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TEMA 2. EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN
La diferencia de puntos de vista entre los gobiernos con respecto a los procesos de la
integración continental, o incluso su falta de interés en los inicios de la segunda
posguerra mundial, continuó dejando el impulso europeísta en manos de iniciativas
particulares. Sin embargo, participaban en ellas políticos de gran relieve. Así como el
manifiesto de Coudenhove-Kalergi, en 1923, se considera la primera iniciativa
europeísta en el período de entreguerras, el pistoletazo de salida del vigente proceso de
integración se atribuye al discurso del líder conservador británico Winston Churchill,
en la universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946 donde afirma que se ha de
crear un germen de los Estados Unidos de Europa, siendo el primer paso una asociación
entre Francia y Alemania.
El discurso de Zurich sacudió a muchas conciencias entre las elites intelectuales y
sociales europeas y dio impulso a una serie de iniciativas de carácter privado que
fueron preparando el terreno para que la opinión pública continental asumiera el inicio
de los procesos de integración. Desde sus primeros momentos, sin embargo, el
europeísmo político aparece escindido en dos grandes líneas. Por un lado, la postura
conocida como funcionalista, unionista, o comunitaria. Partidaria de una estrategia de
concertación de los estados por áreas de gestión para desarrollar políticas específicas,
pero con la menor cesión posible de soberanía de cada uno de ellos a una estructura de
gobierno paneuropea. Por otro, la federalista, o institucionalista. Partidaria de una
rápida pérdida de soberanía, de representación y de competencias de gestión de los
estados en beneficio de una Federación de pueblos europeos gobernada por instituciones
supranacionales.
1. LAS VÍAS POLÍTICAS DEL EUROPEÍSMO
A medio camino entre sociedades de estudios y grupos de presión política y económica,
fueron seis las organizaciones no gubernamentales que jugaron un papel relevante en el
arranque de la unificación europea.
a). Unión Europea de Federalistas (UEF). Fue creada por grupos de diversos países,
ajenos a los partidos políticos, entre los que jugaron un destacado papel
1
organizaciones surgidas de la Resistencia antifascista, como el italiano
Movimiento Federalista Europeo o el Comité Francés para la Federación
Europea, constituido en junio de 1944. A partir de la reunión de los movimientos
de la Resistencia no comunista en Ginebra, en julio de 1944, se fue articulando un
programa común centrado en la creación de una Federación dotada de un completo
marco de instituciones supranacionales y basada en la democracia parlamentaria y el
respeto a los derechos humanos. El acuerdo para la creación de la UEF se adoptó en
la reunión celebrada por sus promotores en Luxemburgo, en octubre de 1946. El 17
de diciembre de ese año, se constituyó oficialmente la Unión en una asamblea
celebrada en París, ciudad donde se estableció la sede de su Comité Federal. Su
primer Congreso, reunido en Montreux (Suiza) en agosto de 1947, estableció un
programa común para las cincuenta organizaciones miembros, representantes de 16
países, orientado, bajo un prisma fundamentalmente político, a conseguir una
Federación Europea. Aunque el auténtico líder de la UEF era Altiero Spinelli, su
presidencia recayó en el holandés Hendrik Brugmans, un prestigioso profesor
universitario. La UEF, verdadero motor de las primeras iniciativas formales de
integración continental, asumió como objetivo la creación de una Asamblea
Constituyente de la Unión Federal Europea.
b). Movimiento para la Europa Unida (MEU). Se aglutinó en torno al liderazgo de
Winston Churchill. Constituida su sección británica en el Albert Hall de Londres,
el 14 de mayo de 1947, no tardó en unírsele el Consejo Francés para la Europa
Unida, conocido como Comité Heniot, creado en Francia en junio con idénticos
fines, bajo la dirección de Raoul Dutry. El MEU, cuya presidencia efectiva asumió
el político conservador británico Duncan Sandys, yerno de Churchill, defendió tesis
próximas al funcionalismo, con una confederación bastante laxa de estados europeos
que, a imagen de la Commonwealth británica, respetase al máximo la soberanía de
sus miembros, que sólo cederían determinados aspectos funcionales de su gestión
ejecutiva.
c). Liga Europea de Cooperación Económica (LECE). La crearon, en octubre de
1946, el belga Paul Van Zeeland, el polaco Józef Retinger y el holandés Pieter
Kerstens, que realizaron un llamamiento a integrar «una Asociación continental
para la solución del problema continental de Europa». Definida como «un grupo de
presión intelectual» de carácter privado, la LECE se organizó a través de Comités
nacionales, que nutrían su Consejo Central. Con sede en Bruselas, su primer
2
presidente fue Van Zeeland, un político democristiano que había sido primer
ministro de Bélgica entre 1935 y 1937 y que colaboró muy activamente en los
orígenes del Consejo de Europa y de la OTAN.
d). Los Nuevos Equipos Internacionales (NEI) fueron impulsados por la naciente
Democracia Cristiana europea. Creados en la reunión de Chaudfontaine
(Bélgica), en marzo de 1947 y dirigidos por el francés Robert Bichet, contaron con
la colaboración de primeras figuras del catolicismo político europeo y actuaron
como una auténtica Internacional Demócrata-Cristiana, papel que asumieron en
1965 al convertirse en la Unión Europea de Demócratas Cristianos. Su defensa de
los valores del catolicismo y su combate contra el comunismo hicieron que los NEI
pusieran el acento en los aspectos sociales de la integración europea.
e). El Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa. Impulsado por
socialdemócratas y laboristas, fue fundado como Movimiento por los Estados
Unidos Socialistas de Europa en junio de 1946, en Montrouge, cerca de París y
asumió su presidencia el veterano socialista francés André Philip. Un año después,
con la guerra fría ya presente en la política europea, se produjo el cambio de nombre
para evitar cualquier connotación estalinista. El Movimiento se pronunció, desde el
primer momento, por una unión europea que incluyese a la Alemania derrotada y
que adoptara políticas globales para implementar en breve plazo el «Estado de
bienestar» tal y como lo concebía la socialdemocracia.
f). La Unión Parlamentaria Europea (UPE). Se creó por iniciativa de Coudenhove-
Kalergi, quien en su papel de precursor de los movimientos europeístas envió un
cuestionario a cuatro mil parlamentarios de las democracias continentales,
encabezado por la pregunta: «¿Es partidario de la creación de una Federación
Europea en el marco de las Naciones Unidas?». Las respuestas que recibió le
animaron a poner en marcha una organización y en julio de 1947, en Gaastad
(Suiza), miembros de los parlamentos de Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo,
Holanda y Grecia constituyeron la Unión, cuyo primer Congreso presidió
Coudenhove-Kalergi, el 8 de septiembre, en la misma localidad. Aunque no se
trataba de una organización de carácter oficial, la Unión Parlamentaria representó la
llegada del federalismo europeísta al corazón de los sistemas políticos de las
democracias continentales.
2. EL CONGRESO DE LA HAYA
3
Con objetivos convergentes, estas seis organizaciones buscaron rápidamente establecer
mecanismos de colaboración. Se abrió con ello una primera fase del proceso de
integración europea, conocida como «etapa de los congresos», que fue implicando
paulatinamente a las instancias oficiales de los estados en una construcción
supranacional.
Para ello era necesario que el disperso europeísmo uniese sus fuerzas. Duncan Sandys
asumió la iniciativa de buscar la unión entre las principales organizaciones, tarea en la
que contó con la colaboración de la Unión Europea de Federalistas. En la Conferencia
de París, el 17 de julio de 1947, la LCE, la UEF, la UPE y el MEU aportaron sus
efectivos a los Comités de Coordinación de los Movimientos para la Unidad
Europea, que a partir del Congreso de Montreux, en agosto de 1947, fueron presididos
por Sandys. Finalmente, en una nueva reunión en París, el 11 de noviembre, los
Comités nacionales se fundieron en un Comité Internacional para la Unidad
Europea.
Las iniciativas del Comité se concretaron en el Congreso de Europa, cuya
organización fue dirigida por Retinger y que se reunió en La Haya, entre el 7 y el 11 de
mayo de 1948. Su finalidad era debatir el modelo de unidad continental, con el fin de
«atraer sobre este problema la atención de la opinión pública internacional y de marcar
la creación de los Estados Unidos de Europa como objetivo común para todas las
fuerzas democráticas europeas». Reunió a cerca de 800 asistentes, delegados de las
organizaciones europeístas, intelectuales, empresarios, sindicalistas, así como
observadores de Canadá y Estados Unidos. También estuvieron presentes, aunque sin
carácter oficial, políticos destinados a jugar un papel importante en el proceso de
integración europea, como Winston Churchill, que presidía el Congreso, el alemán
Konrad Adenauer, los franceses Pierre-Henri Teitgen y François Mitterrand, el británico
Harold Macmillan, el italiano Altiero Spinelli o el belga Paul van Zeeland.
Las sesiones del Congreso pusieron de relieve las diferencias entre las dos visiones de la
construcción europea, la federalista y la funcionalista. La primera, con la Unión
Europea de Federalistas en cabeza, pretendía acometer enseguida una marcada cesión de
soberanía de los estados en beneficio de organismos supranacionales de gobierno, como
4
la Asamblea de Europa, que elaboraría una Constitución europea, a partir de la cual
se organizaría la Federación. La segunda, con Churchill como portavoz destacado,
defendía, por lo menos en una primera fase, una mera estructura de coordinación
funcional entre los gobiernos europeos, que asumiera un papel activo en la lucha por la
democracia, los derechos humanos, el libre mercado y los valores europeístas, pero que
no implicara una pérdida real de la autonomía de las políticas estatales.
De las tres comisiones que elaboraron los textos del Congreso, la económica, la
cultural y la política, esta última, presidida por el exjefe del Gobierno francés Paul
Ramadier, era la más importante. Sus propuestas, elaboradas por Sandys y René
Courtin recogieron los puntos de vista de los funcionalistas, hasta el punto de afirmar
que «Europa no puede ser creada por una especie de revolución federalista, que
debilitaría a los gobiernos sin fortalecer a la colectividad». Se coincidía en la necesidad
de crear una Asamblea de Europa, en la que estuvieran representados todos los ciuda-
danos. Pero las visiones sobre este Parlamento continental eran contrapuestas. Los
federalistas querían dotar a la Asamblea con una capacidad legislativa que obligara a los
estados {principio de supranacionalidad). El exprimer ministro francés Paul Reynaud
llegó a presentar una moción para que el Parlamento europeo fuese elegido por sufragio
universal y directo con cuotas de representación en función de la población de los
estados. Los funcionalistas, en cambio, pretendían que la Asamblea estuviera
constituida por delegados de los parlamentos nacionales y tuviese un carácter
meramente consultivo.
En la Comisión de Economía, presidida por Van Zeeland, hubo mayor unanimidad a
la hora de defender la cooperación y el libre mercado, con supresión de derechos
aduaneros y libre convertibilidad monetaria, así como libertad de circulación de
trabajadores. Por otra parte, y a propuesta del español Salvador de Madariaga, que
presidía la Comisión de Cultura, se acordó patrocinar un Colegio de Europa. Esta
institución universitaria, establecida en 1949 en la ciudad belga de Brujas bajo el
patrocinio del Consejo de Europa, se dedicaría a los estudios paneuropeos,
preferentemente de humanidades y ciencias sociales. Su primer rector fue Hendrik
Brugmans.
El acuerdo entre federalistas y funcionalistas, mínimo, se centró pues en trasladar el
5
impulso europeísta de las iniciativas privadas a las instancias oficiales de los
estados, que hasta entonces habían permanecido un tanto al margen del proceso. En el
documento final se afirmaba que las naciones de Europa debían de transferir algunos de
sus derechos soberanos para ser ejercidos en común, para coordinar y desarrollar sus
recursos. Aunque lejos de los objetivos marcados por los federalistas, el Congreso de
La Haya es un momento clave en el proceso de integración europea, ya que puso de
manifiesto el alto consenso europeísta logrado entre los políticos, empresarios e
intelectuales de la Europa occidental y señaló las líneas maestras que conducirían,
medio siglo después, a la creación de la Unión Europea.
