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       D L T C GEllUL Ü EDiJCElOl
        I I EA
        BÜ             E
                        PRIMERA SRHIB.



                     TOMO III.


               LOS JUEGOS
     D E     L A     P R I M E R A             E D A D . '

                              1>0R


           ] ) . - F . FERNANDEZ     VII.LÀBRILLE.




                        *^-e^jT>í fi3-«-^«




                     M A D R I D :     1862.


       BSTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO PE MELLADO,
                calle de Sta. Teresa, núm. 8.
BIBLIOTECA m u m   ш   ËDICACION.
BIBLIOTECA GENERAL BE ELIICACION
                    PRIMEBA SERIE.



                TOMO IH.


         LOS JUEGOS
D E    L A     P R I M E R A                    E D A D .

                          POR


      D. F . FERNANDEZ           VILLABRILLE.




                        »*t f^**^^*




               MADRID: 1 8 6 2 .

  ESTABLECIMIENTO TIPOGRAFICO DE MEIXADO,
           calle d e Sta. Teresa, n u m . 8 .
LOS JUEGOS.


     Los juegos han tenido siempre por objeto,
proporcionar algún alivio y recreo á el ánimo
fatigado después d e serias ocupaciones ó d e las
áridas tareas del estudio. No hablamos aquí d e
aquellos grandes juegos gimnásticos del circo
Olímpico d e la antigua Grecia, ni d e aquellas fes-
tividades celebradas entre los romanos por m e -
dio de juegos particulares. Los juegos d e q u e
debemos ocuparnos, no tienen g r a n d e impor-
tancia histórica: son pura y simplemente los ejer-
cicios inventados, para todos os sexos y todas
las edades; los infinitos medios d e recreación que
se han discurrido, para evitar el fastidio, y para
preservar d e tan peligroso enemigo á la infancia
y á la j u v e n t u d . Desde que el buen Esopo con
 s u fábula del arco, que no podia estar siempre
 tirante, dio á entender bien á las claras, la n e -
 cesidad d e algún recreo para el espíritu, cuya
atención' no siempre puede estar embargada, los
— 6 —
 juegos se h a n multiplicado al infinito, h a n a d ­
 quirido una impor tancia r eal, y su descr ipción
 p u e d e ser considerada como u n objeto d e g r a n d e
 utilidad.
       En este tomo, según nuestr o plan, solo d e b e n
 insertarse los Juegos de la Primera edad, y q u e per ­
  tenecen á la ser ie d é l a INFANCIA. En las otras s e ­
  ries ya vendr án juegos d e m á s impor tancia y q u e
  indemnicen d e lo tr ivial q u e pudiera p a r e c e r , lo
  que, como par te d e un todo, es for zoso inse r ta r
  en este lugar . Todos los juegos vienen á r e d u ­
 cirse en último r esultado á dos clases pr incipales:
  los q u e exigen ejer cicio del entendimiento, por
 qoe en ellos entr a el cálculo y la r eflexion, y los
 q u e solo exigen ejer cicio del cuerpo, al q u e ргсн
 curan for talecer y desar r ollar . Estos últimos s e a
 loe q u e mas deben figur ar en la pr imer a e d a d d e
 la vida.
       No todos los juegos pueden ver ificar se á ©1
 aire libr e, ni el viento y la lluvia per miten siem­
 pre, gozar d e la amenidad del campo. En este caso
 e s indispensable buscar la r ecpeacion dentr o d e
 caea, y por esta r azón, s e inser tar án también
 aquellos juegos domésticos, q u e forman las delir
 cías d e u n a ter tulia.
      Tenemos algún motivo par a cr eer , q u e este
(emito ser á mas consultado que los otros por ma-
cboe d e nuestr os lecto r es. Esto ser á en r azón á
su Шао y su c o n t e n i d o : sin embargo, m u c h a s
máximas y r eflexiones q u e en él se contienen,
quisiéramos q u e no las tomasen como cosa d e
)uego.
E L PARTERRE-


       Al frente del antiguo Gasón del palacio del
Buen Retiro, y como introducción á el vasto jar-
din de este real sitio, h a y un anchuroso y v e n t i -
 lado terreno llamado el Parterre, porque efectiva-
 mente, lo ha sido respecto del palacio que allí
 existió en dias de esplendor. Allí figuran todavía
 las plantabandas y labores d e box, cortadas á
tijera alrededor d e dos estanques, mientras q u e
 á lo lejos campean por encima d e los árboles, las
p u n t a s y labores del árbol del estanque chinesco.
Allí el sol dora con sus oblicuos rayos de P o n i e u '
te las escalinatas y filas de árboles que las coro-
n a n , mientras q u e por otro lado la vista puede
dominar gran parte d e las cúpulas y torres de
Madrid, que se destacan sobre un p u r o y traspa-
r e n t e celage.
       Este es el sitio q u e los nifios prefieren para
sus juegos, y maravilla será pasar alguna tarde
p o r él, sin oir resonar los gritos y estrépito, pro-
pios d e los juegos d e la infancia. En los h e r m o -
sos dias d e primavera y otoño y en las serenas
tardes del estío, los niños corren presurosos al
 Parterre, á gozar aire p u r o y calor vivificante. Allí
 no hay distinción de clases, ni de categorías, t o -
 dos se tratan d e ÍM: no se hace caso del lujo del
 vestido, y aun se mira con fastidio, cuando es
u n obstáculo para entregarse con a b a n d o n o á los
—   8   —

juegos. Unicamente la aristocracia de la edad y
d e la fuerza es allí conocida.
      También las niñas suelen presentarse en el
 Parterre: sus juegos son menos bulliciosos, y d e s -
 pliegan ya en ellos aquel instinto de coquetería
 que parece innato en a muger. En cuanto á los
 muchachos, el anchuroso espacio les parece p o -
 co, para seguir á la carrera el aro que voltea rá-
pidamente impelido, para ejecutar sus cabalga-
 tas, escondites y simulacros de batallas.
      ¿Quién no se ha regocijado al contemplar a q u e -
 lla caterva d e niños, corriendo, saltando y d a n -
 do volteretas? Unos fuertes y robustos, otros mas
 delicados; unos ligeros y esbeltos, otros pesados
 y tímidos, pero todos alegres: todos, así blancos
 como morenos, con las megillas sonrosadas por
 el calor del sol y la agitación.
      En aquellos juegos de la infancia se e n c u e n -
 tra u n bosquejo de nuestras diversiones y aun
 d e nuestras ridiculeces.
      Con las modernas obras q u e tanto h a n d e
 embellecer el Parterre, está suspendida t e m p o -
  ralmente la reunion en él de los niños; pero es
  d e esperar q u e , concluidas que sean, vuelvan al
  instante á tomar posesión d e su campo de bata-
 lla, de su sitio favorito, entonces embellecido con
  nuevos adornos, con graciosas fuentes, con esta-
 tuas d e nuestros reyes y recuerdos d e nuestras
  glorias.
      Nada d e esto, sin e m b a r g o , animará tanto
  el paisage, como la vista d e los grupos d e niños
 y d e n i ñ a s , todos d e corta e d a d , todos d e carnes
— 9 —
frescas y sonrosadas, con los cabellos sedosos
que caen en rizados bucles alrededor de un r o s -
tro animado por el juego y la sonrisa. Vedlos
allí, como en la viveza de sus movimientos se
deja conocer el ardor d e aquella sangre pura
que colorea sus megillas, y en el brillo d e sus
ojos se trasluce todo el candor é inocencia d e
su alma.
     ¡Envidiable alegría la d e los primeros afios!
La vista d e estas deliciosas criaturas es capaz d e
desarrugar la frente al hombre mas austero y
misántropo. Se cuenta de un filósofo m u y serio,
m u y aburrido, muy desengañado d e las cosas h u -
manas, que al contemplar uno de estos alegres
y graciosos juegos d e niños, exclamó:
   —¡Qué lástima que todos estos hayan d e con-
vertirse en hombres!


            EL PASEO EN C A R R E T E L A -


    Una señora, residente en una de las principa-
les ciudades d e provincia, pero que habia venido
á pasar u n a temporada en Madrid, en compañía
d e sus tres hijos, el que mas d e tres años d e
edad, acostumbraba sacarlos á paseo todas laS
tardes, para que fuesen viendo los mejores paseoá
d e la capital. Ya habian estado en el Retiro, en
el Prado y en el Canal, ya habian visto el paseo
d e la Fuente Castellana ó d e Isabel II, con su
amenidad y frescura casi fabulosas para os q u e
— l o -
 antes conocieron aquel estenso arenal, ya habian
 en fin recorrido todos ios sitios de recreo que
 atestiguan cuanto se ha aumentauo de pocos arlos
 á esta parte la magnificencia de la capital, y e n -
 tre todos estos sitios, ninguno habia sido tan del
agrado de los niños, á ninguno deseaban ellos
el ir con mas ardor, que al paseo y glorieta d e
Ja plaza de Oriente, y esto no era por el magní-
fico golpe d e vista que allí se disfruta, ni deseosos
de contemplar la arrogante estatua de Felipe IV,
sino, forzoso es decirlo, por observar embelesa-
dos las carretelas, cochecitos y ómnibus, que
atestados de niños y d e niñas, giran constante-
mente alrededor d e la glorieta. ¿Qué les importan
á los niños las bellezas y maravillas del arte, en
una edad en que aun no pueden comprenderlas?
Asi es, q u e los niños de que aqui se trata, al pa-
sar por as calles de Madrid, mientras que su
m a d r e se quedaba asombrada delante de los so-
berbios edificios que han levantado algunos opu-
lentos capitalistas, ellos se entretenían en mirar
las estampas y los juguetes, espuestos á la p u e r -
ta de los almacenes de novedades, ó se acerca-
ban poquito á poco, á los escaparates d e alguna
confitería. He aquí justificada la razón, por q u e
al sentarse los niños en los bancos de piedra de
la glorieta de Oriente, solo tenían ojos para com-
templar aquellos carruages, tan pequeñitos y tan
elegantes.
    En Madrid, u n a idea útil y ventajosa al que
la p r o m u e v e , nunca deja de tener imitadores.
Ocurríósele á u n pobre hombre hacer una tarta-
— a—
  nita, y presentarse con ella en la plazuela d e
  Oriente á disposición d e los niños, que mediante
  una retribución de cuatro cuartos, quisiesen d a r
  en ella un paseo. Era este u n medio tan ingenio-
 so como inocente de ganarse la vida, y el pensa-
  miento tuvo tal aceptación^, fueron tantos loa
  parroquianitos que a c u d i e r o n , que en breve s e
 suscitóla emulación y vinieron k competir con la
  tartana, la elegante carretela, el popular ómnibus
 y hasta el estrangero ckar á banc. Tiene ya el m u n -
 do infantil lodala batahola de carruages, que tan-
 to estrépito producen en las calles de las grandes
 ciudades, tiene todo el lujo y toda la variedad:
 solo faltan los abusos, y estos p o r desgracia no
 faltarán.
      Los primeros dias que los niños c o n c u r r i e -
 ron á la glorieta, se contentaron con ver p a -
sar y con seguir con la vista los elegantes c o -
checitos y la vistosa carretela, envidiando la
suerte de los dichosos niños, que en ella eran
llevados, pero al segundo dia, y a s e a t r e v i e -
ron á suplicar á su mamá, les permitiesesubir al
coche.
    —[Ohi n o es poco lo que pedís, queridos míos,
y u n favor d e esa especie es preciso merecerle.
Veremos mañana que tal os portáis d u r a n t e el
dia, que tal cumple cada uno con su obligación
y esto es lo que decidirá quien será el q u e suba
al coche.
     Hecho este convenio, los niños al siguiente
dia se propusieron no cometer falta que les im-
pidiese el pasearse en el coche favorito, y por lo
—   i'¿ —

menos, dos de ellos así lo cumplieron. En cuanto
al tercero, la fuerza d e la costumbre fué en él mas
poderosa que sus buenos deseosí Tenia el tal ni-
ño un genio sumamente pendenciero, y por u n
quítame allá esas pajas, armaba con sus h e r m a -
nos u n a quimera en la que solían cruzarse d e
una parte y otra algunos buenos cachetes. La m a -
d r e , q u e varías veces había reprendido este
defecto, estuvo en observación todo aquel día
y por desgracia aquel dia no se pasó sin ca-
morra.
       Por la t a r d e , así que los niños divisaron el
coche objeto d e sus deseos, empezaron á sal-
tar de alegría, y el conductor, que reconoció
se llegaban p a r r o q u i a n o s , paró' el c a r r u a g e ,
diciendo.
     — V a m o s , señoritos, ¿van v d s . á subir?
       Subieron en efecto los dos primeros, pero
al adelantarse el tercero m u y animoso, su m a -
 d r e le contuvo, diciendo:
     —^Tú no subes, p o r q u e si armaras con t u s
hermanos dentro del coche otra quimera como
la d e esta m a ñ a n a . . . ya v e s , pudierais caeros
abajo. Déjalos á ellos solos, que saben estarse
qtiietos en todas partes. ¿Parece que habías o l -
vidado lo que te prometí ayer?
       Partieron los dos niños á dar sus vueltas á
la redonda, mientras que el otro se detuvo á e l
lado d e su madre, mustio, cabizbajo y p r o c u -
rando contener las lágrimas que se le venian á
los ojos. Hizo tal efecto en él esta privación, q u e
al dia siguiente se abstuvo d e j u n t a r s e con sus
— 13 —
hermanos у a n d u v o solo todo el dia, por no ce­,
der a la tentación de r eñir con ellos, d e modo
q u e po r la ta r de todos fuer on juntos en la c a r ­
retela.
     La madr e r ecomendándoles antes d e subir
que se bajasen dadas unas vueltas y no quisie­
sen estar se en coche toda la t a r d e , los estuvo
mirando con satisfacción y confir mándose en una
idea que ella siempr e habia tenido, cual es, q u e
aun de las cosas mas triviales se puede sacar p a r ­
tido par a mejor ar la conducta d e los niños.


                      LOS CORROS.

    Entre todos los juegos d e los niños ocupan
u n lugar de pr efer encia los corros que fo man,
                                               r
entonando al mismo tiempo alegr es canciones.
¿Quién de nosotr os al bajar al Pr ado á toma r el
fresco en una her mosa noche d e ver ano, no h a
visto estos cor r os que par ticular mente las niñas
forman cer ca d e la fuente de los Cuatr o Tiempos?
¿Quién no ha escuchado con placer aquellos c á n ­
ticos popular es, que fuer on también nuest r o e m ­
beleso en los pr imer os años de la vida? jQué
inocentes y sencillas simpatías nacen de estos
juegos!                                                  .
    Las niñas como mas pacíficas, toman par te
en ellos con una avidez est r ao r dina r ia, y a c e p ­
tan con alegr ía el papel que les está confiado,
porque en estas escenas, todos los papeles se s a r
— 14 -
ceden alternativamente. En to das estas escenas,
hay su mo vimiento , su pequeña acción que in­
teresa á to do s lo s actores, aco mpañada de cán­
ticos po pulares, no tan despro visto s de ritmo y
de co mpás, que no hayan po dido bailarse en
forma de rigo dón en salo nes mas elevados, y po r
personas que no eran niñas. La letra de estas
caiMiioneses algún romance popular, desfigurado j
y cuyo o rigen se pierde en lo s remo to s tiempo s
de do nde pro viene po r tradición: de esta clase
son lo s que empiezan:

          Yo no quiero al co nde de Cabra,
          A la cinta, cinta de oro


    Una de las mas gracio sas cantinelas de lo s
corros es aquella cuyo estribillo dice:

             Señorita muy bien parecida
             Salga vd. á bailar,
             Modia vuelta daréis vo s;
             S i l a queréis dar.

    Durante ella, y á cada vuelta de la rueda, vá
saliendo po r su turno cada niña, empezando po r
la ^ue hace de presidenta, y co giendo á la niña
que respectivamente la sigue, da una vuelta co n
ella en medio de la rueda, y luego se vuelve á
su puesto , vo lviendo á entonar su cántico . Esto
se co ntinua hasta que to das las niQas del co rro
hayan dado su vuelta en medio , y тшАаз pare?
— ItJ —
jas se dan un besito, además d e la vuelta de or-
 denanza.
      Las madres, las abuelas, las nodrizas y las ni-
fleras, forman, por decirlo así, otro corro á corta
distancia de las ñiflas. Sentadas en los bancos
inmediatos ó en el pilón d e la fuente, siguen,
con ansiedad los movimientos d e los niños, e s -
cuchan sus cánticos y vigilan todos sus pasos.
De vez en cuando se desprende alguna niña del
corro, y viene al regazo d e su m a d r e , r a d i a n t e
d e placer, á dejar el pañuelo ó sombrero que le
estorba, á enjugar el sudor d e su frente, ó tal
 vez á prorumpir en alguna queja, por que las
 m a d r e s forman allí un tribunal de paz y de con-
ciliación, para aplacar todas las discordias, y cal-
m a r los enojos, que por otra parte duran bien
poco; pues los consejos se escuchan con i m p a -
ciencia, ó se interrumpen para volver con las
compañeras q u e están llamando. Las amas d e
cria y las niñeras van y vienen para corregir,
proteger y vigilar la niña puesta á su cuidado,
 r cuando ociosas se r e ú n e n , su coloquio no s u e -
Se ser silencioso ni pacífico; pero las madres no
hablan con delicia mas que d e sus hijos, repiten
rojl veces una misma cosa y siempre se escu—
ciian con sonrisa. El carácter, las inclinaciones,
las enfermedades y aun los dichos admirables
d e sus niños son materia interminable d e los
diálogos, y mientras q u e se verifican, se e n s e -
Qap unas á otras con orgullo aquellas criaturas)
en quienes fundan su porvenir y sus esp&«
ranzas.
— 16 —

    No es solo en el salón del Prado d o n d e se
forman esos corros d e niñas, cuyos m o v i m i e n -
tos son tan graciosos y sus trages tan elegantes,
como que en elios se ha desplegado cierta c o -
quetería de las madres, para hacer valer las gra-
cias d e sus hijas. También en el Retiro y en las
plazuelas del centro de la población, en aquellas
en que hay árboles y frescura, se r e ú n e n fre-
cuentemente los niños y las niñas, haciendo r e -
sonar en todo el contorno sus cánticos y sus
risas.


                     U    VAJILLA-


      P a p á , decia Carolina con mucha zalamería
á su p a d r e , yo quisiera tener u n a vajilla como
la que h e visto el otro dia en el Gran          Bazar.
¡Si viera v d . que cosa tan mona! Allí habia c u a n -
to hace falta para el servicio de una mesa. F u e n -
tes, platos, tacillas tan chiquititas y tan r e l u -
cientes; botellas y vasitos d e cristal, cucharitas
y tenedores d e platina; la sopera con su tapa,'
y hasta las servilletas metidas en su aro, y todo
e s t o s e guarda dentro d e una caja. ¡Ah! p a p á ,
¿me la comprará vd?
     —No tengo inconveniente, hija mia. Te p r o -
meto que la primera tarde que salgamos j u n t o s
entraremos en los Tiroleses á comprar esa caja
a u e tanto te gusta; pero ha d e ser bajo una con-
 aicion. Tú tienes el defecto d e ser a go curiosa
—   17 —

y como esta es una falta m u y fea en las niñas,
es indispensable el corregirse de ella. Ya me han
dicho que empiezas á e n m e n d a r t e . . .
    —Si señor, papá mió.
    — E s t á bien; pero quiero yo hacer la p r u e b a
p o r mí mismo.
    —Como v d . guste, p a p á .
    —Bien: ve ahora al gabinete de tu mamá, que
allí estaré yo dentro de un r a t o , y sabrás lo que
debes hacer.
      Todavía no habia concluido Carolina de con-
tar á su madre lo que acababa de suceder, cuan-
do entró su papá, 1 ovando en la mano una bonita
caja d e esas que sirven para regalar pastillas y
diabolines, y entregándosela á su hija, dijo;
     —Carolina, tal vez esta tarde misma tendrás
esa caja que tanto deseas, si me das palabra d e
no abrir esta hasta q u e yo te la pida.
    —Pierda vd, cuidado, papá.
      Se quedó Ja niña con la caja, mirándola y
remirándola, y apenas se vio sola, c u a n d o . . . ¿se
creerá lo que voy á decir? ¡Pues abrió la caja
d e golpe y porrazo, sin tener presente lo que
su padre deseaba, ni lo que ella misma acababa
d e prometer! ¡Tan difícil es resistir á una c o s -
tumbre inveterada y desarraigar un vicio á q u e
se ha dado entrada en nuestro corazón!
      Dentro de la caja habia dos moscas las q u e ,
por pronto que la iiiña quiso cerrar, echaron á
volar dejándola estupefacta. Sentóse en una silla
con la caja vacía en las manos, reflexionando s o -
bre lo que le pasaba; pero como su imaginación
                                          2
— 18 —

era m u y viva, al instante se levantó, diciendo:
    — [ P o r q u e poca cosa me apuro yo! ¿Si se han
 escapado as moscas, hay mas q u e coger otras
dos y meterlas en la caja? Asi mi papá no puede
 conocer que la he abierto.
      Asi hablaba la niña sin reflexionar que su p a -
d r e pudiera, y aun es lo mas probable q u e lo es-
tuviese haciendo, acechar todo cuanto ella ejecu-
taba.
      Púsose, pues, á cazar moscas, dando manota-
zos arriba y abajo, hasta que al fin atrapó u n a .
iba y a á meterla en la caja, cuando sintió cierto
remordimiento y dijo para sí:
    — P e r o si guardo otras moscas en la caja y se
las preseuto asi á mi p a d r e , lo que voy á hacer
es engañarle, y engañar á su papá ¿no será u n a
falta todavía mas grave que el abrir la caja? ¡Oh!
¡yo no tengo valor para engañar á mi papá! Lo
mejor es decirle la verdad y que haga después lo
q u e quiera.
      Dicho y hecho, fué á buscar á su papá y le
contó ingenuamente cuanto habia pasado. No sé
yo á p u n t o fijo el efecto q u e esta confesión baria
en el buen padre; pero sin duda fué favorable,
puesto que ia niña posee la caja con su vajilla com-
pleta y con ella ha dado á sus amigas el simula-
cro d e un magnífico convite.
EL ARO-


    Enriqueta iba un dia á paseo delante d e su
mamá, llevando en la mano un aro forrado d e
paño encarnado, con galones de plata y alambres
cruzados d e los que pendían sonoros cascabeles.
Así que llegaron la m a d r e y la hija á pn terreno
llano y despejado, lo que es indispensable para
divertirse sin riesgo en este juego, se sentó la
madre en un banco de piedra, y Enriqueta, q u i -
tándose su sombrero d e paja, empezó á jugar con
el aro, haciéndole girar rápidamente en todas d i -
recciones, aunque sin apartarse mucho del sitio
en que su m a d r e se encontraba.
    El aro no solo es juego que divierte mucho á
los niños, sino que contribuye á que hagan un
ejercicio saludab e, para dar agilidad al cuerpo y
soltura á las piernas y los brazos. Aunque parece
tan sencillo, embarga mucho la atención d e los
niños, para dirigir su marcha y para comunicarle
el empuje por medio del palillo que se lleva eti
la mano. La habilidad del q u e juega está en c o m -
binar de tal modo el empuje que á e l aro comuni-
ca, con la velocidad de su carrera, que el aro
nunca pueda evadirse d e su dominio, estando
siempre á tiempo de comunicarle el empuje,
cuando empieza á ceder en su velocidad.
     Habia por allí otra niña que también estaba d e
paseo con su mamá, y q u e no teniendo aro, m i -
— s o -
taba con atención el de E n r i q u e t a , acercándose
algún tanto para observar los movimientos de e s -
ta. Como que las ninas se entienden fácilmente
unas á otras, al instante adivinó Enriqueta lo que
la otra nina podia desear y acercándose á ella, le
 dijo con mucha monada:
    —¿Quiere v d . jugar conmigo?
      La otra niña que no deseaba otra cosa, con-
sultó á su mamá con una mirada y en seguida t o -
mó p a r t e e n la recreación de Enriqueta, r e s u l t a n -
do que desde aquel instante tuvo el juego mayor
animación. Ya corrían las dos paralelamente, ya
cortaban con prontitud el terreno para atajar y
contener á el aro cuando se apartaba de su d i r e c -
ción, ya se le lanzaban la una á la otra, ya en fin
iban á competencia á ver cual de las dos le comu-
nicaba mayor empuje, y por consiguiente le hacia
ir mas lejos.
      Parece que todo placer es mayor cuando d e
él hacemos partícipes á los d e m á s , y es indudable
que Enriqueta tuvo la mayor satisfacción por la
condescendencia que habia tenido con aque la ni-
ña á la que hablaba como si fuese conocida d e
toda la vida. Pero no es esto lo mas particular,
sino que las madres, que jamás se habian saluda-
d o , vinieron á encontrarse j u n t a s , sentadas en el
mismo banco, conversando amigablemente y o b -
servando con satisfacción los colores de la rosa
q u e asomaban á las megiilas de sus hijas.
      El juego del aro es conocido desde la mas r e -
mota antigüedad. Le usaron ya los griegosy los r o -
manos, y entre ellos ciertamente que no era u n
— 21   —

juego de niños. El aro estaba formado por un
gran círculo de hierro y se le comunicaba el e m -
empujecon una varilla del mismo metal. En lu-
gar de cascabeles llevaba colgantes muchos ani-
llos y sonajitas de cobre, que producían con el
choque ese ruido que parece un estímulo ala car-
rera.


