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ACTUALIDAD
IMPUNIDAD
Y CORRUPCIÓN
Las fuentes de la injusticia y la desigualdad
en México
Carlos Martín Gutiérrez González
7
17
Contenido
Presentación
Introducción
Capítulo primero
Eticidad de la norma y Constitución;
la cultura política y los valores sociales
	 I.	La fuerza normativa de la Constitución 35
	 II.	La dimensión sustancial de la democracia 45
	 III.	La cultura político-jurídica en México 48
Capítulo segundo
Verdad, transparencia y corrupción
	 I.	Transparencia y rendición de cuentas 61
	 II.	Las responsabilidades de los servidores públicos
		y la corrupción 73
	 III.	El Sistema Nacional Anticorrupción 79
Capítulo tercero
De las plazas públicas al mercado
	 I.	La ética ciudadana 93
	 II.	La demanda del interés general 107
	 III.	Rezago en el acceso 112
	 IV.	Rectoría económica y rendición de cuentas 113
	 V.	Concesiones para explotar el espectro
		electromagnético y otros recursos públicos 117
57
93
11
31
8
Contenido
	 VI.	Responsabilidad de los concesionarios, solidaridad
		y rendición de cuentas 118
	 VII.	La prohibición de los monopolios 122
Capítulo cuarto
Rendición de cuentas y justicia
	 I.	Mecanismos constitucionales de garantía 134
	 II.	Control constitucional y derecho a la resistencia 137
	 III.	El derecho a resistir el derecho 139
	 IV.	Justicia e impunidad 144
Capítulo quinto
Principio de legalidad y rendición de cuentas
	 I.	Principio de legalidad versus juridicidad 156
	 II.	Un ejemplo “legislativo” 157
Capítulo sexto
El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción
	 I.	El derecho a la información, la transparencia
		y la rendición de cuentas como elementos
		esenciales del combate a la corrupción 180
Conclusiones
Bibliografía
127
155
167
187
195
A mis hijas:
Natalia, Mariana y Sofía.
A mi esposa.
A mi madre.
Gracias a todas, por todo.
11
Presentación
[…] una Teoría de la Constitución de cuño científico-cultural puede cooperar
también a la necesaria reducción de toda fijación en objetivos basados
exclusivamente en puro bienestar materialista, al tiempo que preconi-
za el alejamiento de todo parámetro economicista típico de ideologías y
actuaciones políticas contemporáneas, al ofrecer el sustrato que facilita
la crítica de toda interpretación del Estado social de derecho que se pre-
tenda basada exclusivamente en términos de crecimiento cuantitativo y
sobredimensionado.
Peter Häberle1
Tuve la fortuna de conocer a Carlos Martín Gutiérrez González, autor del
presente libro en la ciudad de Morelia, durante 2011, en el marco de mis
actividades académicas. Me correspondió impartir el Seminario de Inves-
tigación Jurídica en el marco de la maestría en derecho constitucional de
la Universidad Latina de América.
Desde el primer día de clases dimos comienzo a un permanente y en-
riquecedor diálogo intelectual. Después de ese espacio académico tam-
bién hemos compartido aficiones literarias, experiencias profesionales y
grata convivencia familiar.
En ese contexto, iniciamos un intercambio de ideas en torno de preo-
cupaciones comunes: el tortuoso proceso de democratización de México,
la lacerante pobreza de más de la mitad de su población, las dificultades
para transitar hacia un mundo mejor, entre otras.
Lo anterior hizo posible sumar esfuerzos y publicar, bajo el sello de la
editorial Novum, el libro Educación y ética ciudadana. Algunas aproximaciones,
con una reflexión de Carlos Martín que sería la semilla germinal de su
trabajo final de posgrado, además de un par de ensayos míos.
1
  Teoría de la Constitución como ciencia de la cultura, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 160 y 161.
12
Presentación
El centro de atención del libro se circunscribe justamente en la tras-
cendencia de los factores educativo y cultural en la dinámica de desa-
rrollo de las personas, en un primer momento, y de las naciones, en
segundo término, sin los cuales no es posible la transformación social
y mucho menos el mejoramiento de las condiciones de vida de la hu-
manidad.
A partir de este ejercicio, Carlos Martín Gutiérrez se empeñó en ela-
borar su tesis de maestría, bajo mi tutoría, cuyo foco de atención fue
precisamente la cultura en un Estado constitucional de Derecho, tema
muy pertinente, en especial porque en México, a finales del siglo pasa-
do y durante los primeros años de éste, se presentaban, como una gran
oportunidad, distintas posibilidades de transformación: un naciente plu-
ralismo político y significativos cambios jurídicos que han puesto en vilo
el pensamiento positivista tradicional.
Con los trazos apuntados se ensanchaba el horizonte para abrazar vie-
jas y nuevas teorías que se distanciaban de la inercia que se mantuvo du-
rante muchos años en el país, y como otros procesos de democratización
que han tenido lugar en otros países, se comenzaba a hacer referencia a los
“nuevos paradigmas”. Sin embargo, casi nadie ha reflexionado, y mucho
menos escrito, sobre el modelo de cultura que se ocupa como piedra de
toque para estar en condiciones de superar realmente los obstáculos que
enfrentamos con el fin de aproximarnos a una sociedad más justa.
Como bien se sabe, el término cultura posee distintos significados.
Empero, este concepto siempre incluye la perspectiva valorativa en rela-
ción con la organización social y la forma de vida del ser humano.2
En otras palabras, el mínimo de valores que necesita una comunidad
pluralista para vivir pacífica y civilizadamente, con la dignidad personal
como columna vertebral.
En el esquema de la tesis de Carlos Martín la palabra “cultura” tie-
ne una connotación enfocada a la cuestión jurídica, desde la óptica de
un modelo de democracia constitucional, lo cual se traduce, entre otros
aspectos, en el cumplimiento de la norma jurídica por parte de todos los
integrantes de la comunidad —los gobernantes, para empezar— (que se
engloba en la idea de “cultura de legalidad”) y la irradiación del valor de
la dignidad en todas las relaciones sociales y políticas que dan contenido
2
  Diccionario de psicología, voz “cultura”, a cargo de Hellpach, Friedrich Doesch (di-
rector), 5ª ed., Barcelona, Ediciones Herder, 1985, p. 176, citado por Pablo Lucas Verdú,
Teoría de la Constitución como ciencia cultural¸ Madrid, Dykinson, 1998, pp. 39 y 40.
Presentación
13
y sentido a todas las normas del ordenamiento jurídico (lo que rompe
con el absolutismo del principio mayoritario). Esto es lo que los teóricos
del nuevo paradigma han llamado “constitucionalización del derecho”.
En efecto, el derecho no es inerte.
En la dinámica del mundo actual uno de los principales desafíos del
derecho es que lo previsto por el legislador se cumpla fielmente en la vida
cotidiana. Por tanto, reviste un grado alto de dificultad que la actualiza-
ción de las normas jurídicas vayan a la par de la realidad.
No basta con que una norma jurídica se publique y entre en vigor
para que, ipso facto, se concrete en la realidad.
Esta cuestión, muy estudiada por todas las teorías jurídicas contem-
poráneas, es una de las más polémicas y difíciles de resolver.
En el caso de México aún más.
Desde siempre, pese a que el orden jurídico mexicano —desde la Ley
Fundamental hasta la más insignificante de las disposiciones— es modi-
ficado constantemente para “ajustarse a la realidad”, muy poco o nada
se cumple en la práctica.
Se dice que para que las leyes sean plenamente cumplidas por las
autoridades es menester “voluntad política”. También se afirma que para
que los ciudadanos de un país acaten las normas jurídicas se requiere
“cultura de la legalidad”. En un supuesto y en otro, sobran los discursos y
las justificaciones. Frente a tanta retórica urge el cumplimiento ejemplar.
Por supuesto que en países como los nuestros resulta indispensable
que culturalmente asimilemos que, al cumplir con las normas del dere-
cho, estamos apostando por una comunidad mejor, por relacionarnos
civilizadamente. Si no lo hacemos así tendríamos que asumir plenamente
las consecuencias de nuestro incumplimiento o transgresión, incluidas las
respectivas sanciones.
También es relevante respetar, con acciones concretas, la dignidad
del ser humano. De nada sirven grandilocuentes declaraciones, amplí-
simos catálogos de derechos para su aplicación erga omnes, si en la cruda
realidad la mayoría de los habitantes de la tierra son considerados y mal
tratados como mercancías desechables, sin sopesar los alcances de sus
sueños, sus anhelos, sus alegrías, sus frustraciones, sus padecimientos, di-
mensiones todas que constituyen una parte trascendente del proyecto de
vida de cada persona.
De ahí la pertinencia de estudios jurídicos relacionados con la cultu-
ra. Tenemos ejemplos de muy reconocidos juristas que han aportado con
creces al acercamiento del derecho con la cultura. Están, por ejemplo,
14
Presentación
alemanes como Peter Häberle, Dieter Grimm y Erhard Denninger, y
también las invaluables reflexiones del muy distinguido profesor espa-
ñol Pablo Lucas Verdú.3
Tras la decisión de Carlos Martín de pulir su trabajo terminal de
grado y publicarlo, cabe hacer notar que, una vez más, ha contado con la
generosidad del doctor Miguel López Olvera, director de Novum.
Mucho de lo escrito en estas páginas da cuenta del motivo por el cual
el autor de esta obra tomara la decisión de invitarme para escribir de su
presentación.
Sinceramente espero que el presente libro tenga mucho éxito por-
que será el reflejo del entusiasmo de muchos lectores que reafirmarán
su compromiso con la lucha a favor de la dignidad humana, de las li-
bertades, de la justicia, entre otros nobles valores, ya sea en la casa, en la
escuela, en el centro de trabajo, en la plaza pública o donde sea, junto
con más noveles lectores que cobrarán conciencia del verdadero estado
actual que guarda el mundo y de sus lastimosas inequidades, las cuales,
por cierto, no son pocas.
Frente a tanta frivolidad de la que somos testigos en el marco de
esta “civilización del espectáculo”, a propósito del libro de Mario Vargas
Llosa, no podemos sino trabajar, con humildad y paciencia, para erigir
los auténticos valores del ser humano, cuestión que necesariamente im-
plica no paralizarnos ante las supuestas bondades de la economía del
mercado, elevar nuestra enérgica voz contra los abusos de los poderosos
y evitar —a toda costa— ser indiferentes ante tanta injusticia y tanta
desigualdad.
Armando Alfonzo Jiménez
Ciudad de México, abril de 2016
3
  Además de las obras citadas en el aparato crítico de este proemio, vale la pena
aludir a la obra Derecho constitucional para la multiculturalidad de los juristas alemanes Dieter
Grimm y Erhard Denninger, Madrid, Trotta, 2007.
Ante la libertad de elegir entre el bien y el mal,
el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte.
Fiodor Dostoievski
El objetivo que debemos perseguir es que la vida
sea libre para cada uno y justa para todos.
Albert Camus
17
Introducción
Los altísimos índices de impunidad,1
la corrupción que carcome los ci-
mientos de las instituciones,2
la creciente inseguridad pública y los alar-
mantes niveles de pobreza3
que padece nuestro país encuentran sus causas
en múltiples factores, pero el principal lo constituye el hecho de que,
generalmente, el Estado mexicano, apoyado en una amplia tolerancia
de la sociedad, evita el cumplimiento de las normas constitucionales y de
sus atribuciones como pacificador y nivelador de las relaciones sociales.
Es posible ubicar una de las raíces de este fenómeno dentro de un pro-
ceso también complejo: en los últimos 30 años México ha sufrido cambios
profundos en la manera como la clase política conduce la economía y
el desarrollo social de los gobernados; uno de los factores que más han
repercutido en el notable descenso de la calidad de vida de millones de
mexicanos ha sido la imposición del modelo económico neoliberal, cuya
consecuencia principal es el debilitamiento del Estado social de derecho,
así como la transformación o desaparición de instituciones que antes re-
presentaban cierta garantía de igualdad y redistribución más o menos
equitativa de la riqueza. Por su parte, el debilitamiento estatal ha dejado
el poder político a merced del mercado o, en palabras de Luigi Ferrajoli,
de los poderes salvajes.4
Si revisamos la historia del Estado moderno, el
poder político se ha visto obligado, durante siglos, a intervenir para impo-
ner las reglas del juego al poder económico, con propósitos pacificadores
y civilizatorios. Simplemente, llegó un momento en que el mercado ya no
fue concebible ni posible sin un Estado fuerte que lo regulara y limitara en
aras de una redistribución más equitativa y justa de la riqueza.
Lo anterior no supone añoranza ni nostalgia alguna de tiempos pasa-
dos, cuando México padecía una economía cerrada y la vida pública del
país era dominada por un régimen político autoritario, con un partido de
Estado (el pri) que se convirtió en la agencia de trabajo de las corpora-
ciones que lo sostenían y en una máquina de producción de selectos mi-
llonarios a costa del resto de los mexicanos. Sin embargo, junto a Joseph
18
Introducción
Stiglitz, Paul Krugman, Tony Judt y Thomas Piketty (entre otros), creo
que la respuesta a la relativa disfuncionalidad del estatalismo no fue la
más adecuada ni exitosa: apertura económica más apertura política con
la condición de desmantelar el Estado de bienestar social y darle un sitio
preeminente al mercado como factor de “equilibrio”, “regulación econó-
mica” y “redistribución” de la riqueza nacional. En pocas palabras, asisti-
mos al triunfo de Hayek sobre Keynes. La razón es muy simple: cultural-
mente no estábamos preparados para competir en el mercado global ni
para vivir en una democracia. Así las cosas, hoy, en la segunda década del
siglo xxi (el generoso lector sabrá perdonar el lugar común), México sigue
siendo una república sin ciudadanos, una democracia sin demócratas.
El resultado está a la vista: más de 53 millones de mexicanos en esta-
do de pobreza, de los cuales casi 12 millones padecen pobreza extrema;
una clase media debilitada y empobrecida, dividida y cooptada por orga-
nismos intermedios al servicio de los poderes fácticos, y una élite política
que, en general, sirve a los intereses económicos de grandes empresas
privadas que cotidianamente depredan los recursos nacionales sin nin-
gún tipo de freno ni control.
Frente a este fenómeno, vemos cómo, salvo notables excepciones, el
Estado mexicano omite sistemáticamente el cumplimiento de las normas
constitucionales, en particular de aquellas que implican una verdadera ren-
dición de cuentas y de las relacionadas con el desempeño eficiente de los
órganos del poder frente a los gobernados: la transparencia en la gestión
gubernamental; la obtención eficaz de resultados; la regulación efectiva del
desarrollo económico y social; la difusión oportuna de información veraz
y creíble; la responsabilidad de los servidores públicos, su disciplina; la im-
posición de sanciones administrativas y, en su caso, la compurgación de las
penas a las que se hicieren acreedores quienes incumplieren con sus obliga-
ciones constitucionales y legales. Esta situación es grave, sobre todo cuando
los evasores de tales obligaciones son aquellos que han jurado cumplir y
hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Desgraciadamente, como ya he señalado y veremos a lo largo de este libro,
este incumplimiento sistemático cuenta, muchas veces, con el apoyo de un
amplio sector de la sociedad, cuya tolerancia y aceptación de la corrupción
se han convertido en una práctica cotidiana, común y corriente.
El incumplimiento generalizado de los principios constitucionales de
eficiencia, eficacia, economía, transparencia, honradez, imparcialidad y
lealtad no es exclusivo de los agentes del poder público; nace y se desarrolla
dentro de una intrincada red de complicidades con los particulares, espe-
Introducción
19
cialmente con ciertos grupos de interés y de presión a los que se ha dado en
llamar poderes fácticos. La violación sistemática de los principios señala-
dos antes es, asimismo, producto de los altos niveles de corrupción y de im-
punidad que imperan en México y cuyas raíces históricas provienen de la
época virreinal, cuando la Nueva España contaba con dos órdenes jurídicos
distintos y simultáneamente vigentes: el castellano y el indiano, así como
el derecho canónico indiano y la costumbre, en particular durante la era de
la Casa de Habsburgo. Aunque el orden castellano desempeñaba el papel
de ordenamiento supletorio respecto del indiano, ambos se caracteri-
zaron por ser sistemáticamente inobservados por las propias autoridades
virreinales.
Uno de muchos ejemplos de esta elusión legal podría ser la orden
girada por el rey Carlos V a Hernán Cortés en el sentido de dejar a los
indios en condición de hombres libres, aun bajo el régimen de la enco-
mienda (a la que algunos peninsulares y clérigos se opusieron desde el
principio): pese a la disposición real, en la Nueva España los indios con-
tinuaron en calidad de esclavos hasta el siglo xviii.5
Cabe aclarar que, si bien es cierto que los funcionarios de la épo-
ca virreinal cobraban directamente a los súbditos los servicios públicos
prestados —lo cual constituía una práctica generalmente aceptada como
correcta, pues carecían de un salario o estipendio oficial como contra-
prestación de la Corona por su trabajo—, también lo es que al parecer
esos mismos funcionarios siguen trabajando en la época actual con la
misma mentalidad de entonces: como el gobierno les paga mal —o no les
paga—, deben procurarse en otro lugar los medios para su subsistencia
y la de su familia. En nuestros días ésta parecería ser la lógica que busca
justificar la corrupción del sistema: una corrupción que muchos ciudada-
nos utilizan como pretexto para evadir su obligación de pagar impuestos.
Así, el fenómeno resulta, evidentemente, complejo, pues la tolerancia
a la corrupción y a la ausencia de una rendición de cuentas por parte del
poder también encuentra sus orígenes en la cultura política de una ciu-
dadanía que secularmente ha preferido la comodidad del arreglo inme-
diato, al margen de cualquier norma (jurídica o moral), o la componenda
que agilice los trámites, libere al indiciado o encarcele al inocente.
Por ello, afirmo que aun cuando México puede contar, hoy por hoy,
con un texto constitucional de vanguardia en lo que a la protección y
tutela de los derechos humanos se refiere, con la cultura jurídico-política
imperante muchos de los preceptos contenidos en nuestra ley fundamen-
tal se convierten, por utilizar un lugar común, en letra muerta.
20
Introducción
No obstante todo lo anterior, hoy vemos cómo un amplio sector de la
sociedad se manifiesta, cada vez más y mejor, en contra de actos de co-
rrupción cometidos no sólo por agentes policiacos o funcionarios menores,
sino, en el colmo de la prepotencia y el cinismo, por el presidente “consti-
tucional” de los Estados Unidos Mexicanos. El notorio caso de conflicto de
intereses, el incumplimiento de la obligación legal y, sobre todo, constitu-
cional, de declarar su situación patrimonial con transparencia y veracidad,
esto es, el abuso de poder del jefe del Ejecutivo federal en la muy cuestio-
nable posesión de una lujosa casa por parte de su esposa en una de las
zonas residenciales más exclusivas de la Ciudad de México, expuesto re-
cientemente por la periodista Carmen Aristegui y su equipo de reporteros,
y criticado por académicos, intelectuales y políticos como Denise Dresser,
Jesús Silva-Herzog Márquez, Leo Zuckerman y Javier Corral, entre otros
muchos, muestra la descomposición del sistema político y la red de com-
plicidades en todos los órdenes de gobierno con el crimen organizado. Este
tema es desarrollado en los capítulos correspondientes a la impunidad, las
responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción.
Ahora bien, si partimos de que la transparencia y la rendición de
cuentas son elementos esenciales de toda democracia constitucional, y que
el derecho a la información pública debe ser garantizado no sólo por la
Constitución, sino, en la práctica cotidiana, por todos los órganos del po-
der estatal, entonces en México nos falta mucho camino por recorrer. Es
cierto que en los últimos 12 años se ha avanzado notablemente en la ma-
teria. Desde la publicación, en 2002, de la Ley Federal de Transparencia y
Acceso a la Información Pública Gubernamental hasta la “constituciona-
lización” del órgano encargado de garantizar ese derecho fundamental, a
saber, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección
de Datos, así como la adopción de la institución en las entidades federati-
vas, México tiene cada día una mejor calidad de información pública que
sirve, entre otras cosas, para tomar decisiones trascendentales en la vida
cotidiana de los ciudadanos o para defenderlos de los abusos del poder.
Pero todo ello no ha sido suficiente. Hoy persisten una resistencia y una
reticencia sistemáticas, generalizadas, para informar puntualmente y
rendir cuentas, con todo lo que ello implica. Esa falta de transparencia
en la gestión pública y la ausencia de una auténtica cultura de rendición
de cuentas atentan contra el derecho fundamental de toda persona a
contar con información oportuna y clara que permita evaluar el desem-
peño de quienes detentan el poder, un poder que esa misma persona les
ha delegado mediante su voto libre. En cualquier democracia avanzada,
Introducción
21
la rendición de cuentas es una herramienta imprescindible de control del
poder, con la que se puede premiar o castigar a los servidores públicos de
cualquier nivel, al tiempo que garantiza una relación armónica y produc-
tiva entre gobierno y gobernados a favor del bien común.
Así, nos encontramos con el problema de conciliar el aspecto mera-
mente formal de nuestra democracia con su dimensión sustancial, que no
es otra cosa que instrumentar los postulados constitucionales que vincu-
lan y limitan el poder, tanto público como privado, mediante un sistema
de controles múltiples, horizontales y verticales, que realmente procure el
interés público y, al mismo tiempo, proteja a los más débiles.
Todo esto no será posible hasta que se verifique en la realidad un cam-
bio radical de nuestra cultura jurídico-política, que abarque desde la ma-
nera de operar de los servidores públicos hasta la forma como la sociedad
en general, y los ciudadanos en particular, exijan el respeto, la protección
y la reparación de sus derechos. En otras palabras, hace falta alcanzar la
plena y eficaz vigencia del artículo 17 constitucional, según el cual “ningu-
na persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para
reclamar su derecho”, y por el que “toda persona tiene derecho a que se le
administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en
los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de ma-
nera pronta, completa e imparcial”. Y es que uno de los disparadores de
la violencia generalizada y de la injusticia es, por supuesto, la impunidad.
El cambio cultural al que me he referido párrafos arriba necesariamente
deberá propiciar la reconciliación del derecho con la justicia, o, mejor aún,
vincular la norma jurídica con la moral, para configurar e institucionalizar
una ética del poder que dignifique la función pública a favor del bien co-
mún y de la protección de los derechos humanos.