3. EL MOVIMIENTO EUROPEO Y EL CONSEJO DE EUROPA
La preeminencia lograda en el Congreso de La Haya por la visión funcionalista facilitó
que los gobiernos continentales aceptaran asumir un papel cada vez más protagonista,
en detrimento de las pioneras iniciativas no oficiales. A finales de la primavera de 1948,
el Comité Internacional para la Unidad Europea creó una Comisión Institucional,
presidida por Paul Ramadier, para implicar a los gobiernos en los acuerdos del
Congreso de La Haya y, sobre todo, en la constitución de la Asamblea de Europa.
El 15 de agosto, Ramadier invitó a los ministros de Defensa y Exteriores del Tratado
de Bruselas, una alianza militar recién creada por Francia, el Reino Unido, Bélgica,
Holanda y Luxemburgo, a una reunión en La Haya. Allí, el ministro de Exteriores
francés, Georges Bidault, propuso la creación de la Asamblea de Europa como
organismo intergubernamental de carácter político y defendió una línea paralela de
integración económica con acuerdos intergubernamentales a cargo de organismos
especializados. Los ministros decidieron crear la Asamblea, para lo que designaron una
Comisión de Estudio integrada por representantes gubernamentales y miembros del
Comité Internacional para la Unidad Europea. Ocupaba su presidencia Édouart
Herriot, quien era considerado el decano de los políticos europeístas, pero que falleció
poco después, siendo sustituido por Robert Schuman.
Paralelamente a esta toma de posición de los gobiernos, las organizaciones presentes en
el Comité Internacional decidieron dar un paso más en su unificación, manteniendo su
carácter de entidades privadas, pero ampliando su capacidad para influir sobre
6
gobiernos y parlamentos. El 25 de octubre de 1948, el Comité se transformó en el
Movimiento Europeo (ME), cuya presidencia se encomendó a Sandys, con Józef
Retinger como secretario general. Asumieron la presidencia honoraria cuatro figuras de
gran prestigio en la política europea, Léon Blum, Winston Churchill, Alcide de
Gasperi y Paul-Henri Spaak, quien sucedería a Sandys al frente de la organización en
1950. El Movimiento se organizó con un Consejo Federal al frente de los 26 comités
nacionales, once de los cuales correspondían a las organizaciones en el exilio de las
democracias populares del Este y al Gobierno de la República española.
El ME, dedicado a la promoción del concepto de integración europea, alcanzó un noble
prestigio y desarrollo en las décadas siguientes, creó grupos de estudio por toda Europa
y recibió la adhesión de una veintena de entidades asociadas, entre ellas la
Confederación Europea de Sindicatos, el Consejo Europeo de Municipios y
Regiones, la Asociación de Periodistas Europeos, los Jóvenes Federalistas Europeos
o la Asociación Europea de Profesores. El Movimiento celebró su primer Congreso
en París, a comienzos de diciembre de 1948, y centró su actividad inmediata en el
proyecto de Asamblea de Europa, en estrecho contacto con los gobiernos de los países
miembros del Tratado de Bruselas, que debían poner oficialmente en marcha la
iniciativa.
Pronto se vio que entre estos no existía ningún interés en apoyar la propuesta
federalista de una Asamblea de Europa que posibilitara la unión política
supranacional. Pero, aunque había práctica unanimidad entre los gobiernos en despojar
a la Asamblea de cualquier poder constituyente, legislativo o ejecutivo, existían dos
posturas encontradas en cuanto a su constitución. Algunos ejecutivos, sobre todo los
del Benelux, admitían un Parlamento europeo elegido por sufragio universal
directo de los ciudadanos. Pero la mayoría, y significadamente el francés y los
escandinavos, defendían que la Asamblea se formara con delegados de los
parlamentos estatales. Los británicos incluso rechazaban su creación y proponían su
sustitución por un Consejo de Ministros integrado por miembros de los gobiernos de la
OECE. Tras largos y delicados debates, las conclusiones de la Comisión de Estudio del
proyecto fueron aprobadas por los ministros de Asuntos Exteriores en su reunión de
Bruselas, en enero de 1949. Los acuerdos recogían la creación de un Consejo de
Europa como órgano de representación de las democracias del Continente, pero sin la
7
capacidad política que demandaban los federalistas. El Consejo contenía en su
composición las dos instituciones propuestas: el Comité de Ministros, con funciones
ejecutivas y la Asamblea parlamentaria, con carácter meramente consultivo.
Siguieron meses de intensos contactos con otros estados europeos hasta que, el 5 de
mayo, se firmó en Londres el Tratado constitutivo.
El Consejo de Europa arrancó con diez miembros: los cinco impulsores más
Dinamarca, Suecia, Noruega, Italia e Irlanda. En agosto, cuando la organización
comenzó a funcionar, se unieron Grecia y Turquía y al año siguiente se incorporaron
Islandia y la recién creada República Federal Alemana. Como la condición fundamental
para entrar en el Consejo era ser una democracia parlamentaria respetuosa con los
derechos humanos, las adhesiones posteriores respondieron, en la mayoría de los casos,
a cambios radicales en el estatus político. Así, Portugal y España ingresaron en 1976y
1977, tras haber liquidado sus longevas dictaduras, mientras que Grecia fue
temporalmente apartada entre 1967 y 1974, en tanto existió allí la «dictadura de los
coroneles» y Turquía, por idéntico motivo, entre 1980 y 1984. Por su parte, los 23
estados europeos herederos de la URSS y de los restantes sistemas comunistas fueron
admitidos tras la «caída del Muro», entre 1990 y 2007. Para entonces, los miembros del
Consejo eran ya 47.
Establecido en Estrasburgo, el Consejo de Europa se puso en funcionamiento con tres
organismos: la Secretaría General, cuyo primer titular fue el francés Jacques París, el
Comité de Ministros, formado por los responsables de Asuntos Exteriores de los estados
miembros y la Asamblea Consultiva, integrada por representantes de los parlamentos
nacionales. Tras la firma de la Convención Europea de Derechos Humanos, en 1950,
el Consejo estableció en Estrasburgo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
para juzgar posibles violaciones en los estados miembros, obligados a aplicar las
sentencias. Y en octubre de 1961, el Consejo estableció la Carta Social Europea, que
señala una serie de derechos sociales y económicos, parte del concepto europeo del
«Estado del bienestar»: derecho al trabajo, a las prestaciones de la seguridad social, a
la libertad sindical, a la negociación colectiva en el mundo laboral, etc. En el seno del
Consejo funcionan, así mismo, numerosos comités especializados que trabajan en
torno a las grandes líneas de actuación de la institución: defensa de los derechos
humanos, promoción de la unidad europea y progreso social y económico del
8
Continente.
El Consejo de Europa fue el primer intento de establecer, en la práctica, un
mecanismo supranacional para toda Europa. Sus promotores, los federalistas,
fracasaron en el empeño desde el momento en que el Comité de Ministros vetó, en
agosto de 1949, un intento de la Asamblea Consultiva para modificar el Tratado
constitutivo a fin de crear una Unión Europea con un poder legislativo encamado en un
Parlamento bicameral. Cinco años después, tampoco salió adelante el proyecto
federalista de Comunidad Política Europea, que contaba con el apoyo del Consejo de
Europa. Desde entonces, y durante casi cuatro décadas, el proceso de unidad continental
lo protagonizaron los funcionalistas, con menor ambición y paso mucho más lento, a
través de las tres Comunidades Europeas: la CECA, la CEE y la Euratom. Pero,
aunque carece de poderes ejecutivos y no ha participado en el proceso de constitución
de la Unión Europea, de la que no depende orgánicamente, el Consejo de Europa,
dotado de una enorme influencia moral, es un organismo fundamental en los procesos
de democratización e integración de las sociedades europeas, cuyas políticas viene
orientando desde su creación.
Al cumplirse un lustro del final de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de
integración europea había dado algunos pasos, aunque claramente insuficientes para que
se pudiese hablar de un verdadero progreso. Los mayores avances se producían como
respuesta urgente a retos que los estados no podían afrontar individualmente. Por
un lado, la reconstrucción económica propiciada por la ayuda norteamericana del Plan
Marshall, que llevó a la creación de la OECE y confirmó la división de Europa en
dos bloques incompatibles. Cuatro años después, sin embargo, esta había cumplido
prácticamente su misión y en 1961 se transformó, como OCDE, en un organismo
planetario. Por otro lado, el temor a una nueva guerra mundial que convirtiera a
Europa en su principal campo de batalla, movió a las democracias de la Europa
occidental a integrar un pacto militar, el Tratado de Bruselas que a partir de 1949
quedó englobado en la Alianza Atlántica, la OTAN, bajo la manifiesta hegemonía de
los Estados Unidos de América. En la Europa del Este se constituyó, en 1955, una
organización armada rival, el Pacto de Varsovia, bajo hegemonía soviética. En cuanto
a la vertiente puramente política, las iniciativas de las organizaciones europeístas
movieron a los gobiernos a constituir el Consejo de Europa, al que, sin embargo, se
9
negaron a ceder la más mínima parcela de su soberanía nacional.
Se trataba, por lo tanto, de éxitos parciales que venían acompañados de un serio
problema para la unidad continental: la conversión de los países del Este de Europa
en regímenes prosoviéticos con modelos de organización estalinista; incompatibles,
con los sistemas de democracia parlamentaria y economía de mercado que se estaban
recuperando en el Oeste, excepto España y Portugal. A finales de los años cuarenta, los
estados europeos alineados en los bloques comunista y capitalista iniciaron, pues,
sendos procesos de integración política, económica y militar que sólo convergirían
medio siglo después cuando uno de los dos sistemas, el comunista, colapso y la mayoría
de sus miembros se pasaron, en el plazo más breve posible, al bloque vencedor.
4. EL BENELUX
Geográficamente situadas entre los gigantes económicos británico, francés y alemán,
Holanda, Bélgica y Luxemburgo comparten muchos rasgos de historia comunes y una
posición privilegiada como salida marítima del eje renano, la zona de mayor
concentración industrial de la Europa continental. En las primeras décadas del siglo
pasado sus economías parecían complementarias y ello facilitaba el consenso entre
políticos y empresarios a la hora de pactar formas de colaboración. La Unión
Económica belga-luxemburguesa, de 25 de julio de 1921, fue la primera creada en
Europa tras la Gran Guerra y debe ser considerada un hito en el proceso de integración
continental al establecer, entre otras cosas, la paridad entre las dos monedas. En julio
de 1932, siguiendo la estela del reciente Memorándum Briand, ambos estados
firmaron con Holanda la Convención de Ouchy, mediante la que pactaron una
reducción del 50 por ciento de sus aranceles interiores, a cumplir en cinco años, e
invitaron a los estados vecinos a integrarse en el sistema. Pero los países que tenían
acuerdos con el trío que incluían la cláusula de nación más favorecida —
significadamente, el Reino Unido— protestaron y la unión aduanera quedó aplazada.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los tres países fueron conquistados por Alemania y
luego liberados por los Aliados al precio de considerables destrucciones. Animados por
los contactos entre los movimientos de la Resistencia, los gobiernos en el exilio
londinense acordaron reiniciar el proceso de unificación aduanera. El 23 de octubre de
10
1943, firmaron la Convención Monetaria, que establecía la paridad interna para las
transacciones comerciales. Y el 5 de septiembre de 1944, la Convención de la Unión
Aduanera, conocida como Tratado de Londres, que creaba la Unión Aduanera
Benelux, acrónimo formado con las primeras letras de los nombres de los tres socios.