                   L O S CUENTOS-


       Bien sabida es d e todos la grande afición
 que tienen los niños á escuchar cuentos é h i s -
torietas acomodadas á su edad é inteligencia,
así como la impresión que ejercen en su espíritu.
Circunstancia es esta d e que siempre han sacado
partido los autores, para inculcar por medio de
cuentos á la tierna niñez, los principios d e moral
y las primeras reglas d e una sabia conducta, q u e
le sirvan d e guia en los diferentes peligros á q u e
la edad y la inesperiencia esponen de conti-
n u o . Siendo tan marcada esta afición d e los n i -
ños á contar cuentos, fuera maravilla que n o
dedicasen á tan grata ocupación algunas horas d e
la tertulia, que en una d e las prolongadas noches
d e invierno formaron Juanito, Bita, Rafael, Vic-
toria, Pablo y José. Colocados alternativamente
según su sexo y por el orden de su edad, c o n v i -
nieron en que cada uno d e ellos por su turno h a -
bia d e contar un c u e n t o .
      Tocábale empezar á J u a n i t o , quien por su
— 22   —

 corta edad esperaban que se disculpara de su em-
 p e ñ o , mas él salió airoso, diciendo con seriedad:
     —Pues señor, este era u n rey, tenia tres hijas,
 las metió en tres botijas...
       Interrumpióle la risa general de todos los n i -
 ños.
     — [ E s o no vale! decian, y por último, convi-
 nieron, diciéndoles Juanito que no sabia mas, en
 que pasase el turno á la Rita que empezó así.
     —Habian v d s . de saber que este era un niño y
le gustaban mucho los pajaritos. Pasó un dia con
su mamá por donde estaban vendiendo unos g i l -
gueros muy bonitos y dijo el n i ñ o : — M a m á mia,
 ¿aie compra vd. un pajarito de esos?
     —Niño, d e buena gana te le comprarla, dijo la
maoiá; pero lo q u e tú vas á hacer con él, será
martirizarle y dejarle morir de h a m b r e .
    —[Oh! no lo crea v d . , decia el niño, y e n t o n -
ces su mamá le compró el gilguero.—¿Pues que
dirán v d s . que hizo el n i ñ o ? . . . Ni mas ni menos
d e lo que su mamá habia pronosticado: ató u n a
cuserdecita á las patas del pájaro y, quieras q u e no
quieras, le hacia a n d a r y dar saltos, le echaba á
volar y ' d e un tirón d e la cuerda le hacia caer al
suelo, ó no le daba de comer ó le cebaba á lafuer-
       El gilguero piaba m u c h o , como implorando
compasión; p e r o el chico aquel siguió maltratándo-
le, hasta que el animalitó murió, rendido d e p e n a
y de cansancio. Entonces se quedó el niño m u y
desconsolado; pero no fué esto lo peor, sino q u e
llamándole su madre le dijo:—¿Qué has hecho del
pajarito? y él tuvo que decir todo lo que habia
— 23 —
pasado. Sacó entonces la madre una primorosa
jaula d e maderas finas y le dijo:—Mira, ¿ves esta
jaula? pues era para tu pájaro si hubieras sabido
cuidarle, mas puesto que no sabes hacerlo, no m e
vuelvas en tu vida á pedir q u e te compre otro, y
 en cuanto á la jaula, voy á regalársela á otro niíio
 que sea nías compasivo con los animalitos. Y co-
 lorín colorado, mi cuento ya está acabado.
       Tomó entonces la palabra Rafael y dijo:—En
 contraposición á lo que ha dicho la Rita, voy á
 decir yo una cosa, y cuidado que esto no es cuen-
 to, sino mucha verdad, pues así me lo h a contado
 á mí nuestra mamá.
       Dice que habia en su pueblo una niíia muy
 amable, llamada Cecilia, hija de una pobre labra-
 dora, por lo que ambas ganaban su vida con m u -
 cho trabajo. Aun en los dias peores de invierno
  tenia que salir la muchacha al bosque á por algu-
  na leña para que su madre se calentase, y un dia
  q u e se volvía á casa con su hacecillo, al cruzar
  un camino real, vio acurrucado j u n t o á un árbol
  á un perrito, lleno d e agua y de lodo, estenuado
 y temblando de frío. Cecilia soltó su lefia y b a -
 jándose hacia el perrito, le empezó á llamar y
  acariciar, poniéndole d e pie derecho, y como el
 animal diese muestras de agradecer su interés,
  ella no consultando mas que su buen corazón, co-
  gió al perro, le envolvió en su delantal y cargando
  con su leña, entró en su casa muy satisfecha.—
  ¿Para que traes ese perro tan feo y lleno d e b a s u -
  ra? le decia su m a d r e ; pero Cecilia senlia en su in-
  terior un contento q u e no la dejaba reparar en el
— 24   —

 enfado de su mamá. Le hizo al perro unas súpitas,
 le lavó y jabonó de pies á cabeza, y entonces ya
 parecía mucho mas bonito. Cobró bien pronto s u s
 fuerzas y salia al campo corriendo y ladrando d e -
 lante de Cecilia, que cada vez le quería mas. P e -
 ro ahora viene lo mejor, y verán vds. como esta
buena acción no quedó sin recompensa, y que un
dia Cecilia se perdió en el bosque y la mamá,
viendo que tardaba tanto, llamó á el perro y e n -
señando e un vestido de su hija, le empezó á d e -
 cir.—¿Y Cecilia?—¿Dónde está Cecilia?—A lo q u e
el inteligente animal contestó con fuertes ladridos
y con salir corriendo á todo escape. Era el caso
que Cecilia, huyendo cuanto pudo de unos mu-
chachos que la querían quitar las moras que lleva-
ba en una cesta, se habia alejado mucho del p u e -
blo, metiéndose por unos parages donde nunca
habia estado, y concluyendo por no saber salir de
ellos. Dejóse caer al suelo rendida de cansancio,
y acordándose d e su mamá, se puso d e rodillas
p a r a pedir á Dios la sacase de aquel apuro, cuan»
do sintió á su espalda los ladridos de su perro fa-
vorito, y volviendo la cabeza, le vio llegar todo so-
focado, jadeando y con la lenguado fuera. Abra-
zóse Cecilia con su fiel animal que se le quería co-
mer á fuerza de caricias, y guiada por él, volvió
sana y salva á consolar á su afligida madre que la
estaba esperando fuera del pueblo.
      Este cuentecillo fué m u y del agrado de la
asamblea p u e r i l , particularmente d e las niñas,
haciéndoles mayor impresión después del primero
q u e habian oido, y estimulándoles á todos á ser
— 28 —

buenos у comp asivos рог p ura generosidad, q u e
obtiene al fin su recomp ensa. Tocábale el t u r n o
á Victoria, y todos esp eraban d e ella otro rato
no menos divertido.
    —Habian vds. de saber que este era un r e y
q u e acostumbraba salir d e noche p or las calles,
para ver lo q u e sucedía en la ciudad. Se encon­
tró una vez á un hombre tendido en el suelo y
profundamente dormido. Mandó que le levanta­
sen y le llevasen á su p alacio, donde le quita­
ron los andrajos y p oniéndole una túnica finí­
sima le acostaron en una cama del p ríncip e.
Cuando el hombre, que estaba borracho, desp er­
tó, se quedó atónito al verse en una alcoba m a g ­
nífica, rodeado de una brillante servidumbre. Le
preguntaron que trage queria su magestad p o ­
nerse aquel dia, y esta p regunta acabó d e con­
fundirle. Protestando en vano que él no era mas
q u e u n p obre jornalero, tomó el p artido de d e ­
jarse "tributar los honores con que le abrumaban..
Se dejó vestir, se p resentó en p úblico, asistió,
con gravedad á todas las ceremonias d e la corte,
y p asó desp ués á una mesa suntuosa. Desp ués
le p rop orcionaron juego, p aseo, diversiones, y
por la noche baile. Como que mi hombre nunca
se habia hallado en semejante fiesta, bebió y se
alegró de tal manera en la cena, que concluyó
por emborracharse, quedándose dormido p rofun­
d a m e n t e . Entonces mandó el rey que le volvie­
ran á p oner sus andrajos y le dejasen en el m i s ­
mo sitio donde le habian encontrado. 'A.lli p asó
toda la noche, hasta que desp ertó de frío, y vol­
-   26 —

viéndose á su casa, dijo á su muger, que si q u e -
ría escuchar el sueño mas particular q u e habia
tenido en su vida, y le contó todo io que yo he
contado á vds.
   — E n este cuento, dijo J o s é , se halla, r e -
flexionando bien, una imagen d e la vida, Pero
ya es la hora d e separarnos; otra noche conti-
n u a r e m o s esta serie de cuentos que dejamos in-
terrumpida, pues todavía falta el mío, que os
prometo será m u y largo y m u y bonito.



                     LA CUERDA.


     Saltar en la cuerda, d e los diferentes modos
q u e esto se ejecuta, es otro de los ejercicios á
q u e los niños tienen g r a n d e inclinación. Es j u e -
go que contribuye mucho á el equilibrio y á la
agihdad del cuerpo, y tan conocido, que apenas
necesita descripción.
     Emilio e r a , entre todos los niños que y o h e
conocido, el que mejor sabia saltar con la c u e r -
d a , y para hacerlo, buscaba una d e tales d i -
mensiones que le permitiesen saltar sin encor-
var el cuerpo, ni fatigarse m u c h o . Elegia para
d a r el salto el momento mismo en q u e la c u e r -
da tocaba al suelo ó pasaba rozando con él.
Cuando redoblaba el movimiento circular d e la
cuerda, levantaba muy poco los pies del suelo,
y sin doblar las rodillas; pero cuando la cuerda
— 27   —

iba muy despacio, levantaba mas los pies y el
brinco era mas sostenido.
      Empezaba saltando mas ó menos aprisa s o -
b r e un mismo terreno, después iba corriendo y
saltando, después cruzaba y descruzaba los b r a -
zos, cambiando la posición de la c u e r d a , y la ha-
cia girar con velocidad estraordinaria.
      En las ninas es todavía mas vistoso el j u e -
go de la cuerda, por las elegantes actitudes que
les hace tomar, ostentando lo esbelto de su talle
y manifestándose ligeras sin dejar de ser g r a -
ciosas.
      Hay una variedad en este juego, en la q u e
no es la misma persona que salta, la q u e m u e -
ve la cuerda, sino que esta es movida por otras
dos que la tienen asida cada una de su p u n -
ta. Entonces como no hay que cuidar de la cuer-
d a , pueden saltar dos y tres niños á la vez,
pero es fácil se tropiecen, y en todo c a s o , se
d e b e elegir una cuerda m u y larga, á pesar d e
 que siempre es mas difícil ponerla en m o v i -
 miento.
       La cuerda p u e d e ir y venir, ó lo que es lo
 mismo, ser movida á modo de columpio; p u e -
 de dar mella entera, como cuando la mueve el
 mismo que salta; puede granar íerreno andando ha-
 cia adelante los q u e la mueven y por consi-
 guiente el que salta, y puede giírar permanecien-
 do inmóvil uno de los q u e mueven la cuerda,
 mientras que el otro gira trazando círculo alre-
 d e d o r , hasta volver al mismo p u n t o .
       Los niños ó niñas q u e mueven la cuerda.
— 28 —
deben hacerlo acompasadamente, sin separar
mucho el brazo del costado, sin sacudirla b r u s -
camente, ni parar de improviso. Deben arreglar-
se en todo á los movimientos del que salta y
evitar que por su d e s c u i d o , si es que no h a y
algo de malicia, se le enrede la cuerda entre las
piernas y dé u n a caida peligrosa.


                 U   LINTERKA IH&GICA-


       Como el fin principal de las diversiones á
q n e se entregaba nuestra tertulia de niños, era
instruir y deleitar á la vez á los concurentes
á ella, se dispuso presentarles la linterna mágica,
bajo cuya ilusión p u e d e n darse tan vitiles como
agradables lecciones. Este espectáculo sorpren-
d e n t e , tan del gusto de los niños, es muy a p r o -
pósito para que pasen entretenidos alguna noche
d e invierno. Ansiaban ellos que llegase la hora
destinada al espectáculo, creciendo su impacien-
cia al paso que observaban los preparativos q u e
hacia fosé, que habia de ser el director de la fies-
ta. Llegó, pues, la noche deseada: los niños y
algunos convidados tomaron asiento delante d e
u n gran bastidor d e lienzo blanco, d o n d e se h a -
bian d e presentar las figuras: al otro lado ya esta-
ba José, con su linterna p r e p a r a d a . Hizo la señal
d e empezar, apagáronse las luces, cesó el b u l l i -
cio y le oyeron que decia-
   —Me propongo, queridos mios^ presentaros
— ag-
ía vida del hombre bueno, y ia del hombre malo,    no
conforme la habéis visto pintada en las alelu-
y a s , sino conforme yo la he acertado á formar
para vuestro ejemplo. Tomaremos á el h o m -
bre desde niño, porque las buenas ó malas i n -
clinaciones ya se traslucen desde la primera
e d a d . Asi es, que ese nifío tan lindo y tan aseado
que veis pasar, contará apenas doce años y y a
se distingue por su buena conducta. Ahora vá á
la escuela, como se infiere por los libros que
lleva debajo del brazo, y sigue derecho su ca-
mino, á pesar de que otros niños pasan corre-
teando é invitándole á jugar, pero él los despre-
cia, porque conoce el valor de tiempo.
      Vedle ahora en su casa: siempre aplicado,
siempre sumiso á ese señor que es su p a p á y
q u e le besa con cariño. Aquel cacharrito de b a r -
ro que se ve en una rinconera, es una hucha
d o n d e va echando los cuartitos que le dan, para
llevarlos á la Caja de ahorros.
    —Ahora os presento, dijo José mudando cris-
tal, á nuestro niño ya convertido en un joven,
en un artesano inteligente y laborioso, porque mi
ejemplo le he ido á buscar en las clases inferio-
res, para las que suelen ser mas escasos los p r e -
ceptos d e buena conducta. Ese hombre que entra
á observar su trabajo, es el maestro y el d u e ñ o
del taller: miradle como aprueba lo que hace y
predice que será un buen operario. En efecto,
esos elegantes muebles que se ven en la tienda,
han sido construidos por nuestro joven, que con
las ventajas de su primera educación y los cono-
— 30 —
cimientos industriales que ha adquirido, simplifica
y perfecciona sus obras.
     Ahora si que os presento u n cuadro hala-
gtieno: nuestro joven dando la mano de esposo
á esa interesante j o v e n c i t a , hija d e su maestro,
q u e enternecido bendice esta unión que tanto d e -
seaba, ¿Sabéis por qué un hombre de crédito y
caudal como ese, da nada menos que su hija á
u n simple oficial de su tienda? Pues no es por-
que haya sorprendido el secreto de sus procedi-
mientos, ni porque en algunas cosas todavía los
supere, sino porque ha conocido que es un hom-
bre honrado y trabajador, que sabe huir la com-
pañía d e los ociosos, y para quien no hay ocio y
disipación
      Veamos ahora en el.seno de su familia, al jo-
ven convertido en un hombre respetable, siendo
ejemplo de virtudes y gozando los placeres d o -
mésticos. Esos que le rodean son sus hijos y con
sus inocentes caricias le distraen de su fatiga. El
aspecto de comodidad que s e j i o t a en la habita-
ción, manifiesta que ha adquirido opulencia, al
mismo tiempo que la estimación pública. Mas ved
aquí un sugeto que llega y le entrega una cosa, á
cuyo aspecto manifiesta la mayor sorpresa y ale-
gría; es el premio concedido por una sociedad ar-
tística, y espresado en una medalla de oro.
    —¡Bravol ¡bien! ¡me alegro! esclamaban los n i -
üos, y José conociendo por su entusiasmo, que
les causaba la ilusión que él apetecía, continuó:
    — P o r último, miradle ya en edad avanzada,
cuando su debilidad no le permite dedicarse al
— 31    —
trabajo, como goza el fruto de sus ahorros y toda-
vía le quedan productos que destinar á la benefi-
cencia. Así continua dirigiendo á los demás con
sus consejos y su esperiencia, hasta que paga el
tributo a l a humanidad con sentimiento del pais y
lágrimas de los pobres y d e su familia.
     Asi terminó la vida del hombre bueno con gran
satisfacción de los niños á quienes dijo el cicerone
d e la linterna.
   —Después del satisfactorio cuadro que os aca-
bo d e presentar, casi estaba por suprimir la s e -
gunda parte ó sea la vida del hombre malo, porque
no pueden menos de entristeceros las funestas
consecuencias del vicio y del estravío d e las p a -
 siones.
    —No, no; queremos verla también, dijo Pablo.
    — Q u e siga, que siga, clamaron todos.
    — P u e s b i e n , seguiré, contestó José, de esta ma-
 nera se notará mas el contraste y hará mas i m p r e -
 sión en los ánimos. Ya le tenemos en la escena.
 ¿No os lo decia yo? Mirad ya que traza d e pillo y
 como desde pequeño manifiesta sus malas inclina-
 ciones. Ahí está jugando en medio de una calle
 pública con otros camaradas tan buenos como él,
 y los libros y cuadernos que hay caidos por el
 suelo declaran que se entretienen de este modo
 cuando debieran estar en la escuela.
     Pero hé aqui que llega ese buen hombre con
 su aspecto severo: es el padre del muchacho que
 viene á sorprenderle y sacudirle d e lo firme; pe-
 ro el pillole descubre á tiempo y , e s c a p a burlán-
  dose y ostentando su indocilidad.
— 32 —

     Ya le tenemos en la juventud, haciendo alarde
de su audacia, con navaja en mano y enredado en
una quimera. El sitio es una taberna, lo que d e -
muestra que estas casas, las de juego y disipación
son las q u e suele frecuentar, porque en tocante á
oficio ó otra ocupación honrosa, todavía no ha
pensado en dedicarse. Esta vez no sale tan bien
como la pasada de su travesura, porque llega la
autoridad y tiene que ir con las orejitas bajas á la
cárcel.
     ¿Veis ahora, amigos mios, el interior d e esa
miserable casa donde se ve una pobre muger tan
abatida? pues es la habitación y la muger del hom-
bre malo. Porque él, sin oficio conocido, sin cono-
cimiento de las cargas y obligaciones del matri-
monio, no se detiene en casarse por capricho.
Vedle como maltrata á esa infeliz muger de la q u e
  a está fastidiado, y como revela el desaliño d e la
Í abitacion que ha vendido hasta los muebles mas
precisos para sostener sus vicios.
    —I Pobrecita! que lástima me da la pobre muger,
decia Rita.
    —Deja, deja, que él llevará su merecido, con-
testaba Victoria para consolarla.
   —Os le voy á presentar, continuó José, en el
desempeño de una de sus fechorías. Está violen-
tando la cerradura de esa gaveta, en una lujosa
habitación, donde se ha introducido para robar.
Es de noche y una ventana abierta es por donde
h a subido y piensa también escapar á repartir su
rapiña con'loscómplices que abajo le esperan. Un
puñal que lleva en la cintura, declara que será un
-   33   -
asesino en el momento que halle alguna resis-
tencia.
     Mudó Jo-é otro cristal y esclamó:—El presa-
gio de Victoria se ha cumplido. Ya le tenéis en un
lóbrego calabozo y aherrojado con fuerte cadena.
No tiene mas que cuarenta años y sin embargo
parece un viejo decrépito. ¡Tanto es lo que aca-
b a n diez años d e crímenes continuados! Ellos le
han conducido á ese calabozo donde sentenciado
á la pena capital, espera d e un momento á otro el
sufrirla.
      A vosotros que habéis asistido á la muerte
 tranquila del hombre virtuoso, no os haré y o
 presenciar el suplicio de este criminal. Figuraos
 cual debe de ser, y ojalá no sea de aquellos, que
 ni aun en este funesto lance, dan muestras de un
 tardío arrepentimiento.
      Asi concluyó la segunda parte del espectácu-
 lo, l a q u e confoime José habia pronosticado, dejó
 mas fuertes y tristes impresiones en el ánimo d e
 los espectadores.


                 LA GALLINA CiE&A.


     Este es el juego favorito d e las niñas. Es tan
sencillo, que casi no merece una descripción
particular, pero sencillo y todo pone en movi-
miento la inteligencia de la que se queda ó hace
d e galUna ciega, porque lleva los ojos vendados
con u n pañuelo, y la agilidad d e todas las niñas
                                          3
— Sa-
q u e alrededor dé ella dan vueltas en corro. Cons-
tituida la niña, ya con los ojos vendados en medio
del corro, se le pregunta:
    —Gallinita ciega ¿qué te se ha perdido?
    —Una aguja y un dedal.
    — P u e s da tres vueltas v lo encontrarás.
       Estas palabras son absolutamente indispensa-
bles y no hay memoria de que las niñas hayan
jugado nunca á la gallina ciega, sin empezar por
esta fórmula acostumbrada. Mientras que la niPa
d a l a s tres vueltas, dice:
    — U n a . . . d o s . . . tres y la del revés.
      En seguida empieza á girar la rueda, hasta
que la gallina grite:
    — P a r e la rueda.
      Oidas estas palabras, todo el m u n d o d e b e p e r -
manecerquietoé inmóvil en el sitio en que le cogie-
ron, porque entonces empieza el verdadero juego.
La gallinita ciega se dirige titubeando á agarrar á
la primera que encuentre, á ver si por el tacto
puede colegir quien sea, y proclamando su H o m -
b r e e n voz alta, hacerla poner en lugar suyo, y e n - ,
do ella á disfrutar de su libertad en el corro.
      Para que este juego se verifique como es d e -
bido, hay que observar las reglas siguientes:
      Por parte de la que se queda, proceder siem-
pre de buena fé, sin levantar con disimulo el p a -
ñuelo que cubre los ojos, y aun avisar para q u e
la tapen, si es que ve algún poquito.
       Por parte de los quejuegan hay que observar:
      Nunca engañar á la que está vendada, y esto
n o precisamente por el perjuicio que se le pueda
— 3» —
seguir, sino por lo feo у trascendental qu e es
acostumbrarse á la mentira desde los primeros
afios: el qu e no hace escrúpu lo de mentir en los
juegos, no está m u y distante de mentiren las c o ­
sas serias.
      No soltarse, ni separarse del corro, ni mu d a r
ó disfrazar el trage.
      No poner estorbos, ni presentar cu erpos estra­
ños á la qu e se qu eda: lejos de eso, cu ando vaya
á trcjpezar en algu na cosa, avisarla á tiempo con
el acostumbrado grito de tocinol
      Dejarse coger algu na vez por cortesía, cu an­
do ya ha pasado mu cho tiempo y está fatigada la
que hace de gallina.
      Gomo esle ju ego tiene cierta monotonía, qu e
llegarla á ser cansada pasado algún tiempo, se
han inventado algu nos medios ingeniosos de va­
riarle, recu rriendo al oido en vez del tacto para
reconocer las personas.
      Ya es por el sonido de u na llave por el qu e se
dirige la gallina ciega, y juzga de la mayor ó m e ­
nor proximidad d e aqu el á qu ien bu sca. Ya p r e ­
senta u na varita ó el cucharon hacia el corro, pa­
r a qu e la ñifla delante de qu ien se pare, agarre
de la otra p u n t a . Entonces la gallina ciega da u n
pequeño grito, el qu e pu ede repetir hasta tres
veces, teniendo qu e repetirle la otra persona qu e
juega y qu e tiene asido el otro e s t r e m e de la va­
r a . Toda la gracia está en disimu lar de tal modo
 la voz y en fingir las entonaciones, en términos
que dicha persona no pu eda ser reconocida por
el eco. Si esto s u c e d e , no tiene mas remedio qu e
— 36 —
vendarse los ojos, pasar al medio del corro y e m -
pezar á cumplir la penitencia.


                 US    ESTAMPAS.