En México, la frecuente ruptura del orden constitucional en la impar-
tición de justicia, propiciada por los mismos operadores jurídicos (dentro
y fuera de los tribunales), con su lamentable saldo de impunidad, lleva,
necesariamente, a la procuración de la justicia extralegal, es decir, por
propia mano del ofendido. Esta consecuencia, de por sí nefasta, muchas
veces es considerada delito por ciertos detentadores del poder, cuando en
realidad se trata del extremo más lamentable del ejercicio del derecho a
la resistencia contra un orden jurídico y un sistema judicial que atenta,
por acción y omisión, contra quienes debería proteger.
Esta parte de mi hipótesis se verá comprobada más adelante, con una
serie de estudios y encuestas de instituciones oficiales y organismos no gu-
bernamentales. Naturalmente, todos los días vemos destellos de acciones
22
Introducción
y movilizaciones por parte de los ciudadanos como signos inequívocos
de cambio y como una confirmación de que todavía hay esperanza. No
obstante, las aristas de la realidad social y política de México no sólo son
múltiples sino también agudas.
Un ominoso botón de muestra de todo lo anterior se manifestó hace
unos días con la segunda fuga del delincuente más peligroso y buscado
del mundo: Joaquín Guzmán Loera, considerado el capo más sanguina-
rio y poderoso en México y Estados Unidos. La forma en la que se dice
pudo escapar del penal de alta seguridad del altiplano, ubicado en el
municipio de Almoloya de Juárez, Estado de México, no se explica más
que como producto de la corrupción que impera en el país.
Otro aspecto del problema planteado en mi hipótesis de trabajo es el
hecho de que cada día hay más consumidores que ciudadanos. Hemos
abandonado el ágora, la plaza pública, el espacio y el tiempo para la
discusión de asuntos que a todos deberían importarnos, para cederlos al
mercado, a la satisfacción inmediata de nuestras “necesidades” materia-
les. Hemos cultivado el egoísmo individualista que nos aísla de los demás,
actitud que va debilitando, poco a poco, el tejido social.
Un factor que ha contribuido a este fenómeno es la aplicación acrí-
tica e incondicionada de las políticas económicas del neoliberalismo. En
un país como México, que históricamente ha sufrido la imposición de
instituciones políticas y económicas excluyentes y extractivas para el en-
riquecimiento de unos cuantos en detrimento de la gran mayoría, el
neoliberalismo no hace más que debilitar al Estado, con lo que se excluye
y elimina a los más débiles. Ésa es una de las razones por las que, hoy,
alrededor de 53 millones de mexicanos padecen una situación de pobre-
za patrimonial, y cerca de 12 millones de ellos se encuentran en pobreza
extrema, como lo demuestran los estudios más recientes del Consejo Na-
cional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).6
Sin embargo, aun en ese turbio escenario creo que existe la esperan-
za de que el trinomio Constitución, cultura política y rendición de cuen-
tas llegue a convertirse algún día en un sistema de garantías para la paz,
la justicia, la libertad, la igualdad y la gobernabilidad en un país que hoy
está muy lejos de alcanzarlas. Una de las condiciones necesarias para que
esto llegue a ocurrir es que todos, sociedad y gobierno, nos conduzcamos
con verdad, congruencia, solidaridad y generosidad, valores ajenos a la
mayoría de los mexicanos.
En ese sentido, trato de establecer el tipo de relación que guardan
entre sí la Constitución, la cultura política y la rendición de cuentas, así
Introducción
23
como sus consecuencias. Sobre todo, intento averiguar qué tan eficaz
resulta esa relación, en dos planos: el normativo y el real. Parto del su-
puesto de que una sociedad democrática, plural e incluyente, con una
cultura política forjada por la experiencia histórica y nutrida de valores
éticos y principios jurídicos que la dignifiquen, es capaz de darse un go-
bierno igualmente democrático y justo, al que vigilará sistemáticamente,
pues sus ciudadanos cuentan con una elevada conciencia de sus derechos
y obligaciones, y están siempre dispuestos a ejercer su libertad con res-
ponsabilidad y solidaridad.
La obligación de rendir cuentas por parte de los órganos del Estado,
en cualquier orden de gobierno (municipal, local y federal), debería ser
exigible por la norma jurídica y por la presión social, cuyo peso moral
depende de la historia de cada comunidad. A este poder de exigencia
corresponde una respuesta del poder público, que debería basarse en un
sistema de vida y de convivencia democrático y sustentado en principios
éticos.
Concibo la rendición de cuentas como una obligación de los poderes
públicos y privados frente a sus mandantes: los ciudadanos. Aclaro que
considero que esta obligación es extensiva para los órganos constitucio-
nales autónomos. Este deber del Estado, en sentido amplio, corresponde
al derecho fundamental de toda persona a ser informada sobre los asun-
tos públicos. Y es que la rendición de cuentas y la transparencia resultan
imprescindibles para la democracia; por ello son elementos definitorios
del Estado democrático y constitucional de derecho.
Para que una sociedad pueda gozar de un Estado constitucional y
democrático de derecho es indispensable contar, por lo menos, con los
siguientes elementos:
1. La voluntad expresa de la mayoría de la población, mediante el
voto ciudadano libre y secreto, de que desea convivir en un sistema
democrático y está dispuesta a someterse al mandato de su Cons-
titución, al tiempo que vigila y exige la protección de los derechos
fundamentales reconocidos por ésta.
2. Una Constitución rígida que conste de:
a) un catálogo de derechos fundamentales contenido en las llama-
das cláusulas pétreas, con la suficiente “porosidad” para enri-
quecer, incluso de manera implícita, su “bloque de constitucio-
nalidad” con reglas y principios del orden jurídico internacional
en materia de derechos humanos;
24
Introducción
b) mecanismos de garantía para la defensa y reparación de esos
derechos, así como un sistema disciplinario que sancione a quie-
nes los violen;
c) vínculos, límites y competencias de los órganos estatales para
un ejercicio controlado del poder, con base en los principios de
imparcialidad, legalidad, lealtad, eficiencia, eficacia, honradez,
economía y transparencia;
d) una estructura gubernativa con obligaciones, atribuciones y fa-
cultades coercitivas cuyo objeto sea garantizar el respeto y la
protección de los derechos humanos, así como sancionar sus vio-
laciones, además de facilitar a todas las personas el disfrute de
una vida digna y feliz;
e) un orden jurídico basado en los principios de justicia, libertad,
igualdad, verdad y solidaridad, que también contenga mecanis-
mos eficaces de coerción y sanción a quienes violen los derechos
fundamentales, sean los perpetradores agentes del poder público
o del poder privado.
3. Una cultura político-jurídica que propicie la deliberación cotidia-
na de los problemas comunes, la instrumentación eficaz de sus so-
luciones y la vigilancia social de los poderes públicos y privados.
Una Constitución expresa contenidos que rebasan el aspecto mera-
mente jurídico, de suerte que el acatamiento por parte de las personas
sujetas a esa Constitución, “su arraigo en el ethos ciudadano y en la vida
de los grupos, su incardinamiento con la comunidad”, suponen una co-
rrespondencia con “la cultura política” del pueblo.7
Entonces, la doble dimensión del ordenamiento constitucional —la
política en cuanto a la institucionalización y la organización de la forma-
ción, la transmisión, el ejercicio y el acatamiento del poder público bajo
ciertos principios y reglas que sirven a la sociedad para la satisfacción de
sus necesidades, y la jurídica en cuanto al reconocimiento, el respeto, la
promoción, la protección y la garantía de los derechos fundamentales de
todos— es producto de una cultura desarrollada a lo largo del tiempo,
pero también, a su vez, impone conductas que van afinando, refinando o
adaptando esa misma cultura.
Y es que, generalmente, una Constitución refleja al mismo tiempo las
experiencias históricas y la idea del futuro del pueblo que la concibe. En
ese sentido, el texto de la ley suprema no sólo es resultado de una cultura
anterior a la norma constitucional: también crea cultura. Sin embargo,
Introducción
25
en el caso de México, y considerando los datos arrojados por diversos
estudios y encuestas que se reproducen más adelante, creo que hoy en
día la cultura política en general se manifiesta, en los hechos, de manera
contradictoria frente a nuestro texto constitucional.
A lo largo del presente trabajo veremos cómo, en nuestro país, dos
factores fundamentales se combinan para tornar nugatorio el derecho de
todo gobernado a la información pública, así como para propiciar el in-
cumplimiento de las obligaciones estatales relacionadas con la rendición
de cuentas. El primero de esos factores es la cultura, que, en términos
generales, facilita cierta predisposición de los servidores públicos y los
ciudadanos a considerar normal el hecho de que los agentes del poder
omitan informar y rendir cuentas con oportunidad, transparencia, preci-
sión y veracidad. El segundo factor se encuentra en el diseño institucional
y en los mecanismos de garantía previstos tanto en la Constitución como
en la legislación secundaria.
Este segundo factor se divide en dos partes. La primera tiene que ver
con las normas que obligan a los servidores públicos a rendir cuentas de
manera periódica y sistemática, las cuales están contenidas en el título IV
y en los artículos 6 y 134 de la Constitución Política de los Estados Uni-
dos Mexicanos. La segunda consiste en el nivel de impunidad, el cual, de
acuerdo con las últimas tres encuestas de victimización del inegi, se ubica
en poco más de 92% de los delitos cometidos en el país, producto de la
combinación de un sistema de impartición de justicia —en los ámbitos
jurisdiccional, administrativo y legislativo— que podríamos calificar, en
general, como deficiente y corrupto, y de una cultura ciudadana basada
en la desconfianza respecto del aparato gubernamental.
Asimismo, en las siguientes páginas abordaré temas que me parecen
capitales, como la eticidad de la norma, la Constitución, la cultura po-
lítica y los valores sociales. Así, más adelante trato de establecer cómo
pueden conciliarse las teorías iuspositivistas, que separan la norma moral
de la jurídica, con el iusnaturalismo y el racionalismo, que reconocen en
la axiología jurídica una fuente de los derechos humanos.
Enseguida trato el tema de la fuerza normativa de la Constitución,
a partir de las tesis de Manuel Aragón, Luigi Ferrajoli, Maurizio Fiora-
vanti, Eduardo García de Enterría y Karl Loewenstein, quienes, desde
mi punto de vista, lo han abordado con mayor claridad. Para ello, es
importante establecer la relación teórica entre el principio democrático
como legitimador de la Constitución y la función de ésta como norma
suprema en un sistema jurídico donde el derecho queda subordinado al
26
Introducción
mismo derecho y no a la política, aun cuando una de sus fuentes formales
sea un órgano de poder eminentemente político como el Legislativo. Esto
implica que el Congreso, en el caso de México, se sujete a las normas
constitucionales, lo cual implica renunciar al concepto tradicional de so-
beranía. Si bien es aceptable que, en un régimen con separación formal
de poderes, los parlamentos tengan entre sus funciones la de controlar
al Ejecutivo, al Judicial y a los órganos autónomos, el control último del
poder público debe ser el que se establece en la propia Constitución y
aquel que, en última instancia, debiera ejercer la ciudadanía con base en
lo preceptuado por la norma suprema.
Igualmente, toco la cultura político-jurídica en México e incluyo varios
estudios y encuestas relativamente recientes que muestran la percepción y
las preferencias de los ciudadanos respecto de su comportamiento cotidia-
no frente a la autoridad y al resto de la sociedad. Resulta interesante, por
decir lo menos, adentrarse en las motivaciones de la conducta colectiva de
los mexicanos, en sus contradicciones y en la manera como muchos pre-
fieren privilegiar su propio interés en situaciones en que el sentido común
prescribiría su sacrificio en aras del bienestar general.
Luego, trato de establecer la relación entre los conceptos de verdad,
transparencia y corrupción. Parto de las propuestas de Albert Camus y Peter
Häberle, quienes, en momentos históricos diferentes y con perspectivas
distintas, expusieron la necesidad de elevar el derecho a la verdad a rango
constitucional como derecho humano, y no sólo como un requisito de va-
lidez formal de la información proporcionada por los agentes del poder
(público o privado), o de credibilidad en cuanto a su relación directa con
la realidad de los hechos pasados y presentes, sino también como un valor
universal y permanente, presupuesto al de justicia y también anterior a
la libertad y a la igualdad: la verdad que otorga a cada quien lo suyo, la
verdad como base de la justicia, la verdad que libera.
Dentro de ese mismo capítulo, en el apartado “Transparencia y ren-
dición de cuentas”, intento explicar el concepto de rendición de cuentas en su
necesaria relación con los de transparencia gubernamental, obligación, derecho,
potestad, facultad y responsabilidad. Por supuesto, como ya he señalado párra-
fos arriba, parto de la premisa de que la rendición de cuentas a la vez es
una obligación del Estado y un derecho fundamental de los ciudadanos.
Por ello, trato de resumir las obligaciones de los agentes del poder y los
derechos de la ciudadanía en ambos temas, íntimamente relacionados y
que deberían ubicarse en el corazón de un auténtico Estado democrático
y constitucional de derecho. Adicionalmente, me remito a los criterios
Introducción
27
que últimamente ha establecido la Suprema Corte de Justicia de la Na-
ción para interpretar las normas en materia de derechos fundamentales
a la luz del derecho internacional de los derechos humanos.
Como un tema neurálgico, expongo la necesidad urgente de encon-
trar un equilibrio en la vida cotidiana de la sociedad y de cada uno de sus
ciudadanos, entre el ágora y el mercado. El tercer capítulo, “De las plazas
públicas al mercado”, pretende dar cuenta de la regresión al “estado de
naturaleza”, donde el egoísmo individualista impera sobre la necesidad
colectiva de solidaridad y fraternidad, como consecuencia del fenómeno
conocido como mercantilización de la polis. Entre otros temas relevantes,
ataco el mito de que el sector privado suele ser más eficiente que el pú-
blico en la prestación de ciertos servicios, incluso en aspectos relaciona-
dos con la “autorregulación” de las actividades concesionadas por éste a
favor de aquél. Sostengo que en ocasiones es deseable la “privatización”
de actividades económicas de índole pública siempre y cuando, si se pre-
tende eficacia, sean ejecutadas por entidades públicas, aun si en éstas
participa parcialmente el sector privado, pero bajo la vigilancia de todos.
El mismo capítulo lo subdivido en temáticas más específicas, como
“Rectoría económica y rendición de cuentas”, con el propósito de ex-
plorar los problemas que en la realidad plantean la interpretación y la
aplicación del capítulo económico de la Constitución, y de establecer
cómo el poder público ha renunciado paulatinamente a la protección de
los más débiles —abrumadora mayoría en nuestro México actual— y se
ha aliado a los poderes privados —o fácticos—, formales e informales,
para favorecer sus propios intereses particulares o sectarios, fenómeno
que muy bien podría reducirse a su mínima expresión en un sistema
en que la rendición de cuentas resultara realmente eficaz, con todo lo que
supone de combate a la corrupción, transparencia y justiciabilidad de los
derechos humanos.
Más adelante, en el capítulo cuarto, “Rendición de cuentas y justi-
cia”, abordo temas como las responsabilidades de los servidores públicos,
los mecanismos constitucionales de garantía y la ética ciudadana. En pri-
mer lugar, afirmo que las obligaciones y los derechos no son justiciables
sin el establecimiento de responsabilidades y las sanciones disciplinarias
correspondientes, por lo que emprendo un análisis sistemático del título IV
de la Constitución. Para todo efecto práctico, concibo la rendición de
cuentas como un proceso que incluye la obligación de informar al pú-
blico, de manera permanente, transparente y sistemática, sobre los pro-
gramas y los actos de gobierno, antes, durante y después de su ejecución;
28
Introducción
el fincamiento de responsabilidades (administrativas, políticas y penales),
y la imposición de las sanciones correspondientes. Este proceso, para re-
sultar eficaz, debe garantizar la compurgación efectiva de las sentencias
condenatorias y el resarcimiento del daño o perjuicio económico que, en
su momento, el servidor público hubiere infligido a los gobernados.
En segundo lugar, esbozo el entramado constitucional desde el
artículo 1º hasta el 134 de nuestra ley fundamental, para llegar a la
lamentable conclusión de que no basta contar con el reconocimiento
explícito de los derechos humanos, así como con las garantías necesa-
rias y suficientes para su protección y justiciabilidad, pues corremos el
riesgo de que la cultura jurídico-política de los ciudadanos y el gobier-
no los convierta en letra muerta.
De este modo, inevitablemente exploro una consecuencia —que pue-
de adquirir dimensiones trágicas— de la inobservancia de los principios
y las reglas constitucionales por parte de los poderes públicos y privados,
así como de los órganos constitucionales autónomos: el derecho a la resis-
tencia y su relación con los procesos de control constitucional.
Como desenlace de lo anterior, en el apartado “Justicia e impunidad”
intento dar cuenta de esta trágica paradoja en la vida jurídica y política
del México actual.
Ya en la recta final, en el capítulo quinto, “Principio de legalidad y
rendición de cuentas”, intento vincular esta relación con el principio de
constitucionalidad; es decir, el grado de seguridad y justiciabilidad de las
personas dependerá de la correcta aplicación de cualquiera de esos dos
principios y de las facultades constitucionales de la autoridad resolutora,
pues en México, en materia de derechos humanos, el control difuso de
constitucionalidad y de convencionalidad es una atribución muy reciente
para todos los órganos jurisdiccionales, tanto federales como locales.
En el último capítulo abordo la reciente reforma constitucional en
materia de combate a la corrupción, publicada en el Diario Oficial de la Fe-
deración el 27 de mayo de 2015, así como la expedición de la Ley General
de Transparencia y Acceso a la Información Pública del 4 de mayo del
mismo año. Desde mi punto de vista, se trata de dos esfuerzos legislativos
por fortalecer las instituciones con el fin de que garanticen la vigencia
del Estado de derecho, erradiquen la corrupción y reduzcan los niveles
de impunidad; fuentes estas últimas de la desigualdad y la injusticia que
aquejan a México.
Introducción
29
Notas
1
  De los delitos cometidos en México, 92.1% no se denuncian o nunca llegan a conver-
tirse en una averiguación previa, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía
(inegi), en la Encuesta Nacional sobre Victimización y Percepción sobre Seguridad Públi-
ca, 2013. Cf. www.inegi.org.mx/inegi/contenidos/espanol/prensa/boletines/boletin/
comunicados/especiales/2013/septiembre/comunica15.pdf.
 2
  En 2013 México ocupó el lugar 106 de 177 países de acuerdo con el índice de
corrupción utilizado por Transparencia Internacional, que indica la percepción de los
ciudadanos acerca de las prácticas viciadas tanto del gobierno como de los particula-
res, donde el número 1 es el menos corrupto y el 177 es el más corrupto. Consultar las
páginas www.tm.org.mx/ipc2013/ y www.transparency.org/country#MEX. The
World Justice Project Rule of Law Index 2014 Report es, asimismo, un esfuerzo académico
internacional independiente que establece índices respecto de componentes esenciales
del Estado de derecho, y califica los niveles de corrupción, gobierno abierto, límites al
poder público, derechos humanos y otros indicadores de 99 países, donde el número 1
es el menos corrupto (Dinamarca) y el 99 el más corrupto. En su último reporte, de
2014, México ocupaba el lugar 78. Cf. worldjusticeproject.org/sites/default/files/files/
wjp_rule_of_law_index_2014_report.pdf.
Asimismo, se puede consultar la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Guber-
namental (encig) 2013, en www.inegi.org.mx/est/contenidos/proyectos/encuestas/
hogares/especiales/encig/2013/default.aspx, p. 3.
 3
  Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federa-
tivas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarro-
llo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en www.coneval.gob.mx/Informes/
Coordinacion/Pobreza_2012/RESUMEN_EJECUTIVO_MEDICION_POBRE-
ZA_2012_Parte1.pdf.
 4
  Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, pról. y trad. de
Perfecto Andrés Ibáñez, Madrid, Trotta, 2011 (Mínima).
 5
  Para un estudio histórico más amplio y profundo, véase Óscar Cruz Barney, His-
toria del derecho en México, 6ª reimp., México, Oxford, 2008, pp. 200-588.
 6
  Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federa-
tivas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarro-
llo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en www.coneval.gob.mx/Informes/
Coordinacion/Pobreza_2012/RESUMEN_EJECUTIVO_MEDICION_POBRE-
ZA_2012_Parte1.pdf.
 7
  Peter Häberle, Libertad, igualdad, fraternidad: 1789 como historia, actualidad y futuro del
Estado constitucional, Madrid, Trotta, 1998 (Mínima), p. 47.
31
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución;
la cultura política y los valores sociales
La validez y la eficacia de un orden jurídico determinado que pretenda
proteger derechos fundamentales están íntimamente ligadas al grado de
eticidad de la norma, más allá de la validez que le otorga el proceso legis-
lativo, cuyo carácter es meramente formal.
En este trabajo utilizo diversos marcos teóricos y metodológicos: el
iusculturalismo de Peter Häberle, el racionalismo jurídico y la sociología
jurídica, sin dejar de considerar algunos de los postulados básicos del
positivismo jurídico. Parto de la premisa de que “los derechos funda-
mentales no deben concebirse […] como un mero ideal sin sustento en el
derecho positivo, sino más bien como una mediación entre la aspiración
ética del desarrollo del ser humano como fin de la sociedad —valor fun-
damental de toda legitimidad justa— y la realización de dicha aspiración
por medio del derecho”.1
Pero tal aproximación “tampoco reduce los
derechos fundamentales a un fenómeno que únicamente subsiste en las
normas jurídicas positivas”.2
Desde mi punto de vista, la norma ética y el grado de eticidad de un
ordenamiento jurídico son definidos antes de llevarse a cabo el proceso
legislativo-formal, y encuentran su anclaje en la cultura político-social
y en las tradiciones históricas de los pueblos sujetos a tal orden. Esto
es, la definición de qué es el derecho justo o qué es la justicia tiene su
origen en factores culturales, precedentes históricos, usos y costumbres
de las personas y los grupos que conforman la sociedad sobre la cual el
derecho tendrá vigencia. Por supuesto, la interpretación de tal contenido
variará según múltiples causas. Pero lo que importa es que la cultura
político-jurídica vaya estableciendo parámetros que impidan dar cabida
a relativismos.
