1. Revista Kairós.Estudios del Nuevo Mundo
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JUAN LARREA,
El Surrealismo español y el destino de América.
Graciela Maturo
Resumen: Por invitación de Eugenia Cabral quien, con el auspicio del Centro Cultural de
España y de la Universidad Nacional de Córdoba, organizó un impostergable Homenaje a
Juan Larrea —según creo, el primero que se le hizo en el país—, he pronunciado esta
conferencia en la ciudad de Córdoba el 30 de marzo del año 2012. El texto, dedicado al
poeta español que vivió sus últimos quince años y murió en esa ciudad argentina en
1980, intenta volcar mi conocimiento personal del amigo y las motivaciones que me hacen
impulsar un reconocimiento a su obra. Luego de evocar mi encuentro personal con
Larrea, despliega algunos aspectos de su vida, su trayectoria poética, su labor
hermenéutica y profética —poco comprendida en ciertos momentos y aún hoy en los
ámbitos universitarios—, y termina con una referencia a su visión de América y su
decisiva valoración de la misión del poeta.
Descubrí la existencia del poeta español Juan Larrea en Mendoza
(Argentina), al pie del Ande, en 1958. Leí con deslumbramiento y pasión los
dos volúmenes de su obra Rendición de Espíritu —que me esperaban intonsos,
en el Instituto de Literaturas Modernas de la Universidad de Cuyo—
descubriendo a un poeta-vidente de excepcionales condiciones, y a un
hermeneuta que aplicaba a la Historia misma su capacidad revelatoria. Debo
decir que ambos mensajes —el sentido de la poesía y el destino de América—
entrelazados por una mirada surrealista y profética, me marcaron para
siempre y teñirían todo mi quehacer, ya iniciado entonces como poeta,
americanista y estudiosa de las letras. Pido perdón por esta referencia
personal, pero es imposible obviarla. Desde entonces visité a Larrea en su casa
del Barrio Jardín Espinosa en Córdoba y mantuve con él una rica
correspondencia que, solo en parte, he dado a conocer.
Datos biográficos. Será preciso recordar algunos datos de la biografía
del poeta. Juan Larrea nació en Bilbao el 13 de marzo de 1895, en un hogar de
perfil católico y conservador. Su madre era navarra y, según Larrea, los
navarros eran los más católicos de España. El padre era librepensador, un
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típico conservador, rentista, cuya herencia venía de un abuelo que había
hecho fortuna en América. Dos hermanas de Juan se hicieron monjas, y otro
hermano jesuita; la madre quiso inclinar a su hijo Juan al sacerdocio, y él
estaba du côté de sa mère según lo dice en carta a Robert Gurney. Hay un
episodio de su infancia sobre el cual el propio Larrea llama la atención en esas
cartas. Entre los cuatro y los siete años fue enviado por sus padres a Madrid, a
la casa de su tía Micaela, hermana de su padre. Este hecho tuvo gran
importancia en la formación afectiva del niño, que guardó un vínculo muy
fuerte con Micaela Larrea; ella vino a encarnar a la Amada, sublimando la
idea de la Poesía y convirtiéndose en símbolo de su vida espiritual.
Finalizados los estudios de bachillerato, Larrea cursó la carrera de Letras
en la Universidad de Deusto —donde conoció a su amigo Gerardo Diego—, y
luego perfeccionó sus estudios en Salamanca. En Madrid hizo la especialidad
de bibliotecario y archivero, que le permitió ingresar, en 1921, en el Archivo
Nacional, donde fue jefe de la sección de Órdenes Militares. Debajo de estas
funciones tan alejadas de la poesía latía, sin embargo, la inquietud del creador,
que lo llevó a pedir la “excedencia” en el cargo para establecerse en Paris. El
encuentro con César Vallejo fue decisivo en la publicación de una pequeña
revista titulada Favorables Paris Poema (1921). Tomó contacto con el
Surrealismo francés, del cual luego fue crítico.
En 1926, ya casado con mujer francesa, viajó al Perú iniciando una
relación con América que tendría, más tarde, consecuencias de peso en su vida
y obra. Este viaje, de corta duración, lo puso en contacto con la cultura del
Cuzco, donde reunió una valiosa colección de antigüedades incaicas que
luego fueron exhibidas en Francia y en España, donde ahora se encuentran.