     Ya á última hora do una de las noches de ter-
tuha, después que todos los niños se habian c a n -
sado de bailar, particularmente Victoria y Rita,
que habian tenido que ser las alternativas parejas
de todos los muchachos, se sintió la necesidad d e
descanso y de pasar lo q u e faltaba de noche en
otra ocupación mas sosegada. Para estos casos t e -
nia José abundantes recursos, asi es que haciendo
sentar á toda la reunion alrededor de una mesa,
la convidó á mirar las estampas de un libro que
él traia. Era aquel un libro que parecía hecho á
propósito para los niños, porque todas las estam-
 jas que le componían representaban asuntos de,
 a primera edad y escenas de la vida pueril. Por
lo tanto fué recibida con aplauso la proposición d e
José y todos los niños, agrupados al rededor del
libro, comenzaron á examinar sus estampas en el
orden siguiente:
    La primera representaba el interior de una
escuela, donde entre varios niños que estaban-
muy atentos mirando su libro, para estudiar la
lección, se notaba uno mirando á todas partes,
con él libro cerrado y en actitud de j u g a r y d e
inquietar á los demás.
    Desde luego llamóla atención de los niños la
— 37   —

desaplicación de aquel muchacho, lo cual visto p o r
José, volvió al instante la hoja diciendo:—Mirad
ahora si le conocéis. Porque es d e saber, que
aquel libro tenia las estampas correlativas, d e
tal manera que la siguiente completaba la signi-
ficación de la que precedía, formando con ella
contraposición y s i e n d o por decirlo así, el reverso
d e la medalla. Por lo mismo la estampa de la
vuelta representaba:
     La misma escuela; pero de pié derecho en
medio d e ella el mismo muchacho holgazán que
habian visto á la vuelta. Tenia puesta una co-
roza con grandes orejas de b u r r o , y de vergüen-
za se tapaba la cara con las manos. El maestro
con semblante severo se le mostraba á los
demás niños q u e se burlaban del pobre aver-
gozado.
     Pasaron á otra estampa que representaba:
     Un gabinetito donde una solícita mamá, p r o -
vista d e palangana y toballa, iba á lavar á un
niño que delicado y perezoso, manifestaba su
repugnancia á que le aseasen, y con mucho mie-
do á el agua fresca se estaba encogido en un r i n -
cón del gabinete.
   —¿Vuélvela hoja? preguntó José.—Si, si, con-
testaron los niños y volviéndola vieron:
    Que un señor, al parecer el padre del c h i -
quillo, teniéndole asido dfe pies y manos le zam-
bullía en un barreño de agua fria, sin cuidarse
d e sus gritos, ni de las instancias d e la buena
mamá.
     La tercera estampa que examinaron r e p r e -
— 38 —
sentaba el interior de un colegio con vistas á un
patio, donde entre varios alumnos que estaban
j u g a n d o , habia uno que sin distinguirse de los
demás por las prendas físicas ó por la edad, se
distinguía mucho por su aire desdeñoso, por la
superioridad con que dictaba la ley á sus c o m -
pañeros, amenazando con el p u ñ o cerrado al que
no se conformase con los juegos que él p r o -
 ponía.
        Esto era de un lado; pero del otro, los co*
legiales cansados de sufrir se habían precipitado
 sobre aquel déspota y echándole la zancadilla,
le habían derribado en el suelo, donde le sacu-
dían una zurra de cachetes que no le dejaba res-
pirar. Los que no contribuían á la cachetina la
 miraban con semblante irónico, manifestando
 cuan merecida la tenía.
     —¡Gáspita qué zurra! exclamó Juanito.—¡Pero
 bien merecida! fué lo único que contestó José y
pasó á otra estampa.
        Se veía en ella un muchacho maligno que
 tenia uncido á un pesado carretón un elegante
 p e r r o de aguas. El animal agobiado de tanto p e -
 so se dejaba caer rendido; pero el muchacho con
 una mano le amenazaba con el látigo y con la
 otra le tiraba de las orejas y de las lanas, mientras
 que el pobre perro le pairaba como implorando
compasión.
        Tanta crueldad escitó la indignación de todos
 los niños que pidieron se volviese al instante
 la hoja, figurándose que vendría en ella el casti-
 go de aquella conducta, y así fué e n efecto.
— 39 —
       Un hombre, que tal vez seria el dueño del
p e r r o , tenia atado al chiquillo al mismo c a r r e -
tón, le hacia tirar de él á latigazos y aun le a r -
rancaba algunos pelos de la cabeza por vía d e
represalias.
       La quinta estampa representaba una buena
abuela haciendo calceta, sentada en una silla y
con sus anteojos sobre la nariz, mientras que u n
diablejo d e chiquillo, trepando por el respaldo
do la silla, la estaba colocando sobre el moño
u n penacho ridículo de plumas viejas y raídas.
       No faltó entre nuestros niños quien se son-
riese al ver aquella caricatura; pero no le dio
gana d e reir cuando vuelta la hoja, vio que la
chanza resultó algo pesada.
       La abuela se habia levantado inadvertidamen-
te y el peso del chico encaramado en el respal-
do se habia llevado consigo la silla, que dando
una vuelta le habia dejado caer de espaldas. Se
habia abierto en la cabeza una buena brecha y
era cosa d e llamar al cirujano.


              U S CUATRO ESQUINAS.           •


    Al llegar los niños una tarde al término d e
su paseo, con mas impaciencia que formalidad,
muy sosegados delante de sus padres, quisieron
entregarse, mientras ellos descansaban, á uno d e
los saludables juegos de la infancia. La c i r c u n s -
tancia d e ser cinco los que habian d e jugar, les
— 40 —
sugirió la idea de elegir el juego de las cuatro
esquinas, que por el movimiento continuó q u e
necesita, es uno de los mas convenientes para
desarrollar las fuerzas y ejercer saludable in-
fluencia en el cuerpo. Anduvieron algún tiem-
p o buscando un sitio que reuniese las condicio-
nes que este juego requiere: un terreno firme
 ¡r sin estorbos e n t r e las cuatro esquinas ó árbo»
  es que han de hacer sus v e c e s , colocados si
es posible á distancias iguales como d e diez
pasos.
    —¿Quién es el que se queda? preguntábanse
los niüos unos á otros, porque al empezarse el
juego, como que aun no podia haberse sentencia-
do el que se habia de quedar sin esquina, y pre-
cisado á ir de una en otra hasta lograr una v a -
cante, era forzoso q u e alguno fuera el peniten-
ciado. Disponíanse á echar suertes, cuando Victor
se ofreció galantemente á quedarse, haciendo es-
te obsequio á las nifias.
      El juego de las cuatro esquinas, como todos
 los demás, tiene sus reglas fijas, de que los ni-
 ños se muestran escrupulosos observadores. Las
cuatro esquinas ó árboles deben estar colocados
 en esta forma:

              •                       •
                          A.

              •                       •
    Cada árbol estará ocupado por uno d e los
— 41 —

que jueguen у el punto A por el que se queda,
según la espr esion vulgar mente usada. El q u e se
queda se dir ige á cualquier a de las cuatr o esqui­
 nas, diciendo:
   —¿Me hace vd. el favor d e una ascuita de
lumbre?
     La per sona inter pelada, indicándole con el
dedo cualquier a de las cuatr o esquinas, le con­
testa:
   — E n aquella esquinita r ebuUei
     Asi da tiempo par a que mientr as se dir ige á
la otr a esquina, puedan los jugador es cambiar d e
sitio, debiendo estar el otr o con ojo aler ta, par a
lanzarse al p r i m e r sitio que vea desocupado, y
entonces el p r opieta r io de aquel puesto, si n o
puede coger otr o, tiene que quedar se en el me­
dio y r epeti r la maniobr a de ir de esquina en e s ­
quina hasta que log r e pillar una. Par a anima    r
mas el juego, conviene que todos los jugador es
cambien á la vez, r esultando en medio de este
movimiento gener al, que dos suelen dir igir se á la
vez á la misma esquina, y alguno d e elÍos se ha
d e quedar for zosamente plantado en el medio.
     Sucedió que Rita se cansó pr onto y los d e ­
más continua r on el juego con tr es esquinas, en
esta fo ma:
         r
                         •
                         A.

              •                       •
    Pero habiéndose luego cansado todos, se sen­
—   42   ^
taron en el suelo        á descansar y contar h i s -
torias.


                       EL S U S T O

      Aun no se habia decidido q u é clase de d i s -
tracción ocuparía á la tertulia en una d e sus no-
ches, y los niños agrupados discutían el juego
que habian de elegir, cuando oyeron repenti-
namente gritos y penetrantes chillidos. Conocie-
ron al instante la voz d e Juanito y advirtiendo
al mismo tiempo que faltaba d e en medio d e
ellos, no dudaron de que era el autor de a q u e -
lla algazara. Los gritos salían de una pieza con-
tigua, que comunicaba por un pasillo con la que
ellos tenían para sus juegos, y como estaban á
oscuras pieza y pasillo, las niñas no se atrevie-
ron á ir allá, y aun los niños permanecieron un
momento indecisos. José fué quien tomó una luz,
y diciendo: ¡Es Juanito!... seguidme, se encami-
nó al sitio de la bulla, á donde todos le siguior
ron, primero los niños y luego las niñas.
       Hallábase Juanito, pálido, lloroso y acurruca-
do en un rincón, del que no se atrevía á salir.
     —¿Qué es eso?... ¿qué tienes?... ¿qué te ha su-
 cedido''
       A el tropel de p r e g u n t a s con q u e le abruma-
 b a n , solo contestó muy azorado:
    Juanito.    No sé. Tengo mucho miedo.
    Rafael.    ¿í á quién?
— 43 —
   Rita.       ¿No estamos aqui todos?
   Juanita.       Ya; pero si vosotros supierais.
   José.       Acaba de un a vez. ¿Qué te han hecho?
   Juanito.        Nada: pero habia aqui un d u e n d e .
   José.       ¡Cómo! ¡Un d u e n d e !
   Juanito.       Co los ojos ardiendo como pajuelas,
                   n
   Pablo.        ¿Será posible?
   José. Vaya u a bebería, ¿ y por eso n os
                       n
asustas?
   Rita.       ¡Mire vds. el n iíio, q u e tien e miedo á
                  n
el coco!
   Juanito.       ¡Si, si, como vosotros n o le habéis
visto! Y sin o allí está aquella silla ten dida en el
suelo, q u e él la dejó caer, saltan do en ella desde
esa mesa, y luego escapan do yo n o sé por d o n d e ,
bramando como un toro.
    Victoria.      Apostaría yo que el duen de que ha
visto este señorito ha sido mi gatita Linda, цае sa­
lió corriendo d e este cuarto, apen as empezaro n
los gritos.
    José. Y n o ha sido otra cosa. Y las pajuelas
que han alumbrado á éste son los ojos de los ga­
tos que brillan en la oscuridad.
    Pablo.       ¡Para que vean v d s . lo que es el
 miedo!
    Rafael.       Vamos, cobarde, ven te á jugar y dé­
jate de sustos. Como padre lo supiera, bien se
 reiría d e tí.
      E n t r e las chan zas de los un os y las burlas d e
 los otros, se llevaron á Juan ito á la pieza d e re­
 creación, don de todavía n o daba muestras d e es­
 tar m u y tran quilo, n i los otros podian olvidar el
— 44 —

 suceso reciente. José viendo cuan dispuestos e s -
 taban á escucharle, procuró sacar partido de la
 ocurrencia, diciéndoles:
     —Vergüenza dá que haya niños que tengan
 miedo á los duendes, que no se atrevan á ir solos
 d e noche, y menos á estar en un cuarto oscuro,
 todo á pretesto del falso temor que los han infun-
 dido con cuentos estravagantes ó que solo existe
 en su imaginación acalorada por el miedo d e e s -
 tas pretendidas apariciones. Un pusilánime será
 toda su vida, el nifio víctima de esta preocupa-
 ción, al paso que el que se haga superior á ella,
 será luego hombre de espíritu y corazón, como lo
 fué Felipe Augusto que con tanta gloria ocupó el
 trono d e Francia.
      A la edad de catorce años se perdió un-dia en
la selva de Compiegne, sin que pudiese volver á
 encontrar su camino. Sobrevino la noche y el
  )ríncipe, errante á la aventura en medio de los
  josques, se vela precisado á pasar la noche d e -
bajo d e un árbol ó andar d e aqui para allá hasta
que fuese de dia; mas como hacia mucho frió y
la noche estaba oscura, se decidió á seguir cami-
nando por ver si encontraba alguna salida. Hacia
las c u a t r o de la mafiana, vio á lo lejos una negra
y horrible figura, llevando un brasero en el que
soplaba con gestos espantosos para atizar la lla-
m a . Otro niño cobarde hubiera temblado de pies á
cabeza á este aspecto; pero el príncipe, sabiendo
q u e con la ayuda d e Dios nada habia que temer,
avanzó intrépidamente hacia aquella visión. Era
un carbonero que iba á empezar su trabajo... El
— 48   —
príncipe se dio á conocer y se sirvió de él para
que le guiase hasta el castillo.
   —Si hubiera sido tan necio, concluyó José, q u e
se hubiera acobardado, toda la noche la habría
pasado en el bosque y aun mas tiempo tal vez.



                      E L ESCONDITE.


      El juego del escondite á que tanta afición tie-,
nen los niños por los muchos lances que ofrece,
se ejecuta mejor y con mas diversion en algún
jardín que en los interiores de las habitaciones.
Allí pueden dar los niños esas carreras al aire li-
bre, que tan provechosas son para su salud y p a -
ra que les salgan buenos colores á )a cara. Allí
p u e d e lucirse, asi la ligereza de los que huyen por
 no ser cogidos, como la del que los persigue, ó
como vulgarmente se dice, del que se queda.
      Porque en este juego, cowo vosotros sabéis,
amigos mios, hay un punto d e reunion que se
llama la madre, desde el que todos los jugadores
parten á esconderse, escepto u n o , es decir, el que
se queda, que permanece allí hasta q u e al oir la
voz de ]vengan parte en busca d e los escondidos,
apurando su ingenio para encontrar la madrigue-
r a . Si no logra atrapar á ninguno, y da lugar á
q u e vuelvan al punto de reunion, buscándole las
vueltas, y lanzan regocijados el grito d e :
  -—[Hijitos   a la    madrel
-   46   —

     Entonces no le q ueda mas recurso, q ue e m p e ­
zar una у otra vez su penosa tarea, q ue pronto
acaba con su paciencia.
      Por supuesto q ue vosotros habréis jugado mu­
chas veces al escondite, y aun os acordareis de
los estropicios q ue habéis hecho. ¡Desgraciada la
habitación donde los niños se abandonan á este
juego! Todo lo invaden: no escrupulizan el me­
terse detras de las cortinas, debaio de las mesas
y de las camas, ni reparan si al correr echan á ro­
d a r algún mueble de valor. Por eso las amas d e
casa, tienen buen cuidado de esceptuar de las di­
versiones de los nifios, aq uellas piezas q ue tienen
arregladas con mayor esmero. Fuera d e este es­
pacio limitado, todo lo demás de la casa es c a m ­
po de sus correrías, y así trepan á algún desván
como se agazapan en la carbonera.
      Los niños q ue componían nuestra tertulia,
dispusieron un dia jugar al escondite. Ya hacia
buen rato q ue estaban jugando, cuando notaron
que Eduardo, el mas joven d e los niños, no vol­
vía al punto de reunion, cuando alguno d é l o s
jugadores era cogido. Como esta era una infrac­
ción d e las reglas del j u e g o , empezaron á lla­
 marle.
     —¡Eduardo... Eduardo!...
      Pero no respondía. Fueron á buscarle por to­
 da la casa, pero nada, ni por esas: nadie p u d o
 encontrar su madriguera.
     —Habrá encontrado tan buen escondite, que no
 quiere salírde él porq ue no le pillen.
      Así decían los nifios, y como les sabia mal
— 47 —

suspender SU juego, le continuaron, diciendo d e
Eduardo;
    —El parecerá.
     Por otra parte, aquel chico estaba tan gordo
y era por lo tanto tan poco aficionado á correr,
que por no menearse creyeron q u e no queria s a -
lir del escondite.
     Acabóse al fin el juego, y Eduardo no pare-
cía: entonces todos entraron en cuidado, buscán-
dole solícitos por toda la casa.
     Vosotros, c o m e e s natural, querréis saber don-
de se hallaba Eduardo entre tanto. Pues bien, os
 lo voy á contar:
     Eduardo en una de sus escursiones para e s -
 conderse, se habia escurrido bonitamente á ia c o -
 cina, solo por ver si se encontraba abierta la
puerta de la despensa, á la que hacia frecuentes
 visitas. Era goloso y glotón en estremo: así es,
 que arrastrado por este vicio, mientras los d e m á s
 niños se entregaban á los juegos propios de s u
 edad, Eduardo no pensaba mas q n e en satisfacer
 su propensión á las golosinas.
      Por una casualidad, de aquellas que él tanto
 buscaba, halló abierta la puerta d e la despensa,
 y abalanzándose ansioso, arrimó una silla á la
 alhacena d e repuesto, y trepando e n c i m a d o ella,
 empezó á engullir cuanto hallaba á la mano,
 con la presteza que el caso exigía.
      Mientras se hallaba entretenido en tan sabro-
 sa faena, acordóse el cocinero de que se habia d e -
  ado abierta la despensa y fué allá para echar la
  lave, que guardó en su bolsillo. No se le ocurrió
— 48 —

mirar á dentro, ni Eduardo sintió el ruido del
pestillo, por que era mayor el que producían sus
mandíbulas.
      Esta era la causa porque Eduardo no asistía al
juego, y por la que le andaban buscando por t o -
da la casa. Después d e haberla registrado toda d e
arriba á abajo, soio faltaba mirar la despensa, y
el cocinero fué á abrirla por mandado de sus-
amos.
     — A q u í está, aquí está el ratón que se comia
mis provisiones, esclamò el hombre sumamente
gozoso por ver descubierto el autor de un desfal-
c o , por el que varias veces le habian reconveni-
d o . De esta manera recobró su crédito aquel hon-
rado servidor, y quedó patente la falta vergonzo-
sa de E d u a r d o . A este pudieron servirle de casti-
go las risotadas y rechiflas d e sus compañeros, las
palabras algo mas severas de su papá, y u&a b u e -
na indisposición, que le tuvo algunos alas en ca-
ma de resultas del hartazgo.



                  LAS ANÉCDOTAS.


    Haber pasado una noche entretenidos contan-
d o alegres cuentos, inspiró á los niños el deseo d e
destinar otra á repetir anécdotas. Cada uno
hizo su provision de las que pensaba referir, y
llegada la noche, todos cedieron el turno á José,

a ue empezó así:—Sé muchas anécdotas d e la v i -
  a del gran Federico, que bastarían para éntrete-
— 49 —

пег esta n oche, mas рог ahora n o os diré mas que
la que me correspon de de t u r n o .
   —Cuando el gran Federico veia algún n uevo
soldado en su guardia, n o dejaba de llegarse á él
para bacerle sucesivamente estas tres p r e g u n t a s : —
¿Qué ¡edad tien es?—¿Cuán to tiempo hace que sir­
ves?—¿Recibes exactamen te tu paga y tu vestua­
rio?—Un joven fran cés fué admitido en la guar­
dia, por su presen cia y buen a estatura, y su capi­
tan tuvo cuidado de advertirle las pregun tas que
el rey le baria, hacién dole al mismo tiempo a p r e n ­
der de memoria las tres respuestas, de que n o de­
berla separarse un ápice.. Efectivamen te, el r e y
al pasar revista distin guió al recluta y se acercó á
él; mas por desgracia, in virtió el orden acostum­
brado de sus pregun tas y le dijo:—¿Cuán to tiem­
p o hace que sirves?—SeBor, vein te y dos arios.
Admirado el rey de un a respuesta ta n poco c o n ­
forme con la traza juven il del soldado, le p r e g u n ­
to:—¿Pues qué edad tie n es?—Señor, un a ñ o . —
E s preciso, replicó Federico, que tú ó yo hayamos
perdido el juicio... El soldado que tuvo estas p a ­
labras p o r l a tercera pregun ta, con testó en el a c ­
to;—Uno y otro cabalmen te, señor. El rey vol­
viéndose hacia su acompañamien to, dijo:—Hé
aqui la primera vez que me oigo llamar loco á la
cabeza d e mis tropas.—Volvió á pregun tar al
joven soldado, pero éste con testó en fran cés que
no sabia del alemán mas que lo que acababa d e
decir. El rey con oció al mstan te la equivocación
y echó á reir: después acon sejó al so dado que
aprendiese el idioma del pais don de servia, in ­
                                            4
— 80 —
duciéndole con bondad al cumplimiento de sus
 deberes.
       Escucharon los niños con placer esta anécdota
 y en seguida Rita tomó la palabra.
     —^Un gentil hombre de Luis XII maltrató á un
 pobre labrador. El rey mandó en castigo que no
 le pusiesen pan á la mesa, por lo que el cortesa
 n o vino á quejarse al rey.—¿Qué, dijo éste, no
son suficientes los manjares que te ponen?—No
señor, porque el pan es indispensable para la vi-
 d a . — P u e s siendo esto asi, replicó el rey, ¿por
qué has tenido valor de maltratar á quien te lo
 proporcionaba?
     —^Lo que Rita ha dicho de Luis XII, me recuer-
d a á mí otra anécdota de su antecesor Luis XI.
 Cuando no era mas q u e delfin (que es lo mismo
 que príncipe de Asturias entre nosotros) iba al-
 gunas veces á comer fruta á casa d e un aldeano.
 Cuando el príncipe subió al trono, el aldeano le
 Hevó un rábano de su jardin, d e un tamaño es •
traordinario. El rey agradeció el regalo del buen
hombre y mandó que le diesen mil escudos. Sa-
 bedor el señor de la aldea d e esta liberalidad,
juzgó que si él regalara al rey un hermoso caba-
 llo, ya tenia hecha su fortuna. Fué, pues, á la
corte á ofrecer su caballo: el rey le alabó mucho
y dijo:—Que me traigan mi r á b a n o : — T o m a d , d i -
j o al caballero, hé aquí un rábano tan raro en su
especie como el caballo; os le regalo y muchas
 gracias.
  —¿Me llega ya mi turno? preguntó Rafael, p u e s
vov á referir una cosa divertida.
—   S I   —


    Enrique IV pasando por una villa de Francia,
recibió á unos diputados por la población para
cumplimentarle. Apenas el orador empezó su
arenga, cuando un asno se puso á rebuznar.—Que
hable cada uno por su turno, dijo el rey, porque
no entiendo ni á uno ni á otro.
    Como esta anécdota aunque bonita se les h i -
ciese corta á los niños, tuvo que contar la siguien-
te para contentarlos.
    Roberto, segundo rey de la tercera dinastía
d e Francia, notó que un infeliz le habia cortado
un dia la mitad del fleco de su manto; mas al ver
que trataba d e llevársele todo entero, le dijo:—
Amigo, mió, conténtate con lo que has robado:
lo restante podrá servir para otro.


             LA CAZA DE HIARIPOSAS.