En ese sentido, Luis Gómez Romero señala que la justicia requiere
un estudio multidisciplinario, que adopte al menos los métodos del ius-
32 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
naturalismo y el positivismo jurídico “entre los criterios imprescindibles
para el análisis teórico” de los derechos fundamentales.3
De esta manera, no es suficiente que la juridicidad y la eticidad que-
den establecidas en el orden jurídico vigente (los principios éticos positi-
vizados); su eficacia también depende de “una realidad social condicio-
nada […] por factores extrajurídicos”.4
Si uno de los presupuestos de la democracia es la actuación transpa-
rente y la rendición de cuentas de quienes han sido electos por el pueblo
para hacerse cargo y responder por las decisiones tomadas y ejecutadas
con el fin de resolver los asuntos públicos, entonces la cultura democráti-
ca nacional, la conducta ciudadana y el desempeño de los gobernantes,
a lo largo de la última centuria y con pocas excepciones, han socavado al
país cotidianamente. Me explico: para que los servidores públicos (elec-
tos o no) rindan cuentas, actúen siempre con transparencia, velen por el
bien común, sean responsables y respeten los principios constitucionales
que dan sentido a su existencia, se requiere una cultura jurídico-política
auténticamente democrática, ausente, hoy por hoy, de la vida nacional.
Por el texto constitucional actual, es de suponerse que la sociedad mexi-
cana espera el día en que cuente con un Estado constitucional y democrá-
tico de derecho. Sin embargo, el relato histórico ha sido poco consistente
con este anhelo. Por un lado, ha resultado contradictorio, como se advierte
en la amplísima pluralidad de textos que registran hechos y contextos re-
interpretados a la luz de diversas y encontradas posiciones ideológicas; por
otro lado, ha sido incongruente, si partimos de que el discurso muchas
veces no concuerda con las actitudes individuales y colectivas que bien
podrían considerarse fuente y producto lógico de lo relatado, y viceversa.
Para explicar lo anterior, parto de una doble perspectiva: la jurídica
y la antropológica. Al respecto, Roger Bartra ha afirmado que la explica-
ción del “misterio” del sistema político mexicano que creció a la sombra
de la Revolución de 1910 y que dominó el país hasta el año 2000 “se
encuentra en los ámbitos de la cultura, en una compleja trama de fenó-
menos simbólicos que permitieron la impresionante legitimidad y amplia
estabilidad del sistema autoritario a lo largo de siete décadas”.5
Sin em-
bargo, es evidente que esta legitimación cultural continuó verificándose
también durante la llamada transición democrática, con ciertos matices.
Entre otros factores, gracias a ello fue posible el regreso del pri al poder
en diciembre de 2012.
Tal vez las trágicas contradicciones sociales y culturales de México se
deban a la flema melancólica y a la inasible identidad del mexicano,6
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
33
o a su tendencia a la dispersión y al caos reinante en su desolado laberinto.7
O quizá la explicación pueda rastrearse en el futuro.8
No es objeto de esta
investigación agotar el análisis del discurso histórico-cultural de nuestro
país; sirva, no obstante, el señalamiento anterior como referencia a las múl-
tiples contradicciones y marcados contrastes entre el discurso y la praxis
político-jurídica de la sociedad mexicana; el paradójico talante autoritario
y, simultáneamente, sumiso del México rural; la obstinación por arrancar
de la tierra los secretos de la vida y, al mismo tiempo, entregarse a la muerte
burlándose de ella.
Y surge la sospecha: la proverbial actitud negativa de los mexicanos
respecto de sí mismos y del “diferente” hace que nos concibamos como
una sociedad discriminatoria. Aún más, una de las actitudes más comu-
nes en nuestra cultura se “resuelve” de la siguiente forma: al tiempo que
festeja y se burla de la muerte, el mexicano demuestra cotidianamente un
marcado desprecio hacia la vida.9
No es posible llegar a tener un nivel de
vida digno si se desprecia la vida misma.
Pero la gran contradicción contemporánea de México consiste en
que vivimos en una “democracia autoritaria”, cuya raíz se localiza en la
historia de nuestro país y también tiene que ver con los desencantos pro-
ducidos por una transición democrática fallida entre 1988 y 2012. El
bajo desarrollo económico de la época neoliberal (1983-2012), en la que
el crecimiento promedio anual del producto interno bruto (pib) fue de
sólo 2.64%, frente a un promedio anual de 6.07% verificado entre 1935
y 1982, probablemente constituyó una de las causas de la “desilusión
democrática”, reflejada hoy en un pírrico apoyo ciudadano a la demo-
cracia: sólo 40% de los mexicanos prefiere esa forma de gobierno.10
Concibo la democracia, fundamentalmente, como un modelo ideal,11
pero también, en un plano práctico, como un proceso de la dinámica
social que a lo largo del tiempo configura un sistema jurídico-político en
el que todas las decisiones públicas (desde la elección de los gobernantes
hasta la resolución de conflictos entre diversos grupos sociales) resultan
de una participación permanente, abierta, plural, transparente, equita-
tiva y solidaria de todos los involucrados y afectados; como una relación
jurídico-política (derecho-poder) entre gobernantes y gobernados, basa-
da en el solidario intercambio de necesidades, conocimientos, capacida-
des, propuestas, competencias y acciones en busca del bien común.12
En ese sentido, creo que la Constitución no sólo expresa una amplia
gama de experiencias históricas y el anhelo social de vivir en condiciones
óptimas de bienestar personal y colectivo; su texto, en la medida en que es
34 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
puesto en práctica por todos los sujetos obligados, también crea cultura.
O, como mejor apunta Peter Häberle: “Los textos constitucionales deben
ser literalmente cultivados para que resulten una Constitución”.13
Así, en
el caso de México tendríamos una Constitución en estado embrionario,
puesto que se trata de un texto constitucional en espera de ser cultivado.
Toda Constitución democrática refleja, entre otros elementos, el pa-
pel legitimador del principio mayoritario,14
por un lado, y el régimen de
protección, defensa y garantía de los derechos humanos institucionali-
zado por ella misma. Entonces, si la mayoría (en el caso de nuestro or-
den constitucional rígido, la mayoría calificada) “constituye” el derecho
y el Estado a través del poder reformador de la Constitución, también lo
hace, entre otras cosas, para, garantizar el respeto, la protección, la de-
fensa y la garantía efectiva de los derechos fundamentales de todas y cada
una de las personas que se encuentren, de manera permanente o tempo-
ral, en el territorio nacional. Esto es, mientras el principio democrático
opera como la voluntad de la mayoría expresada en el ámbito político
con el fin de satisfacer las necesidades colectivas de esa misma mayoría, el
ordenamiento jurídico, las instituciones y los poderes constituidos sirven
también a las minorías para protegerlas de los excesos del poder “mayo-
ritario”, donde la última minoría equivale a una persona.
En este punto, resulta obligada la referencia al modelo constitucional
surgido en Europa después de la segunda Guerra Mundial. Ante las
atrocidades cometidas por los regímenes nazi y fascista en Alemania e
Italia, cuyos perpetradores se apoyaron en el voto mayoritario de sus
parlamentos, hubo que buscar la protección de las minorías de los abu-
sos mayoritarios. Así, la persona en lo individual —esa “última minoría” a
la que ya hice referencia— debía contar con la protección constitucional
de su derecho a la vida, a pensar, a expresarse, a moverse libremente; es
decir, el respeto a su dignidad intrínseca. Por ello, la Declaración Uni-
versal de los Derechos Humanos de 1948 parte del principio rector del
respeto a la dignidad humana; la dignidad del hombre que se funda en
la razón, en su calidad de ser consciente, pensante, lo cual lo distingue
del resto de los seres vivos. En suma, la declaración constituye el para-
digma ético del ordenamiento jurídico mundial.15
Pero el modelo constitucional europeo no se detuvo en el discurso
reivindicatorio de la defensa de la dignidad y la integridad de las perso-
nas, sino que dio un paso decisivo: la creación de los primeros tribunales
constitucionales modernos. Esto significó la institucionalización de una
especie de “cuarto poder” por encima de los poderes constituidos tradi-
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
35
cionales: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Nacido de éste, el tribu-
nal constitucional dio sentido al carácter normativo de la Constitución,
norma fundamental que pasó de ser un instrumento meramente declara-
tivo, lleno de buenas intenciones, a convertirse en el cimiento de toda una
estructura dedicada a impartir justicia a favor del más débil.
I. La fuerza normativa de la Constitución
Manuel Aragón, quien fue magistrado del Tribunal Constitucional espa-
ñol (2004-2013), nos enseña que sólo una Constitución democrática re-
sulta auténtica, con fuerza normativa, porque “únicamente ella permite
limitar efectivamente, esto es, jurídicamente, la acción del poder”.16
De esta manera, una Constitución encuentra su legitimación en la
democracia, la cual concibo en su doble dimensión, formal y sustancial,
no solamente como una forma política sino también jurídica, pues, al me-
nos teóricamente, es la voluntad de la mayoría, junto con valores como el
respeto a la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, lo que
dota de contenido al ordenamiento, y a partir de ello es que “la Constitu-
ción adquiere su singular condición normativa”, pues son las instituciones
democráticas las que justifican esta calidad en un régimen constitucional,
que también contribuye, en reciprocidad, a apuntalar la cultura jurídica
de una sociedad auténticamente democrática.17
En otras palabras, una
vez plasmados los principios éticos y jurídicos que son “fundamento de
los derechos fundamentales”, se verifica la confluencia de dos principios:
el mayoritario y el contramayoritario; el primero expresa la “voluntad del
pueblo” y el interés general en una Constitución que garantiza la protec-
ción de los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas
que lo integran, a partir del segundo que, ejercido por el Poder Judicial,
vela por el interés de cada persona e imparte justicia.18
Entonces, sin el principio democrático “el Estado no sería la forma
jurídico-política adoptada por una comunidad sino impuesta a ella. El
Estado no sería del pueblo (forma auténtica), sino el pueblo del Estado
(forma falsa por contradictoria)”.19
La expresión “pueblo del Estado” resulta contradictoria porque no es
concebible que una entelequia, una ficción, origine sujetos concretos, hu-
manos, como el pueblo, ese conjunto de personas que comparten identi-
dad, lenguaje, cultura, historia y, al mismo tiempo, presentan diferencias
ideológicas, religiosas, económicas y sociales de la más diversa índole.
36 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
Puesto que el Estado no crea al pueblo, sino al revés, afirmo, junto con
Manuel Aragón, que cuando una clase política determinada o un gru-
po en el poder están convencidos de que han sido ellos, como parte del
Estado, quienes han creado al pueblo, con una Constitución que otorga
derechos, se está ante un sistema autoritario.
En su libro La invención del Estado, Clemente Valdés plantea con ex-
trema crudeza los orígenes de la idea del Estado moderno (tras la Revo-
lución francesa) como un instrumento de dominación del pueblo, pues
ha servido históricamente para suplantar la soberanía popular por el
dominio de unos cuantos, bien armados, sobre la mayoría inerme y po-
bre. Así, con una representatividad que, por lo menos hoy en día, ha
sido y es cuestionable, tanto en los sistemas parlamentarios como en los
presidencialistas, el Estado ha servido como muralla y ariete, simultánea-
mente, para contener y romper cualquier oposición popular al régimen
actuante.20
Por ello resulta indispensable que el régimen constitucional sea con-
gruente con el sistema político y con el principio democrático que lo
provee de contenido y sentido, y, sobre todo, que la Constitución propicie
un desarrollo de la cultura jurídica de la sociedad en la que opera. Esto
será posible en la medida en que, como bien apunta Peter Häberle, se
promueva desde las instituciones estatales y sociales el cultivo cotidiano y
sistemático de los principios constitucionales, ya que, como he señalado
antes, la Constitución también crea cultura.
Al encontrar en la Constitución la dimensión sustancial de los de-
rechos humanos, la democracia, como principio, da sentido a las insti-
tuciones que el propio orden jurídico construye a partir de la voluntad
mayoritaria. Lo anterior de ninguna manera implica la afirmación de
que en México hoy exista congruencia entre el régimen constitucional y
la cultura jurídica de la sociedad; por el contrario, se trata de un ideal,
una condición deseable por ser, precisamente, indispensable.
Pero esta voluntad no siempre ni necesariamente es unívoca o uni-
forme. En un país caracterizado por su pluralismo ideológico y político,
por su diversidad cultural y sus enormes diferencias socioeconómicas,
que por fuerza fragmentan el interés público en múltiples expresiones
de individuos o grupos que a su vez, conforme se desarrollan, forman
centros de poder alternativos y concurrentes respecto del propio Estado,
es indispensable partir del reconocimiento de la pluralidad para aspirar
al establecimiento de las condiciones de posibilidad de la vida en común
en la Constitución.21
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
37
Con toda razón, Gustavo Zagrebelsky ha dicho:
Las sociedades pluralistas […] marcadas por la presencia de una diversidad
de grupos sociales, con intereses, ideologías y proyectos diferentes, pero sin
que ninguno tenga fuerza suficiente para hacerse exclusivo o dominante
[…] asignan a la Constitución no la tarea de establecer directamente un
proyecto predeterminado de vida en común, sino la de realizar las condicio-
nes de posibilidad de la misma.22
De ahí que, en una sociedad plural como la nuestra, el consenso uná-
nime resulte imposible, pues es una expresión del acuerdo unitario, el
punto de confluencia del consentimiento total respecto de un proyecto
unificador, es decir, la negación misma de ese “grado de relativismo”
social. Por eso resulta indispensable que la Constitución contenga pre-
supuestos universales e indiscutibles que representen los fundamentos de
una cultura jurídico-política auténticamente democrática, o sea, inclu-
yente, más allá de cualquier divergencia.23
Junto a John Rawls podríamos afirmar que la cultura política de una
sociedad democrática se caracteriza por una diversidad irreconciliable
de doctrinas religiosas, filosóficas y morales. Esa sociedad tolera gene-
ralmente la convivencia de doctrinas opuestas, pero razonables, que dan
vida, a su vez, a un pluralismo también razonable, como resultado de la
existencia de instituciones libres.24
¿Puede México tener instituciones libres si éstas han sido impuestas
desde el poder? Dado el caso, una vez asimiladas por la sociedad, ¿pue-
den estas instituciones actuar y permanecer vigentes, auténticamente,
permeando a la sociedad para que ésta actúe conforme a las propias
normas institucionales? ¿Estamos preparados para la cooperación igua-
litaria, la solidaridad y el reconocimiento de las diferencias? ¿Podemos
superar nuestra proverbial actitud discriminatoria? En pocas palabras,
¿tiene México una sociedad igualitaria, capaz de sentar las bases para
una vida comunitaria en libertad, solidaridad y respeto?
En nuestro país, luego de un largo siglo de sufrir regímenes autori-
tarios, tuvo lugar una transición democrática que todavía se encuentra
en proceso de consolidación, pues si bien existe una democracia formal,
basada en los principios de equidad, imparcialidad, libertad e igualdad,
y en la que se supone que el voto de cada ciudadano cuenta y pesa lo
mismo respecto del resto de los electores, los contenidos expresados en
el estilo de vida de la sociedad mexicana y en la actuación cotidiana de
38 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
muchos de sus gobernantes distan mucho de una forma de vida sustan-
cialmente democrática. Creo que estamos sufriendo una transición del
Estado autoritario-corporativista a un autoritarismo de mercado, sin que
la democracia se haya arraigado aún en el espíritu ciudadano. La preva-
lencia de los bienes materiales sobre los bienes espirituales ha generado
una actitud apática y escéptica de la mayoría de los ciudadanos en torno
del quehacer político, los asuntos públicos y el orden jurídico. Por ello,
resulta explicable la inexistencia de incentivos para que los gobernantes
rindan cuentas de modo puntual. Como resultado, hoy vemos que el
individualismo egoísta inmoviliza a la comunidad, aísla a las personas y
propicia todo tipo de abusos desde el poder contra el más débil.
En su obra Los derechos fundamentales, Maurizio Fioravanti define el
individualismo de nuestros tiempos (y de prácticamente todos los tiem-
pos) como “privatismo económico […] una situación tal que en la base del
edificio político común está sólo y exclusivamente un contrato de garantía
o una relación de aseguración mutua entre individuos propietarios”.25
Este privatismo económico parte del proceso denominado por Fioravanti
mercantilización de la polis, la cual sólo puede revertirse mediante un
“gran proyecto de disciplina social y política, de las aspiraciones de todas
las fuerzas” que necesariamente recurren “a la práctica de la virtud: de
los monarcas, para que no se conviertan en tiranos; pero también de la
aristocracia, para que no se transforme en oligarquías cerradas, y tam-
bién del pueblo, para que no oiga la voz de los demagogos”.26
En pocas
palabras, México necesita, como los antiguos griegos, una comunidad
política ordenada por una Constitución y disciplinada por el bien co-
mún, por la búsqueda de la felicidad de los otros, por el sacrificio del
interés particular para satisfacer el interés general.
Por su parte, Luigi Ferrajoli ha dejado testimonio muy claro sobre este
fenómeno: el poder económico ha establecido un sistema de dominio que
prevalece sobre el interés general de la ciudadanía común y corriente. Esta
forma de imposición del poder económico se ha visto favorecida por el Es-
tado liberal, que protege al individuo de la intromisión estatal mediante
vínculos negativos o de “no hacer”, no intervenir en la esfera privada.27
El
abuso histórico de esa protección a favor del más fuerte ha perjudicado al
más débil, que hoy constituye una amplia mayoría en México.
Aparentemente, el constitucionalismo surgido en Europa a partir de
la segunda posguerra no inculcó lección alguna al sistema político-jurí-
dico mexicano, pues en nuestro país es más común ver a los operadores
jurídicos postular los derechos solamente en razón de su positivación en
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
39
la ley, que defenderlos acudiendo a las fuentes constitucionales y conven-
cionales, o incluso a las fuentes doctrinarias y jurisprudenciales de las
cortes internacionales.
Para el profesor florentino:
La constitucionalización rígida de los derechos fundamentales, al imponer
prohibiciones y obligaciones a los poderes públicos, ha injertado también
en la democracia una dimensión sustancial relativa a lo que no puede ser o
debe ser decidido por cualquier mayoría, añadida a la tradicional dimensión
política, meramente formal o procedimental, relativa a las formas y a los
procedimientos de las decisiones.28
Lo trascendental de la dimensión sustancial de la democracia es que
el derecho deja de estar subordinado al poder político y ahora es éste el
que debe subordinarse al derecho. Así, “la política se convierte en instru-
mento de actuación del derecho”.29
Pero, como se demuestra más adelante, en México la cultura político-
jurídica continúa favoreciendo la subordinación del derecho al poder polí-
tico, y de éste al económico. Por ello no es exagerado afirmar que los ope-
radores jurídicos, en su mayoría, continúan actuando hoy como lo hacían
a finales del siglo xix y principios del xx, cuando las constituciones care-
cían de fuerza normativa pues eran consideradas bandos solemnes porta-
dores de buenas intenciones, de declaraciones idealistas cuya concreción
en la realidad de sus destinatarios resultaba poco menos que imposible.
De la misma manera, otros factores confluyen en la explicación de
este fenómeno, como la misma naturaleza del poder. Karl Loewenstein
definió el “carácter demoniaco del poder” en su Teoría de la Constitución. El
gran jurista alemán inicia su obra señalando que son tres “los incentivos
fundamentales que dominan la vida del hombre en sociedad y rigen la
totalidad de las relaciones humanas: el amor, la fe y el poder”.30
Para Loewenstein, “el poder de la fe mueve montañas y el poder
del amor es el vencedor de todas las batallas; pero no es menos propio del
hombre el amor al poder y la fe en el poder. La historia muestra cómo el
amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre, y cómo el poder
a su miseria”.31
Y es que se trata de una verdad universal que no necesita demostración:
Allí donde el poder político no está restringido y limitado, el poder se exce-
de. Rara vez, por no decir nunca, ha ejercido el hombre un poder ilimitado
40 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
con moderación y comedimiento. El poder lleva en sí mismo un estigma, y
sólo los santos entre los detentadores del poder […] serían capaces de resistir
la tentación de abusar del poder.32
Por supuesto que en ninguna parte del mundo encontraremos a esos
“santos” que al ejercer el poder se autocontengan, a menos que existan
límites y controles externos lo suficientemente claros y contundentes para
prevenir su abuso de manera eficaz.
Los orígenes del “demonio político” también han sido explorados
por Ferrajoli, quien, como ya he señalado, sostiene que sólo con la sub-
ordinación de toda clase de poder a la Constitución se podría controlar
y reducir su ejercicio autoritario, al tiempo que se garantizaría el respeto
de los derechos fundamentales. El maestro italiano parte de la premisa de
la desconfianza hacia cualquier poder: el poder no se autolimita; el poder
quiere más poder.
Así, Ferrajoli distingue dos fases en el desarrollo del concepto de Es-
tado de derecho. La primera:
En sentido lato o débil ha asumido las formas de lo que llamaré Estado legis-
lativo de derecho […] la afirmación del monopolio estatal de la producción
legislativa […] y la consiguiente legitimación formal de la eficacia de los
actos preceptivos, cualesquiera que sean los efectos producidos, en función
(solamente) de la forma legal de las normas que los prevén.33
En una fase más evolucionada, encontramos en Ferrajoli “el Estado
de derecho en sentido estricto o fuerte”, el cual
se ha afirmado en cambio como Estado constitucional de derecho gracias a
la que podemos considerar la segunda revolución jurídica moderna: la su-
jeción de toda la producción del derecho a principios normativos, como los
derechos fundamentales y el resto de principios axiológicos sancionados por
constituciones rígidas, y la consiguiente legitimación sustancial de la eficacia
de todos los actos de poder, incluidos los legislativos, en función (también) de
los contenidos o significados que expresan.34
En pocas palabras, para el profesor florentino el poder, cualquier po-
der, debe estar siempre subordinado al orden jurídico, al Estado consti-
tucional, al constitucionalismo mundial, en contra de la noción clásica
de soberanía, según la cual, en un primer momento, sobre la voluntad
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
41
del monarca no había más poder que el de Dios y, tiempo después, sobre
la voluntad “popular” depositada en el parlamento (o en el Legislativo)
no había nada que pudiera someterla o sujetarla a un orden distinto del
propio. Desde esta perspectiva, resulta necesario que hoy la “soberanía”
del Congreso también se sujete, efectivamente, a los mandatos constitu-
cionales, a esos principios normativos y axiológicos que una Constitución
rígida enarbola como inviolables, con el propósito de proteger al sujeto
del derecho: la persona, en lo individual o en lo colectivo.