En 1936 se instaló en París, como otros intelectuales, durante la Guerra
Civil. Su exilio continúa a la caída de la República. En 1939 viajó a México
donde fundó, con José Bergamín y Josep Carner, la Junta de Cultura Española
y dirigió la revista España Peregrina. Desaparecida esta publicación,
promovió con otros escritores la creación de la célebre revista Cuadernos
Americanos y permaneció allí hasta 1949. Estos diez años de su estadía
mexicana fueron especialmente fecundos en la trayectoria de Larrea, y le
dieron la oportunidad de alternar con valiosos escritores e influir en ellos,
como consignaré después. A esta etapa pertenecen importantes trabajos como
Rendición de Espíritu (1943) y El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo
(1944). En Nueva York publicó, en inglés, su estudio sobre el Guernica, de
Picasso (1947).
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En 1949 se trasladó por varios años a los Estados Unidos con el apoyo
de la Beca Guggenheim y, luego, de la Fundación Böllingen para continuar
sus investigaciones. Publicó en Lima, en 1952, su trabajo La Religión del
lenguaje español. En 1956 —año de nuevas publicaciones—, La espada de
la Paloma y Razón de ser, ambas en México. Vino a la Argentina, invitado
por Víctor Massuh, a la Universidad Nacional de Córdoba, donde fundaría el
Instituto del Nuevo Mundo y su principal organismo, el Aula Vallejo, con la
revista de igual nombre. Entre las publicaciones de ese tiempo destaco César
Vallejo o Hispanoamérica en la cruz de su Razón (1958), Corona Incaica
(1960), Pintura actual, en colaboración con Herbert Read (1964), Teleología
de la Cultura (1965), y Del Surrealismo a Machupichu (1967). Estos dos
últimos títulos no fueron publicados en Córdoba sino en México.
Luego del accidente aéreo sufrido por su hija y el esposo, en 1961, debió
hacerse cargo de su nieto Vicente al que crio y quien fallecería a comienzos de
2012. Después de 1964, año de la visita de Herbert Read y de cierto apogeo
del Instituto, empezó el ataque desconsiderado de colegas que no entendían ni
aprobaban la actividad universitaria de Larrea. Impugnaban su permanencia
en la Universidad de Córdoba. Fue en respuesta a esas descalificaciones que
Larrea escribió Teleología de la cultura, un breve opúsculo que puso en mis
manos en el año 1965. Tal escrito comienza con el tono de una defensa
personal, y va desplegando una visión completa de su labor.
Juan Larrea falleció en Córdoba el 9 de julio de 1980. En l982 se editó
en España, por la Editora Nacional, una compilación de ensayos que habían
sido publicados antes en forma de opúsculos o libros, con título brindado por
el autor, que es un verso de Rubén Darío: Torres de Dios, poetas. Su obra,
integrada por una buena cantidad de artículos y de ensayos en revistas, sigue
sin ser reeditada y, mucho menos, estudiada y comprendida en nuestras
universidades.
La obra poética. Larrea es, ante todo, un poeta, y la poesía es el eje de su
formación, visión histórica y teoría de la cultura, aunque el ejercicio del
poema abarque solo una parte de su vida, entre 1919 y1932. La obra poética
publicada permaneció muchos años desperdigada en distintas revistas y
antologías hasta que fue reunida y traducida al italiano para su publicación
por el profesor Bodini (Versione celeste, Einaudi, Turín, 1969), en edición
que a su turno fue traducida y editada por Luis Felipe Vivanco en un libro que
publicó Carlos Barral con el título Versión celeste (Barcelona , 1970); llevaba
esta edición un prólogo de su gran amigo Gerardo Diego y una introducción
del curador, Luis Felipe Vivanco. Un prólogo breve del autor, fechado en
Córdoba en 1966, ilumina la génesis de los poemas, escritos en su mayoría en
francés. Vivanco, uno de los traductores junto con Gerardo Diego y Carlos
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Barral, anota que sobre ciento trece poemas, noventa fueron escritos en
francés; por eso habla de «un poeta español de lengua francesa».