     Amalia y Federico bajaron muy tempranito á
s u jardín, llevando cada uno su red d e gasa en
forma de manga con la q u e s e proponían dar caza
á las pintadas mariposas que en él revoloteaban. No
habian andado mucho, cuando ya vieron á los
brillantes insectos cruzar por todas partes ó dete-
nerse en el cáliz de las flores para saborear su
dulce néctar. Entonces empezó la persecución en
todas direcciones.
     Amalia que ya contaba doce anos de edad, t e -
nia mas prudencia y mas habilidad que su h e r -
manillo de siete anos apenas cumplidos. Así es
— ¡52 —

  que ya habia ella cogido tres ó cuatro mariposas,
  cuando su hermano se despepitaba todavía cor-
  riendo como un atolondrado tras de ellas, sin
  atrapar ninguna. Esto consistía en que Amalia n o
  era tan viva ni tan aturdida como su hermano;
  caminaba con precaución, se acercaba de p u n t i -
  llas, llevaba la red estendida contra el viento, y
 sabia cortar las vueltas á las mariposas, ó coger-
 las al paso en los transparentes pliegues de su
 gasa.
     —Federico, decia á su hermano, ven, ven á
 ver las mariposas que he cogido.
     — ¡ Y á mí siempre se me esca pan! decia el o t r o .
 Mas bonitas serian las mariposas si se dejaran
 coger.
     —No te enfades, Federico, que la primera q u e
 coja, te prometo que ha de ser para tí.
      No se tardó mucho tiempo sin que . malla
 gritase á su hermano.
     —Federico, ven, que aquí tengo una maripo-
sa, la mas bonita d e todas.
      Era efectivamente un bonito animal, con alas
de nacarón l a s q u e campeaban dos ó t r e s círculos
de azul oscuro con puntos negros y dorados en el
centro. Luego las alas estaban graciosamente r e -
corteadas y con un festón todo alrededor, dejan-
do los dedos impregnados de un polvillo de plata,
apenas se las tocaba.
    —¡Qué cosa tan bonita! decia Federico. Déja-
mela tener u n poquito en la mano.
    — E s que no la vayas á despachurrar.
    —¡Oh! no tengas cuidado.
— 83 —
      Entregó Amalia la mariposa á Federico, y és-
 t e á fuerza de poner cuidado, la dejó escapar al
 instante. La mariposa saltó primero á un rosal,
desde allí voló á la rama de un arbolito, descan-
só un poco como para tomar fuerzas, y volviendo
á totnar vuelo, desapareció prontamente, dejando
alnifio con la boca abierta.
     —¡Qué lástima! esclamaba Amalia.
     —Yo no sé como ha sido esto, dijo Federico
con tales ganas de llorar, que la bondadosa Ama-
lia, acercándose á él y dandole un beso, le dijo:
     —Vaya, no te aflijas: así como así, nosotros la
habíamos de haber soltado, porque á la verdad,
una mariposa tan linda era lástima que no disfru-
tase del campo y de las flores.
     — P u e s yo no queria soltarla, sino haberla p u e s -
to encima de unas hojas dentro de u n vaso ó ha-
berla clavado con un alfiler en nuestra caja d e
cartón con tapadera d e cristal.
     —Eso se queda para papá que sabe colocar las
mariposas d e modo que sirvan á un estudio á que
todavía no hemos llegado. Nosotros lo que hubié-
ramos hecho es martirizar á la mariposa y hacerla
morir de desesperación batiéndolas alas contra la
eaja. Para eso vale mas dejarla volar y que goce
d e las flores, de los árboles, y del espacioso c a m -
po en que vuela con toda libertad.
LAS MUÑECAS-


     Ahora habéis de ver, amables lectoras, co-
 mo las muñecas no son precisamente un juego
de niñas, sino un objeto de alta importancia his-
tórica y comercial.
     Las muñecas ya son conocidas desde la mas
remota antigüedad. Entre los romanos estaban
m u y en boga, llegando su afición á este j u g u e -
 te, hasta el estremo de enterrar con él á las niñas
que morían en sus primeros años, juzgando que
ni aun en la muerte debian separarse de un o b -
jeto que les era tan querido. Las niñas romanas
seguían jugando con sus muñecas hasta que es-
taban en edad de casarse, y entonces iban con
la mayor serenidad á colgar este y otros jugue-
tes de la infancia en el altar de Venus, como dan-
do á entender que ya sabrían desentenderse de
los juegos infantiles, por atender á las serias o c u -
paciones de madres de familia.
     La muñeca como objeto de arte, ha llegado
á tal punto de perfección, que mas de una vez
h a figurado en las esposiciones públicas de la
industria, llamando la atención, no solo por la
belleza de sus formas, sino por los movimien-
tos que ejecutaba en virtud de ocultos resortes.
Hasta se han visto muñecas en la esposicion de
la industria francesa, á las que mecánicamente
se hacia pronunciar con claridad las palabras
— ss —
papá y mamá: de aquí proviene el que las mu-
ñecas sean uno de los artículos mas favorecidos
en el comercio de juguetes.
      No es mas que una especie de muñeca el
 maniquí ó figura con goznes en las articulacio-
 nes, de que se sirven los artistas para figurar los
 modelos de sus obras. Muñecas son también las
figuras que las modistas, sastres y peluqueros
 ponen en sus tiendas para ostentar la perfección
con que ejecutan los trages y adornos. Hasta los
figurines recortados que reparten los periódicos
 de modas, son una especie d e muñecas de conoci-
 da utilidad á las señoras, para idear t r a g e s y cor-
 tar los patrones.
       Pero aun contrayéndonos á las niñas, y sin
 salir d e la esfera infantil, las muñecas no son u n
 juguete como otro cualquiera: casi estaba por decir
 que son un objeto de estudio para toda niña apli-
  cada y laboriosa. Efectivamente, para cuidar ä
  una muñeca en debida forma, para tenerla d e -
  cente y siempre á la moda, es preciso poseer
  una porción d e habilidades: es indispensable s a -
  ber lavar, coser, zurcir y cortar, y todo esto tie-
  ne su mérito en una niña de corta edad. E n s a -
  yándose en vestir y adornar á la muñeca, s e
  prepara la niña á hacer sus propios vestidos,
  y es un remedo de como cuidará algún dia á sus
  hijos, el solícito cuidado que finge prodigar á la
  muñeca. Tiene algo de cómica la seriedad con
  q u e una niña dirige los pasos, r e p r e n d e y dá
  consejos á su muñeca, con la particularidad d e
  que estos consejos son muy importantes, y apli-
-   S6 —
cables á todas las niñas, las que harán por cierto
m u y mal en no ejecutar ellas mismas lo que s u e -
len mandar á su muñeca.
     Cuando la dicen, por ejemplo—Vamos, s e -
ñorita, déjese vd. vestir y peinar; las niñas han
d e estar siempre limpias y aseadas. ¿Qué es eso,
no quiere vd. dar lección? ¡Mire vd. que me he
enfadadol etc. ¿Qué niña habría que no se aver-
gonzase de que á ella se le dirigiesen con j u s t i -
cia las reconvenciones que hace á su muñeca?
     Es menester, pues, que las niñas se apliquen
á sí mismas las reg as de conducta que bien sa-
ben dar á sus muñecas, y que ensayen con ellas
todas las labores propias del sexo y todas las
faenas domesticas que requiere el cuidado de una
familia, porque el ajuar de una muñeca es una
miniatura del de la casa. ¿Quién sabe si estas ha-
bilidades de la infancia les serán útiles algún dia?
¿Quién sabe si un repentino cambio de fortuna
Jes hará apelar como á un medio de subsisten-
cia á lo que creyeron no les servirla mas que d e
inocente distracción? De esto no faltan ejemplos,
y si se quiere, yo citaré uno d e buena gana.
    Hay en Madrid una niña, y por cierto m u y
Jinda, llamada Mañanita, Ja que tiene una deci-
dida afición á las muñecas. ¡Eso, si; las p u e d e
presentar con orgullo por lo limpias y elegantes!
Tiene su vanidad particular en que todo cuanto
para ellas sirva, sea obra de sus manos, y los
elogios que ¡»or esto ha recibido, la han hecho
ser muy hábil en la construcción trages p e q u e -
ñitos.
— 87 —

     Cierto dia se presentó en casa de su mamá
un caballero muy grave y d e conocidos senti-
mientos filantrópicos, el que después de haber h a -
blado de la miseria de las clases pobres, del r i -
gor d e la estación, de los huérfanos y niños d e s -
graciados y de la desnudez y privaciones que pa-
decían, reveló claramente que iba á implorar para
ellos algún socorro.
     Iba la madre á entregarle algún dinero, cuan-
do con gran sorpresa suya vio que el caballero
se negó á recibirlo, diciendo que no era dinero
lo que solicitaba: que habia concebido el proyecto
de una asociación de señoras que sin ninguna
especie de gravamen y aprovechando ú n i c a m e n -
te sus vestidos y telas de desecho, hiciesen v e s -
tiditos, blusas y camisitas para entregar á los
niños mas necesitados, y que no habia podido
menos d e contar con ella para tan útil como e c o -
nómico proyecto.
     Sorprendida se quedó la señora con la nove-
dad de esta idea, de tan fácil ejecución, y toman-
do la circular impresa que el caballero le entregó
con las bases de la asociación, se ofreció desde
luego á ser una de las primeras y mas constantes
suscri toras.
    No bien se habia despedido el caballero, cuando
Marianita que habia oido todo el coloquio, y que
á pesar de sus cortos años, habia reflexionado s o -
bre él, se llegó á su m a d r e , diciéndola:
   —Mamá, yo ya sé hacer vestidos para las mu-
ñecas. ¿Me dejará v d . que haga también vesti-
dos para esos pobrecitos niños?
— 88 —

       Agradó á la madre la propuesta y resolvió dar-
la algo que hacer, a u n q u e luego no pudiera a p r o -
vecharse; pero con general sorpresa, Marianita
presentó sus piezas tan acabadas y servibles co-
mo si hubieran sido hechas por una costurera d e
profesión.
       Cuando el caballero promovedor de la aso-
ciación supo la parte tan activa que Marianita
habia tomado en su empresa, vino un dia á b u s -
carla en su coche, y en compañía de su mamá
la llevó á una escuela de párvulos de los barrios
 mas pobres de la capital, y allí la interesante
niña repartió á otras y otros verdaderamente ne-
cesitados, aquellas ropas, hechas muchas de ellas
por su mano, recibiendo en cambio las gracias y
bendiciones de los niños y sus madres.
        Entonces esperimento .'iarianita el placer de
 una buena acción, y comprendió la ventaja que
 resulta de dar una dirección útil á las cosas, al
parecer mas insignificantes; pero cosas son e s -
 t a s q u e , por mas que yo las esplicára, las niñas
 no las pueden comprender, sino imitan el ejem-
 plo d e Marianita.
—   S O -




                   L O S NIDOS-


     ASÍ como nosotros tenemos nuestra casa para
vivir, así también las avecillas de lus campos tie-
nen su casita para abrigarse y criar su nueva pro-
le; edificio curioso que ellas mismas han edificado
con la mas tierna so icitud, valiéndose del admira-
ble instinto con que las dotó el Supremo Hacedor.
Son tantas las maravillas que acompañan á esta
faena de las aves al construir sus nidos, que yo
convido á misamiguitos á que salgan al campo u n
dia en que los pajaritos de todas clases, ocul-
tos durante el invierno, anden revoloteando de
rama en rama, celebrando sus amores con suave
 melodía, y cuidando d e la formación de sus ni-
 dos. Si su buena suerte les hace encontrar algu-
 no de estos, que se acerquen á mirarle con t i e n -
 to y cariño sin tocarle, ni interrumpir á los p á -
 jaros en su tarea. Cada especie de aves tiene su
 modo particular de formar el n i d o , adecuado
 siempre al abrigo y seguridad de los hijitos que
 ha de contener, al número de ellos y á la tempe-
 ratura del clima. Los materiales que emplean son
 siempre los mismos: por fuera hebras d e yerba
 seca, pajitas, barro amasado, y por dentro pelu-
 sa suave formada de algodón y las mas finas he-
 bras que encuentran, arrancándose cuando esto
— 60   —

no es bastante, las plumitas mas finas del pecho
para formar una alfombra donde sus hijos estén
cómodos y calientes. Aves hay también que for-
man sus nidos con palos entretegidos y algo de
 paja, y estas son las que necesitan endurecerse
desde luego para ejercer en los aires la rapiña.
El sitio donde anidan las aves nos revela también
IBI carácter y las costumbres de cada especie. La
sencilla golondrina construye su nido en un rin-
 cón de nuestra casa, gozando la hospitalidad que
se la dispensa. El águila fiada en sus garras d e -
fensoras presenta su nido al descubierto y la
cigüeña se encarama como vigía en una alta tor-
r e : aves hay que taladran el tronco de un árbol
 ó cuelgan sus nidos en las ramas en forma de bol-
sa; pero lo mas general, sobre todo en las e s p e -
cies delicadas, es que oculten su nido en sitios
retirados, en el suelo bajo las plantas, y en los
sitios mas intrincados y sombríos del ramage,
cercados si es posible de fuertes espinos cuyas
puntas penetrantes desvien del nido á las cule-
bras, los micos, los mochuelos y otras aves s a l -
teadoras, y sobre todo á los malignos y atrevidos
muchachos.
    Grande es la afición que tienen los niños á
trepar á los árboles para buscar nidos. Olvidan
los peligros á que se esponen y las consecuencias
de una fácil caida, y todo cede al conato de a t r a -
par un gracioso nido donde estén acurrucados
algunos pajaritos, todavía sin pluma. Acaso los
abandonarán para dejarios morir de hambre d e s -
pués d e haberlos cogido, porque hay algunos ni-
— 61   —
  ños que con la misma facilidad toman las cosas
 que las dejan, pero esto es una prueba d e mal
 corazón, y lo mas regular es ver á los niños go-
 zosos y entretenidos cuidando sus pajarillos, d á n -
 doles migajas de pan y granitos de trigo. Yo creo
 que los que se divierten en atormentar á los ani-
 malitos ó en abandonarlos después de cogidos, no
 lo hacen precisamente por mala intención, sino
 por su atolondramiento que no les deja reflexio-
 nar sobre las consecuencias fatales de este aban-
 dono. Llamaré su atención sobre este p u n t o , con
 solo decirles lo que sucedió con los pajaritos de
 un nido que cogió un travieso muchacho. Iba este
 un dia correteando por el campo, cuando escu-
 chó las piadas de unos pajarillos que estaban lla-
 mando á sus padres. Al instante descubrió donde
estaba el nido, trepó á el árbol con maligna ale-
gría y apoderándose de los pajarillos, bajó con
ellos en el nido, llevándoselos en triunfo á su casa
y siendo la envidia de los otros muchachos que
se agrupaban alrededor suyo para ver el nido.
Los padres d e los pajaritos cuando volvieron y
echaron de menos el nido, no pudiendo ellos sa-
ber la causa de la falta, empezaron á ir y venir r e -
voloteando todo alrededor, á ver si descubrían
á s u s hijitos, llamándolos con sus amorosas piadas
hasta que se les acabaren las fuerzas para gritar.
Entretanto el muchacho estaba muy contento
con el nido, y á lo primero cuidó á los pájaros
con mucho esmero; mas luego empezó á olvidar-
los: los sacaba del nido y empeñado en q u e ha-
bian d e andar y aletear, siendo así q u e eran tan
— 6-¿ —
pequefiitos que no sabían menearse para andar ni
para volar, y el menor movimiento les incomo-
daba mucho. Tiritaban de frió, no teniendo all/á
sus padres que les abrigasen con sus a l a s , hasta
que uno de ellos murió de hambre y de frío, y
en cuanto á los demás, por descuido del mucha-
cho, llegó un gato y puso fin á sus padecimien-
tos engulléndoselos sin misericordia.
     Tal fué la dolorosa muerte de estos pobres pa-
jarillos, solo por la culpa d e un atolondrado m u -
chacho, de quien tuvieron horror hasta los mis-
mos compañeros de su edad.




                   LAS   FICHAS.




    Las fichas, como todo el mundo s a b e , son
unos pedacitos de marfil d e forma circular t e -
nidos de diversos colores, con las que se seña-
lan los tantos que se ganan ó pierden en el j u e -
go y aun se remeda el dinero que en él se
aventura.
    Los niños tenian una caja llena d e fichas d e
todos colores y se divertían en esparcirlas sobre
una mesa, agrupándolas después según su color,
ó combinándolas agradablemente en forma de mo-
saico. Como esta ocupación ofrecía poco interés,
deseoso José d e escitarle en mas alto grado, cogió
—   ез   —

unas cuant as fichas del mont ón, y las dispuso en
forma cruz del modo siguient e.
                       O
                       O
                     OOOOO
                       O
                       O
                       O
                       O
                       O
                       O
      Hecha la figura, dijo á los nlRos que le es t a­
ban observando:
    —Ahí t enéis esa cruz, hecha con t rece fichas,
habiendo nueve en eUpalo del medio. A ver quien
de vosot ros quit a d e ahí dos fichas, revuelve las
q u e quedan y forma después la cruz con las mis­
mas nueve en el palo del medio.
    —Como no pidas ot ra cosa, cont est ó Rafael,
eso y a me lo sabia yo.—Y cogiendo las fichas,
después de separarar d o s , las dispuso del modo
siguiente.
                           O
                          ООО
                           o
                           o
                           o
                           o
                           o
                           o
                           o
     Picado algún t ant o José, d e que t an facilmen­
 te hubiesen rdsuelt o su problema, dijo:
—   64   —

  —Veremos ahora si aciertas tan pronto lo que
voy á proponer.
    Tomó en seguida treinta y seis fichas, y las
dispuso en grupos, de esta manera.




    — E s t a o s una plaza fuerte, les d i j o , y cada
torreón se halla guarnecido de soldados conforme
veis, es decir, siete en los ángulos, y dos en los
centros. Ahora bien, el comandante de la plaza
quiere reforzar su tropa, duplicando y aun t r i -
 slicando las centinelas sin que lo puedan advertir
 os enemigos, por mas que cuenten; antes al con-
trario, hallen siempre los diez y seis soldados en
cada frente. ¿Cómo repartirá las centinelas?
     Quedáronse suspensos los niños, solo Rafael
como mas comprometida, tanteó alguna» combi-
naciones, y no pudo acertar. Pablo llegó hasta el
estremo de decir:
   —[Bah! eso no puede seri
— 68 —
   —Os p r o m e t o , replicó José, que yo he de a u -
mentar hasta cincuenta y dos el número de las fi-
chas, y sin embargo, no se han de contar m a s q u e
diez y seis en cada frente.
   —^Pues yo no lo sé hacer.
   — P u e s yo me doy por vencido.
    Oidas estas contestaciones de los nifios, au-
mentó Jose las fichas dejando distribuida la g u a r -
nición del modo siguiente.




    Resultando así, que no habia mas que los mis-
mos diez y seis soldados que antes en cada frente
del castillo, cuando si se contaban todos dando la
vuelta alrededor, resultaban cincuenta y dos sol-
dados, y por consiguiente diez y seis mas que
antes.
   —De esta clase de combinaciones, continuó Jo-
sé, son muchas las que se pueden h a c e r , no solo
                                          8
-   66 —
para aumentar, sino para disminuir aparentemen-
te el mismo n ú m e r o . Supongamos que yo coloco
veinte y cuatro fichas en grupos de á tres de esta
manera.




    Pues bien, yo aumentaré y disminuiré ese n ú -
mero en la totalidad, resultando en ambos casos,
siempre en cada frente las nueve que ahora hay.
Si entro una ficha por cada esquina y llevo otra
hacia el medio, quedarán los centros á cinco y los
estremos á d o s , en esta forma.




   Resultando que habré aumentado cuatro fi-
cha m a s y que el total será veinte y ocho, sin em-
— 67 —
bargo d e que en cada frente resultan siempre
n u e v e . Pero si de cada medio saco dos fichas y
además paso otra á la esquina inmediata, r e -
sulta esta combinación en la q u e s e hallan las mis-



                 4         1         4

                 1                   1

                 4         1         4



mas nueve en cada frente, siendo así q u e se ha
disminuido en ocho la totalidad,
    Así continuaron por un buen rato los niños di-
virtiéndose con las fichas, asegurándoles José, q u e
si entonces no estuviesen de juego, les enseñaría
á representar y materidizar por medio de fichas
las cuatro operaciones fundamentales d e la arit-
isétíca.


           LAS       SOMBRAS   CHINESCAS.


      El título de chinescas q u e se dá á este género
d e sombras, no es precisamente á causa d e que
h a y a n venido de la China, sino porque en ellas
se han imitado siempre las figuras, trages y m o -
vimientos grotescos d e los naturales de aquel pais.
— 68 —
 El inventor de las sombras chinescas, fué Domingo
 Francisco Serafín, el que ejecutó sus trabajos ante
 Luis X'I y su córte en Versalles. Como ei espec-
 táculo agradase á los hijos del rey, se dió al nuevo
 teatro el título de los Infantes de Francia, y con
privilegio del monarca fué establecido en el P a -
lacio Real. Las sombras chmcscasse fueron mejo-
 rando con los movimientos mecánicos de las fi-
 guras y acompañamiento de música, obteniendo
desde un principio gran boga, particularmente en-
tre Jos niños. Sin embargo, no han faltado perso-
nages graves y soberanos, entre ellos Napoleón,
que han concurrido á desarrugar un poco su fren-
te, á vista del plácido recreo de la niñez y la ino-
 cencia.
     José dispuso una noche este pequeño pasa-
tiempo á su tertulia , haciéndola colocar delante
de la puerta de un gabinete donde habia puesto
un bastidor de lienzo. Dejando á oscuras la sala,
apareció en medio de este lienzo un cuadro trans-
parente de luz, y por él iban pasando las som-
bras, proyectadas por figuras recorteadas en car-
tulina y puestas delante de la luz. El diámetro d e
estas figuras crece según se aproximan o separan
d e la luz, lo que aumenta la ilusión de los espec-
tadores.
     Empezó la función por los retratos de h o m -
bres cé ebres, presentando algunos de Ja antigüe-
dad y de nuestros dias, precedidos de su nombre
también en letras caladas, y algunas particulari-
dades de su vida que anadia José de viva voz.
     Siguieron después caricaturas críticas d e e s -
— 69 —
c e n a s d e ia v i d a , b a m b o c h e s g r o t e s c o s y          figuras
p r o p i a m e n t e c h i n e s c a s , a l g u n a s con m o v i m i e n t o s
oportunos.
        A c o n t i n u a c i ó n la g r a n d e e s c e n a del diluvio,
v i e n d o desfilar u n p a r d e a n i m a l e s d e c a d a e s p e -
c i e , y d e s p u é s d e r e c i b i r la b e n d i c i ó n d e Noé s u -
b i r p o r u n a r a m b l a á e n t r a r en el a r c a a n t e s d e
la t e m p e s t a d .
        L o s h o m b r e s c o n c a b e z a s d e a n i m a l e s y los
animales con trages de h o m b r e s , risueña colec-
ción e n la q u e los m o n o s h a c e n g r a n p o p e l . E s t á
f u n d a d a e n la a n a l o g í a q u e h a y e n t r e las c o s t u m -
b r e s y el r o s t r o d e u n a p e r s o n a y los i n s t i n t o s
d e l a n i m a l á q u i e n a q u e l l a p e r s o n a s e p a r e c e e n el
r o s t r o . A l g u n o s a u t o r e s lian h e c h o s o b r e e s t é p u n -
t o c o n s i d e r a c i o n e s filosóficas; p e r o el l á p i z d e l a r -
tista e s m a s d i v e r t i d o , c u a n d o n o s p r e s e n t a al a l -
g u a c i l con u ñ a s y c a r a d e g a t o , al e s c r i b a n o e n
figura d e c u e r v o , e t c .
         L o s g e s t o s ó las d i v e r s a s a c t i t u d e s y e s p r e s i o n
q u e t o m a la fisonomía d e l h o m b r e s e g ú n las p a -
s i o n e s y s e n t i m i e n t o s q u e le a g i t a n .
         L o s t i p o s ó p e r s o n a g e s q u e r e ú n e n e n sí lo
m a s c h o c a n t e d e u n a c l a s e d e la s o c i e d a d .
         N a d a sin e m b a r g o d i v i r t i ó t a n t o á los n i ñ o s c o -
m o la gran parada, e n la q u e al son d e t a m b o r e s y
cornetas, vieron pasar numerosas tropas de infan-
t e r í a y c a b a l l e r í a con s u s e s t a n d a r t e s y b a n d e r a s ,
s e g u i d a s d e ios p e s a d o s t r e n e s d e la a r t i l l e r í a v o -
lante.
         A l g u n o s d i b u j o s c h o c a r o n m a s á los n i ñ o s ,
p o r q u e estaban recortados interiormente d e tal
— 70 —

manera, que interpuestos entre la luz producían
un admirable efecto de claro oscuro, dejando per-
cibir el sombreado de las facciones del rostro y
hasta los detalles de joyas y vestidos.
    Concluyó la función con el sorprendente es-
pectáculo del baile de las brujas que se iban apa-
reciendo sucesivamente, se agitaban, bullían y se
multiplicaban hasta número prodigioso, con la
particularidad de no aparecer en sombra sobre el
lienzo sino en claro sobre fondo negro. Consistía
esto en un cartón puesto delante de la luz en el
que están recortadas las figuras de las brujas, que
se van destapando una por una, multiplicándolas
después á favor de luces que se ponen detrás del
cartón, el que se mueve á compás para que las
brujas bailen y se confundan entre sí.



                     EL CHASCO.


