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LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN
“Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien,
esta vida la llevamos en ”vasos de barro” (2Cor 4,7). Actualmente está todavía “escondida con Cristo en
Dios” (Col 3,3). Nos hallamos aún en “nuestra morada terrena” (2Cor 5,1), sometida al sufrimiento, a la
enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el
pecado”(Catecismo, 1420). Por eso
“El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al
paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del
Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de
los dos sacramentos de curación: del sacramenmto de la Penitencia y de la Unción de los enfermos” (Ibid.,
1421).
SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
“Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón
de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron
con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (Ibid., 1422).
TEMA 1: EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO
A través de la historia de la Iglesia ha ido recibiendo distintas denominaciones:
a) Segunda tabla de salvación después del naufragio: Fue muy frecuente este nombre
entre los Santos Padres y los teólogos mediavales. Todavía fue utilizado por el concilio de Trento
(Dz 807,912). Es el segundo medio de salvación que Dios nos ofrece después del bautismo,
cuando el hombre ha caido de nuevo en el pecado.
b) Sacramento de la conversión, porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a
la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por
el pecado ( Catecismo, 1423).
c) Sacramento de la Penitencia: Este nombre aparece en el s. XII, y es el que más éxito
ha obtenido, puesto que se impuso a todos los demás.. Con este vocablo se hace referencia a
un acto fundamental del penitente. Por eso es una denominación legítima, al tomar una parte por
el todo.
d) Sacramento de la confesión: Este nombre comenzó a usarse en el Edad Media y
todavía se mantiene en la actualidad. En sus alocuciones al pueblo cristiano Juan Pablo II ha
utilizado este nombre (Alocución, 23-XI-81). La confesión o manifestación de los pecados ante el
sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento; por eso es un modo legítimo de hablar,
tomando la parte por el todo. En un sentido profundo este sacramento es también una
“confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para el
hombre pecador.
e) Sacramento del perdón, porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios
concede al penitente “el perdón y la paz”. Es la parte más importante de este sacramento, es
decir, la actuación de Dios en favor del hombre pecador. Si Dios no concediera su perdón de
nada valdrían todos los actos del penitente. También aquí se toma la parte por el todo. Comenzó
a utilizarse esta denominación entre los autores medievales.
f) Sacramento de la reconciliación: Se utilizó este nombre ya en la época patrística. Y de
nuevo comenzó a hacerse uso de él después de la reforma última del ritual de este sacramento.
“Reconciliación” significa volver de nuevo a la concordia, a la amistad con Dios. Para esto es
necesaria la intervención de las dos partes: el hombre que pide perdón y Dios que se lo concede.
Esta denominación, como es obvio, abarca los dos grandes aspectos de este sacramento (Ibid.,
1424).
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TEMA 2: LA SAGRADA ESCRITURA
1. Antiguo Testamento
Aparece en los libros del AT toda una doctrina sobre la penitencia, como actitud espiritual
del hombre pecador ante Dios. Esta doctrina se perfeccionará en el NT a la luz de Cristo y del
acontecimiento redentor. Encontramos, además, en las costumbres del pueblo israelita y del
judaismo postexílico ritos que proporcionarán al sacramento de la penitencia determinados
elementos de su estructura.
A) Doctrina penitencial
Penitencia y pecado se encuentran estrechamente unidos. No se puede hablar de la
penitencia sin antes hablar del pecado.
La idea bíblica del pecado: En el punto de partida de esta idea, aparecen en la Biblia las
nociones antitéticas de bien (tôb) y de mal (ra´). Estos dos términos se encuentran opuestos uno
al otro en más de cincuenta textos (Sal 54,15; Am 5,14; Miq 3,2; Is 7,15-16...).
Escoger el bien es en realidad “buscar a Dios” (Am 5,4; Dt 4,40; Jer 42,6).
Escoger el mal es, por el contrario, rechazar a Dios, cerrarse a El.
El AT carece de término preciso para designar el acto del pecado. El vocabulario hebreo
es, sin embargo, rico en matices para describir, de manera concreta y bajo puntos de vista
diversos, la actividad y la situación del hombre que comete el mal ante Dios.
El verbo hata y sus derivados, que significa “desviarse”, “caer” o “fallar el blanco” o el
objetivo; es decir, “desviarse del fin”.
El verbo pèsa evoca al hombre que se erige contra Dios y le es infiel, como un individuo
rebelde contra su soberano.
La palabra awòn, que en sentido propio quiere decir apartarse del camino recto.
Estas tres palabras son con mucho las más frecuentes.
Impureza y pecado: No hay que confundir impureza y pecado. La impureza no implica oposición
al orden moral. Se presenta bajo la imagen de una mancha, de un defecto material del cual
puede uno contagiarse aun involuntariamente. Así determinados fenómenos de la vida sexual
(purificación de la mujer después haber dado a luz), determinadas enfermedades (la lepra), el
contacto con los muertos, hacen impuro al hombre. Está prohibido comer determinados
alimentos, porque los animales de que provienen son considerados como impuros. La impureza
impide al hombre el acercamiento físico a la divinidad, infinitamente pura y santa. Poco a poco la
Biblia hace entrar en la categoría de lo impuro lo que Yahveh reprocha a Israel. De esta manera
se unen la impureza y el pecado. Y la Biblia llamará impureza a lo que es pecado únicamente :
“La casa de Israel no se alejará más de Mí, no se manchará más con todos sus pecados” (Ez
14,11).
La idea bíblica de penitencia: El pecado introduce una ruptura de las relaciones entre Dios y el
hombre que le conduce a apartarse de El, a abandonarle. Por eso para reanudar esas relaciones
es preciso que ”vuelva a Dios” (1Re 8,33; Jer 5,22).
El verbo más utilizado en el AT para expresar el acto mediante el cual el hombre pecador
retrata su pecado y se vincula de nuevo a Dios es shûb, que quiere decir volver, retornar a la
persona de la que nos hemos alejado; y en sentido moral y religioso convertirse.
En los LXX se encuentra traducido a veces por el verbo niham, que significa ”sentir
desagrado”, arrepentimiento, tristeza por una acción anterior, que desearíamos actualmente no
haber hecho, lo que nos induce a tomar una posición opuesta. Pero la mayor parte de las veces
se encuentra traducido en los LXX por metanoein, de donde procede el sustantivo metanoia:
cambiar interiormente de sentimiento, de propósitos, de voluntad, o cambiar de conducta, de
comportamiento.
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La Vulgata los traduce por paenitere=arrepentirse, hacer penitencia.
La idea bíblica de perdón: Dios es el único que tiene poder sobre el pecado y quien puede
restablecer los lazos que el pecado ha roto. Y como Dios está lleno de ternura, de misericordia,
de paciencia, de un amor que proviene como de sus entrañas (la palabra rahum=misericordioso,
deriva de rehem=seno materno), de lo íntimo de la persona, como el buen padre ama a sus hijos
pecadores y les perdona (Sal 86,15-16; Jer 3,12; Jl 2,13; Jon 4,2).
Perdonar para Dios no consiste en simular, ignorar el mal, sino vencerlo, pisotearlo (Miq
7,18), disiparlo como se disipa una nube (Is 44,42), quitarlo de en medio (Miq 7,18), borrarlo (Is
43,25), creando en el pecador un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26).
Predicación de los profetas: El llamamiento a la conversión es un aspecto esencial de la
predicación de los profetas, ya se dirijan a la nación entera o a los individuos.
Oseas, compara la alianza al vínculo de un matrimonio, contraido gracias al amor gratuito
de Dios para con su pueblo, nos hace ver en el pecado una odiosa ingratitud, como una
infidelidad conyugal, un adulterio. E insiste en que la conversión debe proceder del amor y del
conocimiento de Dios, del deseo de pertenecerle a El totalmente (6,6).
Jeremías, y los profetas siguientes, saben que el retorno a Dios supera las fuerzas del
hombre, es una gracia que debemos pedir humildemente a Dios (31,18)
Ezequiel, insiste, más que los profetas anteriores, sobre el carácter estrictamente
personal de la conversión: cada cual responde de su pecado por sí mismo y será retribuido
según su proceder (18,30). Pero recalca también la necesidad de hacerse un corazón nuevo
(18,30). Este corazón, sin embargo, es un don de Dios. Únicamente Dios puede dar como gracia
lo que él exige imperiosamente. (36,25).
Los salmos penitenciales: En ellos se encuentra el eco de la predicación profética. Se afirma la
responsabilidad personal y la necesidad de la confesión que libera (Sal 32,1-5). El más notable
es el salmo Miserere , en el cual la doctrina profética de la penitencia se traduce totalmente en
plegaria: confesión del pecado, que es una falta, una ofensa contra Dios (v.5)...
B) Prácticas penitenciales
Existen en Israel determinados medios rituales, para borrar el pecado y restablecer la
amistad con Dios.
Liturgias colectivas de penitencia: Estas liturgias son las más atestiguadas en el AT. Tienen
lugar con ocasión de las calamidades públicas: sequía, hambre, invasión extranjera..., que son
consideradas como signos de la cólera de Dios con el pueblo infiel a la Alianza.. Son para el
pueblo una ocasión privilegiada para reconocer los pecados cometidos y deplorarlos.
Para aplacar a Dios y volver a recobrar su favor, se proclama al son de trompeta, uno o
varios días de penitencia. Todos practican: hombres mujeres y niños, obras de penitencia (Jon
3,5). Ayunan todo el día, se acuestan en el suelo. Se organizan reuniones en el templo o en su
atrio presididas por algún notable: juez, como Josué (Jos 7,6-9), o Samuel (1Sam 7,5-9); durante
el período de la monarquía, el mismo rey en persona (2Cron 20,3-13). Durante estas reuniones
se implora el perdón de Dios con oraciones, lágrimas, suspiros, lamentaciones, gritos de duelo
hacia Dios, cuya misericordia se implora. Se hace una confesión colectiva de los pecados (Jue
10,10; 1Sam 7,6).
La confesión para la Biblia es reconocer el pecado, confesarlo y alabar a Dios por su
misericordia. Frecuentemente se ofrece un sacrificio y la ceremonia termina con una respuesta
del Señor pronunciada por un profeta o sacerdote que anuncia al pueblo que Dios perdona sus
pecados.
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El gran día de la Expiación: Cada año el pueblo judío celebra una jornada especial de
penitencia, fijada para el mes de setiembre-octubre. Es el gran día de la Expiación , llamado
yôm kakkipurîm, o simplemente kippur. El ritual aparece descrito en Levítico 16.
El sumo sacerdote, después de haber inmolado un cabrito, cuya sangre introduce detrás
del velo que cierra el Sancta sanctorum, donde asperja con ella el propiciatorio, debe confesar
públicamente “todas las faltas de los israelitas, todos sus pecados” (Lev 16,21), y puestas las
manos sobre la cabeza de otro macho cabrío carga sobre él las faltas de todos los miembros de
la comunidad; posteriormente es conducido y abandonado en el desierto, adonde se considera
que lleva todos los pecados.
En los años próximos a la era cristiana las confesiones privadas de los pecados en el Dia
de la Expiación parecen haberse extendido ampliamente. Al final de la ceremonia, el sumo
sacerdote daba la bención solemne invocando el nombre de Yahveh.
Los sacrificios por el pecado: A través del año deben ser ofrecidos sacrificios expiatorios por
los pecados de la comunidad y de los individuos en particular (Lev 4,1-5.26).
Las abluciones: Por medio de ellas los hombres se hacen puros y aptos para el culto divino (Ex
30,19-21; Lev 22,4-6). Y se purifican de la mancha contraida por el contacto con alguna
cosa impura (Lev 11,24-28). La finalidad es producir una pureza legal. Cuando se
practicaban con el deseo de entrar en la comunión con Dios, e iban acompañadas de
verdadera penitencia, podía simbolizar la purificación del corazón y ayudar a conseguirla.
Dentro de esta línea de las abluciones rituales aparece el baño bautismal, que hacia el
siglo I de nuestra era se confería juntamente con la circuncisión , o en sustitución de la misma a
los paganos que quieren agregarse al pueblo judio. Estos no pueden ser admitidos a comer la
Pascua antes de haberse sometido a esta purificación.
La excomunión penitencial: La comunidad no podía quedar indiferente al pecado de sus
miembros, sobre todo cuando ese pecado era particularmente grave. La comunidad debía
intervenir y tomar sus medidas. De lo contrario se haría cómplice de esas faltas. En los
tiempos antiguos no se dudaba en castigar con la muerte a los culpables de idolatría (Ex
32,25-28) y de sacrilegio (Jos 7,16-26). Era este un medio para purificar a la comunidad y
apartar de ella la cólera divina.
Después del destierro existe un castigo medicinal que lleva consigo el destierro temporal,
seguido de la readmisión del pecador en la comunidad (Núm 12,14-15). Ya cerca de la era
cristiana se da la excomunión pronunciada por los jefes de la comunidad o por un rabino de gran
autoridad . El excomulgado debe vivir apartado, sólo se le puede hablar a distancia, deseándole
cambiar su corazón y se ponga de nuevo en situación de vivir con sus semejantes.
El Talmud habla de 24 faltas susceptibles de ser castigadas con la excomunión, como
tomar en vano el nombre de Dios, y otras que se refieren principalmente al desprecio de las
prescripciones de la ley mosaica y rabínica.
La finalidad de la excomunión es preservar la integridad moral religiosa de la comunidad.
Es, además, la forma de inducir al pecador a la penitencia personal.
Los seguidores de Qumrân: Quienes esperan al Mesías y la redención de Israel sienten la
necesidad de prepararse para el advenimiento del Reino de Dios. En esta época es cuando
los seguidores de Qumrân se retiran al desierto para buscar a Dios con todo el corazón. Al
entrar en la comunidad se compromenten voluntariamente a convertirse a la Alianza de Dios.
Se llaman a sí mismos los penitentes o convertidos de Israel. Deben corregirse unos a otros
con verdad, humildad y con una caridad afectuosa.
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Juan Bautista: De este ambiente es Juan Bautista. Su predicación se puede resumir así:
“Arrepentios porque el Reino de Dios está muy cerca” (Mt 3,2). No basta pertenecer a la raza
de Abraham. Todos deben reconocerse pecadores y “hacer frutos dignos de penitencia” (Mt
3,7). La metanoia a que exhorta el Bautista implica el arrepentimiento y la voluntad eficaz de
cambiar de conducta (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión Juan confiere el bautismo
de agua, acompañado de la confesión pública de los propios pecados. A diferencia de
Qumrân, donde se practican baños cotidianos, que expresan el ideal de pureza de la
comunidad, pero que están aislados en una secta cerrada, el Bautista, sin embargo, se
dirige a muchedumbres.
2. El testimonio de los Evangelios
Los términos arrepentimiento, conversión, perdón de los pecados expresan ideas
fundamentales del NT.
A) Arrepentimiento y perdón de los pecados en los Sinópticos
La buena noticia del Reino de Dios que Jesús trae al mundo concierne ante todo a los
pecadores. Jesús afirma de sí mismo que no ha venido para llamar a los justos sino a los
pecadores; porque no son los sanos quienes tienen necesidad de médico, sino los enfermos (Mt
9,12-13; Mc 2,17; Lc 15,31-32). El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que estaba perdido
(Lc 19,10).
El llamamiento de Jesús a la conversión: La salvación del hombre no puede realizarse, sin
embargo, sin que se cumplan determinadas condiciones. El hombre debe arrepentirse,
convertirse. Al comienzo de su ministerio público recoge Jesús con expresiones propias el
llamamiento al arrepentimiento lanzado por Juan Bautista: “Se ha cumplido el tiempo y el
Reino de Dios está cerca: arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15).. Este reino arranca
a los hombres de la esclavitud del pecado, para hacerlos partícipes de los dones divinos.
Lucas nos presenta a Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm proclamando el año de gracia
del Señor (Lc 14,16-22; Is 61,1-2). Este año hace alusión al Jubileo, que, cada 50 años ,
proclamaba la liberación de los esclavos y la vuelta de las tierras a sus propietarios primitivos
(Lev 25,8-17). La misión de Jesús se presenta así como un gran Jubileo, un Jubileo definitivo,
que promete a todos la liberación y el perdón.
Naturaleza de la conversión evangélica: La palabra metanoia aparece muchas veces en el NT.
Significa etimológicamente un cambio en la manera de pensar, y una conciencia de ser
culpable ante Dios, pero se arrepiente y desea obtener el perdón ante Dios. La metanoia, sin
embargo, no es un arrepentimiento puramente afectivo. Implica un cambio de mentalidad
que pone en juego toda la actividad del hombre, un cambio de vida y de conducta. La
metanoia designa de esta manera ese movimiento complejo mediante el cual el hombre
pecador, lamentando su pasado y cambiando radicalmente de conducta, se transforma
interiormente para volverse a Dios y unirse a El mediante el ejercicio de una vida nueva (Hch
26,20).
Pero lo que más interesa en esta palabra es su significado en el contexto evangélico.
Jesús desconfía de los signos externos demasiado visibles (Mt 16,18). Para El, como también
para los profetas, lo que cuenta es la conversión interior, la conversión del corazón, es decir, de
la parte más íntima de la persona, de donde proceden los malos pensamientos. Y es en el
corazón donde el hombre comete el adulterio, y el homicidio, todos los pecados contra la caridad
(Mt 15,19).
El acto mismo de la verdadera conversión comprende diversos aspectos:
1º. La toma de conciencia y un sincero reconocimiento del pecado cometido: el hijo
pródigo, “entrando dentro de sí mismo”, parte y vuelve a su padre, y le dice: “Padre, he pecado
contra el cielo y contra tí, no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15,17-21)
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2º. Humilde apelación, llena de fe y confianza, a la misericordia divina: el publicano, a
distancia y no atreviéndose siquiera a levantar los ojos al cielo, golpeándose el pecho, decía:
“Dios mío, ten compasión de este pecador” (Lc 18,13).