En ese sentido, Ferrajoli apunta:
El Estado constitucional de derecho no es otra cosa que este “derecho sobre
el derecho”: el conjunto de límites y vínculos jurídicos —formales y sustan-
ciales— que deberían envolver cualquier ejercicio de poder, no sólo público
sino también privado, no sólo ejecutivo sino también legislativo, y no sólo
en el seno de los ordenamientos estatales sino también en las relaciones in-
ternacionales.35
En su vasta obra, Ferrajoli explica que, a lo largo de la historia, el
paradigma del Estado de derecho ha sufrido diversas transformaciones a
partir de dos modelos normativos diferentes:
1. El Estado legislativo de derecho, que surge con el nacimiento del
Estado moderno y el monopolio de la producción jurídico-legal.
2. El Estado constitucional de derecho, con base en constituciones
rígidas y en un sistema de control de constitucionalidad de las leyes
ordinarias; modelo que se refuerza a partir de la segunda Guerra
Mundial.
El contexto histórico del surgimiento de este modelo normativo es
la posguerra, cuando, en 1948, se creó la Organización de las Naciones
Unidas —cuya carta es un primer intento de Constitución global o cos-
mopolita— y entró en vigor la Constitución de la República Italiana —la
cual es una respuesta al fascismo y a todos los totalitarismos—.36
Ferrajoli señala que la democracia formal está incompleta si su Cons-
titución carece de principios sustanciales (los derechos fundamentales de
libertad y los derechos sociales) y únicamente se concentra en los sistemas
de elección por mayoría, la organización y el funcionamiento del Ejecutivo
(y del propio Legislativo), sin instituir mecanismos de garantía que hagan
justiciables los derechos fundamentales para todos, incluidas las minorías.
42 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
En pocas palabras, de acuerdo con Loewenstein y Ferrajoli podría-
mos afirmar que el abuso del poder está en la misma naturaleza del
poderoso. Pero, como sabemos, no fueron Loewenstein ni Ferrajoli los
primeros en advertir sobre el problema del abuso del poder y la mani-
pulación del concepto de soberanía como poder absoluto, en el que sue-
len escudarse los legisladores de manera más que frecuente, aun cuando
resulte contrario a cualquier noción moderna de democracia liberal: la
sentencia de que quien ostenta el poder tiende a abusar de él proviene de
la Antigüedad griega.37
Una idea, por cierto, constatable en la realidad
histórica, palmo a palmo, a lo largo de los siglos.
Es frecuente leer, escuchar y ver cómo los líderes del Poder Legis-
lativo tratan de imponer sus criterios “jurídicos” escudándose en el tan
manido argumento de la inviolabilidad de la “soberanía” del Congreso.
El concepto clásico de soberanía, si nos atenemos a Jean Bodin, indica
que por encima del soberano no existe ni obra poder alguno. Así, el Con-
greso pretende erigirse, como lo hizo mucho tiempo el monarca, en el
depositario absoluto e incuestionable del poder no sometido a la ley o al
derecho (potestas legibus soluta).
La historia muestra cómo, con la Revolución francesa, al despojar la
Asamblea Nacional del poder absoluto al entonces soberano (el rey, por
supuesto), se convierte ella misma en un tirano feroz (la era del Terror es
una muestra fehaciente de este hecho ominoso), bajo la premisa de que
el pueblo, a pesar de ser el titular de la soberanía, no puede ejercerla por
sí mismo y, en consecuencia, delega el ejercicio de ese atributo a la asam-
blea. Cuando se ha constituido así, la tiranía de la mayoría ha sido igual
o más cruel que los autócratas en lo individual. Éste es el mecanismo
de las dictaduras institucionalizadas, asambleas equívocamente llamadas
democráticas, que abusan del poder manipulando las nociones de mayo-
ría y soberanía para imponer la voluntad de unos cuantos.
La experiencia histórica enseña que ciertas “democracias” formales
llegaron a decidir la supresión de minorías —la Alemania de Hitler, por
ejemplo— a partir de una decisión convalidada por la mayoría del pue-
blo —como Carl Schmitt lo justificó en su momento—. Así, las mayorías
han sido capaces de decidir barbaridades, hoy inconcebibles, contra de-
terminadas minorías, en un contexto de franca degeneración de la demo-
cracia en autocracia.38
Pero una democracia constitucional auténtica no puede ni debe per-
mitir el abuso del poder de las mayorías sobre los demás, porque su mis-
ma naturaleza es incluyente, tolerante y justa. Entonces, para mantener
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
43
incólumes estos tres valores, requiere contrapesos y controles del poder
realmente eficaces.
Al día de hoy, cualquier mecanismo de vigilancia y control desde el
interior del poder ha sido ineficaz para evitar el abuso del propio poder.
No basta, pues, con tener una Constitución escrita, incluso rígida, para
garantizar el respeto de los derechos humanos y obligar al Estado (y a
cualquier tipo de poder) a ser honrado, eficiente, eficaz, transparente,
responsable; en una palabra, a rendir cuentas. Se requiere, como se verá
más adelante, una cultura ciudadana que actúe permanentemente con
base en principios éticos, en una moral pública, y cuyo peso en su rela-
ción frente al poder sea tal que logre que éste respete, proteja y repare los
derechos fundamentales, amén de rendir cuentas de sus actos y omisiones
de forma sistemática.
Podemos intentar explicar este fenómeno considerando que, más allá
de lo que está escrito en la Constitución, las relaciones de poder y domi-
nación entre ciertos grupos en una sociedad determinada condicionan y
definen las decisiones políticas que favorecen el privilegio de unos cuan-
tos y propician la ruina de los más débiles, quienes suelen conformar una
mayoría en todo el mundo y particularmente en México.
En países como el nuestro, la debilidad institucional abre la puerta
a la intromisión de los poderes fácticos: gobiernos extranjeros, empresa-
rios, jerarcas de la Iglesia, caciques, medios de comunicación, líderes sin-
dicales, crimen organizado, entre otros, quienes suelen ser “la verdadera
fuente de muchas de las decisiones de autoridad”.39
En México, paralela-
mente a la estructura formal del poder, existe y opera una estructura real
de poder. Esta doble estructura de poder político, como señala Lorenzo
Meyer, ha propiciado el debilitamiento del Estado mediante la violación
sistemática de los derechos del más débil y la impunidad. En un país
donde más de 90% de los delitos quedan impunes y la discrecionalidad
en la aplicación del derecho es la regla y no la excepción, donde se privi-
legia el interés personal sobre el interés general, resulta difícil negar que
la nuestra es una sociedad fracturada con instituciones débiles que hacen
que el Estado se vuelva disfuncional.40
Y es que los Estados fallan cuando sus instituciones son débiles u
operan sólo a favor de ciertos grupos de poder y de presión, poniendo por
encima de la Constitución y del interés general los intereses de una mi-
noría económicamente poderosa y excluyente. Los países que prosperan,
en cambio, mantienen un diseño institucional política y económicamente
incluyente, que opera en función del interés general.41
En esos casos, el
44 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
grado de respeto y prevalencia de la norma constitucional es sensible-
mente mayor que aquel observado en los países donde prevalecen las
redes de complicidad, la corrupción y las instituciones débiles.
Eduardo García de Enterría ha demostrado que una Constitución
—en este caso la española— puede llegar a ser tanto un pacto social
como un ordenamiento jurídico con auténtica fuerza normativa y cuya
eficacia no depende de factores políticos. De esta forma, a partir del
triunfo del principio democrático como base única de la organización
del poder, se pudo llegar a “la consagración definitiva del sistema de jus-
ticia constitucional”, de la protección de los derechos fundamentales y de
los valores sustantivos en que se apoya, “frente a las mayorías electorales
eventuales y cambiantes, protección que cree asegurarse con un sistema
de justicia constitucional capaz de hacer valer ese núcleo esencial frente
a las leyes ordinarias, fruto de posibles mayorías ocasionales”.42
En general, la fuerza normativa de la Constitución parte de dos ideas
básicas. La primera es la de la Constitución como pacto social, donde
la libertad de cada individuo no es destruida por este convenio, pues se
somete a un orden jurídico
que ha de ser obra sucesiva del consentimiento común, pues ningún go-
bierno tiene poder para hacer leyes sobre una sociedad si no es por el con-
sentimiento de ésta. Así aparece la idea de edificar a partir de los derechos
naturales de cada individuo un sistema político colectivo, capaz de preservar
la parte sustancial de esos derechos y en especial la libertad y la propiedad.43
La segunda idea es la de la libertad individual que, según García de
Enterría, es el límite último al poder de las mayorías, pues “la sociedad
que el poder está llamado a sostener ha de ser una sociedad compuesta
precisamente de hombres libres, con capacidad para actuar a su albedrío,
en el gobierno de sí mismos y de sus bienes, en la elección de su futuro, en
la negociación y formación de sus pactos”.44
Es menester que cualquier pacto colectivo quede supeditado al inte-
rés general y a la protección de los derechos de las minorías, con el fin
de evitar abusos que históricamente han tenido consecuencias trágicas,
devastadoras. Así, la fuerza normativa de una Constitución radica en que
todo el ordenamiento, tanto el fundamental como el secundario, quede
subordinado al derecho mismo y no al poder político. Dicho de otra for-
ma, la Constitución adquiere fuerza normativa cuando todo lo demás,
incluyendo el poder político, se sujeta al orden jurídico, donde los de-
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
45
rechos fundamentales operan como límites y vínculos del poder mismo,
desde el propio legislador hasta el Ejecutivo y el Judicial, así como los
órganos constitucionales autónomos.
II. La dimensión sustancial de la democracia
Sostengo que los tribunales constitucionales, en general, tienen la misión
de proteger, nutrir y fortalecer la dimensión sustancial de la democracia
a la que se refiere Luigi Ferrajoli. En su relación con los representantes
de la democracia formal (los legisladores), los jueces (o ministros) consti-
tucionales, al resolver sobre la constitucionalidad de una norma emitida
por el Congreso, confrontan ambas dimensiones y hacen prevalecer el
principio de justicia, con lo que evitan lo que Fioravanti llama “el abso-
lutismo parlamentario”, esa tiranía de las mayorías que puede poner en
riesgo la justiciabilidad de los derechos fundamentales.
“Algún límite sustancial —señala Ferrajoli— es necesario para la su-
pervivencia de cualquier democracia. Sin límites relativos a los conte-
nidos de las decisiones legítimas, una democracia no puede (o al menos
puede no) sobrevivir.” Pues, según nuestro autor, siempre es posible que
con métodos democráticos se supriman, por mayoría, los propios méto-
dos democráticos.45
En toda democracia constitucional, “la garantía de los derechos fun-
damentales es la finalidad última del constitucionalismo. Esto implica la
existencia de un gobierno limitado, con lo que se excluye cualquier forma
de gobierno absoluto o autoritario”.46
Y puesto que el control de constitu-
cionalidad, como ya vimos, no puede dejarse en manos del propio legis-
lador, Kelsen prescribe que debe quedar a cargo de “un órgano diferente
de él, independiente de él, y por consiguiente, también de cualquier otra
autoridad estatal, al que es necesario encargar la anulación de los actos in-
constitucionales —esto es, a una jurisdicción o tribunal constitucional—”.47
Así, la legitimación democrática del control de constitucionalidad de
las leyes, ejercida por los jueces constitucionales como una forma de ga-
rantizar la inviolabilidad de los derechos fundamentales, radica en la mis-
ma naturaleza del Poder Judicial. Decir la ley, interpretarla no sólo para
efectos de su aplicación en casos concretos sino para identificar su legiti-
midad constitucional, es una tarea propia, definitoria de quienes compo-
nen este poder. Y no sólo eso: por principio de cuentas, es una tarea que le
asignó, en su momento, una mayoría calificada a través del constituyente.
46 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
En general, facultado para ello por la propia Constitución, un tribu-
nal constitucional conoce de los asuntos de constitucionalidad de las leyes,
y establece, en su calidad de intérprete autorizado por el propio pueblo
a través del constituyente (sea originario o permanente), reglas relativas
al alcance de las normas constitucionales. De esta manera, un tribunal
constitucional tiene a su cargo, a partir de la interpretación extensiva de
las normas contenidas en la Constitución, “la regulación jurídica del de-
recho positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino
también por lo que se refiere a los contenidos producidos”.48
Entonces, el mandato constitucional preexistente y el procedimiento
de su conformación (que le otorga una legitimidad derivada) justifican, de
entrada, que el control de constitucionalidad sea ejercido no sólo sobre
las formas en que las leyes han sido producidas, sino también sobre sus
contenidos. Parafraseando a Ferrajoli, esta dimensión sustancial de la de-
mocracia constitucional es la que da sentido y justifica la prevalencia
axiológica del derecho sobre el derecho mismo. Y es que “son los mismos
modelos axiológicos del derecho positivo, y ya no sólo sus contenidos
contingentes —su ‘deber ser’, y no sólo su ‘ser’—, los que se encuentran
incorporados en el ordenamiento del Estado constitucional de derecho,
como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos y límites jurídicos
a la producción jurídica”.49
Por estas razones, los principios y los valores democráticos de igual-
dad, libertad y justicia habrán de ser vigilados por los jueces constitucio-
nales a favor tanto de las mayorías que establecieron esos principios como
de las minorías, y en contra de las arbitrariedades del poder público, del
poder privado y de los excesos del propio legislador.
En suma, se trata, por un lado, de un mecanismo de contención que
el propio constituyente institucionalizó ante el riesgo de incurrir en exce-
sos legislativos que vulneren los derechos fundamentales, y, por otro, de
un límite en contra del gobierno de los peores,50
así como de la temible
tiranía de las mayorías. El control de constitucionalidad se convierte,
de esta manera, en fuente de legitimidad del mismo Estado. Ante el po-
sible argumento en contra, a saber, que las nociones de poder soberano
y poder limitado son contradictorias, cabe señalar que ambos conceptos
son compatibles si el soberano es limitado en su propia Constitución.51
Otro argumento a favor de la existencia y la validez de los tribunales
constitucionales es que mediante sus sentencias se colman las lagunas
legislativas que el Congreso tardaría demasiado en cubrir con nuevas
reglas o a través de reformas constitucionales.
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
47
Sin embargo, en el análisis final hay que considerar la posibilidad
de que la política, vista como tarea institucional del orden jurídico, se
subordine a la justicia, precisamente donde se encuentra el conjunto de
los derechos que son la razón de ser y la fuente de legitimidad de las
instituciones.52
Por ello, el juez constitucional habrá de imprimir al texto
supremo, en su interpretación, la máxima eficacia posible, pues tiene la
responsabilidad de llevar los principios constitucionales, y no sólo sus re-
glas, a expandir la protección de los derechos fundamentales como fuente
legitimadora de la democracia.
En México urge fortalecer las instituciones que, al menos en el discur-
so constitucional, han sido creadas para emitir tanto normas de conviven-
cia que representen efectivamente a las mayorías y a las minorías, como
aquellas destinadas a salvaguardar la paz y el orden jurídico, y, sobre todo,
tutelar los derechos fundamentales. Por ello, propongo la creación de un
auténtico tribunal constitucional de carácter autónomo, federal, que ad-
mita un control difuso de la constitucionalidad.
Este sistema “confederado” de tribunales constitucionales, cuya fun-
ción sería desempeñada por los juzgados de distrito y los diversos órganos
jurisdiccionales en el orden local, y cuyos titulares actuarían como jueces
de constitucionalidad y ya no de legalidad, tal como lo prevé el párrafo
tercero del artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos
Mexicanos, buscaría salvaguardar el orden constitucional en los ámbitos
federal y local, desempeñando un papel político pero desarrollado con
métodos y razonamientos jurídicos.
En cuanto a la naturaleza del control jurisdiccional de la constitucio-
nalidad, cabe señalar que, a pesar del papel político de la institución, el
control que ejerce sobre el Legislativo es de carácter jurídico, lo cual debe
garantizar la observancia de los principios de objetividad, certeza, pre-
existencia e indisponibilidad del procedimiento correspondiente, frente
a la naturaleza incierta, volátil, impredecible y muchas veces turbulenta
de las asambleas de representantes reunidas en los congresos (federal y
locales), en representación del pueblo, cuya voluntad, ciertamente, puede
cambiar de un día para otro impulsada por las circunstancias.
Y puesto que el carácter fundamental del control constitucional es
preeminentemente jurídico, habremos de distinguir aquí, con Manuel
Aragón, la naturaleza del control político respecto del carácter del con-
trol jurídico, en cuanto la primera es subjetiva y el segundo opera un
cambio “objetivado” de la norma emitida por el legislador.53
48 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
Ese carácter objetivado significa que el parámetro o canon de control es un
conjunto normativo, preexistente y no disponible para el órgano que ejerce
el control jurídico. En cambio, el carácter “subjetivo” del control político
significa todo lo contrario: que no existe canon fijo y predeterminado de va-
loración, ya que ésta descansa en la libre apreciación realizada por el órgano
controlante, es decir, el parámetro es de composición eventual y plenamente
disponible.54
Por ello, me parece que las resoluciones de un tribunal constitucional
autónomo serían también fuente de su propia legitimidad y podrían con-
tribuir a que los gobernados llegaren a confiar en el orden constitucional
y, como consecuencia, en el orden jurídico nacional y global; pues, en
la medida en que no se pierda ese carácter de control objetivado de la
constitucionalidad de las leyes, en función de las razones y los argumentos
jurídicos, así como de la eficacia de sus resoluciones, el tribunal constitu-
cional habrá de contribuir a que el pueblo, al verse finalmente protegido
contra los poderosos e integrado nuevamente en el sistema, colabore en el
fortalecimiento de sus propias instituciones republicanas y democráticas.
Algunos de los argumentos de la oposición democrática se basan, por
ejemplo, en la ineficacia y el alto costo de la revisión judicial-constitucio-
nal de la legislación, cuando se considera que ésta atenta contra los dere-
chos reconocidos en la Constitución. Por otro lado, el argumento a favor
de un control difuso de constitucionalidad tiene que ver con la dimensión
invaluable de los derechos fundamentales; esto es, cueste lo que cueste,
no puede haber nada por encima de la dignidad y la libertad del hombre.
Finalmente, y a partir de la cuestión medular de hasta qué grado re-
presenta el Poder Judicial o un tribunal constitucional una amenaza para
la democracia al ejercer el control de constitucionalidad de leyes, afirmo,
a la luz de los argumentos vertidos a lo largo de este trabajo, que el con-
trol jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes es una garantía de
supervivencia, legitimación y fortalecimiento de la propia democracia, y
sobre todo, hoy por hoy, de viabilidad del Estado constitucional y demo-
crático de derecho en México.
III. La cultura político-jurídica en México
Para que exista una vigilancia efectiva y eficaz sobre los políticos y los
servidores públicos se requiere un nivel de participación y de exigencia
CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
49
mayor por parte de la ciudadanía. Aunque no se trata de un fenómeno
cultural exclusivo de nuestro país, quisiera centrarme aquí en la relación
sui generis de la sociedad mexicana respecto del sistema político y su orden
jurídico.
Varias encuestas relativamente recientes muestran una tendencia
marcada de los mexicanos a no interesarse en los asuntos públicos.55
De
acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional sobre Cultura Polí-
tica y Prácticas Ciudadanas, elaborada en 2008 por el inegi y divulgada
por la Secretaría de Gobernación, “60% de los ciudadanos dijo tener
poco o nada de interés en la política”.
Más recientemente, en 2011, la Encuesta Nacional de Cultura Cons-
titucional, practicada por el Instituto Federal Electoral (ife) y el Instituto
de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de
México (unam), mostró que 30% de los ciudadanos se interesaba poco en
los asuntos públicos, mientras que 18.9% tenía nulo interés en tales asun-
tos. Solamente 13.8% de los entrevistados afirmó tener mucho interés, y
36.8% dijo interesarse “algo” en los asuntos públicos, mientras que 49%
dijo no interesarse en los asuntos que se discuten en el Congreso (cáma-
ras de diputados y de senadores).56
En cuanto al respeto a la ley, 49.5% de los entrevistados manifestó
que la razón por la cual debe respetarse la ley es que hacerlo beneficia a
todos. Y cuando se les preguntó qué tanto se respetan las leyes, los mis-
mos entrevistados calificaron con un promedio de 5.65 (en una escala de
0 a 10) la observancia de las normas en el país.
En la misma encuesta se observa también que 67.1% de los entrevis-
tados considera más importante vivir en una sociedad donde se respeten
y apliquen las leyes, frente a 61.3% que da prioridad a una sociedad sin
delincuencia, en contraste con 31.3% que cree que tiene mayor impor-
tancia vivir en una sociedad más democrática y 32.2% que prefiere una
sociedad donde haya menos diferencias entre ricos y pobres.
Ante la pregunta ¿quién viola más las leyes?, 23.2% de los entrevis-
tados opinó que los políticos, 21.9% señaló que los policías, 15.1% culpó
a los funcionarios, y 11%, a los jueces; es decir, 71.2% de los mexicanos
cree que es en el sector público donde más se transgrede el orden jurí-
dico. Partiendo de esta respuesta, no debería causar extrañeza que casi la
mitad de la población no esté interesada en los asuntos públicos del país.
Uno de los efectos más perniciosos de esta actitud de la población
frente a los asuntos públicos se refleja en una modificación radical de sus
actividades cotidianas. Este cambio de hábitos, según el inegi, tiene su
50 CAPÍTULO PRIMERO
Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales
origen en la percepción de los ciudadanos sobre la seguridad pública y la
“eficiencia” de las autoridades para perseguir y castigar delitos.
Así, “a nivel nacional, en 2012 las actividades cotidianas que la po-
blación de 18 años y más dejó de hacer fueron usar joyas y permitir que
sus hijos menores de edad salieran, con 65 y 62.8% respectivamente”,
indica la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguri-
dad Pública de 2013. No permitir que los hijos menores de edad realicen
actividades fuera del hogar (con propósitos recreativos, culturales o de
mera convivencia) en sí mismo es un efecto grave; pero en esta encues-
ta también aparecen datos preocupantes: salir a caminar es algo que la
población mayor de 18 años dejó de hacer en 32.8% (el año anterior el
resultado fue de 29.4%), mientras que visitar parientes o amigos lo sus-
pendió en 32.5% (contra 32.6% un año antes).57
Como resulta obvio, esta modificación de conductas sociales tiene la
consecuencia negativa de reducir, cada vez más, el nivel y la intensidad
de la convivencia en la comunidad política, una condición que histórica-
mente ha contribuido a cimentar los Estados autoritarios.