     Cierto niño era tan sumamente miedoso, que
se asustaba por la mas mínima cosa. Tenia miedo
á las lagartijas, miedo á las aranas, y no podia
ver un ratón sin temblar desde los pies á la cabe-
za. De noche no se le podia hacer que fuese á os-
curas á alguna parte d e la casa: si iba por la ca-
lle, al pasar junto á un perro, aunque el animal
estuviese durmiendo, ya se figuraba que le veia
avalanzarse á sus pantorrillas: cuando ola t r o n a r
iba inmediatamente á ocultarse, metiendo la ca-
beza e n t r e los colchones de la cama, como si estu-
— 71   —

viese así mas seguro en caso de caer el rayo, y
aun le acontecía muclias veces estando desvelado
en la cama, al sentir el menor ruido en la oscuri-
dad y silencio de la noche, acurrucarse como u n
ovillo bajo d é l a ropa, conteniendo la respiración
y tapujándose la cabeza con las mantas. Qué ne-
cedad y qué ridiculez de muchacho, dirán mis
lectorcitos, al saber esto; pero el pobre niño no
merece enteramente las inculpaciones que pudie-
ran hacérsele: las merecían mas bien las personas
que habiendo cuidado de su infancia, acrecenta-
ron con amenazas, y con inverosímiles cuentos d e
fantasmas y duendes los ridículos temores á que
la inesperiencia espone á los niños y que deberían
disminuírseles lejos de acrecentarlos.
     Este niño de quien hablo y cuyo nombre pro-
pio no diré por no avergonzarle, ya que como aca-
bamos de ver no tenia él toda la culpa, se hallaba
un dia m u y entretenido en su cuarto, cuando e n -
tró á verle un primito suyo, llamado Esteban, el
que por aquellos dias se hallaba en la casa. Con-
 viene saber ante todas cosas, que este tal Esteban
era una buena pieza, tan atrevido él, comocobar-
 d e era su primo, y travieso enredador sin compa-
 ración con nadie. Conociendo el flaco de su p r i -
m o , mas d e una vez le habia jugado algunas b u e -
 nas pasadas para divertirse á costa de su timidez,
 y no hacia mucho tiempo que habia sido r e p r e n d i -
d o severamente, por agazaparse detrás de una
 puerta, para dar un grito estupendo al tiempo que
 pasase su primo. Entró pues Esteban en la habita-
 ción y llegándose al otro niño, á quien desde ahora
— 72 —

pondremos el nombre de Alejo para mejor inteli-
gencia de esta historia, le manifestó un cajón q u e
llevaba diciéndole:
   —¡Aquí, aquí, si que traigo una cosa bonita!
   —¿El qué?preguntó Alejo, movido ácuriosidad.
   —¡Una cosa magnífica!... preciosa!
   —¿De veras?
   —Aquello que tú no te puedes figurar.
   —Vamos á verla.
   —Como que la traigo solo para que tú la veas.
   — P u e s vamos, despacha.
   —Bien sé yo que te ha de producir impresión.
   —Veamos que cosa es esa tan p o n d e r a d a .
   —¿A ver si adivinas lo que es?
   —¡Toma! ¿Qué sé yo?
   — ¡ E s la cosa mas singular!
   —Mira, Esteban, ¿me la enseñas ó no?
   —Vam s, mira y pásmate.
      Al decir esto se acercó mas á su primo Alejo
y empezó á abrir con mucho tiento el cajoncillo.
Apenas hubo desprendido la tapa, cuando saltó
d e a d e n t r o con la mayor ligereza un ratón, que
fué á caer sobre las rodillas del medroso niño.
Sobrecogido éste, dió un penetrante chillido, y
aun sin hacerse bien cargo de cual era el motivo
d e su terror, escapó lo mas ligeramente que p u -
d o , sin esperar contestaciones. Esteban que por
los gritos y correría de su primo, conoció al ins-
tante que iba á alborotarse la casa, soltó el cajón
e n el suelo y corriendo detrás d e él para sosegar-
le, le gritaba:
   —Mira, Alejo, espera, aguárdate! pero en vano:
Los juegos del Parterre
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Los juegos del Parterre