3º. El amor que lamenta lo pasado: a la Magdalena “bañada en llanto”, cuyos gestos
denotan un gran amor, le son perdonados sus muchos pecados, “porque ha amado mucho” (Lc
7,47).
4º. Una voluntad radical de cambio moral, que deja el corazón del hombre sencillo y puro
como el corazón de un niño: “Si no os volviereis como niños no entraréis en el reino de los cielos”
(Mt 13,3).
5º. El esfuerzo contínuo y la preocupación exclusiva de “buscar ante todo el reino y su
justicia” (Mt 6,33), es decir, regular la propia vida según la nueva ley del Evangelio y “hacer la
voluntad del Padre que está en los cielos” (Mt 7,21).
La conversión exige el compromiso total del hombre, pero es ante todo una gracia, que se
debe a la libre iniciativa de Dios. El pastor va en busca de la oveja perdida... El perdón es
totalmente gratuito: el acreedor perdona la deuda a los deudores que no tienen para devolverle
(Lc 7,41-42); el padre devulve al hijo pródigo el puesto que no merecía (Lc 15,20-24).
Jesús recibe con gusto a los pecadores que se acercan a El, e incluso acepta comer con
ellos (Lc 15,1-2; Mc 2,15-17).
Jesús perdona los pecados: Jesús no sólo predica la penitencia, sino que además perdona los
pecados, cosa que nadie había hecho hasta entonces. Y prueba con un milagro su poder de
perdonar (Mt 9,1-8) ante el comentario de los escribas de que sólo Dios puede perdonar los
pecados. Ante esto las turbas glorificaban a Dios que había dado tal poder “a los hombres”.
Con esto el evangelista pretende insinuar que es Jesucristo como hombre el que perdona al
paralítico, y que este poder sigue ejerciéndose por medio de los hombres en la comunidad
cristiana.
B) El poder de atar-desatar en S. Mateo
Dos textos atestiguan este poder que comunica a sus discípulos:
1º) Mt 16,17-19: Después de la profesión de fe hecha por Pedro camino de Cesarea
sobre la filiación divina de Jesús, éste le hace la siguiente promesa: “Tú eres Pedro y sobre esta
piedra...”.
La Iglesia es la comunidad que va preparando lentamente en la tierra el Reino de Dios.
Contra ella luchan las potencias del mal, simbolizadas en las puertas del infierno. Estos poderes
tras haber arrastrado a los hombres a la muerte del pecado, tienden a encadenarlos
definitivamente en la muerte eterna. La Iglesia tiene como misión arrancar a los hombres de este
poder, para introducirlos en el Reino de Dios.
Tres cosas se prometen aquí a Pedro, mediante tres imágenes que se complementan
mutuamente:
1ª) Pedro será la piedra inquebrantable que servirá de fundamento a la Iglesia que Jesús
va a fundar...
2ª) Pedro tendrá las llaves del Reino. Esta imagen concreta el poder vicario de Pedro. Las
llaves son la insignia del administrador que está encargado de la administración de la casa, y
manda en ella en nombre del dueño.
3ª) Pedro ejercerá su poder vicario atando y desatando.
La expresión “atar-desatar” significa declarar con autoridad que una cosa esta permitida o
prohibida en relación con la ley de Dios. También significa excomulgar, y, posteriormente, volver
admitir en la comunidad. Y así dentro de esta perspectiva, ”atar” equivale a excluir a un pecador
de la comunidad y ”desatar” equivale a reintegrarlo, cuando ha hecho penitencia y ha sido
perdonado su pecado. En definitiva, “atar-desatar” significa que Pedro puede perdonar o no
perdonar el pecado.
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2º) Mateo 18,15-18: Los términos ”atar”y “desatar” se refieren a la facultad que podían
ejercer los responsables de la comunidad judía en orden a apartar o separar de la comunidad a
alguno de sus miembros por faltas de tipo doctrinal o disciplinar. La “excomunión” era la primera
acción de este procedimiento, que posteriormente requería el levantamiento de dicha pena y la
readmisión del creyente en la comunidad.
El Talmud y los documentos del Qumrán se hacen eco de esta facultad, por la que el
pecador era sometido a un tiempo de castigo penitencial durante el cual quedaba apartado de la
comunidad. Una vez cumplida su pena, era readmitido en ella.
En el contexto inmediato se trata de cómo hay que proceder con respecto a un pecador,
que debe finalmente someterse al juicio de la Iglesia:
-“Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tu con él....
No se trata aquí de la denuncia, sino de ganar al hermano. Si éste se niega a escuchar, el
asunto ha de llevarse pacientemente: recurriendo primero a dos o tres testigos, según la norma
judia en cuestiones de juicios o pleitos, o manifestándolo luego a la comunidad. Solamente en el
caso en que el ofensor no quiera escuchar a la comunidad, ha de ser considerado como pagano
o excluido de la comunidad.
Mateo, con una frase de gran trascendencia para el sacramento de la penitencia, dice
estas palabras de Jesús: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el
cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.”
En este texto de Mateo del capítulo 18 Jesús se dirige a los “doce” apóstoles, dándoles el
poder de “atar-desatar”, de excluir de la comunidad o readmitir de nuevo, cuando el culpable lo
pide después de hacer penitencia.
“En la tierra y en el cielo”. La Iglesia es la presencia del Reino salvífico de Dios entre los
hombres en curso de reconciliación. Quien está “atado” en la tierra por una sentencia de
exclusión pronunciada por la Iglesia, también está “atado en el cielo”, delante del Dios, cuyo
reino está para él cerrado. Por el contrario, el hombre que es “desatado en la tierra”, mediante
su readmisión a la comunión de la Iglesia, también está “desatado en el cielo”, ante Dios, cuyo
reino de nuevo le es abierto. Ahora bien, esto supone el PERDÖN DEL PECADO, por ser el
principal obstáculo para la entrada en el Reino de Dios.
Entre las interpretaciones de carácter bíblico o teológico que se vienen exponiendo en
torno al significado de atar y desatar en la Iglesia, nos fijaremos en dos más conocidas.
1ª/ H. Vorgrimler, apoyándose en la Patrística, destaca el sentido “demonológico” de
estos términos. Para los escritores del NT, el hombre tiene solamente dos opciones: someterse
al Maligno con el pecado o adherirse a Cristo como miembro de su Iglesia. El cristiano pecador,
aunque sigue siendo miembro de la Iglesia exteriormente, ha cambiado de hecho su alianza,
dejando a Cristo para entregarse a Satanás. La acción de atar viene a poner de manifiesto la
verdadera situación del pecador, ligándole al poder de satanás para que se disponga a salir de
su estado de esclavitud y poder liberarse de su influjo maléfico. Para Vorgrimler este significado,
por él llamado “demonológico”, es anterior a otros significados, como los que se refieren al poder
magisterial y disciplinar de la Iglesia, y ayuda a destacar el contenido salvífico de atar y desatar.
2ª/ Otras explicaciones, en general más actuales y cercanas a la eclesiología del Vat.II,
tratan de conjugar los datos de la moderna investigación sobre el sentido de los términos “atar” y
“desatar”, con una concepción más actualizada de la Iglesia. Teniendo en cuenta las normas y
formas de vida de las comunidades religiosas contemporáneas y afines a la primitiva comunidad
cirstiana, como la que conocemos a través de los documentos del Qumrán y las comunidades
judías del tiempo de Jesús, tratan de profundizar en el contenido teológico de una acción eclesial
que se compone de una doble intervención : la separación del pecador de la vida litúrgica de la
comunidad y su posterior reincorporación, una vez que ha dado muestras de penitencia y
conversión. Se trata de vivir una vida en verdad y sinceridad de unión con Dios y con los
hermanos.
C) El poder de perdonar y retener los pecados en Juan
8
El poder que Jesús había prometido a Pedro y los Apóstoles, se lo confiere en Juan
20,19-23:
“La paz sea con vosotros... Como mi Padre me envió, así os envío yo a vosotros...
Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes
se los retengáis, les quedan retenidos”.
Juan expone este texto en una cuádruple gradación:
a) La paz sea con vosotros: Es un saludo que Jesús dirige a sus Apóstoles, deseando
que tengan calma después de los acontecimientos de la Pasión. Desea que posean esa
serenidad interior que han de llevar a los hombres a través del sacramento del perdón.
b) Como el Padre me envió así os envío yo: Jesús manifiesta una analogía entre la misión
que le ha dado a él el Padre y la que le da él a los Apóstoles. La misión de Cristo es la de la
salvación de los hombres (Jn 3,17), eliminando el pecado (Jn 1,29). La misión de los discípulos
será continuar la de Cristo, perdonando el pecado a los hombres.
c) Sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo: Cristo sopla, sobre sus discípulos en un gesto
que evoca el soplo con el que Dios infunde el espíritu de vida en el cuerpo de Adán. Con la
fuerza del E. Santo los Apóstoles comunicarán la vida a los pecadores.
d) A quienes perdonéis...a quienes retengáis..: Con estas palabras comunica a los
Apóstoles el poder de perdonar y retener los pecados. Se distingue una doble forma en que se
ejercita este poder: “perdonar” y “retener” (=sujetar, mantener en el pecado), algo que es
contrario a perdonar y que no se corresponde con la simple acción de no pedonar: el término
griego kratein tiene un significado propio y positivo, contrapuesto al de afiemi o perdonar.
Por lo que se refiere al perdón de los pecados aparece en el texto de Juan como una
facultad o un poder que Jesús otorga para que pueda ser ejercido, y no simplemente como un
mandato en orden a “anunciar” o proclamar el perdón de los pecados (esto afirman los
protestantes). La frase “los pecados les quedan perdonados” viene a reafirmar este sentido al
subrayar que, a quienes perdonan los apóstoles, se les perdonan realmente sus pecados. Por
otra parte, en el NT el perdón de los pecados no es simplemente un mensaje que se anuncia o
predica, sino que constituye un don y una gracia que Cristo ofrece como realidad presente y que
es el fruto de su obra redentora. Al comunicar a sus discípulos su propia misión y el Espíritu que
le acompaña, Jesús le comunica también el poder de perdonar los pecados. Reducir el texto
evangélico a un simple anuncio del perdón es violentarlo.
Predicación, bautismo, penitencia: En el texto de Juan aparece Cristo confiriendo a la Iglesia,
mediante el Espíritu Santo, todo poder para continuar su misión divina, respecto al pecado
que debe eliminar del mundo. Lo cual es susceptible de realizarse de muy diversas maneras:
La predicación: Es necesaria para el perdón de los pecados. Este perdón supone la predicación,
la llamada a la conversión que prepara los corazones para recibir el perdón de Dios mediante la
penitencia. Por eso la predicación es parte integrante de la actividad de que se hace mención en
el texto de Juan. Pero este poder no se reduce al anuncio de la palabra de Dios, porque no se
trata únicamente de perdonar los pecados sino de retenerlos. Ahora bien, cómo los ministros del
evangelio podrán realizar esta retención a través de la predicación?.
El bautismo: La colación del bautismo (Mt 28,18-19; Mc 16,15-16) pertenece indudablemente a la
misión de los discípulos y de la Iglesia, en relación con el perdón de los pecados.También los
Padres de la Iglesia aplican a veces el texto de Juan al bautismo. Pero en el texto hay algo más,
que no se limita al poder de bautizar a los no cristianos. . Porque no se trata únicamente de
perdonar, sino también de retener los pecados. Ahora bien, no aparece cómo podrían ser
retenidos en el bautismo porque la Iglesia no puede retener sino los pecados de sus miembros,
es decir, de los que ya están bautizados.
3. El testimonio de los escritos apostólicos
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Estos escritos nos ayudan a hacernos una idea de lo que podía ser la práctica de la
penitencia postbautismal en la Iglesia primitiva.
A) Los Hechos de los Apóstoles y el cristiano pecador
El libro de los Hch narra la acción misionera de la Iglesia primitiva. La palabra epistrophê
(=conversión) se utiliza para los paganos que comienzan a reconocer al único Dios, apartándose
del culto de los ídolos, tanto como para los judios que, comienzan a reconocer a Jesús como el
Señor. Pero este reconocimiento no puede ser algo puramente teórico; exige un cambio radical
en la concepción de la vida y una transformación de toda la conducta práctica. Convertirse es
comprometerse en un género de vida nueva, orientada hacia Dios y al Señor, que modifica
totalmente la existencia del creyente. La recepción del bautismo viene a sellar esta conversión
(2,38).
Pero del cristiano que vuelve a caer en el pecado grave habla muy poco el libro de los
Hch. Es un caso que para la Iglesia tan reciente no podía menos de ser excepcional; está fuera
de su horizonte normal. Incluso debió de haber tenido cierta dificultad en admitirlo. Aparecen, sin
embargo, en el libro de los Hechos dos pecados graves:
Ananías y Safira (5,1-11). Entonces los bienes eran puestos en común . Éstos sólo
entregaron la mitad y mintieron diciendo que era todo. Inmediatamente caen muertos, sin tiempo
para el arrepentimiento. El género literario de este pasaje es oscuro. Esta historia parece haber
sido un paradigma, utilizado por la comunidad apostólica en su parénesis para mover a sus
miembros a la exigencia de una vida limpia y santa.
El otro pasaje es la historia de Simón Mago (8,9-24). A la vista de los milagros realizados
por Felipe, se convirtió y recibió el bautismo. Después constatando que los Apóstoles Pedro y
Juan conferían el E. Santo por la imposición de las manos, les ofreció dinero para que le diesen
ese poder. Pedro le reprendió con indignación y le inculcó que se arrepintiera. Simón
aterrorizado pide a Pedro y a Juan que intercedan por él ante el Señor.
Vemos aquí cómo la Iglesia apostólica reprende y exhorta al arrepentimiento por un
pecado que no es pequeño. El perdón del pecado, incluso muy grave, para el libro de los Hch es
posible para un bautizado. Sin embargo la intervención de la Iglesia se limita aquí a una
exhortación al arrepentimiento, seguida de una oración de intercesión por el pecador que acepta
la corrección. No aparece alusión alguna a una reconciliación o a un perdón dado directamente
por la Iglesia al pecador. Esta manera de obrar, no obstante, puede ser considerada como una
forma del poder de la Iglesia en relación con el perdón del pecado. Al pecador que se somete a
la corrección y no se niega a escuchar a la Iglesia (Mt 18,17), y que promete arrepentirse, la
Iglesia no le retira su comunión, incluso ora por él. El hecho de no imponerle la excomunión
penitencial, hasta cierto punto implica el perdón de la Iglesia.
B) La excomunión penitencial en San Pablo
San Pablo afirma enérgicamente la santidad de la Iglesia, considerada en sí misma y en
sus miembros. Esta santidad se comunica por el bautismo. Si Cristo, en su amor hacia la Iglesia,
se ha entregado por ella, ha sido efectivamente “para santificarla..”.(Ef 5,25-27). Los cristianos
son los “santos”. Tal es el nombre genérico que se les da frecuentemente en las cartas del
Apóstol (Rm 1,7...). No es que todos hayan alcanzado este fin. Pero la unión del bautizado con
Cristo exige ahora una vida sin pecado (Rm 6,5-13). Y el Espíritu de Dios que habita en el
bautizado, es la ley esencial que debe regir su vida (Rm 7,5-6; 8,4.9-10).
Exhortación a la penitencia
Con todo, San Pablo denuncia, con frecuencia, en sus cartas, faltas concretas, como
disputas, disensiones, envidias, faltas contra la caridad (1Cor 3,3; 11,8; 2Cor 12,20), actos de
impureza, de fornicación y orgías (2Cor 12,21). Las listas de pecados que enumera en ocasiones
(Gal 5,19; 1Cor 6,9-10; Ef 5,3; Col 3,5). No se trata de pecados ligeros: “quienes cometen estas
faltas no heredarán el reino de los cielos” (Gal 5,21).
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Sin embargo Pablo no considera a los cristianos, definitivamente perdidos porque hayan
vuelto a caer en el pecado. Y así les anima a “reconciliarse con Dios” (2Cor 5,20). Y se alegra de
que con su carta anterior algunos se hayan arrepentido (2Cor 7,11). Expresa, al mismo tiempo, el
miedo de que en su próxima visita algunos no se hayan arrepentido todavía (2Cor 12,21).
La Iglesia, de todas formas, no puede permanecer pasiva ante el pecado grave de uno de
sus miembros. Y así se comenzará por la admonición, a veces pública, del hermano pecador. A
Timoteo le escribe: “A los culpables, repréndelos delante de todos...” (1Tim 5,20). Pero también
puede hacerse fraternalmente en público o en privado por los más “espirituales” de la comunidad
(Gal 6,1).
Exclusión del pecador
Cuando la corrección no basta, la Iglesia tiene la obligación de intervenir, excluyendo al
pecador de la comunidad. Había, al parecer, diversos grados de exclusión en la distintas
comunidades apostólicas. El grado menor consistía en mantener al culpable separado de la
comunidad, al menos durante algún tiempo. Un ejemplo aparece en al carta segunda a los
Tesalonicenses (3,6). Poco después (3,14-15). La finalidad de este apartamiento era empujar al
culpable a que se arrepintiera. A Tito le ordena Pablo que rompa, trás una primera y segunda
advertencia, con el hereje (3,10-11).
La mayor exclusión del culpable es la entrega a Satanás. El caso del incestuoso (1Cor
5,1-5). Entregado a Satanás significa entregado a las fuerzas satánicas del mal. “Humanamente
quedará destrozado”, no se sabe con exactitud lo que significa; probablemente atacado de
enfermedades... Atormentado de esa manera, se sentirá impulsado a convertirse, y así salvará
su alma. De esta manera vemos que la excomunión del pecador no tiene una finalidad de
castigo sino medicinal y espiritual.