Una vez retomados a sus países, y tras un par de años dedicados a la reconstrucción, los
gobiernos ratificaron estos acuerdos mediante la Convención de La Haya, de marzo de
1947, que entró en vigor el primer día del año siguiente. Suprimía las tasas de
importación en los intercambios entre los estados miembros y fijaba tarifas aduaneras
comunes para el comercio exterior.
El fin último del Benelux era lograr la integración total de las tres economías
coordinando sus políticas comerciales, financieras y sociales y asegurando la libre
circulación de personas, capitales, bienes y servicios en el interior de su territorio. Sus
diversas etapas de integración constituyeron, pues, auténticos ensayos generales para el
Mercado Común europeo. Pese a que algunos desajustes ralentizaron el proceso —la
economía holandesa tenía un considerable nivel de protección, mientras que la belga
apostaba por el librecambismo, y la carencia de una autoridad supranacional dejaba
mucho margen al disenso de los gobiernos— se fueron cubriendo las etapas previstas.
Los contingentes en los intercambios de productos industriales entre los tres miembros
fueron suprimidos en 1950. En 1953, se activó el Protocolo sobre las políticas
comerciales, con relación a países ajenos a la Unión. Un año después, la libre
circulación de capitales dentro del Benelux. Y en 1956, se alcanzó el desarme tarifario
prácticamente total, por lo que los socios decidieron, finalizado el período transitorio,
transformar el acuerdo aduanero en una Unión Económica.
Puesta en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE), el Benelux se vinculó a
ella, pero continuó como organización regional. Su Unión Económica se llevó a término
mediante el Tratado de 3 de febrero de 1958, que entró en vigor a comienzos de 1960.
En pocos años, la estructura económica de los tres estados cambiaría, estimulada por la
concurrencia interior y la ampliación de los mercados, que posibilitó una división
internacional del trabajo y la reestructuración de determinadas ramas de la producción.
En 1962 sus gobiernos acordaron un régimen común de precios agrarios para la
exportación. Dentro de sus fronteras se potenció la libre circulación de personas y de
bienes, hasta llegar a la supresión de los controles fronterizos interiores en 1970, es
11
decir, veinte años antes de la Convención europea de Schengen. Y los tres estados
miembros concertaron sus políticas para abordar conjuntamente el proceso de
integración en diversas instituciones continentales. Así, estuvieron presentes en la
creación de la OECE, de la UEO, de la OTAN y de las Comunidades Europeas. Estas
últimas reconocieron el valor del ejemplo de europeísmo aportado por el Benelux
situando en su territorio dos de las tres sedes de las instituciones comunitarias: Bruselas
fue sede de la Comisión Europea y del Comité Económico y Social, y Luxemburgo,
del Tribunal Europeo de Justicia y del Banco Europeo de Inversiones.
5. DE BRUSELAS A WASHINGTON: BÚSQUEDA DE LA SEGURIDAD
COLECTIVA
Al margen de la concertación económica, otro camino de cooperación abierto para los
gobiernos de la Europa occidental era la política común de defensa frente a la
omnipresente amenaza de guerra que representaba el «bloque comunista». Y lo mismo
sucedía en la Europa oriental con respecto al «bloque capitalista». Entre las sociedades
europeas cundía la sensación de que la destructiva guerra de 1939-45 les había colocado
en una situación de debilidad ante las nuevas superpotencias globales, los Estados
Unidos y la Unión Soviética, y que ello comportaba el riesgo de verse arrastradas a una
nueva confrontación planetaria que tendría en Europa su principal escenario. Como la
rivalidad y la incompatibilidad entre los sistemas ideológicos, políticos y económicos
del Este y del Oeste era un hecho cada vez más patente e irreversible, se hacía necesario
establecer un sistema de seguridad continental que reflejase la bipolaridad del nuevo
orden mundial. Para los países europeos pronorteamericanos, los que estaban asociados
en la OECE, la disyuntiva era, o bien organizar una alianza militar propia para hacer
frente a la potencial amenaza de la URSS en territorio europeo, o bien subordinar sus
políticas de defensa —y con ellas las de sus imperios coloniales— a los intereses
nacionales de los Estados Unidos, que mantenían un rosario de bases militares en
Europa y disponían del elemento disuasorio de su poder nuclear.
Pero aquí, como en el caso de la unión aduanera, británicos y continentales mantenían
una dualidad de visiones. En Londres concebían una estrategia global de defensa,
basada en una alianza casi planetaria entre los Estados Unidos, los países de la OECE
con sus imperios coloniales, y los miembros de la Commonwealth británica,
12
especialmente Canadá. Otros estados, como Francia, defendían la necesidad de contar
con un sistema de seguridad exclusivamente europeo, aunque no necesariamente
incompatible con uno global. En cualquier caso, las prioridades defensivas cambiaron
radicalmente en tan sólo un par de años a partir de la derrota del Tercer Reich. Aunque
la renovación de la alianza militar entre Francia y el Reino Unido mediante el Tratado
de Dunquerque (4 de marzo de 1947) se dirigía todavía contra el peligro de una
recuperación del poder militar alemán, subyacía en el pacto la posibilidad, cada vez más
amenazante, de un enfrentamiento entre los aliados occidentales y la URSS.
En enero de 1948, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, hizo en la Cámara de
los Comunes un llamamiento a Bélgica, Holanda y Luxemburgo para que se unieran a la
alianza franco-británica, que podría en un futuro ampliarse «a otros miembros de la
civilización europea», en referencia bastante clara a la Alemania y la Italia derrotadas.
El 10 de marzo, los comunistas checoslovacos acabaron, mediante el «golpe de Praga»
con la única democracia parlamentaria existente en la Europa del Este. Dos días
después, los países del Benelux se incorporaron al Pacto de Dunquerque a través del
Tratado de Bruselas, que con el ambicioso título de «Tratado de Colaboración
Económica, Social y Cultural y de Legítima Defensa Colectiva», iba dirigido a enfrentar
el expansionismo soviético en Europa.
El 17 de abril, Bevin y su colega francés, Bidault, dirigieron un mensaje a Washington,
en nombre de los firmantes del Tratado de Bruselas, solicitando ayuda militar. Y
cuando, en junio, la URSS originó una de las crisis más graves de la guerra fría con el
bloqueo del Berlín occidental, un enclave ocupado militarmente por norteamericanos,
británicos y franceses, los cinco socios decidieron ampliar su colaboración mediante una
organización político-militar más estable. En septiembre se formalizó la Organización
del Tratado de Bruselas (OTB). Su órgano supremo, el Consejo Consultivo, estaba
integrado por los cinco ministros de Asuntos Exteriores y debía tomar sus resoluciones
por unanimidad. Contaba también con una Comisión Permanente, establecida en
Londres, para la gestión política y económica y un Alto Mando Militar, radicado en
Fontainebleau (Francia). La OTB carecía de un órgano judicial propio para la resolución
de conflictos, por lo que estos se remitirían al Tribunal Internacional de Justicia de La
Haya.
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El Tratado de Bruselas, una alianza por cincuenta años que proclamaba como fines de
sus miembros la defensa de «los principios democráticos, las libertades cívicas e
individuales, las tradiciones constitucionales y el respeto a la ley, que forman su
patrimonio común», era un éxito político para el europeísmo, pero no ocultaba la
desastrosa situación militar de la Europa del Oeste. Con Alemania, Austria e Italia
sometidas al estatuto de países vencidos —y ocupadas militarmente las dos primeras—
y con el Reino Unido, Bélgica, Holanda y, sobre todo, Francia obligados a realizar un
creciente esfuerzo militar en sus ámbitos coloniales, ante el surgimiento de movimientos
de liberación, la prioridad en la recuperación económica dificultaba la realización de
una política de rearme masivo. La generalizada creencia en una inminente Tercera
Guerra Mundial, que enfrentaría al bloque capitalista con el comunista, favorecía que
los gobiernos de la Europa occidental viesen en los Estados Unidos, entonces la única
potencia nuclear, el último garante de la seguridad de sus países ante un eventual ataque
de la URSS.
Los norteamericanos poseían puntos de vista similares, basados en la necesidad de una
estrategia atlántica que garantizara una defensa flexible de la Europa occidental, que en
caso de guerra mundial quedaría convertida en primera línea del frente. La tradicional
política estadounidense de alejamiento de los conflictos europeos, rota sólo en las
guerras mundiales, cambió radicalmente el 11 de junio de 1948, a la raíz de la crisis de
Berlín. Ese día, el Senado aprobó la Resolución 64, o Resolución Vandenberg,
presentada por el senador republicano Arthur Vandenberg, que autorizaba al Gobierno
la negociación de alianzas militares de carácter regional en todo el planeta, obviamente
dirigidas contra la URSS, y la ayuda al rearme de sus aliados. Para ello se creó el
Programa de Asistencia Militar, que vino a sustituir al Pan Marshall en el apoyo al
rearme de la Europa del Oeste. Enseguida, los países de la Organización del Tratado de
Bruselas se dirigieron a Washington solicitando fondos del Programa para emplearlos
en la modernización de sus fuerzas armadas. En julio, en La Haya, la OTB acordó
suscribir una alianza directa con los Estados Unidos.
Las conversaciones condujeron al Tratado de Washington, de 4 de abril de 1949,
origen de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Integraban la
Alianza Atlántica, en el momento de su creación, doce estados: los cinco de la OTB,
14
más los Estados Unidos, Canadá, Italia, Portugal, Noruega, Dinamarca e Islandia, a los
que se unieron en 1952 Grecia y Turquía y, en 1955, la República Federal Alemana (en
2009 la OTAN alcanzaría los 28 miembros). Los fines de la Alianza quedaban
expuestos en el Tratado fundacional: si cualquier miembro de la alianza era atacado, se
consideraba una agresión a todos los miembros los cuales asistirán al miembro
agredido, incluyendo el uso de la fuerza armada
La OTAN se dotó de una organización muy compleja, como requería la coordinación y
estandarización de tal número de ejércitos y el despliegue estratégico y logístico en un
amplio espacio terrestre, aéreo y marítimo. Su sede central, el Comando Supremo de
las Fuerzas Aliadas en Europa (siglas en inglés, SHAPE) se situó en París, siempre
bajo la jefatura de un militar norteamericano, el primero de los cuales fue el general
Dwight D. Eisenhower. Aunque se trataba de una organización estrictamente militar,
los gobiernos aliados buscaron dar una implicación política a la Alianza, para lo que el
Tratado de Washington creó el Consejo del Atlántico Norte, conocido simplemente
como Consejo Atlántico, con representantes de todos los gobiernos miembros. En abril
de 1952 se estableció una Secretaría General, que recaería por períodos cuatrienales en
políticos europeos —quien la puso en marcha fue, sin embargo un militar, el británico
Hasting Ismay— y en 1955 se inauguró una Asamblea Parlamentaria, con la función
de mantener la comunicación entre la Organización y los parlamentos nacionales.
La existencia de la OTAN dividió profundamente a la sociedad europea. El
antiatlantismo, no necesariamente vinculado a las simpatías prosoviéticas, pero
básicamente situado en organizaciones políticas y sociales de la izquierda, así como en
la derecha radical, arraigó entre quienes consideraban a la Alianza un «instrumento del
imperialismo americano» que convertía a sus socios europeos en una suerte de
protectorados políticos y económicos, progresivamente sometidos a una
«americanización» de su modelo sociocultural. El antiatlantismo militante adoptó
múltiples manifestaciones, la más espectacular, quizás, las periódicas marchas y
concentraciones de protesta en las cercanías de las bases militares norteamericanas en
Europa. Incluso en sectores de la derecha democrática el papel hegemónico de los
Estados Unidos en la Alianza fue contestado como un serio obstáculo para las
soberanías nacionales y la integración europea.