  • 1. 4) D L T C GEllUL Ü EDiJCElOl I I EA BÜ E PRIMERA SRHIB. TOMO III. LOS JUEGOS D E L A P R I M E R A E D A D . ' 1>0R ] ) . - F . FERNANDEZ VII.LÀBRILLE. *^-e^jT>í fi3-«-^« M A D R I D : 1862. BSTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO PE MELLADO, calle de Sta. Teresa, núm. 8.
  • 2.
  • 3. BIBLIOTECA m u m ш ËDICACION.
  • 4.
  • 5. BIBLIOTECA GENERAL BE ELIICACION PRIMEBA SERIE. TOMO IH. LOS JUEGOS D E L A P R I M E R A E D A D . POR D. F . FERNANDEZ VILLABRILLE. »*t f^**^^* MADRID: 1 8 6 2 . ESTABLECIMIENTO TIPOGRAFICO DE MEIXADO, calle d e Sta. Teresa, n u m . 8 .
  • 6.
  • 7. LOS JUEGOS. Los juegos han tenido siempre por objeto, proporcionar algún alivio y recreo á el ánimo fatigado después d e serias ocupaciones ó d e las áridas tareas del estudio. No hablamos aquí d e aquellos grandes juegos gimnásticos del circo Olímpico d e la antigua Grecia, ni d e aquellas fes- tividades celebradas entre los romanos por m e - dio de juegos particulares. Los juegos d e q u e debemos ocuparnos, no tienen g r a n d e impor- tancia histórica: son pura y simplemente los ejer- cicios inventados, para todos os sexos y todas las edades; los infinitos medios d e recreación que se han discurrido, para evitar el fastidio, y para preservar d e tan peligroso enemigo á la infancia y á la j u v e n t u d . Desde que el buen Esopo con s u fábula del arco, que no podia estar siempre tirante, dio á entender bien á las claras, la n e - cesidad d e algún recreo para el espíritu, cuya atención' no siempre puede estar embargada, los
  • 8. — 6 — juegos se h a n multiplicado al infinito, h a n a d ­ quirido una impor tancia r eal, y su descr ipción p u e d e ser considerada como u n objeto d e g r a n d e utilidad. En este tomo, según nuestr o plan, solo d e b e n insertarse los Juegos de la Primera edad, y q u e per ­ tenecen á la ser ie d é l a INFANCIA. En las otras s e ­ ries ya vendr án juegos d e m á s impor tancia y q u e indemnicen d e lo tr ivial q u e pudiera p a r e c e r , lo que, como par te d e un todo, es for zoso inse r ta r en este lugar . Todos los juegos vienen á r e d u ­ cirse en último r esultado á dos clases pr incipales: los q u e exigen ejer cicio del entendimiento, por qoe en ellos entr a el cálculo y la r eflexion, y los q u e solo exigen ejer cicio del cuerpo, al q u e ргсн curan for talecer y desar r ollar . Estos últimos s e a loe q u e mas deben figur ar en la pr imer a e d a d d e la vida. No todos los juegos pueden ver ificar se á ©1 aire libr e, ni el viento y la lluvia per miten siem­ pre, gozar d e la amenidad del campo. En este caso e s indispensable buscar la r ecpeacion dentr o d e caea, y por esta r azón, s e inser tar án también aquellos juegos domésticos, q u e forman las delir cías d e u n a ter tulia. Tenemos algún motivo par a cr eer , q u e este (emito ser á mas consultado que los otros por ma- cboe d e nuestr os lecto r es. Esto ser á en r azón á su Шао y su c o n t e n i d o : sin embargo, m u c h a s máximas y r eflexiones q u e en él se contienen, quisiéramos q u e no las tomasen como cosa d e )uego.
  • 9. E L PARTERRE- Al frente del antiguo Gasón del palacio del Buen Retiro, y como introducción á el vasto jar- din de este real sitio, h a y un anchuroso y v e n t i - lado terreno llamado el Parterre, porque efectiva- mente, lo ha sido respecto del palacio que allí existió en dias de esplendor. Allí figuran todavía las plantabandas y labores d e box, cortadas á tijera alrededor d e dos estanques, mientras q u e á lo lejos campean por encima d e los árboles, las p u n t a s y labores del árbol del estanque chinesco. Allí el sol dora con sus oblicuos rayos de P o n i e u ' te las escalinatas y filas de árboles que las coro- n a n , mientras q u e por otro lado la vista puede dominar gran parte d e las cúpulas y torres de Madrid, que se destacan sobre un p u r o y traspa- r e n t e celage. Este es el sitio q u e los nifios prefieren para sus juegos, y maravilla será pasar alguna tarde p o r él, sin oir resonar los gritos y estrépito, pro- pios d e los juegos d e la infancia. En los h e r m o - sos dias d e primavera y otoño y en las serenas tardes del estío, los niños corren presurosos al Parterre, á gozar aire p u r o y calor vivificante. Allí no hay distinción de clases, ni de categorías, t o - dos se tratan d e ÍM: no se hace caso del lujo del vestido, y aun se mira con fastidio, cuando es u n obstáculo para entregarse con a b a n d o n o á los
  • 10. 8 — juegos. Unicamente la aristocracia de la edad y d e la fuerza es allí conocida. También las niñas suelen presentarse en el Parterre: sus juegos son menos bulliciosos, y d e s - pliegan ya en ellos aquel instinto de coquetería que parece innato en a muger. En cuanto á los muchachos, el anchuroso espacio les parece p o - co, para seguir á la carrera el aro que voltea rá- pidamente impelido, para ejecutar sus cabalga- tas, escondites y simulacros de batallas. ¿Quién no se ha regocijado al contemplar a q u e - lla caterva d e niños, corriendo, saltando y d a n - do volteretas? Unos fuertes y robustos, otros mas delicados; unos ligeros y esbeltos, otros pesados y tímidos, pero todos alegres: todos, así blancos como morenos, con las megillas sonrosadas por el calor del sol y la agitación. En aquellos juegos de la infancia se e n c u e n - tra u n bosquejo de nuestras diversiones y aun d e nuestras ridiculeces. Con las modernas obras q u e tanto h a n d e embellecer el Parterre, está suspendida t e m p o - ralmente la reunion en él de los niños; pero es d e esperar q u e , concluidas que sean, vuelvan al instante á tomar posesión d e su campo de bata- lla, de su sitio favorito, entonces embellecido con nuevos adornos, con graciosas fuentes, con esta- tuas d e nuestros reyes y recuerdos d e nuestras glorias. Nada d e esto, sin e m b a r g o , animará tanto el paisage, como la vista d e los grupos d e niños y d e n i ñ a s , todos d e corta e d a d , todos d e carnes
  • 11. — 9 — frescas y sonrosadas, con los cabellos sedosos que caen en rizados bucles alrededor de un r o s - tro animado por el juego y la sonrisa. Vedlos allí, como en la viveza de sus movimientos se deja conocer el ardor d e aquella sangre pura que colorea sus megillas, y en el brillo d e sus ojos se trasluce todo el candor é inocencia d e su alma. ¡Envidiable alegría la d e los primeros afios! La vista d e estas deliciosas criaturas es capaz d e desarrugar la frente al hombre mas austero y misántropo. Se cuenta de un filósofo m u y serio, m u y aburrido, muy desengañado d e las cosas h u - manas, que al contemplar uno de estos alegres y graciosos juegos d e niños, exclamó: —¡Qué lástima que todos estos hayan d e con- vertirse en hombres! EL PASEO EN C A R R E T E L A - Una señora, residente en una de las principa- les ciudades d e provincia, pero que habia venido á pasar u n a temporada en Madrid, en compañía d e sus tres hijos, el que mas d e tres años d e edad, acostumbraba sacarlos á paseo todas laS tardes, para que fuesen viendo los mejores paseoá d e la capital. Ya habian estado en el Retiro, en el Prado y en el Canal, ya habian visto el paseo d e la Fuente Castellana ó d e Isabel II, con su amenidad y frescura casi fabulosas para os q u e
  • 12. — l o - antes conocieron aquel estenso arenal, ya habian en fin recorrido todos ios sitios de recreo que atestiguan cuanto se ha aumentauo de pocos arlos á esta parte la magnificencia de la capital, y e n - tre todos estos sitios, ninguno habia sido tan del agrado de los niños, á ninguno deseaban ellos el ir con mas ardor, que al paseo y glorieta d e Ja plaza de Oriente, y esto no era por el magní- fico golpe d e vista que allí se disfruta, ni deseosos de contemplar la arrogante estatua de Felipe IV, sino, forzoso es decirlo, por observar embelesa- dos las carretelas, cochecitos y ómnibus, que atestados de niños y d e niñas, giran constante- mente alrededor d e la glorieta. ¿Qué les importan á los niños las bellezas y maravillas del arte, en una edad en que aun no pueden comprenderlas? Asi es, q u e los niños de que aqui se trata, al pa- sar por as calles de Madrid, mientras que su m a d r e se quedaba asombrada delante de los so- berbios edificios que han levantado algunos opu- lentos capitalistas, ellos se entretenían en mirar las estampas y los juguetes, espuestos á la p u e r - ta de los almacenes de novedades, ó se acerca- ban poquito á poco, á los escaparates d e alguna confitería. He aquí justificada la razón, por q u e al sentarse los niños en los bancos de piedra de la glorieta de Oriente, solo tenían ojos para com- templar aquellos carruages, tan pequeñitos y tan elegantes. En Madrid, u n a idea útil y ventajosa al que la p r o m u e v e , nunca deja de tener imitadores. Ocurríósele á u n pobre hombre hacer una tarta-
  • 13. — a— nita, y presentarse con ella en la plazuela d e Oriente á disposición d e los niños, que mediante una retribución de cuatro cuartos, quisiesen d a r en ella un paseo. Era este u n medio tan ingenio- so como inocente de ganarse la vida, y el pensa- miento tuvo tal aceptación^, fueron tantos loa parroquianitos que a c u d i e r o n , que en breve s e suscitóla emulación y vinieron k competir con la tartana, la elegante carretela, el popular ómnibus y hasta el estrangero ckar á banc. Tiene ya el m u n - do infantil lodala batahola de carruages, que tan- to estrépito producen en las calles de las grandes ciudades, tiene todo el lujo y toda la variedad: solo faltan los abusos, y estos p o r desgracia no faltarán. Los primeros dias que los niños c o n c u r r i e - ron á la glorieta, se contentaron con ver p a - sar y con seguir con la vista los elegantes c o - checitos y la vistosa carretela, envidiando la suerte de los dichosos niños, que en ella eran llevados, pero al segundo dia, y a s e a t r e v i e - ron á suplicar á su mamá, les permitiesesubir al coche. —[Ohi n o es poco lo que pedís, queridos míos, y u n favor d e esa especie es preciso merecerle. Veremos mañana que tal os portáis d u r a n t e el dia, que tal cumple cada uno con su obligación y esto es lo que decidirá quien será el q u e suba al coche. Hecho este convenio, los niños al siguiente dia se propusieron no cometer falta que les im- pidiese el pasearse en el coche favorito, y por lo
  • 14. i'¿ — menos, dos de ellos así lo cumplieron. En cuanto al tercero, la fuerza d e la costumbre fué en él mas poderosa que sus buenos deseosí Tenia el tal ni- ño un genio sumamente pendenciero, y por u n quítame allá esas pajas, armaba con sus h e r m a - nos u n a quimera en la que solían cruzarse d e una parte y otra algunos buenos cachetes. La m a - d r e , q u e varías veces había reprendido este defecto, estuvo en observación todo aquel día y por desgracia aquel dia no se pasó sin ca- morra. Por la t a r d e , así que los niños divisaron el coche objeto d e sus deseos, empezaron á sal- tar de alegría, y el conductor, que reconoció se llegaban p a r r o q u i a n o s , paró' el c a r r u a g e , diciendo. — V a m o s , señoritos, ¿van v d s . á subir? Subieron en efecto los dos primeros, pero al adelantarse el tercero m u y animoso, su m a - d r e le contuvo, diciendo: —^Tú no subes, p o r q u e si armaras con t u s hermanos dentro del coche otra quimera como la d e esta m a ñ a n a . . . ya v e s , pudierais caeros abajo. Déjalos á ellos solos, que saben estarse qtiietos en todas partes. ¿Parece que habías o l - vidado lo que te prometí ayer? Partieron los dos niños á dar sus vueltas á la redonda, mientras que el otro se detuvo á e l lado d e su madre, mustio, cabizbajo y p r o c u - rando contener las lágrimas que se le venian á los ojos. Hizo tal efecto en él esta privación, q u e al dia siguiente se abstuvo d e j u n t a r s e con sus
  • 15. — 13 — hermanos у a n d u v o solo todo el dia, por no ce­, der a la tentación de r eñir con ellos, d e modo q u e po r la ta r de todos fuer on juntos en la c a r ­ retela. La madr e r ecomendándoles antes d e subir que se bajasen dadas unas vueltas y no quisie­ sen estar se en coche toda la t a r d e , los estuvo mirando con satisfacción y confir mándose en una idea que ella siempr e habia tenido, cual es, q u e aun de las cosas mas triviales se puede sacar p a r ­ tido par a mejor ar la conducta d e los niños. LOS CORROS. Entre todos los juegos d e los niños ocupan u n lugar de pr efer encia los corros que fo man, r entonando al mismo tiempo alegr es canciones. ¿Quién de nosotr os al bajar al Pr ado á toma r el fresco en una her mosa noche d e ver ano, no h a visto estos cor r os que par ticular mente las niñas forman cer ca d e la fuente de los Cuatr o Tiempos? ¿Quién no ha escuchado con placer aquellos c á n ­ ticos popular es, que fuer on también nuest r o e m ­ beleso en los pr imer os años de la vida? jQué inocentes y sencillas simpatías nacen de estos juegos! . Las niñas como mas pacíficas, toman par te en ellos con una avidez est r ao r dina r ia, y a c e p ­ tan con alegr ía el papel que les está confiado, porque en estas escenas, todos los papeles se s a r
  • 16. — 14 - ceden alternativamente. En to das estas escenas, hay su mo vimiento , su pequeña acción que in­ teresa á to do s lo s actores, aco mpañada de cán­ ticos po pulares, no tan despro visto s de ritmo y de co mpás, que no hayan po dido bailarse en forma de rigo dón en salo nes mas elevados, y po r personas que no eran niñas. La letra de estas caiMiioneses algún romance popular, desfigurado j y cuyo o rigen se pierde en lo s remo to s tiempo s de do nde pro viene po r tradición: de esta clase son lo s que empiezan: Yo no quiero al co nde de Cabra, A la cinta, cinta de oro Una de las mas gracio sas cantinelas de lo s corros es aquella cuyo estribillo dice: Señorita muy bien parecida Salga vd. á bailar, Modia vuelta daréis vo s; S i l a queréis dar. Durante ella, y á cada vuelta de la rueda, vá saliendo po r su turno cada niña, empezando po r la ^ue hace de presidenta, y co giendo á la niña que respectivamente la sigue, da una vuelta co n ella en medio de la rueda, y luego se vuelve á su puesto , vo lviendo á entonar su cántico . Esto se co ntinua hasta que to das las niQas del co rro hayan dado su vuelta en medio , y тшАаз pare?
  • 17. — ItJ — jas se dan un besito, además d e la vuelta de or- denanza. Las madres, las abuelas, las nodrizas y las ni- fleras, forman, por decirlo así, otro corro á corta distancia de las ñiflas. Sentadas en los bancos inmediatos ó en el pilón d e la fuente, siguen, con ansiedad los movimientos d e los niños, e s - cuchan sus cánticos y vigilan todos sus pasos. De vez en cuando se desprende alguna niña del corro, y viene al regazo d e su m a d r e , r a d i a n t e d e placer, á dejar el pañuelo ó sombrero que le estorba, á enjugar el sudor d e su frente, ó tal vez á prorumpir en alguna queja, por que las m a d r e s forman allí un tribunal de paz y de con- ciliación, para aplacar todas las discordias, y cal- m a r los enojos, que por otra parte duran bien poco; pues los consejos se escuchan con i m p a - ciencia, ó se interrumpen para volver con las compañeras q u e están llamando. Las amas d e cria y las niñeras van y vienen para corregir, proteger y vigilar la niña puesta á su cuidado, r cuando ociosas se r e ú n e n , su coloquio no s u e - Se ser silencioso ni pacífico; pero las madres no hablan con delicia mas que d e sus hijos, repiten rojl veces una misma cosa y siempre se escu— ciian con sonrisa. El carácter, las inclinaciones, las enfermedades y aun los dichos admirables d e sus niños son materia interminable d e los diálogos, y mientras q u e se verifican, se e n s e - Qap unas á otras con orgullo aquellas criaturas) en quienes fundan su porvenir y sus esp&« ranzas.
  • 18. — 16 — No es solo en el salón del Prado d o n d e se forman esos corros d e niñas, cuyos m o v i m i e n - tos son tan graciosos y sus trages tan elegantes, como que en elios se ha desplegado cierta c o - quetería de las madres, para hacer valer las gra- cias d e sus hijas. También en el Retiro y en las plazuelas del centro de la población, en aquellas en que hay árboles y frescura, se r e ú n e n fre- cuentemente los niños y las niñas, haciendo r e - sonar en todo el contorno sus cánticos y sus risas. U VAJILLA- P a p á , decia Carolina con mucha zalamería á su p a d r e , yo quisiera tener u n a vajilla como la que h e visto el otro dia en el Gran Bazar. ¡Si viera v d . que cosa tan mona! Allí habia c u a n - to hace falta para el servicio de una mesa. F u e n - tes, platos, tacillas tan chiquititas y tan r e l u - cientes; botellas y vasitos d e cristal, cucharitas y tenedores d e platina; la sopera con su tapa,' y hasta las servilletas metidas en su aro, y todo e s t o s e guarda dentro d e una caja. ¡Ah! p a p á , ¿me la comprará vd? —No tengo inconveniente, hija mia. Te p r o - meto que la primera tarde que salgamos j u n t o s entraremos en los Tiroleses á comprar esa caja a u e tanto te gusta; pero ha d e ser bajo una con- aicion. Tú tienes el defecto d e ser a go curiosa
  • 19. 17 — y como esta es una falta m u y fea en las niñas, es indispensable el corregirse de ella. Ya me han dicho que empiezas á e n m e n d a r t e . . . —Si señor, papá mió. — E s t á bien; pero quiero yo hacer la p r u e b a p o r mí mismo. —Como v d . guste, p a p á . —Bien: ve ahora al gabinete de tu mamá, que allí estaré yo dentro de un r a t o , y sabrás lo que debes hacer. Todavía no habia concluido Carolina de con- tar á su madre lo que acababa de suceder, cuan- do entró su papá, 1 ovando en la mano una bonita caja d e esas que sirven para regalar pastillas y diabolines, y entregándosela á su hija, dijo; —Carolina, tal vez esta tarde misma tendrás esa caja que tanto deseas, si me das palabra d e no abrir esta hasta q u e yo te la pida. —Pierda vd, cuidado, papá. Se quedó Ja niña con la caja, mirándola y remirándola, y apenas se vio sola, c u a n d o . . . ¿se creerá lo que voy á decir? ¡Pues abrió la caja d e golpe y porrazo, sin tener presente lo que su padre deseaba, ni lo que ella misma acababa d e prometer! ¡Tan difícil es resistir á una c o s - tumbre inveterada y desarraigar un vicio á q u e se ha dado entrada en nuestro corazón! Dentro de la caja habia dos moscas las q u e , por pronto que la iiiña quiso cerrar, echaron á volar dejándola estupefacta. Sentóse en una silla con la caja vacía en las manos, reflexionando s o - bre lo que le pasaba; pero como su imaginación 2
  • 20. — 18 — era m u y viva, al instante se levantó, diciendo: — [ P o r q u e poca cosa me apuro yo! ¿Si se han escapado as moscas, hay mas q u e coger otras dos y meterlas en la caja? Asi mi papá no puede conocer que la he abierto. Asi hablaba la niña sin reflexionar que su p a - d r e pudiera, y aun es lo mas probable q u e lo es- tuviese haciendo, acechar todo cuanto ella ejecu- taba. Púsose, pues, á cazar moscas, dando manota- zos arriba y abajo, hasta que al fin atrapó u n a . iba y a á meterla en la caja, cuando sintió cierto remordimiento y dijo para sí: — P e r o si guardo otras moscas en la caja y se las preseuto asi á mi p a d r e , lo que voy á hacer es engañarle, y engañar á su papá ¿no será u n a falta todavía mas grave que el abrir la caja? ¡Oh! ¡yo no tengo valor para engañar á mi papá! Lo mejor es decirle la verdad y que haga después lo q u e quiera. Dicho y hecho, fué á buscar á su papá y le contó ingenuamente cuanto habia pasado. No sé yo á p u n t o fijo el efecto q u e esta confesión baria en el buen padre; pero sin duda fué favorable, puesto que ia niña posee la caja con su vajilla com- pleta y con ella ha dado á sus amigas el simula- cro d e un magnífico convite.
  • 21. EL ARO- Enriqueta iba un dia á paseo delante d e su mamá, llevando en la mano un aro forrado d e paño encarnado, con galones de plata y alambres cruzados d e los que pendían sonoros cascabeles. Así que llegaron la m a d r e y la hija á pn terreno llano y despejado, lo que es indispensable para divertirse sin riesgo en este juego, se sentó la madre en un banco de piedra, y Enriqueta, q u i - tándose su sombrero d e paja, empezó á jugar con el aro, haciéndole girar rápidamente en todas d i - recciones, aunque sin apartarse mucho del sitio en que su m a d r e se encontraba. El aro no solo es juego que divierte mucho á los niños, sino que contribuye á que hagan un ejercicio saludab e, para dar agilidad al cuerpo y soltura á las piernas y los brazos. Aunque parece tan sencillo, embarga mucho la atención d e los niños, para dirigir su marcha y para comunicarle el empuje por medio del palillo que se lleva eti la mano. La habilidad del q u e juega está en c o m - binar de tal modo el empuje que á e l aro comuni- ca, con la velocidad de su carrera, que el aro nunca pueda evadirse d e su dominio, estando siempre á tiempo de comunicarle el empuje, cuando empieza á ceder en su velocidad. Habia por allí otra niña que también estaba d e paseo con su mamá, y q u e no teniendo aro, m i -
  • 22. — s o - taba con atención el de E n r i q u e t a , acercándose algún tanto para observar los movimientos de e s - ta. Como que las ninas se entienden fácilmente unas á otras, al instante adivinó Enriqueta lo que la otra nina podia desear y acercándose á ella, le dijo con mucha monada: —¿Quiere v d . jugar conmigo? La otra niña que no deseaba otra cosa, con- sultó á su mamá con una mirada y en seguida t o - mó p a r t e e n la recreación de Enriqueta, r e s u l t a n - do que desde aquel instante tuvo el juego mayor animación. Ya corrían las dos paralelamente, ya cortaban con prontitud el terreno para atajar y contener á el aro cuando se apartaba de su d i r e c - ción, ya se le lanzaban la una á la otra, ya en fin iban á competencia á ver cual de las dos le comu- nicaba mayor empuje, y por consiguiente le hacia ir mas lejos. Parece que todo placer es mayor cuando d e él hacemos partícipes á los d e m á s , y es indudable que Enriqueta tuvo la mayor satisfacción por la condescendencia que habia tenido con aque la ni- ña á la que hablaba como si fuese conocida d e toda la vida. Pero no es esto lo mas particular, sino que las madres, que jamás se habian saluda- d o , vinieron á encontrarse j u n t a s , sentadas en el mismo banco, conversando amigablemente y o b - servando con satisfacción los colores de la rosa q u e asomaban á las megiilas de sus hijas. El juego del aro es conocido desde la mas r e - mota antigüedad. Le usaron ya los griegosy los r o - manos, y entre ellos ciertamente que no era u n
  • 23. — 21 — juego de niños. El aro estaba formado por un gran círculo de hierro y se le comunicaba el e m - empujecon una varilla del mismo metal. En lu- gar de cascabeles llevaba colgantes muchos ani- llos y sonajitas de cobre, que producían con el choque ese ruido que parece un estímulo ala car- rera. L O S CUENTOS- Bien sabida es d e todos la grande afición que tienen los niños á escuchar cuentos é h i s - torietas acomodadas á su edad é inteligencia, así como la impresión que ejercen en su espíritu. Circunstancia es esta d e que siempre han sacado partido los autores, para inculcar por medio de cuentos á la tierna niñez, los principios d e moral y las primeras reglas d e una sabia conducta, q u e le sirvan d e guia en los diferentes peligros á q u e la edad y la inesperiencia esponen de conti- n u o . Siendo tan marcada esta afición d e los n i - ños á contar cuentos, fuera maravilla que n o dedicasen á tan grata ocupación algunas horas d e la tertulia, que en una d e las prolongadas noches d e invierno formaron Juanito, Bita, Rafael, Vic- toria, Pablo y José. Colocados alternativamente según su sexo y por el orden de su edad, c o n v i - nieron en que cada uno d e ellos por su turno h a - bia d e contar un c u e n t o . Tocábale empezar á J u a n i t o , quien por su
  • 24. — 22 — corta edad esperaban que se disculpara de su em- p e ñ o , mas él salió airoso, diciendo con seriedad: —Pues señor, este era u n rey, tenia tres hijas, las metió en tres botijas... Interrumpióle la risa general de todos los n i - ños. — [ E s o no vale! decian, y por último, convi- nieron, diciéndoles Juanito que no sabia mas, en que pasase el turno á la Rita que empezó así. —Habian v d s . de saber que este era un niño y le gustaban mucho los pajaritos. Pasó un dia con su mamá por donde estaban vendiendo unos g i l - gueros muy bonitos y dijo el n i ñ o : — M a m á mia, ¿aie compra vd. un pajarito de esos? —Niño, d e buena gana te le comprarla, dijo la maoiá; pero lo q u e tú vas á hacer con él, será martirizarle y dejarle morir de h a m b r e . —[Oh! no lo crea v d . , decia el niño, y e n t o n - ces su mamá le compró el gilguero.—¿Pues que dirán v d s . que hizo el n i ñ o ? . . . Ni mas ni menos d e lo que su mamá habia pronosticado: ató u n a cuserdecita á las patas del pájaro y, quieras q u e no quieras, le hacia a n d a r y dar saltos, le echaba á volar y ' d e un tirón d e la cuerda le hacia caer al suelo, ó no le daba de comer ó le cebaba á lafuer- El gilguero piaba m u c h o , como implorando compasión; p e r o el chico aquel siguió maltratándo- le, hasta que el animalitó murió, rendido d e p e n a y de cansancio. Entonces se quedó el niño m u y desconsolado; pero no fué esto lo peor, sino q u e llamándole su madre le dijo:—¿Qué has hecho del pajarito? y él tuvo que decir todo lo que habia
  • 25. — 23 — pasado. Sacó entonces la madre una primorosa jaula d e maderas finas y le dijo:—Mira, ¿ves esta jaula? pues era para tu pájaro si hubieras sabido cuidarle, mas puesto que no sabes hacerlo, no m e vuelvas en tu vida á pedir q u e te compre otro, y en cuanto á la jaula, voy á regalársela á otro niíio que sea nías compasivo con los animalitos. Y co- lorín colorado, mi cuento ya está acabado. Tomó entonces la palabra Rafael y dijo:—En contraposición á lo que ha dicho la Rita, voy á decir yo una cosa, y cuidado que esto no es cuen- to, sino mucha verdad, pues así me lo h a contado á mí nuestra mamá. Dice que habia en su pueblo una niíia muy amable, llamada Cecilia, hija de una pobre labra- dora, por lo que ambas ganaban su vida con m u - cho trabajo. Aun en los dias peores de invierno tenia que salir la muchacha al bosque á por algu- na leña para que su madre se calentase, y un dia q u e se volvía á casa con su hacecillo, al cruzar un camino real, vio acurrucado j u n t o á un árbol á un perrito, lleno d e agua y de lodo, estenuado y temblando de frío. Cecilia soltó su lefia y b a - jándose hacia el perrito, le empezó á llamar y acariciar, poniéndole d e pie derecho, y como el animal diese muestras de agradecer su interés, ella no consultando mas que su buen corazón, co- gió al perro, le envolvió en su delantal y cargando con su leña, entró en su casa muy satisfecha.— ¿Para que traes ese perro tan feo y lleno d e b a s u - ra? le decia su m a d r e ; pero Cecilia senlia en su in- terior un contento q u e no la dejaba reparar en el
  • 26. — 24 — enfado de su mamá. Le hizo al perro unas súpitas, le lavó y jabonó de pies á cabeza, y entonces ya parecía mucho mas bonito. Cobró bien pronto s u s fuerzas y salia al campo corriendo y ladrando d e - lante de Cecilia, que cada vez le quería mas. P e - ro ahora viene lo mejor, y verán vds. como esta buena acción no quedó sin recompensa, y que un dia Cecilia se perdió en el bosque y la mamá, viendo que tardaba tanto, llamó á el perro y e n - señando e un vestido de su hija, le empezó á d e - cir.—¿Y Cecilia?—¿Dónde está Cecilia?—A lo q u e el inteligente animal contestó con fuertes ladridos y con salir corriendo á todo escape. Era el caso que Cecilia, huyendo cuanto pudo de unos mu- chachos que la querían quitar las moras que lleva- ba en una cesta, se habia alejado mucho del p u e - blo, metiéndose por unos parages donde nunca habia estado, y concluyendo por no saber salir de ellos. Dejóse caer al suelo rendida de cansancio, y acordándose d e su mamá, se puso d e rodillas p a r a pedir á Dios la sacase de aquel apuro, cuan» do sintió á su espalda los ladridos de su perro fa- vorito, y volviendo la cabeza, le vio llegar todo so- focado, jadeando y con la lenguado fuera. Abra- zóse Cecilia con su fiel animal que se le quería co- mer á fuerza de caricias, y guiada por él, volvió sana y salva á consolar á su afligida madre que la estaba esperando fuera del pueblo. Este cuentecillo fué m u y del agrado de la asamblea p u e r i l , particularmente d e las niñas, haciéndoles mayor impresión después del primero q u e habian oido, y estimulándoles á todos á ser
  • 27. — 28 — buenos у comp asivos рог p ura generosidad, q u e obtiene al fin su recomp ensa. Tocábale el t u r n o á Victoria, y todos esp eraban d e ella otro rato no menos divertido. —Habian vds. de saber que este era un r e y q u e acostumbraba salir d e noche p or las calles, para ver lo q u e sucedía en la ciudad. Se encon­ tró una vez á un hombre tendido en el suelo y profundamente dormido. Mandó que le levanta­ sen y le llevasen á su p alacio, donde le quita­ ron los andrajos y p oniéndole una túnica finí­ sima le acostaron en una cama del p ríncip e. Cuando el hombre, que estaba borracho, desp er­ tó, se quedó atónito al verse en una alcoba m a g ­ nífica, rodeado de una brillante servidumbre. Le preguntaron que trage queria su magestad p o ­ nerse aquel dia, y esta p regunta acabó d e con­ fundirle. Protestando en vano que él no era mas q u e u n p obre jornalero, tomó el p artido de d e ­ jarse "tributar los honores con que le abrumaban.. Se dejó vestir, se p resentó en p úblico, asistió, con gravedad á todas las ceremonias d e la corte, y p asó desp ués á una mesa suntuosa. Desp ués le p rop orcionaron juego, p aseo, diversiones, y por la noche baile. Como que mi hombre nunca se habia hallado en semejante fiesta, bebió y se alegró de tal manera en la cena, que concluyó por emborracharse, quedándose dormido p rofun­ d a m e n t e . Entonces mandó el rey que le volvie­ ran á p oner sus andrajos y le dejasen en el m i s ­ mo sitio donde le habian encontrado. 'A.lli p asó toda la noche, hasta que desp ertó de frío, y vol­
