3. El modo de producción de la soja excluye, empobrece y enferma a quienes habitan las
cercanías de las plantaciones. Son literalmente fumigadas con pesticidas y venenos
altamente tóxicos, desde avionetas o vehículos terrestres. “No sólo a los cultivos afecta
la fumigación. También a nosotros”, reclaman los campesinos paraguayos y argentinos.
Para producir soja se importan a estos países cada vez más pesticidas y maquinaria que
expolia rápidamente los suelos, que quedan pobres y compactos. “La soja transgénica no
es nuestro único problema. También los agrotóxicos. Los ríos y acuíferos quedan
expuestos a la contaminación”, dicen.
Otra consecuencia es el desplazamiento de los lugares de arraigo campesino: por la falta
de trabajo y el acaparamiento del territorio. Cuando se impone resistencia, el
desplazamiento sucede incluso con métodos violentos como la fuerza policial o de
estructuras paramilitares. “El comisario Aguilar vino y dijo que teníamos diez minutos
para despejar el predio en el que vivíamos”, cuenta un desplazado. Colateralmente
supone el fin de culturas, tradiciones y modos de vida. La soja se extiende arrasando
todo lo que se encuentra en su camino y no respeta soberanías ni fronteras. “Hemos sido
amenazados repetidamente por la policía y por los terratenientes”, nos testimonian. Es
la complicidad de algunos gobiernos la que permite que empresas del agronegocio
industrial se apropien de la tierra. Y la soja no es para consumo local sino que está
destinada a la exportación. Se usa para producir piensos que alimentan al ganado -vacas,
cerdos, pollos- de los países del Norte, y para fabricar agrocombustibles, nueva energía
para abastecer automóviles.
Lejos de tratarse de energía auténticamente limpia, el biodiésel de soja contribuye
negativamente al cambio climático. Al alto consumo de insumos químicos -plaguicidas y
fertilizantes en algunos casos nitrogenados- de los cultivos, las emisiones generadas por
el cambio en el uso de la tierra, como sucede al talar un bosque para convertirlo en un
monocultivo, se suma el intenso tráfico vial, fluvial y marítimo para el transporte y
comercialización, lo que conlleva un gran número de emisiones de gases efecto
invernadero y calentamiento del clima. La consecuencia es la devastación de suelos,
deforestación y la eliminación de la agricultura familiar que alimenta a las poblaciones.
“El monocultivo de soja a gran escala -industrial- no es ni puede nunca ser sostenible”,
dicela carta abierta de organizaciones ambientales a la industria de la soja. Su expansión
responde a intereses corporativos y al modelo económico imperante.
Los impactos del modelo económico que nuestro modo de vida consumista y globalizado
impone en los países del Sur, los sufrimos todos. El campo queda despoblado, se
deshumaniza la agricultura, y se violan derechos fundamentales. Sea en forma de
agroenergía en nuestros vehículos o de piensos para animales, todos consumimos esta
soja. Con todo lo que implica: el cambio climático, los pesticidas y la modificación
transgénica. La probabilidad de que los animales que consumimos se hayan alimentado
de soja genéticamente modificada es extremadamente alta. Por eso es importante
conocer el origen exacto de todos los productos que consumimos. Una solución es exigir
un etiquetado completo y estricto.
Guadalupe Rodríguez es licenciada en filosofía, pero se dedica en cuerpo y alma al
activismo y la investigación para la organización Salva la Selva. Ha trabajado en
Argentina, Ecuador, Alemania y el estado español. Sus análisis y denuncias de la
destrucción ambiental y violaciones de derechos fundamentales en el Sur global y que se
publican semanalmente en la web de la organización Salva la Selva y medios de
comunicación alternativos.
Fuente: Geaphotowords