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TEMA 6. EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN
Cuando, en abril de 1939, terminó la guerra civil española con el triunfo del bando
nacional, el Nuevo Estado implantado por el general Francisco Franco y sus
colaboradores mantenía con otros dos estados europeos, la Alemania nazi y la Italia
fascista, unas relaciones tan estrechas como hacía muchas décadas que no establecían
los gobiernos españoles con ningún otro país. Ello se debía tanto a la interesada ayuda
que ambas potencias habían prestado al bando franquista durante la guerra como
a la manifiesta identificación del llamado Régimen del 18 de Julio y de su Partido
Único —Falange Española Tradicionalista y de las JONS— con una ideología
totalitaria, el fascismo, que en aquellos años triunfaba en buena parte del Continente.
Pese a estas circunstancias, la dictadura española evitó unir su suerte a la de los
regímenes que integraban el Nuevo Orden Europeo. Franco envió a la División Azul a
combatir en las filas del Ejército alemán en Rusia, pasó de la neutralidad a la no
beligerancia dando imagen de su alineamiento político con el Eje y llegó a
comprometer la entrada en guerra al lado del Tercer Reich, siempre que se satisficieran
sus enormes demandas de armas y su suministros así como la cesión de buena parte del
imperio africano de Francia. Como esto no se le dio, Franco no entró en la guerra y a
partir de los últimos meses de 1942, cuando la derrota alemana en Stalingrado y el
desembarco aliado en el norte de África cambiaron el signo de la contienda, impulsó un
retorno a la neutralidad, más favorable a los Aliados conforme adquiría certeza de su
victoria final.
1. DEL AISLAMIENTO A LA NEGOCIACIÓN
El franquismo se enfrentó, por lo tanto, a una mera condena moral en las
Conferencias de Postdam y de San Francisco. España no fue tratada como un país
enemigo, aunque quedó fuera de la Organización de Naciones Unidas, y por lo tanto de
la comunidad internacional, por su colaboración con la Alemania nazi. Mayor
importancia tuvo su exclusión, fundamentalmente por el veto de las democracias
europeas, de la ayuda económica norteamericana canalizada a través del Plan Marshall,
cuya ausencia contribuyó a agrandar el abismo entre las economías en recuperación de
la Europa occidental y una economía española estancada en el aislamiento de la
1
autarquía. En la Europa occidental, fuera del Portugal salazarista, el régimen español
era tratado con suma hostilidad y el Gobierno francés llegó a cerrar la frontera común
en 1947, marcando el punto cenital del período de aislamiento del franquismo, abierto
un año antes con la recomendación de la ONU a sus miembros para que cerrasen sus
representaciones diplomáticas en Madrid. Pero ninguna de estas medidas de aislamiento
implicaba peligro real para la continuidad de la dictadura. La oposición antifranquista,
representada por el Gobierno republicano en el exilio y que desarrollaba una activa
lucha de guerrillas en el interior, no logró una intervención militar de los Aliados para
restaurar la democracia.
La consolidación de la dinámica de la guerra fría en las relaciones internacionales
puso en valor el anticomunismo visceral del Régimen y le fue abriendo espacios de
proximidad al bloque occidental, en especial tras el acuerdo de septiembre 1953 con
Washington para que las Fuerzas Armadas norteamericanas utilizaran bases aéreas y
navales en territorio español. Sin embargo, la diplomacia franquista no logró, nunca, su
meta de ingresar en la OTAN, ante el veto permanente de las democracias europeas. Y
cuando estas pusieron en marcha el proceso de integración económica, primero con la
CECA y luego con la CEE, la dictadura española fue expresamente marginada en
las negociaciones para constituir las Comunidades.
Por encima de las relaciones individuales con los países del Continente, el franquismo
hubo de buscar un criterio propio ante la apertura del proceso de integración europea.
En el seno del Régimen, las divergencias eran muy señaladas sobre este tema, aunque el
debate «Mercado Común sí, Mercado Común no» se realizaba con sordina en unos
medios de comunicación sometidos a la censura gubernativa. Estaban, por un lado
quienes, desde las filas del pensamiento tradicionalista, desde el falangismo o de
sectores económicos partidarios de la autarquía, o al menos de un fuerte
nacionalismo económico, consideraban que la aproximación a la nueva Europa y a su
modelo «demo-liberal» suponía una amenaza para la naturaleza de la sociedad y del
sistema político españoles, que estaban muy diferenciados de su entorno. Y por otro
quienes, desde posiciones no necesariamente europeístas, apreciaban en ello una
oportunidad de modernización social y económica que no podía dejarse pasar.
Entre estos últimos destacaron, aunque por motivos diferentes, los representantes de dos
familias políticas franquistas, denominadas por los historiadores como católica y
2
tecnócrata.
a). Los católicos buscaban puntos de convergencia con la democracia cristiana europea,
con la vista puesta en una cierta democratización política del Régimen, muy
limitada y a largo plazo. Con el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-
Artajo, y otros miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas
(ACNP) como impulsores, en 1952 se creó el Centro Europeo de Documentación
e Información (CEDI), dirigido por Alfredo Sánchez Bella, director del Instituto
de Cultura Hispánica y presidido por el archiduque Otto de Habsburgo. El Centro
fue un foco de contactos de los sectores católicos del franquismo con la derecha
democrática europea y de difusión de los ideales europeístas, aunque también de
propaganda franquista entre los medios católicos del Continente. Por otro lado, en
los ambientes democristianos y conservadores menos afectos al Régimen surgió, en
1954, la Asociación Española de Cooperación Europea, entre cuyos dirigentes
figuraban el monárquico José Yanguas Messía, el periodista y miembro de la
ACNP Francisco de Luis y José María Gil-Robles, tenaz opositor a Franco y
figura de relieve en la Democracia Cristiana europea.
b). Por su parte, los tecnócratas, hegemónicos en las áreas económicas de la
Administración y cuyos ideólogos más destacado fueron el diplomático Gonzalo
Fernández de la Mora y el jurista Laureano López Rodó, no tenían
planteamientos políticos distintos del autoritarismo básico del Régimen, pero
necesitaban el acercamiento a la Europa comunitaria como vínculo de
modernización social y de una paulatina liberalización económica, que abriera
mercados exteriores y permitiera masivas entradas de capital extranjero al margen
del que procedía de los Estados Unidos.
Entre los detractores del europeísmo vinculado a ideales de democracia parlamentaria y
de economía de mercado se encontraban, además de la plana mayor del falangismo y
del tradicionalismo, el propio general Franco y su estrecho colaborador, el almirante
Luis Carrero Blanco. Su opinión de los políticos europeos, a quienes calificaban con
frecuencia de agentes de la Masonería y el comunismo, no mejoró con el tiempo. Pero
su reconocido pragmatismo les hizo comprender a ambos, ante la dureza de la crisis del
sistema autárquico, que la apertura a los mercados europeos era la única solución para
abandonar un modelo económico que no ofrecía perspectivas de crecimiento.
3
El Gobierno de 1957, presidido como todos los anteriores por Franco, supuso la entrada
de los tecnócratas en las áreas económicas del Ejecutivo y, con ello, el principio del fin
de la ruinosa etapa de la autarquía con el inicio, dos años después, de un duro Plan de
Estabilización que preparó las estructuras económicas del país para un modelo de
desarrollismo acelerado. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el católico
Fernando María Castiella, coincidía con sus colegas tecnócratas del área económica
del Gobierno en que la necesidad de favorecer acuerdos con el Mercado Común.
Asuntos Exteriores se sumó, pues, a las iniciativas que alentaba el ministro de
Comercio, Alberto Ullastres y que tuvieron una primera respuesta en el plano interior
ya en julio de 1957, con la creación de la Comisión Interministerial para el estudio
de la Comunidad Económica (CICE), integrada por representantes de ocho
ministerios, el presidente del Consejo de Economía Nacional y el delegado nacional de
Sindicatos.
En enero de 1959, a punto de despegar el Plan de Estabilización, el Gobierno dirigía
una encuesta a organismos como el Banco de España, la Organización Sindical, el
Consejo de Cámaras de Comercio, o el Consejo Superior Bancario, sobre la
conveniencia de abordar la convertibilidad de la peseta, liberalizar parcialmente el
comercio exterior e iniciar el acercamiento al Mercado Común. Lo favorable de las
respuestas fortaleció la convicción de los responsables ministeriales de que la única
opción viable para la economía española era su paulatina integración en el ámbito
comunitario. A ello le siguió la creación, en 1960, de una Misión Diplomática ante la
CEE, destacada en Bruselas y presidida por el embajador José Núñez Iglesias, conde
de Casa Miranda. Y, en paralelo, el Gobierno ensayó algunas maniobras de diversión,
destinadas a sondear la receptibilidad de otros sistemas comerciales. Así, hubo
algunos contactos, que no prosperaron, con los miembros de la Asociación Europea de
Libre Comercio (AELC), creada ese mismo año por el Reino Unido y otros siete
países, incluido el Portugal salazarista. A comienzos de 1961 se intentó negociar,
también sin éxito, el estatuto de observador para España en la Asociación
Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).
El rechazo latinoamericano, así como la escasa eficacia de la AELC, hicieron cada vez
más patente para las autoridades españolas que su asociación económica necesaria era
4
con los países de la CEE, cuyo peso en el comercio exterior español comenzaba a ser
fundamental. Resultaba ahora evidente lo peligroso que resultaba quedarse fuera del
sistema comercial comunitario. En 1961, Bruselas estableció la proteccionista Política
Agrícola Común (PAC), que perjudicaba noblemente las exportaciones de frutas y
legumbres españolas a los Seis, y Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega,
miembros de la AELC, solicitaron el ingreso en la CEE, limitando aún más las
posibilidades de diversificación comercial de España.
A comienzos de los años sesenta, gracias en buena medida a la labor de zapa que
realizaba Castiella, Franco se mostraba dispuesto a apoyar unos primeros y tímidos
gestos de aproximación hacia la estructura comercial de la Comunidad Económica
Europea, pero imponía dos fuertes limitaciones de partida. El acercamiento debía
hacerse teniendo presente que la economía española no padezca perjuicios en
ninguno de sus sectores básicos —nada de librecambio— y siempre que estuviera
garantizada la continuidad de las instituciones políticas españolas. Los Principios
del 18 de Julio, base doctrinal de la dictadura, seguirían siendo, por lo tanto, intocables.
Por otra parte, los círculos moderados de la oposición antifranquista comenzaban a dar
importancia al europeísmo como medio de presión contra el Régimen. En septiembre
de 1961 las autoridades gubernativas vetaron la celebración, en Palma de Mallorca, de
una Semana Europeísta Española, promovida por la Asociación Española de
Cooperación Europea que presidía José María Gil-Robles. Y en junio del año
siguiente, la presencia de antifranquistas españoles, liberales, democristianos y
socialistas, en el congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich provocó una
furiosa reacción del Gobierno. El Ministerio de Información y Turismo activó una dura
campaña denigratoria contra los asistentes al «contubernio de Múnich», varios de los
cuales fueron confinados gubernativamente en lugares remotos del país tras la
suspensión gubernativa de algunos artículos del Fuero de los Españoles, la exigua
declaración de derechos ciudadanos que Franco había otorgado en 1945 como parte de
la puesta en marcha de su democracia orgánica. La imagen exterior que ello dio al
Régimen fue sumamente negativa y reforzó los argumentos de aquellos sectores de las
sociedades europeas que rechazaban de plano la aproximación de la España franquista a
la CEE.