  • 28. - 26 — viéndose á su casa, dijo á su muger, que si q u e - ría escuchar el sueño mas particular q u e habia tenido en su vida, y le contó todo io que yo he contado á vds. — E n este cuento, dijo J o s é , se halla, r e - flexionando bien, una imagen d e la vida, Pero ya es la hora d e separarnos; otra noche conti- n u a r e m o s esta serie de cuentos que dejamos in- terrumpida, pues todavía falta el mío, que os prometo será m u y largo y m u y bonito. LA CUERDA. Saltar en la cuerda, d e los diferentes modos q u e esto se ejecuta, es otro de los ejercicios á q u e los niños tienen g r a n d e inclinación. Es j u e - go que contribuye mucho á el equilibrio y á la agihdad del cuerpo, y tan conocido, que apenas necesita descripción. Emilio e r a , entre todos los niños que y o h e conocido, el que mejor sabia saltar con la c u e r - d a , y para hacerlo, buscaba una d e tales d i - mensiones que le permitiesen saltar sin encor- var el cuerpo, ni fatigarse m u c h o . Elegia para d a r el salto el momento mismo en q u e la c u e r - da tocaba al suelo ó pasaba rozando con él. Cuando redoblaba el movimiento circular d e la cuerda, levantaba muy poco los pies del suelo, y sin doblar las rodillas; pero cuando la cuerda
  • 29. — 27 — iba muy despacio, levantaba mas los pies y el brinco era mas sostenido. Empezaba saltando mas ó menos aprisa s o - b r e un mismo terreno, después iba corriendo y saltando, después cruzaba y descruzaba los b r a - zos, cambiando la posición de la c u e r d a , y la ha- cia girar con velocidad estraordinaria. En las ninas es todavía mas vistoso el j u e - go de la cuerda, por las elegantes actitudes que les hace tomar, ostentando lo esbelto de su talle y manifestándose ligeras sin dejar de ser g r a - ciosas. Hay una variedad en este juego, en la q u e no es la misma persona que salta, la q u e m u e - ve la cuerda, sino que esta es movida por otras dos que la tienen asida cada una de su p u n - ta. Entonces como no hay que cuidar de la cuer- d a , pueden saltar dos y tres niños á la vez, pero es fácil se tropiecen, y en todo c a s o , se d e b e elegir una cuerda m u y larga, á pesar d e que siempre es mas difícil ponerla en m o v i - miento. La cuerda p u e d e ir y venir, ó lo que es lo mismo, ser movida á modo de columpio; p u e - de dar mella entera, como cuando la mueve el mismo que salta; puede granar íerreno andando ha- cia adelante los q u e la mueven y por consi- guiente el que salta, y puede giírar permanecien- do inmóvil uno de los q u e mueven la cuerda, mientras que el otro gira trazando círculo alre- d e d o r , hasta volver al mismo p u n t o . Los niños ó niñas q u e mueven la cuerda.
  • 30. — 28 — deben hacerlo acompasadamente, sin separar mucho el brazo del costado, sin sacudirla b r u s - camente, ni parar de improviso. Deben arreglar- se en todo á los movimientos del que salta y evitar que por su d e s c u i d o , si es que no h a y algo de malicia, se le enrede la cuerda entre las piernas y dé u n a caida peligrosa. U LINTERKA IH&GICA- Como el fin principal de las diversiones á q n e se entregaba nuestra tertulia de niños, era instruir y deleitar á la vez á los concurentes á ella, se dispuso presentarles la linterna mágica, bajo cuya ilusión p u e d e n darse tan vitiles como agradables lecciones. Este espectáculo sorpren- d e n t e , tan del gusto de los niños, es muy a p r o - pósito para que pasen entretenidos alguna noche d e invierno. Ansiaban ellos que llegase la hora destinada al espectáculo, creciendo su impacien- cia al paso que observaban los preparativos q u e hacia fosé, que habia de ser el director de la fies- ta. Llegó, pues, la noche deseada: los niños y algunos convidados tomaron asiento delante d e u n gran bastidor d e lienzo blanco, d o n d e se h a - bian d e presentar las figuras: al otro lado ya esta- ba José, con su linterna p r e p a r a d a . Hizo la señal d e empezar, apagáronse las luces, cesó el b u l l i - cio y le oyeron que decia- —Me propongo, queridos mios^ presentaros
  • 31. — ag- ía vida del hombre bueno, y ia del hombre malo, no conforme la habéis visto pintada en las alelu- y a s , sino conforme yo la he acertado á formar para vuestro ejemplo. Tomaremos á el h o m - bre desde niño, porque las buenas ó malas i n - clinaciones ya se traslucen desde la primera e d a d . Asi es, que ese nifío tan lindo y tan aseado que veis pasar, contará apenas doce años y y a se distingue por su buena conducta. Ahora vá á la escuela, como se infiere por los libros que lleva debajo del brazo, y sigue derecho su ca- mino, á pesar de que otros niños pasan corre- teando é invitándole á jugar, pero él los despre- cia, porque conoce el valor de tiempo. Vedle ahora en su casa: siempre aplicado, siempre sumiso á ese señor que es su p a p á y q u e le besa con cariño. Aquel cacharrito de b a r - ro que se ve en una rinconera, es una hucha d o n d e va echando los cuartitos que le dan, para llevarlos á la Caja de ahorros. —Ahora os presento, dijo José mudando cris- tal, á nuestro niño ya convertido en un joven, en un artesano inteligente y laborioso, porque mi ejemplo le he ido á buscar en las clases inferio- res, para las que suelen ser mas escasos los p r e - ceptos d e buena conducta. Ese hombre que entra á observar su trabajo, es el maestro y el d u e ñ o del taller: miradle como aprueba lo que hace y predice que será un buen operario. En efecto, esos elegantes muebles que se ven en la tienda, han sido construidos por nuestro joven, que con las ventajas de su primera educación y los cono-
  • 32. — 30 — cimientos industriales que ha adquirido, simplifica y perfecciona sus obras. Ahora si que os presento u n cuadro hala- gtieno: nuestro joven dando la mano de esposo á esa interesante j o v e n c i t a , hija d e su maestro, q u e enternecido bendice esta unión que tanto d e - seaba, ¿Sabéis por qué un hombre de crédito y caudal como ese, da nada menos que su hija á u n simple oficial de su tienda? Pues no es por- que haya sorprendido el secreto de sus procedi- mientos, ni porque en algunas cosas todavía los supere, sino porque ha conocido que es un hom- bre honrado y trabajador, que sabe huir la com- pañía d e los ociosos, y para quien no hay ocio y disipación Veamos ahora en el.seno de su familia, al jo- ven convertido en un hombre respetable, siendo ejemplo de virtudes y gozando los placeres d o - mésticos. Esos que le rodean son sus hijos y con sus inocentes caricias le distraen de su fatiga. El aspecto de comodidad que s e j i o t a en la habita- ción, manifiesta que ha adquirido opulencia, al mismo tiempo que la estimación pública. Mas ved aquí un sugeto que llega y le entrega una cosa, á cuyo aspecto manifiesta la mayor sorpresa y ale- gría; es el premio concedido por una sociedad ar- tística, y espresado en una medalla de oro. —¡Bravol ¡bien! ¡me alegro! esclamaban los n i - üos, y José conociendo por su entusiasmo, que les causaba la ilusión que él apetecía, continuó: — P o r último, miradle ya en edad avanzada, cuando su debilidad no le permite dedicarse al
  • 33. — 31 — trabajo, como goza el fruto de sus ahorros y toda- vía le quedan productos que destinar á la benefi- cencia. Así continua dirigiendo á los demás con sus consejos y su esperiencia, hasta que paga el tributo a l a humanidad con sentimiento del pais y lágrimas de los pobres y d e su familia. Asi terminó la vida del hombre bueno con gran satisfacción de los niños á quienes dijo el cicerone d e la linterna. —Después del satisfactorio cuadro que os aca- bo d e presentar, casi estaba por suprimir la s e - gunda parte ó sea la vida del hombre malo, porque no pueden menos de entristeceros las funestas consecuencias del vicio y del estravío d e las p a - siones. —No, no; queremos verla también, dijo Pablo. — Q u e siga, que siga, clamaron todos. — P u e s b i e n , seguiré, contestó José, de esta ma- nera se notará mas el contraste y hará mas i m p r e - sión en los ánimos. Ya le tenemos en la escena. ¿No os lo decia yo? Mirad ya que traza d e pillo y como desde pequeño manifiesta sus malas inclina- ciones. Ahí está jugando en medio de una calle pública con otros camaradas tan buenos como él, y los libros y cuadernos que hay caidos por el suelo declaran que se entretienen de este modo cuando debieran estar en la escuela. Pero hé aqui que llega ese buen hombre con su aspecto severo: es el padre del muchacho que viene á sorprenderle y sacudirle d e lo firme; pe- ro el pillole descubre á tiempo y , e s c a p a burlán- dose y ostentando su indocilidad.
  • 34. — 32 — Ya le tenemos en la juventud, haciendo alarde de su audacia, con navaja en mano y enredado en una quimera. El sitio es una taberna, lo que d e - muestra que estas casas, las de juego y disipación son las q u e suele frecuentar, porque en tocante á oficio ó otra ocupación honrosa, todavía no ha pensado en dedicarse. Esta vez no sale tan bien como la pasada de su travesura, porque llega la autoridad y tiene que ir con las orejitas bajas á la cárcel. ¿Veis ahora, amigos mios, el interior d e esa miserable casa donde se ve una pobre muger tan abatida? pues es la habitación y la muger del hom- bre malo. Porque él, sin oficio conocido, sin cono- cimiento de las cargas y obligaciones del matri- monio, no se detiene en casarse por capricho. Vedle como maltrata á esa infeliz muger de la q u e a está fastidiado, y como revela el desaliño d e la Í abitacion que ha vendido hasta los muebles mas precisos para sostener sus vicios. —I Pobrecita! que lástima me da la pobre muger, decia Rita. —Deja, deja, que él llevará su merecido, con- testaba Victoria para consolarla. —Os le voy á presentar, continuó José, en el desempeño de una de sus fechorías. Está violen- tando la cerradura de esa gaveta, en una lujosa habitación, donde se ha introducido para robar. Es de noche y una ventana abierta es por donde h a subido y piensa también escapar á repartir su rapiña con'loscómplices que abajo le esperan. Un puñal que lleva en la cintura, declara que será un
  • 35. - 33 - asesino en el momento que halle alguna resis- tencia. Mudó Jo-é otro cristal y esclamó:—El presa- gio de Victoria se ha cumplido. Ya le tenéis en un lóbrego calabozo y aherrojado con fuerte cadena. No tiene mas que cuarenta años y sin embargo parece un viejo decrépito. ¡Tanto es lo que aca- b a n diez años d e crímenes continuados! Ellos le han conducido á ese calabozo donde sentenciado á la pena capital, espera d e un momento á otro el sufrirla. A vosotros que habéis asistido á la muerte tranquila del hombre virtuoso, no os haré y o presenciar el suplicio de este criminal. Figuraos cual debe de ser, y ojalá no sea de aquellos, que ni aun en este funesto lance, dan muestras de un tardío arrepentimiento. Asi concluyó la segunda parte del espectácu- lo, l a q u e confoime José habia pronosticado, dejó mas fuertes y tristes impresiones en el ánimo d e los espectadores. LA GALLINA CiE&A. Este es el juego favorito d e las niñas. Es tan sencillo, que casi no merece una descripción particular, pero sencillo y todo pone en movi- miento la inteligencia de la que se queda ó hace d e galUna ciega, porque lleva los ojos vendados con u n pañuelo, y la agilidad d e todas las niñas 3
  • 36. — Sa- q u e alrededor dé ella dan vueltas en corro. Cons- tituida la niña, ya con los ojos vendados en medio del corro, se le pregunta: —Gallinita ciega ¿qué te se ha perdido? —Una aguja y un dedal. — P u e s da tres vueltas v lo encontrarás. Estas palabras son absolutamente indispensa- bles y no hay memoria de que las niñas hayan jugado nunca á la gallina ciega, sin empezar por esta fórmula acostumbrada. Mientras que la niPa d a l a s tres vueltas, dice: — U n a . . . d o s . . . tres y la del revés. En seguida empieza á girar la rueda, hasta que la gallina grite: — P a r e la rueda. Oidas estas palabras, todo el m u n d o d e b e p e r - manecerquietoé inmóvil en el sitio en que le cogie- ron, porque entonces empieza el verdadero juego. La gallinita ciega se dirige titubeando á agarrar á la primera que encuentre, á ver si por el tacto puede colegir quien sea, y proclamando su H o m - b r e e n voz alta, hacerla poner en lugar suyo, y e n - , do ella á disfrutar de su libertad en el corro. Para que este juego se verifique como es d e - bido, hay que observar las reglas siguientes: Por parte de la que se queda, proceder siem- pre de buena fé, sin levantar con disimulo el p a - ñuelo que cubre los ojos, y aun avisar para q u e la tapen, si es que ve algún poquito. Por parte de los quejuegan hay que observar: Nunca engañar á la que está vendada, y esto n o precisamente por el perjuicio que se le pueda
  • 37. — 3» — seguir, sino por lo feo у trascendental qu e es acostumbrarse á la mentira desde los primeros afios: el qu e no hace escrúpu lo de mentir en los juegos, no está m u y distante de mentiren las c o ­ sas serias. No soltarse, ni separarse del corro, ni mu d a r ó disfrazar el trage. No poner estorbos, ni presentar cu erpos estra­ ños á la qu e se qu eda: lejos de eso, cu ando vaya á trcjpezar en algu na cosa, avisarla á tiempo con el acostumbrado grito de tocinol Dejarse coger algu na vez por cortesía, cu an­ do ya ha pasado mu cho tiempo y está fatigada la que hace de gallina. Gomo esle ju ego tiene cierta monotonía, qu e llegarla á ser cansada pasado algún tiempo, se han inventado algu nos medios ingeniosos de va­ riarle, recu rriendo al oido en vez del tacto para reconocer las personas. Ya es por el sonido de u na llave por el qu e se dirige la gallina ciega, y juzga de la mayor ó m e ­ nor proximidad d e aqu el á qu ien bu sca. Ya p r e ­ senta u na varita ó el cucharon hacia el corro, pa­ r a qu e la ñifla delante de qu ien se pare, agarre de la otra p u n t a . Entonces la gallina ciega da u n pequeño grito, el qu e pu ede repetir hasta tres veces, teniendo qu e repetirle la otra persona qu e juega y qu e tiene asido el otro e s t r e m e de la va­ r a . Toda la gracia está en disimu lar de tal modo la voz y en fingir las entonaciones, en términos que dicha persona no pu eda ser reconocida por el eco. Si esto s u c e d e , no tiene mas remedio qu e
  • 38. — 36 — vendarse los ojos, pasar al medio del corro y e m - pezar á cumplir la penitencia. US ESTAMPAS. Ya á última hora do una de las noches de ter- tuha, después que todos los niños se habian c a n - sado de bailar, particularmente Victoria y Rita, que habian tenido que ser las alternativas parejas de todos los muchachos, se sintió la necesidad d e descanso y de pasar lo q u e faltaba de noche en otra ocupación mas sosegada. Para estos casos t e - nia José abundantes recursos, asi es que haciendo sentar á toda la reunion alrededor de una mesa, la convidó á mirar las estampas de un libro que él traia. Era aquel un libro que parecía hecho á propósito para los niños, porque todas las estam- jas que le componían representaban asuntos de, a primera edad y escenas de la vida pueril. Por lo tanto fué recibida con aplauso la proposición d e José y todos los niños, agrupados al rededor del libro, comenzaron á examinar sus estampas en el orden siguiente: La primera representaba el interior de una escuela, donde entre varios niños que estaban- muy atentos mirando su libro, para estudiar la lección, se notaba uno mirando á todas partes, con él libro cerrado y en actitud de j u g a r y d e inquietar á los demás. Desde luego llamóla atención de los niños la
  • 39. — 37 — desaplicación de aquel muchacho, lo cual visto p o r José, volvió al instante la hoja diciendo:—Mirad ahora si le conocéis. Porque es d e saber, que aquel libro tenia las estampas correlativas, d e tal manera que la siguiente completaba la signi- ficación de la que precedía, formando con ella contraposición y s i e n d o por decirlo así, el reverso d e la medalla. Por lo mismo la estampa de la vuelta representaba: La misma escuela; pero de pié derecho en medio d e ella el mismo muchacho holgazán que habian visto á la vuelta. Tenia puesta una co- roza con grandes orejas de b u r r o , y de vergüen- za se tapaba la cara con las manos. El maestro con semblante severo se le mostraba á los demás niños q u e se burlaban del pobre aver- gozado. Pasaron á otra estampa que representaba: Un gabinetito donde una solícita mamá, p r o - vista d e palangana y toballa, iba á lavar á un niño que delicado y perezoso, manifestaba su repugnancia á que le aseasen, y con mucho mie- do á el agua fresca se estaba encogido en un r i n - cón del gabinete. —¿Vuélvela hoja? preguntó José.—Si, si, con- testaron los niños y volviéndola vieron: Que un señor, al parecer el padre del c h i - quillo, teniéndole asido dfe pies y manos le zam- bullía en un barreño de agua fria, sin cuidarse d e sus gritos, ni de las instancias d e la buena mamá. La tercera estampa que examinaron r e p r e -
  • 40. — 38 — sentaba el interior de un colegio con vistas á un patio, donde entre varios alumnos que estaban j u g a n d o , habia uno que sin distinguirse de los demás por las prendas físicas ó por la edad, se distinguía mucho por su aire desdeñoso, por la superioridad con que dictaba la ley á sus c o m - pañeros, amenazando con el p u ñ o cerrado al que no se conformase con los juegos que él p r o - ponía. Esto era de un lado; pero del otro, los co* legiales cansados de sufrir se habían precipitado sobre aquel déspota y echándole la zancadilla, le habían derribado en el suelo, donde le sacu- dían una zurra de cachetes que no le dejaba res- pirar. Los que no contribuían á la cachetina la miraban con semblante irónico, manifestando cuan merecida la tenía. —¡Gáspita qué zurra! exclamó Juanito.—¡Pero bien merecida! fué lo único que contestó José y pasó á otra estampa. Se veía en ella un muchacho maligno que tenia uncido á un pesado carretón un elegante p e r r o de aguas. El animal agobiado de tanto p e - so se dejaba caer rendido; pero el muchacho con una mano le amenazaba con el látigo y con la otra le tiraba de las orejas y de las lanas, mientras que el pobre perro le pairaba como implorando compasión. Tanta crueldad escitó la indignación de todos los niños que pidieron se volviese al instante la hoja, figurándose que vendría en ella el casti- go de aquella conducta, y así fué e n efecto.
  • 41. — 39 — Un hombre, que tal vez seria el dueño del p e r r o , tenia atado al chiquillo al mismo c a r r e - tón, le hacia tirar de él á latigazos y aun le a r - rancaba algunos pelos de la cabeza por vía d e represalias. La quinta estampa representaba una buena abuela haciendo calceta, sentada en una silla y con sus anteojos sobre la nariz, mientras que u n diablejo d e chiquillo, trepando por el respaldo do la silla, la estaba colocando sobre el moño u n penacho ridículo de plumas viejas y raídas. No faltó entre nuestros niños quien se son- riese al ver aquella caricatura; pero no le dio gana d e reir cuando vuelta la hoja, vio que la chanza resultó algo pesada. La abuela se habia levantado inadvertidamen- te y el peso del chico encaramado en el respal- do se habia llevado consigo la silla, que dando una vuelta le habia dejado caer de espaldas. Se habia abierto en la cabeza una buena brecha y era cosa d e llamar al cirujano. U S CUATRO ESQUINAS. • Al llegar los niños una tarde al término d e su paseo, con mas impaciencia que formalidad, muy sosegados delante de sus padres, quisieron entregarse, mientras ellos descansaban, á uno d e los saludables juegos de la infancia. La c i r c u n s - tancia d e ser cinco los que habian d e jugar, les
  • 42. — 40 — sugirió la idea de elegir el juego de las cuatro esquinas, que por el movimiento continuó q u e necesita, es uno de los mas convenientes para desarrollar las fuerzas y ejercer saludable in- fluencia en el cuerpo. Anduvieron algún tiem- p o buscando un sitio que reuniese las condicio- nes que este juego requiere: un terreno firme ¡r sin estorbos e n t r e las cuatro esquinas ó árbo» es que han de hacer sus v e c e s , colocados si es posible á distancias iguales como d e diez pasos. —¿Quién es el que se queda? preguntábanse los niüos unos á otros, porque al empezarse el juego, como que aun no podia haberse sentencia- do el que se habia de quedar sin esquina, y pre- cisado á ir de una en otra hasta lograr una v a - cante, era forzoso q u e alguno fuera el peniten- ciado. Disponíanse á echar suertes, cuando Victor se ofreció galantemente á quedarse, haciendo es- te obsequio á las nifias. El juego de las cuatro esquinas, como todos los demás, tiene sus reglas fijas, de que los ni- ños se muestran escrupulosos observadores. Las cuatro esquinas ó árboles deben estar colocados en esta forma: • • A. • • Cada árbol estará ocupado por uno d e los
  • 43. — 41 — que jueguen у el punto A por el que se queda, según la espr esion vulgar mente usada. El q u e se queda se dir ige á cualquier a de las cuatr o esqui­ nas, diciendo: —¿Me hace vd. el favor d e una ascuita de lumbre? La per sona inter pelada, indicándole con el dedo cualquier a de las cuatr o esquinas, le con­ testa: — E n aquella esquinita r ebuUei Asi da tiempo par a que mientr as se dir ige á la otr a esquina, puedan los jugador es cambiar d e sitio, debiendo estar el otr o con ojo aler ta, par a lanzarse al p r i m e r sitio que vea desocupado, y entonces el p r opieta r io de aquel puesto, si n o puede coger otr o, tiene que quedar se en el me­ dio y r epeti r la maniobr a de ir de esquina en e s ­ quina hasta que log r e pillar una. Par a anima r mas el juego, conviene que todos los jugador es cambien á la vez, r esultando en medio de este movimiento gener al, que dos suelen dir igir se á la vez á la misma esquina, y alguno d e elÍos se ha d e quedar for zosamente plantado en el medio. Sucedió que Rita se cansó pr onto y los d e ­ más continua r on el juego con tr es esquinas, en esta fo ma: r • A. • • Pero habiéndose luego cansado todos, se sen­
  • 44. 42 ^ taron en el suelo á descansar y contar h i s - torias. EL S U S T O Aun no se habia decidido q u é clase de d i s - tracción ocuparía á la tertulia en una d e sus no- ches, y los niños agrupados discutían el juego que habian de elegir, cuando oyeron repenti- namente gritos y penetrantes chillidos. Conocie- ron al instante la voz d e Juanito y advirtiendo al mismo tiempo que faltaba d e en medio d e ellos, no dudaron de que era el autor de a q u e - lla algazara. Los gritos salían de una pieza con- tigua, que comunicaba por un pasillo con la que ellos tenían para sus juegos, y como estaban á oscuras pieza y pasillo, las niñas no se atrevie- ron á ir allá, y aun los niños permanecieron un momento indecisos. José fué quien tomó una luz, y diciendo: ¡Es Juanito!... seguidme, se encami- nó al sitio de la bulla, á donde todos le siguior ron, primero los niños y luego las niñas. Hallábase Juanito, pálido, lloroso y acurruca- do en un rincón, del que no se atrevía á salir. —¿Qué es eso?... ¿qué tienes?... ¿qué te ha su- cedido'' A el tropel de p r e g u n t a s con q u e le abruma- b a n , solo contestó muy azorado: Juanito. No sé. Tengo mucho miedo. Rafael. ¿í á quién?
  • 45. — 43 — Rita. ¿No estamos aqui todos? Juanita. Ya; pero si vosotros supierais. José. Acaba de un a vez. ¿Qué te han hecho? Juanito. Nada: pero habia aqui un d u e n d e . José. ¡Cómo! ¡Un d u e n d e ! Juanito. Co los ojos ardiendo como pajuelas, n Pablo. ¿Será posible? José. Vaya u a bebería, ¿ y por eso n os n asustas? Rita. ¡Mire vds. el n iíio, q u e tien e miedo á n el coco! Juanito. ¡Si, si, como vosotros n o le habéis visto! Y sin o allí está aquella silla ten dida en el suelo, q u e él la dejó caer, saltan do en ella desde esa mesa, y luego escapan do yo n o sé por d o n d e , bramando como un toro. Victoria. Apostaría yo que el duen de que ha visto este señorito ha sido mi gatita Linda, цае sa­ lió corriendo d e este cuarto, apen as empezaro n los gritos. José. Y n o ha sido otra cosa. Y las pajuelas que han alumbrado á éste son los ojos de los ga­ tos que brillan en la oscuridad. Pablo. ¡Para que vean v d s . lo que es el miedo! Rafael. Vamos, cobarde, ven te á jugar y dé­ jate de sustos. Como padre lo supiera, bien se reiría d e tí. E n t r e las chan zas de los un os y las burlas d e los otros, se llevaron á Juan ito á la pieza d e re­ creación, don de todavía n o daba muestras d e es­ tar m u y tran quilo, n i los otros podian olvidar el
  • 46. — 44 — suceso reciente. José viendo cuan dispuestos e s - taban á escucharle, procuró sacar partido de la ocurrencia, diciéndoles: —Vergüenza dá que haya niños que tengan miedo á los duendes, que no se atrevan á ir solos d e noche, y menos á estar en un cuarto oscuro, todo á pretesto del falso temor que los han infun- dido con cuentos estravagantes ó que solo existe en su imaginación acalorada por el miedo d e e s - tas pretendidas apariciones. Un pusilánime será toda su vida, el nifio víctima de esta preocupa- ción, al paso que el que se haga superior á ella, será luego hombre de espíritu y corazón, como lo fué Felipe Augusto que con tanta gloria ocupó el trono d e Francia. A la edad de catorce años se perdió un-dia en la selva de Compiegne, sin que pudiese volver á encontrar su camino. Sobrevino la noche y el )ríncipe, errante á la aventura en medio de los josques, se vela precisado á pasar la noche d e - bajo d e un árbol ó andar d e aqui para allá hasta que fuese de dia; mas como hacia mucho frió y la noche estaba oscura, se decidió á seguir cami- nando por ver si encontraba alguna salida. Hacia las c u a t r o de la mafiana, vio á lo lejos una negra y horrible figura, llevando un brasero en el que soplaba con gestos espantosos para atizar la lla- m a . Otro niño cobarde hubiera temblado de pies á cabeza á este aspecto; pero el príncipe, sabiendo q u e con la ayuda d e Dios nada habia que temer, avanzó intrépidamente hacia aquella visión. Era un carbonero que iba á empezar su trabajo... El
  • 47. — 48 — príncipe se dio á conocer y se sirvió de él para que le guiase hasta el castillo. —Si hubiera sido tan necio, concluyó José, q u e se hubiera acobardado, toda la noche la habría pasado en el bosque y aun mas tiempo tal vez. E L ESCONDITE. El juego del escondite á que tanta afición tie-, nen los niños por los muchos lances que ofrece, se ejecuta mejor y con mas diversion en algún jardín que en los interiores de las habitaciones. Allí pueden dar los niños esas carreras al aire li- bre, que tan provechosas son para su salud y p a - ra que les salgan buenos colores á )a cara. Allí p u e d e lucirse, asi la ligereza de los que huyen por no ser cogidos, como la del que los persigue, ó como vulgarmente se dice, del que se queda. Porque en este juego, cowo vosotros sabéis, amigos mios, hay un punto d e reunion que se llama la madre, desde el que todos los jugadores parten á esconderse, escepto u n o , es decir, el que se queda, que permanece allí hasta q u e al oir la voz de ]vengan parte en busca d e los escondidos, apurando su ingenio para encontrar la madrigue- r a . Si no logra atrapar á ninguno, y da lugar á q u e vuelvan al punto de reunion, buscándole las vueltas, y lanzan regocijados el grito d e : -—[Hijitos a la madrel
  • 48. - 46 — Entonces no le q ueda mas recurso, q ue e m p e ­ zar una у otra vez su penosa tarea, q ue pronto acaba con su paciencia. Por supuesto q ue vosotros habréis jugado mu­ chas veces al escondite, y aun os acordareis de los estropicios q ue habéis hecho. ¡Desgraciada la habitación donde los niños se abandonan á este juego! Todo lo invaden: no escrupulizan el me­ terse detras de las cortinas, debaio de las mesas y de las camas, ni reparan si al correr echan á ro­ d a r algún mueble de valor. Por eso las amas d e casa, tienen buen cuidado de esceptuar de las di­ versiones de los nifios, aq uellas piezas q ue tienen arregladas con mayor esmero. Fuera d e este es­ pacio limitado, todo lo demás de la casa es c a m ­ po de sus correrías, y así trepan á algún desván como se agazapan en la carbonera. Los niños q ue componían nuestra tertulia, dispusieron un dia jugar al escondite. Ya hacia buen rato q ue estaban jugando, cuando notaron que Eduardo, el mas joven d e los niños, no vol­ vía al punto de reunion, cuando alguno d é l o s jugadores era cogido. Como esta era una infrac­ ción d e las reglas del j u e g o , empezaron á lla­ marle. —¡Eduardo... Eduardo!... Pero no respondía. Fueron á buscarle por to­ da la casa, pero nada, ni por esas: nadie p u d o encontrar su madriguera. —Habrá encontrado tan buen escondite, que no quiere salírde él porq ue no le pillen. Así decían los nifios, y como les sabia mal
  • 49. — 47 — suspender SU juego, le continuaron, diciendo d e Eduardo; —El parecerá. Por otra parte, aquel chico estaba tan gordo y era por lo tanto tan poco aficionado á correr, que por no menearse creyeron q u e no queria s a - lir del escondite. Acabóse al fin el juego, y Eduardo no pare- cía: entonces todos entraron en cuidado, buscán- dole solícitos por toda la casa. Vosotros, c o m e e s natural, querréis saber don- de se hallaba Eduardo entre tanto. Pues bien, os lo voy á contar: Eduardo en una de sus escursiones para e s - conderse, se habia escurrido bonitamente á ia c o - cina, solo por ver si se encontraba abierta la puerta de la despensa, á la que hacia frecuentes visitas. Era goloso y glotón en estremo: así es, que arrastrado por este vicio, mientras los d e m á s niños se entregaban á los juegos propios de s u edad, Eduardo no pensaba mas q n e en satisfacer su propensión á las golosinas. Por una casualidad, de aquellas que él tanto buscaba, halló abierta la puerta d e la despensa, y abalanzándose ansioso, arrimó una silla á la alhacena d e repuesto, y trepando e n c i m a d o ella, empezó á engullir cuanto hallaba á la mano, con la presteza que el caso exigía. Mientras se hallaba entretenido en tan sabro- sa faena, acordóse el cocinero de que se habia d e - ado abierta la despensa y fué allá para echar la lave, que guardó en su bolsillo. No se le ocurrió
  • 50. — 48 — mirar á dentro, ni Eduardo sintió el ruido del pestillo, por que era mayor el que producían sus mandíbulas. Esta era la causa porque Eduardo no asistía al juego, y por la que le andaban buscando por t o - da la casa. Después d e haberla registrado toda d e arriba á abajo, soio faltaba mirar la despensa, y el cocinero fué á abrirla por mandado de sus- amos. — A q u í está, aquí está el ratón que se comia mis provisiones, esclamò el hombre sumamente gozoso por ver descubierto el autor de un desfal- c o , por el que varias veces le habian reconveni- d o . De esta manera recobró su crédito aquel hon- rado servidor, y quedó patente la falta vergonzo- sa de E d u a r d o . A este pudieron servirle de casti- go las risotadas y rechiflas d e sus compañeros, las palabras algo mas severas de su papá, y u&a b u e - na indisposición, que le tuvo algunos alas en ca- ma de resultas del hartazgo. LAS ANÉCDOTAS. Haber pasado una noche entretenidos contan- d o alegres cuentos, inspiró á los niños el deseo d e destinar otra á repetir anécdotas. Cada uno hizo su provision de las que pensaba referir, y llegada la noche, todos cedieron el turno á José, a ue empezó así:—Sé muchas anécdotas d e la v i - a del gran Federico, que bastarían para éntrete-