Robert Gurney ha estudiado esa producción poética en su espléndido
libro La poesía de Juan Larrea, cuya traducción del inglés al español se
publicó en el País Vasco en 2001. Era la tesis doctoral de este poeta e
investigador británico y recoge investigaciones iniciadas en 1968 e
incrementadas con las entrevistas que el autor le realizó, en 1972 y 1973, al
poeta bilbaíno, y cartas posteriores. Esta obra es, a mi juicio, la más
importante sobre la poesía de Larrea, juntamente con el libro de David Bary:
Larrea, poesía y transfiguración, y con ensayos de Cristóbal Serra publicados
en compilaciones críticas. Unos pocos trabajos más, algunos de ellos de
autores argentinos que lo respetaron como Daniel Felipe Obarrio, Lila Perrén
de Velasco, Osvaldo Pol o quien esto escribe, completan la bibliografía sobre
el autor, al menos la que me parece más próxima a su pensamiento.
Gurney, al estudiar la poesía de Larrea con valiosas calas de análisis e
interpretación de sus textos, va revelando también las relaciones sucesivas
del poeta con el ultraísmo —al que rinde culto con sus poemas españoles del
año 1919 presentados por Gerardo Diego en las revistas Grecia (Sevilla) y
Cervantes,(Madrid)—, y, luego, con el creacionismo, que incorpora
deslumbrado al conocer a Vicente Huidobro, y con el surrealismo, dentro
del cual mantendrá una relación conflictiva. Por mi parte, agrego dos puntos,
no suficientemente tratados: 1) la relación de Larrea con el “esprit nouveau”
planteado por el poeta Guillaume Apollinaire en las primeras décadas del siglo
XX. Apollinaire utilizaba ya la expresión sur-réalisme, que debe ser traducida
como Súper-realismo, más próxima del surnaturalisme de Gerard de Nerval
que del surréalisme de André Breton 2) la existencia de un Surrealismo
español, que ha sido poco estudiado y que registra un particular y
sorprendente retorno a la fuente religiosa, con toques mágico-realistas, como
puede verse en Dalí, Buñuel, Larrea, León Felipe. Sabemos, por Robert
Gurney, que un artículo de Larrea del año 1927 titulado “Ilegible” fue
transformado por el autor en guion cinematográfico, a pedido de Buñuel, para
una filmación que, finalmente, no se realizó. En una de las escenas previstas
podía verse a Jesús descendiendo en un estadio de fútbol. El surrealismo de
Larrea, como el de Dalí, era un surrealismo religioso.
Un tema importante, tratado por David Bary, es el de la Luz psíquica, a la
que Larrea llama “Luz de conciencia”; sería la luz del Evangelio de San Juan
y de los místicos, también la luz de la pintura que hizo decir a Leonardo: La
pintura es cosa mental. Al respecto anota Robert Gurney que Apollinaire
consideraba a la luz y el fuego como pertenecientes al hombre, en tanto que
Larrea definía a la luz como don divino.
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David Bary conoció a Larrea, se interesó por su poesía y destacó su
relación con las artes plásticas. El poeta español recibió en Córdoba la visita
de un genial estudioso de las artes, el inglés Herbert Read, con quien firmaron
en conjunto un libro importante para la consideración de la pintura y la
literatura, denominado Pintura actual (1965). Larrea pensaba que la pintura y
la poesía formaban un solo lenguaje; se trataba de lo translingüístico del
idioma.
El poeta bilbaíno no estimaba mucho sus primeros poemas, que Gerardo
Diego alcanzó a las revistas del ultraísmo: Grecia (Sevilla) y Cervantes
(Madrid). El porqué de esta subestimación se hallaba en su idea de que la
poesía solo es grande cuando el poeta ha alcanzado su autoconciencia plena y
se ha reconocido dentro de un Logos que supera el logos individual. Es
cuando logra la “conciencia cósmica” que el poeta se convierte en profeta, el
que deja- hablar- a- otro- por- su- boca (profemí) y por esta operación
trascendente se identifica con el destino de su pueblo y de su especie. No sé si
Larrea leyó a Heidegger, pero por mi parte alcanzo a reconocer en su
pensamiento poético aquella “patentización del Ser” que Heidegger encuentra
en la poesía de Hölderlin. En tales momentos, la palabra poética pasaría de ser
la mera efusión de sentimientos personales a convertirse en casa del Ser, el
lugar donde el Ser se revela.
