Este documento resume la experiencia de un grupo de 82 expedicionarios que recrearon el cruce de los Andes realizado por San Martín en 1817. Describe las dificultades del terreno, las inclemencias del clima, los desafíos físicos y emocionales que enfrentaron durante la cabalgata de seis días. Resalta momentos como la llegada al campamento luego de la primera jornada bajo la nieve, la ascensión al Portezuelo del Espinacito a 4825 metros, y el peligroso descenso por el Portezuelo de
El Cruce de Los Patos, a 192 años de la gesta de San Martín
1. Sobre la huella de San Martín
A 192 años de la victoria en Chacabuco, el gobierno de San Juan conmemoró, por quinto año, el
Cruce de los Andes por el paso de Los Patos. LNR estuvo entre los 82 expedicionarios que, durante
seis días de cabalgata, reconstruyeron el histórico recorrido hacia Chile
A la señal del clarín los jinetes, en su mayoría con más entusiasmo que experiencia, partimos desde
Manantiales, a 3046 metros de altura. Las cómodas camionetas, la ruta, la civilización, abandonadas.
El latido de nuestros cuerpos, las emociones, en contacto con nuestro recién descubierto amigo: el
caballo. El cronograma indicaba cuatro horas de marcha hasta llegar al primer campamento en
Trincheras de Soler.
Impulsados por la ansiedad, al comienzo nos desparramamos por el terreno. A medida que el camino
se estrechaba y aparecían los desniveles y ascensos entre el borde de la montaña y el precipicio, nos
fuimos alineando, más por imperativo de la naturaleza que por voluntad consciente. Era aún el primer
día y, aunque hubo algunos leves accidentes (lluvia, granizo y frío intenso), no imaginábamos lo que
la montaña nos tenía reservado.
A últimas horas de la tarde llegamos a Trincheras de Soler. Rodeados de una luz gris hielo, un pico
nevado luminoso y algunos guanacos en sorprendente equilibrio sobre las paredes terracota de las
montañas, miembros de gendarmería nos aguardaban con las carpas y la comida listas.
2. Amanecimos rodeados de blancura. Había nevado toda la noche y la temperatura nos obligó a
superponer todas las prendas de abrigo que llevábamos. Casi nadie había pegado el ojo y algunos ya
sentíamos dolor de cabeza. La aclimatación nos estaba poniendo a prueba; se presentaban los
primeros síntomas de apunamiento. Si bien al final de la jornada arribaríamos al refugio ubicado a
menor altura, antes debíamos sortear los 4825 metros en el Portezuelo del Espinacito. No fue fácil.
Como decía mi tío el poeta, "vivir para contarlo".
Durante la subida tomé conciencia cabal de lo que significaba una pendiente de 45° y de que mi
único guía, y mi mejor compañero, era mi caballo blanco. ¿Sería parecido al que montó el Libertador?
Me sentía totalmente vulnerable, por momentos aterrada y al mismo tiempo seducida por la belleza
que se imponía a toda otra sensación, aun a las de mayor peligro..., que las hubo.
3. La llegada a la cima fue un alivio. ¡Al fin un espacio donde podíamos romper filas! Fotos, risas,
liberación de adrenalina. A un lado, el Aconcagua; al otro, el Mercedario. En una visión de cercanía
ilusoria se alzaban los Penitentes curioseando nuestros escasos gorritos de lana. Y llegó el
descenso. Fue más duro que la subida. Otra vez en hilera de a uno en fondo, sin espacio entre
animal y animal, con miedo de resbalar, y tensos, todos muy tensos y en silencio, concentrados en el
viboreo de la angosta senda de piedras irregulares. Vivíamos sensaciones cambiantes entre el
asombro y el miedo; entre la vanidad de participar en algo reservado para pocos y a la vez saber que
sólo éramos un puntito perdido en medio de la inmensidad. Entonces, entendí claramente que la
belleza también duele.