No menos importante que los datos anteriores, en esa misma encuesta
se estima que en 2012 se denunció únicamente 12.2% de los delitos cometi-
dos en todo el país, “de los cuales 64.7% llegó a inicio de averiguación previa
ante el ministerio público”, con lo que se obtiene que, del total de los delitos
(denunciados y no denunciados), sólo en 7.9% se inició averiguación previa.
Este dato confirma la hipótesis de que en México más de 90% de los
delitos que se cometen quedan impunes. De hecho, la encuesta citada
estima que la “cifra negra” de delitos en los cuales no hubo denuncia o
no se inició averiguación previa durante 2012 fue de 92.1%. Y así ocurrió
en 2010, cuando esa cifra fue de 92%, y en 2011, de 91.6 por ciento.58
Ahora bien, respecto de las causas por las que no hubo denuncia,
61.9% fueron atribuibles a la autoridad, mientras que en 37.7% de los
casos no se interpuso querella alguna. Y por si lo anterior fuera poco, del
total de denuncias hechas por las víctimas ante el ministerio público, no
pasó nada o no se resolvió en 53.2% de los casos.59
Otra encuesta, realizada por el Centro de Investigación para el
Desarrollo, A. C. (cidac), y The Fletcher School de la Universidad
Tufts, indica que “la debilidad de las instituciones podría explicar en
buena medida la coexistencia de nociones contradictorias [del] actuar
de los mexicanos, tales como saber que es malo meterse en la fila, pero al
mismo tiempo pensar que es de tontos cumplir con la ley cuando en su
entorno no se cumple”.60
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  • 1.
  • 2.
  • 4.
  • 5. IMPUNIDAD Y CORRUPCIÓN Las fuentes de la injusticia y la desigualdad en México Carlos Martín Gutiérrez González
  • 6.
  • 7. 7 17 Contenido Presentación Introducción Capítulo primero Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales I. La fuerza normativa de la Constitución 35 II. La dimensión sustancial de la democracia 45 III. La cultura político-jurídica en México 48 Capítulo segundo Verdad, transparencia y corrupción I. Transparencia y rendición de cuentas 61 II. Las responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción 73 III. El Sistema Nacional Anticorrupción 79 Capítulo tercero De las plazas públicas al mercado I. La ética ciudadana 93 II. La demanda del interés general 107 III. Rezago en el acceso 112 IV. Rectoría económica y rendición de cuentas 113 V. Concesiones para explotar el espectro electromagnético y otros recursos públicos 117 57 93 11 31
  • 8. 8 Contenido VI. Responsabilidad de los concesionarios, solidaridad y rendición de cuentas 118 VII. La prohibición de los monopolios 122 Capítulo cuarto Rendición de cuentas y justicia I. Mecanismos constitucionales de garantía 134 II. Control constitucional y derecho a la resistencia 137 III. El derecho a resistir el derecho 139 IV. Justicia e impunidad 144 Capítulo quinto Principio de legalidad y rendición de cuentas I. Principio de legalidad versus juridicidad 156 II. Un ejemplo “legislativo” 157 Capítulo sexto El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción I. El derecho a la información, la transparencia y la rendición de cuentas como elementos esenciales del combate a la corrupción 180 Conclusiones Bibliografía 127 155 167 187 195
  • 9. A mis hijas: Natalia, Mariana y Sofía. A mi esposa. A mi madre. Gracias a todas, por todo.
  • 10.
  • 11. 11 Presentación […] una Teoría de la Constitución de cuño científico-cultural puede cooperar también a la necesaria reducción de toda fijación en objetivos basados exclusivamente en puro bienestar materialista, al tiempo que preconi- za el alejamiento de todo parámetro economicista típico de ideologías y actuaciones políticas contemporáneas, al ofrecer el sustrato que facilita la crítica de toda interpretación del Estado social de derecho que se pre- tenda basada exclusivamente en términos de crecimiento cuantitativo y sobredimensionado. Peter Häberle1 Tuve la fortuna de conocer a Carlos Martín Gutiérrez González, autor del presente libro en la ciudad de Morelia, durante 2011, en el marco de mis actividades académicas. Me correspondió impartir el Seminario de Inves- tigación Jurídica en el marco de la maestría en derecho constitucional de la Universidad Latina de América. Desde el primer día de clases dimos comienzo a un permanente y en- riquecedor diálogo intelectual. Después de ese espacio académico tam- bién hemos compartido aficiones literarias, experiencias profesionales y grata convivencia familiar. En ese contexto, iniciamos un intercambio de ideas en torno de preo- cupaciones comunes: el tortuoso proceso de democratización de México, la lacerante pobreza de más de la mitad de su población, las dificultades para transitar hacia un mundo mejor, entre otras. Lo anterior hizo posible sumar esfuerzos y publicar, bajo el sello de la editorial Novum, el libro Educación y ética ciudadana. Algunas aproximaciones, con una reflexión de Carlos Martín que sería la semilla germinal de su trabajo final de posgrado, además de un par de ensayos míos. 1   Teoría de la Constitución como ciencia de la cultura, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 160 y 161.
  • 12. 12 Presentación El centro de atención del libro se circunscribe justamente en la tras- cendencia de los factores educativo y cultural en la dinámica de desa- rrollo de las personas, en un primer momento, y de las naciones, en segundo término, sin los cuales no es posible la transformación social y mucho menos el mejoramiento de las condiciones de vida de la hu- manidad. A partir de este ejercicio, Carlos Martín Gutiérrez se empeñó en ela- borar su tesis de maestría, bajo mi tutoría, cuyo foco de atención fue precisamente la cultura en un Estado constitucional de Derecho, tema muy pertinente, en especial porque en México, a finales del siglo pasa- do y durante los primeros años de éste, se presentaban, como una gran oportunidad, distintas posibilidades de transformación: un naciente plu- ralismo político y significativos cambios jurídicos que han puesto en vilo el pensamiento positivista tradicional. Con los trazos apuntados se ensanchaba el horizonte para abrazar vie- jas y nuevas teorías que se distanciaban de la inercia que se mantuvo du- rante muchos años en el país, y como otros procesos de democratización que han tenido lugar en otros países, se comenzaba a hacer referencia a los “nuevos paradigmas”. Sin embargo, casi nadie ha reflexionado, y mucho menos escrito, sobre el modelo de cultura que se ocupa como piedra de toque para estar en condiciones de superar realmente los obstáculos que enfrentamos con el fin de aproximarnos a una sociedad más justa. Como bien se sabe, el término cultura posee distintos significados. Empero, este concepto siempre incluye la perspectiva valorativa en rela- ción con la organización social y la forma de vida del ser humano.2 En otras palabras, el mínimo de valores que necesita una comunidad pluralista para vivir pacífica y civilizadamente, con la dignidad personal como columna vertebral. En el esquema de la tesis de Carlos Martín la palabra “cultura” tie- ne una connotación enfocada a la cuestión jurídica, desde la óptica de un modelo de democracia constitucional, lo cual se traduce, entre otros aspectos, en el cumplimiento de la norma jurídica por parte de todos los integrantes de la comunidad —los gobernantes, para empezar— (que se engloba en la idea de “cultura de legalidad”) y la irradiación del valor de la dignidad en todas las relaciones sociales y políticas que dan contenido 2   Diccionario de psicología, voz “cultura”, a cargo de Hellpach, Friedrich Doesch (di- rector), 5ª ed., Barcelona, Ediciones Herder, 1985, p. 176, citado por Pablo Lucas Verdú, Teoría de la Constitución como ciencia cultural¸ Madrid, Dykinson, 1998, pp. 39 y 40.
  • 13. Presentación 13 y sentido a todas las normas del ordenamiento jurídico (lo que rompe con el absolutismo del principio mayoritario). Esto es lo que los teóricos del nuevo paradigma han llamado “constitucionalización del derecho”. En efecto, el derecho no es inerte. En la dinámica del mundo actual uno de los principales desafíos del derecho es que lo previsto por el legislador se cumpla fielmente en la vida cotidiana. Por tanto, reviste un grado alto de dificultad que la actualiza- ción de las normas jurídicas vayan a la par de la realidad. No basta con que una norma jurídica se publique y entre en vigor para que, ipso facto, se concrete en la realidad. Esta cuestión, muy estudiada por todas las teorías jurídicas contem- poráneas, es una de las más polémicas y difíciles de resolver. En el caso de México aún más. Desde siempre, pese a que el orden jurídico mexicano —desde la Ley Fundamental hasta la más insignificante de las disposiciones— es modi- ficado constantemente para “ajustarse a la realidad”, muy poco o nada se cumple en la práctica. Se dice que para que las leyes sean plenamente cumplidas por las autoridades es menester “voluntad política”. También se afirma que para que los ciudadanos de un país acaten las normas jurídicas se requiere “cultura de la legalidad”. En un supuesto y en otro, sobran los discursos y las justificaciones. Frente a tanta retórica urge el cumplimiento ejemplar. Por supuesto que en países como los nuestros resulta indispensable que culturalmente asimilemos que, al cumplir con las normas del dere- cho, estamos apostando por una comunidad mejor, por relacionarnos civilizadamente. Si no lo hacemos así tendríamos que asumir plenamente las consecuencias de nuestro incumplimiento o transgresión, incluidas las respectivas sanciones. También es relevante respetar, con acciones concretas, la dignidad del ser humano. De nada sirven grandilocuentes declaraciones, amplí- simos catálogos de derechos para su aplicación erga omnes, si en la cruda realidad la mayoría de los habitantes de la tierra son considerados y mal tratados como mercancías desechables, sin sopesar los alcances de sus sueños, sus anhelos, sus alegrías, sus frustraciones, sus padecimientos, di- mensiones todas que constituyen una parte trascendente del proyecto de vida de cada persona. De ahí la pertinencia de estudios jurídicos relacionados con la cultu- ra. Tenemos ejemplos de muy reconocidos juristas que han aportado con creces al acercamiento del derecho con la cultura. Están, por ejemplo,
  • 14. 14 Presentación alemanes como Peter Häberle, Dieter Grimm y Erhard Denninger, y también las invaluables reflexiones del muy distinguido profesor espa- ñol Pablo Lucas Verdú.3 Tras la decisión de Carlos Martín de pulir su trabajo terminal de grado y publicarlo, cabe hacer notar que, una vez más, ha contado con la generosidad del doctor Miguel López Olvera, director de Novum. Mucho de lo escrito en estas páginas da cuenta del motivo por el cual el autor de esta obra tomara la decisión de invitarme para escribir de su presentación. Sinceramente espero que el presente libro tenga mucho éxito por- que será el reflejo del entusiasmo de muchos lectores que reafirmarán su compromiso con la lucha a favor de la dignidad humana, de las li- bertades, de la justicia, entre otros nobles valores, ya sea en la casa, en la escuela, en el centro de trabajo, en la plaza pública o donde sea, junto con más noveles lectores que cobrarán conciencia del verdadero estado actual que guarda el mundo y de sus lastimosas inequidades, las cuales, por cierto, no son pocas. Frente a tanta frivolidad de la que somos testigos en el marco de esta “civilización del espectáculo”, a propósito del libro de Mario Vargas Llosa, no podemos sino trabajar, con humildad y paciencia, para erigir los auténticos valores del ser humano, cuestión que necesariamente im- plica no paralizarnos ante las supuestas bondades de la economía del mercado, elevar nuestra enérgica voz contra los abusos de los poderosos y evitar —a toda costa— ser indiferentes ante tanta injusticia y tanta desigualdad. Armando Alfonzo Jiménez Ciudad de México, abril de 2016 3   Además de las obras citadas en el aparato crítico de este proemio, vale la pena aludir a la obra Derecho constitucional para la multiculturalidad de los juristas alemanes Dieter Grimm y Erhard Denninger, Madrid, Trotta, 2007.
  • 15. Ante la libertad de elegir entre el bien y el mal, el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Fiodor Dostoievski El objetivo que debemos perseguir es que la vida sea libre para cada uno y justa para todos. Albert Camus
  • 16.
  • 17. 17 Introducción Los altísimos índices de impunidad,1 la corrupción que carcome los ci- mientos de las instituciones,2 la creciente inseguridad pública y los alar- mantes niveles de pobreza3 que padece nuestro país encuentran sus causas en múltiples factores, pero el principal lo constituye el hecho de que, generalmente, el Estado mexicano, apoyado en una amplia tolerancia de la sociedad, evita el cumplimiento de las normas constitucionales y de sus atribuciones como pacificador y nivelador de las relaciones sociales. Es posible ubicar una de las raíces de este fenómeno dentro de un pro- ceso también complejo: en los últimos 30 años México ha sufrido cambios profundos en la manera como la clase política conduce la economía y el desarrollo social de los gobernados; uno de los factores que más han repercutido en el notable descenso de la calidad de vida de millones de mexicanos ha sido la imposición del modelo económico neoliberal, cuya consecuencia principal es el debilitamiento del Estado social de derecho, así como la transformación o desaparición de instituciones que antes re- presentaban cierta garantía de igualdad y redistribución más o menos equitativa de la riqueza. Por su parte, el debilitamiento estatal ha dejado el poder político a merced del mercado o, en palabras de Luigi Ferrajoli, de los poderes salvajes.4 Si revisamos la historia del Estado moderno, el poder político se ha visto obligado, durante siglos, a intervenir para impo- ner las reglas del juego al poder económico, con propósitos pacificadores y civilizatorios. Simplemente, llegó un momento en que el mercado ya no fue concebible ni posible sin un Estado fuerte que lo regulara y limitara en aras de una redistribución más equitativa y justa de la riqueza. Lo anterior no supone añoranza ni nostalgia alguna de tiempos pasa- dos, cuando México padecía una economía cerrada y la vida pública del país era dominada por un régimen político autoritario, con un partido de Estado (el pri) que se convirtió en la agencia de trabajo de las corpora- ciones que lo sostenían y en una máquina de producción de selectos mi- llonarios a costa del resto de los mexicanos. Sin embargo, junto a Joseph
  • 18. 18 Introducción Stiglitz, Paul Krugman, Tony Judt y Thomas Piketty (entre otros), creo que la respuesta a la relativa disfuncionalidad del estatalismo no fue la más adecuada ni exitosa: apertura económica más apertura política con la condición de desmantelar el Estado de bienestar social y darle un sitio preeminente al mercado como factor de “equilibrio”, “regulación econó- mica” y “redistribución” de la riqueza nacional. En pocas palabras, asisti- mos al triunfo de Hayek sobre Keynes. La razón es muy simple: cultural- mente no estábamos preparados para competir en el mercado global ni para vivir en una democracia. Así las cosas, hoy, en la segunda década del siglo xxi (el generoso lector sabrá perdonar el lugar común), México sigue siendo una república sin ciudadanos, una democracia sin demócratas. El resultado está a la vista: más de 53 millones de mexicanos en esta- do de pobreza, de los cuales casi 12 millones padecen pobreza extrema; una clase media debilitada y empobrecida, dividida y cooptada por orga- nismos intermedios al servicio de los poderes fácticos, y una élite política que, en general, sirve a los intereses económicos de grandes empresas privadas que cotidianamente depredan los recursos nacionales sin nin- gún tipo de freno ni control. Frente a este fenómeno, vemos cómo, salvo notables excepciones, el Estado mexicano omite sistemáticamente el cumplimiento de las normas constitucionales, en particular de aquellas que implican una verdadera ren- dición de cuentas y de las relacionadas con el desempeño eficiente de los órganos del poder frente a los gobernados: la transparencia en la gestión gubernamental; la obtención eficaz de resultados; la regulación efectiva del desarrollo económico y social; la difusión oportuna de información veraz y creíble; la responsabilidad de los servidores públicos, su disciplina; la im- posición de sanciones administrativas y, en su caso, la compurgación de las penas a las que se hicieren acreedores quienes incumplieren con sus obliga- ciones constitucionales y legales. Esta situación es grave, sobre todo cuando los evasores de tales obligaciones son aquellos que han jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Desgraciadamente, como ya he señalado y veremos a lo largo de este libro, este incumplimiento sistemático cuenta, muchas veces, con el apoyo de un amplio sector de la sociedad, cuya tolerancia y aceptación de la corrupción se han convertido en una práctica cotidiana, común y corriente. El incumplimiento generalizado de los principios constitucionales de eficiencia, eficacia, economía, transparencia, honradez, imparcialidad y lealtad no es exclusivo de los agentes del poder público; nace y se desarrolla dentro de una intrincada red de complicidades con los particulares, espe-
  • 19. Introducción 19 cialmente con ciertos grupos de interés y de presión a los que se ha dado en llamar poderes fácticos. La violación sistemática de los principios señala- dos antes es, asimismo, producto de los altos niveles de corrupción y de im- punidad que imperan en México y cuyas raíces históricas provienen de la época virreinal, cuando la Nueva España contaba con dos órdenes jurídicos distintos y simultáneamente vigentes: el castellano y el indiano, así como el derecho canónico indiano y la costumbre, en particular durante la era de la Casa de Habsburgo. Aunque el orden castellano desempeñaba el papel de ordenamiento supletorio respecto del indiano, ambos se caracteri- zaron por ser sistemáticamente inobservados por las propias autoridades virreinales. Uno de muchos ejemplos de esta elusión legal podría ser la orden girada por el rey Carlos V a Hernán Cortés en el sentido de dejar a los indios en condición de hombres libres, aun bajo el régimen de la enco- mienda (a la que algunos peninsulares y clérigos se opusieron desde el principio): pese a la disposición real, en la Nueva España los indios con- tinuaron en calidad de esclavos hasta el siglo xviii.5 Cabe aclarar que, si bien es cierto que los funcionarios de la épo- ca virreinal cobraban directamente a los súbditos los servicios públicos prestados —lo cual constituía una práctica generalmente aceptada como correcta, pues carecían de un salario o estipendio oficial como contra- prestación de la Corona por su trabajo—, también lo es que al parecer esos mismos funcionarios siguen trabajando en la época actual con la misma mentalidad de entonces: como el gobierno les paga mal —o no les paga—, deben procurarse en otro lugar los medios para su subsistencia y la de su familia. En nuestros días ésta parecería ser la lógica que busca justificar la corrupción del sistema: una corrupción que muchos ciudada- nos utilizan como pretexto para evadir su obligación de pagar impuestos. Así, el fenómeno resulta, evidentemente, complejo, pues la tolerancia a la corrupción y a la ausencia de una rendición de cuentas por parte del poder también encuentra sus orígenes en la cultura política de una ciu- dadanía que secularmente ha preferido la comodidad del arreglo inme- diato, al margen de cualquier norma (jurídica o moral), o la componenda que agilice los trámites, libere al indiciado o encarcele al inocente. Por ello, afirmo que aun cuando México puede contar, hoy por hoy, con un texto constitucional de vanguardia en lo que a la protección y tutela de los derechos humanos se refiere, con la cultura jurídico-política imperante muchos de los preceptos contenidos en nuestra ley fundamen- tal se convierten, por utilizar un lugar común, en letra muerta.
