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La epoca de oro
del cine mexicano
Por: Alejandro Avila
Lunes 7
El día de los inocentes de 1895, el 28 de diciembre,
una novedosa máquina vino a revolucionar al plane-
ta entero. Se trataba de un invento diseñado por los
hermanos Louis y August Lumière, cuyo nombre era
el cinematógrafo. La primera exhibición ocurrió en
el Grand Café de París, y el programa incluía algunas
tomas que los propios Lumière habían captado con su
aparato.
Aunque el primer público del cinematógrafo estaba
familiarizado con la fotografía e incluso con algunos
aparatos y juguetes de ilusión óptica, como la linterna
mágica o el zootropo, el invento de los Lumiére ofrecía
una asombrosa fidelidad al movimiento y a la reali-
dad, tanto así que una de estas secuencias, la célebre
Llegada del tren, según se ha documentado, causó
auténtico pánico entre los espectadores de la función
(algunos incluso salieron huyendo), sobre todo en la
parte en que una locomotora parece que va a salir de la
pantalla y va a precipitarse encima del público. Lo que
revela esta anécdota es el gran impacto con el que fue
recibido este invento entre la sociedad decimonónica,
constantemente sorprendida por los descubrimientos e
inovaciones que proponía la revolución industrial.
En Europa la fama del cinematógrafo se expandió
como reguero de pólvora. El 5 de agosto apareció una
de las primeras notas publicada en México sobre el
cine. Esta decía: “Próximamente quedará establecida
en esta ciudad este aparato óptico, del cual tanto ha
hablado la prensa europea. En Madrid acaba de llamar
mucho la atención, siendo visitado por la Infanta Isa-
bel y lo mejor de aquella sociedad. En Francia funcio-
nó en el Elíseo, en medio de los elogios del Presidente
Faure”.
Correspondió al general Porfirio Díaz, presidente del
país, convertirse en el primer espectador en México
de esta maravilla. La noche del 6 de agosto de 1896
Díaz presenció, acompañado de su familia y de algu-
nos amigos en el Castillo de Chapultepec, una función
privada a cargo de los representantes de los Lumière,
Bernard y Gabriel Vayre. La primera función pública
ocurrió el domingo 16 de agosto de 1896 en la calle
de Plateros 9, en un local habilitado en el entresuelo
de la Droguería Plateros, que ocupaba en ese tiem-
po, curiosamente, la Bolsa Mexicana de Valores. El
éxito fue rotundo. En seguida se instauraron varias
sesiones diarias para dar a conocer al público la nove-
dad del día, como se le solía llamar al cinematógrafo.
Paralelamente, la competencia de los Lumière, es decir,
el Vitascope de Edison, realizó varias exhibiciones
en la capital y en Guadalajara, aunque sin cosechar el
mismo furor que había logrado el cinematógrafo.
Los enviados de Lumiére no solo exhibieron las pelícu-
las que traían de Francia; sino que también filmaron y
proyectaron las que pueden considerarse como los pri-
meros cortos de un cine hecho en México: Escena en
los baños de Pane, Alumnos del colegio militar, Doña
Carmen Romero Rubio de Díaz en carruaje, Duelo a
pistola en el bosque de Chapultepec, entre otras. A don
Porfirio le gustó tanto que más adelante se erigiría en
una de las primeras figuras captadas por el cinemató-
grafo. Los señores Bernard y Vayre lo retrataron en va-
rias de sus películas: El general Díaz despidiéndose de
sus ministros, El general Díaz paseando a caballo en el
bosque de Chapultepec, El general Dïaz recorriendo el
zócalo, etcétera.