15
En cambio, los partidos agrupados en torno a las dos grandes ideologías centristas del
período, la socialdemocracia y la democracia cristiana, defendieron una estrecha
asociación entre la Europa occidental y los Estados Unidos y favorecieron la creación
de diversos grupos de presión, políticos, económicos e intelectuales, para fortalecer la
relación atlántica desde el europeísmo. Tal es, notablemente, el caso del elitista Club
Bilderberg, puesto en marcha a iniciativa de Józef Retinger, el príncipe Bernardo de
Holanda, el primer ministro belga, Paul van Zeeland y el financiero americano David
Rockefeller. El Club tomó el nombre del hotel de Oosterbeek (Holanda), donde se
celebró la primera de sus reuniones anuales, en mayo de 1954. Formado por 130
miembros, jefes de Estado, políticos, banqueros, empresarios, militares, etc., se
estructuró como un auténtico lobby, con sede en la ciudad holandesa de Leyden, para
favorecer la continuidad de la OTAN y el reforzamiento de los vínculos entre Europa y
los Estados Unidos.
6. LA DECLARACIÓN SCHUMAN
La pugna entre federalistas y funcionalistas, más sobre los ritmos que sobre los
objetivos, se decantó, en general, a favor de estos últimos cuando las iniciativas
europeístas pasaron del ámbito privado al institucional de los estados. Gracias a ello,
avanzó durante cuatro décadas la integración funcional, basada en el especializado
ámbito económico y técnico de las tres Comunidades Europeas y sus «uniones»
sectoriales —aduanera, monetaria, energética, económica— pese a las periódicas crisis
de la cooperación intergubernamental. Ello permitió, a largo plazo, abrir una nueva fase,
parcialmente inspirada en los principios federalistas, tras la constitución de la Unión
Europea por el Tratado de Maastricht, de 1992.
La primera etapa de la unificación europea debía ser, a juicio de la mayoría de los
responsables de la planificación económica en la Europa occidental, una unión
aduanera que garantizase la libertad de comercio y de circulación de personas. Pero los
planteamientos económicos globales chocaban con suma frecuencia con intereses de la
política interior de los estados, que resultaban prioritarios. Ello quedó manifiesto
cuando se intentaron uniones de carácter regional. Tras el éxito del Benelux, el
Gobierno francés animó al italiano a concluir una Unión Aduanera propia, la Francital.
En marzo de 1949, los dos ministros de Asuntos Exteriores, Robert Schuman y el
16
conde Sforza, firmaron el Tratado correspondiente, que debía estar plenamente vigente
en 1955. Pero luego la Asamblea Nacional francesa se negó a ratificarlo, en gran parte
por la presión de los sindicatos galos, que temían que la apertura de la frontera a la libre
circulación de trabajadores fomentara una inmigración masiva de italianos. En el otoño,
ambos gobiernos volvieron a intentarlo, esta vez con una Unión Aduanera a cinco, que
incluyese a los países del Benelux, la llamada Fritalux, o Finibel por las siglas de sus
miembros. Pero belgas y holandeses exigieron que el área de librecambio incluyera
también a la naciente República Federal Alemana, en quien veían su principal socio
comercial, y eso era algo que el Parlamento francés no estaba, por el momento,
dispuesto a admitir.
Por su parte, los británicos rechazaban integrarse en un mercado común europeo,
temiendo que su política arancelaria resultara incompatible con su propio circuito
económico imperial, la Commonwealth. No obstante, el Reino Unido, cuya economía
se había recuperado muy rápidamente de los efectos de la guerra, no podía renunciar a
los mercados continentales. Como alternativa a la unión aduanera, su propuesta era aún
más funcional: una mera coordinación de políticas comerciales entre estados. Entró eco
en los países nórdicos y en enero de 1950, Suecia, Noruega y Dinamarca se unieron al
Reino Unido en Uniscan (United Kingdom-Scandinavia). Pero no existió la necesaria
sintonía, dada la enorme disparidad entre la economía británica y las escandinavas, y en
1954 el Gobierno socialdemócrata danés, con un sistema proteccionista para su
agricultura, rechazo la política común en materia agrícola, lo que acarreó el colapso de
la organización. Para entonces, los estados escandinavos habían creado el Consejo
Nórdico (febrero de 1953), una organización regional más modesta en sus
planteamientos, pero que tuvo cierto éxito al establecer una unión de pagos, la libre
circulación de trabajadores, un convenio de seguridad social y la supresión de barreras
aduaneras interiores.
Pese al fracaso del Fritalux, la idea de una cooperación económica entre los países de la
Europa occidental basada en la unión aduanera y en la complementariedad de las áreas
de producción industrial y energética siguió despertando notables entusiasmos, sobre
todo en Francia. Entre sus más decididos partidarios se encontraba Jean Monnet, quien
se encargaba de aplicar los recursos del Plan Marshall a la recuperación de la economía
francesa en su condición de comisario general del Plan de Modernización y
17
Equipamiento, que ponía el acento en la potenciación de la industria pesada. Aunque
federalista convencido, Monnet era lo suficientemente pragmático para admitir que la
vía funcionalista, con un marcado carácter tecnocrático, era la más práctica, a corto
plazo, para forjar lazos de solidaridad entre los gobiernos europeos sin necesidad de una
continua apelación emotiva a la movilización europeísta de sus pueblos. Gobiernos que,
como había puesto de manifiesto el fracaso del proyecto federalista del Consejo de
Europa, poseían la llave de los procesos de integración continental.
Fiel a su vieja idea de priorizar la cooperación con el Reino Unido, Monnet intentó, a lo
largo de 1949, negociar con su homónimo británico, Edwin Noel Plowden, una
planificación conjunta de la recuperación industrial para la Europa occidental. Pero, una
vez más, las reticencias de la Administración británica a implicarse en el proceso de
integración continental condujeron a un callejón sin salida. Por lo tanto, Monnet se
decantó por la otra opción, la que convertía a la Alemania Federal en el partenaire ideal
de Francia en el impulso industrial. Pero antes, había que superar la herencia traumática
de la Segunda Guerra Mundial.
En torno al valle del Rin existía un extenso espacio, compartido por cinco estados, en el
que áreas intensamente industrializadas estaban próximas a ricas cuencas carboníferas y
a zonas con minería del hierro. Este espacio, que algunos denominaban Lotaringia en
recuerdo de una entidad feudal que existió allí en la Edad Media, había visto
condicionado su desarrollo por la existencia de fronteras estatales y economías
nacionales proteccionistas, que dificultaban la complementariedad transfronteriza de los
yacimientos de carbón y mineral de hierro con las zonas de concentración fabril. Tras la
Segunda Guerra Mundial, la producción de carbón y de acero, entonces la clave del
progreso industrial, se convirtió en un problema político de envergadura, ya que
afectaba al estatuto de dos regiones alemanas ocupadas por los Aliados: el valle del
Ruhr, una zona de gran concentración de la industria siderúrgica, y el Sarre, muy rico en
carbón.
Desde el final de la guerra mundial, la ONU encomendó la administración del territorio
del Sarre a París, donde algunos círculos políticos y económicos defendían su plena
incorporación a Francia. A partir de 1947, el Sarre dispuso de su propia Constitución y
un año después se creó un sistema monetario, basado en el franco francés. Pero la
18
reivindicación de la región como territorio nacional por la recién creada República
Federal Alemana (RFA) se iba a convertir en un problema político de cierta importancia
y en una amenaza implícita para unos proyectos europeístas que requerían de la entente
franco-germana.
Algo parecido sucedía con el Ruhr. Tras la guerra, británicos y norteamericanos habían
ocupado la región. Cuando se creó la RFA, Francia y el Benelux presionaron para que
no se entregara el control de la industria pesada de la zona al Gobierno de Bonn y lo
mantuvieron en manos de la Autoridad Internacional del Ruhr, establecida en marzo de
1948 mediante el Acuerdo de Londres.
Era fácil comprender que las soluciones aportadas por los Aliados vencedores, tanto en
el Sarre como en el Ruhr, no podían ser sino provisionales. Pero la entrega de ambas
regiones a la soberanía plena de RFA, como defendían los americanos, sembraba mucha
desconfianza en quienes, tan sólo cuatro años después de la caída del Tercer Reich,
albergaban temores sobre el futuro papel de la renacida Alemania. En este contexto, la
precoz experiencia del Benelux, basada en la cooperación económica internacional, la
unión aduanera y el uso complementario y supranacional de los recursos del carbón y
del acero, ofrecía una salida combinada al estatus económico de ambas regiones que
algunos círculos europeístas comenzaron a defender. Esta fórmula, que respetaría
formalmente la soberanía germana sobre el territorio, fue reiteradamente apoyada por
los políticos alemanes a partir de la primavera de 1949. También halló eco en
Washington, donde el secretario de Estado, Dean Acheson, era un firme partidario de
que la RFA se incorporase con normalidad al concierto europeo a través de la OTAN y
de la cooperación económica con Francia.
En 1950, Jean Monnet decidió profundizar en esta vía funcional, que beneficiaría al
propio crecimiento industrial francés. A la cabeza de un equipo de jóvenes economistas,
comenzó a defender la cooperación industrial europea con la formación de un pool de
empresas del carbón y del acero, sostenido y controlado por los estados. Monnet
concedía especial importancia a la cuestión del Rhur, ya que consideraba que el modelo
de administración supranacional de sus acerías podía trasladarse a las del conjunto de
países que vertebraban el eje renano, sin merma de sus soberanías nacionales. En abril
expuso su idea al jefe del Gobierno galo, George Bidault, quien delegó el tema en el
19
ministro de Asuntos Exteriores, Robert Schuman. Ciudadano francés, nacido en
Luxemburgo y con el alemán como lengua materna, el democristiano Schuman era un
político especialmente capacitado para desarrollar el proyecto europeísta de Monnet, a
quien animó a ponerlo por escrito. Este formó para ello equipo con su segundo en la
Comisaría, Étienne Hirsch, el economista Pierre Uri, Paul Reuter, asesor legal del
Ministerio de Asuntos Exteriores, y Bernard Clapier, jefe del Gabinete del ministro.
El 1 de mayo de 1950, Monnet envió el memorándum a Schuman quien, a su vez,
redactó una declaración más breve y solemne. En ella ofrecía a la opinión pública de los
países de la Europa occidental el primer proyecto oficial de integración continental,
construido a partir de una entente franco-alemana y con el carbón y el acero como ejes
unificadores. Tras el visto bueno del Consejo de Ministros francés, se comunicó el
proyecto al canciller de la RFA, el democristiano Konrad Adenauer, quien se mostró
de acuerdo, al igual que lo hizo Acheson, informado por el político alemán.
La Declaración Schuman, que se presentó el 9 de mayo —posteriormente declarado
Día de Europa— comenzaba con una manifiesta adhesión a la línea funcionalista de
integración gradual por objetivos. Descartada ya la adhesión inicial de los británicos, el
proceso de integración se basaría en una entente franco-alemana. Para ello era
necesario poner fin a la rivalidad entre ambos pueblos, que había conducido a frecuentes
guerras. Para abrir una nueva etapa de colaboración entre Francia y la República Federal
Alemana, Schuman proponía que el conjunto de la producción franco-alemana de
carbón y de acero se sometiese a una Alta Autoridad común, en una organización
abierta a los demás países de Europa. A partir del carbón y del acero se iniciaría la
creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación
europea.
La Alta Autoridad sería establecida mediante un Tratado negociado y firmado por los
estados miembros. La constituirían «personalidades independientes, designadas en
forma paritaria por los gobiernos, quienes elegirán de común acuerdo un Presidente».
Las misiones del organismo supranacional, «cuyas decisiones obligarán a Francia,
Alemania y los países que se adhieran», serían: garantizar la modernización de la
producción y la mejora de su calidad; el suministro, en condiciones idénticas, del carbón
y del acero en el mercado francés y alemán, así como en los de los países adherentes; el
20
desarrollo de la exportación común hacia los demás países; la equiparación y mejora de
las condiciones de vida de los trabajadores de esas industrias.