Los poetas y la Iglesia mística. Decíamos que Juan Larrea tuvo una
formación e incluso una opción católica, pese a su rebeldía ante las jerarquías
de la Iglesia. Le he escuchado más de una vez hablar de ROMA como el
anagrama de AMOR, y de él aprendí el tema de Juan y Pedro, que ha sido
tratado por muchos autores y pertenece a la tradición de la Iglesia y de las
artes. Pedro y Juan representan en el mundo cristiano dos perfiles, dos
funciones distintas. El apóstol Simón Pedro, pescador de oficio, es elegido
por Jesús quien le dice: Tú eres Pedro (piedra) y serás la piedra sobre la cual
edificaré mi Iglesia. Por eso, Pedro, que ocupa la cátedra vicarial de Cristo,
preside la organización institucional del Catolicismo, que significa
universalismo, y acompaña el destino histórico de Roma y de las naciones
modernas (aunque éstas no hayan aceptado incluir al cristianismo en la
Constitución de la Unión Europea). Recordemos que el Cristianismo se
extiende a América en sus dos vertientes: católica y reformada.
El apóstol Juan, que vivió sus últimos años en la isla de Patmos, es un
personaje menos visible, y su función aparece como postergada hacia los
últimos tiempos. A él confía Jesús a su madre, y está destinado a presidir una
iglesia invisible, la iglesia mística. Desde luego, Juan Larrea apostaba a la
iglesia de Juan, presidida por la Virgen María en representación del Verbo,
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tercera persona de la Trinidad, y preanunciaba el florecimiento de esa iglesia
mística, vivificada por los poetas, en América.
Sobre esta dualidad, espinosa por cierto en su aplicación a la Iglesia, tuve
y tengo una posición más moderada que Larrea, y así se lo decía
respetuosamente al maestro, que en todo era excesivo. Por un lado, la Iglesia
es la Iglesia de Jesús, y abarca tanto a Pedro como a Juan. No solo han de
sucederse sino que siempre existieron juntos. Por cierto, la Iglesia sostuvo a
la Inquisición, que persiguió a los humanistas —en su mayoría católicos pero
también judíos y criptojudíos—, en América. Pero la Iglesia incluye a esos
mismos humanistas: Nicolás de Cusa, Ficino, Pico della Mirandola (maestro
de nuestro Luis de Tejeda, el dominico cordobés que ha iniciado la poesía
lírica en estas latitudes), Thomas Moire y Campanella. Y a los místicos y a
los santos, a quienes podemos agregar otra comunidad no rígida ni organizada,
exaltada por Juan Larrea: los poetas, esa iglesia espiritual formada por juglares
—joculares— no sujetos a dogmas, no reconocidos en el “mester de clerecía”
y, sin embargo, actuantes en la comunidad, guardianes de su destino espiritual.
Es por la poesía que los hombres sostienen todavía una cultura y un destino no
puramente materiales, utilitarios o técnicos. El Espíritu sopla donde quiere.
Esta convicción, muy fuerte en Larrea, consolida su visión permanentemente
relacionante de poesía, historia y religión.
Sobre este punto quiero añadir que, luego de haber leído Rendición de
espíritu, obra a la cual me referiré, y de conversar sobre estos temas que, por
otra parte, han desarrollado otros autores religiosos, empecé a descubrir
hondas resonancias del pensamiento de Larrea en obras como El camino de
Santiago, de Alejo Carpentier, y la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Consulté a Larrea sobre el particular y le di ocasión de explayarse en cartas
que conservo y he publicado a medias. Estimo que Carpentier ha retomado el
sentido judeocristiano de la Historia, agregando matices nietzscheanos y
spenglerianos sobre la decadencia de Occidente, y que Rulfo hace algo más
que insinuar la caída de Pedro y la pervivencia de Juan en su famosa novela
Pedro Páramo. En suma, el poeta vasco-navarro se movió siempre dentro de
la tradición judeocristiana, aun acusando facetas críticas hacia los dogmas o
las organizaciones. Gerardo Diego, que fue su amigo y compañero de los
cursos de hebreo y de latín en la Universidad de Deusto, decía de él: Larrea
me superaba totalmente en cuanto a la fe cristiana.