  • 20. 20 Introducción No obstante todo lo anterior, hoy vemos cómo un amplio sector de la sociedad se manifiesta, cada vez más y mejor, en contra de actos de co- rrupción cometidos no sólo por agentes policiacos o funcionarios menores, sino, en el colmo de la prepotencia y el cinismo, por el presidente “consti- tucional” de los Estados Unidos Mexicanos. El notorio caso de conflicto de intereses, el incumplimiento de la obligación legal y, sobre todo, constitu- cional, de declarar su situación patrimonial con transparencia y veracidad, esto es, el abuso de poder del jefe del Ejecutivo federal en la muy cuestio- nable posesión de una lujosa casa por parte de su esposa en una de las zonas residenciales más exclusivas de la Ciudad de México, expuesto re- cientemente por la periodista Carmen Aristegui y su equipo de reporteros, y criticado por académicos, intelectuales y políticos como Denise Dresser, Jesús Silva-Herzog Márquez, Leo Zuckerman y Javier Corral, entre otros muchos, muestra la descomposición del sistema político y la red de com- plicidades en todos los órdenes de gobierno con el crimen organizado. Este tema es desarrollado en los capítulos correspondientes a la impunidad, las responsabilidades de los servidores públicos y la corrupción. Ahora bien, si partimos de que la transparencia y la rendición de cuentas son elementos esenciales de toda democracia constitucional, y que el derecho a la información pública debe ser garantizado no sólo por la Constitución, sino, en la práctica cotidiana, por todos los órganos del po- der estatal, entonces en México nos falta mucho camino por recorrer. Es cierto que en los últimos 12 años se ha avanzado notablemente en la ma- teria. Desde la publicación, en 2002, de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental hasta la “constituciona- lización” del órgano encargado de garantizar ese derecho fundamental, a saber, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos, así como la adopción de la institución en las entidades federati- vas, México tiene cada día una mejor calidad de información pública que sirve, entre otras cosas, para tomar decisiones trascendentales en la vida cotidiana de los ciudadanos o para defenderlos de los abusos del poder. Pero todo ello no ha sido suficiente. Hoy persisten una resistencia y una reticencia sistemáticas, generalizadas, para informar puntualmente y rendir cuentas, con todo lo que ello implica. Esa falta de transparencia en la gestión pública y la ausencia de una auténtica cultura de rendición de cuentas atentan contra el derecho fundamental de toda persona a contar con información oportuna y clara que permita evaluar el desem- peño de quienes detentan el poder, un poder que esa misma persona les ha delegado mediante su voto libre. En cualquier democracia avanzada,
  • 21. Introducción 21 la rendición de cuentas es una herramienta imprescindible de control del poder, con la que se puede premiar o castigar a los servidores públicos de cualquier nivel, al tiempo que garantiza una relación armónica y produc- tiva entre gobierno y gobernados a favor del bien común. Así, nos encontramos con el problema de conciliar el aspecto mera- mente formal de nuestra democracia con su dimensión sustancial, que no es otra cosa que instrumentar los postulados constitucionales que vincu- lan y limitan el poder, tanto público como privado, mediante un sistema de controles múltiples, horizontales y verticales, que realmente procure el interés público y, al mismo tiempo, proteja a los más débiles. Todo esto no será posible hasta que se verifique en la realidad un cam- bio radical de nuestra cultura jurídico-política, que abarque desde la ma- nera de operar de los servidores públicos hasta la forma como la sociedad en general, y los ciudadanos en particular, exijan el respeto, la protección y la reparación de sus derechos. En otras palabras, hace falta alcanzar la plena y eficaz vigencia del artículo 17 constitucional, según el cual “ningu- na persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho”, y por el que “toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de ma- nera pronta, completa e imparcial”. Y es que uno de los disparadores de la violencia generalizada y de la injusticia es, por supuesto, la impunidad. El cambio cultural al que me he referido párrafos arriba necesariamente deberá propiciar la reconciliación del derecho con la justicia, o, mejor aún, vincular la norma jurídica con la moral, para configurar e institucionalizar una ética del poder que dignifique la función pública a favor del bien co- mún y de la protección de los derechos humanos. En México, la frecuente ruptura del orden constitucional en la impar- tición de justicia, propiciada por los mismos operadores jurídicos (dentro y fuera de los tribunales), con su lamentable saldo de impunidad, lleva, necesariamente, a la procuración de la justicia extralegal, es decir, por propia mano del ofendido. Esta consecuencia, de por sí nefasta, muchas veces es considerada delito por ciertos detentadores del poder, cuando en realidad se trata del extremo más lamentable del ejercicio del derecho a la resistencia contra un orden jurídico y un sistema judicial que atenta, por acción y omisión, contra quienes debería proteger. Esta parte de mi hipótesis se verá comprobada más adelante, con una serie de estudios y encuestas de instituciones oficiales y organismos no gu- bernamentales. Naturalmente, todos los días vemos destellos de acciones
  • 22. 22 Introducción y movilizaciones por parte de los ciudadanos como signos inequívocos de cambio y como una confirmación de que todavía hay esperanza. No obstante, las aristas de la realidad social y política de México no sólo son múltiples sino también agudas. Un ominoso botón de muestra de todo lo anterior se manifestó hace unos días con la segunda fuga del delincuente más peligroso y buscado del mundo: Joaquín Guzmán Loera, considerado el capo más sanguina- rio y poderoso en México y Estados Unidos. La forma en la que se dice pudo escapar del penal de alta seguridad del altiplano, ubicado en el municipio de Almoloya de Juárez, Estado de México, no se explica más que como producto de la corrupción que impera en el país. Otro aspecto del problema planteado en mi hipótesis de trabajo es el hecho de que cada día hay más consumidores que ciudadanos. Hemos abandonado el ágora, la plaza pública, el espacio y el tiempo para la discusión de asuntos que a todos deberían importarnos, para cederlos al mercado, a la satisfacción inmediata de nuestras “necesidades” materia- les. Hemos cultivado el egoísmo individualista que nos aísla de los demás, actitud que va debilitando, poco a poco, el tejido social. Un factor que ha contribuido a este fenómeno es la aplicación acrí- tica e incondicionada de las políticas económicas del neoliberalismo. En un país como México, que históricamente ha sufrido la imposición de instituciones políticas y económicas excluyentes y extractivas para el en- riquecimiento de unos cuantos en detrimento de la gran mayoría, el neoliberalismo no hace más que debilitar al Estado, con lo que se excluye y elimina a los más débiles. Ésa es una de las razones por las que, hoy, alrededor de 53 millones de mexicanos padecen una situación de pobre- za patrimonial, y cerca de 12 millones de ellos se encuentran en pobreza extrema, como lo demuestran los estudios más recientes del Consejo Na- cional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).6 Sin embargo, aun en ese turbio escenario creo que existe la esperan- za de que el trinomio Constitución, cultura política y rendición de cuen- tas llegue a convertirse algún día en un sistema de garantías para la paz, la justicia, la libertad, la igualdad y la gobernabilidad en un país que hoy está muy lejos de alcanzarlas. Una de las condiciones necesarias para que esto llegue a ocurrir es que todos, sociedad y gobierno, nos conduzcamos con verdad, congruencia, solidaridad y generosidad, valores ajenos a la mayoría de los mexicanos. En ese sentido, trato de establecer el tipo de relación que guardan entre sí la Constitución, la cultura política y la rendición de cuentas, así
  • 23. Introducción 23 como sus consecuencias. Sobre todo, intento averiguar qué tan eficaz resulta esa relación, en dos planos: el normativo y el real. Parto del su- puesto de que una sociedad democrática, plural e incluyente, con una cultura política forjada por la experiencia histórica y nutrida de valores éticos y principios jurídicos que la dignifiquen, es capaz de darse un go- bierno igualmente democrático y justo, al que vigilará sistemáticamente, pues sus ciudadanos cuentan con una elevada conciencia de sus derechos y obligaciones, y están siempre dispuestos a ejercer su libertad con res- ponsabilidad y solidaridad. La obligación de rendir cuentas por parte de los órganos del Estado, en cualquier orden de gobierno (municipal, local y federal), debería ser exigible por la norma jurídica y por la presión social, cuyo peso moral depende de la historia de cada comunidad. A este poder de exigencia corresponde una respuesta del poder público, que debería basarse en un sistema de vida y de convivencia democrático y sustentado en principios éticos. Concibo la rendición de cuentas como una obligación de los poderes públicos y privados frente a sus mandantes: los ciudadanos. Aclaro que considero que esta obligación es extensiva para los órganos constitucio- nales autónomos. Este deber del Estado, en sentido amplio, corresponde al derecho fundamental de toda persona a ser informada sobre los asun- tos públicos. Y es que la rendición de cuentas y la transparencia resultan imprescindibles para la democracia; por ello son elementos definitorios del Estado democrático y constitucional de derecho. Para que una sociedad pueda gozar de un Estado constitucional y democrático de derecho es indispensable contar, por lo menos, con los siguientes elementos: 1. La voluntad expresa de la mayoría de la población, mediante el voto ciudadano libre y secreto, de que desea convivir en un sistema democrático y está dispuesta a someterse al mandato de su Cons- titución, al tiempo que vigila y exige la protección de los derechos fundamentales reconocidos por ésta. 2. Una Constitución rígida que conste de: a) un catálogo de derechos fundamentales contenido en las llama- das cláusulas pétreas, con la suficiente “porosidad” para enri- quecer, incluso de manera implícita, su “bloque de constitucio- nalidad” con reglas y principios del orden jurídico internacional en materia de derechos humanos;
  • 24. 24 Introducción b) mecanismos de garantía para la defensa y reparación de esos derechos, así como un sistema disciplinario que sancione a quie- nes los violen; c) vínculos, límites y competencias de los órganos estatales para un ejercicio controlado del poder, con base en los principios de imparcialidad, legalidad, lealtad, eficiencia, eficacia, honradez, economía y transparencia; d) una estructura gubernativa con obligaciones, atribuciones y fa- cultades coercitivas cuyo objeto sea garantizar el respeto y la protección de los derechos humanos, así como sancionar sus vio- laciones, además de facilitar a todas las personas el disfrute de una vida digna y feliz; e) un orden jurídico basado en los principios de justicia, libertad, igualdad, verdad y solidaridad, que también contenga mecanis- mos eficaces de coerción y sanción a quienes violen los derechos fundamentales, sean los perpetradores agentes del poder público o del poder privado. 3. Una cultura político-jurídica que propicie la deliberación cotidia- na de los problemas comunes, la instrumentación eficaz de sus so- luciones y la vigilancia social de los poderes públicos y privados. Una Constitución expresa contenidos que rebasan el aspecto mera- mente jurídico, de suerte que el acatamiento por parte de las personas sujetas a esa Constitución, “su arraigo en el ethos ciudadano y en la vida de los grupos, su incardinamiento con la comunidad”, suponen una co- rrespondencia con “la cultura política” del pueblo.7 Entonces, la doble dimensión del ordenamiento constitucional —la política en cuanto a la institucionalización y la organización de la forma- ción, la transmisión, el ejercicio y el acatamiento del poder público bajo ciertos principios y reglas que sirven a la sociedad para la satisfacción de sus necesidades, y la jurídica en cuanto al reconocimiento, el respeto, la promoción, la protección y la garantía de los derechos fundamentales de todos— es producto de una cultura desarrollada a lo largo del tiempo, pero también, a su vez, impone conductas que van afinando, refinando o adaptando esa misma cultura. Y es que, generalmente, una Constitución refleja al mismo tiempo las experiencias históricas y la idea del futuro del pueblo que la concibe. En ese sentido, el texto de la ley suprema no sólo es resultado de una cultura anterior a la norma constitucional: también crea cultura. Sin embargo,
  • 25. Introducción 25 en el caso de México, y considerando los datos arrojados por diversos estudios y encuestas que se reproducen más adelante, creo que hoy en día la cultura política en general se manifiesta, en los hechos, de manera contradictoria frente a nuestro texto constitucional. A lo largo del presente trabajo veremos cómo, en nuestro país, dos factores fundamentales se combinan para tornar nugatorio el derecho de todo gobernado a la información pública, así como para propiciar el in- cumplimiento de las obligaciones estatales relacionadas con la rendición de cuentas. El primero de esos factores es la cultura, que, en términos generales, facilita cierta predisposición de los servidores públicos y los ciudadanos a considerar normal el hecho de que los agentes del poder omitan informar y rendir cuentas con oportunidad, transparencia, preci- sión y veracidad. El segundo factor se encuentra en el diseño institucional y en los mecanismos de garantía previstos tanto en la Constitución como en la legislación secundaria. Este segundo factor se divide en dos partes. La primera tiene que ver con las normas que obligan a los servidores públicos a rendir cuentas de manera periódica y sistemática, las cuales están contenidas en el título IV y en los artículos 6 y 134 de la Constitución Política de los Estados Uni- dos Mexicanos. La segunda consiste en el nivel de impunidad, el cual, de acuerdo con las últimas tres encuestas de victimización del inegi, se ubica en poco más de 92% de los delitos cometidos en el país, producto de la combinación de un sistema de impartición de justicia —en los ámbitos jurisdiccional, administrativo y legislativo— que podríamos calificar, en general, como deficiente y corrupto, y de una cultura ciudadana basada en la desconfianza respecto del aparato gubernamental. Asimismo, en las siguientes páginas abordaré temas que me parecen capitales, como la eticidad de la norma, la Constitución, la cultura po- lítica y los valores sociales. Así, más adelante trato de establecer cómo pueden conciliarse las teorías iuspositivistas, que separan la norma moral de la jurídica, con el iusnaturalismo y el racionalismo, que reconocen en la axiología jurídica una fuente de los derechos humanos. Enseguida trato el tema de la fuerza normativa de la Constitución, a partir de las tesis de Manuel Aragón, Luigi Ferrajoli, Maurizio Fiora- vanti, Eduardo García de Enterría y Karl Loewenstein, quienes, desde mi punto de vista, lo han abordado con mayor claridad. Para ello, es importante establecer la relación teórica entre el principio democrático como legitimador de la Constitución y la función de ésta como norma suprema en un sistema jurídico donde el derecho queda subordinado al
  • 26. 26 Introducción mismo derecho y no a la política, aun cuando una de sus fuentes formales sea un órgano de poder eminentemente político como el Legislativo. Esto implica que el Congreso, en el caso de México, se sujete a las normas constitucionales, lo cual implica renunciar al concepto tradicional de so- beranía. Si bien es aceptable que, en un régimen con separación formal de poderes, los parlamentos tengan entre sus funciones la de controlar al Ejecutivo, al Judicial y a los órganos autónomos, el control último del poder público debe ser el que se establece en la propia Constitución y aquel que, en última instancia, debiera ejercer la ciudadanía con base en lo preceptuado por la norma suprema. Igualmente, toco la cultura político-jurídica en México e incluyo varios estudios y encuestas relativamente recientes que muestran la percepción y las preferencias de los ciudadanos respecto de su comportamiento cotidia- no frente a la autoridad y al resto de la sociedad. Resulta interesante, por decir lo menos, adentrarse en las motivaciones de la conducta colectiva de los mexicanos, en sus contradicciones y en la manera como muchos pre- fieren privilegiar su propio interés en situaciones en que el sentido común prescribiría su sacrificio en aras del bienestar general. Luego, trato de establecer la relación entre los conceptos de verdad, transparencia y corrupción. Parto de las propuestas de Albert Camus y Peter Häberle, quienes, en momentos históricos diferentes y con perspectivas distintas, expusieron la necesidad de elevar el derecho a la verdad a rango constitucional como derecho humano, y no sólo como un requisito de va- lidez formal de la información proporcionada por los agentes del poder (público o privado), o de credibilidad en cuanto a su relación directa con la realidad de los hechos pasados y presentes, sino también como un valor universal y permanente, presupuesto al de justicia y también anterior a la libertad y a la igualdad: la verdad que otorga a cada quien lo suyo, la verdad como base de la justicia, la verdad que libera. Dentro de ese mismo capítulo, en el apartado “Transparencia y ren- dición de cuentas”, intento explicar el concepto de rendición de cuentas en su necesaria relación con los de transparencia gubernamental, obligación, derecho, potestad, facultad y responsabilidad. Por supuesto, como ya he señalado párra- fos arriba, parto de la premisa de que la rendición de cuentas a la vez es una obligación del Estado y un derecho fundamental de los ciudadanos. Por ello, trato de resumir las obligaciones de los agentes del poder y los derechos de la ciudadanía en ambos temas, íntimamente relacionados y que deberían ubicarse en el corazón de un auténtico Estado democrático y constitucional de derecho. Adicionalmente, me remito a los criterios
  • 27. Introducción 27 que últimamente ha establecido la Suprema Corte de Justicia de la Na- ción para interpretar las normas en materia de derechos fundamentales a la luz del derecho internacional de los derechos humanos. Como un tema neurálgico, expongo la necesidad urgente de encon- trar un equilibrio en la vida cotidiana de la sociedad y de cada uno de sus ciudadanos, entre el ágora y el mercado. El tercer capítulo, “De las plazas públicas al mercado”, pretende dar cuenta de la regresión al “estado de naturaleza”, donde el egoísmo individualista impera sobre la necesidad colectiva de solidaridad y fraternidad, como consecuencia del fenómeno conocido como mercantilización de la polis. Entre otros temas relevantes, ataco el mito de que el sector privado suele ser más eficiente que el pú- blico en la prestación de ciertos servicios, incluso en aspectos relaciona- dos con la “autorregulación” de las actividades concesionadas por éste a favor de aquél. Sostengo que en ocasiones es deseable la “privatización” de actividades económicas de índole pública siempre y cuando, si se pre- tende eficacia, sean ejecutadas por entidades públicas, aun si en éstas participa parcialmente el sector privado, pero bajo la vigilancia de todos. El mismo capítulo lo subdivido en temáticas más específicas, como “Rectoría económica y rendición de cuentas”, con el propósito de ex- plorar los problemas que en la realidad plantean la interpretación y la aplicación del capítulo económico de la Constitución, y de establecer cómo el poder público ha renunciado paulatinamente a la protección de los más débiles —abrumadora mayoría en nuestro México actual— y se ha aliado a los poderes privados —o fácticos—, formales e informales, para favorecer sus propios intereses particulares o sectarios, fenómeno que muy bien podría reducirse a su mínima expresión en un sistema en que la rendición de cuentas resultara realmente eficaz, con todo lo que supone de combate a la corrupción, transparencia y justiciabilidad de los derechos humanos. Más adelante, en el capítulo cuarto, “Rendición de cuentas y justi- cia”, abordo temas como las responsabilidades de los servidores públicos, los mecanismos constitucionales de garantía y la ética ciudadana. En pri- mer lugar, afirmo que las obligaciones y los derechos no son justiciables sin el establecimiento de responsabilidades y las sanciones disciplinarias correspondientes, por lo que emprendo un análisis sistemático del título IV de la Constitución. Para todo efecto práctico, concibo la rendición de cuentas como un proceso que incluye la obligación de informar al pú- blico, de manera permanente, transparente y sistemática, sobre los pro- gramas y los actos de gobierno, antes, durante y después de su ejecución;
  • 28. 28 Introducción el fincamiento de responsabilidades (administrativas, políticas y penales), y la imposición de las sanciones correspondientes. Este proceso, para re- sultar eficaz, debe garantizar la compurgación efectiva de las sentencias condenatorias y el resarcimiento del daño o perjuicio económico que, en su momento, el servidor público hubiere infligido a los gobernados. En segundo lugar, esbozo el entramado constitucional desde el artículo 1º hasta el 134 de nuestra ley fundamental, para llegar a la lamentable conclusión de que no basta contar con el reconocimiento explícito de los derechos humanos, así como con las garantías necesa- rias y suficientes para su protección y justiciabilidad, pues corremos el riesgo de que la cultura jurídico-política de los ciudadanos y el gobier- no los convierta en letra muerta. De este modo, inevitablemente exploro una consecuencia —que pue- de adquirir dimensiones trágicas— de la inobservancia de los principios y las reglas constitucionales por parte de los poderes públicos y privados, así como de los órganos constitucionales autónomos: el derecho a la resis- tencia y su relación con los procesos de control constitucional. Como desenlace de lo anterior, en el apartado “Justicia e impunidad” intento dar cuenta de esta trágica paradoja en la vida jurídica y política del México actual. Ya en la recta final, en el capítulo quinto, “Principio de legalidad y rendición de cuentas”, intento vincular esta relación con el principio de constitucionalidad; es decir, el grado de seguridad y justiciabilidad de las personas dependerá de la correcta aplicación de cualquiera de esos dos principios y de las facultades constitucionales de la autoridad resolutora, pues en México, en materia de derechos humanos, el control difuso de constitucionalidad y de convencionalidad es una atribución muy reciente para todos los órganos jurisdiccionales, tanto federales como locales. En el último capítulo abordo la reciente reforma constitucional en materia de combate a la corrupción, publicada en el Diario Oficial de la Fe- deración el 27 de mayo de 2015, así como la expedición de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública del 4 de mayo del mismo año. Desde mi punto de vista, se trata de dos esfuerzos legislativos por fortalecer las instituciones con el fin de que garanticen la vigencia del Estado de derecho, erradiquen la corrupción y reduzcan los niveles de impunidad; fuentes estas últimas de la desigualdad y la injusticia que aquejan a México.
  • 29. Introducción 29 Notas 1   De los delitos cometidos en México, 92.1% no se denuncian o nunca llegan a conver- tirse en una averiguación previa, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi), en la Encuesta Nacional sobre Victimización y Percepción sobre Seguridad Públi- ca, 2013. Cf. www.inegi.org.mx/inegi/contenidos/espanol/prensa/boletines/boletin/ comunicados/especiales/2013/septiembre/comunica15.pdf.  2   En 2013 México ocupó el lugar 106 de 177 países de acuerdo con el índice de corrupción utilizado por Transparencia Internacional, que indica la percepción de los ciudadanos acerca de las prácticas viciadas tanto del gobierno como de los particula- res, donde el número 1 es el menos corrupto y el 177 es el más corrupto. Consultar las páginas www.tm.org.mx/ipc2013/ y www.transparency.org/country#MEX. The World Justice Project Rule of Law Index 2014 Report es, asimismo, un esfuerzo académico internacional independiente que establece índices respecto de componentes esenciales del Estado de derecho, y califica los niveles de corrupción, gobierno abierto, límites al poder público, derechos humanos y otros indicadores de 99 países, donde el número 1 es el menos corrupto (Dinamarca) y el 99 el más corrupto. En su último reporte, de 2014, México ocupaba el lugar 78. Cf. worldjusticeproject.org/sites/default/files/files/ wjp_rule_of_law_index_2014_report.pdf. Asimismo, se puede consultar la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Guber- namental (encig) 2013, en www.inegi.org.mx/est/contenidos/proyectos/encuestas/ hogares/especiales/encig/2013/default.aspx, p. 3.  3   Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federa- tivas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarro- llo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en www.coneval.gob.mx/Informes/ Coordinacion/Pobreza_2012/RESUMEN_EJECUTIVO_MEDICION_POBRE- ZA_2012_Parte1.pdf.  4   Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, pról. y trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Madrid, Trotta, 2011 (Mínima).  5   Para un estudio histórico más amplio y profundo, véase Óscar Cruz Barney, His- toria del derecho en México, 6ª reimp., México, Oxford, 2008, pp. 200-588.  6   Cf. el resumen ejecutivo de la Medición de la pobreza en México y en las entidades federa- tivas 2012, publicado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarro- llo Social (Coneval) el 29 de julio de 2013, visible en www.coneval.gob.mx/Informes/ Coordinacion/Pobreza_2012/RESUMEN_EJECUTIVO_MEDICION_POBRE- ZA_2012_Parte1.pdf.  7   Peter Häberle, Libertad, igualdad, fraternidad: 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional, Madrid, Trotta, 1998 (Mínima), p. 47.
  • 30.