La formación de oligopolios privados se evitaría poniendo la regulación del pool
industrial en manos de los estados.
Los gobiernos alemán y francés asumieron el proyecto Monnet-Schuman e invitaron a
integrarse en él a sus socios de la OECE. Aceptaron Italia y los tres países del Benelux
mientras que el Gobierno británico, al que París y Bonn habían marginado en su
iniciativa, permanecía retraído. Tras casi un año de trabajo de una comisión de expertos,
el 18 de abril de 1951 se firmó en París el Tratado fundacional de la Comunidad
Europea del Carbón y del Acero (CECA). La Pequeña Europa, la Europa de los Seis
acababa de nacer.
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El discurso de Churchill y las organizaciones pioneras de la integración europea

  • 1. TEMA 2. EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN La diferencia de puntos de vista entre los gobiernos con respecto a los procesos de la integración continental, o incluso su falta de interés en los inicios de la segunda posguerra mundial, continuó dejando el impulso europeísta en manos de iniciativas particulares. Sin embargo, participaban en ellas políticos de gran relieve. Así como el manifiesto de Coudenhove-Kalergi, en 1923, se considera la primera iniciativa europeísta en el período de entreguerras, el pistoletazo de salida del vigente proceso de integración se atribuye al discurso del líder conservador británico Winston Churchill, en la universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946 donde afirma que se ha de crear un germen de los Estados Unidos de Europa, siendo el primer paso una asociación entre Francia y Alemania. El discurso de Zurich sacudió a muchas conciencias entre las elites intelectuales y sociales europeas y dio impulso a una serie de iniciativas de carácter privado que fueron preparando el terreno para que la opinión pública continental asumiera el inicio de los procesos de integración. Desde sus primeros momentos, sin embargo, el europeísmo político aparece escindido en dos grandes líneas. Por un lado, la postura conocida como funcionalista, unionista, o comunitaria. Partidaria de una estrategia de concertación de los estados por áreas de gestión para desarrollar políticas específicas, pero con la menor cesión posible de soberanía de cada uno de ellos a una estructura de gobierno paneuropea. Por otro, la federalista, o institucionalista. Partidaria de una rápida pérdida de soberanía, de representación y de competencias de gestión de los estados en beneficio de una Federación de pueblos europeos gobernada por instituciones supranacionales. 1. LAS VÍAS POLÍTICAS DEL EUROPEÍSMO A medio camino entre sociedades de estudios y grupos de presión política y económica, fueron seis las organizaciones no gubernamentales que jugaron un papel relevante en el arranque de la unificación europea. a). Unión Europea de Federalistas (UEF). Fue creada por grupos de diversos países, ajenos a los partidos políticos, entre los que jugaron un destacado papel 1
  • 2. organizaciones surgidas de la Resistencia antifascista, como el italiano Movimiento Federalista Europeo o el Comité Francés para la Federación Europea, constituido en junio de 1944. A partir de la reunión de los movimientos de la Resistencia no comunista en Ginebra, en julio de 1944, se fue articulando un programa común centrado en la creación de una Federación dotada de un completo marco de instituciones supranacionales y basada en la democracia parlamentaria y el respeto a los derechos humanos. El acuerdo para la creación de la UEF se adoptó en la reunión celebrada por sus promotores en Luxemburgo, en octubre de 1946. El 17 de diciembre de ese año, se constituyó oficialmente la Unión en una asamblea celebrada en París, ciudad donde se estableció la sede de su Comité Federal. Su primer Congreso, reunido en Montreux (Suiza) en agosto de 1947, estableció un programa común para las cincuenta organizaciones miembros, representantes de 16 países, orientado, bajo un prisma fundamentalmente político, a conseguir una Federación Europea. Aunque el auténtico líder de la UEF era Altiero Spinelli, su presidencia recayó en el holandés Hendrik Brugmans, un prestigioso profesor universitario. La UEF, verdadero motor de las primeras iniciativas formales de integración continental, asumió como objetivo la creación de una Asamblea Constituyente de la Unión Federal Europea. b). Movimiento para la Europa Unida (MEU). Se aglutinó en torno al liderazgo de Winston Churchill. Constituida su sección británica en el Albert Hall de Londres, el 14 de mayo de 1947, no tardó en unírsele el Consejo Francés para la Europa Unida, conocido como Comité Heniot, creado en Francia en junio con idénticos fines, bajo la dirección de Raoul Dutry. El MEU, cuya presidencia efectiva asumió el político conservador británico Duncan Sandys, yerno de Churchill, defendió tesis próximas al funcionalismo, con una confederación bastante laxa de estados europeos que, a imagen de la Commonwealth británica, respetase al máximo la soberanía de sus miembros, que sólo cederían determinados aspectos funcionales de su gestión ejecutiva. c). Liga Europea de Cooperación Económica (LECE). La crearon, en octubre de 1946, el belga Paul Van Zeeland, el polaco Józef Retinger y el holandés Pieter Kerstens, que realizaron un llamamiento a integrar «una Asociación continental para la solución del problema continental de Europa». Definida como «un grupo de presión intelectual» de carácter privado, la LECE se organizó a través de Comités nacionales, que nutrían su Consejo Central. Con sede en Bruselas, su primer 2
  • 3. presidente fue Van Zeeland, un político democristiano que había sido primer ministro de Bélgica entre 1935 y 1937 y que colaboró muy activamente en los orígenes del Consejo de Europa y de la OTAN. d). Los Nuevos Equipos Internacionales (NEI) fueron impulsados por la naciente Democracia Cristiana europea. Creados en la reunión de Chaudfontaine (Bélgica), en marzo de 1947 y dirigidos por el francés Robert Bichet, contaron con la colaboración de primeras figuras del catolicismo político europeo y actuaron como una auténtica Internacional Demócrata-Cristiana, papel que asumieron en 1965 al convertirse en la Unión Europea de Demócratas Cristianos. Su defensa de los valores del catolicismo y su combate contra el comunismo hicieron que los NEI pusieran el acento en los aspectos sociales de la integración europea. e). El Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa. Impulsado por socialdemócratas y laboristas, fue fundado como Movimiento por los Estados Unidos Socialistas de Europa en junio de 1946, en Montrouge, cerca de París y asumió su presidencia el veterano socialista francés André Philip. Un año después, con la guerra fría ya presente en la política europea, se produjo el cambio de nombre para evitar cualquier connotación estalinista. El Movimiento se pronunció, desde el primer momento, por una unión europea que incluyese a la Alemania derrotada y que adoptara políticas globales para implementar en breve plazo el «Estado de bienestar» tal y como lo concebía la socialdemocracia. f). La Unión Parlamentaria Europea (UPE). Se creó por iniciativa de Coudenhove- Kalergi, quien en su papel de precursor de los movimientos europeístas envió un cuestionario a cuatro mil parlamentarios de las democracias continentales, encabezado por la pregunta: «¿Es partidario de la creación de una Federación Europea en el marco de las Naciones Unidas?». Las respuestas que recibió le animaron a poner en marcha una organización y en julio de 1947, en Gaastad (Suiza), miembros de los parlamentos de Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo, Holanda y Grecia constituyeron la Unión, cuyo primer Congreso presidió Coudenhove-Kalergi, el 8 de septiembre, en la misma localidad. Aunque no se trataba de una organización de carácter oficial, la Unión Parlamentaria representó la llegada del federalismo europeísta al corazón de los sistemas políticos de las democracias continentales. 2. EL CONGRESO DE LA HAYA 3
  • 4. Con objetivos convergentes, estas seis organizaciones buscaron rápidamente establecer mecanismos de colaboración. Se abrió con ello una primera fase del proceso de integración europea, conocida como «etapa de los congresos», que fue implicando paulatinamente a las instancias oficiales de los estados en una construcción supranacional. Para ello era necesario que el disperso europeísmo uniese sus fuerzas. Duncan Sandys asumió la iniciativa de buscar la unión entre las principales organizaciones, tarea en la que contó con la colaboración de la Unión Europea de Federalistas. En la Conferencia de París, el 17 de julio de 1947, la LCE, la UEF, la UPE y el MEU aportaron sus efectivos a los Comités de Coordinación de los Movimientos para la Unidad Europea, que a partir del Congreso de Montreux, en agosto de 1947, fueron presididos por Sandys. Finalmente, en una nueva reunión en París, el 11 de noviembre, los Comités nacionales se fundieron en un Comité Internacional para la Unidad Europea. Las iniciativas del Comité se concretaron en el Congreso de Europa, cuya organización fue dirigida por Retinger y que se reunió en La Haya, entre el 7 y el 11 de mayo de 1948. Su finalidad era debatir el modelo de unidad continental, con el fin de «atraer sobre este problema la atención de la opinión pública internacional y de marcar la creación de los Estados Unidos de Europa como objetivo común para todas las fuerzas democráticas europeas». Reunió a cerca de 800 asistentes, delegados de las organizaciones europeístas, intelectuales, empresarios, sindicalistas, así como observadores de Canadá y Estados Unidos. También estuvieron presentes, aunque sin carácter oficial, políticos destinados a jugar un papel importante en el proceso de integración europea, como Winston Churchill, que presidía el Congreso, el alemán Konrad Adenauer, los franceses Pierre-Henri Teitgen y François Mitterrand, el británico Harold Macmillan, el italiano Altiero Spinelli o el belga Paul van Zeeland. Las sesiones del Congreso pusieron de relieve las diferencias entre las dos visiones de la construcción europea, la federalista y la funcionalista. La primera, con la Unión Europea de Federalistas en cabeza, pretendía acometer enseguida una marcada cesión de soberanía de los estados en beneficio de organismos supranacionales de gobierno, como 4
  • 5. la Asamblea de Europa, que elaboraría una Constitución europea, a partir de la cual se organizaría la Federación. La segunda, con Churchill como portavoz destacado, defendía, por lo menos en una primera fase, una mera estructura de coordinación funcional entre los gobiernos europeos, que asumiera un papel activo en la lucha por la democracia, los derechos humanos, el libre mercado y los valores europeístas, pero que no implicara una pérdida real de la autonomía de las políticas estatales. De las tres comisiones que elaboraron los textos del Congreso, la económica, la cultural y la política, esta última, presidida por el exjefe del Gobierno francés Paul Ramadier, era la más importante. Sus propuestas, elaboradas por Sandys y René Courtin recogieron los puntos de vista de los funcionalistas, hasta el punto de afirmar que «Europa no puede ser creada por una especie de revolución federalista, que debilitaría a los gobiernos sin fortalecer a la colectividad». Se coincidía en la necesidad de crear una Asamblea de Europa, en la que estuvieran representados todos los ciuda- danos. Pero las visiones sobre este Parlamento continental eran contrapuestas. Los federalistas querían dotar a la Asamblea con una capacidad legislativa que obligara a los estados {principio de supranacionalidad). El exprimer ministro francés Paul Reynaud llegó a presentar una moción para que el Parlamento europeo fuese elegido por sufragio universal y directo con cuotas de representación en función de la población de los estados. Los funcionalistas, en cambio, pretendían que la Asamblea estuviera constituida por delegados de los parlamentos nacionales y tuviese un carácter meramente consultivo. En la Comisión de Economía, presidida por Van Zeeland, hubo mayor unanimidad a la hora de defender la cooperación y el libre mercado, con supresión de derechos aduaneros y libre convertibilidad monetaria, así como libertad de circulación de trabajadores. Por otra parte, y a propuesta del español Salvador de Madariaga, que presidía la Comisión de Cultura, se acordó patrocinar un Colegio de Europa. Esta institución universitaria, establecida en 1949 en la ciudad belga de Brujas bajo el patrocinio del Consejo de Europa, se dedicaría a los estudios paneuropeos, preferentemente de humanidades y ciencias sociales. Su primer rector fue Hendrik Brugmans. El acuerdo entre federalistas y funcionalistas, mínimo, se centró pues en trasladar el 5
  • 6. impulso europeísta de las iniciativas privadas a las instancias oficiales de los estados, que hasta entonces habían permanecido un tanto al margen del proceso. En el documento final se afirmaba que las naciones de Europa debían de transferir algunos de sus derechos soberanos para ser ejercidos en común, para coordinar y desarrollar sus recursos. Aunque lejos de los objetivos marcados por los federalistas, el Congreso de La Haya es un momento clave en el proceso de integración europea, ya que puso de manifiesto el alto consenso europeísta logrado entre los políticos, empresarios e intelectuales de la Europa occidental y señaló las líneas maestras que conducirían, medio siglo después, a la creación de la Unión Europea. 3. EL MOVIMIENTO EUROPEO Y EL CONSEJO DE EUROPA La preeminencia lograda en el Congreso de La Haya por la visión funcionalista facilitó que los gobiernos continentales aceptaran asumir un papel cada vez más protagonista, en detrimento de las pioneras iniciativas no oficiales. A finales de la primavera de 1948, el Comité Internacional para la Unidad Europea creó una Comisión Institucional, presidida por Paul Ramadier, para implicar a los gobiernos en los acuerdos del Congreso de La Haya y, sobre todo, en la constitución de la Asamblea de Europa. El 15 de agosto, Ramadier invitó a los ministros de Defensa y Exteriores del Tratado de Bruselas, una alianza militar recién creada por Francia, el Reino Unido, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, a una reunión en La Haya. Allí, el ministro de Exteriores francés, Georges Bidault, propuso la creación de la Asamblea de Europa como organismo intergubernamental de carácter político y defendió una línea paralela de integración económica con acuerdos intergubernamentales a cargo de organismos especializados. Los ministros decidieron crear la Asamblea, para lo que designaron una Comisión de Estudio integrada por representantes gubernamentales y miembros del Comité Internacional para la Unidad Europea. Ocupaba su presidencia Édouart Herriot, quien era considerado el decano de los políticos europeístas, pero que falleció poco después, siendo sustituido por Robert Schuman. Paralelamente a esta toma de posición de los gobiernos, las organizaciones presentes en el Comité Internacional decidieron dar un paso más en su unificación, manteniendo su carácter de entidades privadas, pero ampliando su capacidad para influir sobre 6
  • 7. gobiernos y parlamentos. El 25 de octubre de 1948, el Comité se transformó en el Movimiento Europeo (ME), cuya presidencia se encomendó a Sandys, con Józef Retinger como secretario general. Asumieron la presidencia honoraria cuatro figuras de gran prestigio en la política europea, Léon Blum, Winston Churchill, Alcide de Gasperi y Paul-Henri Spaak, quien sucedería a Sandys al frente de la organización en 1950. El Movimiento se organizó con un Consejo Federal al frente de los 26 comités nacionales, once de los cuales correspondían a las organizaciones en el exilio de las democracias populares del Este y al Gobierno de la República española. El ME, dedicado a la promoción del concepto de integración europea, alcanzó un noble prestigio y desarrollo en las décadas siguientes, creó grupos de estudio por toda Europa y recibió la adhesión de una veintena de entidades asociadas, entre ellas la Confederación Europea de Sindicatos, el Consejo Europeo de Municipios y Regiones, la Asociación de Periodistas Europeos, los Jóvenes Federalistas Europeos o la Asociación Europea de Profesores. El Movimiento celebró su primer Congreso en París, a comienzos de diciembre de 1948, y centró su actividad inmediata en el proyecto de Asamblea de Europa, en estrecho contacto con los gobiernos de los países miembros del Tratado de Bruselas, que debían poner oficialmente en marcha la iniciativa. Pronto se vio que entre estos no existía ningún interés en apoyar la propuesta federalista de una Asamblea de Europa que posibilitara la unión política supranacional. Pero, aunque había práctica unanimidad entre los gobiernos en despojar a la Asamblea de cualquier poder constituyente, legislativo o ejecutivo, existían dos posturas encontradas en cuanto a su constitución. Algunos ejecutivos, sobre todo los del Benelux, admitían un Parlamento europeo elegido por sufragio universal directo de los ciudadanos. Pero la mayoría, y significadamente el francés y los escandinavos, defendían que la Asamblea se formara con delegados de los parlamentos estatales. Los británicos incluso rechazaban su creación y proponían su sustitución por un Consejo de Ministros integrado por miembros de los gobiernos de la OECE. Tras largos y delicados debates, las conclusiones de la Comisión de Estudio del proyecto fueron aprobadas por los ministros de Asuntos Exteriores en su reunión de Bruselas, en enero de 1949. Los acuerdos recogían la creación de un Consejo de Europa como órgano de representación de las democracias del Continente, pero sin la 7
  • 8. capacidad política que demandaban los federalistas. El Consejo contenía en su composición las dos instituciones propuestas: el Comité de Ministros, con funciones ejecutivas y la Asamblea parlamentaria, con carácter meramente consultivo. Siguieron meses de intensos contactos con otros estados europeos hasta que, el 5 de mayo, se firmó en Londres el Tratado constitutivo. El Consejo de Europa arrancó con diez miembros: los cinco impulsores más Dinamarca, Suecia, Noruega, Italia e Irlanda. En agosto, cuando la organización comenzó a funcionar, se unieron Grecia y Turquía y al año siguiente se incorporaron Islandia y la recién creada República Federal Alemana. Como la condición fundamental para entrar en el Consejo era ser una democracia parlamentaria respetuosa con los derechos humanos, las adhesiones posteriores respondieron, en la mayoría de los casos, a cambios radicales en el estatus político. Así, Portugal y España ingresaron en 1976y 1977, tras haber liquidado sus longevas dictaduras, mientras que Grecia fue temporalmente apartada entre 1967 y 1974, en tanto existió allí la «dictadura de los coroneles» y Turquía, por idéntico motivo, entre 1980 y 1984. Por su parte, los 23 estados europeos herederos de la URSS y de los restantes sistemas comunistas fueron admitidos tras la «caída del Muro», entre 1990 y 2007. Para entonces, los miembros del Consejo eran ya 47. Establecido en Estrasburgo, el Consejo de Europa se puso en funcionamiento con tres organismos: la Secretaría General, cuyo primer titular fue el francés Jacques París, el Comité de Ministros, formado por los responsables de Asuntos Exteriores de los estados miembros y la Asamblea Consultiva, integrada por representantes de los parlamentos nacionales. Tras la firma de la Convención Europea de Derechos Humanos, en 1950, el Consejo estableció en Estrasburgo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, para juzgar posibles violaciones en los estados miembros, obligados a aplicar las sentencias. Y en octubre de 1961, el Consejo estableció la Carta Social Europea, que señala una serie de derechos sociales y económicos, parte del concepto europeo del «Estado del bienestar»: derecho al trabajo, a las prestaciones de la seguridad social, a la libertad sindical, a la negociación colectiva en el mundo laboral, etc. En el seno del Consejo funcionan, así mismo, numerosos comités especializados que trabajan en torno a las grandes líneas de actuación de la institución: defensa de los derechos humanos, promoción de la unidad europea y progreso social y económico del 8
  • 9. Continente. El Consejo de Europa fue el primer intento de establecer, en la práctica, un mecanismo supranacional para toda Europa. Sus promotores, los federalistas, fracasaron en el empeño desde el momento en que el Comité de Ministros vetó, en agosto de 1949, un intento de la Asamblea Consultiva para modificar el Tratado constitutivo a fin de crear una Unión Europea con un poder legislativo encamado en un Parlamento bicameral. Cinco años después, tampoco salió adelante el proyecto federalista de Comunidad Política Europea, que contaba con el apoyo del Consejo de Europa. Desde entonces, y durante casi cuatro décadas, el proceso de unidad continental lo protagonizaron los funcionalistas, con menor ambición y paso mucho más lento, a través de las tres Comunidades Europeas: la CECA, la CEE y la Euratom. Pero, aunque carece de poderes ejecutivos y no ha participado en el proceso de constitución de la Unión Europea, de la que no depende orgánicamente, el Consejo de Europa, dotado de una enorme influencia moral, es un organismo fundamental en los procesos de democratización e integración de las sociedades europeas, cuyas políticas viene orientando desde su creación. Al cumplirse un lustro del final de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de integración europea había dado algunos pasos, aunque claramente insuficientes para que se pudiese hablar de un verdadero progreso. Los mayores avances se producían como respuesta urgente a retos que los estados no podían afrontar individualmente. Por un lado, la reconstrucción económica propiciada por la ayuda norteamericana del Plan Marshall, que llevó a la creación de la OECE y confirmó la división de Europa en dos bloques incompatibles. Cuatro años después, sin embargo, esta había cumplido prácticamente su misión y en 1961 se transformó, como OCDE, en un organismo planetario. Por otro lado, el temor a una nueva guerra mundial que convirtiera a Europa en su principal campo de batalla, movió a las democracias de la Europa occidental a integrar un pacto militar, el Tratado de Bruselas que a partir de 1949 quedó englobado en la Alianza Atlántica, la OTAN, bajo la manifiesta hegemonía de los Estados Unidos de América. En la Europa del Este se constituyó, en 1955, una organización armada rival, el Pacto de Varsovia, bajo hegemonía soviética. En cuanto a la vertiente puramente política, las iniciativas de las organizaciones europeístas movieron a los gobiernos a constituir el Consejo de Europa, al que, sin embargo, se 9
  • 10. negaron a ceder la más mínima parcela de su soberanía nacional. Se trataba, por lo tanto, de éxitos parciales que venían acompañados de un serio problema para la unidad continental: la conversión de los países del Este de Europa en regímenes prosoviéticos con modelos de organización estalinista; incompatibles, con los sistemas de democracia parlamentaria y economía de mercado que se estaban recuperando en el Oeste, excepto España y Portugal. A finales de los años cuarenta, los estados europeos alineados en los bloques comunista y capitalista iniciaron, pues, sendos procesos de integración política, económica y militar que sólo convergirían medio siglo después cuando uno de los dos sistemas, el comunista, colapso y la mayoría de sus miembros se pasaron, en el plazo más breve posible, al bloque vencedor. 4. EL BENELUX Geográficamente situadas entre los gigantes económicos británico, francés y alemán, Holanda, Bélgica y Luxemburgo comparten muchos rasgos de historia comunes y una posición privilegiada como salida marítima del eje renano, la zona de mayor concentración industrial de la Europa continental. En las primeras décadas del siglo pasado sus economías parecían complementarias y ello facilitaba el consenso entre políticos y empresarios a la hora de pactar formas de colaboración. La Unión Económica belga-luxemburguesa, de 25 de julio de 1921, fue la primera creada en Europa tras la Gran Guerra y debe ser considerada un hito en el proceso de integración continental al establecer, entre otras cosas, la paridad entre las dos monedas. En julio de 1932, siguiendo la estela del reciente Memorándum Briand, ambos estados firmaron con Holanda la Convención de Ouchy, mediante la que pactaron una reducción del 50 por ciento de sus aranceles interiores, a cumplir en cinco años, e invitaron a los estados vecinos a integrarse en el sistema. Pero los países que tenían acuerdos con el trío que incluían la cláusula de nación más favorecida — significadamente, el Reino Unido— protestaron y la unión aduanera quedó aplazada. Durante la Segunda Guerra Mundial, los tres países fueron conquistados por Alemania y luego liberados por los Aliados al precio de considerables destrucciones. Animados por los contactos entre los movimientos de la Resistencia, los gobiernos en el exilio londinense acordaron reiniciar el proceso de unificación aduanera. El 23 de octubre de 10
  • 11. 1943, firmaron la Convención Monetaria, que establecía la paridad interna para las transacciones comerciales. Y el 5 de septiembre de 1944, la Convención de la Unión Aduanera, conocida como Tratado de Londres, que creaba la Unión Aduanera Benelux, acrónimo formado con las primeras letras de los nombres de los tres socios. Una vez retomados a sus países, y tras un par de años dedicados a la reconstrucción, los gobiernos ratificaron estos acuerdos mediante la Convención de La Haya, de marzo de 1947, que entró en vigor el primer día del año siguiente. Suprimía las tasas de importación en los intercambios entre los estados miembros y fijaba tarifas aduaneras comunes para el comercio exterior. El fin último del Benelux era lograr la integración total de las tres economías coordinando sus políticas comerciales, financieras y sociales y asegurando la libre circulación de personas, capitales, bienes y servicios en el interior de su territorio. Sus diversas etapas de integración constituyeron, pues, auténticos ensayos generales para el Mercado Común europeo. Pese a que algunos desajustes ralentizaron el proceso —la economía holandesa tenía un considerable nivel de protección, mientras que la belga apostaba por el librecambismo, y la carencia de una autoridad supranacional dejaba mucho margen al disenso de los gobiernos— se fueron cubriendo las etapas previstas. Los contingentes en los intercambios de productos industriales entre los tres miembros fueron suprimidos en 1950. En 1953, se activó el Protocolo sobre las políticas comerciales, con relación a países ajenos a la Unión. Un año después, la libre circulación de capitales dentro del Benelux. Y en 1956, se alcanzó el desarme tarifario prácticamente total, por lo que los socios decidieron, finalizado el período transitorio, transformar el acuerdo aduanero en una Unión Económica. Puesta en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE), el Benelux se vinculó a ella, pero continuó como organización regional. Su Unión Económica se llevó a término mediante el Tratado de 3 de febrero de 1958, que entró en vigor a comienzos de 1960. En pocos años, la estructura económica de los tres estados cambiaría, estimulada por la concurrencia interior y la ampliación de los mercados, que posibilitó una división internacional del trabajo y la reestructuración de determinadas ramas de la producción. En 1962 sus gobiernos acordaron un régimen común de precios agrarios para la exportación. Dentro de sus fronteras se potenció la libre circulación de personas y de bienes, hasta llegar a la supresión de los controles fronterizos interiores en 1970, es 11
  • 12. decir, veinte años antes de la Convención europea de Schengen. Y los tres estados miembros concertaron sus políticas para abordar conjuntamente el proceso de integración en diversas instituciones continentales. Así, estuvieron presentes en la creación de la OECE, de la UEO, de la OTAN y de las Comunidades Europeas. Estas últimas reconocieron el valor del ejemplo de europeísmo aportado por el Benelux situando en su territorio dos de las tres sedes de las instituciones comunitarias: Bruselas fue sede de la Comisión Europea y del Comité Económico y Social, y Luxemburgo, del Tribunal Europeo de Justicia y del Banco Europeo de Inversiones. 5. DE BRUSELAS A WASHINGTON: BÚSQUEDA DE LA SEGURIDAD COLECTIVA Al margen de la concertación económica, otro camino de cooperación abierto para los gobiernos de la Europa occidental era la política común de defensa frente a la omnipresente amenaza de guerra que representaba el «bloque comunista». Y lo mismo sucedía en la Europa oriental con respecto al «bloque capitalista». Entre las sociedades europeas cundía la sensación de que la destructiva guerra de 1939-45 les había colocado en una situación de debilidad ante las nuevas superpotencias globales, los Estados Unidos y la Unión Soviética, y que ello comportaba el riesgo de verse arrastradas a una nueva confrontación planetaria que tendría en Europa su principal escenario. Como la rivalidad y la incompatibilidad entre los sistemas ideológicos, políticos y económicos del Este y del Oeste era un hecho cada vez más patente e irreversible, se hacía necesario establecer un sistema de seguridad continental que reflejase la bipolaridad del nuevo orden mundial. Para los países europeos pronorteamericanos, los que estaban asociados en la OECE, la disyuntiva era, o bien organizar una alianza militar propia para hacer frente a la potencial amenaza de la URSS en territorio europeo, o bien subordinar sus políticas de defensa —y con ellas las de sus imperios coloniales— a los intereses nacionales de los Estados Unidos, que mantenían un rosario de bases militares en Europa y disponían del elemento disuasorio de su poder nuclear. Pero aquí, como en el caso de la unión aduanera, británicos y continentales mantenían una dualidad de visiones. En Londres concebían una estrategia global de defensa, basada en una alianza casi planetaria entre los Estados Unidos, los países de la OECE con sus imperios coloniales, y los miembros de la Commonwealth británica, 12
  • 13. especialmente Canadá. Otros estados, como Francia, defendían la necesidad de contar con un sistema de seguridad exclusivamente europeo, aunque no necesariamente incompatible con uno global. En cualquier caso, las prioridades defensivas cambiaron radicalmente en tan sólo un par de años a partir de la derrota del Tercer Reich. Aunque la renovación de la alianza militar entre Francia y el Reino Unido mediante el Tratado de Dunquerque (4 de marzo de 1947) se dirigía todavía contra el peligro de una recuperación del poder militar alemán, subyacía en el pacto la posibilidad, cada vez más amenazante, de un enfrentamiento entre los aliados occidentales y la URSS. En enero de 1948, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, hizo en la Cámara de los Comunes un llamamiento a Bélgica, Holanda y Luxemburgo para que se unieran a la alianza franco-británica, que podría en un futuro ampliarse «a otros miembros de la civilización europea», en referencia bastante clara a la Alemania y la Italia derrotadas. El 10 de marzo, los comunistas checoslovacos acabaron, mediante el «golpe de Praga» con la única democracia parlamentaria existente en la Europa del Este. Dos días después, los países del Benelux se incorporaron al Pacto de Dunquerque a través del Tratado de Bruselas, que con el ambicioso título de «Tratado de Colaboración Económica, Social y Cultural y de Legítima Defensa Colectiva», iba dirigido a enfrentar el expansionismo soviético en Europa. El 17 de abril, Bevin y su colega francés, Bidault, dirigieron un mensaje a Washington, en nombre de los firmantes del Tratado de Bruselas, solicitando ayuda militar. Y cuando, en junio, la URSS originó una de las crisis más graves de la guerra fría con el bloqueo del Berlín occidental, un enclave ocupado militarmente por norteamericanos, británicos y franceses, los cinco socios decidieron ampliar su colaboración mediante una organización político-militar más estable. En septiembre se formalizó la Organización del Tratado de Bruselas (OTB). Su órgano supremo, el Consejo Consultivo, estaba integrado por los cinco ministros de Asuntos Exteriores y debía tomar sus resoluciones por unanimidad. Contaba también con una Comisión Permanente, establecida en Londres, para la gestión política y económica y un Alto Mando Militar, radicado en Fontainebleau (Francia). La OTB carecía de un órgano judicial propio para la resolución de conflictos, por lo que estos se remitirían al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. 13
  • 14. El Tratado de Bruselas, una alianza por cincuenta años que proclamaba como fines de sus miembros la defensa de «los principios democráticos, las libertades cívicas e individuales, las tradiciones constitucionales y el respeto a la ley, que forman su patrimonio común», era un éxito político para el europeísmo, pero no ocultaba la desastrosa situación militar de la Europa del Oeste. Con Alemania, Austria e Italia sometidas al estatuto de países vencidos —y ocupadas militarmente las dos primeras— y con el Reino Unido, Bélgica, Holanda y, sobre todo, Francia obligados a realizar un creciente esfuerzo militar en sus ámbitos coloniales, ante el surgimiento de movimientos de liberación, la prioridad en la recuperación económica dificultaba la realización de una política de rearme masivo. La generalizada creencia en una inminente Tercera Guerra Mundial, que enfrentaría al bloque capitalista con el comunista, favorecía que los gobiernos de la Europa occidental viesen en los Estados Unidos, entonces la única potencia nuclear, el último garante de la seguridad de sus países ante un eventual ataque de la URSS. Los norteamericanos poseían puntos de vista similares, basados en la necesidad de una estrategia atlántica que garantizara una defensa flexible de la Europa occidental, que en caso de guerra mundial quedaría convertida en primera línea del frente. La tradicional política estadounidense de alejamiento de los conflictos europeos, rota sólo en las guerras mundiales, cambió radicalmente el 11 de junio de 1948, a la raíz de la crisis de Berlín. Ese día, el Senado aprobó la Resolución 64, o Resolución Vandenberg, presentada por el senador republicano Arthur Vandenberg, que autorizaba al Gobierno la negociación de alianzas militares de carácter regional en todo el planeta, obviamente dirigidas contra la URSS, y la ayuda al rearme de sus aliados. Para ello se creó el Programa de Asistencia Militar, que vino a sustituir al Pan Marshall en el apoyo al rearme de la Europa del Oeste. Enseguida, los países de la Organización del Tratado de Bruselas se dirigieron a Washington solicitando fondos del Programa para emplearlos en la modernización de sus fuerzas armadas. En julio, en La Haya, la OTB acordó suscribir una alianza directa con los Estados Unidos. Las conversaciones condujeron al Tratado de Washington, de 4 de abril de 1949, origen de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Integraban la Alianza Atlántica, en el momento de su creación, doce estados: los cinco de la OTB, 14
  • 15. más los Estados Unidos, Canadá, Italia, Portugal, Noruega, Dinamarca e Islandia, a los que se unieron en 1952 Grecia y Turquía y, en 1955, la República Federal Alemana (en 2009 la OTAN alcanzaría los 28 miembros). Los fines de la Alianza quedaban expuestos en el Tratado fundacional: si cualquier miembro de la alianza era atacado, se consideraba una agresión a todos los miembros los cuales asistirán al miembro agredido, incluyendo el uso de la fuerza armada La OTAN se dotó de una organización muy compleja, como requería la coordinación y estandarización de tal número de ejércitos y el despliegue estratégico y logístico en un amplio espacio terrestre, aéreo y marítimo. Su sede central, el Comando Supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa (siglas en inglés, SHAPE) se situó en París, siempre bajo la jefatura de un militar norteamericano, el primero de los cuales fue el general Dwight D. Eisenhower. Aunque se trataba de una organización estrictamente militar, los gobiernos aliados buscaron dar una implicación política a la Alianza, para lo que el Tratado de Washington creó el Consejo del Atlántico Norte, conocido simplemente como Consejo Atlántico, con representantes de todos los gobiernos miembros. En abril de 1952 se estableció una Secretaría General, que recaería por períodos cuatrienales en políticos europeos —quien la puso en marcha fue, sin embargo un militar, el británico Hasting Ismay— y en 1955 se inauguró una Asamblea Parlamentaria, con la función de mantener la comunicación entre la Organización y los parlamentos nacionales. La existencia de la OTAN dividió profundamente a la sociedad europea. El antiatlantismo, no necesariamente vinculado a las simpatías prosoviéticas, pero básicamente situado en organizaciones políticas y sociales de la izquierda, así como en la derecha radical, arraigó entre quienes consideraban a la Alianza un «instrumento del imperialismo americano» que convertía a sus socios europeos en una suerte de protectorados políticos y económicos, progresivamente sometidos a una «americanización» de su modelo sociocultural. El antiatlantismo militante adoptó múltiples manifestaciones, la más espectacular, quizás, las periódicas marchas y concentraciones de protesta en las cercanías de las bases militares norteamericanas en Europa. Incluso en sectores de la derecha democrática el papel hegemónico de los Estados Unidos en la Alianza fue contestado como un serio obstáculo para las soberanías nacionales y la integración europea. 15
  • 16. En cambio, los partidos agrupados en torno a las dos grandes ideologías centristas del período, la socialdemocracia y la democracia cristiana, defendieron una estrecha asociación entre la Europa occidental y los Estados Unidos y favorecieron la creación de diversos grupos de presión, políticos, económicos e intelectuales, para fortalecer la relación atlántica desde el europeísmo. Tal es, notablemente, el caso del elitista Club Bilderberg, puesto en marcha a iniciativa de Józef Retinger, el príncipe Bernardo de Holanda, el primer ministro belga, Paul van Zeeland y el financiero americano David Rockefeller. El Club tomó el nombre del hotel de Oosterbeek (Holanda), donde se celebró la primera de sus reuniones anuales, en mayo de 1954. Formado por 130 miembros, jefes de Estado, políticos, banqueros, empresarios, militares, etc., se estructuró como un auténtico lobby, con sede en la ciudad holandesa de Leyden, para favorecer la continuidad de la OTAN y el reforzamiento de los vínculos entre Europa y los Estados Unidos. 6. LA DECLARACIÓN SCHUMAN La pugna entre federalistas y funcionalistas, más sobre los ritmos que sobre los objetivos, se decantó, en general, a favor de estos últimos cuando las iniciativas europeístas pasaron del ámbito privado al institucional de los estados. Gracias a ello, avanzó durante cuatro décadas la integración funcional, basada en el especializado ámbito económico y técnico de las tres Comunidades Europeas y sus «uniones» sectoriales —aduanera, monetaria, energética, económica— pese a las periódicas crisis de la cooperación intergubernamental. Ello permitió, a largo plazo, abrir una nueva fase, parcialmente inspirada en los principios federalistas, tras la constitución de la Unión Europea por el Tratado de Maastricht, de 1992. La primera etapa de la unificación europea debía ser, a juicio de la mayoría de los responsables de la planificación económica en la Europa occidental, una unión aduanera que garantizase la libertad de comercio y de circulación de personas. Pero los planteamientos económicos globales chocaban con suma frecuencia con intereses de la política interior de los estados, que resultaban prioritarios. Ello quedó manifiesto cuando se intentaron uniones de carácter regional. Tras el éxito del Benelux, el Gobierno francés animó al italiano a concluir una Unión Aduanera propia, la Francital. En marzo de 1949, los dos ministros de Asuntos Exteriores, Robert Schuman y el 16
  • 17. conde Sforza, firmaron el Tratado correspondiente, que debía estar plenamente vigente en 1955. Pero luego la Asamblea Nacional francesa se negó a ratificarlo, en gran parte por la presión de los sindicatos galos, que temían que la apertura de la frontera a la libre circulación de trabajadores fomentara una inmigración masiva de italianos. En el otoño, ambos gobiernos volvieron a intentarlo, esta vez con una Unión Aduanera a cinco, que incluyese a los países del Benelux, la llamada Fritalux, o Finibel por las siglas de sus miembros. Pero belgas y holandeses exigieron que el área de librecambio incluyera también a la naciente República Federal Alemana, en quien veían su principal socio comercial, y eso era algo que el Parlamento francés no estaba, por el momento, dispuesto a admitir. Por su parte, los británicos rechazaban integrarse en un mercado común europeo, temiendo que su política arancelaria resultara incompatible con su propio circuito económico imperial, la Commonwealth. No obstante, el Reino Unido, cuya economía se había recuperado muy rápidamente de los efectos de la guerra, no podía renunciar a los mercados continentales. Como alternativa a la unión aduanera, su propuesta era aún más funcional: una mera coordinación de políticas comerciales entre estados. Entró eco en los países nórdicos y en enero de 1950, Suecia, Noruega y Dinamarca se unieron al Reino Unido en Uniscan (United Kingdom-Scandinavia). Pero no existió la necesaria sintonía, dada la enorme disparidad entre la economía británica y las escandinavas, y en 1954 el Gobierno socialdemócrata danés, con un sistema proteccionista para su agricultura, rechazo la política común en materia agrícola, lo que acarreó el colapso de la organización. Para entonces, los estados escandinavos habían creado el Consejo Nórdico (febrero de 1953), una organización regional más modesta en sus planteamientos, pero que tuvo cierto éxito al establecer una unión de pagos, la libre circulación de trabajadores, un convenio de seguridad social y la supresión de barreras aduaneras interiores. Pese al fracaso del Fritalux, la idea de una cooperación económica entre los países de la Europa occidental basada en la unión aduanera y en la complementariedad de las áreas de producción industrial y energética siguió despertando notables entusiasmos, sobre todo en Francia. Entre sus más decididos partidarios se encontraba Jean Monnet, quien se encargaba de aplicar los recursos del Plan Marshall a la recuperación de la economía francesa en su condición de comisario general del Plan de Modernización y 17
  • 18. Equipamiento, que ponía el acento en la potenciación de la industria pesada. Aunque federalista convencido, Monnet era lo suficientemente pragmático para admitir que la vía funcionalista, con un marcado carácter tecnocrático, era la más práctica, a corto plazo, para forjar lazos de solidaridad entre los gobiernos europeos sin necesidad de una continua apelación emotiva a la movilización europeísta de sus pueblos. Gobiernos que, como había puesto de manifiesto el fracaso del proyecto federalista del Consejo de Europa, poseían la llave de los procesos de integración continental. Fiel a su vieja idea de priorizar la cooperación con el Reino Unido, Monnet intentó, a lo largo de 1949, negociar con su homónimo británico, Edwin Noel Plowden, una planificación conjunta de la recuperación industrial para la Europa occidental. Pero, una vez más, las reticencias de la Administración británica a implicarse en el proceso de integración continental condujeron a un callejón sin salida. Por lo tanto, Monnet se decantó por la otra opción, la que convertía a la Alemania Federal en el partenaire ideal de Francia en el impulso industrial. Pero antes, había que superar la herencia traumática de la Segunda Guerra Mundial. En torno al valle del Rin existía un extenso espacio, compartido por cinco estados, en el que áreas intensamente industrializadas estaban próximas a ricas cuencas carboníferas y a zonas con minería del hierro. Este espacio, que algunos denominaban Lotaringia en recuerdo de una entidad feudal que existió allí en la Edad Media, había visto condicionado su desarrollo por la existencia de fronteras estatales y economías nacionales proteccionistas, que dificultaban la complementariedad transfronteriza de los yacimientos de carbón y mineral de hierro con las zonas de concentración fabril. Tras la Segunda Guerra Mundial, la producción de carbón y de acero, entonces la clave del progreso industrial, se convirtió en un problema político de envergadura, ya que afectaba al estatuto de dos regiones alemanas ocupadas por los Aliados: el valle del Ruhr, una zona de gran concentración de la industria siderúrgica, y el Sarre, muy rico en carbón. Desde el final de la guerra mundial, la ONU encomendó la administración del territorio del Sarre a París, donde algunos círculos políticos y económicos defendían su plena incorporación a Francia. A partir de 1947, el Sarre dispuso de su propia Constitución y un año después se creó un sistema monetario, basado en el franco francés. Pero la 18
  • 19. reivindicación de la región como territorio nacional por la recién creada República Federal Alemana (RFA) se iba a convertir en un problema político de cierta importancia y en una amenaza implícita para unos proyectos europeístas que requerían de la entente franco-germana. Algo parecido sucedía con el Ruhr. Tras la guerra, británicos y norteamericanos habían ocupado la región. Cuando se creó la RFA, Francia y el Benelux presionaron para que no se entregara el control de la industria pesada de la zona al Gobierno de Bonn y lo mantuvieron en manos de la Autoridad Internacional del Ruhr, establecida en marzo de 1948 mediante el Acuerdo de Londres. Era fácil comprender que las soluciones aportadas por los Aliados vencedores, tanto en el Sarre como en el Ruhr, no podían ser sino provisionales. Pero la entrega de ambas regiones a la soberanía plena de RFA, como defendían los americanos, sembraba mucha desconfianza en quienes, tan sólo cuatro años después de la caída del Tercer Reich, albergaban temores sobre el futuro papel de la renacida Alemania. En este contexto, la precoz experiencia del Benelux, basada en la cooperación económica internacional, la unión aduanera y el uso complementario y supranacional de los recursos del carbón y del acero, ofrecía una salida combinada al estatus económico de ambas regiones que algunos círculos europeístas comenzaron a defender. Esta fórmula, que respetaría formalmente la soberanía germana sobre el territorio, fue reiteradamente apoyada por los políticos alemanes a partir de la primavera de 1949. También halló eco en Washington, donde el secretario de Estado, Dean Acheson, era un firme partidario de que la RFA se incorporase con normalidad al concierto europeo a través de la OTAN y de la cooperación económica con Francia. En 1950, Jean Monnet decidió profundizar en esta vía funcional, que beneficiaría al propio crecimiento industrial francés. A la cabeza de un equipo de jóvenes economistas, comenzó a defender la cooperación industrial europea con la formación de un pool de empresas del carbón y del acero, sostenido y controlado por los estados. Monnet concedía especial importancia a la cuestión del Rhur, ya que consideraba que el modelo de administración supranacional de sus acerías podía trasladarse a las del conjunto de países que vertebraban el eje renano, sin merma de sus soberanías nacionales. En abril expuso su idea al jefe del Gobierno galo, George Bidault, quien delegó el tema en el 19
  • 20. ministro de Asuntos Exteriores, Robert Schuman. Ciudadano francés, nacido en Luxemburgo y con el alemán como lengua materna, el democristiano Schuman era un político especialmente capacitado para desarrollar el proyecto europeísta de Monnet, a quien animó a ponerlo por escrito. Este formó para ello equipo con su segundo en la Comisaría, Étienne Hirsch, el economista Pierre Uri, Paul Reuter, asesor legal del Ministerio de Asuntos Exteriores, y Bernard Clapier, jefe del Gabinete del ministro. El 1 de mayo de 1950, Monnet envió el memorándum a Schuman quien, a su vez, redactó una declaración más breve y solemne. En ella ofrecía a la opinión pública de los países de la Europa occidental el primer proyecto oficial de integración continental, construido a partir de una entente franco-alemana y con el carbón y el acero como ejes unificadores. Tras el visto bueno del Consejo de Ministros francés, se comunicó el proyecto al canciller de la RFA, el democristiano Konrad Adenauer, quien se mostró de acuerdo, al igual que lo hizo Acheson, informado por el político alemán. La Declaración Schuman, que se presentó el 9 de mayo —posteriormente declarado Día de Europa— comenzaba con una manifiesta adhesión a la línea funcionalista de integración gradual por objetivos. Descartada ya la adhesión inicial de los británicos, el proceso de integración se basaría en una entente franco-alemana. Para ello era necesario poner fin a la rivalidad entre ambos pueblos, que había conducido a frecuentes guerras. Para abrir una nueva etapa de colaboración entre Francia y la República Federal Alemana, Schuman proponía que el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y de acero se sometiese a una Alta Autoridad común, en una organización abierta a los demás países de Europa. A partir del carbón y del acero se iniciaría la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea. La Alta Autoridad sería establecida mediante un Tratado negociado y firmado por los estados miembros. La constituirían «personalidades independientes, designadas en forma paritaria por los gobiernos, quienes elegirán de común acuerdo un Presidente». Las misiones del organismo supranacional, «cuyas decisiones obligarán a Francia, Alemania y los países que se adhieran», serían: garantizar la modernización de la producción y la mejora de su calidad; el suministro, en condiciones idénticas, del carbón y del acero en el mercado francés y alemán, así como en los de los países adherentes; el 20
  • 21. desarrollo de la exportación común hacia los demás países; la equiparación y mejora de las condiciones de vida de los trabajadores de esas industrias. La formación de oligopolios privados se evitaría poniendo la regulación del pool industrial en manos de los estados. Los gobiernos alemán y francés asumieron el proyecto Monnet-Schuman e invitaron a integrarse en él a sus socios de la OECE. Aceptaron Italia y los tres países del Benelux mientras que el Gobierno británico, al que París y Bonn habían marginado en su iniciativa, permanecía retraído. Tras casi un año de trabajo de una comisión de expertos, el 18 de abril de 1951 se firmó en París el Tratado fundacional de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). La Pequeña Europa, la Europa de los Seis acababa de nacer. 21