5
Sin embargo, por aquellos meses, Madrid culminaba, con el apoyo norteamericano, el
proceso iniciado en 1958 de integración en algunos de los principales organismos de la
economía capitalista mundial, tal como había sido organizada a partir de los Acuerdos
de Bretón Woods: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo en Europa (OCDE). Para la
mayoría de los gobiernos occidentales y para los gestores, públicos y privados, de sus
economías, la España del desarrollismo era un apetecible socio comercial y su clara
definición anticomunista la incluía, sin duda, en la esfera del «mundo libre».
El Gobierno español contempló con suma atención la aparición de la figura de la
asociación comercial a la CEE, que otorgaba a sus beneficiarios un estatus
privilegiado en sus relaciones con la Europa comunitaria. Dado que la adhesión plena a
las Comunidades implicaba la existencia de una democracia homologable con las de
los Seis, y que ello era imposible mientras viviera Franco, tanto en Asuntos Exteriores
como en los ministerios económicos se habían propuesto alcanzar el estatuto de
asociación como un objetivo realista, siempre que el Régimen estuviera dispuesto a
asumir un maquillaje aperturista ante la opinión pública europea. Se animaron, por lo
tanto, maniobras de aproximación. Entre 1958 y 1962, la Administración española se
incorporó a 22 organismos conjuntos, pero se trataba siempre de organismos técnicos
que no implicaban membresía, ni asociación alguna con el Mercado Común Europeo.
Logrado el reticente visto bueno de Franco, Castiella se atrevió a dar un paso más
ambicioso. El 9 de febrero de 1962, dirigió una carta al presidente del Consejo de
Ministros de la CEE, el francés Couve de Murville, solicitando la apertura de
negociaciones para examinar la posible vinculación de España con la Comunidad
Económica Europea, pudiendo llegar con el tiempo a la plena integración.
El político español no entraba a definir la fórmula de la «vinculación» y se ceñía a
cuestiones económicas. Con absoluto realismo, pasaba por alto cualquier esfuerzo de
obtener una homologación del régimen con las democracias europeas, que hubiera
permitido pensar en una integración en la CEE, más allá de una mera asociación
comercial, que era la que latía en el fondo de la carta.
Pero incluso esta última posibilidad estaba lejos del alcance del franquismo. Semanas
6
antes de la carta de Castiella, el 15 de enero de 1962, el eurodiputado alemán Willy
Birkelbach había logrado la aprobación del Parlamento Europeo para su Informe sobre
las condiciones de ingreso en las Comunidades de los países que lo solicitaran, que
excluía la integración o asociación de regímenes dictatoriales, como España o
Portugal. La oficialización de la doctrina Birkelbach en la CEE llevó a que la respuesta
de Couve de Murville, producida un mes después de la solicitud española, fuera
estrictamente protocolaria y no comprometiese a nada. Poco después, la represión
oficial desatada por el Gobierno sobre los opositores asistentes al Congreso de Múnich
reafirmó a las autoridades comunitarias en la necesidad de extremar las cautelas a la
hora de tratar con el régimen español. Y el fusilamiento, tras un proceso lleno de
irregularidades, del dirigente comunista Julián Grimau, en abril de 1963, deterioró aún
más la imagen del franquismo en toda Europa, donde se produjeron masivas
manifestaciones de protesta.
2. LA VINCULACIÓN COMERCIAL
Sin embargo, la dictadura española estaba acostumbrada a soportar este tipo de
turbulencias exteriores. A comienzos de 1964, con la apremiante necesidad de abrir
mercados al desarrollo industrial en marcha, Asuntos Exteriores volvió a la carga. El
14 de febrero, el representante ante las Comunidades, Núñez Iglesias, remitió una carta
a la Comisión Europea que era un mero recordatorio de la falta de respuesta a la de dos
años atrás y de que «el Gobierno español sigue teniendo el mismo interés por la
Comunidad». Esta vez, a pesar de que presidente de la Comisión, el socialista Paul-
Henri Spaak, no era precisamente un admirador de Franco, sí hubo contestación
favorable en el mes de junio, aunque sólo era un vago acuerdo de abrir
«conversaciones exploratorias» para examinar «los problemas económicos» que
creaba a España su exclusión del Mercado Común y «buscar las soluciones apropiadas».
La Comisión Europea cedía así ante el interés de los gobiernos de los Seis por el
emergente mercado español y, sobre todo, ante la actitud tolerante hacia el franquismo
de los gobernantes de la RFA y de Francia y se alejaba de la línea del Parlamento
Europeo, cuya opinión seguía siendo contraria a cualquier negociación con España.
Las «conversaciones exploratorias» se iniciaron el 9 de diciembre de 1964, llevadas por
parte española por la CICE, bajo la presidencia Núñez Iglesias, aunque la Comisaría
7
del Plan Desarrollo, de la que era titular Laureano López Rodó, ejercía tareas de
coordinación. Para la gestión técnica del proceso, Asuntos Exteriores creó, dentro de la
Dirección general de Organismos Internacionales, una Subdirección de Relaciones con
las Comunidades Europeas que se encomendó al diplomático José Luis Cerón, quien
actuó en adelante como secretario de la Comisión Interministerial y principal
negociador ante las autoridades de Bruselas. Su interlocutor era Jean Rey, comisario
europeo y presidente del Grupo de Trabajo de Relaciones Exteriores de la CEE.
Pero el esfuerzo de ambas partes se vio lastrado desde el principio por las reservas
de los gobiernos europeos, muy conscientes de lo impopular que era en sus países la
dictadura española. Y la «crisis de la silla vacía» paralizó las negociaciones durante
meses.
También desde el principio se presentó un serio problema en España. La competencia
de Asuntos Exteriores en la negociación se veía amenazada por el sesgo estrictamente
técnico que le imprimían los miembros de las áreas económicas de la CICE, bajo la
presión de la Comisaría del Plan de Desarrollo. Los ministros tecnócratas, envueltos
en un aura de modernidad funcional y eficacia que se vendía muy bien, no estaban por
la labor de dejar al equipo católico de Asuntos Exteriores la gestión de unas relaciones
con la CEE que, desde su punto de vista, difícilmente avanzarían hacia acuerdos
concretos si no se contemplaban desde una perspectiva estrictamente comercial.
Tras el cambio de Gobierno de julio de 1965, que fortaleció aún más la posición de los
tecnócratas, Franco elevó la Misión Diplomática ante las Comunidades al rango de
Embajada y designó para el puesto al ministro de Comercio saliente, Alberto
Ullastres, como embajador y jefe, por tanto, de la futura delegación negociadora, en
detrimento del organigrama interno de Asuntos Exteriores, del que procedía el anterior
representante, Núñez Iglesias. Frente a la esperanza de obtener un estatuto político de
asociación con la CEE que alentaba Castiella, Ullastres comprendió enseguida que los
proyectos de lograr algún tipo de adhesión a los organismos comunitarios como Estado
asociado, o de alcanzar grandes acuerdos económicos, estaban condenados al fracaso.
Consideraba más realista convencer al Gobierno para que negociara un simple acuerdo
de comercio preferencial, que redujese, con un trato privilegiado, las desventajas que
reportaba a la economía nacional la existencia del gigante comunitario, que ya aportaba
el 57 por ciento de las importaciones españolas. Una opción que, por otra parte,
8
concedería un trato prioritario a las exportaciones industriales, el buque insignia del
desarrollismo, en detrimento de los intereses del sector agrario, que debía competir en
muy difíciles condiciones con una docena de países mediterráneos, de agricultura
similar, que ya estaban en la CEE, aspiraban a entrar o negociaban acuerdos de
asociación o de comercio preferencial.
Las conversaciones exploratorias, reanudadas a comienzos de 1966, fueron largas y
difíciles y se vieron complicadas por un fenómeno exógeno: las profundas
divergencias surgidas en el seno de la CEE en torno a la Política Agraria Común,
que llevó a Italia, a rechazar, alegando la doctrina Birkelbach, la posibilidad de un
acuerdo de asociación con un país de agricultura similar a la suya, como era España.
Rechazo en el que los italianos fueron apoyados, por causas políticas, por los países del
Benelux. En diciembre de 1966, el Consejo Europeo planteó tres posibles vías para la
negociación formal con España:
a). Un acuerdo comercial sobre determinados productos.
b). Un acuerdo de asociación.
c). Un acuerdo comercial preferente de carácter general, negociado en dos fases.
La primera propuesta fue rechazada por el Gobierno español, que la consideraba
claramente insuficiente. La segunda suscitó el rechazo de los países del Benelux y de
Italia, que consideraban que la asociación hubiera implicado una legitimación política
del franquismo.
Por lo tanto, la Comisión Europea se limitó a asumir una propuesta de acuerdo
comercial preferente, que se empezó a negociar en septiembre de 1967. Y tan sólo se
estudió la primera fase de las dos previstas, centrada básicamente en «una zona de
librecambio debilitada» sobre todo de comercio de productos industriales, con una
etapa de progresiva reforma arancelaria no inferior a seis años. La culminación de esta
primera fase no supondría, por otra parte, el inicio de la segunda, sino que habría que
negociarla entonces a la vista de los resultados obtenidos. En realidad, dada la vigencia
de la doctrina Birkelbach, eso era todo lo que Bruselas podía ofrecer.
La propuesta comunitaria de acuerdo comercial, conforme al artículo 113 del Tratado de
9
Roma, preveía para la primera fase rebajas arancelarias por capítulos de productos,
de muy distinto calibre para cada parte. La CEE asumiría una rebaja del 60 por ciento
en la importación de la mayoría de los productos industriales españoles y de un 40 para
los textiles y el calzado. Por su parte, España asumiría una rebaja muy inferior de sus
aranceles, que sería del 25 para más de la mitad de sus importaciones industriales de la
CEE. En cuanto a la agricultura, donde la producción comunitaria apenas disfrutaría de
reducción de aranceles a su entrada en España, unos pocos productos hispanos se verían
beneficiados por el acuerdo preferencial, pero no aquellos que competirían
abiertamente con la producción de los miembros de la CEE —aceite, frutas y
horticultura, bebidas alcohólicas— y que suponían el grueso de la agricultura española
de exportación. Frente a estas propuestas, Ullastres y sus colaboradores proponían un
desarme arancelario prácticamente total para las principales exportaciones
industriales españolas a la CEE, a cambio de una reducción entre el 35 y el 40 para el
resto de las manufacturas. En cuanto a la agricultura, defendían un desarme
arancelario total para los productos no sujetos a reglamento comunitario y un
acuerdo preferencial para todos los demás.
La crisis monetaria de finales de los años sesenta, que forzó la devaluación de la peseta,
llevó al cierre del primer Mandato negociador sin haber alcanzado un acuerdo. En
octubre de 1969, tras recibir la Comisión bilateral un segundo Mandato, la delegación
española retornó a Bruselas. La integraban el nuevo ministro de Asuntos Exteriores,
Gregorio López-Bravo, el embajador Ullastres, el director general de Relaciones
Económicas Internacionales, José Luis Cerón y representantes de los ministerios de
Comercio, Agricultura e Industria. La ronda culminó con el Acuerdo Comercial
Preferencial, firmado en Luxemburgo el 29 de junio de 1970 por López-Bravo, Pier
Haarmel, presidente del Consejo de Ministros de la CEE y Jean Rey, presidente de la
Comisión Europea. En el acto protocolario, López-Bravo expuso con claridad las
ventajas que veía la parte española en el acuerdo preferencial: la posibilidad de
aumentar la productividad y la relación con el exterior de España, así como favorecer
las inversiones, incrementar los intercambios y ayudar a equilibrar la balanza, y así
favorecer el desarrollo económico español para alcanzar el nivel europeo.