La bienvenida que Díaz le brindó al cinematógrafo
se inscribía dentro de la ecuación orden y progreso,
uno de los lemas favoritos que su régimen acuñó. La
tecnología era bien recibida, sobre todo si se trataba
de invenciones provenientes de Francia, el modelo de
nación al que el gobierno profirista aspiraba (es por
ello, quizá, que un años antes, en 1895, no se recibió
con el mismo encanto al kinetoscopio de Edison). El
orden y progreso porfirista tenía un significado y un
significante mucho más complejo y turbio de lo que a
simple vista se leía: el orden se refería a mantener las
garantías de seguridad para que las minoritarias clases
poderosas siguieran siendo poderosas, a costa de un
mayoría pauperrizada. Díaz había conseguido, al cabo
de los años que llevaba en el poder, pacificar al México
bronco que se había desangrado a lo largo del siglo pa-
sado, a causa de las luchas entre los liberales y los con-
servadores. El progreso era la coartada para convencer
a los incrédulos que se trabaja para un fin común:
el desarrollo del país. Así lo demostraba las diversas
obras que se realizaban a lo largo y ancho del país,
como la electrificación de la capital y de otras ciudades
importantes, o la extensión de las líneas del ferroca-
rril. El modelo económico de las haciendas, baluartes
cuasifeudales con tendencia a tecnificarse, contribuían
de buena manera a sostenter el sistema tecnocrático
porfirista y a la oligarquía imperante. Y una a la otra
se retroalimentaban: para aumentar la producción,
además de las herramientas tecnológicas, se requerían
a toda costa seguridad política, mientras en compen-
sación el poder central se protegía y se mantenía con la
ayuda de sus múltiples señoríos regionales
Casi inmediatamente las autoridades tomaron pro-
videncias para controlar el novedoso espectáculo.
El primer antecedente sobre la regulación oficial del
cinematográfo data de 1896. En ese año se presentó
al Ayuntamiento una propuesta de reforma en la que
se contemplaba fijar una cuota para los locales ha-
bilitados como salas de exhibición, según el cual “se
indicaba que al abrirse un salón de espectáculos, se
debía manifestar cupo y clase de localidades; se obli-
gaba a los empresarios a presentar dos ejemplares de
los programas al momento de pagar el impuesto(...). El
ayuntamiento se reservaba el derecho de clausura, si el
espectáculo atentaba contra la moral o las leyes”.
Con la producción de vistas con temas mexicanos,
a cargo de los enviados de Lumière, se había ini-
ciado ya el cine en México, y así, durante los pri-
meros años, muchos empresarios llevaron el cine-
matógrafo itinerante a todos los recovecos del país.
Algunas de estas sesiones eran complementados con
variedades en vivo en las que participaban bailarinas y
cantantes. Las películas que se exhibían eran aquéllas
que los productores europeos y estadunidenses abas-
tecían desde sus países pues en México no se contaba
todavía con película virgen ni ingredientes químicos
para revelar y copiar, ni los aparatos para tomar y
exhibir películas salvo, claro, los pocos proyectores
importados por los representantes extranjeros. Sin
embargo, cuando a México pudieron llegar estos equi-
pos que permitieron estimular la producción de vistas
con temas mexicanos, tampoco fue posible romper
la dependencia con los fabricantes extranjeros, pues
éstos tuvieron el cuidado de controlar el revelado y el
copiado de películas.
“La desorganización del mercado incidió para que la
producción de películas mexicanas fuera escasa. Las
películas nacionales fueron durante el porfiriato un
complemento del programa. Pocas tuvieron el honor
de ser programadas solas, esto es, que fueran el único
atractivo. Sólo algunos reportajes de viajes de Porfirio
Díaz gozaron de tal privilegio”.
Ya para 1899 el cinematógrafo se había constituido
en un verdadero espectáculo popular. “Para 1900, la
ciudad (de México) tenía ya veintidós locales, entre sa-
lones destinados a la gente decente y carpas destinadas
a la plebe”. Esto era representativo de lo que ocurría en
el resto del país. Las ciudades más importantes como
Guadalajara, Monterrey y Puebla eran las más invadi-
das por los nuevos empresarios cinematográficos.
En esa primera etapa, la limitada producción de vistas
en México giraba en torno a sucesos reales, una espe-
cie de cine-verdad limitado a los acontecimientos que
expresaban la realidad porfiriana, pues nunca preten-
dieron ofrecer testimonios del disgusto prerrevolu-
cionario que se estaba fermentando en el fondo de la
sociedad. Básicamente eran dos tipos de documentales
los que dominaban el quehacer de los cinematogra-
fistas: uno se abocaba a captar la vida cotidiana de la
ciudad, sobre todo en el ámbito de la aristocracia de la
época; el otro se ocupaba de cubrir sucesos especiales,
como los protocolos oficiales del presidente Díaz, o los
estragos causados por una catástrofe natural.