Juan Larrea se dedicó desde muy temprano a la lectura bíblica, y la
historia se convierte también para él en un texto a ser descifrado a la luz de
las Escrituras. Los textos bíblicos de los profetas, así como el texto del
Apocalipsis, de San Juan, pasan a ser sus lecturas predilectas.
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Con relación a la posición hermenéutica de Larrea, mal comprendida por
ciertos analistas y por aquellos que pedían su destitución, traeré brevemente
la opinión de un profesor de la universidad de Duke, Marcos Canteli, quien
escribe el artículo “Larrea: una utopía melancólica”. Desconcertado ante el
pensamiento del poeta, Canteli llama utopía melancólica a lo que considera
una mezcla de posición reaccionaria y postura utópica, mostrando gran
desconocimiento de la tradición simbólica judeocristiana y de toda tradición
religiosa o teológica. Por supuesto, juzgada desde su posición, la utopía sería
un bien propio del socialismo, olvidándose de que es en el judeocristianismo
donde arraiga la concepción teleológica de la Historia con una forma
determinada, que llegaría a su cumplimiento histórico y transhistórico en el
final de los tiempos. Y dejando de lado que Sir Thomas More, santo y mártir
católico, inventó la palabra Uthopy, el no-lugar, para designar, oblicuamente,
a América, de donde venían las noticias de Vespucci mediatizadas por el
personaje de su obra, el marinero Hythtloday.
América estaba lejos de ser el no-lugar, aunque el humanista la llamara
así eludiendo a los inquisidores; por el contrario, para los humanistas América
era el lugar, el buen lugar (por eso en nuestros trabajos propusimos el nombre
de eutopía). Se olvida también de que Hegel, el mayor filósofo de la Historia
con que ha contado Occidente, despliega su sistema de ideas sobre este telón
cultural de fondo.
Canteli, como otros, ignora todo esto. Se apoya en otro crítico que se ha
ocupado de Larrea, Díaz de Guereñu, para afirmar que hay en Larrea un
intento desesperado de recomponer el fracaso de la República española
mediante el recurso a su aplicación en nuevas tierras. Por su parte, José Luis
Abellán habría calificado al pensamiento de Larrea como “pensamiento
delirante”, calificación que no rechazo aunque doy al delirio la significación
positiva que le otorga María Zambrano. Canteli, que no me parece nada
relevante sino que lo he tomado como ejemplo de particular incomprensión,
acusa a Larrea de haber pasado del plano conceptual al plano mítico. Y,
efectivamente, así es. El hombre religioso vive en una atmósfera intramítica,
como lo vemos en movimientos al modo del Islam, y esto se cumple también
dentro del cristianismo, pero con una gran diferencia: la tradición de Cristo
hace lugar al libre pensamiento, y esto es escándalo para los fanáticos que
llegan a considerar al cristianismo como una religión de débiles (Nietzsche) y
en otros casos son inducidos a deserciones como la de René Guénon a favor
del islamismo.
Por último, Canteli identifica al mito con el pensamiento reaccionario,
apuntando al carlismo, el franquismo, el conservadurismo, de los cuales
Larrea tomó explícita distancia. Larrea jamás podría ser tomado como un
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defensor del franquismo, al que otorgaba un carácter demoníaco representado
por la guardia mora del caudillo: veía en este movimiento una proximidad al
nazismo, al que también adjudicó el símbolo de la media luna.
Para Larrea, La espada de la Paloma era una de sus obras más
importantes. Según su valioso exégeta Cristóbal Serra, se trataría —sin ignorar
aspectos más permanentes—, de una requisitoria contra la Iglesia de Pedro.
Sostiene que el Apocalipsis —obra aceptada en España como canónica antes
de serlo en Roma—, es un texto que, sin perder su carácter simbólico
permanente, habría sido redactado contra el Obispo de Roma y en el tiempo de
la crisis de Corinto. Allí, Clemente el Romano habría recurrido al ejército
para sofocar una rebelión de jóvenes diáconos y, desde entonces, la Iglesia se
habría transformado en una Iglesia Romana que, según Larrea, había
desplazado el Evangelio, condenado por herético al milenarismo y desplazado
a la mística. Mi respeto personal por la Iglesia, pese a sus defectos, y mi
desconocimiento del tema, hacen que no pueda expedirme sobre este punto.