Readmisión del pecador
El acto por el cual los pecadores eran readmitidos en la comunidad eclesial no aparece
claro en la cartas de S. Pablo. Tal vez se encuentra un ejemplo en 2Cor 2,5-11.Tal vez alude
también a la reconciliación de los cristianos pecadores en 1Tim 5,22; cf 4,14...
C) Confesión y oración de intercesión en Santiago
En esta carta aparece claramente la tensión entre una vida sin pecado y la realidad
cotidiana de la vida cristiana... Debemos “ser perfectos, irreprochables...”(1,4). Dios, en efecto,
“ha querido engendrarnos por su palabra de verdad, para que seamos como las primicias de sus
creaturas” (1,18). Sin embargo, hay que reconocer que “todos caemos en falta en muchas cosas”
(3,2). Santiago se queja de que hay un cristianismo puramente pasivo que escucha la palabra sin
ponerla en práctica (1,22-25), una fe muerta, que cree poder prescindir de las obras (2,14-24).
Sin embargo, incluso a los pecadores graves, entre los cristianos, no se les niega el perdón de
Dios, si se convierten. A este respecto, la ayuda y la admonición externas pueden tener gran
eficacia (5,19-20).
Pero un medio ordinario y normal para obtener el perdón de las faltas cometidas parece
haber sido la confesión de los pecados y la oración de intercesión. Esta confesión se exige a
todo cristiano. Podía hacerse humildemente ante Dios, pero también era manifestada
exteriormente dentro del círculo de la comunidad (5,16). En la Didajé, documento contemporáneo
a la carta de Santiago, se muestra que existía en las Iglesias de Palestina o de Siria un rito de
confesión que se practicaba en la asamblea de los fieles y por la cual se obtenía la purificación
necesaria en la oración común, especialmente en la Eucaristía del día del Señor.
D) El cristiano impecable y pecador en la 1ª carta de San Juan
San Juan en esta carta enseña que el cristiano no sólo no debe pecar (3,6), sino que no
puede siquiera pecar (3,9). Se trata de una impecabilidad del cristiano. Es un texto difícil.
Podemos decir que lo que afirma Juan no es la impecabilidad estricta en la vida presente, sino
su pertenencia ya verdadera al mundo de Dios y de la justicia, frente al mundo del diablo y del
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pecado. En la medida y en tanto en cuanto el creyente se une al principio de vida divina que
reside en él, y permite, libre y dócilmente, que este principio actúe y desarrolle todas sus
virtualidades, vencerá infaliblemente los ataques del Malvado, que no tendrá poder sobre él
(5,18-19). La impecabilidad del cristiano es, por consiguiente, relativa, de derecho, no
necesariamente de hecho. Conserva la posiblidad concreta de ser infiel y de pecar.
Juan sabe que el cristiano sigue siendo un hombre pecador y frágil, que comete todavía
faltas (1,8). Posiblemente aquí se reprende la autosuficiencia de algunos imbuidos de influencias
gnósticas, que se consideraban como “pneumáticos”, pertenecientes a una clase superior donde
el pecado no podía alcanzarles
4. ¿Existen pecados irremisibles?
El cristiano que ha caido en el pecado puede adquirir el perdón de Dios. Sin afirmarlo
siempre explícitamente, los escritos del NT lo dejan al menos entender, en la medida en que
exhortan a estos cristianos a hacer penitencia. Pero podemos preguntarnos si esta posibilidad
general no lleva consigo sus límites. Porque, efectivamente, algunos textos, plantean, a este
respecto, un problema. Unos, que se encuentran en la carta a los Hb y en 1Jn, conciernen
directamente al cristiano bautizado. Otros, que encontramos en los Sinópticos, tienen una
amplitud más universal e indeterminada. El problema ha preocupado a los comentaristas
antiguos y modernos.
A) La blasfemia contra el Espíritu Santo en los Sinópticos
Todos los pecados son remisibles, a excepción de uno solo, que jamás tendrá remisión.,
ni en este mundo ni en el futuro. Es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Los tres Sinópticos
están de acuerdo sobre este punto, pero se advierte entre ellos ciertas diferencias referentes al
contexto, a su forma y a su aplicación.
En Marcos, que contiene una tradición más primitiva, se trata en el contexto inmediato de
una discusión entre Jesús y los escribas, quienes la acusan de arrojar a los demonios por virtud
de Beelzebú. El texto termina con estas palabras: En verdad os digo que todo se les podrá
perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfema
contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, carga con un pecado perpetuo” (3,28-29). Esta
blasfemia es manifiestamente el pecado de aquellos que durante la vida terrestre de Jesús,
rehusaban conocer en su persona la acción del Espíritu Santo, que se expresaba por su victoria
contra los demonios. Y si ni creen en Él no pueden recibir su perdón, puesto que sólo Él puede
perdonar.
En Mateo, el contexto es más o menos el mismo, pero la sentencia que aparece como
conclusión de la discusión, es más complicada. Hace mención de un doble pecado: uno contra el
Hijo del hombre, que es remisible, y otro contra el E. Santo, que es irremisible, que “no será
perdonado” (12,31-32).
La blasfemia tiene una excusa en la debilidad o la ignorancia del hombre. Se puede estar
hasta cierto punto de buena fe negando la divinidad de Jesús, por la condición humillada en que
se presenta.
Pero no ocurre lo mismo con la blasfemia contra el E. Santo. También es una palabra
injuriosa que alcanza a Jesús, pero bajo otro punto de vista: en las obras manifiestamente
sobrenaturales que realiza. No pudiendo negar las obras extraordinarias hechas por El
(curaciones milagrosas...), se las atribuyen al espíritu del mal y no al Espíritu de Dios. De esta
manera se cierran voluntariamente, para no reconocer el Espíritu divino de que está investido
Jesús, y su condición de redentor. Por ello es un pecado que va contra todo perdón de los
pecados, pues el perdón supone la fe en Cristo, Hijo de Dios. Y así mientras el hombre se
encuentre en estas circunstancias, el perdón de Dios, que llega através de Cristo, no puede
alcanzarle.
B) La imposible renovación de la carta a los Hb
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Hay en esta carta un pasaje que parece cerrar, a primera vista, toda esperanza de perdón
para el cristiano que peca gravemente (6,4-6). A este texto acudirán los rigoristas de las primeros
siglos, para negar el perdón a determinadas categorías de pecadores. La carta supondría que el
cristiano es normalmente perfecto e impecable. Después del bautismo puede, tal vez, tener un
perdón de faltas leves, de fragilidad. Pero si un cristiano comete una falta grave, la Iglesia no
puede hacer nada por él, sino apartarle y excluirle definitivamente de su comunión.. Pero esta
concepción de la vida cristiana fue un ideal progresivamente abandonado en el curso de los
tiempos.
Esta interpretación es falsa. Actualmente se coincide, por lo general, en reconocer que la
caida de que se trata en el texto no es cualquier caida, sino un pecado perfectamente
determinado: la apostasía de la fe cristiana. Hay muchas maneras de entender esta
imposibilidad.
1ª. Se trata de la imposibilidad de reiterar el bautismo. Los que hayan caido no pueden
contar con una segunda renovación bautismal para levantarse.
2ª. Se trata de una imposiblidad moral, psicológica. Se trata de las disposiciones
subjetivas de los mismos pecadores. La infidelidad del cristiano que ha sido una vez iluminado
por el E. Santo y reniega de su fe. Es un pecado de verdadera malicia, una oposición total a la
luz que deja muy pocas posibilidades de penitencia. Son tan precarias estas disposiones que le
quedan al apóstata que el autor de la carta ni siquiera las tiene en cuenta. Con ello quiere poner
en guardia a los cristianos.
3ª. Lo que la carta declara imposible es hacer volver a la fe a los cristianos apóstatas,
recordándoles la catequesis que se le transmitió para el bautismo, es preciso darle otra nueva.
No es suficiente con repetirles lo que ya aprendieron en el momento de su conversión primera.
Pero no declara que es imposible la conversión en absoluto.
4ª. La imposibilidad de una segunda conversión hay que ponerla en el hecho de que el
apóstata se sitúa deliberadamente fuera del ámbito de la salvación, que se realiza en la fe y en
la adhesión a Cristo. Sólo renunciando a su obstinación podrán volver a la conversión.
5ª. Se trata de la imposibilidad de volver a crucificar a Cristo, con la intención de que el
arrepentimiento produzca la renovación del individuo...
C) El pecado que lleva a la muerte en la 1ª de Jn
Hacia el final de su primera carta habla S. Juan de la oración por los pecadores.
Distingue, a este propósito, dos clases de pecados: un pecado cuya consecuencia no es la
muerte espiritual y un pecado que conduce a ella (5,16).
En las reuniones se oraba por todos. Esta oración cuya eficacia es cierta, tiene, sin
embargo, sus límites. No es recomendada en el caso del pecado que conduce a la muerte.
Según la explicación más común, se trataría de la apostasía de la fe cristiana, de su
abandono culpable. Hemos de referirnos aquí al vocabulario propio de los escritos joánicos. La
palabra muerte va vinculada al hecho de no creer en Cristo (Jn 3,36; 5,24; 6,57; 8, 24; 1Jn 5,12).
¿Por qué no hemos de orar por este pecador?. Porque no le puede alcanzar el perdón, dado que
este perdón sólo puede venir a través de Cristo. Y éste pecador no cree en El.
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TEMA 3: LA TRADICIÓN
1. Los dos primeros siglos
El mensaje penitencial en los dos primeros siglos puede reducirse al siguiente esquema:
1. La llamada a la conversión y a la corrección se hace más urgente cuando surge un
serio conflicto en la comunidad. La primera carta de S. Clemente (a. 96) invita a los corintios a
aceptar la corrección y pide a aquellos que han ocasionado una revuelta, que se sometan a los
“presbíteros”, para la corrección. Dicha carta del obispo de Roma apela en sus exhortaciones
sobre todo a la caridad, porque “la caridad cubre la multitud de los pecados”, dice citando a
Pedro.
También S.Ignacio de Antioquía (s. II) se refiere a una escisión de la comunidad cristiana
y afirma en su carta a los filadelfios que “cuantos, una vez arrepentidos, vuelvan a la unidad de
la Iglesia, éstos también serán de Dios para que vivan conforme a Cristo”.
2. En cuanto a los medios para el perdón de los pecados, La Didajé o Doctrina de los
Doce Apóstoles (a. 70-100) insiste en la necesidad de “confesar los pecados” y “hacer
penitencia”, para poder participar en la oración con conciencia limpia: “¡Si alguno es santo,
venga! ¡El que no lo sea, que se convierta!”. También S. Clemente Romano dice que es mejor
confesar los pecados que endurecer el corazón. En su segunda carta hace un fervoroso
llamamiento a la penitencia: “Porque una vez que hubiéramos salido de este mundo , ya no
podemos en el otro confesarnos y hacer penitencia”. “Buena es la limosna como penitencia del
pecado. Mejor es el ayuno que la oración y la limosna mejor que ambos. Pero la caridad cubre la
muchedumbre de los pecados”. También Bernabé aconseja confesar los pecados y no
acercarse a la oración con mala conciencia.
3. En situaciones graves de pecado los Padres Apostólicos se manifiestan severos y
prudentes. Ante determinados pecadores, a los que llaman “fieras salvajes” exhortan a los
cristianos a que se aparten de ellos “pues sus mordeduras son difíciles de curar”. S. Policarpo
(a. 70-156) se lamenta en su carta a los Filipenses de la avaricia del presbítero Valente y desea
que Dios le conceda tanto a él como a su mujer la verdadera penitencia. A los presbíteros les
aconseja que no acepten precipitadamente acusaciones contra nadie y que no sean severos en
sus juicios, “sabiendo que todos somos deudores de pecado”.
La llamada al arrepentimiento, a la confesión o reconocimiento de las propias faltas y a la
práctica de la penitencia, constituye, por tanto, el telón de fondo de la doctrina penitencial en los
Padres Apostólicos. Entre las obras penitenciales se destaca el valor de las obras de caridad,
juntamente con la oración animada por la fe. La medida de apartar al pecador de la comunidad,
cuando se trata de pecados escandalosos y hay peligro de herejía, se sigue practicando con
mayor o menor severidad. No aparecen todavía indicios ciertos acerca de una práctica oficial de
reconciliación de los pecadores, lo que hace suponer que no había una normativa oficial al
respecto, si bien los responsables de la comunidad daban gran importancia a la penitencia, como
medio de conversión y de corrección y, por tanto, debían de prever una forma de reinserción en
la comunidad.
4. El Pastor de Hermas: A mediados del s.II aparece la obra que lleva el título de El
Pastor, cuyo autor, Hermas, es un presbítero romano, hermano del papa Pio I. Es éste el primer
libro de la literatura cristiana que se propone desarrollar con amplitud el tema de la penitencia
eclesiástica, encuadrándolo en un proyecto literario que le diferencia del estilo de los demás
escritos apostólicos. Su recurso frecuente al lenguaje simbólico hace difícil su interpretación en
puntos claves y en concreto en lo que se refiere a la “tradición” sobre la práctica de la penitencia
eclesiástica, que esta obra se propone recoger y transmitir.
A través de unas revelaciones de una anciana señora que representa a la Iglesia y de la
que Hermas se siente indigno confidente, el autor va dando a conocer lo que considera
misterioso secreto respecto a la realidad de la Iglesia y a la suerte de sus miembros. En la III
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visión, contempla Hermas la construcción de una torre, imagen de la Iglesia, y describe cómo sus
constructores (ángeles, ayudados por los hombres) van escogiendo las distintas clases de
piedras: unas, perfectamente labradas, son extraidas del mar; otras, son cogidas del suelo de la
tierra y, una vez seleccionadas, parte se colocan en la torre y el resto se arroja más lejos o más
cerca de la edificación; muchas de ellas son deshechadas por ser defectuosas; otras caen
rondando hasta un lugar intransitable o van a parar al fuego o, en fin, quedan cerca del agua (el
agua alude al origen de la salvación, juntamente con la palabra del Señor).
Hermas recibe, a su vez, la explicación de esta visión. Las piedras perfectamente
labradas son los apóstoles, obispos, maestros, diáconos, que desempeñaron santamente su
ministerio, de los cuales unos han muerto y otros viven todavía. Las piedras cogidas de la tierra y
colocadas en la torre son los nuevos creyentes que, una vez corregidas sus faltas, entran en la
construcción. Las tiradas cerca de la torre son los pecadores dispuestos a hacer penitencia, que
serán útiles en la construcción de la torre una vez que hagan penitencia. Sin embargo -dice El
Pastor-, éstos deben hacer penitencia antes de que termine la edificación de la torre; de lo
contrario, ya no hay lugar a penitencia.
Las piedras arrojadas lejos de la torre son los falsos creyentes que no abandonaron sus
malas obras. Aquellas que, en gran cantidad, se arrojan en los alrededores de la torre son los
que, después de haber conocido la verdad, no llegaron a adherirse a ella (son piedras
carcomidas) , o guardan resentimiento respecto a sus hermanos (son piedras rajadas), o no han
dejado del todo sus injusticias (son piedras descascaradas), o siguen apegados a las riquezas
(son piedras blancas y redondas, que no ajustan en la construcción).En cuanto a las piedras que
caen rodando, representan a aquellos, que habiendo creido, se dejan arrastrar por sus dudas y
abandonan el camino verdadero; las que caen en el fuego son los apóstatas que no piensan en
hacer penitencia; las que quedan a la orilla del agua son los que, habiendo oido la palabra de
Dios y deseando bautizarse, se acobardan ante las exigencias de la castidad y vuelven a sus
malos deseos.
Después de esta ajustada descripción que recoge con detalle las diversas clases de
creyentes que podían darse en tiempos de Hermas y que evoca la parábola de la buena semilla,
todavía el autor pregunta a la señora que le confía estos secretos, si todas aquellas piedras
rechazadas por no servir a la construcción tendrán ocasión de hacer penitencia. La respuesta es
oscura. Tienen ocasión, pero ya no podrán entrar en la construcción de la torre; entrarán en otro
lugar menos destacado, una vez que hayan pasado por las pruebas de la penitencia y hayan
cumplido el tiempo de expiación por los pecados.
¿Se refiere aquí El Pastor a una penitencia que desemboca realmente en una verdadera
reconciliación con Dios y con la Iglesia, o se refiere a una penitencia que sólo deberá confiar en
la misericordia infinita de Dios? La obra afirma un poco más adelante que el fin de la edificación
de la torre, imagen de la Iglesia, está cercano. Si se tiene en cuenta que la obra es, ante todo,
una llamada general y urgente a la conversión, ha de entenderse que Hermas concede a dicha
conversión o penitencia un verdadero alcance reconciliador.
Las revelaciones de El Pastor continúan en la parte dedicada a los “Mandamientos”. Es
en el IV “Mandamiento”donde Hermas, a quien visita ahora el mismo “Pastor” o “ángel de la
penitencia”, manifiesta a su señor las dudas que abriga respecto a la penitencia y le ruega que
le ayude a salir de su confusión. Hermas hace la siguiente pregunta:
“Señor -le dije-, he oido de algunos doctores que no hay otra penitencia fuera de aquella
en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados”.
El Pastor da a Hermas esta respuesta:
“Has oido -me contestó- exactamente, pues así es. El que, en efecto, recibió una vez el
perdón de sus pecados, no debiera volver a pecar más, sino mantenerse en pureza. Mas, como
todo lo quieres saber puntualmente, quiero declararte también esto, sin que con ello intente dar
pretexto de pecar a los que han de creer en lo venidero o poco poco ha, creyeron en el Señor .