  • 31. 31 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales La validez y la eficacia de un orden jurídico determinado que pretenda proteger derechos fundamentales están íntimamente ligadas al grado de eticidad de la norma, más allá de la validez que le otorga el proceso legis- lativo, cuyo carácter es meramente formal. En este trabajo utilizo diversos marcos teóricos y metodológicos: el iusculturalismo de Peter Häberle, el racionalismo jurídico y la sociología jurídica, sin dejar de considerar algunos de los postulados básicos del positivismo jurídico. Parto de la premisa de que “los derechos funda- mentales no deben concebirse […] como un mero ideal sin sustento en el derecho positivo, sino más bien como una mediación entre la aspiración ética del desarrollo del ser humano como fin de la sociedad —valor fun- damental de toda legitimidad justa— y la realización de dicha aspiración por medio del derecho”.1 Pero tal aproximación “tampoco reduce los derechos fundamentales a un fenómeno que únicamente subsiste en las normas jurídicas positivas”.2 Desde mi punto de vista, la norma ética y el grado de eticidad de un ordenamiento jurídico son definidos antes de llevarse a cabo el proceso legislativo-formal, y encuentran su anclaje en la cultura político-social y en las tradiciones históricas de los pueblos sujetos a tal orden. Esto es, la definición de qué es el derecho justo o qué es la justicia tiene su origen en factores culturales, precedentes históricos, usos y costumbres de las personas y los grupos que conforman la sociedad sobre la cual el derecho tendrá vigencia. Por supuesto, la interpretación de tal contenido variará según múltiples causas. Pero lo que importa es que la cultura político-jurídica vaya estableciendo parámetros que impidan dar cabida a relativismos. En ese sentido, Luis Gómez Romero señala que la justicia requiere un estudio multidisciplinario, que adopte al menos los métodos del ius-
  • 32. 32 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales naturalismo y el positivismo jurídico “entre los criterios imprescindibles para el análisis teórico” de los derechos fundamentales.3 De esta manera, no es suficiente que la juridicidad y la eticidad que- den establecidas en el orden jurídico vigente (los principios éticos positi- vizados); su eficacia también depende de “una realidad social condicio- nada […] por factores extrajurídicos”.4 Si uno de los presupuestos de la democracia es la actuación transpa- rente y la rendición de cuentas de quienes han sido electos por el pueblo para hacerse cargo y responder por las decisiones tomadas y ejecutadas con el fin de resolver los asuntos públicos, entonces la cultura democráti- ca nacional, la conducta ciudadana y el desempeño de los gobernantes, a lo largo de la última centuria y con pocas excepciones, han socavado al país cotidianamente. Me explico: para que los servidores públicos (elec- tos o no) rindan cuentas, actúen siempre con transparencia, velen por el bien común, sean responsables y respeten los principios constitucionales que dan sentido a su existencia, se requiere una cultura jurídico-política auténticamente democrática, ausente, hoy por hoy, de la vida nacional. Por el texto constitucional actual, es de suponerse que la sociedad mexi- cana espera el día en que cuente con un Estado constitucional y democrá- tico de derecho. Sin embargo, el relato histórico ha sido poco consistente con este anhelo. Por un lado, ha resultado contradictorio, como se advierte en la amplísima pluralidad de textos que registran hechos y contextos re- interpretados a la luz de diversas y encontradas posiciones ideológicas; por otro lado, ha sido incongruente, si partimos de que el discurso muchas veces no concuerda con las actitudes individuales y colectivas que bien podrían considerarse fuente y producto lógico de lo relatado, y viceversa. Para explicar lo anterior, parto de una doble perspectiva: la jurídica y la antropológica. Al respecto, Roger Bartra ha afirmado que la explica- ción del “misterio” del sistema político mexicano que creció a la sombra de la Revolución de 1910 y que dominó el país hasta el año 2000 “se encuentra en los ámbitos de la cultura, en una compleja trama de fenó- menos simbólicos que permitieron la impresionante legitimidad y amplia estabilidad del sistema autoritario a lo largo de siete décadas”.5 Sin em- bargo, es evidente que esta legitimación cultural continuó verificándose también durante la llamada transición democrática, con ciertos matices. Entre otros factores, gracias a ello fue posible el regreso del pri al poder en diciembre de 2012. Tal vez las trágicas contradicciones sociales y culturales de México se deban a la flema melancólica y a la inasible identidad del mexicano,6
  • 33. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 33 o a su tendencia a la dispersión y al caos reinante en su desolado laberinto.7 O quizá la explicación pueda rastrearse en el futuro.8 No es objeto de esta investigación agotar el análisis del discurso histórico-cultural de nuestro país; sirva, no obstante, el señalamiento anterior como referencia a las múl- tiples contradicciones y marcados contrastes entre el discurso y la praxis político-jurídica de la sociedad mexicana; el paradójico talante autoritario y, simultáneamente, sumiso del México rural; la obstinación por arrancar de la tierra los secretos de la vida y, al mismo tiempo, entregarse a la muerte burlándose de ella. Y surge la sospecha: la proverbial actitud negativa de los mexicanos respecto de sí mismos y del “diferente” hace que nos concibamos como una sociedad discriminatoria. Aún más, una de las actitudes más comu- nes en nuestra cultura se “resuelve” de la siguiente forma: al tiempo que festeja y se burla de la muerte, el mexicano demuestra cotidianamente un marcado desprecio hacia la vida.9 No es posible llegar a tener un nivel de vida digno si se desprecia la vida misma. Pero la gran contradicción contemporánea de México consiste en que vivimos en una “democracia autoritaria”, cuya raíz se localiza en la historia de nuestro país y también tiene que ver con los desencantos pro- ducidos por una transición democrática fallida entre 1988 y 2012. El bajo desarrollo económico de la época neoliberal (1983-2012), en la que el crecimiento promedio anual del producto interno bruto (pib) fue de sólo 2.64%, frente a un promedio anual de 6.07% verificado entre 1935 y 1982, probablemente constituyó una de las causas de la “desilusión democrática”, reflejada hoy en un pírrico apoyo ciudadano a la demo- cracia: sólo 40% de los mexicanos prefiere esa forma de gobierno.10 Concibo la democracia, fundamentalmente, como un modelo ideal,11 pero también, en un plano práctico, como un proceso de la dinámica social que a lo largo del tiempo configura un sistema jurídico-político en el que todas las decisiones públicas (desde la elección de los gobernantes hasta la resolución de conflictos entre diversos grupos sociales) resultan de una participación permanente, abierta, plural, transparente, equita- tiva y solidaria de todos los involucrados y afectados; como una relación jurídico-política (derecho-poder) entre gobernantes y gobernados, basa- da en el solidario intercambio de necesidades, conocimientos, capacida- des, propuestas, competencias y acciones en busca del bien común.12 En ese sentido, creo que la Constitución no sólo expresa una amplia gama de experiencias históricas y el anhelo social de vivir en condiciones óptimas de bienestar personal y colectivo; su texto, en la medida en que es
  • 34. 34 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales puesto en práctica por todos los sujetos obligados, también crea cultura. O, como mejor apunta Peter Häberle: “Los textos constitucionales deben ser literalmente cultivados para que resulten una Constitución”.13 Así, en el caso de México tendríamos una Constitución en estado embrionario, puesto que se trata de un texto constitucional en espera de ser cultivado. Toda Constitución democrática refleja, entre otros elementos, el pa- pel legitimador del principio mayoritario,14 por un lado, y el régimen de protección, defensa y garantía de los derechos humanos institucionali- zado por ella misma. Entonces, si la mayoría (en el caso de nuestro or- den constitucional rígido, la mayoría calificada) “constituye” el derecho y el Estado a través del poder reformador de la Constitución, también lo hace, entre otras cosas, para, garantizar el respeto, la protección, la de- fensa y la garantía efectiva de los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas que se encuentren, de manera permanente o tempo- ral, en el territorio nacional. Esto es, mientras el principio democrático opera como la voluntad de la mayoría expresada en el ámbito político con el fin de satisfacer las necesidades colectivas de esa misma mayoría, el ordenamiento jurídico, las instituciones y los poderes constituidos sirven también a las minorías para protegerlas de los excesos del poder “mayo- ritario”, donde la última minoría equivale a una persona. En este punto, resulta obligada la referencia al modelo constitucional surgido en Europa después de la segunda Guerra Mundial. Ante las atrocidades cometidas por los regímenes nazi y fascista en Alemania e Italia, cuyos perpetradores se apoyaron en el voto mayoritario de sus parlamentos, hubo que buscar la protección de las minorías de los abu- sos mayoritarios. Así, la persona en lo individual —esa “última minoría” a la que ya hice referencia— debía contar con la protección constitucional de su derecho a la vida, a pensar, a expresarse, a moverse libremente; es decir, el respeto a su dignidad intrínseca. Por ello, la Declaración Uni- versal de los Derechos Humanos de 1948 parte del principio rector del respeto a la dignidad humana; la dignidad del hombre que se funda en la razón, en su calidad de ser consciente, pensante, lo cual lo distingue del resto de los seres vivos. En suma, la declaración constituye el para- digma ético del ordenamiento jurídico mundial.15 Pero el modelo constitucional europeo no se detuvo en el discurso reivindicatorio de la defensa de la dignidad y la integridad de las perso- nas, sino que dio un paso decisivo: la creación de los primeros tribunales constitucionales modernos. Esto significó la institucionalización de una especie de “cuarto poder” por encima de los poderes constituidos tradi-
  • 35. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 35 cionales: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Nacido de éste, el tribu- nal constitucional dio sentido al carácter normativo de la Constitución, norma fundamental que pasó de ser un instrumento meramente declara- tivo, lleno de buenas intenciones, a convertirse en el cimiento de toda una estructura dedicada a impartir justicia a favor del más débil. I. La fuerza normativa de la Constitución Manuel Aragón, quien fue magistrado del Tribunal Constitucional espa- ñol (2004-2013), nos enseña que sólo una Constitución democrática re- sulta auténtica, con fuerza normativa, porque “únicamente ella permite limitar efectivamente, esto es, jurídicamente, la acción del poder”.16 De esta manera, una Constitución encuentra su legitimación en la democracia, la cual concibo en su doble dimensión, formal y sustancial, no solamente como una forma política sino también jurídica, pues, al me- nos teóricamente, es la voluntad de la mayoría, junto con valores como el respeto a la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales, lo que dota de contenido al ordenamiento, y a partir de ello es que “la Constitu- ción adquiere su singular condición normativa”, pues son las instituciones democráticas las que justifican esta calidad en un régimen constitucional, que también contribuye, en reciprocidad, a apuntalar la cultura jurídica de una sociedad auténticamente democrática.17 En otras palabras, una vez plasmados los principios éticos y jurídicos que son “fundamento de los derechos fundamentales”, se verifica la confluencia de dos principios: el mayoritario y el contramayoritario; el primero expresa la “voluntad del pueblo” y el interés general en una Constitución que garantiza la protec- ción de los derechos fundamentales de todas y cada una de las personas que lo integran, a partir del segundo que, ejercido por el Poder Judicial, vela por el interés de cada persona e imparte justicia.18 Entonces, sin el principio democrático “el Estado no sería la forma jurídico-política adoptada por una comunidad sino impuesta a ella. El Estado no sería del pueblo (forma auténtica), sino el pueblo del Estado (forma falsa por contradictoria)”.19 La expresión “pueblo del Estado” resulta contradictoria porque no es concebible que una entelequia, una ficción, origine sujetos concretos, hu- manos, como el pueblo, ese conjunto de personas que comparten identi- dad, lenguaje, cultura, historia y, al mismo tiempo, presentan diferencias ideológicas, religiosas, económicas y sociales de la más diversa índole.
  • 36. 36 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales Puesto que el Estado no crea al pueblo, sino al revés, afirmo, junto con Manuel Aragón, que cuando una clase política determinada o un gru- po en el poder están convencidos de que han sido ellos, como parte del Estado, quienes han creado al pueblo, con una Constitución que otorga derechos, se está ante un sistema autoritario. En su libro La invención del Estado, Clemente Valdés plantea con ex- trema crudeza los orígenes de la idea del Estado moderno (tras la Revo- lución francesa) como un instrumento de dominación del pueblo, pues ha servido históricamente para suplantar la soberanía popular por el dominio de unos cuantos, bien armados, sobre la mayoría inerme y po- bre. Así, con una representatividad que, por lo menos hoy en día, ha sido y es cuestionable, tanto en los sistemas parlamentarios como en los presidencialistas, el Estado ha servido como muralla y ariete, simultánea- mente, para contener y romper cualquier oposición popular al régimen actuante.20 Por ello resulta indispensable que el régimen constitucional sea con- gruente con el sistema político y con el principio democrático que lo provee de contenido y sentido, y, sobre todo, que la Constitución propicie un desarrollo de la cultura jurídica de la sociedad en la que opera. Esto será posible en la medida en que, como bien apunta Peter Häberle, se promueva desde las instituciones estatales y sociales el cultivo cotidiano y sistemático de los principios constitucionales, ya que, como he señalado antes, la Constitución también crea cultura. Al encontrar en la Constitución la dimensión sustancial de los de- rechos humanos, la democracia, como principio, da sentido a las insti- tuciones que el propio orden jurídico construye a partir de la voluntad mayoritaria. Lo anterior de ninguna manera implica la afirmación de que en México hoy exista congruencia entre el régimen constitucional y la cultura jurídica de la sociedad; por el contrario, se trata de un ideal, una condición deseable por ser, precisamente, indispensable. Pero esta voluntad no siempre ni necesariamente es unívoca o uni- forme. En un país caracterizado por su pluralismo ideológico y político, por su diversidad cultural y sus enormes diferencias socioeconómicas, que por fuerza fragmentan el interés público en múltiples expresiones de individuos o grupos que a su vez, conforme se desarrollan, forman centros de poder alternativos y concurrentes respecto del propio Estado, es indispensable partir del reconocimiento de la pluralidad para aspirar al establecimiento de las condiciones de posibilidad de la vida en común en la Constitución.21
  • 37. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 37 Con toda razón, Gustavo Zagrebelsky ha dicho: Las sociedades pluralistas […] marcadas por la presencia de una diversidad de grupos sociales, con intereses, ideologías y proyectos diferentes, pero sin que ninguno tenga fuerza suficiente para hacerse exclusivo o dominante […] asignan a la Constitución no la tarea de establecer directamente un proyecto predeterminado de vida en común, sino la de realizar las condicio- nes de posibilidad de la misma.22 De ahí que, en una sociedad plural como la nuestra, el consenso uná- nime resulte imposible, pues es una expresión del acuerdo unitario, el punto de confluencia del consentimiento total respecto de un proyecto unificador, es decir, la negación misma de ese “grado de relativismo” social. Por eso resulta indispensable que la Constitución contenga pre- supuestos universales e indiscutibles que representen los fundamentos de una cultura jurídico-política auténticamente democrática, o sea, inclu- yente, más allá de cualquier divergencia.23 Junto a John Rawls podríamos afirmar que la cultura política de una sociedad democrática se caracteriza por una diversidad irreconciliable de doctrinas religiosas, filosóficas y morales. Esa sociedad tolera gene- ralmente la convivencia de doctrinas opuestas, pero razonables, que dan vida, a su vez, a un pluralismo también razonable, como resultado de la existencia de instituciones libres.24 ¿Puede México tener instituciones libres si éstas han sido impuestas desde el poder? Dado el caso, una vez asimiladas por la sociedad, ¿pue- den estas instituciones actuar y permanecer vigentes, auténticamente, permeando a la sociedad para que ésta actúe conforme a las propias normas institucionales? ¿Estamos preparados para la cooperación igua- litaria, la solidaridad y el reconocimiento de las diferencias? ¿Podemos superar nuestra proverbial actitud discriminatoria? En pocas palabras, ¿tiene México una sociedad igualitaria, capaz de sentar las bases para una vida comunitaria en libertad, solidaridad y respeto? En nuestro país, luego de un largo siglo de sufrir regímenes autori- tarios, tuvo lugar una transición democrática que todavía se encuentra en proceso de consolidación, pues si bien existe una democracia formal, basada en los principios de equidad, imparcialidad, libertad e igualdad, y en la que se supone que el voto de cada ciudadano cuenta y pesa lo mismo respecto del resto de los electores, los contenidos expresados en el estilo de vida de la sociedad mexicana y en la actuación cotidiana de
  • 38. 38 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales muchos de sus gobernantes distan mucho de una forma de vida sustan- cialmente democrática. Creo que estamos sufriendo una transición del Estado autoritario-corporativista a un autoritarismo de mercado, sin que la democracia se haya arraigado aún en el espíritu ciudadano. La preva- lencia de los bienes materiales sobre los bienes espirituales ha generado una actitud apática y escéptica de la mayoría de los ciudadanos en torno del quehacer político, los asuntos públicos y el orden jurídico. Por ello, resulta explicable la inexistencia de incentivos para que los gobernantes rindan cuentas de modo puntual. Como resultado, hoy vemos que el individualismo egoísta inmoviliza a la comunidad, aísla a las personas y propicia todo tipo de abusos desde el poder contra el más débil. En su obra Los derechos fundamentales, Maurizio Fioravanti define el individualismo de nuestros tiempos (y de prácticamente todos los tiem- pos) como “privatismo económico […] una situación tal que en la base del edificio político común está sólo y exclusivamente un contrato de garantía o una relación de aseguración mutua entre individuos propietarios”.25 Este privatismo económico parte del proceso denominado por Fioravanti mercantilización de la polis, la cual sólo puede revertirse mediante un “gran proyecto de disciplina social y política, de las aspiraciones de todas las fuerzas” que necesariamente recurren “a la práctica de la virtud: de los monarcas, para que no se conviertan en tiranos; pero también de la aristocracia, para que no se transforme en oligarquías cerradas, y tam- bién del pueblo, para que no oiga la voz de los demagogos”.26 En pocas palabras, México necesita, como los antiguos griegos, una comunidad política ordenada por una Constitución y disciplinada por el bien co- mún, por la búsqueda de la felicidad de los otros, por el sacrificio del interés particular para satisfacer el interés general. Por su parte, Luigi Ferrajoli ha dejado testimonio muy claro sobre este fenómeno: el poder económico ha establecido un sistema de dominio que prevalece sobre el interés general de la ciudadanía común y corriente. Esta forma de imposición del poder económico se ha visto favorecida por el Es- tado liberal, que protege al individuo de la intromisión estatal mediante vínculos negativos o de “no hacer”, no intervenir en la esfera privada.27 El abuso histórico de esa protección a favor del más fuerte ha perjudicado al más débil, que hoy constituye una amplia mayoría en México. Aparentemente, el constitucionalismo surgido en Europa a partir de la segunda posguerra no inculcó lección alguna al sistema político-jurí- dico mexicano, pues en nuestro país es más común ver a los operadores jurídicos postular los derechos solamente en razón de su positivación en
  • 39. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 39 la ley, que defenderlos acudiendo a las fuentes constitucionales y conven- cionales, o incluso a las fuentes doctrinarias y jurisprudenciales de las cortes internacionales. Para el profesor florentino: La constitucionalización rígida de los derechos fundamentales, al imponer prohibiciones y obligaciones a los poderes públicos, ha injertado también en la democracia una dimensión sustancial relativa a lo que no puede ser o debe ser decidido por cualquier mayoría, añadida a la tradicional dimensión política, meramente formal o procedimental, relativa a las formas y a los procedimientos de las decisiones.28 Lo trascendental de la dimensión sustancial de la democracia es que el derecho deja de estar subordinado al poder político y ahora es éste el que debe subordinarse al derecho. Así, “la política se convierte en instru- mento de actuación del derecho”.29 Pero, como se demuestra más adelante, en México la cultura político- jurídica continúa favoreciendo la subordinación del derecho al poder polí- tico, y de éste al económico. Por ello no es exagerado afirmar que los ope- radores jurídicos, en su mayoría, continúan actuando hoy como lo hacían a finales del siglo xix y principios del xx, cuando las constituciones care- cían de fuerza normativa pues eran consideradas bandos solemnes porta- dores de buenas intenciones, de declaraciones idealistas cuya concreción en la realidad de sus destinatarios resultaba poco menos que imposible. De la misma manera, otros factores confluyen en la explicación de este fenómeno, como la misma naturaleza del poder. Karl Loewenstein definió el “carácter demoniaco del poder” en su Teoría de la Constitución. El gran jurista alemán inicia su obra señalando que son tres “los incentivos fundamentales que dominan la vida del hombre en sociedad y rigen la totalidad de las relaciones humanas: el amor, la fe y el poder”.30 Para Loewenstein, “el poder de la fe mueve montañas y el poder del amor es el vencedor de todas las batallas; pero no es menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder. La historia muestra cómo el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre, y cómo el poder a su miseria”.31 Y es que se trata de una verdad universal que no necesita demostración: Allí donde el poder político no está restringido y limitado, el poder se exce- de. Rara vez, por no decir nunca, ha ejercido el hombre un poder ilimitado
  • 40. 40 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales con moderación y comedimiento. El poder lleva en sí mismo un estigma, y sólo los santos entre los detentadores del poder […] serían capaces de resistir la tentación de abusar del poder.32 Por supuesto que en ninguna parte del mundo encontraremos a esos “santos” que al ejercer el poder se autocontengan, a menos que existan límites y controles externos lo suficientemente claros y contundentes para prevenir su abuso de manera eficaz. Los orígenes del “demonio político” también han sido explorados por Ferrajoli, quien, como ya he señalado, sostiene que sólo con la sub- ordinación de toda clase de poder a la Constitución se podría controlar y reducir su ejercicio autoritario, al tiempo que se garantizaría el respeto de los derechos fundamentales. El maestro italiano parte de la premisa de la desconfianza hacia cualquier poder: el poder no se autolimita; el poder quiere más poder. Así, Ferrajoli distingue dos fases en el desarrollo del concepto de Es- tado de derecho. La primera: En sentido lato o débil ha asumido las formas de lo que llamaré Estado legis- lativo de derecho […] la afirmación del monopolio estatal de la producción legislativa […] y la consiguiente legitimación formal de la eficacia de los actos preceptivos, cualesquiera que sean los efectos producidos, en función (solamente) de la forma legal de las normas que los prevén.33 En una fase más evolucionada, encontramos en Ferrajoli “el Estado de derecho en sentido estricto o fuerte”, el cual se ha afirmado en cambio como Estado constitucional de derecho gracias a la que podemos considerar la segunda revolución jurídica moderna: la su- jeción de toda la producción del derecho a principios normativos, como los derechos fundamentales y el resto de principios axiológicos sancionados por constituciones rígidas, y la consiguiente legitimación sustancial de la eficacia de todos los actos de poder, incluidos los legislativos, en función (también) de los contenidos o significados que expresan.34 En pocas palabras, para el profesor florentino el poder, cualquier po- der, debe estar siempre subordinado al orden jurídico, al Estado consti- tucional, al constitucionalismo mundial, en contra de la noción clásica de soberanía, según la cual, en un primer momento, sobre la voluntad
  • 41. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 41 del monarca no había más poder que el de Dios y, tiempo después, sobre la voluntad “popular” depositada en el parlamento (o en el Legislativo) no había nada que pudiera someterla o sujetarla a un orden distinto del propio. Desde esta perspectiva, resulta necesario que hoy la “soberanía” del Congreso también se sujete, efectivamente, a los mandatos constitu- cionales, a esos principios normativos y axiológicos que una Constitución rígida enarbola como inviolables, con el propósito de proteger al sujeto del derecho: la persona, en lo individual o en lo colectivo. En ese sentido, Ferrajoli apunta: El Estado constitucional de derecho no es otra cosa que este “derecho sobre el derecho”: el conjunto de límites y vínculos jurídicos —formales y sustan- ciales— que deberían envolver cualquier ejercicio de poder, no sólo público sino también privado, no sólo ejecutivo sino también legislativo, y no sólo en el seno de los ordenamientos estatales sino también en las relaciones in- ternacionales.35 En su vasta obra, Ferrajoli explica que, a lo largo de la historia, el paradigma del Estado de derecho ha sufrido diversas transformaciones a partir de dos modelos normativos diferentes: 1. El Estado legislativo de derecho, que surge con el nacimiento del Estado moderno y el monopolio de la producción jurídico-legal. 2. El Estado constitucional de derecho, con base en constituciones rígidas y en un sistema de control de constitucionalidad de las leyes ordinarias; modelo que se refuerza a partir de la segunda Guerra Mundial. El contexto histórico del surgimiento de este modelo normativo es la posguerra, cuando, en 1948, se creó la Organización de las Naciones Unidas —cuya carta es un primer intento de Constitución global o cos- mopolita— y entró en vigor la Constitución de la República Italiana —la cual es una respuesta al fascismo y a todos los totalitarismos—.36 Ferrajoli señala que la democracia formal está incompleta si su Cons- titución carece de principios sustanciales (los derechos fundamentales de libertad y los derechos sociales) y únicamente se concentra en los sistemas de elección por mayoría, la organización y el funcionamiento del Ejecutivo (y del propio Legislativo), sin instituir mecanismos de garantía que hagan justiciables los derechos fundamentales para todos, incluidas las minorías.