Larrea no se pronunció sobre el origen ibérico de los hebreos, como lo hiciera
Oscar Ladislav de Lubicz-Milosz, pero sí esperaba y afirmaba la conversión
del pueblo judío en el final de los tiempos.
Ahora me referiré, precisamente, al profetismo del bibliógrafo judeo-
portugués Antonio de León Pinelo, reinterpretado por Juan Larrea.
Antonio de León Pinelo y El Paraíso en el Nuevo Mundo. Me parece
muy importante la revalorización que hizo Juan Larrea de la obra de Antonio
de León Pinelo, El Paraíso en el Nuevo Mundo.
Recordaré que los hermanos León Pinelo, Antonio, Juan y Diego,
luminarias de la vida colonial, pertenecían a una familia portuguesa de judíos
conversos que, como muchos de los peninsulares, vinieron desde España o
Portugal al Río de la Plata y luego a Córdoba del Tucumán, donde nació el
menor de los hermanos. Antonio estudió en Chuquisaca, donde se graduó de
abogado, y en 1612 ya residía en Lima, con la familia. Tanto el padre como
los hermanos menores tomaron luego la orden sacerdotal. Antonio de León
Pinelo regresó a España en 1622 y hasta su muerte, en 1660, dedicó todas sus
horas a escribir sobre el Nuevo Mundo, al que dio siempre este nombre.
Produjo buena cantidad de obras, que lo califican como geógrafo, historiador,
escritor y bibliógrafo. El Epitome es el catálogo fundacional de la bibliografía
americana.
Entre esos tratados varios se destaca una obra singular, que participa de
la historia, la geografía, la teología y la filosofía, titulada El paraíso en el
Nuevo Mundo. Historia natural y peregrina de las Indias Orientales. Pinelo
trabajó varios años en esta obra, cuyo manuscrito en dos volúmenes, según el
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9
Epitome debió parar en la biblioteca de Barcia. Se sabe que de esta curiosa
obra llegó a publicar el Índice y “aparato” en 1656, según Larrea, y esto ha
dado origen a datos confusos sobre la publicación de todo el libro. No es el
momento de hablar de la historia del manuscrito cuya copia, existente en la
Biblioteca del Palacio Nacional de Madrid, fue consultada por Juan Larrea,
antes de su exilio en México, donde le dedicaría un extenso trabajo publicado
en la revista España Peregrina1
. Por su parte, el erudito peruano Raúl Porras
Barrenechea exhumó y publicó el texto2
en 1943.
Para Juan Larrea es esta la obra más importante de Antonio de León
Pinelo, y a su juicio, una obra admirable por su erudición, a la cual califica de
poética y profética. El Paraíso en el Nuevo Mundo es un libro enciclopédico,
fruto de eruditas investigaciones sobre la naturaleza, la prehistoria y las
sociedades americanas, destinado a probar que el Edén bíblico se habría
hallado, en un remoto pasado, en el centro de la América del Sur. León Pinelo
realiza una prolija exégesis bíblica interpolada con un examen de restos
arqueológicos hallados en México, Perú y otros sitios, hecho que de suyo
significa una novedad hermenéutica por la libertad con que el autor relaciona
diversas fuentes. Luego, ya en tren de demostración, pasa a describir al
continente americano, con barroca exuberancia, añadiendo una nueva versión
a la ya por entonces cuantiosa descripción de las Indias Occidentales. El Arca
de Noé, construida en América, habría navegado de un continente a otro y así
lo desarrollan el Libro Segundo y el que le sigue. El capítulo IV despliega la
descripción de las naciones, monstruos, animales y figuras míticas de las
Indias, a las cuales caracteriza con el adjetivo peregrinas. En el Libro V
describe los ríos americanos.