Porque quienes poco ha, creyeron o en lo venidero han de creer, no necesitan penitencia de sus
pecados, sino que se les concede toda la remisión por el bautismo de sus pecados pasados.
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“Ahora bien, para los que fueron llamados antes de estos días, el Señor ha establecido
una penitencia. Porque, siendo el Señor conocedor de los corazones y previsor de todas las
cosas, conoció la flaqueza de los hombres y que la múltiple astucia del diablo había de hacer
algún daño a los siervos de Dios y que su maldad se ensañaría en ellos. Siendo, pues, el Señor
misericordioso, tuvo lástima de su propia hechura y estableció esta penitencia, y a mí me ha
dado la potestad sobre ella. Sin embargo, yo te lo aseguro -me dijo-: si después de aquel
mandamiento grande y santo, alguno, tentado por el diablo, pecare, sólo tiene una penitencia;
mas, si a continuación pecare y quisiere hacer penitencia, no le será de provecho, pues
difícilmente vivirá”.
De este texto pueden deducirse las conclusiones siguientes:
1ª) Algunos doctores contemporáneos a Hermas afirman que no hay más penitencia que
la del bautismo, por el que se perdonan todos los pecados.
2ª) No es oportuno hablar de una “segunda penitencia” a los recién bautizados o a los
que se preparan a recibir el bautismo, puesto que el bautismo significa una renuncia definitiva al
pecado y puede ocasionarles confusión.
3ª) El Señor ha querido que exista una penitencia posterior al bautismo , teniendo en
cuenta la flaqueza humana, y ha dado al Pastor potestad sobre ella.
4ª) Esta “segunda penitencia” es la única que se requiere en la Iglesia y no hay lugar a
más penitencia.
En consecuencia, la penitencia eclesiástica, posterior al bautismo, solamente puede
recibirse una vez en la vida, según la enseñanza del Pastor Hermas. Este principio que puede
ser recogido por Hermas de una tradición anterior o puede ser formulado por primera vez en el
Pastor , va a ser seguido con todo rigor en la administración de la penitencia eclesiástica
durante los primeros siglos.
Otra pregunta que se plantea en esta obra es si la penitencia eclesiástica constituye un
uso en la Iglesia en tiempos anteriores a Hermas o encuentra en el Pastor su primer anuncio. La
obra da a entender que la legitimidad de esta “segunda penitencia” era negada por algunos en
tiempo de Hermas, y el propio autor de la obra la presenta con cierto misterio y con prudencia, y
con temor a que pueda incitar a algunos al pecado; pero esto mismo demuestra que dicha
penitencia era conocida y practicada en la Iglesia y que en ella, como dicen las palabras del
Pastor, se veía la manifestación de la misericordia divina hacia la fragilidad del hombre.
La alusión de Hermas a algunos doctores, que afirman que no existe otra penitencia
distinta de la del bautismo, parece indicar que efectivamente hubiera en la Iglesia algunas
personas de cierta influencia que rechazaban su legitimidad, lo cual confirma que ya en la Iglesia
de aquellos tiempos había opositores a una postura de benignidad de parte de la Iglesia en
relación con los pecadores. Hermas no tiene reparo en dejar constancia de estas opiniones, pero
ante todo quiere presentar la metánoia o penitencia posbautismal como algo establecido por el
Señor misericordioso, que se compadece de la flaqueza humana. En este aspecto El Pastor de
Hermas es la primera obra que justifica la institución de la penitencia eclesiástica, afirma su
origen divino y la presenta como una gracia de la misericordia divina.
2. La penitencia eclesiástica en el s. III
A) Padres orientales
A comienzos del s. III, cuando disponemos ya de testimonios sobre el funcionamiento de
la penitencia eclesiástica, los Padres alejandrinos (Clemente, Orígenes, Gregorio Taumaturgo)
nos ofrecen abundante doctrina sobre la penitencia.
Clemente de Alejandría expone sobre este tema una doctrina similar a la del Pastor
Hermas. Hace una diferenciación entre la penitencia bautismal, que limpia de los pecados, y la
“penitencia segunda”, que lleva al perdón de los pecados a través del arrepentimiento sincero..
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La gravedad del pecado depende, sobre todo, de la deliberación o determinación consciente
de la voluntad para cometerlo. La penitencia del pecado viene a través de una práctica
penitencial dolorosa.
Orígenes, sucesor de Clemente en la dirección de la escuela de catecúmenos de
Alejandría, y hombre de gran prestigio en su tiempo por su vasta cultura y su recio carácter,
muestra a través de sus abundantes obras una gran preocupación por la realidad moral del
pecado y los medios para obtener el perdón. Parece rigorista, pero no lo es más que Clemente
de Alejandría y Hermas. Orígenes, sin embargo, ofrece una reflexión más extensa y profunda
sobre los temas penitenciales y puede ser considerado como el primer teólogo o escritor
sistemático al respecto.
El tema del pecado tiene un gran relieve en la doctrna de Orígenes. Hace una distinción
entre “pecados mortales” y “no mortales”. Estos últimos no destruyen la gracia ni excluyen al
cristiano de la Iglesia, aunque le hacen menos perfecto. El pecado mortal, sin embargo, convierte
al cristiano en un miembro “muerto”, sin vida de Jesus, sin el Espíritu, excluido del Reino,
incurable; lo cual no significa que no pueda ser llamado de nuevo a la vida.
Aquel que peca mortalmente puede adquirir el perdón a través de la penitencia. Orígenes
enumera siete maneras de conseguir el perdón enseñadas por los evangelios: el bautismo, el
martirio, la limosna, el perdón mutuo, la conversión, la caridad y la penitencia eclesiástica.
La mediación de la Iglesia en la práctica de la penitencia tiene un puesto muy relevante
en la doctrina de Orígenes. El pecado de un cristiano concierne a toda la Iglesia. El pecador
pertenece a la Iglesia en lo exterior, pero en lo interior está fuera de ella. El primer paso en el
procedimiento con el que la Iglesia busca salvar al pecador es la “excomunión”, que Orígenes
relaciona con el poder de “atar” que posee el obispo.. Todos los pecados mortales, también los
ocultos, deben someterse a esta disciplina. El procedimiento previo a la excomunión puede
seguir dos caminos: el de la confesión espontánea del penitente al médico espiritual, quien
decide de la imposición de la pena, o de la amonestación del obispo, cuando la falta llega al
conocimiento de los jefes de la Iglesia. Dicha amonestación puede hacerse en particular, en
presencia de testigos o ante la misma asamblea.. La excomunión se decide cuando la
amonestación no tiene resultado.
La mediación de la Iglesia en relación con el perdón de los pecados se realiza además a
través de la oración y del culto. Los ministros y sacerdotes, a imagen de Cristo, que es
sacerdote y víctima de reconciliación, así como todos los cristianos que participan en la medida
de su santidad en la obra de la purificación de la Iglesia y contribuyen a la corrección y
conversión de los hermanos, deben ayudar a los pecadores con la oración el ayuno y las
virtudes.
La duración de la gracia penitencial estaba en relación no sólo con la gravedad del
pecado, sino también con la necesidad de que el penitente diera pruebas ante la comunidad de
la sinceridad y eficacia de su conversión. El tiempo penitencial era más largo que el
catecumenado; podía durar varios años. Por otra parte, el penitente no puede someterse a una
segunda penitencia eclesiástica, según el principio del Pastor de Hermas.
Cumplida la penitencia el pecador era readmitido en la Iglesia. Orígenes emplea el verbo
solvere (desatar) para designar el levantamiento de la excomunión. El ministro de la
reconciliación era el obispo. El rito de la reconciliación consta de una imposición de manos y de
diversas invocaciones, al igual que en Occidente por esta misma época.
La doctrina de Orígenes permite establecer un parelelismo entre el bautismo y la
penitencia, entre el tiempo catecumenal y el tiempo penitencial, entre lo que el bautismo significa
en relación con las disposiciones de fe y conversión del bautizando y lo que significa la
reconciliación penitencial en relación con las exigencias del penitente.
La doctrina de Orígenes nos permite constatar cómo a comienzos del s. III la institución
de la penitencia eclesiástica se encuentra muy desarrollada tanto desde el punto de vista
doctrinal como pastoral y se configura como un sacramento estrechamente relacionado con el
bautismo y distinto de él.
Gregorio Taumaturgo, obispo de Neocesarea del Ponto, aporta también algunos datos
sobre la práctica penitencial a mediados del s. III. Da cuenta de diversos grados de penitentes en
Oriente: los flentes (los que lloran), que permanecen en el exterior del templo implorando las
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oraciones de los fieles; los audientes (oyentes), que asisten solamente a la escucha de las
lecturas y de la homilia; los substrati (postrados), que pueden asistir a toda la celebración
eucarística de rodillas; y los stantes, que asisten de pie a la eucaristía, aunque no pueden
participar en la oblación de las ofrendas ni en la comunión.
Didascalia o Doctrina de los Doce Apóstoles, obra que sigue el modelo de la antigua
Didajé y recoge la doctrina penitencial del Pastor de Hermas. Describe con detalle la función del
obispo en la aplicación de la penitencia eclesiástica. Sentado ante la asamblea cristiana,
proclama la Palabra “como quien tiene potestad de juzgar” (krinein). Alude también esta obra a la
imposición de manos que el obispo hace sobre el penitente, mientras la asamblea cristiana ora
por él, a través de la imposición de manos el penitente recibe el E. Santo. Coincide esta obra en
la práctica penitencial con otros autores contemporáneos.
B) Padres Occidentales
Al igual que en el ámbito cultural griego de la Iglesia antigua, también en las comunidades
cristianas del ámbito cultural romano puede constatarse, a comienzos del s. III, la plena vigencia
de la penitencia eclesiástica. La práctica de la penitencia en Occidente se ve, sin embargo, más
afectada por diversos movimientos heréticos y cismáticos, por diversas doctrinas y posiciones
enfrentadas a las normas y decisiones de los obispos, responsables legítimos de las iglesias.
El montanismo. En Roma, el papa Calixto (a. 217-220) es acusado por su rival en el
episcopado, el presbítero Hipólito, de adoptar una postura débil o laxista en la forma de conceder
el perdón a los pecadores. El montanismo, secta cristiana que proclamaba la superioridad de la
Iglesia llamada “pneumática” o espiritual frente a la Iglesia jerárquica, dirigida por los obispos,
adopta una postura rigorista en relación con el modo de tratar a los pecadores y rechaza la
legitimidad para perdonar los llamados “pecados capitales” (homicidio, adulterio e idolatría). Esta
secta adquiere especial difusión por esta época en el norte de Africa y cuenta con el apoyo del
gran escritor y polemista cristiano, Tertuliano.
Novacianismo. Más tarde, a mediados del s. III, en tiempos del papa Cornelio surge en
Roma el novacianismo, que se opone a la práctica de conceder el perdón a los que habían
incurrido en apostasía durante la persecución de Decio. El presbítero Novaciano y sus
seguidores se oponen tajantemente al obispo de Roma y en el a. 251 un sínodo romano en el
que participan 60 obispos, los excluye de la comunión eclesial. En Cartago, sin embargo, el
obispo Cipriano tiene que hacer frente a Novato y sus seguidores, que exigían la reconciliación
inmediata de los apóstatas, sin previa penitencia.
TERTULIANO. En medio de estas polémicas, se destaca Tertuliano, una gran figura de la
literatura cristiana. Escribe primero un tratado sobre la Penitencia y posteriormente, militando ya
en las filas del montanismo, compone otro escrito muy polémico, De pudicitia, en el que adopta
una postura rigorista en lo que se refiere a la reconciliación de los pecadores.
De penitentia es un tratado que tiene un carácter de una instrucción pastoral, una
exhortación a la conversión, dirigida tanto a los catecúmenos como a los bautizados, en los que
se tratan los temas de la penitenia, el pecado y el perdón. De acuerdo con los principios del
Pastor de Hermas, Tertuliano destaca la eficacia del bautismo en orden a la remisión de los
pecados. Reconoce los efectos devastadores del pecado en la comunidad cristiana y afirma que
existe la posiblidad del perdón para los pecados cometidos después del bautismo, si bien esta
posibilidd es única.
En cuanto a la penitencia eclesiática, la obra de Tertuliano permite conocer por primera
vez su funcionamiento en la Iglesia latina. La exomologesis o “confesión” es la forma de confesar
al Señor el pecado, con deseo de satisfacer por él, de hacer penitencia y complacer a Dios. Por
ello el penitente manifiesta públicamente su condición de pecador. Muchos cristianos, según
Tertuliano, se retraen de someterse a esta prueba de humillación, pero el penitente debe pensar,
cuando se arrodilla ante un hermano, que se arrodilla ante Cristo, que ora y sufre por él.
El tratado De penitentia no nombra explícitamente la intervención de la Iglesia. En la obra
De pudicitia da más detalles: los penitentes manifiestan su intención de someterse a la
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penitencia, a las puertas de la iglesia. Luego, dentro del templo, expresan con lágrimas y
súplicas su voluntad de hacer penitencia y son acogidos por la oración de la comunidad. Otros
detalles acerca del momento de la reconciliación pueden deducirse de testimonios posteriores,
pero no aparecen en Tertuliano.
La mayor novedad en la obra De pudicitia es la que se refiere a los pecados por él
considerados como “imperdonables”. No trata sólo de la tríada (homicidio, adulterio e idolatría),
sino de pecados diversos que señala como pecados “mayores” o “capitales”. Estos pecados
pueden someterse a la disciplina penitencial, pero no entrarían en los pecados que pueden ser
perdonados por la Iglesia, sino que han de remitirse al juicio de Dios, quien puede perdonarlos
en el momento de la muerte.
Desde su posición de montanista, adopta una postura rigorista; de forma apasionada
reprocha a la Iglesia católica el haber cometido el error de perdonar a los adúlteros, y niega el
perdón a los apóstatas y homicidas.
En conclusión, de estas dos obras de Tertuliano se deduce que la penitencia eclesiástica,
a comienzos del s. III, ya estaba perfectamente organizada. Tertuliano acentúa la cuestión de los
pecados que se llamaban “imperdonables”, a causa de su especial gravedad. La determinación
de los pecados sometidos a la penitencia eclesiástica depende en la práctica de la jerarquía
eclesiástica. Pero no puede hablarse de una exclusión por principio , en la tradición de la Iglesia,
de algún pecado en particular, que se considere “imperdonable”, en el supuesto de que el
penitente acepte la penitencia de la Iglesia.
SAN CIPRIANO. A medidos del s. III destaca en Cartago la figura de este obispo, cuya
influencia se extiende a todo el Occidente cristiano. Su tratado De lapsis, escrito inmediatamente
después de la persecución de Decio (a. 250), viene a ser una carta pastoral sobre la penitencia y
la reconciliación.
Respecto a los sacrificati, esto es, los apóstatas que habían participado en los sacrificios
paganos durante la persecución de Decio, Cipriano adopta inicialmente una postura severa, que
exige cumplimiento de una larga penitencia, con la reconciliación a la hora de la muerte (a. 251).
Ante la amenaza de una nueva persecución, dispone poco más tarde (a. 252) que no se difiera
la reconciliación a los pecadores que hacen penitencia, a fin de que puedan estar preparados
con la eucaristía, para enfrentarse a la nueva adversidad.
Admite que practiquen la exomológesis aquellos que cometen pecados “menores”, de
modo que, arrepentidos y una vez que el obispo y el clero imponga su mano sobre ellos, puedan
recobrar el derecho de acercarse a la comunión. En cambio, rechaza el que se admita a la
comunión durante la persecución, sin haber cumplido la penitencia y sin la imposición de manos
del obispo y clero, a los apóstatas.
En cuanto a los libeláticos, o sea, los que, sin sacrificar a las falsas divinidades,
obtuvieron un certificado justificativo de haberlo hecho, S. Cipriano los considera menos
culpables, y por eso serán reconciliados enseguida.
En conclusión, San Cipriano considera que aquellos que incurren en pecados graves
deben someterse a la penitencia eclesiástica.. Esta lleva consigo la exclusión de la eucaristía. Es
el obispo quien decide acerca de su duración según la gravedad del pecado. El obispo cuenta
con la ayuda de los presbíteros y diáconos, en lo que se refiere a una justa y prudente
administración de la penitencia, es decir, en orden a exigir su práctica y reconocer la realidad de
cada caso.
Se muestra muy atento a los aspectos interiores del verdadero arrepentimiento, teniendo
en cuenta que el perdón viene únicamente de Dios. La paz que la Iglesia concede al pecador
debe proceder de una verdadera conversión, de lo contrario será falsa paz.
Conclusión
Podemos concluir que la penitencia eclesiástica está perfectamente organizada y se
practica con regularidad a comienzos del s. III, tanto en las Iglesias de lengua griega como en las
de lengua latina.
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La práctica de la penitencia comienza con la exclusión de la eucaristía y termina con la
reconciliación, que da de nuevo acceso a ella. El tiempo penitencial es generalmente largo y está
acomodado a la gravedad del pecado. Es al obispo a quien compete tomar las principales
decisiones en cuanto a lo que se refiere a la gravedad del pecado y a la proporción del tiempo
penitencial con la ayuda de los presbíteros. La imposición de manos del obispo o del presbiterio
se considera el signo necesario de la reconciliación.. Cipriano considera muy importantes
también las disposiciones interores del penitente.
3. Evolución de la penitencia antigua. Siglos IV y siguientes
A partir del s. IV los datos sobre la práctica de la penitencia eclesiástica son más
abundantes, especialmente por lo que se refiere a la Iglesia latina.