El acuerdo, que se ceñía a la CEE y excluía por lo tanto los ámbitos de competencias
comunitarias de la CECA y la Euratom, estaba destinado a permitir una progresiva
10
liberalización comercial, pero en términos desiguales para ambas partes. Preveía dos
etapas, cerradas y sin continuidad automática de la una a la otra. La primera, ya
pactada y con una duración de seis años, hasta el 31 de diciembre de 1976, consistía en
un calendario de reducción muy limitada de aranceles y de contingentes, a fin de ir
hacia «la supresión progresiva de los obstáculos esenciales al comercio». Luego se
negociaría la apertura de la segunda etapa, «por común acuerdo entre las Partes, en la
medida en que se reúnan las condiciones», con mayores cotas de liberalización, que
no se detallaban aunque se señalaba como objetivo «la supresión de los obstáculos con
respecto a lo esencial de los intercambios entre España y la Comunidad Económica
Europea». Es decir, un mínimo acuerdo de librecambio, pero sin unión aduanera.
Más allá no se preveía nada mientras España no fuese una democracia parlamentaria.
El Acuerdo Preferencial de 1970, en vigor desde el 1 de octubre, fue admitido por la
Comisión Europea en la creencia de que España podía exportar fundamentalmente
productos agrícolas, Por lo tanto, Bruselas procuró no ceder en el desarme arancelario
del mercado agrario. Pero en el terreno industrial, que los técnicos de la Comisión
consideraban muy secundario, sí concedió a España un generosísimo desarme, que
las empresas españolas, con una inesperada capacidad de expansión, supieron
aprovechar para ganar cuota de mercado rápidamente en el exterior e importar a precios
muy convenientes los bienes de equipo que no producían. Cuando terminó el primer
período, los desarmes arancelarios eran de hasta el 63 por ciento —el 57, de media—
para las exportaciones españolas de productos industriales, siempre que respetasen unos
precios mínimos en la frontera. En la misma fecha, sólo el 5 por ciento de las
importaciones desde países comunitarios seguían sujetas a cuotas, con una reducción
arancelaria media del 25 por ciento para el conjunto de los productos del Mercado
Común. El Acuerdo de Luxemburgo fue presentado a la nación como un rotundo
triunfo del Régimen, sobre todo en el terreno político. Pero en realidad, aunque fue
un gran avance, por cuanto permitió incrementar significativamente el comercio con los
países comunitarios, no implicó ningún cambio en el radical veto político de estos a la
dictadura franquista. Era un simple acuerdo comercial, sin trazas de asociación ni de
integración. Formalmente, España sólo logró ante la CEE el mismo estatus jurídico que
Marruecos, Túnez e Israel, países ribereños del Mediterráneo con los que competía por
el mercado agrícola comunitario.
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Las prolongadas negociaciones no provocaron grandes pasiones en España, fuera de
reducidos círculos empresariales e intelectuales. El europeísmo era un sentimiento
difuso, un tanto ajeno a las preocupaciones de la población. Había, desde luego, ilustres
europeístas, como Salvador de Madariaga o José María Gil-Robles, pero
permanecían exiliados, estaban en un discreto segundo plano político o eran
manifiestamente antifranquistas. Los reflejos ideológicos defensivos creados en los
años de la autarquía y del aislamiento diplomático habían fomentado el rechazo de
buena parte de la población española a lo que representaba la nueva Europa
democrática. Entre los propagandistas del franquismo persistía el desprecio hacia el
orden «demoliberal» restaurado en su entorno europeo, que era contemplado poco
menos que como la antesala del comunismo. Pero también había un lógico reflejo de
autodefensa conforme se observaba que el Régimen era excluido de las principales
organizaciones internacionales de la Europa democrática y que tal exclusión sólo podría
terminar cuando concluyera la propia dictadura del general Franco. Este, por otra parte,
asumió el hecho de que la negociación se limitara a un acuerdo comercial como una
bofetada de la Europa comunitaria a su régimen.
3. FRENAZO EN EL MERCADO COMÚN
La entrada en las Comunidades de tres nuevos miembros, Dinamarca, Inglaterra e
Irlanda, oficializada en enero de 1973, obligó a una modificación técnica del acuerdo
comercial hispano-comunitario, mediante un Protocolo Adicional por el que, a lo largo
de ese año, no se aplicó el acuerdo a los tres nuevos socios. La ampliación comunitaria
había sido aprovechada por la parte española para solicitar, ya en octubre de 1971
durante las negociaciones para la adhesión británica, una renegociación de la primera
fase del Acuerdo Preferencial que facilitase un mejor trato a la agricultura
española, así como algún tipo de asociación más formal a la CEE. Bruselas, por su
parte, pretendía reequilibrar una relación comercial que era claramente favorable
a España, abriendo más el mercado hispano a las importaciones industriales europeas y
manteniendo serias limitaciones a la entrada de productos agrícolas españoles en el
mercado comunitario, incluido el británico, el mayor cliente europeo de la agricultura
hispana. Ambas partes estuvieron de acuerdo en negociar una modificación del
convenio hispano-comunitario, que entrase en vigor el 1 de enero de 1974.
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En abril de 1973 se reunieron en Madrid representaciones de las dos partes y la
delegación española adelantó las líneas que defendería en la revisión del tratado. Pero,
en junio la Comisión Europea otorgó a sus negociadores un Mandato que iba
mucho más allá en la propuesta de liberalización comercial de lo que España
estaba dispuesta a admitir para la industria y no hacía, en cambio, concesiones en
el capítulo agrícola. Meses después, el estallido de la «crisis del petróleo» distanció
aún más las posiciones y relegó el tema español a un lugar muy secundario en la agenda
de la Comisión Europea. Era un comienzo que auguraba malos resultados, al menos
mientras el anciano general Franco se mantuviera al frente del Estado. Previendo unas
conversaciones dilatas, se buscó salvar el vacío legal suscribiendo un Protocolo
Adicional al acuerdo hispano-comunitario de 1970, para incluir las relaciones con los
tres nuevos miembros del Mercado Común, en el entendimiento de que si no se llegaba
a la segunda fase en el plazo previsto —algo que ya parecía muy posible— se irían
fijando acuerdos concretos de carácter transitorio hasta que se llegara a un nuevo
acuerdo general.
El 20 de diciembre de 1973 el presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco,
perdió la vida en un atentado con bomba. Su sucesor, Carlos Arias Navarro,
encomendó la cartera de Asuntos Exteriores al diplomático y empresario Pedro
Cortina Mauri, hasta entonces embajador en París y hombre con una importante
actividad empresarial.
La llegada de Cortina coincidió con un empeoramiento del clima en el que se
desenrollaban las negociaciones con la Comunidad Económica Europea. España
había pretendido, en la nueva ronda negociadora, abierta en la primavera de 1973, que a
comienzos del año siguiente se concluyera un acuerdo para proceder a la readaptación
técnica de la segunda fase de aplicación del Acuerdo Preferencial de 1970. Pero las
negociaciones no prosperaban por los evidentes desajustes en las políticas de
liberalización comercial. Se añadía a ello el hecho de que el embajador ante las
Comunidades Europeas, Alberto Ullastres, se entendía peor con el nuevo ministro de
Exteriores que con sus dos antecesores, López Bravo y López Rodó, miembros como él
de la familia tecnócrata y partidarios de ceñir la negociación al terreno estrictamente
económico. Cortina Mauri, por el contrario, era un antiguo colaborador de Castiella, un
miembro del sector aperturista del Gobierno y, aunque se le consideraba un ministro
13
técnico, probablemente hubiese desarrollado una vertiente más política en las relaciones
con Bruselas si la diplomacia española no se hubiera visto obligada a ponerse a la
defensiva y a asumir un fracaso tras otro ante el reverdecimiento de la presión
antifranquista en todo el Continente durante los dos últimos años de la vida del dictador.
En cualquier caso, las negociaciones sobre el Acuerdo se frustraron el 20 de
noviembre de 1974, cuando Ullastres amenazó con suspender las conversaciones si no
se introducían mejoras para los intereses de España en el paquete agrícola. La respuesta
de los negociadores comunitarios fue remitirse al Mandato de la Comisión, de junio de
1973, sin aceptar modificaciones. Con ello la ronda negociadora quedó interrumpida
y se consideró inevitable el comienzo de la aplicación de un espacio de contacto
bajo mínimos, pactado el año anterior. Pero ninguna de las dos partes deseaba una
ruptura. En enero de 1975, Ullastres y Roland De Kergolay, director general de
Relaciones Exteriores de la Comisión Europea, retomaron en secreto las
negociaciones. Conscientes de que la muerte de Franco no estaba lejana, contemplaban
los dos negociadores un escenario en el que, desde las filas del propio Régimen, se
acometiera un proceso de transición que desembocara en una restauración de la
democracia. En tal caso, era preciso tener afinados los instrumentos de negociación, con
vistas incluso a un convenio de asociación y a un posterior ingreso en el Mercado
Común. Ambos políticos alcanzaron un principio de acuerdo, a medio camino entre
las dos propuestas de partida, que preveía un desarme arancelario total de los
productos industriales para el 1 de enero de 1983, mientras que en el mercado agrícola
la CEE otorgaría a la producción española el mismo trato que a otros países
mediterráneos con acuerdos preferenciales. En el mes de julio, el Consejo Europeo
otorgó una orientación favorable a las conversaciones, lo que significaba que podían
proseguir con mayor respaldo oficial.
Pero el fusilamiento en las proximidades de Madrid de cinco miembros de
organizaciones terroristas en septiembre de 1975, que desató una oleada de protestas
por toda Europa, animaron la reactivación, por iniciativa del Parlamento Europeo, de los
principios de la doctrina Birkelbach sobre aislamiento de las dictaduras, aplicable
ahora solo a España en la Europa occidental. Los organismos de las Comunidades
Europeas emitieron duras notas de condena y el Consejo de Ministros de la CEE acordó
el 1 de octubre suspender cualquier contacto con el Gobierno franquista, a la espera de
14
que decía el comunicado— «una España democrática encuentre su lugar en el seno de
los países europeos». Con este clima, y con el aparato político del Régimen empeñado
en una resistencia numantina que abría paso a todo tipo de incertidumbres, dejaron de
tener sentido incluso las discretas negociaciones entre Ullastres y De Kergolay. La
primera fase del Acuerdo Comercial de 1970 se mantenía, por lo tanto, como el único
logro realmente substancial cuando, en noviembre de 1975, falleció el general Franco, y
en 1986 España ingresó en la Comunidad como miembro de pleno derecho.
4. EL INGRESO EN LA COMUNIDAD
El arranque, lento y vacilante al principio, del proceso de transición a la democracia
abrió inmediatas expectativas de recuperar el diálogo con las instituciones comunitarias.
Aunque el presidente del Gobierno seguía siendo Arias Navarro, el nuevo ministro de
Asuntos Exteriores era un político liberal con marcado sello europeísta, José María de
Areilza, bien relacionado con los medios políticos del centro-derecha en los países de la
Comunidad. En febrero de 1976, el ministro realizó una gira por las capitales europeas
y, aunque recibió una negativa a su propuesta de readaptar el acuerdo vigente para que
englobase a los Nueve, logró que se aceptara el desbloqueo de las negociaciones para la
segunda fase del convenio. El 12 de mayo, el Parlamento Europeo votó una moción
aprobando la medida, pero condicionando su cumplimiento a que en España existiera
un sistema de democracia parlamentaria.