Acompaña al libro un mapa (ver adjunto), ciertamente fascinante, cuya
copia me fue entregada por Juan Larrea el primer día en que lo visité en la
ciudad de Córdoba. Cabe ahondar en el simbolismo de algunos elementos que
caracterizan a este curioso mapa. En primer término, se halla orientado de un
modo anómalo, con lo cual las representaciones clásicas del mundo o
planisferio resultan invertidas. Esto corresponde, acaso, a la idea del mundo de
los antípodas, difundida en el Medioevo. También se dan nombres de las
regiones y sus habitantes. La región correspondiente al Norte del Brasil,
Colombia y Venezuela se rotula Habitatio hominum y la costa del Pacífico,
Habitatio filiorum Dei. Es posible ver en esto un reflejo del viejo tema de las
puertas de la tierra, una reservada a los hombres, otra a los dioses, y que
1
Juan Larrea: “El Paraíso en el Nuevo Mundo de Antonio de León Pinelo” en España
Peregrina , 1942.
2
Antonio de León Pinelo: El Paraíso en el Nuevo Mundo, Universidad de San Marcos de
Lima, 2 tomos, 1943.
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proviene del Antro de las Ninfas, pero en este punto no hemos profundizado lo
suficiente. Finalmente, apuntaré que en las tierras del Perú figura dibujada el
Arca de Noé, construida en el Mundo Nuevo para ser luego llevada al resto
del planeta.
Juan Larrea, poeta penetrado de un espíritu auténticamente superrealista,
y por ello capaz de aceptar realidades sobrenaturales que se superponen a las
realidades históricas, es quien ha otorgado a la obra de León Pinelo su estatuto
poético, más allá de la erudición con que ha sido construido. Lo notable en el
poeta español es el modo casi natural con que acepta y continúa la imagen
paradisíaca del Nuevo Mundo. Sobre este planteo audaz del Paraíso en
América practica una operación hermenéutica y poética: la extrae de su
aparente condición de pasado, científicamente demostrable o no, y le devuelve
su carácter mítico, intemporal, proyectándola al futuro. Aporta una
justificación psicológica y teológica para esta razón imaginaria que viene a
compensar, afirma, la indigencia terrenal del hombre, dando sentido a sus
pasos en la historia.
Observa Larrea: ... la clara inteligencia de León Pinelo y su tendencia al
orden y a la clasificación recogió todos los datos concordantes que la
tradición religiosa y los nuevos conocimientos le brindaban, sometiólos a una
trabazón rigurosa agrupados en series de coincidencias acusadas por la
necesidad de comprender el todo de un modo unitario (Larrea, 1940: p. 76).
La mentalidad que pudiéramos llamar colonial que se produce en
América a raíz de la conquista es resultado de idéntico proceso, dice también
Larrea, y llama a la obra de Pinelo Libro de época trabajado con la
esmeradísima perfección de una piedra preciosa, así como, singular,
extrañísimo Cantar de los Cantares. Y sigue el poeta: León Pinelo se recrea
exaltando la hermosura de la naturaleza americana... se complace en
reproducir aquellas noticias fantásticas, a todas luces imposibles, que a sus
ojos consagran la divinidad, el carácter extranormal de su amada Ibérica.
Algunos de los capítulos, en especial aquellos finales dedicados a la
descripción de los cuatro grandes ríos, pudieran considerarse en cierto modo
como los cantos de un poema erudito, la correspondencia, si se nos permite el
recuerdo, de aquel Paraíso Perdido en que era directa materia poética lo que
aquí es seca, desabrida erudición. (p. 79).
Larrea justifica la utopía en la tensión inevitable que surge entre la
temporalidad y la eternidad. Los ojos nostálgicos del hombre dejan de
volverse hacia atrás para mirar delante de él, en el sentido de su marcha que
así se hace funcional, afirmativa y sin obstáculos. Bajo estos determinantes se
plasma el mito de un mundo futuro más perfecto, el cual, cuando toma cuerpo
en una realidad de orden material, asume la especie de tierra prometida... Lo
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propio de la teología ortodoxa es la esperanza en un tiempo celestial y
ultramundano, no así la fusión de lo celestial en lo terreno, que los humanistas
ven plasmarse en el tiempo concreto de los hombres. Joaquín de Fiore había
abonado ese tópico que impregnó la mentalidad de geógrafos y navegantes
del siglo XV. Colón percibió esa atmósfera y la expresó en sus escritos, entre
ellos el Libro de las Profecías, fundando de algún modo el realismo mágico
americano. Será trabajo de escaldas, o sea de poetas, devolverle esa
significación, nos dirá luego Carpentier.