El escapismo que practicaban los primeros cineastas
mexicanos tenía qué ver con el control que ejercía el
poder estatal sobre la incipiente industria cinemato-
gráfica, en particular, y sobre la mayoría de los medios
impresos. Para la gente que asistía al cine, no sería pre-
cisamente el entretenimiento más conveniente y ama-
ble aquel que presentara, supongamos, las revueltas
que se iniciaban en las fábricas, o simplemente, aquel
donde aparecieran muchos mugrosos y mal vestidos.
Para ello habría que esperar uno tiempo más, aguardar
a la revolución que estaba a la vuelta de la esquina.
Durante aquella primera etapa del cine trashuman-
te, destacaron algunos precursores del cine nacional,
entre ellos Salvador Toscano y Enrique Rosas. Toscano
abrió en 1898 la primera sala pública de exhibición
en México, llamada El Cinematógrafo Lumiere, y el
mismo año inició el rodaje de Don Juan Tenorio, una
de las primeras cintas mexicanas de argumento. Poste-
riormente abriría el legendario Salón Rojo. Su extensa
trayectoria culminó con la película Memorias de un
mexicano, un enorme testimonio sobre la revolución
que su hija Carmen editó hasta 1949. Por su parte,
Rosas se abocó, como la mayoría de los camarógrafos
pioneros, a la filmación de vistas, sin embargo, definió
un estilo nacionalista que buscaba retratar el folclor
del país. A lo largo y ancho de México, Rosas encontró
motivos que captar, un estilo que, a la postre, se crista-
lizaría en El automóvil gris (1919).
Salvador Toscano
En esos años el cine de argumento no tuvo una gran
aceptación de parte del público porque adolecía aún
de un lenguaje cinematográfico agradable o ameno,
debido a que los conocimientos que los cinematogra-
fistas tenían para ponerlo en práctica eran exiguos,
de la misma manera en que lo eran los recursos de
producción. Por ello, algunos ensayos de esta corriente
que se hicieron eran poco propositivos o escasamente
divertidos y, en general, fracasaban. En ambos géneros
(el cine documental y el argumental) lo que prevale-
cía era, como en el resto de las artes, la búsqueda de
la identidad nacional, el mexicanismo decimonónico
y sus valores patrióticos, heredado sin lugar a dudas
de las preocupaciones ideológicas establecidas por los
liberales a lo largo de las pugnas con los conservadores
durante el XIX. El porfiriato se había refugiado con
cierta inteligencia dentro de esa coraza nacionalista. So
pretexto de defender ese mexicanismo y su progreso,
su régimen se permitía delicadezas tan pintorescas
como la represión a los obreros, demostraciones tan
nacionalistas como imponer la mordaza en los medios,
y símbolos tan inequívocamente autóctonos como las
prisiones a donde se confinaron a los enemigos del
sistema. “Esa dictadura permitió, por primera vez, la
existencia de un auténtico poder político nacional,
pero nadie pretendió que la fuente de ese poder fuera
realmente la voluntad popular de la que hablaba la
Constitución. Díaz había recreado el tipo de soberanía
monárquica de la época colonial, sólo que le cubrió
con un manto supuestamente republicano y popular
que no engañó a nadie”.
Para 1907, el cine ya se había consolidado como un es-
pectáculo de gran arrastre popular. En la capital, para
entonces, existían 16 salones de exhibición cinemato-
gráfica y para el siguiente año se estableció el primer
taller o estudio cinematográfico: The American Amus-
sement, Lilo, García y Compañía.