La Ley para la Reforma Política, aprobada en referéndum en 1976, la legalización de
los partidos políticos, incluidos los comunistas, y la celebración de elecciones libres a
unas Cortes Constituyentes en junio de 1977, demostraron que la Transición
española se abría camino, pese a la actividad núcleos franquistas resistentes con amplia
presencia en la Administración civil y en las Fuerzas Armadas. En este contexto, los
responsables comunitarios tuvieron interés en fortalecer la naciente democracia
facilitando al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD), que presidía
Adolfo Suárez, el acercamiento a la Comunidad Europea. En julio, un mes después de
las elecciones constituyentes, se produjo el intercambio de cartas entre Bruselas y
Madrid para poner fin a la provisionalidad acordada en 1973 y extender al Reino Unido,
Irlanda y Dinamarca los efectos del Acuerdo preferencial de 1970. Y el día 28 de ese
mes, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, entregó en la capital
15
belga al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, Henri Simonet, la solicitud del
Ejecutivo español «para la apertura de negociaciones con vistas a la integración de
España en dicha Comunidad como miembro de pleno derecho». Lo que suponía dar por
concluidas las fracasadas negociaciones para el desarrollo de la segunda fase del
acuerdo comercial de 1970. Con ello se iniciaba un trámite diplomático que tuvo su
continuidad cuando, el 20 de septiembre de 1977, el Consejo de Ministros comunitario
encomendó a la Comisión Europea que iniciase las negociaciones para la integración.
El interés prioritario que el Gobierno Suárez otorgaba al tema quedó reflejado, en
febrero de 1978, con la creación del Ministerio para las Relaciones con las
Comunidades Europeas, a cuyo frente se puso Leopoldo Calvo-Sotelo. En los meses
siguientes, la delegación española ante las Comunidades, presidida por el embajador
Raimundo Basssols, mantuvo frecuentes contactos con los funcionarios de la Comisión
que redactaban el informe sobre los efectos que tendría la adhesión de España. El
dictamen fue aprobado el 29 de noviembre de 1978 y era favorable al ingreso, pero
advertía sobre serias incompatibilidades en el sistema socioeconómico hispano, que
era necesario armonizar con el comunitario, mucho más liberalizado. Proponía un
período de adaptación de diez años, a fin de que adaptara sus estructuras un país que
mantenía un alto porcentaje de población agraria y cuya industria, propia de una
economía desarrollada, poseía un alto grado de protección e intervencionismo estatal y a
la que la crisis iniciada en 1973 había afectado seriamente en algunos sectores de sus
sectores —la minería del carbón, la siderurgia, la construcción naval— que precisaban
de una amplia reconversión. En enero de 1979, tras la aprobación en referéndum de la
Constitución española en el mes anterior, el Parlamento Europeo volvió a respaldar las
negociaciones de adhesión de España y Portugal. Y en junio, el Comité Económico y
Social dictaminó que la ampliación reforzaría el espacio social europeo y la democracia
en el flanco meridional del Continente.
Las negociaciones para la adhesión de España a la Comunidad se iniciaron el 5 de
febrero de 1979. La delegación de la Comisión Europea estaba encabezada por el
comisario Lorenzo Natali. La delegación española, presidida por Marcelino Oreja y
con asistencia frecuente de los sucesivos ministros de Relaciones con la CEE, Leopoldo
Calvo-Sotelo y Eduardo Punset, trabajaba con un documento gubernamental que
señalaba los aspectos en los que se debía incidir:
16
- Evitar que las conversaciones se orientasen hacia la apertura de la segunda fase del
acuerdo comercial de 1970 y, por lo tanto, a la creación de un área hispano-
comunitaria de librecambio y, en cambio, centrarlas directamente en el proyecto
de ingreso como miembro de pleno derecho en la CEE.
- Pero obtener, a corto plazo, un régimen más favorable para la agricultura,
especialmente para el aceite de oliva, el vino y la fruta, a cambio de algunas
concesiones en otros sectores, sobre todo el lácteo y el remolachero.
Por otra parte, el Gobierno Suárez era ya consciente de la urgente necesidad de adoptar
cambios radicales en las estructuras comerciales e industriales de la economía española
para acercarla a la comunitaria antes de que ello se convirtiera en un lastre para la
adhesión a la CEE: reestructuración de las zonas francas, reconversión industrial en
sectores como la siderurgia, la minería, el naval o el del automóvil; privatizaciones en el
sector público, especialmente en las empresas del Instituto Nacional de Industria
(INI); medidas de protección medioambiental; fomento de la movilidad laboral, etc.
Poco haría, sin embargo, en este terreno un Gobierno centrista políticamente débil y
enfrentado a las tensiones sociales generadas por una prolongada crisis económica, a
pesar de que el acuerdo conocido como los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977)
sentó las bases para una progresiva liberalización de las estructuras socioeconómicas.
Las conversaciones con la Comisión Europea fueron más lentas de lo esperado, sobre
todo por la reticencia de París a admitir en el club comunitario a una economía que sería
competidora directa de la francesa. En junio de 1980 se produjo el llamado giscardazo,
o parón Giscard, cuando el presidente francés exigió que, antes del ingreso de
España, se solucionasen a satisfacción de su país cuestiones como la reforma de la
PAC y, vinculada a ella, la financiación de los recursos propios de la Comunidad. El
peso del voto de los agricultores franceses, y en menor medida de los italianos, era un
factor determinante para alentar la resistencia de sus políticos a la adhesión de España.
El temor a que los franceses desataran una nueva crisis de la silla vacía actuaba como
freno para la negociación. Por otra parte, la delegación española exigía un largo período
transitorio de diez años, con objetivos anuales, a fin de adaptar las estructuras
económicas y sociales del país a las del Mercado Común, pero sin que ello supusiera
17
una amenaza a la estabilidad de la joven democracia, cuya fragilidad quedó patente con
el intento de golpe de Estado involucionista del 23 de febrero de 1981.
El fracaso del golpe, conocido popularmente como el tejerazo, consolidó la vía
democratizadora española en unos momentos en los que el recién creado Gobierno
Calvo-Sotelo buscaba sortear las dificultades de la negociación económica con la CEE
estimulando otra baza europeísta: la solicitud de ingreso en la OTAN. Este había sido
un objetivo persistente, e inalcanzable, del franquismo. Luego, el Gobierno Suárez
había otorgado prioridad a la negociación económica con la Comunidad Europea y
mantuvo una cierta vocación neutralista en cuestiones de defensa. Con su sucesor,
Calvo-Sotelo, las cosas cambiaron radicalmente. En su discurso de investidura ante las
Cortes, el 25 de febrero de 1981, ya señaló el ingreso en la Alianza como uno de los
objetivos de la apuesta europeísta de su Gabinete. En agosto, dirigió una propuesta a las
dos Cámaras parlamentarias en tal sentido y, pese a la oposición en bloque de la
izquierda, el Congreso el 16 de octubre y el Senado el 26, aprobaron sendas
resoluciones favorables. Con tal respaldo, el Gobierno solicitó su adhesión al Tratado
de Washington el día 2 de diciembre. La respuesta favorable del Consejo Atlántico dio
paso a unas breves negociaciones que condujeron, el 30 de mayo de 1982 al ingreso de
España en la Alianza, si bien sólo en su estructura política —el Consejo Atlántico— a la
espera de que una reconversión de las Fuerzas Armadas facilitara el ingreso en la
estructura militar integrada.
Mientras el Gobierno de la UCD desplegaba su estrategia atlantista, las conversaciones
con la CEE avanzaban lentamente. A los pocos días de constituirse el Gobierno Calvo-
Sotelo, a finales de febrero de 1982, este aceptó una de las exigencias básicas de la
Comisión Europea, la aplicación inmediata en España del Impuesto sobre el Valor
Añadido (IVA). A cambio, la Comisión admitió el período transitorio de diez años que
solicitaba la delegación española. Ello permitió relanzar las negociaciones y en tan sólo
dos meses se alcanzó un acuerdo sobre cinco capítulos, si bien eran los menos
conflictivos: circulación de capitales, armonización de la legislación sobre transporte,
cuestiones económicas y financieras, libertad de establecimiento y de prestación de
servicios y política regional.
En octubre de 1982, UCD perdió las elecciones ante un Partido Socialista que se alzó
18
con la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. El nuevo Gobierno, presidido
por Felipe González, manifestaba una clara vocación europeísta en la línea de la
socialdemocracia continental. Su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán,
un diplomático muy veterano, encontró una eficaz mano derecha en el nuevo Secretario
de Estado para las Comunidades, Manuel Marín, cuya rápida identificación con los
mecanismos políticos de las Comunidades le llevaría, algunos años después, a presidir
la propia Comisión Europea. La voluntad manifestada por el PSOE de avanzar
rápidamente en la negociación se vio, además, favorecida por sendos cambios en el
liderazgo de los países que más se habían opuesto a la adhesión. Apenas un año antes, el
liberal Giscard d'Estaing, manifiesto enemigo de la candidatura hispana, había sido
sustituido al frente de la República francesa por el socialista François Mitterrand. A
comienzos de 1983, el también socialista Bettino Craxi fue designado jefe del
Gobierno italiano, rompiendo décadas de monopolio de la Democracia Cristiana.
Sin embargo, el Ejecutivo que se mostró más constante y eficaz en la defensa de los
intereses españoles fue el de la República Federal Alemana, donde los socialdemócratas
habían cedido el poder a los democristianos de Helmut Khol también en octubre de
1982. Actuando como presidente del Consejo Europeo durante el primer semestre de
1983, Khol propuso una fórmula de conciliación. Los recursos propios de la Comunidad
se incrementarían, como demandaban los franceses, con un aumento del porcentaje de la
recaudación del IVA que destinaban los estados a financiar el presupuesto comunitario.
A cambio, se aceleraría la adhesión de España y Portugal. La aceptación de esta fórmula
y la del cheque británico un año más tarde, cuyo pago asumiría en buena parte España,
venció también la reticencia de Londres a la admisión de los dos nuevos socios.
En el primer semestre de 1985 se negociaron los paquetes más conflictivos, sobre temas
de agricultura, pesca, asuntos sociales o el régimen especial de las Canarias. Persistían
las reticencias, pero el 29 de marzo se pudo dar por cerrada la negociación. El 12 de
junio, Felipe González firmó, en el Palacio Real de Madrid, el Acta de adhesión de
España a las tres comunidades. Quedaba el trámite de su aceptación por el Parlamento
bicameral español. El 20 de junio el Congreso de los Diputados, y el 17 de julio el
Senado, dieron su aprobación por unanimidad. El 1 de enero de 1986, veinticuatro años
después de la primera iniciativa, tuvo efecto la incorporación de España a la Comunidad
Europea como socio en plenitud de condiciones.
19
Pero esta vinculación estaba condicionada por un asunto en el que el Gobierno
González se jugaba su propio futuro. El PSOE se había opuesto públicamente al ingreso
de España en la OTAN durante la etapa de gobierno de la UCD, pese a las presiones de
sus correligionarios, los socialdemócratas europeos. A las elecciones de 1982, que ganó
por mayoría absoluta, el partido concurrió con un lema de ambigüedad calculada —«la
OTAN, de entrada, no»— y la promesa de convocar un referéndum para legitimar una
posible salida y el cierre de las bases norteamericanas en España. Pero una vez que
Felipe González y sus ministros tomaron conciencia de la vinculación política entre el
ingreso en la CEE y la permanencia en la Alianza, dejaron claro que el cumplimiento de
la promesa electoral se centraría en una consulta únicamente sobre los términos de la
permanencia, no sobre la salida, y cuyo resultado no sería, además, vinculante para el
Ejecutivo. Frente a la petición de voto favorable de los socialistas —González
condicionó a ello su permanencia en el poder— los partidos de la izquierda
promovieron el voto negativo y los conservadores de Alianza Popular, que tras el
desembarco en sus filas de gran parte de la extinta UCD era el partido más atlantista del
panorama español, aconsejaron votar en blanco, por cuestiones de política interior.