  • 42. 42 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales En pocas palabras, de acuerdo con Loewenstein y Ferrajoli podría- mos afirmar que el abuso del poder está en la misma naturaleza del poderoso. Pero, como sabemos, no fueron Loewenstein ni Ferrajoli los primeros en advertir sobre el problema del abuso del poder y la mani- pulación del concepto de soberanía como poder absoluto, en el que sue- len escudarse los legisladores de manera más que frecuente, aun cuando resulte contrario a cualquier noción moderna de democracia liberal: la sentencia de que quien ostenta el poder tiende a abusar de él proviene de la Antigüedad griega.37 Una idea, por cierto, constatable en la realidad histórica, palmo a palmo, a lo largo de los siglos. Es frecuente leer, escuchar y ver cómo los líderes del Poder Legis- lativo tratan de imponer sus criterios “jurídicos” escudándose en el tan manido argumento de la inviolabilidad de la “soberanía” del Congreso. El concepto clásico de soberanía, si nos atenemos a Jean Bodin, indica que por encima del soberano no existe ni obra poder alguno. Así, el Con- greso pretende erigirse, como lo hizo mucho tiempo el monarca, en el depositario absoluto e incuestionable del poder no sometido a la ley o al derecho (potestas legibus soluta). La historia muestra cómo, con la Revolución francesa, al despojar la Asamblea Nacional del poder absoluto al entonces soberano (el rey, por supuesto), se convierte ella misma en un tirano feroz (la era del Terror es una muestra fehaciente de este hecho ominoso), bajo la premisa de que el pueblo, a pesar de ser el titular de la soberanía, no puede ejercerla por sí mismo y, en consecuencia, delega el ejercicio de ese atributo a la asam- blea. Cuando se ha constituido así, la tiranía de la mayoría ha sido igual o más cruel que los autócratas en lo individual. Éste es el mecanismo de las dictaduras institucionalizadas, asambleas equívocamente llamadas democráticas, que abusan del poder manipulando las nociones de mayo- ría y soberanía para imponer la voluntad de unos cuantos. La experiencia histórica enseña que ciertas “democracias” formales llegaron a decidir la supresión de minorías —la Alemania de Hitler, por ejemplo— a partir de una decisión convalidada por la mayoría del pue- blo —como Carl Schmitt lo justificó en su momento—. Así, las mayorías han sido capaces de decidir barbaridades, hoy inconcebibles, contra de- terminadas minorías, en un contexto de franca degeneración de la demo- cracia en autocracia.38 Pero una democracia constitucional auténtica no puede ni debe per- mitir el abuso del poder de las mayorías sobre los demás, porque su mis- ma naturaleza es incluyente, tolerante y justa. Entonces, para mantener
  • 43. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 43 incólumes estos tres valores, requiere contrapesos y controles del poder realmente eficaces. Al día de hoy, cualquier mecanismo de vigilancia y control desde el interior del poder ha sido ineficaz para evitar el abuso del propio poder. No basta, pues, con tener una Constitución escrita, incluso rígida, para garantizar el respeto de los derechos humanos y obligar al Estado (y a cualquier tipo de poder) a ser honrado, eficiente, eficaz, transparente, responsable; en una palabra, a rendir cuentas. Se requiere, como se verá más adelante, una cultura ciudadana que actúe permanentemente con base en principios éticos, en una moral pública, y cuyo peso en su rela- ción frente al poder sea tal que logre que éste respete, proteja y repare los derechos fundamentales, amén de rendir cuentas de sus actos y omisiones de forma sistemática. Podemos intentar explicar este fenómeno considerando que, más allá de lo que está escrito en la Constitución, las relaciones de poder y domi- nación entre ciertos grupos en una sociedad determinada condicionan y definen las decisiones políticas que favorecen el privilegio de unos cuan- tos y propician la ruina de los más débiles, quienes suelen conformar una mayoría en todo el mundo y particularmente en México. En países como el nuestro, la debilidad institucional abre la puerta a la intromisión de los poderes fácticos: gobiernos extranjeros, empresa- rios, jerarcas de la Iglesia, caciques, medios de comunicación, líderes sin- dicales, crimen organizado, entre otros, quienes suelen ser “la verdadera fuente de muchas de las decisiones de autoridad”.39 En México, paralela- mente a la estructura formal del poder, existe y opera una estructura real de poder. Esta doble estructura de poder político, como señala Lorenzo Meyer, ha propiciado el debilitamiento del Estado mediante la violación sistemática de los derechos del más débil y la impunidad. En un país donde más de 90% de los delitos quedan impunes y la discrecionalidad en la aplicación del derecho es la regla y no la excepción, donde se privi- legia el interés personal sobre el interés general, resulta difícil negar que la nuestra es una sociedad fracturada con instituciones débiles que hacen que el Estado se vuelva disfuncional.40 Y es que los Estados fallan cuando sus instituciones son débiles u operan sólo a favor de ciertos grupos de poder y de presión, poniendo por encima de la Constitución y del interés general los intereses de una mi- noría económicamente poderosa y excluyente. Los países que prosperan, en cambio, mantienen un diseño institucional política y económicamente incluyente, que opera en función del interés general.41 En esos casos, el
  • 44. 44 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales grado de respeto y prevalencia de la norma constitucional es sensible- mente mayor que aquel observado en los países donde prevalecen las redes de complicidad, la corrupción y las instituciones débiles. Eduardo García de Enterría ha demostrado que una Constitución —en este caso la española— puede llegar a ser tanto un pacto social como un ordenamiento jurídico con auténtica fuerza normativa y cuya eficacia no depende de factores políticos. De esta forma, a partir del triunfo del principio democrático como base única de la organización del poder, se pudo llegar a “la consagración definitiva del sistema de jus- ticia constitucional”, de la protección de los derechos fundamentales y de los valores sustantivos en que se apoya, “frente a las mayorías electorales eventuales y cambiantes, protección que cree asegurarse con un sistema de justicia constitucional capaz de hacer valer ese núcleo esencial frente a las leyes ordinarias, fruto de posibles mayorías ocasionales”.42 En general, la fuerza normativa de la Constitución parte de dos ideas básicas. La primera es la de la Constitución como pacto social, donde la libertad de cada individuo no es destruida por este convenio, pues se somete a un orden jurídico que ha de ser obra sucesiva del consentimiento común, pues ningún go- bierno tiene poder para hacer leyes sobre una sociedad si no es por el con- sentimiento de ésta. Así aparece la idea de edificar a partir de los derechos naturales de cada individuo un sistema político colectivo, capaz de preservar la parte sustancial de esos derechos y en especial la libertad y la propiedad.43 La segunda idea es la de la libertad individual que, según García de Enterría, es el límite último al poder de las mayorías, pues “la sociedad que el poder está llamado a sostener ha de ser una sociedad compuesta precisamente de hombres libres, con capacidad para actuar a su albedrío, en el gobierno de sí mismos y de sus bienes, en la elección de su futuro, en la negociación y formación de sus pactos”.44 Es menester que cualquier pacto colectivo quede supeditado al inte- rés general y a la protección de los derechos de las minorías, con el fin de evitar abusos que históricamente han tenido consecuencias trágicas, devastadoras. Así, la fuerza normativa de una Constitución radica en que todo el ordenamiento, tanto el fundamental como el secundario, quede subordinado al derecho mismo y no al poder político. Dicho de otra for- ma, la Constitución adquiere fuerza normativa cuando todo lo demás, incluyendo el poder político, se sujeta al orden jurídico, donde los de-
  • 45. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 45 rechos fundamentales operan como límites y vínculos del poder mismo, desde el propio legislador hasta el Ejecutivo y el Judicial, así como los órganos constitucionales autónomos. II. La dimensión sustancial de la democracia Sostengo que los tribunales constitucionales, en general, tienen la misión de proteger, nutrir y fortalecer la dimensión sustancial de la democracia a la que se refiere Luigi Ferrajoli. En su relación con los representantes de la democracia formal (los legisladores), los jueces (o ministros) consti- tucionales, al resolver sobre la constitucionalidad de una norma emitida por el Congreso, confrontan ambas dimensiones y hacen prevalecer el principio de justicia, con lo que evitan lo que Fioravanti llama “el abso- lutismo parlamentario”, esa tiranía de las mayorías que puede poner en riesgo la justiciabilidad de los derechos fundamentales. “Algún límite sustancial —señala Ferrajoli— es necesario para la su- pervivencia de cualquier democracia. Sin límites relativos a los conte- nidos de las decisiones legítimas, una democracia no puede (o al menos puede no) sobrevivir.” Pues, según nuestro autor, siempre es posible que con métodos democráticos se supriman, por mayoría, los propios méto- dos democráticos.45 En toda democracia constitucional, “la garantía de los derechos fun- damentales es la finalidad última del constitucionalismo. Esto implica la existencia de un gobierno limitado, con lo que se excluye cualquier forma de gobierno absoluto o autoritario”.46 Y puesto que el control de constitu- cionalidad, como ya vimos, no puede dejarse en manos del propio legis- lador, Kelsen prescribe que debe quedar a cargo de “un órgano diferente de él, independiente de él, y por consiguiente, también de cualquier otra autoridad estatal, al que es necesario encargar la anulación de los actos in- constitucionales —esto es, a una jurisdicción o tribunal constitucional—”.47 Así, la legitimación democrática del control de constitucionalidad de las leyes, ejercida por los jueces constitucionales como una forma de ga- rantizar la inviolabilidad de los derechos fundamentales, radica en la mis- ma naturaleza del Poder Judicial. Decir la ley, interpretarla no sólo para efectos de su aplicación en casos concretos sino para identificar su legiti- midad constitucional, es una tarea propia, definitoria de quienes compo- nen este poder. Y no sólo eso: por principio de cuentas, es una tarea que le asignó, en su momento, una mayoría calificada a través del constituyente.
  • 46. 46 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales En general, facultado para ello por la propia Constitución, un tribu- nal constitucional conoce de los asuntos de constitucionalidad de las leyes, y establece, en su calidad de intérprete autorizado por el propio pueblo a través del constituyente (sea originario o permanente), reglas relativas al alcance de las normas constitucionales. De esta manera, un tribunal constitucional tiene a su cargo, a partir de la interpretación extensiva de las normas contenidas en la Constitución, “la regulación jurídica del de- recho positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino también por lo que se refiere a los contenidos producidos”.48 Entonces, el mandato constitucional preexistente y el procedimiento de su conformación (que le otorga una legitimidad derivada) justifican, de entrada, que el control de constitucionalidad sea ejercido no sólo sobre las formas en que las leyes han sido producidas, sino también sobre sus contenidos. Parafraseando a Ferrajoli, esta dimensión sustancial de la de- mocracia constitucional es la que da sentido y justifica la prevalencia axiológica del derecho sobre el derecho mismo. Y es que “son los mismos modelos axiológicos del derecho positivo, y ya no sólo sus contenidos contingentes —su ‘deber ser’, y no sólo su ‘ser’—, los que se encuentran incorporados en el ordenamiento del Estado constitucional de derecho, como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos y límites jurídicos a la producción jurídica”.49 Por estas razones, los principios y los valores democráticos de igual- dad, libertad y justicia habrán de ser vigilados por los jueces constitucio- nales a favor tanto de las mayorías que establecieron esos principios como de las minorías, y en contra de las arbitrariedades del poder público, del poder privado y de los excesos del propio legislador. En suma, se trata, por un lado, de un mecanismo de contención que el propio constituyente institucionalizó ante el riesgo de incurrir en exce- sos legislativos que vulneren los derechos fundamentales, y, por otro, de un límite en contra del gobierno de los peores,50 así como de la temible tiranía de las mayorías. El control de constitucionalidad se convierte, de esta manera, en fuente de legitimidad del mismo Estado. Ante el po- sible argumento en contra, a saber, que las nociones de poder soberano y poder limitado son contradictorias, cabe señalar que ambos conceptos son compatibles si el soberano es limitado en su propia Constitución.51 Otro argumento a favor de la existencia y la validez de los tribunales constitucionales es que mediante sus sentencias se colman las lagunas legislativas que el Congreso tardaría demasiado en cubrir con nuevas reglas o a través de reformas constitucionales.
  • 47. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 47 Sin embargo, en el análisis final hay que considerar la posibilidad de que la política, vista como tarea institucional del orden jurídico, se subordine a la justicia, precisamente donde se encuentra el conjunto de los derechos que son la razón de ser y la fuente de legitimidad de las instituciones.52 Por ello, el juez constitucional habrá de imprimir al texto supremo, en su interpretación, la máxima eficacia posible, pues tiene la responsabilidad de llevar los principios constitucionales, y no sólo sus re- glas, a expandir la protección de los derechos fundamentales como fuente legitimadora de la democracia. En México urge fortalecer las instituciones que, al menos en el discur- so constitucional, han sido creadas para emitir tanto normas de conviven- cia que representen efectivamente a las mayorías y a las minorías, como aquellas destinadas a salvaguardar la paz y el orden jurídico, y, sobre todo, tutelar los derechos fundamentales. Por ello, propongo la creación de un auténtico tribunal constitucional de carácter autónomo, federal, que ad- mita un control difuso de la constitucionalidad. Este sistema “confederado” de tribunales constitucionales, cuya fun- ción sería desempeñada por los juzgados de distrito y los diversos órganos jurisdiccionales en el orden local, y cuyos titulares actuarían como jueces de constitucionalidad y ya no de legalidad, tal como lo prevé el párrafo tercero del artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, buscaría salvaguardar el orden constitucional en los ámbitos federal y local, desempeñando un papel político pero desarrollado con métodos y razonamientos jurídicos. En cuanto a la naturaleza del control jurisdiccional de la constitucio- nalidad, cabe señalar que, a pesar del papel político de la institución, el control que ejerce sobre el Legislativo es de carácter jurídico, lo cual debe garantizar la observancia de los principios de objetividad, certeza, pre- existencia e indisponibilidad del procedimiento correspondiente, frente a la naturaleza incierta, volátil, impredecible y muchas veces turbulenta de las asambleas de representantes reunidas en los congresos (federal y locales), en representación del pueblo, cuya voluntad, ciertamente, puede cambiar de un día para otro impulsada por las circunstancias. Y puesto que el carácter fundamental del control constitucional es preeminentemente jurídico, habremos de distinguir aquí, con Manuel Aragón, la naturaleza del control político respecto del carácter del con- trol jurídico, en cuanto la primera es subjetiva y el segundo opera un cambio “objetivado” de la norma emitida por el legislador.53
  • 48. 48 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales Ese carácter objetivado significa que el parámetro o canon de control es un conjunto normativo, preexistente y no disponible para el órgano que ejerce el control jurídico. En cambio, el carácter “subjetivo” del control político significa todo lo contrario: que no existe canon fijo y predeterminado de va- loración, ya que ésta descansa en la libre apreciación realizada por el órgano controlante, es decir, el parámetro es de composición eventual y plenamente disponible.54 Por ello, me parece que las resoluciones de un tribunal constitucional autónomo serían también fuente de su propia legitimidad y podrían con- tribuir a que los gobernados llegaren a confiar en el orden constitucional y, como consecuencia, en el orden jurídico nacional y global; pues, en la medida en que no se pierda ese carácter de control objetivado de la constitucionalidad de las leyes, en función de las razones y los argumentos jurídicos, así como de la eficacia de sus resoluciones, el tribunal constitu- cional habrá de contribuir a que el pueblo, al verse finalmente protegido contra los poderosos e integrado nuevamente en el sistema, colabore en el fortalecimiento de sus propias instituciones republicanas y democráticas. Algunos de los argumentos de la oposición democrática se basan, por ejemplo, en la ineficacia y el alto costo de la revisión judicial-constitucio- nal de la legislación, cuando se considera que ésta atenta contra los dere- chos reconocidos en la Constitución. Por otro lado, el argumento a favor de un control difuso de constitucionalidad tiene que ver con la dimensión invaluable de los derechos fundamentales; esto es, cueste lo que cueste, no puede haber nada por encima de la dignidad y la libertad del hombre. Finalmente, y a partir de la cuestión medular de hasta qué grado re- presenta el Poder Judicial o un tribunal constitucional una amenaza para la democracia al ejercer el control de constitucionalidad de leyes, afirmo, a la luz de los argumentos vertidos a lo largo de este trabajo, que el con- trol jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes es una garantía de supervivencia, legitimación y fortalecimiento de la propia democracia, y sobre todo, hoy por hoy, de viabilidad del Estado constitucional y demo- crático de derecho en México. III. La cultura político-jurídica en México Para que exista una vigilancia efectiva y eficaz sobre los políticos y los servidores públicos se requiere un nivel de participación y de exigencia
  • 49. CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales 49 mayor por parte de la ciudadanía. Aunque no se trata de un fenómeno cultural exclusivo de nuestro país, quisiera centrarme aquí en la relación sui generis de la sociedad mexicana respecto del sistema político y su orden jurídico. Varias encuestas relativamente recientes muestran una tendencia marcada de los mexicanos a no interesarse en los asuntos públicos.55 De acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional sobre Cultura Polí- tica y Prácticas Ciudadanas, elaborada en 2008 por el inegi y divulgada por la Secretaría de Gobernación, “60% de los ciudadanos dijo tener poco o nada de interés en la política”. Más recientemente, en 2011, la Encuesta Nacional de Cultura Cons- titucional, practicada por el Instituto Federal Electoral (ife) y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), mostró que 30% de los ciudadanos se interesaba poco en los asuntos públicos, mientras que 18.9% tenía nulo interés en tales asun- tos. Solamente 13.8% de los entrevistados afirmó tener mucho interés, y 36.8% dijo interesarse “algo” en los asuntos públicos, mientras que 49% dijo no interesarse en los asuntos que se discuten en el Congreso (cáma- ras de diputados y de senadores).56 En cuanto al respeto a la ley, 49.5% de los entrevistados manifestó que la razón por la cual debe respetarse la ley es que hacerlo beneficia a todos. Y cuando se les preguntó qué tanto se respetan las leyes, los mis- mos entrevistados calificaron con un promedio de 5.65 (en una escala de 0 a 10) la observancia de las normas en el país. En la misma encuesta se observa también que 67.1% de los entrevis- tados considera más importante vivir en una sociedad donde se respeten y apliquen las leyes, frente a 61.3% que da prioridad a una sociedad sin delincuencia, en contraste con 31.3% que cree que tiene mayor impor- tancia vivir en una sociedad más democrática y 32.2% que prefiere una sociedad donde haya menos diferencias entre ricos y pobres. Ante la pregunta ¿quién viola más las leyes?, 23.2% de los entrevis- tados opinó que los políticos, 21.9% señaló que los policías, 15.1% culpó a los funcionarios, y 11%, a los jueces; es decir, 71.2% de los mexicanos cree que es en el sector público donde más se transgrede el orden jurí- dico. Partiendo de esta respuesta, no debería causar extrañeza que casi la mitad de la población no esté interesada en los asuntos públicos del país. Uno de los efectos más perniciosos de esta actitud de la población frente a los asuntos públicos se refleja en una modificación radical de sus actividades cotidianas. Este cambio de hábitos, según el inegi, tiene su
  • 50. 50 CAPÍTULO PRIMERO Eticidad de la norma y Constitución; la cultura política y los valores sociales origen en la percepción de los ciudadanos sobre la seguridad pública y la “eficiencia” de las autoridades para perseguir y castigar delitos. Así, “a nivel nacional, en 2012 las actividades cotidianas que la po- blación de 18 años y más dejó de hacer fueron usar joyas y permitir que sus hijos menores de edad salieran, con 65 y 62.8% respectivamente”, indica la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguri- dad Pública de 2013. No permitir que los hijos menores de edad realicen actividades fuera del hogar (con propósitos recreativos, culturales o de mera convivencia) en sí mismo es un efecto grave; pero en esta encues- ta también aparecen datos preocupantes: salir a caminar es algo que la población mayor de 18 años dejó de hacer en 32.8% (el año anterior el resultado fue de 29.4%), mientras que visitar parientes o amigos lo sus- pendió en 32.5% (contra 32.6% un año antes).57 Como resulta obvio, esta modificación de conductas sociales tiene la consecuencia negativa de reducir, cada vez más, el nivel y la intensidad de la convivencia en la comunidad política, una condición que histórica- mente ha contribuido a cimentar los Estados autoritarios. No menos importante que los datos anteriores, en esa misma encuesta se estima que en 2012 se denunció únicamente 12.2% de los delitos cometi- dos en todo el país, “de los cuales 64.7% llegó a inicio de averiguación previa ante el ministerio público”, con lo que se obtiene que, del total de los delitos (denunciados y no denunciados), sólo en 7.9% se inició averiguación previa. Este dato confirma la hipótesis de que en México más de 90% de los delitos que se cometen quedan impunes. De hecho, la encuesta citada estima que la “cifra negra” de delitos en los cuales no hubo denuncia o no se inició averiguación previa durante 2012 fue de 92.1%. Y así ocurrió en 2010, cuando esa cifra fue de 92%, y en 2011, de 91.6 por ciento.58 Ahora bien, respecto de las causas por las que no hubo denuncia, 61.9% fueron atribuibles a la autoridad, mientras que en 37.7% de los casos no se interpuso querella alguna. Y por si lo anterior fuera poco, del total de denuncias hechas por las víctimas ante el ministerio público, no pasó nada o no se resolvió en 53.2% de los casos.59 Otra encuesta, realizada por el Centro de Investigación para el Desarrollo, A. C. (cidac), y The Fletcher School de la Universidad Tufts, indica que “la debilidad de las instituciones podría explicar en buena medida la coexistencia de nociones contradictorias [del] actuar de los mexicanos, tales como saber que es malo meterse en la fila, pero al mismo tiempo pensar que es de tontos cumplir con la ley cuando en su entorno no se cumple”.60