documento de gran importancia para el avance de la Europa de los Ciudadanos: la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. La Unión contaba ya con una Carta Social que afectaba al ámbito de los derechos de los trabajadores. Pero el Consejo Europeo de Colonia, en 1999, estimó que era necesaria una declaración global de derechos ciudadanos, que comprometiera a todos los países miembros y, sobre todo, a los nuevos adherentes, que provenían de culturas jurídicas y políticas muy distintas. Encargó su redacción a una Convención Europea formada por un comisario europeo y un representante de cada país miembro. Trabajaron sobre un corpus muy variado, desde las Declaraciones de Derechos Humanos de la ONU y del Consejo de Europa, o la Carta Social de este último, hasta diversos convenios internacionales sobre materias concretas, como los desarrollados por la Organización Internacional del Trabajo. Concluido el trabajo de la Convención, el Consejo Europeo proclamó la Carta de los Derechos al inaugurarse la Cumbre de Niza, el 7 de diciembre de 2000. No obstante, su entrada en vigor fue pospuesta, ya que el Reino Unido y Polonia se resistían a que el Tribunal de Justicia de la UE fuera la única fuente de jurisprudencia sobre algunos de sus principios, sobre todo los relacionados con los derechos laborales. A fin de superar el veto, hubo que modificarla mediante una cláusula opt-out, para reservar a los tribunales de ambos países la interpretación del articulado en su ámbito territorial, aunque los polacos renunciaron más tarde a la exención. La nueva versión de la Carta se presentó el 7 de diciembre de 2007, y, cinco días después, el Tratado de Lisboa la convirtió en texto jurídico vinculante. La Carta establece seis grandes capítulos de derechos, que obligan a las instituciones de la UE y a los estados miembros, aunque sólo en el ámbito de la aplicación de la legislación comunitaria. Conforme a los títulos de los capítulos, el documento ampara 20
  • 21. los siguientes derechos de los ciudadanos y residentes de la Unión: − Dignidad (dignidad humana, derecho a la vida y a la integridad de la persona, prohibición de la tortura y de las penas o los tratos inhumanos o degradantes, prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado). − Libertad (derechos a la libertad y a la seguridad, respeto de la vida privada y familiar, protección de los datos de carácter personal, derecho a contraer matrimonio y a fundar una familia, libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, de expresión e información, de reunión y asociación, de las artes y de las ciencias, derecho a la educación, libertad profesional y derecho a trabajar, libertad de empresa, derecho a la propiedad, derecho de asilo, protección en caso de devolución, expulsión y extradición). − Igualdad (igualdad ante la ley, diversidad cultural, religiosa y lingüística, igualdad entre hombres y mujeres, derechos del menor, derechos de las personas mayores, integración de las personas discapacitadas). − Solidaridad (derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la empresa, derecho de negociación y de acción colectiva, de acceso a los servicios de colocación, protección en caso de despido injustificado, condiciones de trabajo justas y equitativas, prohibición del trabajo infantil y protección de los jóvenes en el trabajo, vida familiar y vida profesional, seguridad social y ayuda social, protección de la salud, acceso a los servicios de interés económico general, protección del medio ambiente, protección de los consumidores). − Ciudadanía (derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales, derecho a una buena administración, derecho de acceso a los documentos, Defensor del Pueblo Europeo, derecho de petición, libertad de circulación y de residencia, protección diplomática y consular). − Justicia (derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial, presunción de inocencia y derechos de la defensa, principios de legalidad y de proporcionalidad de los delitos y las penas, derecho a no ser acusado o condenado penalmente dos veces por el mismo delito). En una década como fue la primera del siglo XXI, en la que la UE se enfrentó a crecientes dificultades de funcionamiento y de voluntad política de avance, la Carta de 21
  • 22. los Derechos Fundamentales marcó un hito sumamente positivo en su desarrollo, al consolidar los fundamentos de democracia, igualdad y solidaridad como inherentes al conjunto de las sociedades europeas y exigibles a cualquier institución o persona presentes en el territorio de la Unión. 22