A) La práctica penitencial en Occidente
El Concilio de Elvira, en Occidente (a. 306), es la más temprana y abundante fuente de
información sobre la penitencia. Según las disposiciones de este concilio que tiene fama de
riguroso, la penitencia eclesiástica podía durar tres años, cinco, siete, diez y hasta toda la vida.
Si el pecado era de idolatría o de infidelidad en las vírgenes, la absolución se retrasaba hasta la
hora de la muerte. Fuera de estos casos , la penitencia duraba como máximo diez años.
El concilio de Elvira reconoce, además, una forma de excomunión perpetua, que podía
afectar a los pecados de “especial gravedad” y que llevaba consigo la exclusión de la comunidad
eclesial. Más tarde en el s. VI, la excomunión aparece desgajada de la disciplina penitencial, a
modo de pena o castigo eclesiástico que puede imponerse o levantarse, independiente de la
penitencia.
La severidad de la penitencia eclesiástica se acentúa en el s. IV por lo que se refiere
también a las prácticas penitenciales. SAN AMBROSIO pide a los penitentes que renuncien a los
honores temporales y a los placeres conyugales. El papa Siricio pide que los casados guarden
una continencia total incluso después de la reconciliación. El primer concilio de Toledo impone a
los penitentes llevar un cilicio. En cuanto al tiempo de duración, a finales del s. IV se propone
que lo decida el obispo.
La resistencia de los pecadores a someterse a la penitencia eclesiástica sigue siendo
fuerte, según se desprende de los escritos de S. Ambrosio y S. Agustín.
La penitencia eclesiástica, a finales del s. IV se adapta a los tiempos litúrgicos. El tiempo
de Cuaresma se considera el más apto para practicar la penitencia pública. Sigue siendo el
obispo quien interviene en los momentos claves de la penitencia. El concilio de Elvira precisa que
el obispo que reconcilia al penitente debe ser el mismo que le ha excomulgado.
El historiador Sozomeno alude a una costumbre seguida en la Iglesia romana: al final de
la misa, los penitentes yacen postrados, rodeados por los fieles, los presbíteros y el Papa; éste
se arrodilla a su vez y luego levanta y despide a los pecadores que han cumplido la penitencia.
La reconciliación va acompañada de una imposición de manos del obispo y los presbíteros.
Righetti alude al Sacramentario gelasiano que contiene un rito de reconciliación de
penitentes para el Jueves Santo, que puede remontarse al s. VI. Según este rito la penitencia se
imponía al comienzo de la Cuaresma; al final de la misa, el obispo cubría al penitente con el
cilicio y ponía ceniza sobre su cabeza y lo separaba de los fieles..
La práctica de la penitencia canónica después del s. IV no modifica en lo sustancial su
estructura y severidad, sino que sigue siendo fiel a su primitivo rigor.
B) Casos especiales de reconciliación
A partir del s. V, los problemas relacionados con la reconciliación de los pecadores se van
agravando sucesivamente. El volumen que alcanza la penitencia en la correspondencia de los
Papas, en la legislación conciliar y en la predicación de algunos obispos demuestra que la
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institución de la penitencia canónica está en crisis. Las cargas que comporta son
extraordinariamente duras. Entre ellas destaca la de la continencia perpetua, y si el penitente
estaba casado no se admitía a la penitencia sin el consentimiento de su esposa.
La práctica de la penitencia eclesiástica quedó reducida a un grupo muy determinado de
pecadores, para quienes la penitencia era obligatoria. El mayor problema es el que estos
penitentes se resistan a aceptarla y mantengan esta postura hasta el momento de la muerte.
Varios obispos y concilios rechazan como excesivamente seria la norma de negar la comunión al
final de la vida a los que no han dado muestras de arrepentimiento.
Los Statuta ecclesiae (h. 500) autorizan a dar la reconciliación y la comunión en el
momento de la muerte. Aquellos que, después de haber cumplido la penitencia eclesiástica,
recaían en pecados sometidos a dicha disciplina, no pudiendo acogerse de nuevo a ella, podían
al final de su vida recibir el viático y no la reconciliación regular. El concilio de Adge reserva la
penitencia pública a los ancianos.
La penitencia eclesiástica no se aplicaba por regla general a los religiosos y a los clérigos
que incurrían en pecados graves. San Agustín manifiesta que con la penitencia pública el
sacramento del orden recibiría un agravio. El clérigo culpable de pecado grave recibía, en primer
lugar, la pena de su deposición, por otro lado, podía acogerse a una forma de penitencia privada,
que no excluía de la comunión. A partir del s. V, se considera la forma de vida de los monjes
como una práctica penitencial sustitutiva de la penitencia pública. La penitencia pública no es
necesaria para los pecadores que se hacen monjes. La profesión monástica es como un
segundo bautismo.
Del s. V al VI se produce un cambio de mentalidad que pasa de ver la penitencia como
algo infamante a considerarla como una práctica necesaria para todos y un ejemplo a seguir.
C) Doctrina penitencial de los Padres occidentales
La teología de los padres occidentales de los siglos IV y V sobre la penitencia eclesiástica
coincide en señalar su necesidad en orden a la reconciliación y en ver en ella el ejercicio del
poder de la Iglesia de “atar y desatar”.
La reflexión teológica sobre el significado de la reconciliación eclesial se inspira en esta
época, como en la patrística anterior, en el significado de la Iglesia, en cuanto instrumento de
salvación. La reconciliación que la Iglesia otorga al pecador es el resultado de una acción a la
que debe incorporarse interior y exteriormente el penitente, que es acción pública de toda la
comunidad cristiana y que lleva a la reinserción del penitente en la comunión de la Iglesia.
San Ambrosio de Milán y San Paciano de Barcelona defienden el poder que ha recibido la
Iglesia de perdonar todos los pecados, frente a la herejía novaciana. Los novacianos imponen la
penitencia en caso de faltas graves, aunque no los admiten a la reconciliación; es decir, según
explica San Ambrosio, “atan”, pero no “desatan”. En vano predican la penitencia, sigue diciendo
el obispo de Milán, puesto que suprimen su fruto.
San Paciano parte también del principio de que la Iglesia tiene poder para perdonar todos
los pecados contra los novacianos. Dice que el pecador no es mancha para la Iglesia, si se
convierte en penitente; si no acepta la penitencia, se coloca fuera de la Iglesia.
San Agustín. A comienzos del s. V destaca en la Iglesia la figura de San Agustín. Le
debemos a él la primera teoría sobre la eficacia de la reconciliación penitencial. El perdón es
propiamente fruto de la conversión, la cual, a su vez, es obra de la gracia divina; pero es la
caridad que el E. Santo difunde en la Iglesia la que perdona los pecados de sus miembros. El
sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que “ata” y “desata” los pecadores. “Es a los
ministros de la Iglesia, que imponen las manos sobre los penitentes, a quienes Cristo dice (como
a aquellos que quitan las vendas del resucitado Lázaro): desatadlo”.
La Iglesia libera al penitente de sus “ataduras” con el mandato que ha recibido de Cristo.
Para San Agustín, que vivió con tensión y dramatismo la experiencia de la conversión cristiana,
ésta es fundamentalmente obra de la gracia que actúa en el interior del hombre. Siendo así, se
pregunta el Santo, ¿qué papel corresponde en esta obra a la Iglesia? Su respuesta va en la
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línea de la doctrina de su maestro y padre en la fe, S. Ambrosio, quien destaca en la Iglesia un
doble poder: el de interceder en unión con JC en favor del pecador, y el de liberarle o ”desatarle”
de las fuerzas del mal. Sin embargo, Agustín introduce aquí un elemento nuevo que denomina
“reato del pecado” y que va a influir notablemente en la reflexión teológica posterior.
D) La penitencia en la Iglesia oriental antigua
La penitencia eclesiástica o “canónica” estuvo limitada siempre en las iglesias orientales a
pecados de especial gravedad, generalmente señalados en las normas canónicas. El principio
“nulla poena sine lege”, seguido por BASILIO DE CESAREA y GREGARIO DE NISA, permite
excluir de dicha práctica gran número de pecados que, aun revistiendo cierta gravedad,
pertenecen al fuero interno de la conciencia. JUAN CRISOSTOMO, en sus constantes
exhortaciones a la conversión y confesión de los pecados, insiste en la necesidad de descubrir
las heridas del alma ante Dios, que puede curarlas.
En las iglesias de Antioquía y de Constantinopla, el orden de los penitentes constaba de
los siguientes grupos: los pecadores sorprendidos in fraganti, aquellos cuya culpa era acusada y
probada por terceros y, finalmente, los que ocasionaban con su conducta un escándalo público
en la comunidad. Juan Crisóstomo recoce que el pecador queda excluido de la comunión de la
Iglesia a causa de su propio pecado, aun antes de que lo sea de un modo oficial por la Iglesia. El
principio de ”una sola penitencia”, seguido en la Iglesia latina, se mantiene también en Oriente.
TEODORO DE MOPSUESTIA, contemporáneo y amigo de J. Crisóstomo, es un testigo
de excepción sobre la práctica de la penitencia en Oriente. Distingue claramene entre pecados
leves o involuntarios, que no deben impedir el acceso a la comunión, y los pecados mayores,
que es preciso confesar al sacerdote. Es el obispo quien dirige la práctica de la penitencia
eclesiástica. Apela también al efecto reconciliador de la eucaristía y a la fuerza que tiene en
orden al perdón el arrepentimiento firme y sincero.
CIRILO DE ALEJANDRÍA, defensor de la ortodoxia frente al nestorianismo y delegado
papal en el concilio de Efeso (a. 431), explica el poder de perdonar y retener los pecados en
relación con el bautismo y con la penitencia: en el bautismo los “epitimontes” o rectores de la
comunidad ejercen este poder ; en la penitencia lo ejercen corrigiendo a los hijos que pecan y
perdonando a los penitentes.
4. La penitencia privada
A) Antecedentes
Nadie niega que los antiguos hayan practicado las distintas formas de penitencia privada,
tanto individualmente como con la ayuda y bajo la dirección de sus pastores y de un ”director
espiritual”. Pero el problema es saber si en la Iglesia antigua, al lado de la penitencia canónica
pública, existió también, y para los pecados graves, una penitencia de tipo privado, que haya
tenido al mismo tiempo un carácter verdaderamente sacrametal. Algunos lo defienden, pero la
mayor parte de los autores lo niegan.
En el origen de una forma de penitencia distinta a la antigua , que comienza a difundirse
en el Occidente europeo a partir del s. VI, hay que ver dos tipos de causas: unas van
relacionadas con la incapacidad de la penitencia antigua para adaptarse a la realidad de la vida
cristiana; otras se refieren a las aspiraciones de muchos cristianos que necesitan una mayor
ayuda para vivir los compromisos de la fe.
Las características de la penitencia eclesiástica antigua no responden a las exigencias de
una verdadera y eficaz conversión . Señalamos algunas de estas características:
-el penitente tenía que asumir una forma que le impedía prácticamente proseguir con sus
actividades y compromisos sociales, tanto civiles como familiares;
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-aquel que practicaba por una vez la penitencia eclesiástica quedaba en lo sucesivo
desamparado si tenía la desgracia de reincidir en el pecado, dado que sólo podía practicarse
“una vez” en la vida;
-el penitente adquiría, por su condición de pecador público, una imagen social muy
negativa que podía afectar a su conducta posterior;
-el penitente quedaba privado de la eucaristía durante el largo tiempo en el que debía
cumplir su penitencia.
Por otra parte, se percibe en los cristianos, sobre todo a partir del s. V, la necesidad de
confesar interiormente al Señor las faltas que cada uno descubre en su conciencia y de
encontrar el consuelo del perdón divino. San Agustín insiste en que se ha de dar importancia a
las faltas de la vida diaria y señala distintos medios para purificarse de ellas, como la confesión
humilde y sincera ante Dios de los pecados cometidos y las obras penitenciales que recomienda
la Escritura: el ayuno, la oración y la limosna. Entre todas destaca la oración del Padrenuestro,
que los cristianos deben rezar cada día y con frecuencia.
San Cesáreo de Arlés (a. 503-542), manifiesta gran preocupación por aquellos cristianos
que esperan el momento de la muerte para pedir la penitencia. Entre ellos hay algunos que no
han dado prueba alguna de conversión: la reconciliación que reciban en el lecho de muerte, será
más que dudosa. Otros, han pecado por debilidad y se arrepienten sinceramente al final de su
vida. Finalmente, son de alabar aquellos que se preparan a lo largo de toda la vida a la
reconciliación final.
Aquellos que se resisten a convertirse y dejar sus malos hábitos, les dice que no se trata
de vestirse de penitentes, sino de abandonar el pecado y de llevar una vida digna y honesta. La
gran tentación en tiempos de San Cesáreo era retrasar la confesión hasta la ancianidad o el
momento de la muerte.
San Gregorio Magno (+604) y San Isidoro (+ 636) son tetigos de una época en la que,
mientras sigue vigente la penitencia eclesiástica, se manifiesta la devoción del pueblo cristiano
hacia una nueva forma de reconciliación penitencial, en torno a la cual se desarrolla una
abundante literatura. San Gregorio sigue los pasos de San Agustín al explicar la doble acción de
Dios y del sacerdote en la reconciliación del pecador. También alude a las lágrimas de contrición
y nos da una definición lapidaria de la penitencia: “Hacer penitencia es llorar sobre el mal que se
ha hecho y desear no volver a lo que se ha de lamentar”.
San Isidoro en la obra de las Sentencias habla de la función del sacerdote en orden a
corregir a los pecadores. Parece que esta corrección no tiene relación con la penitencia
eclesiástica, sino que persigue preparar al pecador para la reconciliación de la Iglesia al final de
su vida. Exige al sacerdote llamado a ejercer esta función humildad y comprensión, dispuesto,
sobre todo, a curar las heridas del pecado. En la línea de San Agustín, San Isidoro afirma que
deben ser apartados de la eucaristía únicamente aquellos que son culpables de pecados graves
y deben hacer penitencia.
Si puede apreciarse en San Isidoro una evolución de la práctica penitencial hacia formas
pastorales más flexibles, su doctrina sobre la penitencia reasume los datos esenciales de la
tradición anterior: la universalidad del poder de perdonar los pecados, que recae sobre la Iglesia,
la necesidad de una verdadera conversión para obtener el perdón, la distinción entre los
pecados graves y leves.
B) La penitencia monástica
Es este un capítulo importante para encontrar los orígenes de la penitencia privada. Los
“libros penitenciales”, que son la primera y principal fuente de la penitencia ”tarifada” (antecesora
de la penitencia privada), comienzan a aparecer a mediados del s. VI, bajo la influencia de las
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comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas que, a causa del aislamiento de
toda la cristiandad, parecen desconocer la experiencia eclesiástica antigua.
El principio de no “reiterabilidad”, que rige de forma invariable la práctica de la penitencia
eclesiástica en toda la Iglesia, no se observa en la penitencia “tarifada”, que puede practicarse
cuantas veces se considere necesario. Esta práctica, por otra parte, no está sometida a tiempos
litúrgicos ni a una forma solemne de celebración que exija, como la anterior, la intervención del
obispo, sino que se realiza de una forma individualizada, con la sola intervención del penitente y
del presbítero confesor. Este, una vez oida la confesión le impone una penitencia proporcionada
a la gravedad de su culpa y le remite a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez
que ha cumplido la penitencia impuesta.
¿Cómo ha nacido y cómo ha podido establecerse esta práctica penitencial?.
Parece que hay que buscar sus antecedentes inmediatos en la tradición monástica.
Siguiendo las huellas de San Antonio y San Pacomio (+346), creador éste del monaquismo
cenobítico, sería considerado como uno de los primeros en haber recomendado esta confesión.
San Basilio (+379), dirige, a través de su Regla, sobre todo el monaquismo oriental, y
recomienda esta práctica.
En el continente europeo se recomienda en diversas comunidades monásticas, bajo la
influencia de San Martín de Tours (+397), de Casiano (+435), de San Cesáreo de Arlés, y, sobre
todo, de San Benito, que funda el monasterio de Montecasino en el a. 529. También San Patricio
(387-465), el gran misionero de Irlanda.
Una de las prácticas más desarrolladas en la vida monacal era la confesión de las faltas,
como medio de corrección de los monjes. Según el abad Casiano, la confesión entre los monjes
se practica con una doble finalidad: el perdón de las faltas y la guía espiritual.
La confesión entre los monjes no se limita a señalar las faltas externas, sino que
manifiesta también los pensamientos y faltas cometidas en secreto. Entre los signos de una
actitud espiritual sincera, Juan Casiano señala el de no ocultar nada al guía espiritual. El buen
monje no debe apoyarse en su propio discernimiento, sino que ha de dejarse guiar por el solo
juicio de su guía espiritual. Según las Reglas de San Basilio, las faltas sean de obra o
pensamiento son enfermedades que es preciso dar a conocer para que puedan ser curadas.
C) La penitencia en los libros penitenciales
La penitencia que conocemos a través de los libros penitenciales se diferencia tanto de la
penitencia eclesiástica practicada en los primeros siglos como de la confesión seguida por los
monjes, pero, a semejanza de esta última, destaca sobre todo el papel del confesor, en su
función de escuchar directamente al penitente y de imponerle la penitencia adecuada a la
gravedad de las faltas.
Las faltas a las que se refieren los libros penitenciales son todas aquellas en las que
puede incurrir el cristiano, graves y leves, incluidos los pecados de pensamiento. A éstos se
refiere el Penitencial de Finniam, escrito en Irlanda a mediados del s. VI, el más antiguo de los
penitenciales conocidos. Se trata de una penitencia que pueden practicar tanto los fieles en
general como los clérigos y los monjes. Es, por otra parte, a diferencia de la penitencia antigua,
una práctica que puede repetirse. Estos libros penitenciales ponen todo su interés en determinar
las penitencias que corresponden a los distintos pecados. Su finalidad inmediata es servir de
ayuda a los confesores.