  • 51. — 49 — пег esta n oche, mas рог ahora n o os diré mas que la que me correspon de de t u r n o . —Cuando el gran Federico veia algún n uevo soldado en su guardia, n o dejaba de llegarse á él para bacerle sucesivamente estas tres p r e g u n t a s : — ¿Qué ¡edad tien es?—¿Cuán to tiempo hace que sir­ ves?—¿Recibes exactamen te tu paga y tu vestua­ rio?—Un joven fran cés fué admitido en la guar­ dia, por su presen cia y buen a estatura, y su capi­ tan tuvo cuidado de advertirle las pregun tas que el rey le baria, hacién dole al mismo tiempo a p r e n ­ der de memoria las tres respuestas, de que n o de­ berla separarse un ápice.. Efectivamen te, el r e y al pasar revista distin guió al recluta y se acercó á él; mas por desgracia, in virtió el orden acostum­ brado de sus pregun tas y le dijo:—¿Cuán to tiem­ p o hace que sirves?—SeBor, vein te y dos arios. Admirado el rey de un a respuesta ta n poco c o n ­ forme con la traza juven il del soldado, le p r e g u n ­ to:—¿Pues qué edad tie n es?—Señor, un a ñ o . — E s preciso, replicó Federico, que tú ó yo hayamos perdido el juicio... El soldado que tuvo estas p a ­ labras p o r l a tercera pregun ta, con testó en el a c ­ to;—Uno y otro cabalmen te, señor. El rey vol­ viéndose hacia su acompañamien to, dijo:—Hé aqui la primera vez que me oigo llamar loco á la cabeza d e mis tropas.—Volvió á pregun tar al joven soldado, pero éste con testó en fran cés que no sabia del alemán mas que lo que acababa d e decir. El rey con oció al mstan te la equivocación y echó á reir: después acon sejó al so dado que aprendiese el idioma del pais don de servia, in ­ 4
  • 52. — 80 — duciéndole con bondad al cumplimiento de sus deberes. Escucharon los niños con placer esta anécdota y en seguida Rita tomó la palabra. —^Un gentil hombre de Luis XII maltrató á un pobre labrador. El rey mandó en castigo que no le pusiesen pan á la mesa, por lo que el cortesa n o vino á quejarse al rey.—¿Qué, dijo éste, no son suficientes los manjares que te ponen?—No señor, porque el pan es indispensable para la vi- d a . — P u e s siendo esto asi, replicó el rey, ¿por qué has tenido valor de maltratar á quien te lo proporcionaba? —^Lo que Rita ha dicho de Luis XII, me recuer- d a á mí otra anécdota de su antecesor Luis XI. Cuando no era mas q u e delfin (que es lo mismo que príncipe de Asturias entre nosotros) iba al- gunas veces á comer fruta á casa d e un aldeano. Cuando el príncipe subió al trono, el aldeano le Hevó un rábano de su jardin, d e un tamaño es • traordinario. El rey agradeció el regalo del buen hombre y mandó que le diesen mil escudos. Sa- bedor el señor de la aldea d e esta liberalidad, juzgó que si él regalara al rey un hermoso caba- llo, ya tenia hecha su fortuna. Fué, pues, á la corte á ofrecer su caballo: el rey le alabó mucho y dijo:—Que me traigan mi r á b a n o : — T o m a d , d i - j o al caballero, hé aquí un rábano tan raro en su especie como el caballo; os le regalo y muchas gracias. —¿Me llega ya mi turno? preguntó Rafael, p u e s vov á referir una cosa divertida.
  • 53. S I — Enrique IV pasando por una villa de Francia, recibió á unos diputados por la población para cumplimentarle. Apenas el orador empezó su arenga, cuando un asno se puso á rebuznar.—Que hable cada uno por su turno, dijo el rey, porque no entiendo ni á uno ni á otro. Como esta anécdota aunque bonita se les h i - ciese corta á los niños, tuvo que contar la siguien- te para contentarlos. Roberto, segundo rey de la tercera dinastía d e Francia, notó que un infeliz le habia cortado un dia la mitad del fleco de su manto; mas al ver que trataba d e llevársele todo entero, le dijo:— Amigo, mió, conténtate con lo que has robado: lo restante podrá servir para otro. LA CAZA DE HIARIPOSAS. Amalia y Federico bajaron muy tempranito á s u jardín, llevando cada uno su red d e gasa en forma de manga con la q u e s e proponían dar caza á las pintadas mariposas que en él revoloteaban. No habian andado mucho, cuando ya vieron á los brillantes insectos cruzar por todas partes ó dete- nerse en el cáliz de las flores para saborear su dulce néctar. Entonces empezó la persecución en todas direcciones. Amalia que ya contaba doce anos de edad, t e - nia mas prudencia y mas habilidad que su h e r - manillo de siete anos apenas cumplidos. Así es
  • 54. — ¡52 — que ya habia ella cogido tres ó cuatro mariposas, cuando su hermano se despepitaba todavía cor- riendo como un atolondrado tras de ellas, sin atrapar ninguna. Esto consistía en que Amalia n o era tan viva ni tan aturdida como su hermano; caminaba con precaución, se acercaba de p u n t i - llas, llevaba la red estendida contra el viento, y sabia cortar las vueltas á las mariposas, ó coger- las al paso en los transparentes pliegues de su gasa. —Federico, decia á su hermano, ven, ven á ver las mariposas que he cogido. — ¡ Y á mí siempre se me esca pan! decia el o t r o . Mas bonitas serian las mariposas si se dejaran coger. —No te enfades, Federico, que la primera q u e coja, te prometo que ha de ser para tí. No se tardó mucho tiempo sin que . malla gritase á su hermano. —Federico, ven, que aquí tengo una maripo- sa, la mas bonita d e todas. Era efectivamente un bonito animal, con alas de nacarón l a s q u e campeaban dos ó t r e s círculos de azul oscuro con puntos negros y dorados en el centro. Luego las alas estaban graciosamente r e - corteadas y con un festón todo alrededor, dejan- do los dedos impregnados de un polvillo de plata, apenas se las tocaba. —¡Qué cosa tan bonita! decia Federico. Déja- mela tener u n poquito en la mano. — E s que no la vayas á despachurrar. —¡Oh! no tengas cuidado.
  • 55. — 83 — Entregó Amalia la mariposa á Federico, y és- t e á fuerza de poner cuidado, la dejó escapar al instante. La mariposa saltó primero á un rosal, desde allí voló á la rama de un arbolito, descan- só un poco como para tomar fuerzas, y volviendo á totnar vuelo, desapareció prontamente, dejando alnifio con la boca abierta. —¡Qué lástima! esclamaba Amalia. —Yo no sé como ha sido esto, dijo Federico con tales ganas de llorar, que la bondadosa Ama- lia, acercándose á él y dandole un beso, le dijo: —Vaya, no te aflijas: así como así, nosotros la habíamos de haber soltado, porque á la verdad, una mariposa tan linda era lástima que no disfru- tase del campo y de las flores. — P u e s yo no queria soltarla, sino haberla p u e s - to encima de unas hojas dentro de u n vaso ó ha- berla clavado con un alfiler en nuestra caja d e cartón con tapadera d e cristal. —Eso se queda para papá que sabe colocar las mariposas d e modo que sirvan á un estudio á que todavía no hemos llegado. Nosotros lo que hubié- ramos hecho es martirizar á la mariposa y hacerla morir de desesperación batiéndolas alas contra la eaja. Para eso vale mas dejarla volar y que goce d e las flores, de los árboles, y del espacioso c a m - po en que vuela con toda libertad.
  • 56. LAS MUÑECAS- Ahora habéis de ver, amables lectoras, co- mo las muñecas no son precisamente un juego de niñas, sino un objeto de alta importancia his- tórica y comercial. Las muñecas ya son conocidas desde la mas remota antigüedad. Entre los romanos estaban m u y en boga, llegando su afición á este j u g u e - te, hasta el estremo de enterrar con él á las niñas que morían en sus primeros años, juzgando que ni aun en la muerte debian separarse de un o b - jeto que les era tan querido. Las niñas romanas seguían jugando con sus muñecas hasta que es- taban en edad de casarse, y entonces iban con la mayor serenidad á colgar este y otros jugue- tes de la infancia en el altar de Venus, como dan- do á entender que ya sabrían desentenderse de los juegos infantiles, por atender á las serias o c u - paciones de madres de familia. La muñeca como objeto de arte, ha llegado á tal punto de perfección, que mas de una vez h a figurado en las esposiciones públicas de la industria, llamando la atención, no solo por la belleza de sus formas, sino por los movimien- tos que ejecutaba en virtud de ocultos resortes. Hasta se han visto muñecas en la esposicion de la industria francesa, á las que mecánicamente se hacia pronunciar con claridad las palabras
  • 57. — ss — papá y mamá: de aquí proviene el que las mu- ñecas sean uno de los artículos mas favorecidos en el comercio de juguetes. No es mas que una especie de muñeca el maniquí ó figura con goznes en las articulacio- nes, de que se sirven los artistas para figurar los modelos de sus obras. Muñecas son también las figuras que las modistas, sastres y peluqueros ponen en sus tiendas para ostentar la perfección con que ejecutan los trages y adornos. Hasta los figurines recortados que reparten los periódicos de modas, son una especie d e muñecas de conoci- da utilidad á las señoras, para idear t r a g e s y cor- tar los patrones. Pero aun contrayéndonos á las niñas, y sin salir d e la esfera infantil, las muñecas no son u n juguete como otro cualquiera: casi estaba por decir que son un objeto de estudio para toda niña apli- cada y laboriosa. Efectivamente, para cuidar ä una muñeca en debida forma, para tenerla d e - cente y siempre á la moda, es preciso poseer una porción d e habilidades: es indispensable s a - ber lavar, coser, zurcir y cortar, y todo esto tie- ne su mérito en una niña de corta edad. E n s a - yándose en vestir y adornar á la muñeca, s e prepara la niña á hacer sus propios vestidos, y es un remedo de como cuidará algún dia á sus hijos, el solícito cuidado que finge prodigar á la muñeca. Tiene algo de cómica la seriedad con q u e una niña dirige los pasos, r e p r e n d e y dá consejos á su muñeca, con la particularidad d e que estos consejos son muy importantes, y apli-
  • 58. - S6 — cables á todas las niñas, las que harán por cierto m u y mal en no ejecutar ellas mismas lo que s u e - len mandar á su muñeca. Cuando la dicen, por ejemplo—Vamos, s e - ñorita, déjese vd. vestir y peinar; las niñas han d e estar siempre limpias y aseadas. ¿Qué es eso, no quiere vd. dar lección? ¡Mire vd. que me he enfadadol etc. ¿Qué niña habría que no se aver- gonzase de que á ella se le dirigiesen con j u s t i - cia las reconvenciones que hace á su muñeca? Es menester, pues, que las niñas se apliquen á sí mismas las reg as de conducta que bien sa- ben dar á sus muñecas, y que ensayen con ellas todas las labores propias del sexo y todas las faenas domesticas que requiere el cuidado de una familia, porque el ajuar de una muñeca es una miniatura del de la casa. ¿Quién sabe si estas ha- bilidades de la infancia les serán útiles algún dia? ¿Quién sabe si un repentino cambio de fortuna Jes hará apelar como á un medio de subsisten- cia á lo que creyeron no les servirla mas que d e inocente distracción? De esto no faltan ejemplos, y si se quiere, yo citaré uno d e buena gana. Hay en Madrid una niña, y por cierto m u y Jinda, llamada Mañanita, Ja que tiene una deci- dida afición á las muñecas. ¡Eso, si; las p u e d e presentar con orgullo por lo limpias y elegantes! Tiene su vanidad particular en que todo cuanto para ellas sirva, sea obra de sus manos, y los elogios que ¡»or esto ha recibido, la han hecho ser muy hábil en la construcción trages p e q u e - ñitos.
  • 59. — 87 — Cierto dia se presentó en casa de su mamá un caballero muy grave y d e conocidos senti- mientos filantrópicos, el que después de haber h a - blado de la miseria de las clases pobres, del r i - gor d e la estación, de los huérfanos y niños d e s - graciados y de la desnudez y privaciones que pa- decían, reveló claramente que iba á implorar para ellos algún socorro. Iba la madre á entregarle algún dinero, cuan- do con gran sorpresa suya vio que el caballero se negó á recibirlo, diciendo que no era dinero lo que solicitaba: que habia concebido el proyecto de una asociación de señoras que sin ninguna especie de gravamen y aprovechando ú n i c a m e n - te sus vestidos y telas de desecho, hiciesen v e s - tiditos, blusas y camisitas para entregar á los niños mas necesitados, y que no habia podido menos d e contar con ella para tan útil como e c o - nómico proyecto. Sorprendida se quedó la señora con la nove- dad de esta idea, de tan fácil ejecución, y toman- do la circular impresa que el caballero le entregó con las bases de la asociación, se ofreció desde luego á ser una de las primeras y mas constantes suscri toras. No bien se habia despedido el caballero, cuando Marianita que habia oido todo el coloquio, y que á pesar de sus cortos años, habia reflexionado s o - bre él, se llegó á su m a d r e , diciéndola: —Mamá, yo ya sé hacer vestidos para las mu- ñecas. ¿Me dejará v d . que haga también vesti- dos para esos pobrecitos niños?
  • 60. — 88 — Agradó á la madre la propuesta y resolvió dar- la algo que hacer, a u n q u e luego no pudiera a p r o - vecharse; pero con general sorpresa, Marianita presentó sus piezas tan acabadas y servibles co- mo si hubieran sido hechas por una costurera d e profesión. Cuando el caballero promovedor de la aso- ciación supo la parte tan activa que Marianita habia tomado en su empresa, vino un dia á b u s - carla en su coche, y en compañía de su mamá la llevó á una escuela de párvulos de los barrios mas pobres de la capital, y allí la interesante niña repartió á otras y otros verdaderamente ne- cesitados, aquellas ropas, hechas muchas de ellas por su mano, recibiendo en cambio las gracias y bendiciones de los niños y sus madres. Entonces esperimento .'iarianita el placer de una buena acción, y comprendió la ventaja que resulta de dar una dirección útil á las cosas, al parecer mas insignificantes; pero cosas son e s - t a s q u e , por mas que yo las esplicára, las niñas no las pueden comprender, sino imitan el ejem- plo d e Marianita.
  • 61. S O - L O S NIDOS- ASÍ como nosotros tenemos nuestra casa para vivir, así también las avecillas de lus campos tie- nen su casita para abrigarse y criar su nueva pro- le; edificio curioso que ellas mismas han edificado con la mas tierna so icitud, valiéndose del admira- ble instinto con que las dotó el Supremo Hacedor. Son tantas las maravillas que acompañan á esta faena de las aves al construir sus nidos, que yo convido á misamiguitos á que salgan al campo u n dia en que los pajaritos de todas clases, ocul- tos durante el invierno, anden revoloteando de rama en rama, celebrando sus amores con suave melodía, y cuidando d e la formación de sus ni- dos. Si su buena suerte les hace encontrar algu- no de estos, que se acerquen á mirarle con t i e n - to y cariño sin tocarle, ni interrumpir á los p á - jaros en su tarea. Cada especie de aves tiene su modo particular de formar el n i d o , adecuado siempre al abrigo y seguridad de los hijitos que ha de contener, al número de ellos y á la tempe- ratura del clima. Los materiales que emplean son siempre los mismos: por fuera hebras d e yerba seca, pajitas, barro amasado, y por dentro pelu- sa suave formada de algodón y las mas finas he- bras que encuentran, arrancándose cuando esto
  • 62. — 60 — no es bastante, las plumitas mas finas del pecho para formar una alfombra donde sus hijos estén cómodos y calientes. Aves hay también que for- man sus nidos con palos entretegidos y algo de paja, y estas son las que necesitan endurecerse desde luego para ejercer en los aires la rapiña. El sitio donde anidan las aves nos revela también IBI carácter y las costumbres de cada especie. La sencilla golondrina construye su nido en un rin- cón de nuestra casa, gozando la hospitalidad que se la dispensa. El águila fiada en sus garras d e - fensoras presenta su nido al descubierto y la cigüeña se encarama como vigía en una alta tor- r e : aves hay que taladran el tronco de un árbol ó cuelgan sus nidos en las ramas en forma de bol- sa; pero lo mas general, sobre todo en las e s p e - cies delicadas, es que oculten su nido en sitios retirados, en el suelo bajo las plantas, y en los sitios mas intrincados y sombríos del ramage, cercados si es posible de fuertes espinos cuyas puntas penetrantes desvien del nido á las cule- bras, los micos, los mochuelos y otras aves s a l - teadoras, y sobre todo á los malignos y atrevidos muchachos. Grande es la afición que tienen los niños á trepar á los árboles para buscar nidos. Olvidan los peligros á que se esponen y las consecuencias de una fácil caida, y todo cede al conato de a t r a - par un gracioso nido donde estén acurrucados algunos pajaritos, todavía sin pluma. Acaso los abandonarán para dejarios morir de hambre d e s - pués d e haberlos cogido, porque hay algunos ni-
  • 63. — 61 — ños que con la misma facilidad toman las cosas que las dejan, pero esto es una prueba d e mal corazón, y lo mas regular es ver á los niños go- zosos y entretenidos cuidando sus pajarillos, d á n - doles migajas de pan y granitos de trigo. Yo creo que los que se divierten en atormentar á los ani- malitos ó en abandonarlos después de cogidos, no lo hacen precisamente por mala intención, sino por su atolondramiento que no les deja reflexio- nar sobre las consecuencias fatales de este aban- dono. Llamaré su atención sobre este p u n t o , con solo decirles lo que sucedió con los pajaritos de un nido que cogió un travieso muchacho. Iba este un dia correteando por el campo, cuando escu- chó las piadas de unos pajarillos que estaban lla- mando á sus padres. Al instante descubrió donde estaba el nido, trepó á el árbol con maligna ale- gría y apoderándose de los pajarillos, bajó con ellos en el nido, llevándoselos en triunfo á su casa y siendo la envidia de los otros muchachos que se agrupaban alrededor suyo para ver el nido. Los padres d e los pajaritos cuando volvieron y echaron de menos el nido, no pudiendo ellos sa- ber la causa de la falta, empezaron á ir y venir r e - voloteando todo alrededor, á ver si descubrían á s u s hijitos, llamándolos con sus amorosas piadas hasta que se les acabaren las fuerzas para gritar. Entretanto el muchacho estaba muy contento con el nido, y á lo primero cuidó á los pájaros con mucho esmero; mas luego empezó á olvidar- los: los sacaba del nido y empeñado en q u e ha- bian d e andar y aletear, siendo así q u e eran tan
  • 64. — 6-¿ — pequefiitos que no sabían menearse para andar ni para volar, y el menor movimiento les incomo- daba mucho. Tiritaban de frió, no teniendo all/á sus padres que les abrigasen con sus a l a s , hasta que uno de ellos murió de hambre y de frío, y en cuanto á los demás, por descuido del mucha- cho, llegó un gato y puso fin á sus padecimien- tos engulléndoselos sin misericordia. Tal fué la dolorosa muerte de estos pobres pa- jarillos, solo por la culpa d e un atolondrado m u - chacho, de quien tuvieron horror hasta los mis- mos compañeros de su edad. LAS FICHAS. Las fichas, como todo el mundo s a b e , son unos pedacitos de marfil d e forma circular t e - nidos de diversos colores, con las que se seña- lan los tantos que se ganan ó pierden en el j u e - go y aun se remeda el dinero que en él se aventura. Los niños tenian una caja llena d e fichas d e todos colores y se divertían en esparcirlas sobre una mesa, agrupándolas después según su color, ó combinándolas agradablemente en forma de mo- saico. Como esta ocupación ofrecía poco interés, deseoso José d e escitarle en mas alto grado, cogió
  • 65. ез — unas cuant as fichas del mont ón, y las dispuso en forma cruz del modo siguient e. O O OOOOO O O O O O O Hecha la figura, dijo á los nlRos que le es t a­ ban observando: —Ahí t enéis esa cruz, hecha con t rece fichas, habiendo nueve en eUpalo del medio. A ver quien de vosot ros quit a d e ahí dos fichas, revuelve las q u e quedan y forma después la cruz con las mis­ mas nueve en el palo del medio. —Como no pidas ot ra cosa, cont est ó Rafael, eso y a me lo sabia yo.—Y cogiendo las fichas, después de separarar d o s , las dispuso del modo siguiente. O ООО o o o o o o o Picado algún t ant o José, d e que t an facilmen­ te hubiesen rdsuelt o su problema, dijo:
  • 66. 64 — —Veremos ahora si aciertas tan pronto lo que voy á proponer. Tomó en seguida treinta y seis fichas, y las dispuso en grupos, de esta manera. — E s t a o s una plaza fuerte, les d i j o , y cada torreón se halla guarnecido de soldados conforme veis, es decir, siete en los ángulos, y dos en los centros. Ahora bien, el comandante de la plaza quiere reforzar su tropa, duplicando y aun t r i - slicando las centinelas sin que lo puedan advertir os enemigos, por mas que cuenten; antes al con- trario, hallen siempre los diez y seis soldados en cada frente. ¿Cómo repartirá las centinelas? Quedáronse suspensos los niños, solo Rafael como mas comprometida, tanteó alguna» combi- naciones, y no pudo acertar. Pablo llegó hasta el estremo de decir: —[Bah! eso no puede seri
  • 67. — 68 — —Os p r o m e t o , replicó José, que yo he de a u - mentar hasta cincuenta y dos el número de las fi- chas, y sin embargo, no se han de contar m a s q u e diez y seis en cada frente. —^Pues yo no lo sé hacer. — P u e s yo me doy por vencido. Oidas estas contestaciones de los nifios, au- mentó Jose las fichas dejando distribuida la g u a r - nición del modo siguiente. Resultando así, que no habia mas que los mis- mos diez y seis soldados que antes en cada frente del castillo, cuando si se contaban todos dando la vuelta alrededor, resultaban cincuenta y dos sol- dados, y por consiguiente diez y seis mas que antes. —De esta clase de combinaciones, continuó Jo- sé, son muchas las que se pueden h a c e r , no solo 8
  • 68. - 66 — para aumentar, sino para disminuir aparentemen- te el mismo n ú m e r o . Supongamos que yo coloco veinte y cuatro fichas en grupos de á tres de esta manera. Pues bien, yo aumentaré y disminuiré ese n ú - mero en la totalidad, resultando en ambos casos, siempre en cada frente las nueve que ahora hay. Si entro una ficha por cada esquina y llevo otra hacia el medio, quedarán los centros á cinco y los estremos á d o s , en esta forma. Resultando que habré aumentado cuatro fi- cha m a s y que el total será veinte y ocho, sin em-
  • 69. — 67 — bargo d e que en cada frente resultan siempre n u e v e . Pero si de cada medio saco dos fichas y además paso otra á la esquina inmediata, r e - sulta esta combinación en la q u e s e hallan las mis- 4 1 4 1 1 4 1 4 mas nueve en cada frente, siendo así q u e se ha disminuido en ocho la totalidad, Así continuaron por un buen rato los niños di- virtiéndose con las fichas, asegurándoles José, q u e si entonces no estuviesen de juego, les enseñaría á representar y materidizar por medio de fichas las cuatro operaciones fundamentales d e la arit- isétíca. LAS SOMBRAS CHINESCAS. El título de chinescas q u e se dá á este género d e sombras, no es precisamente á causa d e que h a y a n venido de la China, sino porque en ellas se han imitado siempre las figuras, trages y m o - vimientos grotescos d e los naturales de aquel pais.
  • 70. — 68 — El inventor de las sombras chinescas, fué Domingo Francisco Serafín, el que ejecutó sus trabajos ante Luis X'I y su córte en Versalles. Como ei espec- táculo agradase á los hijos del rey, se dió al nuevo teatro el título de los Infantes de Francia, y con privilegio del monarca fué establecido en el P a - lacio Real. Las sombras chmcscasse fueron mejo- rando con los movimientos mecánicos de las fi- guras y acompañamiento de música, obteniendo desde un principio gran boga, particularmente en- tre Jos niños. Sin embargo, no han faltado perso- nages graves y soberanos, entre ellos Napoleón, que han concurrido á desarrugar un poco su fren- te, á vista del plácido recreo de la niñez y la ino- cencia. José dispuso una noche este pequeño pasa- tiempo á su tertulia , haciéndola colocar delante de la puerta de un gabinete donde habia puesto un bastidor de lienzo. Dejando á oscuras la sala, apareció en medio de este lienzo un cuadro trans- parente de luz, y por él iban pasando las som- bras, proyectadas por figuras recorteadas en car- tulina y puestas delante de la luz. El diámetro d e estas figuras crece según se aproximan o separan d e la luz, lo que aumenta la ilusión de los espec- tadores. Empezó la función por los retratos de h o m - bres cé ebres, presentando algunos de Ja antigüe- dad y de nuestros dias, precedidos de su nombre también en letras caladas, y algunas particulari- dades de su vida que anadia José de viva voz. Siguieron después caricaturas críticas d e e s -
  • 71. — 69 — c e n a s d e ia v i d a , b a m b o c h e s g r o t e s c o s y figuras p r o p i a m e n t e c h i n e s c a s , a l g u n a s con m o v i m i e n t o s oportunos. A c o n t i n u a c i ó n la g r a n d e e s c e n a del diluvio, v i e n d o desfilar u n p a r d e a n i m a l e s d e c a d a e s p e - c i e , y d e s p u é s d e r e c i b i r la b e n d i c i ó n d e Noé s u - b i r p o r u n a r a m b l a á e n t r a r en el a r c a a n t e s d e la t e m p e s t a d . L o s h o m b r e s c o n c a b e z a s d e a n i m a l e s y los animales con trages de h o m b r e s , risueña colec- ción e n la q u e los m o n o s h a c e n g r a n p o p e l . E s t á f u n d a d a e n la a n a l o g í a q u e h a y e n t r e las c o s t u m - b r e s y el r o s t r o d e u n a p e r s o n a y los i n s t i n t o s d e l a n i m a l á q u i e n a q u e l l a p e r s o n a s e p a r e c e e n el r o s t r o . A l g u n o s a u t o r e s lian h e c h o s o b r e e s t é p u n - t o c o n s i d e r a c i o n e s filosóficas; p e r o el l á p i z d e l a r - tista e s m a s d i v e r t i d o , c u a n d o n o s p r e s e n t a al a l - g u a c i l con u ñ a s y c a r a d e g a t o , al e s c r i b a n o e n figura d e c u e r v o , e t c . L o s g e s t o s ó las d i v e r s a s a c t i t u d e s y e s p r e s i o n q u e t o m a la fisonomía d e l h o m b r e s e g ú n las p a - s i o n e s y s e n t i m i e n t o s q u e le a g i t a n . L o s t i p o s ó p e r s o n a g e s q u e r e ú n e n e n sí lo m a s c h o c a n t e d e u n a c l a s e d e la s o c i e d a d . N a d a sin e m b a r g o d i v i r t i ó t a n t o á los n i ñ o s c o - m o la gran parada, e n la q u e al son d e t a m b o r e s y cornetas, vieron pasar numerosas tropas de infan- t e r í a y c a b a l l e r í a con s u s e s t a n d a r t e s y b a n d e r a s , s e g u i d a s d e ios p e s a d o s t r e n e s d e la a r t i l l e r í a v o - lante. A l g u n o s d i b u j o s c h o c a r o n m a s á los n i ñ o s , p o r q u e estaban recortados interiormente d e tal
  • 72. — 70 — manera, que interpuestos entre la luz producían un admirable efecto de claro oscuro, dejando per- cibir el sombreado de las facciones del rostro y hasta los detalles de joyas y vestidos. Concluyó la función con el sorprendente es- pectáculo del baile de las brujas que se iban apa- reciendo sucesivamente, se agitaban, bullían y se multiplicaban hasta número prodigioso, con la particularidad de no aparecer en sombra sobre el lienzo sino en claro sobre fondo negro. Consistía esto en un cartón puesto delante de la luz en el que están recortadas las figuras de las brujas, que se van destapando una por una, multiplicándolas después á favor de luces que se ponen detrás del cartón, el que se mueve á compás para que las brujas bailen y se confundan entre sí. EL CHASCO. Cierto niño era tan sumamente miedoso, que se asustaba por la mas mínima cosa. Tenia miedo á las lagartijas, miedo á las aranas, y no podia ver un ratón sin temblar desde los pies á la cabe- za. De noche no se le podia hacer que fuese á os- curas á alguna parte d e la casa: si iba por la ca- lle, al pasar junto á un perro, aunque el animal estuviese durmiendo, ya se figuraba que le veia avalanzarse á sus pantorrillas: cuando ola t r o n a r iba inmediatamente á ocultarse, metiendo la ca- beza e n t r e los colchones de la cama, como si estu-
  • 73. — 71 — viese así mas seguro en caso de caer el rayo, y aun le acontecía muclias veces estando desvelado en la cama, al sentir el menor ruido en la oscuri- dad y silencio de la noche, acurrucarse como u n ovillo bajo d é l a ropa, conteniendo la respiración y tapujándose la cabeza con las mantas. Qué ne- cedad y qué ridiculez de muchacho, dirán mis lectorcitos, al saber esto; pero el pobre niño no merece enteramente las inculpaciones que pudie- ran hacérsele: las merecían mas bien las personas que habiendo cuidado de su infancia, acrecenta- ron con amenazas, y con inverosímiles cuentos d e fantasmas y duendes los ridículos temores á que la inesperiencia espone á los niños y que deberían disminuírseles lejos de acrecentarlos. Este niño de quien hablo y cuyo nombre pro- pio no diré por no avergonzarle, ya que como aca- bamos de ver no tenia él toda la culpa, se hallaba un dia m u y entretenido en su cuarto, cuando e n - tró á verle un primito suyo, llamado Esteban, el que por aquellos dias se hallaba en la casa. Con- viene saber ante todas cosas, que este tal Esteban era una buena pieza, tan atrevido él, comocobar- d e era su primo, y travieso enredador sin compa- ración con nadie. Conociendo el flaco de su p r i - m o , mas d e una vez le habia jugado algunas b u e - nas pasadas para divertirse á costa de su timidez, y no hacia mucho tiempo que habia sido r e p r e n d i - d o severamente, por agazaparse detrás de una puerta, para dar un grito estupendo al tiempo que pasase su primo. Entró pues Esteban en la habita- ción y llegándose al otro niño, á quien desde ahora
  • 74. — 72 — pondremos el nombre de Alejo para mejor inteli- gencia de esta historia, le manifestó un cajón q u e llevaba diciéndole: —¡Aquí, aquí, si que traigo una cosa bonita! —¿El qué?preguntó Alejo, movido ácuriosidad. —¡Una cosa magnífica!... preciosa! —¿De veras? —Aquello que tú no te puedes figurar. —Vamos á verla. —Como que la traigo solo para que tú la veas. — P u e s vamos, despacha. —Bien sé yo que te ha de producir impresión. —Veamos que cosa es esa tan p o n d e r a d a . —¿A ver si adivinas lo que es? —¡Toma! ¿Qué sé yo? — ¡ E s la cosa mas singular! —Mira, Esteban, ¿me la enseñas ó no? —Vam s, mira y pásmate. Al decir esto se acercó mas á su primo Alejo y empezó á abrir con mucho tiento el cajoncillo. Apenas hubo desprendido la tapa, cuando saltó d e a d e n t r o con la mayor ligereza un ratón, que fué á caer sobre las rodillas del medroso niño. Sobrecogido éste, dió un penetrante chillido, y aun sin hacerse bien cargo de cual era el motivo d e su terror, escapó lo mas ligeramente que p u - d o , sin esperar contestaciones. Esteban que por los gritos y correría de su primo, conoció al ins- tante que iba á alborotarse la casa, soltó el cajón e n el suelo y corriendo detrás d e él para sosegar- le, le gritaba: —Mira, Alejo, espera, aguárdate! pero en vano: