5. En una ocasión por la madrugada, llamaron fuertemente la puerta de la notaria de templo de santo
domingo. Al padre Martín Esqueda no le extrañó, estaba acostumbrado a ir a administrar los
sacramentos a enfermos graves. Como siguieron tocando y cada vez con mayor fuerza, se levantó, se
vistió, y asomó a la ventana preguntando:
– ¿Quién llama? (Una mujer de clase humilde, vestida de negro y cubierta la cabeza con un rebozo
contesto)
– Yo padrecito, que vengo a rogarle me acompañarme, para auxiliar a un enfermo muy grave que tengo
en casa.
Como respuesta el sacerdote salió en seguida con su maleta de mano detrás de la mujer que le servía de
guía. Atravesaron obscuras y apartadas calle hasta llegar a la antigua plaza de toros, al llegar a ésta, la
mujer se detuvo y abrió una habitación. El cuarto estaba sombrío, con a la débil luz de una vela el
sacerdote distinguió al enfermo. El padre se sentó en el banco, le tomó una mano y la encontró rígida,
como el frío de la muerte, por el cual comprendió la gravedad del enfermo y sin más tiempo que perder
le dijo:
– Hijo mío… ¿Te sientes muy mal?
– Si padrecito (Contestó el enfermo con desfallecida voz) Y quiero confesarme.
6. El sacerdote abrió su maleta, saco la estola, se la colocó sobre los hombros y volvió a decir al
enfermo:
– Bien hijo mío, dime tus pecados.
El enfermo, no obstante su gravedad, tenía completa lucidez e hizo una larga confesión de sus
culpas, la que terminó entre sollozos. El señor cura el terminar éste el relato de sus pecados, le
confortó con sus consejos y le dio la absolución. Luego, volvió a abrir la maleta, sacó lo necesario
y le administró la extremaunción. Al cabo de ponerle los santos oleos, se quitó el padre la estola y
la colocó sobre una cabecera de la cama donde estaba el enfermo, cerró su maleta, se despidió
tiernamente del enfermo y de su mujer y se fue a su casa.
Al día siguiente, como no encontraba la estola en su maleta, recordó que había dejado olvidada
en la casa del enfermo. Entonces decidió mando a un monaguillo por ella y tras largo rato
regreso, comunicándole que había tocado largo rato la puerta de la casa y que nadie le abrió;
impaciente el padre mandó al sacristán, cuando este regreso le comunico los mismo , que tocó la
puerta hasta con una piedra y que nadie le abrió, y que tenía la impresión de que la casa estaba
deshabitada. El padre perdió la paciencia y fue él personalmente a la casa, con igual resultado que
los dos anteriores, pues no le abrió nadie pero además se dio cuenta del abandono de la casa.
7. Intrigado busco al dueño del edificio, quien al escuchar el relato del padre, le
respondió:
– Padrecito, es muy raro lo que usted me dice, hace más de dos años que tengo
estos cuartos desocupados y han permanecido cerrados. Pero pronto saldremos de
dudas, usted dice que la estola la dejó colgada en la cabecera, vamos a
desengañarnos.
Al meter el dueño la llave en la chapa de la puerta el pasador dio un rechinido, lo
cual hacía notar que hacía largo tiempo que no se habría. Cuando la puerta se abrió,
percibieron un fuerte olor a humedad; el padre encendió un cerillo y ambos vieron
enormes telarañas colgando del techo y numerosas ratas corriendo asustadas. El
piso estaba enlosado y cubierto por una gruesa capa de polvo; sin embargo la estola
estaba colgada en la cama, tal como el padre había asegurado.
Este suceso causó tremenda sensación. Se dice que el padre Esqueda adquirió un
fuerte padecimiento hepático, ocasionado por un derrame de bilis, a resultado del
cual murió después de haber confesado al enfermo.