El Penitencial de San Columbano (h. 543-615) impone un año de ayuno para la
masturbación, seis meses para un deseo impuro voluntario.
El Penitencial de Teodoro (h. 690-740), concreta siete años de ayuno por un homicidio,
tres años, dos años, un año, o bien cuarenta días por un robo, según su importancia; cuatro
años para la fornicación con una mujer casada; un año si es con una mujer soltera. La penitencia
es diferente para el mismo pecado si es cometido por un laico o un clérigo. Los penitenciales
prevén, además, un sistema de redenciones o conmutaciones que permiten sustituir los días de
ayuno por una penitencia más practicable: limosnas, recitación repetida del Salterio, encargos de
misas....
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D) De la penitencia “tarifada” a la confesión privada
La penitencia “tarifada”, tal como se perfila ya en los más antiguos penitenciales, tiene en
cuenta que la obra penitencial se ordena a la reconciliación. En los cánones más diversos se
encuentra, junto a la determnación de la penitencia, la indicación de que el penitente “se
reconcilie” y “sea admitido a la comunión”.
En relación con la penitencia eclesiástica de los primeros siglos, la penitencia “tarifada”
aparece como una práctica diferente, con características propias. Pero recoge en lo fundamental
los elementos esenciales de la reconciliación eclesial, esto es, el arrepentimiento y la confesión
de las faltas, el cumplimiento de la penitencia y la forma de la reconciliación.. Una y otra, la
penitencia antigua y la nueva, coexisten durante algún tiempo como dos prácticas diferentes, sin
que se reconozca de modo oficial en un principio la legitimidad de la penitencia “tarifada”: ésta se
convierte en una práctica de uso relativamente frecuente para muchos cristianos, mientras que
aquélla va quedando reducida en su aplicación a pecados muy señalados, generalmente
públicos. La Instrucción de los clérigos, de Rábano Mauro (+856) sienta el principio, a mediados
del s. IX, de que, si la falta es pública, se aplicará al penitente la penitencia pública o canónica; si
las faltas son secretas y el pecador las confiesa espontáneamente al sacerdote o al obispo, la
falta deberá permanecer secreta.
La penitencia “tarifada” tiende, sin embargo, a una exagerada cuantificación de la
realidad moral del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando
excesivamente el perdón a la obra material que realiza el penitente como satisfacción por el
pecado.
El Penitencial de Pseudo-Teodoro (h. 690-740) dice expresamente que aquel que “por su
debilidad no pueda ayunar”, ni hacer otras obras penitenciales, “escoja a otro que cumpla la
penitencia en su lugar y le pague para ello, ya que está escrito: llevad el peso de los otros”.
A partir del s. IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito de
la penitencia eclesiástica incluyen ya el ordo de la penitencia “privada”. Según el Pontifical
romano-germánico, del s. X, los sacerdotes deben exhortar a los fieles a hacer penitencia y
confesión de sus faltas el miércoles de Ceniza, al comienzo de la Cuaresma; la absolución
puede recibirla el penitente el Jueves Santo.
A partir del s. VIII, se insiste en la necesidad de confesar las faltas al sacerdote. Así se
manifiestan Alcuino (730-804), lo mismo Jonás, obispo de Orleans, en su tratado sobre La
instrucción de los laicos (h. 828).
En el s. XI aparecen verdaderos tratados sobre la confesión, como el del arzobispo de
Canterbury, Lanfranco (1005-1089), sobre “el secreto de la confesión”, y la Carta anónima sobre
“la verdadera y la falsa confesión”, atribuida en la Edad Media a San Agustín.. Ambos tratados
escritos subrayan que la confesión de las faltas graves debe hacerse a los sacerdotes. En el
caso de no encontrarlo podría hacerse a un hombre considerado honesto.. Éste, según la
explicación que se da en estos escritos, no tiene el poder de desatar, pero el penitente que
confiesa así su pecado, se hace digno de obtener el perdón en virtud de su deseo de hacer la
confesión al sacerdote.
Tanto el tratado de Lanfranco como el del Pseudo-Agustín entienden que la penitencia ha
de inspirarse en la conversión interior y en la confianza en Dios.
Con la penitencia “tarifada” la figura del sacerdote confesor adquiere gran relieve social. .
Y así, a partir del s. VII, diversos monarcas de Irlanda y las Galias cuentan con su propio
confesor. Teodulfo de Orleans (+797) establece que antes de la Cuaresma se haga la confesión
de los pecados ante los sacerdotes y que éstos se preparen convenientemente con la oración y
el estudio para desempeñar dicho ministerio.
A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se aplica únicamente en casos muy
especiales de pecados graves y públicos. La penitencia privada se ha convertido, en cambio, en
una práctica extendida en todo el continente europeo y recomendado por todos los obispos a los
25
fieles, clérigos, religiosos y laicos. Se considera una forma de prepararse dignamente para recibir
la eucaristía.
Hasta el concilio IV de Letrán (a. 1215), que impone por ley eclesiástica a todos los fieles
en uso de razón el deber de confesar sus pecados, al menos una vez al año, la práctica de la
confesión no es de uso frecuente. Algunos testimonios de finales del s. VIII y comienzos del s. IX
indican que en las comunidades monásticas se hace la confesión dos o tres veces al año, y que
la mayoría del pueblo la practica al comienzo de la Cuaresma.
En el s. XII la práctica de la confesión parece estar más extendida. Los moralistas y
directores de conciencia recomiendan la comunión tres veces al año, después de hacer la
confesión.
En Francia y aun más en Inglaterra se difunden en el s. XIII los “manuales sobre la
confesión”, que suplen a los libros penitenciales en el uso del clero parroquial. Las órdenes
mendicantes, especialmente dominicos y franciscanos, intensifican el ministerio de la
predicación , llamando al pueblo a la conversión y fomentando la práctica de la confesión.
E) Otras formas penitenciales de reconciliación
El decaimiento y progresivo desuso de la antigua penitencia eclesiástica trae consigo, a lo
largo de la E. Media, el nacimiento de prácticas penitenciales que pueden considerarse
supletorias y complementarias respecto a la penitencia pública.
Entre ellas hay que destacar la “peregrinación” a lugares santos de la cristiandad (Roma,
Jerusalén, Santiago de Compostela), aprovechando las condiciones privilegiadas en que se
ofrecía la confesión en estos templos. Las “cruzadas” organizadas en defensa de los “santos
lugares”, entran también en esta categoría.
La “peregrinación penitencial” podía ser impuesta por cualquier párroco, siguiendo un
ceremonial muy sencillo, desarrollado generalmente delante de la llamada “puerta de los
peregrinos”, durante el cual se hacía entrega al penitente de la insignias de su estado, la talega y
el bordón.
Otra forma de penitencia característica de la E. Media es la “flagelación”, bendecida,
después del s. V, en numerosas decisiones sinodales. Con el tiempo la flagelación se practica no
sólo por los penitentes sino también por cristianos deseosos de mortificación . San Pedro
Damián fomenta ardientemente esta práctica, uniéndola a la recitación de oraciones y salmos
penitenciales.
Digamos, finalmente, que ya se daban absoluciones generales en la E. Media. La
absolución general colectiva y sacramental no se daba en la Iglesia primitiva. Existen, sin
embargo, en la tradición cristiana oriental fórmulas parecidas afines. En Occidente, a partir del
segundo milenio, se introduce una fórmula de absolución general, que imparte el obispo en
especiales solemnidades a todos los fieles asistentes a la eucaristía, después de exhortarles a
arrepentirse y hacer confesión general de los pecados.
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  • 1. 1 LOS SACRAMENTOS DE CURACIÓN “Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en ”vasos de barro” (2Cor 4,7). Actualmente está todavía “escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Nos hallamos aún en “nuestra morada terrena” (2Cor 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado”(Catecismo, 1420). Por eso “El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramenmto de la Penitencia y de la Unción de los enfermos” (Ibid., 1421). SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN “Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (Ibid., 1422). TEMA 1: EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO A través de la historia de la Iglesia ha ido recibiendo distintas denominaciones: a) Segunda tabla de salvación después del naufragio: Fue muy frecuente este nombre entre los Santos Padres y los teólogos mediavales. Todavía fue utilizado por el concilio de Trento (Dz 807,912). Es el segundo medio de salvación que Dios nos ofrece después del bautismo, cuando el hombre ha caido de nuevo en el pecado. b) Sacramento de la conversión, porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado ( Catecismo, 1423). c) Sacramento de la Penitencia: Este nombre aparece en el s. XII, y es el que más éxito ha obtenido, puesto que se impuso a todos los demás.. Con este vocablo se hace referencia a un acto fundamental del penitente. Por eso es una denominación legítima, al tomar una parte por el todo. d) Sacramento de la confesión: Este nombre comenzó a usarse en el Edad Media y todavía se mantiene en la actualidad. En sus alocuciones al pueblo cristiano Juan Pablo II ha utilizado este nombre (Alocución, 23-XI-81). La confesión o manifestación de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento; por eso es un modo legítimo de hablar, tomando la parte por el todo. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para el hombre pecador. e) Sacramento del perdón, porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz”. Es la parte más importante de este sacramento, es decir, la actuación de Dios en favor del hombre pecador. Si Dios no concediera su perdón de nada valdrían todos los actos del penitente. También aquí se toma la parte por el todo. Comenzó a utilizarse esta denominación entre los autores medievales. f) Sacramento de la reconciliación: Se utilizó este nombre ya en la época patrística. Y de nuevo comenzó a hacerse uso de él después de la reforma última del ritual de este sacramento. “Reconciliación” significa volver de nuevo a la concordia, a la amistad con Dios. Para esto es necesaria la intervención de las dos partes: el hombre que pide perdón y Dios que se lo concede. Esta denominación, como es obvio, abarca los dos grandes aspectos de este sacramento (Ibid., 1424).
  • 2. 2 TEMA 2: LA SAGRADA ESCRITURA 1. Antiguo Testamento Aparece en los libros del AT toda una doctrina sobre la penitencia, como actitud espiritual del hombre pecador ante Dios. Esta doctrina se perfeccionará en el NT a la luz de Cristo y del acontecimiento redentor. Encontramos, además, en las costumbres del pueblo israelita y del judaismo postexílico ritos que proporcionarán al sacramento de la penitencia determinados elementos de su estructura. A) Doctrina penitencial Penitencia y pecado se encuentran estrechamente unidos. No se puede hablar de la penitencia sin antes hablar del pecado. La idea bíblica del pecado: En el punto de partida de esta idea, aparecen en la Biblia las nociones antitéticas de bien (tôb) y de mal (ra´). Estos dos términos se encuentran opuestos uno al otro en más de cincuenta textos (Sal 54,15; Am 5,14; Miq 3,2; Is 7,15-16...). Escoger el bien es en realidad “buscar a Dios” (Am 5,4; Dt 4,40; Jer 42,6). Escoger el mal es, por el contrario, rechazar a Dios, cerrarse a El. El AT carece de término preciso para designar el acto del pecado. El vocabulario hebreo es, sin embargo, rico en matices para describir, de manera concreta y bajo puntos de vista diversos, la actividad y la situación del hombre que comete el mal ante Dios. El verbo hata y sus derivados, que significa “desviarse”, “caer” o “fallar el blanco” o el objetivo; es decir, “desviarse del fin”. El verbo pèsa evoca al hombre que se erige contra Dios y le es infiel, como un individuo rebelde contra su soberano. La palabra awòn, que en sentido propio quiere decir apartarse del camino recto. Estas tres palabras son con mucho las más frecuentes. Impureza y pecado: No hay que confundir impureza y pecado. La impureza no implica oposición al orden moral. Se presenta bajo la imagen de una mancha, de un defecto material del cual puede uno contagiarse aun involuntariamente. Así determinados fenómenos de la vida sexual (purificación de la mujer después haber dado a luz), determinadas enfermedades (la lepra), el contacto con los muertos, hacen impuro al hombre. Está prohibido comer determinados alimentos, porque los animales de que provienen son considerados como impuros. La impureza impide al hombre el acercamiento físico a la divinidad, infinitamente pura y santa. Poco a poco la Biblia hace entrar en la categoría de lo impuro lo que Yahveh reprocha a Israel. De esta manera se unen la impureza y el pecado. Y la Biblia llamará impureza a lo que es pecado únicamente : “La casa de Israel no se alejará más de Mí, no se manchará más con todos sus pecados” (Ez 14,11). La idea bíblica de penitencia: El pecado introduce una ruptura de las relaciones entre Dios y el hombre que le conduce a apartarse de El, a abandonarle. Por eso para reanudar esas relaciones es preciso que ”vuelva a Dios” (1Re 8,33; Jer 5,22). El verbo más utilizado en el AT para expresar el acto mediante el cual el hombre pecador retrata su pecado y se vincula de nuevo a Dios es shûb, que quiere decir volver, retornar a la persona de la que nos hemos alejado; y en sentido moral y religioso convertirse. En los LXX se encuentra traducido a veces por el verbo niham, que significa ”sentir desagrado”, arrepentimiento, tristeza por una acción anterior, que desearíamos actualmente no haber hecho, lo que nos induce a tomar una posición opuesta. Pero la mayor parte de las veces se encuentra traducido en los LXX por metanoein, de donde procede el sustantivo metanoia: cambiar interiormente de sentimiento, de propósitos, de voluntad, o cambiar de conducta, de comportamiento.
  • 3. 3 La Vulgata los traduce por paenitere=arrepentirse, hacer penitencia. La idea bíblica de perdón: Dios es el único que tiene poder sobre el pecado y quien puede restablecer los lazos que el pecado ha roto. Y como Dios está lleno de ternura, de misericordia, de paciencia, de un amor que proviene como de sus entrañas (la palabra rahum=misericordioso, deriva de rehem=seno materno), de lo íntimo de la persona, como el buen padre ama a sus hijos pecadores y les perdona (Sal 86,15-16; Jer 3,12; Jl 2,13; Jon 4,2). Perdonar para Dios no consiste en simular, ignorar el mal, sino vencerlo, pisotearlo (Miq 7,18), disiparlo como se disipa una nube (Is 44,42), quitarlo de en medio (Miq 7,18), borrarlo (Is 43,25), creando en el pecador un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26). Predicación de los profetas: El llamamiento a la conversión es un aspecto esencial de la predicación de los profetas, ya se dirijan a la nación entera o a los individuos. Oseas, compara la alianza al vínculo de un matrimonio, contraido gracias al amor gratuito de Dios para con su pueblo, nos hace ver en el pecado una odiosa ingratitud, como una infidelidad conyugal, un adulterio. E insiste en que la conversión debe proceder del amor y del conocimiento de Dios, del deseo de pertenecerle a El totalmente (6,6). Jeremías, y los profetas siguientes, saben que el retorno a Dios supera las fuerzas del hombre, es una gracia que debemos pedir humildemente a Dios (31,18) Ezequiel, insiste, más que los profetas anteriores, sobre el carácter estrictamente personal de la conversión: cada cual responde de su pecado por sí mismo y será retribuido según su proceder (18,30). Pero recalca también la necesidad de hacerse un corazón nuevo (18,30). Este corazón, sin embargo, es un don de Dios. Únicamente Dios puede dar como gracia lo que él exige imperiosamente. (36,25). Los salmos penitenciales: En ellos se encuentra el eco de la predicación profética. Se afirma la responsabilidad personal y la necesidad de la confesión que libera (Sal 32,1-5). El más notable es el salmo Miserere , en el cual la doctrina profética de la penitencia se traduce totalmente en plegaria: confesión del pecado, que es una falta, una ofensa contra Dios (v.5)... B) Prácticas penitenciales Existen en Israel determinados medios rituales, para borrar el pecado y restablecer la amistad con Dios. Liturgias colectivas de penitencia: Estas liturgias son las más atestiguadas en el AT. Tienen lugar con ocasión de las calamidades públicas: sequía, hambre, invasión extranjera..., que son consideradas como signos de la cólera de Dios con el pueblo infiel a la Alianza.. Son para el pueblo una ocasión privilegiada para reconocer los pecados cometidos y deplorarlos. Para aplacar a Dios y volver a recobrar su favor, se proclama al son de trompeta, uno o varios días de penitencia. Todos practican: hombres mujeres y niños, obras de penitencia (Jon 3,5). Ayunan todo el día, se acuestan en el suelo. Se organizan reuniones en el templo o en su atrio presididas por algún notable: juez, como Josué (Jos 7,6-9), o Samuel (1Sam 7,5-9); durante el período de la monarquía, el mismo rey en persona (2Cron 20,3-13). Durante estas reuniones se implora el perdón de Dios con oraciones, lágrimas, suspiros, lamentaciones, gritos de duelo hacia Dios, cuya misericordia se implora. Se hace una confesión colectiva de los pecados (Jue 10,10; 1Sam 7,6). La confesión para la Biblia es reconocer el pecado, confesarlo y alabar a Dios por su misericordia. Frecuentemente se ofrece un sacrificio y la ceremonia termina con una respuesta del Señor pronunciada por un profeta o sacerdote que anuncia al pueblo que Dios perdona sus pecados.