El trayecto de mayor peligro estaba pasando, el paisaje empezaba a colorearse. Dominaban los
ocres, terracotas y verdes intensos. Comencé a disfrutar de la vista y a conectarme con una
extraordinaria sensación de libertad interior. Al borde de un riacho en Vegas de Gallardo, paramos
para almorzar. Cada uno de nosotros llevaba en su alforjas o mochilas el sándwich de jamón que nos
habían repartido. Las mulas también se hicieron eco del alivio: pudieron recuperar el aliento y ventilar
sus cuerpos sudorosos. Antes de partir aprovechamos para recargar las cantimploras en la frescura
del río. Los siguientes kilómetros fueron relajados, pero se hicieron largos. Jinetes y cabalgaduras
acusábamos cansancio. El refugio, al final del camino, en el valle de Los Patos Sur, parecía alejarse.
Habían pasado trece horas cuando, al fin, llegamos. Los cocineros, más adelantados, ya estaban
preparando el guiso. Hubo brindis y se contaron chistes a la luz de la luna. Esa noche pudimos dormir
con la tranquilidad de que el día siguiente sería de descanso.
4. La mañana del 12 de febrero partimos hacia la línea fronteriza. Allí, un grupo de chilenos nos recibía
con sus banderas en alto para recordar la victoria que unió a ambos pueblos ese mismo día, en 1817,
cuando patriotas y chilenos vencieron al ejército español. San Martín lograba abrir una puerta al mar
para continuar con la campaña de independencia en el Perú. Galopamos al encuentro. El sonido
triunfal de las trompetas anunciaba nuestra llegada y nuestra emoción. Entre "¡viva la patria!" y
brindis, bailamos e intercambiamos banderas como símbolo de unión y amistad. Las lágrimas de
algunos expresaban el orgullo grupal por haber logrado la hazaña. Nos despedimos y regresamos al
refugio.
La noche fue hermosa. La Vía Láctea, sin competencia lunar, espléndida. Estrellas fugaces aquí y
allá colmaban nuestro asombro. La alegría y las bromas culminaron con una serenata en plena
madrugada dedicada a las ocho mujeres que integrábamos la expedición. Sin embargo, algo parecido
a la nostalgia empezaba a despuntar en muchos de nosotros, ese sentimiento suave que tiñe siempre
las buenas despedidas.
Al día siguiente nos esperaba la misma ruta, salvo por un atajo que nos ahorraría cuatro horas de
cabalgata a cambio de un nuevo desafío: atravesar el Portezuelo de La Honda, a 4200 metros de
altura. Todavía me pregunto si no hubiese preferido no ahorrarme nada. La pendiente era tan
pronunciada que por momentos pegué mi pecho a las crines del caballo para no entorpecerlo en la
subida. Estábamos viviendo nuestro quinto día de aventuras y creí que no habría más sorpresas.
Error. Faltaba un descenso. No necesitábamos oxígeno, nuestros pulmones respondían como
baqueanos, pero repentinamente sentí mi cabeza apoyada en las ancas del caballo, todo el cielo en
mis ojos -cóndores incluidos- y algunos compañeros que habían decidido ¡bajar andando! Yo opté por
las cuatro patas de mi noble compañero: eran más confiables que mis dos temblorosas piernas.
La sexta jornada fue de adioses. Nos íbamos despidiendo de las alturas, del planeo de los cóndores,
del vértigo del abismo que nos había puesto frente a nosotros mismos como nunca antes. Nos
despedíamos, sin decirlo, de nuestros compañeros y, por qué no, de nuestro caballo, al que no quise
nombrar, quizá para extrañarlo menos. Al fin y al cabo, de él dependió mi vida más de lo que yo
hubiese imaginado cuando di el "sí" a este encuentro. ¿Cómo habrá sido el "sí" de los compañeros
del General? Seguramente fueron subyugados por la fuerza de ese hombre convencido de la meta
5. perseguida. No era una travesía de seis días, ni llevaban tubos de oxígeno ni medicamentos
paliativos del pánico; ni siquiera, ropa adecuada. Sabían que soñaban una patria grande y una
América independiente y solidaria. Gracias a aquel sueño hoy nosotros cruzamos los Andes, cada
uno con su mochila de alegrías y fracasos, con sus proyectos y temores. Yo sé que crucé mi propia
Cordillera y sé que regresé más libre, dispuesta a seguir cruzando y seguir.