Ante la mayúscula aceptación del público, algunas
voces del medio intelectual comenzaron a discernir
acerca del nuevo espectáculo y generaron una encona-
da polémica al respecto. Luis G. Urbina, por ejemplo,
opinaba lo siguiente: “ la masa popular, inculta e infan-
til, experimenta frente a la pantalla llena de fotografías
en movimiento el encanto del niño a quien la abuelita
le cuenta una historia de hadas; pero no puedo con-
cebir cómo, noche por noche, un grupo de personas
que tienen la obligación de ser civilizadas, se emboban
en el Salón Rojo o el Pathé, o en el Montecarlo, con
la incesante reproducción de vistas en las cuales las
aberraciones, los anacronismos, las inverosimilitudes,
están hechas ad hoc para un público de ínfima calidad
mental..”.
Esa opinión parecía subestimar los alcances de un
medio que acabaría por encontrar su nicho en el gusto
popular durante las siguientes décadas. Sobre el cine-
matógrfo, la miopía de la alta alcurnia, sin embargo,
no medraría el entusiasmo de la baja bellaquería: “La
revolución técnica rompía de golpe el aislamiento de
las clases populares, las que por fin tenían acceso al
entretenimiento de las esferas superiores. La demo-
cratización bárbara soprendió a la élite, sacudió sus
pretensiones de considerar la cultura del exterior como
un coto cerrado disfrutable únicamente por mentes
educadas. ¿Cómo podían las almas groseras acceder al
mundo de las ilisiones que prometía el cinematógra-
fo? ¿Cómo podían ellos, los esclavizados por la faena
diaria, los adictos al entretenimiento soez de la carpa
alburera, acceder a la estratósfera del buen gusto? Los
pocos representantes de la élite cultural que vislum-
braban en el cine posibilidades artísticas, no dejaban
de manifestar una mezcla de inquietud y sorna ante el
ruidoso festejo de las multitudes ante las pantallas”.[7]
Estos argumentos no eran compartidos por todos. El
rechazo al cinematógrafo que algunos sectores expre-
saban no fue suficientes para frenar el alboroto de la
gente, no sólo porque muchos eran analfabetos sino
también porque, ante la posibilidad del esparcimiento
y la evasión, a la mayoría le importaba un comino las
fruslerías que profesaban las inteligencias de la cepa
aristócratica.
Si bien un viejo grupo de intelectuales conservadores
se aglutinaban en torno al poder, a los ministros cien-
tíficos o a la doctrina positivista, durante el porfiriato
también se había incubado una nueva generación de
pensadores alternos al porfiriato o al positivismo, la
cual se subdividía en dos vertientes: la de militancia
política y la apolítica. Y aunque ni políticos ni apolíti-
cos prestaban un interés conspicuo al cinematógrafo,
a la larga serían los que, una vez finalizada la guerra
armada, constituirían núcleos del movimiento cultural
postrevolucionario. Destacan, sobre todo, los miem-
bros del Ateneo de la Juventud: Antonio Caso, Alfonso
Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Pedro Henríquez
Ureña, Carlos González Peña y otros más. Existían
muchos vínculos entre éstos y el porfiriato, pero sería
la revolución que se avecinaba la que le daría a este
grupo, a la postre, la templanza necesaria para que su
influencia se tendiera sobre el resto de los quehaceres
culturales del país, inclusive el cine.
Para finales del porfiriato la temática de los cineastas
no había variado de eje. El dictador y sus viajes eran
quizás la mayor atracción, seguidos de las hazañas de
toreros célebres, como Rodolfo Gaona, o de cantantes
y actrices sustraídas del teatro. Muy probablemente la
película-reportaje La entrevista Díaz- Taft es la más
ambiciosa de aquella época. Dirigida por los hermanos
Alva, esta cinta es la crónica del viaje de Porfirio Díaz
a la frontera y de su encuentro con el presidente de
Estados Unidos.
Por otra parte, los empresarios nacionales habían
ganado terreno a sus competidores extranjeros en el
mercado cinematográfico. Para 1910 un mayor por-
centaje de las empresas dedicadas a la producción,
distribución y exhibición de películas estaba en manos
de mexicanos. El gobierno participaba dentro de la
industria sólo de manera superficial. Así por ejemplo
el Ayuntamiento de la Ciudad de México se dedicaba
en materia cinematográfica exlusivamente a recaudar
el pago de impuestos, dispensar permisos para la aper-
tura de salones, además de vigilar que se cumplieran
los requisitos salubres establecidos para la exhibición.
En este rubro, la política del Ayuntamiento no ejer-
cía una censura sistematizada, pues se aplicaba según
los criterios del funcionario en turno, aunque por lo
general era poco el material que por contenido político
o “inmoral” se podía proscribir.

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  • 1. La epoca de oro del cine mexicano Por: Alejandro Avila Lunes 7
  • 2. El día de los inocentes de 1895, el 28 de diciembre, una novedosa máquina vino a revolucionar al plane- ta entero. Se trataba de un invento diseñado por los hermanos Louis y August Lumière, cuyo nombre era el cinematógrafo. La primera exhibición ocurrió en el Grand Café de París, y el programa incluía algunas tomas que los propios Lumière habían captado con su aparato. Aunque el primer público del cinematógrafo estaba familiarizado con la fotografía e incluso con algunos aparatos y juguetes de ilusión óptica, como la linterna mágica o el zootropo, el invento de los Lumiére ofrecía una asombrosa fidelidad al movimiento y a la reali- dad, tanto así que una de estas secuencias, la célebre Llegada del tren, según se ha documentado, causó auténtico pánico entre los espectadores de la función (algunos incluso salieron huyendo), sobre todo en la parte en que una locomotora parece que va a salir de la pantalla y va a precipitarse encima del público. Lo que revela esta anécdota es el gran impacto con el que fue recibido este invento entre la sociedad decimonónica, constantemente sorprendida por los descubrimientos e inovaciones que proponía la revolución industrial. En Europa la fama del cinematógrafo se expandió como reguero de pólvora. El 5 de agosto apareció una de las primeras notas publicada en México sobre el cine. Esta decía: “Próximamente quedará establecida en esta ciudad este aparato óptico, del cual tanto ha hablado la prensa europea. En Madrid acaba de llamar mucho la atención, siendo visitado por la Infanta Isa- bel y lo mejor de aquella sociedad. En Francia funcio- nó en el Elíseo, en medio de los elogios del Presidente Faure”. Correspondió al general Porfirio Díaz, presidente del país, convertirse en el primer espectador en México de esta maravilla. La noche del 6 de agosto de 1896 Díaz presenció, acompañado de su familia y de algu- nos amigos en el Castillo de Chapultepec, una función privada a cargo de los representantes de los Lumière, Bernard y Gabriel Vayre. La primera función pública ocurrió el domingo 16 de agosto de 1896 en la calle de Plateros 9, en un local habilitado en el entresuelo de la Droguería Plateros, que ocupaba en ese tiem- po, curiosamente, la Bolsa Mexicana de Valores. El éxito fue rotundo. En seguida se instauraron varias sesiones diarias para dar a conocer al público la nove- dad del día, como se le solía llamar al cinematógrafo. Paralelamente, la competencia de los Lumière, es decir, el Vitascope de Edison, realizó varias exhibiciones en la capital y en Guadalajara, aunque sin cosechar el mismo furor que había logrado el cinematógrafo. Los enviados de Lumiére no solo exhibieron las pelícu- las que traían de Francia; sino que también filmaron y proyectaron las que pueden considerarse como los pri- meros cortos de un cine hecho en México: Escena en los baños de Pane, Alumnos del colegio militar, Doña Carmen Romero Rubio de Díaz en carruaje, Duelo a pistola en el bosque de Chapultepec, entre otras. A don Porfirio le gustó tanto que más adelante se erigiría en una de las primeras figuras captadas por el cinemató- grafo. Los señores Bernard y Vayre lo retrataron en va- rias de sus películas: El general Díaz despidiéndose de sus ministros, El general Díaz paseando a caballo en el bosque de Chapultepec, El general Dïaz recorriendo el zócalo, etcétera. La bienvenida que Díaz le brindó al cinematógrafo se inscribía dentro de la ecuación orden y progreso,
  • 3. uno de los lemas favoritos que su régimen acuñó. La tecnología era bien recibida, sobre todo si se trataba de invenciones provenientes de Francia, el modelo de nación al que el gobierno profirista aspiraba (es por ello, quizá, que un años antes, en 1895, no se recibió con el mismo encanto al kinetoscopio de Edison). El orden y progreso porfirista tenía un significado y un significante mucho más complejo y turbio de lo que a simple vista se leía: el orden se refería a mantener las garantías de seguridad para que las minoritarias clases poderosas siguieran siendo poderosas, a costa de un mayoría pauperrizada. Díaz había conseguido, al cabo de los años que llevaba en el poder, pacificar al México bronco que se había desangrado a lo largo del siglo pa- sado, a causa de las luchas entre los liberales y los con- servadores. El progreso era la coartada para convencer a los incrédulos que se trabaja para un fin común: el desarrollo del país. Así lo demostraba las diversas obras que se realizaban a lo largo y ancho del país, como la electrificación de la capital y de otras ciudades importantes, o la extensión de las líneas del ferroca- rril. El modelo económico de las haciendas, baluartes cuasifeudales con tendencia a tecnificarse, contribuían de buena manera a sostenter el sistema tecnocrático porfirista y a la oligarquía imperante. Y una a la otra se retroalimentaban: para aumentar la producción, además de las herramientas tecnológicas, se requerían a toda costa seguridad política, mientras en compen- sación el poder central se protegía y se mantenía con la ayuda de sus múltiples señoríos regionales Casi inmediatamente las autoridades tomaron pro- videncias para controlar el novedoso espectáculo. El primer antecedente sobre la regulación oficial del cinematográfo data de 1896. En ese año se presentó al Ayuntamiento una propuesta de reforma en la que se contemplaba fijar una cuota para los locales ha- bilitados como salas de exhibición, según el cual “se indicaba que al abrirse un salón de espectáculos, se debía manifestar cupo y clase de localidades; se obli- gaba a los empresarios a presentar dos ejemplares de los programas al momento de pagar el impuesto(...). El ayuntamiento se reservaba el derecho de clausura, si el espectáculo atentaba contra la moral o las leyes”. Con la producción de vistas con temas mexicanos, a cargo de los enviados de Lumière, se había ini- ciado ya el cine en México, y así, durante los pri- meros años, muchos empresarios llevaron el cine- matógrafo itinerante a todos los recovecos del país. Algunas de estas sesiones eran complementados con variedades en vivo en las que participaban bailarinas y cantantes. Las películas que se exhibían eran aquéllas que los productores europeos y estadunidenses abas- tecían desde sus países pues en México no se contaba todavía con película virgen ni ingredientes químicos para revelar y copiar, ni los aparatos para tomar y exhibir películas salvo, claro, los pocos proyectores importados por los representantes extranjeros. Sin embargo, cuando a México pudieron llegar estos equi- pos que permitieron estimular la producción de vistas con temas mexicanos, tampoco fue posible romper la dependencia con los fabricantes extranjeros, pues éstos tuvieron el cuidado de controlar el revelado y el copiado de películas. “La desorganización del mercado incidió para que la producción de películas mexicanas fuera escasa. Las películas nacionales fueron durante el porfiriato un complemento del programa. Pocas tuvieron el honor de ser programadas solas, esto es, que fueran el único atractivo. Sólo algunos reportajes de viajes de Porfirio Díaz gozaron de tal privilegio”. Ya para 1899 el cinematógrafo se había constituido en un verdadero espectáculo popular. “Para 1900, la ciudad (de México) tenía ya veintidós locales, entre sa- lones destinados a la gente decente y carpas destinadas a la plebe”. Esto era representativo de lo que ocurría en el resto del país. Las ciudades más importantes como Guadalajara, Monterrey y Puebla eran las más invadi- das por los nuevos empresarios cinematográficos.
  • 4. En esa primera etapa, la limitada producción de vistas en México giraba en torno a sucesos reales, una espe- cie de cine-verdad limitado a los acontecimientos que expresaban la realidad porfiriana, pues nunca preten- dieron ofrecer testimonios del disgusto prerrevolu- cionario que se estaba fermentando en el fondo de la sociedad. Básicamente eran dos tipos de documentales los que dominaban el quehacer de los cinematogra- fistas: uno se abocaba a captar la vida cotidiana de la ciudad, sobre todo en el ámbito de la aristocracia de la época; el otro se ocupaba de cubrir sucesos especiales, como los protocolos oficiales del presidente Díaz, o los estragos causados por una catástrofe natural. El escapismo que practicaban los primeros cineastas mexicanos tenía qué ver con el control que ejercía el poder estatal sobre la incipiente industria cinemato- gráfica, en particular, y sobre la mayoría de los medios impresos. Para la gente que asistía al cine, no sería pre- cisamente el entretenimiento más conveniente y ama- ble aquel que presentara, supongamos, las revueltas que se iniciaban en las fábricas, o simplemente, aquel donde aparecieran muchos mugrosos y mal vestidos. Para ello habría que esperar uno tiempo más, aguardar a la revolución que estaba a la vuelta de la esquina. Durante aquella primera etapa del cine trashuman- te, destacaron algunos precursores del cine nacional, entre ellos Salvador Toscano y Enrique Rosas. Toscano abrió en 1898 la primera sala pública de exhibición en México, llamada El Cinematógrafo Lumiere, y el mismo año inició el rodaje de Don Juan Tenorio, una de las primeras cintas mexicanas de argumento. Poste- riormente abriría el legendario Salón Rojo. Su extensa trayectoria culminó con la película Memorias de un mexicano, un enorme testimonio sobre la revolución que su hija Carmen editó hasta 1949. Por su parte, Rosas se abocó, como la mayoría de los camarógrafos pioneros, a la filmación de vistas, sin embargo, definió un estilo nacionalista que buscaba retratar el folclor del país. A lo largo y ancho de México, Rosas encontró motivos que captar, un estilo que, a la postre, se crista- lizaría en El automóvil gris (1919). Salvador Toscano En esos años el cine de argumento no tuvo una gran aceptación de parte del público porque adolecía aún de un lenguaje cinematográfico agradable o ameno, debido a que los conocimientos que los cinematogra- fistas tenían para ponerlo en práctica eran exiguos, de la misma manera en que lo eran los recursos de producción. Por ello, algunos ensayos de esta corriente que se hicieron eran poco propositivos o escasamente divertidos y, en general, fracasaban. En ambos géneros (el cine documental y el argumental) lo que prevale- cía era, como en el resto de las artes, la búsqueda de la identidad nacional, el mexicanismo decimonónico y sus valores patrióticos, heredado sin lugar a dudas de las preocupaciones ideológicas establecidas por los liberales a lo largo de las pugnas con los conservadores durante el XIX. El porfiriato se había refugiado con cierta inteligencia dentro de esa coraza nacionalista. So pretexto de defender ese mexicanismo y su progreso, su régimen se permitía delicadezas tan pintorescas como la represión a los obreros, demostraciones tan nacionalistas como imponer la mordaza en los medios, y símbolos tan inequívocamente autóctonos como las prisiones a donde se confinaron a los enemigos del sistema. “Esa dictadura permitió, por primera vez, la existencia de un auténtico poder político nacional, pero nadie pretendió que la fuente de ese poder fuera realmente la voluntad popular de la que hablaba la Constitución. Díaz había recreado el tipo de soberanía monárquica de la época colonial, sólo que le cubrió con un manto supuestamente republicano y popular que no engañó a nadie”. Para 1907, el cine ya se había consolidado como un es- pectáculo de gran arrastre popular. En la capital, para entonces, existían 16 salones de exhibición cinemato- gráfica y para el siguiente año se estableció el primer
  • 5. taller o estudio cinematográfico: The American Amus- sement, Lilo, García y Compañía. Ante la mayúscula aceptación del público, algunas voces del medio intelectual comenzaron a discernir acerca del nuevo espectáculo y generaron una encona- da polémica al respecto. Luis G. Urbina, por ejemplo, opinaba lo siguiente: “ la masa popular, inculta e infan- til, experimenta frente a la pantalla llena de fotografías en movimiento el encanto del niño a quien la abuelita le cuenta una historia de hadas; pero no puedo con- cebir cómo, noche por noche, un grupo de personas que tienen la obligación de ser civilizadas, se emboban en el Salón Rojo o el Pathé, o en el Montecarlo, con la incesante reproducción de vistas en las cuales las aberraciones, los anacronismos, las inverosimilitudes, están hechas ad hoc para un público de ínfima calidad mental..”. Esa opinión parecía subestimar los alcances de un medio que acabaría por encontrar su nicho en el gusto popular durante las siguientes décadas. Sobre el cine- matógrfo, la miopía de la alta alcurnia, sin embargo, no medraría el entusiasmo de la baja bellaquería: “La revolución técnica rompía de golpe el aislamiento de las clases populares, las que por fin tenían acceso al entretenimiento de las esferas superiores. La demo- cratización bárbara soprendió a la élite, sacudió sus pretensiones de considerar la cultura del exterior como un coto cerrado disfrutable únicamente por mentes educadas. ¿Cómo podían las almas groseras acceder al mundo de las ilisiones que prometía el cinematógra- fo? ¿Cómo podían ellos, los esclavizados por la faena diaria, los adictos al entretenimiento soez de la carpa alburera, acceder a la estratósfera del buen gusto? Los pocos representantes de la élite cultural que vislum- braban en el cine posibilidades artísticas, no dejaban de manifestar una mezcla de inquietud y sorna ante el ruidoso festejo de las multitudes ante las pantallas”.[7] Estos argumentos no eran compartidos por todos. El rechazo al cinematógrafo que algunos sectores expre- saban no fue suficientes para frenar el alboroto de la gente, no sólo porque muchos eran analfabetos sino también porque, ante la posibilidad del esparcimiento y la evasión, a la mayoría le importaba un comino las fruslerías que profesaban las inteligencias de la cepa aristócratica. Si bien un viejo grupo de intelectuales conservadores se aglutinaban en torno al poder, a los ministros cien- tíficos o a la doctrina positivista, durante el porfiriato también se había incubado una nueva generación de pensadores alternos al porfiriato o al positivismo, la cual se subdividía en dos vertientes: la de militancia política y la apolítica. Y aunque ni políticos ni apolíti- cos prestaban un interés conspicuo al cinematógrafo, a la larga serían los que, una vez finalizada la guerra armada, constituirían núcleos del movimiento cultural postrevolucionario. Destacan, sobre todo, los miem- bros del Ateneo de la Juventud: Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Pedro Henríquez Ureña, Carlos González Peña y otros más. Existían muchos vínculos entre éstos y el porfiriato, pero sería la revolución que se avecinaba la que le daría a este grupo, a la postre, la templanza necesaria para que su influencia se tendiera sobre el resto de los quehaceres culturales del país, inclusive el cine. Para finales del porfiriato la temática de los cineastas no había variado de eje. El dictador y sus viajes eran quizás la mayor atracción, seguidos de las hazañas de toreros célebres, como Rodolfo Gaona, o de cantantes y actrices sustraídas del teatro. Muy probablemente la película-reportaje La entrevista Díaz- Taft es la más ambiciosa de aquella época. Dirigida por los hermanos Alva, esta cinta es la crónica del viaje de Porfirio Díaz a la frontera y de su encuentro con el presidente de Estados Unidos. Por otra parte, los empresarios nacionales habían ganado terreno a sus competidores extranjeros en el mercado cinematográfico. Para 1910 un mayor por- centaje de las empresas dedicadas a la producción, distribución y exhibición de películas estaba en manos de mexicanos. El gobierno participaba dentro de la industria sólo de manera superficial. Así por ejemplo el Ayuntamiento de la Ciudad de México se dedicaba en materia cinematográfica exlusivamente a recaudar el pago de impuestos, dispensar permisos para la aper- tura de salones, además de vigilar que se cumplieran los requisitos salubres establecidos para la exhibición. En este rubro, la política del Ayuntamiento no ejer- cía una censura sistematizada, pues se aplicaba según los criterios del funcionario en turno, aunque por lo general era poco el material que por contenido político o “inmoral” se podía proscribir.