  • 4. 4 El gran día de la Expiación: Cada año el pueblo judío celebra una jornada especial de penitencia, fijada para el mes de setiembre-octubre. Es el gran día de la Expiación , llamado yôm kakkipurîm, o simplemente kippur. El ritual aparece descrito en Levítico 16. El sumo sacerdote, después de haber inmolado un cabrito, cuya sangre introduce detrás del velo que cierra el Sancta sanctorum, donde asperja con ella el propiciatorio, debe confesar públicamente “todas las faltas de los israelitas, todos sus pecados” (Lev 16,21), y puestas las manos sobre la cabeza de otro macho cabrío carga sobre él las faltas de todos los miembros de la comunidad; posteriormente es conducido y abandonado en el desierto, adonde se considera que lleva todos los pecados. En los años próximos a la era cristiana las confesiones privadas de los pecados en el Dia de la Expiación parecen haberse extendido ampliamente. Al final de la ceremonia, el sumo sacerdote daba la bención solemne invocando el nombre de Yahveh. Los sacrificios por el pecado: A través del año deben ser ofrecidos sacrificios expiatorios por los pecados de la comunidad y de los individuos en particular (Lev 4,1-5.26). Las abluciones: Por medio de ellas los hombres se hacen puros y aptos para el culto divino (Ex 30,19-21; Lev 22,4-6). Y se purifican de la mancha contraida por el contacto con alguna cosa impura (Lev 11,24-28). La finalidad es producir una pureza legal. Cuando se practicaban con el deseo de entrar en la comunión con Dios, e iban acompañadas de verdadera penitencia, podía simbolizar la purificación del corazón y ayudar a conseguirla. Dentro de esta línea de las abluciones rituales aparece el baño bautismal, que hacia el siglo I de nuestra era se confería juntamente con la circuncisión , o en sustitución de la misma a los paganos que quieren agregarse al pueblo judio. Estos no pueden ser admitidos a comer la Pascua antes de haberse sometido a esta purificación. La excomunión penitencial: La comunidad no podía quedar indiferente al pecado de sus miembros, sobre todo cuando ese pecado era particularmente grave. La comunidad debía intervenir y tomar sus medidas. De lo contrario se haría cómplice de esas faltas. En los tiempos antiguos no se dudaba en castigar con la muerte a los culpables de idolatría (Ex 32,25-28) y de sacrilegio (Jos 7,16-26). Era este un medio para purificar a la comunidad y apartar de ella la cólera divina. Después del destierro existe un castigo medicinal que lleva consigo el destierro temporal, seguido de la readmisión del pecador en la comunidad (Núm 12,14-15). Ya cerca de la era cristiana se da la excomunión pronunciada por los jefes de la comunidad o por un rabino de gran autoridad . El excomulgado debe vivir apartado, sólo se le puede hablar a distancia, deseándole cambiar su corazón y se ponga de nuevo en situación de vivir con sus semejantes. El Talmud habla de 24 faltas susceptibles de ser castigadas con la excomunión, como tomar en vano el nombre de Dios, y otras que se refieren principalmente al desprecio de las prescripciones de la ley mosaica y rabínica. La finalidad de la excomunión es preservar la integridad moral religiosa de la comunidad. Es, además, la forma de inducir al pecador a la penitencia personal. Los seguidores de Qumrân: Quienes esperan al Mesías y la redención de Israel sienten la necesidad de prepararse para el advenimiento del Reino de Dios. En esta época es cuando los seguidores de Qumrân se retiran al desierto para buscar a Dios con todo el corazón. Al entrar en la comunidad se compromenten voluntariamente a convertirse a la Alianza de Dios. Se llaman a sí mismos los penitentes o convertidos de Israel. Deben corregirse unos a otros con verdad, humildad y con una caridad afectuosa.
  • 5. 5 Juan Bautista: De este ambiente es Juan Bautista. Su predicación se puede resumir así: “Arrepentios porque el Reino de Dios está muy cerca” (Mt 3,2). No basta pertenecer a la raza de Abraham. Todos deben reconocerse pecadores y “hacer frutos dignos de penitencia” (Mt 3,7). La metanoia a que exhorta el Bautista implica el arrepentimiento y la voluntad eficaz de cambiar de conducta (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión Juan confiere el bautismo de agua, acompañado de la confesión pública de los propios pecados. A diferencia de Qumrân, donde se practican baños cotidianos, que expresan el ideal de pureza de la comunidad, pero que están aislados en una secta cerrada, el Bautista, sin embargo, se dirige a muchedumbres. 2. El testimonio de los Evangelios Los términos arrepentimiento, conversión, perdón de los pecados expresan ideas fundamentales del NT. A) Arrepentimiento y perdón de los pecados en los Sinópticos La buena noticia del Reino de Dios que Jesús trae al mundo concierne ante todo a los pecadores. Jesús afirma de sí mismo que no ha venido para llamar a los justos sino a los pecadores; porque no son los sanos quienes tienen necesidad de médico, sino los enfermos (Mt 9,12-13; Mc 2,17; Lc 15,31-32). El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10). El llamamiento de Jesús a la conversión: La salvación del hombre no puede realizarse, sin embargo, sin que se cumplan determinadas condiciones. El hombre debe arrepentirse, convertirse. Al comienzo de su ministerio público recoge Jesús con expresiones propias el llamamiento al arrepentimiento lanzado por Juan Bautista: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca: arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15).. Este reino arranca a los hombres de la esclavitud del pecado, para hacerlos partícipes de los dones divinos. Lucas nos presenta a Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm proclamando el año de gracia del Señor (Lc 14,16-22; Is 61,1-2). Este año hace alusión al Jubileo, que, cada 50 años , proclamaba la liberación de los esclavos y la vuelta de las tierras a sus propietarios primitivos (Lev 25,8-17). La misión de Jesús se presenta así como un gran Jubileo, un Jubileo definitivo, que promete a todos la liberación y el perdón. Naturaleza de la conversión evangélica: La palabra metanoia aparece muchas veces en el NT. Significa etimológicamente un cambio en la manera de pensar, y una conciencia de ser culpable ante Dios, pero se arrepiente y desea obtener el perdón ante Dios. La metanoia, sin embargo, no es un arrepentimiento puramente afectivo. Implica un cambio de mentalidad que pone en juego toda la actividad del hombre, un cambio de vida y de conducta. La metanoia designa de esta manera ese movimiento complejo mediante el cual el hombre pecador, lamentando su pasado y cambiando radicalmente de conducta, se transforma interiormente para volverse a Dios y unirse a El mediante el ejercicio de una vida nueva (Hch 26,20). Pero lo que más interesa en esta palabra es su significado en el contexto evangélico. Jesús desconfía de los signos externos demasiado visibles (Mt 16,18). Para El, como también para los profetas, lo que cuenta es la conversión interior, la conversión del corazón, es decir, de la parte más íntima de la persona, de donde proceden los malos pensamientos. Y es en el corazón donde el hombre comete el adulterio, y el homicidio, todos los pecados contra la caridad (Mt 15,19). El acto mismo de la verdadera conversión comprende diversos aspectos: 1º. La toma de conciencia y un sincero reconocimiento del pecado cometido: el hijo pródigo, “entrando dentro de sí mismo”, parte y vuelve a su padre, y le dice: “Padre, he pecado contra el cielo y contra tí, no merezco ser llamado hijo tuyo” (Lc 15,17-21)
  • 6. 6 2º. Humilde apelación, llena de fe y confianza, a la misericordia divina: el publicano, a distancia y no atreviéndose siquiera a levantar los ojos al cielo, golpeándose el pecho, decía: “Dios mío, ten compasión de este pecador” (Lc 18,13). 3º. El amor que lamenta lo pasado: a la Magdalena “bañada en llanto”, cuyos gestos denotan un gran amor, le son perdonados sus muchos pecados, “porque ha amado mucho” (Lc 7,47). 4º. Una voluntad radical de cambio moral, que deja el corazón del hombre sencillo y puro como el corazón de un niño: “Si no os volviereis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 13,3). 5º. El esfuerzo contínuo y la preocupación exclusiva de “buscar ante todo el reino y su justicia” (Mt 6,33), es decir, regular la propia vida según la nueva ley del Evangelio y “hacer la voluntad del Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). La conversión exige el compromiso total del hombre, pero es ante todo una gracia, que se debe a la libre iniciativa de Dios. El pastor va en busca de la oveja perdida... El perdón es totalmente gratuito: el acreedor perdona la deuda a los deudores que no tienen para devolverle (Lc 7,41-42); el padre devulve al hijo pródigo el puesto que no merecía (Lc 15,20-24). Jesús recibe con gusto a los pecadores que se acercan a El, e incluso acepta comer con ellos (Lc 15,1-2; Mc 2,15-17). Jesús perdona los pecados: Jesús no sólo predica la penitencia, sino que además perdona los pecados, cosa que nadie había hecho hasta entonces. Y prueba con un milagro su poder de perdonar (Mt 9,1-8) ante el comentario de los escribas de que sólo Dios puede perdonar los pecados. Ante esto las turbas glorificaban a Dios que había dado tal poder “a los hombres”. Con esto el evangelista pretende insinuar que es Jesucristo como hombre el que perdona al paralítico, y que este poder sigue ejerciéndose por medio de los hombres en la comunidad cristiana. B) El poder de atar-desatar en S. Mateo Dos textos atestiguan este poder que comunica a sus discípulos: 1º) Mt 16,17-19: Después de la profesión de fe hecha por Pedro camino de Cesarea sobre la filiación divina de Jesús, éste le hace la siguiente promesa: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra...”. La Iglesia es la comunidad que va preparando lentamente en la tierra el Reino de Dios. Contra ella luchan las potencias del mal, simbolizadas en las puertas del infierno. Estos poderes tras haber arrastrado a los hombres a la muerte del pecado, tienden a encadenarlos definitivamente en la muerte eterna. La Iglesia tiene como misión arrancar a los hombres de este poder, para introducirlos en el Reino de Dios. Tres cosas se prometen aquí a Pedro, mediante tres imágenes que se complementan mutuamente: 1ª) Pedro será la piedra inquebrantable que servirá de fundamento a la Iglesia que Jesús va a fundar... 2ª) Pedro tendrá las llaves del Reino. Esta imagen concreta el poder vicario de Pedro. Las llaves son la insignia del administrador que está encargado de la administración de la casa, y manda en ella en nombre del dueño. 3ª) Pedro ejercerá su poder vicario atando y desatando. La expresión “atar-desatar” significa declarar con autoridad que una cosa esta permitida o prohibida en relación con la ley de Dios. También significa excomulgar, y, posteriormente, volver admitir en la comunidad. Y así dentro de esta perspectiva, ”atar” equivale a excluir a un pecador de la comunidad y ”desatar” equivale a reintegrarlo, cuando ha hecho penitencia y ha sido perdonado su pecado. En definitiva, “atar-desatar” significa que Pedro puede perdonar o no perdonar el pecado.
  • 7. 7 2º) Mateo 18,15-18: Los términos ”atar”y “desatar” se refieren a la facultad que podían ejercer los responsables de la comunidad judía en orden a apartar o separar de la comunidad a alguno de sus miembros por faltas de tipo doctrinal o disciplinar. La “excomunión” era la primera acción de este procedimiento, que posteriormente requería el levantamiento de dicha pena y la readmisión del creyente en la comunidad. El Talmud y los documentos del Qumrán se hacen eco de esta facultad, por la que el pecador era sometido a un tiempo de castigo penitencial durante el cual quedaba apartado de la comunidad. Una vez cumplida su pena, era readmitido en ella. En el contexto inmediato se trata de cómo hay que proceder con respecto a un pecador, que debe finalmente someterse al juicio de la Iglesia: -“Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tu con él.... No se trata aquí de la denuncia, sino de ganar al hermano. Si éste se niega a escuchar, el asunto ha de llevarse pacientemente: recurriendo primero a dos o tres testigos, según la norma judia en cuestiones de juicios o pleitos, o manifestándolo luego a la comunidad. Solamente en el caso en que el ofensor no quiera escuchar a la comunidad, ha de ser considerado como pagano o excluido de la comunidad. Mateo, con una frase de gran trascendencia para el sacramento de la penitencia, dice estas palabras de Jesús: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.” En este texto de Mateo del capítulo 18 Jesús se dirige a los “doce” apóstoles, dándoles el poder de “atar-desatar”, de excluir de la comunidad o readmitir de nuevo, cuando el culpable lo pide después de hacer penitencia. “En la tierra y en el cielo”. La Iglesia es la presencia del Reino salvífico de Dios entre los hombres en curso de reconciliación. Quien está “atado” en la tierra por una sentencia de exclusión pronunciada por la Iglesia, también está “atado en el cielo”, delante del Dios, cuyo reino está para él cerrado. Por el contrario, el hombre que es “desatado en la tierra”, mediante su readmisión a la comunión de la Iglesia, también está “desatado en el cielo”, ante Dios, cuyo reino de nuevo le es abierto. Ahora bien, esto supone el PERDÖN DEL PECADO, por ser el principal obstáculo para la entrada en el Reino de Dios. Entre las interpretaciones de carácter bíblico o teológico que se vienen exponiendo en torno al significado de atar y desatar en la Iglesia, nos fijaremos en dos más conocidas. 1ª/ H. Vorgrimler, apoyándose en la Patrística, destaca el sentido “demonológico” de estos términos. Para los escritores del NT, el hombre tiene solamente dos opciones: someterse al Maligno con el pecado o adherirse a Cristo como miembro de su Iglesia. El cristiano pecador, aunque sigue siendo miembro de la Iglesia exteriormente, ha cambiado de hecho su alianza, dejando a Cristo para entregarse a Satanás. La acción de atar viene a poner de manifiesto la verdadera situación del pecador, ligándole al poder de satanás para que se disponga a salir de su estado de esclavitud y poder liberarse de su influjo maléfico. Para Vorgrimler este significado, por él llamado “demonológico”, es anterior a otros significados, como los que se refieren al poder magisterial y disciplinar de la Iglesia, y ayuda a destacar el contenido salvífico de atar y desatar. 2ª/ Otras explicaciones, en general más actuales y cercanas a la eclesiología del Vat.II, tratan de conjugar los datos de la moderna investigación sobre el sentido de los términos “atar” y “desatar”, con una concepción más actualizada de la Iglesia. Teniendo en cuenta las normas y formas de vida de las comunidades religiosas contemporáneas y afines a la primitiva comunidad cirstiana, como la que conocemos a través de los documentos del Qumrán y las comunidades judías del tiempo de Jesús, tratan de profundizar en el contenido teológico de una acción eclesial que se compone de una doble intervención : la separación del pecador de la vida litúrgica de la comunidad y su posterior reincorporación, una vez que ha dado muestras de penitencia y conversión. Se trata de vivir una vida en verdad y sinceridad de unión con Dios y con los hermanos. C) El poder de perdonar y retener los pecados en Juan
  • 8. 8 El poder que Jesús había prometido a Pedro y los Apóstoles, se lo confiere en Juan 20,19-23: “La paz sea con vosotros... Como mi Padre me envió, así os envío yo a vosotros... Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Juan expone este texto en una cuádruple gradación: a) La paz sea con vosotros: Es un saludo que Jesús dirige a sus Apóstoles, deseando que tengan calma después de los acontecimientos de la Pasión. Desea que posean esa serenidad interior que han de llevar a los hombres a través del sacramento del perdón. b) Como el Padre me envió así os envío yo: Jesús manifiesta una analogía entre la misión que le ha dado a él el Padre y la que le da él a los Apóstoles. La misión de Cristo es la de la salvación de los hombres (Jn 3,17), eliminando el pecado (Jn 1,29). La misión de los discípulos será continuar la de Cristo, perdonando el pecado a los hombres. c) Sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo: Cristo sopla, sobre sus discípulos en un gesto que evoca el soplo con el que Dios infunde el espíritu de vida en el cuerpo de Adán. Con la fuerza del E. Santo los Apóstoles comunicarán la vida a los pecadores. d) A quienes perdonéis...a quienes retengáis..: Con estas palabras comunica a los Apóstoles el poder de perdonar y retener los pecados. Se distingue una doble forma en que se ejercita este poder: “perdonar” y “retener” (=sujetar, mantener en el pecado), algo que es contrario a perdonar y que no se corresponde con la simple acción de no pedonar: el término griego kratein tiene un significado propio y positivo, contrapuesto al de afiemi o perdonar. Por lo que se refiere al perdón de los pecados aparece en el texto de Juan como una facultad o un poder que Jesús otorga para que pueda ser ejercido, y no simplemente como un mandato en orden a “anunciar” o proclamar el perdón de los pecados (esto afirman los protestantes). La frase “los pecados les quedan perdonados” viene a reafirmar este sentido al subrayar que, a quienes perdonan los apóstoles, se les perdonan realmente sus pecados. Por otra parte, en el NT el perdón de los pecados no es simplemente un mensaje que se anuncia o predica, sino que constituye un don y una gracia que Cristo ofrece como realidad presente y que es el fruto de su obra redentora. Al comunicar a sus discípulos su propia misión y el Espíritu que le acompaña, Jesús le comunica también el poder de perdonar los pecados. Reducir el texto evangélico a un simple anuncio del perdón es violentarlo. Predicación, bautismo, penitencia: En el texto de Juan aparece Cristo confiriendo a la Iglesia, mediante el Espíritu Santo, todo poder para continuar su misión divina, respecto al pecado que debe eliminar del mundo. Lo cual es susceptible de realizarse de muy diversas maneras: La predicación: Es necesaria para el perdón de los pecados. Este perdón supone la predicación, la llamada a la conversión que prepara los corazones para recibir el perdón de Dios mediante la penitencia. Por eso la predicación es parte integrante de la actividad de que se hace mención en el texto de Juan. Pero este poder no se reduce al anuncio de la palabra de Dios, porque no se trata únicamente de perdonar los pecados sino de retenerlos. Ahora bien, cómo los ministros del evangelio podrán realizar esta retención a través de la predicación?. El bautismo: La colación del bautismo (Mt 28,18-19; Mc 16,15-16) pertenece indudablemente a la misión de los discípulos y de la Iglesia, en relación con el perdón de los pecados.También los Padres de la Iglesia aplican a veces el texto de Juan al bautismo. Pero en el texto hay algo más, que no se limita al poder de bautizar a los no cristianos. . Porque no se trata únicamente de perdonar, sino también de retener los pecados. Ahora bien, no aparece cómo podrían ser retenidos en el bautismo porque la Iglesia no puede retener sino los pecados de sus miembros, es decir, de los que ya están bautizados. 3. El testimonio de los escritos apostólicos
  • 9. 9 Estos escritos nos ayudan a hacernos una idea de lo que podía ser la práctica de la penitencia postbautismal en la Iglesia primitiva. A) Los Hechos de los Apóstoles y el cristiano pecador El libro de los Hch narra la acción misionera de la Iglesia primitiva. La palabra epistrophê (=conversión) se utiliza para los paganos que comienzan a reconocer al único Dios, apartándose del culto de los ídolos, tanto como para los judios que, comienzan a reconocer a Jesús como el Señor. Pero este reconocimiento no puede ser algo puramente teórico; exige un cambio radical en la concepción de la vida y una transformación de toda la conducta práctica. Convertirse es comprometerse en un género de vida nueva, orientada hacia Dios y al Señor, que modifica totalmente la existencia del creyente. La recepción del bautismo viene a sellar esta conversión (2,38). Pero del cristiano que vuelve a caer en el pecado grave habla muy poco el libro de los Hch. Es un caso que para la Iglesia tan reciente no podía menos de ser excepcional; está fuera de su horizonte normal. Incluso debió de haber tenido cierta dificultad en admitirlo. Aparecen, sin embargo, en el libro de los Hechos dos pecados graves: Ananías y Safira (5,1-11). Entonces los bienes eran puestos en común . Éstos sólo entregaron la mitad y mintieron diciendo que era todo. Inmediatamente caen muertos, sin tiempo para el arrepentimiento. El género literario de este pasaje es oscuro. Esta historia parece haber sido un paradigma, utilizado por la comunidad apostólica en su parénesis para mover a sus miembros a la exigencia de una vida limpia y santa. El otro pasaje es la historia de Simón Mago (8,9-24). A la vista de los milagros realizados por Felipe, se convirtió y recibió el bautismo. Después constatando que los Apóstoles Pedro y Juan conferían el E. Santo por la imposición de las manos, les ofreció dinero para que le diesen ese poder. Pedro le reprendió con indignación y le inculcó que se arrepintiera. Simón aterrorizado pide a Pedro y a Juan que intercedan por él ante el Señor. Vemos aquí cómo la Iglesia apostólica reprende y exhorta al arrepentimiento por un pecado que no es pequeño. El perdón del pecado, incluso muy grave, para el libro de los Hch es posible para un bautizado. Sin embargo la intervención de la Iglesia se limita aquí a una exhortación al arrepentimiento, seguida de una oración de intercesión por el pecador que acepta la corrección. No aparece alusión alguna a una reconciliación o a un perdón dado directamente por la Iglesia al pecador. Esta manera de obrar, no obstante, puede ser considerada como una forma del poder de la Iglesia en relación con el perdón del pecado. Al pecador que se somete a la corrección y no se niega a escuchar a la Iglesia (Mt 18,17), y que promete arrepentirse, la Iglesia no le retira su comunión, incluso ora por él. El hecho de no imponerle la excomunión penitencial, hasta cierto punto implica el perdón de la Iglesia. B) La excomunión penitencial en San Pablo San Pablo afirma enérgicamente la santidad de la Iglesia, considerada en sí misma y en sus miembros. Esta santidad se comunica por el bautismo. Si Cristo, en su amor hacia la Iglesia, se ha entregado por ella, ha sido efectivamente “para santificarla..”.(Ef 5,25-27). Los cristianos son los “santos”. Tal es el nombre genérico que se les da frecuentemente en las cartas del Apóstol (Rm 1,7...). No es que todos hayan alcanzado este fin. Pero la unión del bautizado con Cristo exige ahora una vida sin pecado (Rm 6,5-13). Y el Espíritu de Dios que habita en el bautizado, es la ley esencial que debe regir su vida (Rm 7,5-6; 8,4.9-10). Exhortación a la penitencia Con todo, San Pablo denuncia, con frecuencia, en sus cartas, faltas concretas, como disputas, disensiones, envidias, faltas contra la caridad (1Cor 3,3; 11,8; 2Cor 12,20), actos de impureza, de fornicación y orgías (2Cor 12,21). Las listas de pecados que enumera en ocasiones (Gal 5,19; 1Cor 6,9-10; Ef 5,3; Col 3,5). No se trata de pecados ligeros: “quienes cometen estas faltas no heredarán el reino de los cielos” (Gal 5,21).