Quiero subrayar hasta qué punto el surrealismo de Larrea le permite
vivificar la eutopía americana de León Pinelo y anunciar la venida de la
Ciudad Celeste en el tiempo histórico de América. Dice, finalmente: Estas
consideraciones definen en verdad la forma y la sustancia del Paraíso en el
Nuevo Mundo, obra, en primer lugar, nacida amorosamente de la necesidad
intelectual de conocer; constituida, en segundo, por una intuición
fundamental, racionalizada a posteriori. La intuición es el punto de partida y
la médula; las precisiones materiales, el método y el aparato racional
(serían) el hueso, la caparazón que la envuelve protegiendo su debilidad
orgánica. Queda sentado que la intuición es el elemento psicológico que
revela la presencia de la imaginación creadora. El Paraíso en el Nuevo
Mundo. Historia Natural y Peregrina, tiene, por extraña que sea su forma, las
características esenciales de una obra poética. Y sigue el poeta y hermeneuta
bilbaíno: El Paraíso que, según su visión particular se refiere a tiempos
pasados, corresponde en realidad al futuro. Con lo que no hizo sino seguir el
ejemplo del Descubridor que murió creyendo que había desembarcado en el
continente antiguo. Su paraíso es en verdad un paraíso nuevo, apenas
perceptible en la lontananza del hombre cuya conciencia ha dado media
vuelta, la cual en vez de alejarse cada vez más de su perfección, va hacia ella,
vencida la mitad del camino, endereza positivamente sus pasos. El mismo
título de la obra de León Pinelo expresa a esta luz su realidad precisa. El
Paraíso en el Nuevo Mundo, en el mundo situado más allá del antiguo, en la
tierra de la nueva promesa, en América –Continens Paradisi- continente del
Amor, continente que se singulariza en espera de su contenido [...] Las
consecuencias que de ella se derivan coinciden por completo con las que
arroja la intuición reinante en todas las repúblicas de América. [...] Es
axiomático en el nuevo continente que sus tierras incuban el nacimiento de un
mundo nuevo.
El poeta español contrasta el destino sobrenatural de América con el
contenido irremisiblemente bárbaro de la pretensiosa civilización occidental
centralizada en el antiguo continente. Como español, se sitúa entre los dos
mundos (tal como igualmente se lo ve en su libro El surrealismo entre el Viejo
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y el Nuevo Mundo, 1944); en todo momento se entrega con pasión al anuncio
de esa nueva realidad histórico-metafísica. Hasta el título de la obra de Pinelo
y su insistencia en el adjetivo peregrino se hace connatural a la condición
peregrina de España, y a su destino histórico, expuesto en su obra Rendición
de espíritu (1943). La misión histórica de España habría sido, a juicio de Juan
Larrea, transmitir a América el espíritu, convertirla en pueblo bíblico
destinado a protagonizar la última etapa de la historia, marcada por la
redención. Además, Larrea pone su atención en el aspecto autobiográfico de
la obra, escrita desde la nostalgia del indiano que ha regresado a España, y
afirma: No deja Pinelo, como es lógico, de situarse a sí mismo en América,
evocando los días felices que allí pasó, siempre que puede incorporar su
personal testimonio al cuerpo de doctrina. Con esta memoria personal,
evocada desde la ausencia, se refuerza un tema capital en cierta línea de las
letras americanas, cual es la poetización desde el exilio, practicada antes por el
Inca —cuando al morir su padre viajó a España, a sus veinte años—, y
después por jesuitas expulsados como Rafael Landívar, y también por
viajeros extranjeros como Alejandro de Humboldt, o por quienes habitaron
América en la infancia y la rememoran en otra lengua, como lo hizo
Guillermo Enrique Hudson. En todos ellos se expresa de algún modo la
eutopía americana, que resurge con fuerza en la novelística del siglo XX.
América, con sus problemas y contradicciones, se constituye como mito que
ha vertebrado la gran literatura hispanoamericana.
Graciela Maturo: Escritora, Doctora en Letras, Profesora Universitaria. Sus
publicaciones abarcan la poesía, la investigación en Letras y el ensayo. Dirige, con
Alejandro Dewes, el Centro de Estudios Poético Alétheia, y es codirectora de Kairós.