Los ciudadanos hubieron de votar, conjuntamente, tres propuestas concretas:
1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la
estructura militar integrada.
2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en
territorio español.
3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos
en España.
Celebrado el 12 de marzo de 1986, con una participación del 59,5 por ciento del censo,
el referéndum arrojó un resultado favorable del 52,5 por ciento de los votos. Con ello, el
Ejecutivo dio por cerrado el debate, mantuvo su permanencia en los órganos políticos de
la OTAN. Y, a la espera de que trascurriese algún tiempo antes de ingresar en la
estructura militar de la Alianza, se incorporó plenamente a los procesos de integración
continental que, rumbo a la constitución de la Unión Europea, se desarrollaban en las
sedes comunitarias de Bruselas y Estrasburgo.
20

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Tema 6. el camino de españa a la adhesión

  • 1. TEMA 6. EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN Cuando, en abril de 1939, terminó la guerra civil española con el triunfo del bando nacional, el Nuevo Estado implantado por el general Francisco Franco y sus colaboradores mantenía con otros dos estados europeos, la Alemania nazi y la Italia fascista, unas relaciones tan estrechas como hacía muchas décadas que no establecían los gobiernos españoles con ningún otro país. Ello se debía tanto a la interesada ayuda que ambas potencias habían prestado al bando franquista durante la guerra como a la manifiesta identificación del llamado Régimen del 18 de Julio y de su Partido Único —Falange Española Tradicionalista y de las JONS— con una ideología totalitaria, el fascismo, que en aquellos años triunfaba en buena parte del Continente. Pese a estas circunstancias, la dictadura española evitó unir su suerte a la de los regímenes que integraban el Nuevo Orden Europeo. Franco envió a la División Azul a combatir en las filas del Ejército alemán en Rusia, pasó de la neutralidad a la no beligerancia dando imagen de su alineamiento político con el Eje y llegó a comprometer la entrada en guerra al lado del Tercer Reich, siempre que se satisficieran sus enormes demandas de armas y su suministros así como la cesión de buena parte del imperio africano de Francia. Como esto no se le dio, Franco no entró en la guerra y a partir de los últimos meses de 1942, cuando la derrota alemana en Stalingrado y el desembarco aliado en el norte de África cambiaron el signo de la contienda, impulsó un retorno a la neutralidad, más favorable a los Aliados conforme adquiría certeza de su victoria final. 1. DEL AISLAMIENTO A LA NEGOCIACIÓN El franquismo se enfrentó, por lo tanto, a una mera condena moral en las Conferencias de Postdam y de San Francisco. España no fue tratada como un país enemigo, aunque quedó fuera de la Organización de Naciones Unidas, y por lo tanto de la comunidad internacional, por su colaboración con la Alemania nazi. Mayor importancia tuvo su exclusión, fundamentalmente por el veto de las democracias europeas, de la ayuda económica norteamericana canalizada a través del Plan Marshall, cuya ausencia contribuyó a agrandar el abismo entre las economías en recuperación de la Europa occidental y una economía española estancada en el aislamiento de la 1
  • 2. autarquía. En la Europa occidental, fuera del Portugal salazarista, el régimen español era tratado con suma hostilidad y el Gobierno francés llegó a cerrar la frontera común en 1947, marcando el punto cenital del período de aislamiento del franquismo, abierto un año antes con la recomendación de la ONU a sus miembros para que cerrasen sus representaciones diplomáticas en Madrid. Pero ninguna de estas medidas de aislamiento implicaba peligro real para la continuidad de la dictadura. La oposición antifranquista, representada por el Gobierno republicano en el exilio y que desarrollaba una activa lucha de guerrillas en el interior, no logró una intervención militar de los Aliados para restaurar la democracia. La consolidación de la dinámica de la guerra fría en las relaciones internacionales puso en valor el anticomunismo visceral del Régimen y le fue abriendo espacios de proximidad al bloque occidental, en especial tras el acuerdo de septiembre 1953 con Washington para que las Fuerzas Armadas norteamericanas utilizaran bases aéreas y navales en territorio español. Sin embargo, la diplomacia franquista no logró, nunca, su meta de ingresar en la OTAN, ante el veto permanente de las democracias europeas. Y cuando estas pusieron en marcha el proceso de integración económica, primero con la CECA y luego con la CEE, la dictadura española fue expresamente marginada en las negociaciones para constituir las Comunidades. Por encima de las relaciones individuales con los países del Continente, el franquismo hubo de buscar un criterio propio ante la apertura del proceso de integración europea. En el seno del Régimen, las divergencias eran muy señaladas sobre este tema, aunque el debate «Mercado Común sí, Mercado Común no» se realizaba con sordina en unos medios de comunicación sometidos a la censura gubernativa. Estaban, por un lado quienes, desde las filas del pensamiento tradicionalista, desde el falangismo o de sectores económicos partidarios de la autarquía, o al menos de un fuerte nacionalismo económico, consideraban que la aproximación a la nueva Europa y a su modelo «demo-liberal» suponía una amenaza para la naturaleza de la sociedad y del sistema político españoles, que estaban muy diferenciados de su entorno. Y por otro quienes, desde posiciones no necesariamente europeístas, apreciaban en ello una oportunidad de modernización social y económica que no podía dejarse pasar. Entre estos últimos destacaron, aunque por motivos diferentes, los representantes de dos familias políticas franquistas, denominadas por los historiadores como católica y 2
  • 3. tecnócrata. a). Los católicos buscaban puntos de convergencia con la democracia cristiana europea, con la vista puesta en una cierta democratización política del Régimen, muy limitada y a largo plazo. Con el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín- Artajo, y otros miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) como impulsores, en 1952 se creó el Centro Europeo de Documentación e Información (CEDI), dirigido por Alfredo Sánchez Bella, director del Instituto de Cultura Hispánica y presidido por el archiduque Otto de Habsburgo. El Centro fue un foco de contactos de los sectores católicos del franquismo con la derecha democrática europea y de difusión de los ideales europeístas, aunque también de propaganda franquista entre los medios católicos del Continente. Por otro lado, en los ambientes democristianos y conservadores menos afectos al Régimen surgió, en 1954, la Asociación Española de Cooperación Europea, entre cuyos dirigentes figuraban el monárquico José Yanguas Messía, el periodista y miembro de la ACNP Francisco de Luis y José María Gil-Robles, tenaz opositor a Franco y figura de relieve en la Democracia Cristiana europea. b). Por su parte, los tecnócratas, hegemónicos en las áreas económicas de la Administración y cuyos ideólogos más destacado fueron el diplomático Gonzalo Fernández de la Mora y el jurista Laureano López Rodó, no tenían planteamientos políticos distintos del autoritarismo básico del Régimen, pero necesitaban el acercamiento a la Europa comunitaria como vínculo de modernización social y de una paulatina liberalización económica, que abriera mercados exteriores y permitiera masivas entradas de capital extranjero al margen del que procedía de los Estados Unidos. Entre los detractores del europeísmo vinculado a ideales de democracia parlamentaria y de economía de mercado se encontraban, además de la plana mayor del falangismo y del tradicionalismo, el propio general Franco y su estrecho colaborador, el almirante Luis Carrero Blanco. Su opinión de los políticos europeos, a quienes calificaban con frecuencia de agentes de la Masonería y el comunismo, no mejoró con el tiempo. Pero su reconocido pragmatismo les hizo comprender a ambos, ante la dureza de la crisis del sistema autárquico, que la apertura a los mercados europeos era la única solución para abandonar un modelo económico que no ofrecía perspectivas de crecimiento. 3
  • 4. El Gobierno de 1957, presidido como todos los anteriores por Franco, supuso la entrada de los tecnócratas en las áreas económicas del Ejecutivo y, con ello, el principio del fin de la ruinosa etapa de la autarquía con el inicio, dos años después, de un duro Plan de Estabilización que preparó las estructuras económicas del país para un modelo de desarrollismo acelerado. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el católico Fernando María Castiella, coincidía con sus colegas tecnócratas del área económica del Gobierno en que la necesidad de favorecer acuerdos con el Mercado Común. Asuntos Exteriores se sumó, pues, a las iniciativas que alentaba el ministro de Comercio, Alberto Ullastres y que tuvieron una primera respuesta en el plano interior ya en julio de 1957, con la creación de la Comisión Interministerial para el estudio de la Comunidad Económica (CICE), integrada por representantes de ocho ministerios, el presidente del Consejo de Economía Nacional y el delegado nacional de Sindicatos. En enero de 1959, a punto de despegar el Plan de Estabilización, el Gobierno dirigía una encuesta a organismos como el Banco de España, la Organización Sindical, el Consejo de Cámaras de Comercio, o el Consejo Superior Bancario, sobre la conveniencia de abordar la convertibilidad de la peseta, liberalizar parcialmente el comercio exterior e iniciar el acercamiento al Mercado Común. Lo favorable de las respuestas fortaleció la convicción de los responsables ministeriales de que la única opción viable para la economía española era su paulatina integración en el ámbito comunitario. A ello le siguió la creación, en 1960, de una Misión Diplomática ante la CEE, destacada en Bruselas y presidida por el embajador José Núñez Iglesias, conde de Casa Miranda. Y, en paralelo, el Gobierno ensayó algunas maniobras de diversión, destinadas a sondear la receptibilidad de otros sistemas comerciales. Así, hubo algunos contactos, que no prosperaron, con los miembros de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), creada ese mismo año por el Reino Unido y otros siete países, incluido el Portugal salazarista. A comienzos de 1961 se intentó negociar, también sin éxito, el estatuto de observador para España en la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). El rechazo latinoamericano, así como la escasa eficacia de la AELC, hicieron cada vez más patente para las autoridades españolas que su asociación económica necesaria era 4
  • 5. con los países de la CEE, cuyo peso en el comercio exterior español comenzaba a ser fundamental. Resultaba ahora evidente lo peligroso que resultaba quedarse fuera del sistema comercial comunitario. En 1961, Bruselas estableció la proteccionista Política Agrícola Común (PAC), que perjudicaba noblemente las exportaciones de frutas y legumbres españolas a los Seis, y Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega, miembros de la AELC, solicitaron el ingreso en la CEE, limitando aún más las posibilidades de diversificación comercial de España. A comienzos de los años sesenta, gracias en buena medida a la labor de zapa que realizaba Castiella, Franco se mostraba dispuesto a apoyar unos primeros y tímidos gestos de aproximación hacia la estructura comercial de la Comunidad Económica Europea, pero imponía dos fuertes limitaciones de partida. El acercamiento debía hacerse teniendo presente que la economía española no padezca perjuicios en ninguno de sus sectores básicos —nada de librecambio— y siempre que estuviera garantizada la continuidad de las instituciones políticas españolas. Los Principios del 18 de Julio, base doctrinal de la dictadura, seguirían siendo, por lo tanto, intocables. Por otra parte, los círculos moderados de la oposición antifranquista comenzaban a dar importancia al europeísmo como medio de presión contra el Régimen. En septiembre de 1961 las autoridades gubernativas vetaron la celebración, en Palma de Mallorca, de una Semana Europeísta Española, promovida por la Asociación Española de Cooperación Europea que presidía José María Gil-Robles. Y en junio del año siguiente, la presencia de antifranquistas españoles, liberales, democristianos y socialistas, en el congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich provocó una furiosa reacción del Gobierno. El Ministerio de Información y Turismo activó una dura campaña denigratoria contra los asistentes al «contubernio de Múnich», varios de los cuales fueron confinados gubernativamente en lugares remotos del país tras la suspensión gubernativa de algunos artículos del Fuero de los Españoles, la exigua declaración de derechos ciudadanos que Franco había otorgado en 1945 como parte de la puesta en marcha de su democracia orgánica. La imagen exterior que ello dio al Régimen fue sumamente negativa y reforzó los argumentos de aquellos sectores de las sociedades europeas que rechazaban de plano la aproximación de la España franquista a la CEE. 5
  • 6. Sin embargo, por aquellos meses, Madrid culminaba, con el apoyo norteamericano, el proceso iniciado en 1958 de integración en algunos de los principales organismos de la economía capitalista mundial, tal como había sido organizada a partir de los Acuerdos de Bretón Woods: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo en Europa (OCDE). Para la mayoría de los gobiernos occidentales y para los gestores, públicos y privados, de sus economías, la España del desarrollismo era un apetecible socio comercial y su clara definición anticomunista la incluía, sin duda, en la esfera del «mundo libre». El Gobierno español contempló con suma atención la aparición de la figura de la asociación comercial a la CEE, que otorgaba a sus beneficiarios un estatus privilegiado en sus relaciones con la Europa comunitaria. Dado que la adhesión plena a las Comunidades implicaba la existencia de una democracia homologable con las de los Seis, y que ello era imposible mientras viviera Franco, tanto en Asuntos Exteriores como en los ministerios económicos se habían propuesto alcanzar el estatuto de asociación como un objetivo realista, siempre que el Régimen estuviera dispuesto a asumir un maquillaje aperturista ante la opinión pública europea. Se animaron, por lo tanto, maniobras de aproximación. Entre 1958 y 1962, la Administración española se incorporó a 22 organismos conjuntos, pero se trataba siempre de organismos técnicos que no implicaban membresía, ni asociación alguna con el Mercado Común Europeo. Logrado el reticente visto bueno de Franco, Castiella se atrevió a dar un paso más ambicioso. El 9 de febrero de 1962, dirigió una carta al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, el francés Couve de Murville, solicitando la apertura de negociaciones para examinar la posible vinculación de España con la Comunidad Económica Europea, pudiendo llegar con el tiempo a la plena integración. El político español no entraba a definir la fórmula de la «vinculación» y se ceñía a cuestiones económicas. Con absoluto realismo, pasaba por alto cualquier esfuerzo de obtener una homologación del régimen con las democracias europeas, que hubiera permitido pensar en una integración en la CEE, más allá de una mera asociación comercial, que era la que latía en el fondo de la carta. Pero incluso esta última posibilidad estaba lejos del alcance del franquismo. Semanas 6
  • 7. antes de la carta de Castiella, el 15 de enero de 1962, el eurodiputado alemán Willy Birkelbach había logrado la aprobación del Parlamento Europeo para su Informe sobre las condiciones de ingreso en las Comunidades de los países que lo solicitaran, que excluía la integración o asociación de regímenes dictatoriales, como España o Portugal. La oficialización de la doctrina Birkelbach en la CEE llevó a que la respuesta de Couve de Murville, producida un mes después de la solicitud española, fuera estrictamente protocolaria y no comprometiese a nada. Poco después, la represión oficial desatada por el Gobierno sobre los opositores asistentes al Congreso de Múnich reafirmó a las autoridades comunitarias en la necesidad de extremar las cautelas a la hora de tratar con el régimen español. Y el fusilamiento, tras un proceso lleno de irregularidades, del dirigente comunista Julián Grimau, en abril de 1963, deterioró aún más la imagen del franquismo en toda Europa, donde se produjeron masivas manifestaciones de protesta. 2. LA VINCULACIÓN COMERCIAL Sin embargo, la dictadura española estaba acostumbrada a soportar este tipo de turbulencias exteriores. A comienzos de 1964, con la apremiante necesidad de abrir mercados al desarrollo industrial en marcha, Asuntos Exteriores volvió a la carga. El 14 de febrero, el representante ante las Comunidades, Núñez Iglesias, remitió una carta a la Comisión Europea que era un mero recordatorio de la falta de respuesta a la de dos años atrás y de que «el Gobierno español sigue teniendo el mismo interés por la Comunidad». Esta vez, a pesar de que presidente de la Comisión, el socialista Paul- Henri Spaak, no era precisamente un admirador de Franco, sí hubo contestación favorable en el mes de junio, aunque sólo era un vago acuerdo de abrir «conversaciones exploratorias» para examinar «los problemas económicos» que creaba a España su exclusión del Mercado Común y «buscar las soluciones apropiadas». La Comisión Europea cedía así ante el interés de los gobiernos de los Seis por el emergente mercado español y, sobre todo, ante la actitud tolerante hacia el franquismo de los gobernantes de la RFA y de Francia y se alejaba de la línea del Parlamento Europeo, cuya opinión seguía siendo contraria a cualquier negociación con España. Las «conversaciones exploratorias» se iniciaron el 9 de diciembre de 1964, llevadas por parte española por la CICE, bajo la presidencia Núñez Iglesias, aunque la Comisaría 7
  • 8. del Plan Desarrollo, de la que era titular Laureano López Rodó, ejercía tareas de coordinación. Para la gestión técnica del proceso, Asuntos Exteriores creó, dentro de la Dirección general de Organismos Internacionales, una Subdirección de Relaciones con las Comunidades Europeas que se encomendó al diplomático José Luis Cerón, quien actuó en adelante como secretario de la Comisión Interministerial y principal negociador ante las autoridades de Bruselas. Su interlocutor era Jean Rey, comisario europeo y presidente del Grupo de Trabajo de Relaciones Exteriores de la CEE. Pero el esfuerzo de ambas partes se vio lastrado desde el principio por las reservas de los gobiernos europeos, muy conscientes de lo impopular que era en sus países la dictadura española. Y la «crisis de la silla vacía» paralizó las negociaciones durante meses. También desde el principio se presentó un serio problema en España. La competencia de Asuntos Exteriores en la negociación se veía amenazada por el sesgo estrictamente técnico que le imprimían los miembros de las áreas económicas de la CICE, bajo la presión de la Comisaría del Plan de Desarrollo. Los ministros tecnócratas, envueltos en un aura de modernidad funcional y eficacia que se vendía muy bien, no estaban por la labor de dejar al equipo católico de Asuntos Exteriores la gestión de unas relaciones con la CEE que, desde su punto de vista, difícilmente avanzarían hacia acuerdos concretos si no se contemplaban desde una perspectiva estrictamente comercial. Tras el cambio de Gobierno de julio de 1965, que fortaleció aún más la posición de los tecnócratas, Franco elevó la Misión Diplomática ante las Comunidades al rango de Embajada y designó para el puesto al ministro de Comercio saliente, Alberto Ullastres, como embajador y jefe, por tanto, de la futura delegación negociadora, en detrimento del organigrama interno de Asuntos Exteriores, del que procedía el anterior representante, Núñez Iglesias. Frente a la esperanza de obtener un estatuto político de asociación con la CEE que alentaba Castiella, Ullastres comprendió enseguida que los proyectos de lograr algún tipo de adhesión a los organismos comunitarios como Estado asociado, o de alcanzar grandes acuerdos económicos, estaban condenados al fracaso. Consideraba más realista convencer al Gobierno para que negociara un simple acuerdo de comercio preferencial, que redujese, con un trato privilegiado, las desventajas que reportaba a la economía nacional la existencia del gigante comunitario, que ya aportaba el 57 por ciento de las importaciones españolas. Una opción que, por otra parte, 8
  • 9. concedería un trato prioritario a las exportaciones industriales, el buque insignia del desarrollismo, en detrimento de los intereses del sector agrario, que debía competir en muy difíciles condiciones con una docena de países mediterráneos, de agricultura similar, que ya estaban en la CEE, aspiraban a entrar o negociaban acuerdos de asociación o de comercio preferencial. Las conversaciones exploratorias, reanudadas a comienzos de 1966, fueron largas y difíciles y se vieron complicadas por un fenómeno exógeno: las profundas divergencias surgidas en el seno de la CEE en torno a la Política Agraria Común, que llevó a Italia, a rechazar, alegando la doctrina Birkelbach, la posibilidad de un acuerdo de asociación con un país de agricultura similar a la suya, como era España. Rechazo en el que los italianos fueron apoyados, por causas políticas, por los países del Benelux. En diciembre de 1966, el Consejo Europeo planteó tres posibles vías para la negociación formal con España: a). Un acuerdo comercial sobre determinados productos. b). Un acuerdo de asociación. c). Un acuerdo comercial preferente de carácter general, negociado en dos fases. La primera propuesta fue rechazada por el Gobierno español, que la consideraba claramente insuficiente. La segunda suscitó el rechazo de los países del Benelux y de Italia, que consideraban que la asociación hubiera implicado una legitimación política del franquismo. Por lo tanto, la Comisión Europea se limitó a asumir una propuesta de acuerdo comercial preferente, que se empezó a negociar en septiembre de 1967. Y tan sólo se estudió la primera fase de las dos previstas, centrada básicamente en «una zona de librecambio debilitada» sobre todo de comercio de productos industriales, con una etapa de progresiva reforma arancelaria no inferior a seis años. La culminación de esta primera fase no supondría, por otra parte, el inicio de la segunda, sino que habría que negociarla entonces a la vista de los resultados obtenidos. En realidad, dada la vigencia de la doctrina Birkelbach, eso era todo lo que Bruselas podía ofrecer. La propuesta comunitaria de acuerdo comercial, conforme al artículo 113 del Tratado de 9
  • 10. Roma, preveía para la primera fase rebajas arancelarias por capítulos de productos, de muy distinto calibre para cada parte. La CEE asumiría una rebaja del 60 por ciento en la importación de la mayoría de los productos industriales españoles y de un 40 para los textiles y el calzado. Por su parte, España asumiría una rebaja muy inferior de sus aranceles, que sería del 25 para más de la mitad de sus importaciones industriales de la CEE. En cuanto a la agricultura, donde la producción comunitaria apenas disfrutaría de reducción de aranceles a su entrada en España, unos pocos productos hispanos se verían beneficiados por el acuerdo preferencial, pero no aquellos que competirían abiertamente con la producción de los miembros de la CEE —aceite, frutas y horticultura, bebidas alcohólicas— y que suponían el grueso de la agricultura española de exportación. Frente a estas propuestas, Ullastres y sus colaboradores proponían un desarme arancelario prácticamente total para las principales exportaciones industriales españolas a la CEE, a cambio de una reducción entre el 35 y el 40 para el resto de las manufacturas. En cuanto a la agricultura, defendían un desarme arancelario total para los productos no sujetos a reglamento comunitario y un acuerdo preferencial para todos los demás. La crisis monetaria de finales de los años sesenta, que forzó la devaluación de la peseta, llevó al cierre del primer Mandato negociador sin haber alcanzado un acuerdo. En octubre de 1969, tras recibir la Comisión bilateral un segundo Mandato, la delegación española retornó a Bruselas. La integraban el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López-Bravo, el embajador Ullastres, el director general de Relaciones Económicas Internacionales, José Luis Cerón y representantes de los ministerios de Comercio, Agricultura e Industria. La ronda culminó con el Acuerdo Comercial Preferencial, firmado en Luxemburgo el 29 de junio de 1970 por López-Bravo, Pier Haarmel, presidente del Consejo de Ministros de la CEE y Jean Rey, presidente de la Comisión Europea. En el acto protocolario, López-Bravo expuso con claridad las ventajas que veía la parte española en el acuerdo preferencial: la posibilidad de aumentar la productividad y la relación con el exterior de España, así como favorecer las inversiones, incrementar los intercambios y ayudar a equilibrar la balanza, y así favorecer el desarrollo económico español para alcanzar el nivel europeo. El acuerdo, que se ceñía a la CEE y excluía por lo tanto los ámbitos de competencias comunitarias de la CECA y la Euratom, estaba destinado a permitir una progresiva 10
  • 11. liberalización comercial, pero en términos desiguales para ambas partes. Preveía dos etapas, cerradas y sin continuidad automática de la una a la otra. La primera, ya pactada y con una duración de seis años, hasta el 31 de diciembre de 1976, consistía en un calendario de reducción muy limitada de aranceles y de contingentes, a fin de ir hacia «la supresión progresiva de los obstáculos esenciales al comercio». Luego se negociaría la apertura de la segunda etapa, «por común acuerdo entre las Partes, en la medida en que se reúnan las condiciones», con mayores cotas de liberalización, que no se detallaban aunque se señalaba como objetivo «la supresión de los obstáculos con respecto a lo esencial de los intercambios entre España y la Comunidad Económica Europea». Es decir, un mínimo acuerdo de librecambio, pero sin unión aduanera. Más allá no se preveía nada mientras España no fuese una democracia parlamentaria. El Acuerdo Preferencial de 1970, en vigor desde el 1 de octubre, fue admitido por la Comisión Europea en la creencia de que España podía exportar fundamentalmente productos agrícolas, Por lo tanto, Bruselas procuró no ceder en el desarme arancelario del mercado agrario. Pero en el terreno industrial, que los técnicos de la Comisión consideraban muy secundario, sí concedió a España un generosísimo desarme, que las empresas españolas, con una inesperada capacidad de expansión, supieron aprovechar para ganar cuota de mercado rápidamente en el exterior e importar a precios muy convenientes los bienes de equipo que no producían. Cuando terminó el primer período, los desarmes arancelarios eran de hasta el 63 por ciento —el 57, de media— para las exportaciones españolas de productos industriales, siempre que respetasen unos precios mínimos en la frontera. En la misma fecha, sólo el 5 por ciento de las importaciones desde países comunitarios seguían sujetas a cuotas, con una reducción arancelaria media del 25 por ciento para el conjunto de los productos del Mercado Común. El Acuerdo de Luxemburgo fue presentado a la nación como un rotundo triunfo del Régimen, sobre todo en el terreno político. Pero en realidad, aunque fue un gran avance, por cuanto permitió incrementar significativamente el comercio con los países comunitarios, no implicó ningún cambio en el radical veto político de estos a la dictadura franquista. Era un simple acuerdo comercial, sin trazas de asociación ni de integración. Formalmente, España sólo logró ante la CEE el mismo estatus jurídico que Marruecos, Túnez e Israel, países ribereños del Mediterráneo con los que competía por el mercado agrícola comunitario. 11
  • 12. Las prolongadas negociaciones no provocaron grandes pasiones en España, fuera de reducidos círculos empresariales e intelectuales. El europeísmo era un sentimiento difuso, un tanto ajeno a las preocupaciones de la población. Había, desde luego, ilustres europeístas, como Salvador de Madariaga o José María Gil-Robles, pero permanecían exiliados, estaban en un discreto segundo plano político o eran manifiestamente antifranquistas. Los reflejos ideológicos defensivos creados en los años de la autarquía y del aislamiento diplomático habían fomentado el rechazo de buena parte de la población española a lo que representaba la nueva Europa democrática. Entre los propagandistas del franquismo persistía el desprecio hacia el orden «demoliberal» restaurado en su entorno europeo, que era contemplado poco menos que como la antesala del comunismo. Pero también había un lógico reflejo de autodefensa conforme se observaba que el Régimen era excluido de las principales organizaciones internacionales de la Europa democrática y que tal exclusión sólo podría terminar cuando concluyera la propia dictadura del general Franco. Este, por otra parte, asumió el hecho de que la negociación se limitara a un acuerdo comercial como una bofetada de la Europa comunitaria a su régimen. 3. FRENAZO EN EL MERCADO COMÚN La entrada en las Comunidades de tres nuevos miembros, Dinamarca, Inglaterra e Irlanda, oficializada en enero de 1973, obligó a una modificación técnica del acuerdo comercial hispano-comunitario, mediante un Protocolo Adicional por el que, a lo largo de ese año, no se aplicó el acuerdo a los tres nuevos socios. La ampliación comunitaria había sido aprovechada por la parte española para solicitar, ya en octubre de 1971 durante las negociaciones para la adhesión británica, una renegociación de la primera fase del Acuerdo Preferencial que facilitase un mejor trato a la agricultura española, así como algún tipo de asociación más formal a la CEE. Bruselas, por su parte, pretendía reequilibrar una relación comercial que era claramente favorable a España, abriendo más el mercado hispano a las importaciones industriales europeas y manteniendo serias limitaciones a la entrada de productos agrícolas españoles en el mercado comunitario, incluido el británico, el mayor cliente europeo de la agricultura hispana. Ambas partes estuvieron de acuerdo en negociar una modificación del convenio hispano-comunitario, que entrase en vigor el 1 de enero de 1974. 12
  • 13. En abril de 1973 se reunieron en Madrid representaciones de las dos partes y la delegación española adelantó las líneas que defendería en la revisión del tratado. Pero, en junio la Comisión Europea otorgó a sus negociadores un Mandato que iba mucho más allá en la propuesta de liberalización comercial de lo que España estaba dispuesta a admitir para la industria y no hacía, en cambio, concesiones en el capítulo agrícola. Meses después, el estallido de la «crisis del petróleo» distanció aún más las posiciones y relegó el tema español a un lugar muy secundario en la agenda de la Comisión Europea. Era un comienzo que auguraba malos resultados, al menos mientras el anciano general Franco se mantuviera al frente del Estado. Previendo unas conversaciones dilatas, se buscó salvar el vacío legal suscribiendo un Protocolo Adicional al acuerdo hispano-comunitario de 1970, para incluir las relaciones con los tres nuevos miembros del Mercado Común, en el entendimiento de que si no se llegaba a la segunda fase en el plazo previsto —algo que ya parecía muy posible— se irían fijando acuerdos concretos de carácter transitorio hasta que se llegara a un nuevo acuerdo general. El 20 de diciembre de 1973 el presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco, perdió la vida en un atentado con bomba. Su sucesor, Carlos Arias Navarro, encomendó la cartera de Asuntos Exteriores al diplomático y empresario Pedro Cortina Mauri, hasta entonces embajador en París y hombre con una importante actividad empresarial. La llegada de Cortina coincidió con un empeoramiento del clima en el que se desenrollaban las negociaciones con la Comunidad Económica Europea. España había pretendido, en la nueva ronda negociadora, abierta en la primavera de 1973, que a comienzos del año siguiente se concluyera un acuerdo para proceder a la readaptación técnica de la segunda fase de aplicación del Acuerdo Preferencial de 1970. Pero las negociaciones no prosperaban por los evidentes desajustes en las políticas de liberalización comercial. Se añadía a ello el hecho de que el embajador ante las Comunidades Europeas, Alberto Ullastres, se entendía peor con el nuevo ministro de Exteriores que con sus dos antecesores, López Bravo y López Rodó, miembros como él de la familia tecnócrata y partidarios de ceñir la negociación al terreno estrictamente económico. Cortina Mauri, por el contrario, era un antiguo colaborador de Castiella, un miembro del sector aperturista del Gobierno y, aunque se le consideraba un ministro 13
  • 14. técnico, probablemente hubiese desarrollado una vertiente más política en las relaciones con Bruselas si la diplomacia española no se hubiera visto obligada a ponerse a la defensiva y a asumir un fracaso tras otro ante el reverdecimiento de la presión antifranquista en todo el Continente durante los dos últimos años de la vida del dictador. En cualquier caso, las negociaciones sobre el Acuerdo se frustraron el 20 de noviembre de 1974, cuando Ullastres amenazó con suspender las conversaciones si no se introducían mejoras para los intereses de España en el paquete agrícola. La respuesta de los negociadores comunitarios fue remitirse al Mandato de la Comisión, de junio de 1973, sin aceptar modificaciones. Con ello la ronda negociadora quedó interrumpida y se consideró inevitable el comienzo de la aplicación de un espacio de contacto bajo mínimos, pactado el año anterior. Pero ninguna de las dos partes deseaba una ruptura. En enero de 1975, Ullastres y Roland De Kergolay, director general de Relaciones Exteriores de la Comisión Europea, retomaron en secreto las negociaciones. Conscientes de que la muerte de Franco no estaba lejana, contemplaban los dos negociadores un escenario en el que, desde las filas del propio Régimen, se acometiera un proceso de transición que desembocara en una restauración de la democracia. En tal caso, era preciso tener afinados los instrumentos de negociación, con vistas incluso a un convenio de asociación y a un posterior ingreso en el Mercado Común. Ambos políticos alcanzaron un principio de acuerdo, a medio camino entre las dos propuestas de partida, que preveía un desarme arancelario total de los productos industriales para el 1 de enero de 1983, mientras que en el mercado agrícola la CEE otorgaría a la producción española el mismo trato que a otros países mediterráneos con acuerdos preferenciales. En el mes de julio, el Consejo Europeo otorgó una orientación favorable a las conversaciones, lo que significaba que podían proseguir con mayor respaldo oficial. Pero el fusilamiento en las proximidades de Madrid de cinco miembros de organizaciones terroristas en septiembre de 1975, que desató una oleada de protestas por toda Europa, animaron la reactivación, por iniciativa del Parlamento Europeo, de los principios de la doctrina Birkelbach sobre aislamiento de las dictaduras, aplicable ahora solo a España en la Europa occidental. Los organismos de las Comunidades Europeas emitieron duras notas de condena y el Consejo de Ministros de la CEE acordó el 1 de octubre suspender cualquier contacto con el Gobierno franquista, a la espera de 14
  • 15. que decía el comunicado— «una España democrática encuentre su lugar en el seno de los países europeos». Con este clima, y con el aparato político del Régimen empeñado en una resistencia numantina que abría paso a todo tipo de incertidumbres, dejaron de tener sentido incluso las discretas negociaciones entre Ullastres y De Kergolay. La primera fase del Acuerdo Comercial de 1970 se mantenía, por lo tanto, como el único logro realmente substancial cuando, en noviembre de 1975, falleció el general Franco, y en 1986 España ingresó en la Comunidad como miembro de pleno derecho. 4. EL INGRESO EN LA COMUNIDAD El arranque, lento y vacilante al principio, del proceso de transición a la democracia abrió inmediatas expectativas de recuperar el diálogo con las instituciones comunitarias. Aunque el presidente del Gobierno seguía siendo Arias Navarro, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores era un político liberal con marcado sello europeísta, José María de Areilza, bien relacionado con los medios políticos del centro-derecha en los países de la Comunidad. En febrero de 1976, el ministro realizó una gira por las capitales europeas y, aunque recibió una negativa a su propuesta de readaptar el acuerdo vigente para que englobase a los Nueve, logró que se aceptara el desbloqueo de las negociaciones para la segunda fase del convenio. El 12 de mayo, el Parlamento Europeo votó una moción aprobando la medida, pero condicionando su cumplimiento a que en España existiera un sistema de democracia parlamentaria. La Ley para la Reforma Política, aprobada en referéndum en 1976, la legalización de los partidos políticos, incluidos los comunistas, y la celebración de elecciones libres a unas Cortes Constituyentes en junio de 1977, demostraron que la Transición española se abría camino, pese a la actividad núcleos franquistas resistentes con amplia presencia en la Administración civil y en las Fuerzas Armadas. En este contexto, los responsables comunitarios tuvieron interés en fortalecer la naciente democracia facilitando al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD), que presidía Adolfo Suárez, el acercamiento a la Comunidad Europea. En julio, un mes después de las elecciones constituyentes, se produjo el intercambio de cartas entre Bruselas y Madrid para poner fin a la provisionalidad acordada en 1973 y extender al Reino Unido, Irlanda y Dinamarca los efectos del Acuerdo preferencial de 1970. Y el día 28 de ese mes, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, entregó en la capital 15
  • 16. belga al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, Henri Simonet, la solicitud del Ejecutivo español «para la apertura de negociaciones con vistas a la integración de España en dicha Comunidad como miembro de pleno derecho». Lo que suponía dar por concluidas las fracasadas negociaciones para el desarrollo de la segunda fase del acuerdo comercial de 1970. Con ello se iniciaba un trámite diplomático que tuvo su continuidad cuando, el 20 de septiembre de 1977, el Consejo de Ministros comunitario encomendó a la Comisión Europea que iniciase las negociaciones para la integración. El interés prioritario que el Gobierno Suárez otorgaba al tema quedó reflejado, en febrero de 1978, con la creación del Ministerio para las Relaciones con las Comunidades Europeas, a cuyo frente se puso Leopoldo Calvo-Sotelo. En los meses siguientes, la delegación española ante las Comunidades, presidida por el embajador Raimundo Basssols, mantuvo frecuentes contactos con los funcionarios de la Comisión que redactaban el informe sobre los efectos que tendría la adhesión de España. El dictamen fue aprobado el 29 de noviembre de 1978 y era favorable al ingreso, pero advertía sobre serias incompatibilidades en el sistema socioeconómico hispano, que era necesario armonizar con el comunitario, mucho más liberalizado. Proponía un período de adaptación de diez años, a fin de que adaptara sus estructuras un país que mantenía un alto porcentaje de población agraria y cuya industria, propia de una economía desarrollada, poseía un alto grado de protección e intervencionismo estatal y a la que la crisis iniciada en 1973 había afectado seriamente en algunos sectores de sus sectores —la minería del carbón, la siderurgia, la construcción naval— que precisaban de una amplia reconversión. En enero de 1979, tras la aprobación en referéndum de la Constitución española en el mes anterior, el Parlamento Europeo volvió a respaldar las negociaciones de adhesión de España y Portugal. Y en junio, el Comité Económico y Social dictaminó que la ampliación reforzaría el espacio social europeo y la democracia en el flanco meridional del Continente. Las negociaciones para la adhesión de España a la Comunidad se iniciaron el 5 de febrero de 1979. La delegación de la Comisión Europea estaba encabezada por el comisario Lorenzo Natali. La delegación española, presidida por Marcelino Oreja y con asistencia frecuente de los sucesivos ministros de Relaciones con la CEE, Leopoldo Calvo-Sotelo y Eduardo Punset, trabajaba con un documento gubernamental que señalaba los aspectos en los que se debía incidir: 16
  • 17. - Evitar que las conversaciones se orientasen hacia la apertura de la segunda fase del acuerdo comercial de 1970 y, por lo tanto, a la creación de un área hispano- comunitaria de librecambio y, en cambio, centrarlas directamente en el proyecto de ingreso como miembro de pleno derecho en la CEE. - Pero obtener, a corto plazo, un régimen más favorable para la agricultura, especialmente para el aceite de oliva, el vino y la fruta, a cambio de algunas concesiones en otros sectores, sobre todo el lácteo y el remolachero. Por otra parte, el Gobierno Suárez era ya consciente de la urgente necesidad de adoptar cambios radicales en las estructuras comerciales e industriales de la economía española para acercarla a la comunitaria antes de que ello se convirtiera en un lastre para la adhesión a la CEE: reestructuración de las zonas francas, reconversión industrial en sectores como la siderurgia, la minería, el naval o el del automóvil; privatizaciones en el sector público, especialmente en las empresas del Instituto Nacional de Industria (INI); medidas de protección medioambiental; fomento de la movilidad laboral, etc. Poco haría, sin embargo, en este terreno un Gobierno centrista políticamente débil y enfrentado a las tensiones sociales generadas por una prolongada crisis económica, a pesar de que el acuerdo conocido como los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977) sentó las bases para una progresiva liberalización de las estructuras socioeconómicas. Las conversaciones con la Comisión Europea fueron más lentas de lo esperado, sobre todo por la reticencia de París a admitir en el club comunitario a una economía que sería competidora directa de la francesa. En junio de 1980 se produjo el llamado giscardazo, o parón Giscard, cuando el presidente francés exigió que, antes del ingreso de España, se solucionasen a satisfacción de su país cuestiones como la reforma de la PAC y, vinculada a ella, la financiación de los recursos propios de la Comunidad. El peso del voto de los agricultores franceses, y en menor medida de los italianos, era un factor determinante para alentar la resistencia de sus políticos a la adhesión de España. El temor a que los franceses desataran una nueva crisis de la silla vacía actuaba como freno para la negociación. Por otra parte, la delegación española exigía un largo período transitorio de diez años, con objetivos anuales, a fin de adaptar las estructuras económicas y sociales del país a las del Mercado Común, pero sin que ello supusiera 17
  • 18. una amenaza a la estabilidad de la joven democracia, cuya fragilidad quedó patente con el intento de golpe de Estado involucionista del 23 de febrero de 1981. El fracaso del golpe, conocido popularmente como el tejerazo, consolidó la vía democratizadora española en unos momentos en los que el recién creado Gobierno Calvo-Sotelo buscaba sortear las dificultades de la negociación económica con la CEE estimulando otra baza europeísta: la solicitud de ingreso en la OTAN. Este había sido un objetivo persistente, e inalcanzable, del franquismo. Luego, el Gobierno Suárez había otorgado prioridad a la negociación económica con la Comunidad Europea y mantuvo una cierta vocación neutralista en cuestiones de defensa. Con su sucesor, Calvo-Sotelo, las cosas cambiaron radicalmente. En su discurso de investidura ante las Cortes, el 25 de febrero de 1981, ya señaló el ingreso en la Alianza como uno de los objetivos de la apuesta europeísta de su Gabinete. En agosto, dirigió una propuesta a las dos Cámaras parlamentarias en tal sentido y, pese a la oposición en bloque de la izquierda, el Congreso el 16 de octubre y el Senado el 26, aprobaron sendas resoluciones favorables. Con tal respaldo, el Gobierno solicitó su adhesión al Tratado de Washington el día 2 de diciembre. La respuesta favorable del Consejo Atlántico dio paso a unas breves negociaciones que condujeron, el 30 de mayo de 1982 al ingreso de España en la Alianza, si bien sólo en su estructura política —el Consejo Atlántico— a la espera de que una reconversión de las Fuerzas Armadas facilitara el ingreso en la estructura militar integrada. Mientras el Gobierno de la UCD desplegaba su estrategia atlantista, las conversaciones con la CEE avanzaban lentamente. A los pocos días de constituirse el Gobierno Calvo- Sotelo, a finales de febrero de 1982, este aceptó una de las exigencias básicas de la Comisión Europea, la aplicación inmediata en España del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA). A cambio, la Comisión admitió el período transitorio de diez años que solicitaba la delegación española. Ello permitió relanzar las negociaciones y en tan sólo dos meses se alcanzó un acuerdo sobre cinco capítulos, si bien eran los menos conflictivos: circulación de capitales, armonización de la legislación sobre transporte, cuestiones económicas y financieras, libertad de establecimiento y de prestación de servicios y política regional. En octubre de 1982, UCD perdió las elecciones ante un Partido Socialista que se alzó 18
  • 19. con la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. El nuevo Gobierno, presidido por Felipe González, manifestaba una clara vocación europeísta en la línea de la socialdemocracia continental. Su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, un diplomático muy veterano, encontró una eficaz mano derecha en el nuevo Secretario de Estado para las Comunidades, Manuel Marín, cuya rápida identificación con los mecanismos políticos de las Comunidades le llevaría, algunos años después, a presidir la propia Comisión Europea. La voluntad manifestada por el PSOE de avanzar rápidamente en la negociación se vio, además, favorecida por sendos cambios en el liderazgo de los países que más se habían opuesto a la adhesión. Apenas un año antes, el liberal Giscard d'Estaing, manifiesto enemigo de la candidatura hispana, había sido sustituido al frente de la República francesa por el socialista François Mitterrand. A comienzos de 1983, el también socialista Bettino Craxi fue designado jefe del Gobierno italiano, rompiendo décadas de monopolio de la Democracia Cristiana. Sin embargo, el Ejecutivo que se mostró más constante y eficaz en la defensa de los intereses españoles fue el de la República Federal Alemana, donde los socialdemócratas habían cedido el poder a los democristianos de Helmut Khol también en octubre de 1982. Actuando como presidente del Consejo Europeo durante el primer semestre de 1983, Khol propuso una fórmula de conciliación. Los recursos propios de la Comunidad se incrementarían, como demandaban los franceses, con un aumento del porcentaje de la recaudación del IVA que destinaban los estados a financiar el presupuesto comunitario. A cambio, se aceleraría la adhesión de España y Portugal. La aceptación de esta fórmula y la del cheque británico un año más tarde, cuyo pago asumiría en buena parte España, venció también la reticencia de Londres a la admisión de los dos nuevos socios. En el primer semestre de 1985 se negociaron los paquetes más conflictivos, sobre temas de agricultura, pesca, asuntos sociales o el régimen especial de las Canarias. Persistían las reticencias, pero el 29 de marzo se pudo dar por cerrada la negociación. El 12 de junio, Felipe González firmó, en el Palacio Real de Madrid, el Acta de adhesión de España a las tres comunidades. Quedaba el trámite de su aceptación por el Parlamento bicameral español. El 20 de junio el Congreso de los Diputados, y el 17 de julio el Senado, dieron su aprobación por unanimidad. El 1 de enero de 1986, veinticuatro años después de la primera iniciativa, tuvo efecto la incorporación de España a la Comunidad Europea como socio en plenitud de condiciones. 19
  • 20. Pero esta vinculación estaba condicionada por un asunto en el que el Gobierno González se jugaba su propio futuro. El PSOE se había opuesto públicamente al ingreso de España en la OTAN durante la etapa de gobierno de la UCD, pese a las presiones de sus correligionarios, los socialdemócratas europeos. A las elecciones de 1982, que ganó por mayoría absoluta, el partido concurrió con un lema de ambigüedad calculada —«la OTAN, de entrada, no»— y la promesa de convocar un referéndum para legitimar una posible salida y el cierre de las bases norteamericanas en España. Pero una vez que Felipe González y sus ministros tomaron conciencia de la vinculación política entre el ingreso en la CEE y la permanencia en la Alianza, dejaron claro que el cumplimiento de la promesa electoral se centraría en una consulta únicamente sobre los términos de la permanencia, no sobre la salida, y cuyo resultado no sería, además, vinculante para el Ejecutivo. Frente a la petición de voto favorable de los socialistas —González condicionó a ello su permanencia en el poder— los partidos de la izquierda promovieron el voto negativo y los conservadores de Alianza Popular, que tras el desembarco en sus filas de gran parte de la extinta UCD era el partido más atlantista del panorama español, aconsejaron votar en blanco, por cuestiones de política interior. Los ciudadanos hubieron de votar, conjuntamente, tres propuestas concretas: 1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la estructura militar integrada. 2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en territorio español. 3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos en España. Celebrado el 12 de marzo de 1986, con una participación del 59,5 por ciento del censo, el referéndum arrojó un resultado favorable del 52,5 por ciento de los votos. Con ello, el Ejecutivo dio por cerrado el debate, mantuvo su permanencia en los órganos políticos de la OTAN. Y, a la espera de que trascurriese algún tiempo antes de ingresar en la estructura militar de la Alianza, se incorporó plenamente a los procesos de integración continental que, rumbo a la constitución de la Unión Europea, se desarrollaban en las sedes comunitarias de Bruselas y Estrasburgo. 20