  • 10. 10 Sin embargo Pablo no considera a los cristianos, definitivamente perdidos porque hayan vuelto a caer en el pecado. Y así les anima a “reconciliarse con Dios” (2Cor 5,20). Y se alegra de que con su carta anterior algunos se hayan arrepentido (2Cor 7,11). Expresa, al mismo tiempo, el miedo de que en su próxima visita algunos no se hayan arrepentido todavía (2Cor 12,21). La Iglesia, de todas formas, no puede permanecer pasiva ante el pecado grave de uno de sus miembros. Y así se comenzará por la admonición, a veces pública, del hermano pecador. A Timoteo le escribe: “A los culpables, repréndelos delante de todos...” (1Tim 5,20). Pero también puede hacerse fraternalmente en público o en privado por los más “espirituales” de la comunidad (Gal 6,1). Exclusión del pecador Cuando la corrección no basta, la Iglesia tiene la obligación de intervenir, excluyendo al pecador de la comunidad. Había, al parecer, diversos grados de exclusión en la distintas comunidades apostólicas. El grado menor consistía en mantener al culpable separado de la comunidad, al menos durante algún tiempo. Un ejemplo aparece en al carta segunda a los Tesalonicenses (3,6). Poco después (3,14-15). La finalidad de este apartamiento era empujar al culpable a que se arrepintiera. A Tito le ordena Pablo que rompa, trás una primera y segunda advertencia, con el hereje (3,10-11). La mayor exclusión del culpable es la entrega a Satanás. El caso del incestuoso (1Cor 5,1-5). Entregado a Satanás significa entregado a las fuerzas satánicas del mal. “Humanamente quedará destrozado”, no se sabe con exactitud lo que significa; probablemente atacado de enfermedades... Atormentado de esa manera, se sentirá impulsado a convertirse, y así salvará su alma. De esta manera vemos que la excomunión del pecador no tiene una finalidad de castigo sino medicinal y espiritual. Readmisión del pecador El acto por el cual los pecadores eran readmitidos en la comunidad eclesial no aparece claro en la cartas de S. Pablo. Tal vez se encuentra un ejemplo en 2Cor 2,5-11.Tal vez alude también a la reconciliación de los cristianos pecadores en 1Tim 5,22; cf 4,14... C) Confesión y oración de intercesión en Santiago En esta carta aparece claramente la tensión entre una vida sin pecado y la realidad cotidiana de la vida cristiana... Debemos “ser perfectos, irreprochables...”(1,4). Dios, en efecto, “ha querido engendrarnos por su palabra de verdad, para que seamos como las primicias de sus creaturas” (1,18). Sin embargo, hay que reconocer que “todos caemos en falta en muchas cosas” (3,2). Santiago se queja de que hay un cristianismo puramente pasivo que escucha la palabra sin ponerla en práctica (1,22-25), una fe muerta, que cree poder prescindir de las obras (2,14-24). Sin embargo, incluso a los pecadores graves, entre los cristianos, no se les niega el perdón de Dios, si se convierten. A este respecto, la ayuda y la admonición externas pueden tener gran eficacia (5,19-20). Pero un medio ordinario y normal para obtener el perdón de las faltas cometidas parece haber sido la confesión de los pecados y la oración de intercesión. Esta confesión se exige a todo cristiano. Podía hacerse humildemente ante Dios, pero también era manifestada exteriormente dentro del círculo de la comunidad (5,16). En la Didajé, documento contemporáneo a la carta de Santiago, se muestra que existía en las Iglesias de Palestina o de Siria un rito de confesión que se practicaba en la asamblea de los fieles y por la cual se obtenía la purificación necesaria en la oración común, especialmente en la Eucaristía del día del Señor. D) El cristiano impecable y pecador en la 1ª carta de San Juan San Juan en esta carta enseña que el cristiano no sólo no debe pecar (3,6), sino que no puede siquiera pecar (3,9). Se trata de una impecabilidad del cristiano. Es un texto difícil. Podemos decir que lo que afirma Juan no es la impecabilidad estricta en la vida presente, sino su pertenencia ya verdadera al mundo de Dios y de la justicia, frente al mundo del diablo y del
  • 11. 11 pecado. En la medida y en tanto en cuanto el creyente se une al principio de vida divina que reside en él, y permite, libre y dócilmente, que este principio actúe y desarrolle todas sus virtualidades, vencerá infaliblemente los ataques del Malvado, que no tendrá poder sobre él (5,18-19). La impecabilidad del cristiano es, por consiguiente, relativa, de derecho, no necesariamente de hecho. Conserva la posiblidad concreta de ser infiel y de pecar. Juan sabe que el cristiano sigue siendo un hombre pecador y frágil, que comete todavía faltas (1,8). Posiblemente aquí se reprende la autosuficiencia de algunos imbuidos de influencias gnósticas, que se consideraban como “pneumáticos”, pertenecientes a una clase superior donde el pecado no podía alcanzarles 4. ¿Existen pecados irremisibles? El cristiano que ha caido en el pecado puede adquirir el perdón de Dios. Sin afirmarlo siempre explícitamente, los escritos del NT lo dejan al menos entender, en la medida en que exhortan a estos cristianos a hacer penitencia. Pero podemos preguntarnos si esta posibilidad general no lleva consigo sus límites. Porque, efectivamente, algunos textos, plantean, a este respecto, un problema. Unos, que se encuentran en la carta a los Hb y en 1Jn, conciernen directamente al cristiano bautizado. Otros, que encontramos en los Sinópticos, tienen una amplitud más universal e indeterminada. El problema ha preocupado a los comentaristas antiguos y modernos. A) La blasfemia contra el Espíritu Santo en los Sinópticos Todos los pecados son remisibles, a excepción de uno solo, que jamás tendrá remisión., ni en este mundo ni en el futuro. Es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Los tres Sinópticos están de acuerdo sobre este punto, pero se advierte entre ellos ciertas diferencias referentes al contexto, a su forma y a su aplicación. En Marcos, que contiene una tradición más primitiva, se trata en el contexto inmediato de una discusión entre Jesús y los escribas, quienes la acusan de arrojar a los demonios por virtud de Beelzebú. El texto termina con estas palabras: En verdad os digo que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfema contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, carga con un pecado perpetuo” (3,28-29). Esta blasfemia es manifiestamente el pecado de aquellos que durante la vida terrestre de Jesús, rehusaban conocer en su persona la acción del Espíritu Santo, que se expresaba por su victoria contra los demonios. Y si ni creen en Él no pueden recibir su perdón, puesto que sólo Él puede perdonar. En Mateo, el contexto es más o menos el mismo, pero la sentencia que aparece como conclusión de la discusión, es más complicada. Hace mención de un doble pecado: uno contra el Hijo del hombre, que es remisible, y otro contra el E. Santo, que es irremisible, que “no será perdonado” (12,31-32). La blasfemia tiene una excusa en la debilidad o la ignorancia del hombre. Se puede estar hasta cierto punto de buena fe negando la divinidad de Jesús, por la condición humillada en que se presenta. Pero no ocurre lo mismo con la blasfemia contra el E. Santo. También es una palabra injuriosa que alcanza a Jesús, pero bajo otro punto de vista: en las obras manifiestamente sobrenaturales que realiza. No pudiendo negar las obras extraordinarias hechas por El (curaciones milagrosas...), se las atribuyen al espíritu del mal y no al Espíritu de Dios. De esta manera se cierran voluntariamente, para no reconocer el Espíritu divino de que está investido Jesús, y su condición de redentor. Por ello es un pecado que va contra todo perdón de los pecados, pues el perdón supone la fe en Cristo, Hijo de Dios. Y así mientras el hombre se encuentre en estas circunstancias, el perdón de Dios, que llega através de Cristo, no puede alcanzarle. B) La imposible renovación de la carta a los Hb
  • 12. 12 Hay en esta carta un pasaje que parece cerrar, a primera vista, toda esperanza de perdón para el cristiano que peca gravemente (6,4-6). A este texto acudirán los rigoristas de las primeros siglos, para negar el perdón a determinadas categorías de pecadores. La carta supondría que el cristiano es normalmente perfecto e impecable. Después del bautismo puede, tal vez, tener un perdón de faltas leves, de fragilidad. Pero si un cristiano comete una falta grave, la Iglesia no puede hacer nada por él, sino apartarle y excluirle definitivamente de su comunión.. Pero esta concepción de la vida cristiana fue un ideal progresivamente abandonado en el curso de los tiempos. Esta interpretación es falsa. Actualmente se coincide, por lo general, en reconocer que la caida de que se trata en el texto no es cualquier caida, sino un pecado perfectamente determinado: la apostasía de la fe cristiana. Hay muchas maneras de entender esta imposibilidad. 1ª. Se trata de la imposibilidad de reiterar el bautismo. Los que hayan caido no pueden contar con una segunda renovación bautismal para levantarse. 2ª. Se trata de una imposiblidad moral, psicológica. Se trata de las disposiciones subjetivas de los mismos pecadores. La infidelidad del cristiano que ha sido una vez iluminado por el E. Santo y reniega de su fe. Es un pecado de verdadera malicia, una oposición total a la luz que deja muy pocas posibilidades de penitencia. Son tan precarias estas disposiones que le quedan al apóstata que el autor de la carta ni siquiera las tiene en cuenta. Con ello quiere poner en guardia a los cristianos. 3ª. Lo que la carta declara imposible es hacer volver a la fe a los cristianos apóstatas, recordándoles la catequesis que se le transmitió para el bautismo, es preciso darle otra nueva. No es suficiente con repetirles lo que ya aprendieron en el momento de su conversión primera. Pero no declara que es imposible la conversión en absoluto. 4ª. La imposibilidad de una segunda conversión hay que ponerla en el hecho de que el apóstata se sitúa deliberadamente fuera del ámbito de la salvación, que se realiza en la fe y en la adhesión a Cristo. Sólo renunciando a su obstinación podrán volver a la conversión. 5ª. Se trata de la imposibilidad de volver a crucificar a Cristo, con la intención de que el arrepentimiento produzca la renovación del individuo... C) El pecado que lleva a la muerte en la 1ª de Jn Hacia el final de su primera carta habla S. Juan de la oración por los pecadores. Distingue, a este propósito, dos clases de pecados: un pecado cuya consecuencia no es la muerte espiritual y un pecado que conduce a ella (5,16). En las reuniones se oraba por todos. Esta oración cuya eficacia es cierta, tiene, sin embargo, sus límites. No es recomendada en el caso del pecado que conduce a la muerte. Según la explicación más común, se trataría de la apostasía de la fe cristiana, de su abandono culpable. Hemos de referirnos aquí al vocabulario propio de los escritos joánicos. La palabra muerte va vinculada al hecho de no creer en Cristo (Jn 3,36; 5,24; 6,57; 8, 24; 1Jn 5,12). ¿Por qué no hemos de orar por este pecador?. Porque no le puede alcanzar el perdón, dado que este perdón sólo puede venir a través de Cristo. Y éste pecador no cree en El.
  • 13. 13 TEMA 3: LA TRADICIÓN 1. Los dos primeros siglos El mensaje penitencial en los dos primeros siglos puede reducirse al siguiente esquema: 1. La llamada a la conversión y a la corrección se hace más urgente cuando surge un serio conflicto en la comunidad. La primera carta de S. Clemente (a. 96) invita a los corintios a aceptar la corrección y pide a aquellos que han ocasionado una revuelta, que se sometan a los “presbíteros”, para la corrección. Dicha carta del obispo de Roma apela en sus exhortaciones sobre todo a la caridad, porque “la caridad cubre la multitud de los pecados”, dice citando a Pedro. También S.Ignacio de Antioquía (s. II) se refiere a una escisión de la comunidad cristiana y afirma en su carta a los filadelfios que “cuantos, una vez arrepentidos, vuelvan a la unidad de la Iglesia, éstos también serán de Dios para que vivan conforme a Cristo”. 2. En cuanto a los medios para el perdón de los pecados, La Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles (a. 70-100) insiste en la necesidad de “confesar los pecados” y “hacer penitencia”, para poder participar en la oración con conciencia limpia: “¡Si alguno es santo, venga! ¡El que no lo sea, que se convierta!”. También S. Clemente Romano dice que es mejor confesar los pecados que endurecer el corazón. En su segunda carta hace un fervoroso llamamiento a la penitencia: “Porque una vez que hubiéramos salido de este mundo , ya no podemos en el otro confesarnos y hacer penitencia”. “Buena es la limosna como penitencia del pecado. Mejor es el ayuno que la oración y la limosna mejor que ambos. Pero la caridad cubre la muchedumbre de los pecados”. También Bernabé aconseja confesar los pecados y no acercarse a la oración con mala conciencia. 3. En situaciones graves de pecado los Padres Apostólicos se manifiestan severos y prudentes. Ante determinados pecadores, a los que llaman “fieras salvajes” exhortan a los cristianos a que se aparten de ellos “pues sus mordeduras son difíciles de curar”. S. Policarpo (a. 70-156) se lamenta en su carta a los Filipenses de la avaricia del presbítero Valente y desea que Dios le conceda tanto a él como a su mujer la verdadera penitencia. A los presbíteros les aconseja que no acepten precipitadamente acusaciones contra nadie y que no sean severos en sus juicios, “sabiendo que todos somos deudores de pecado”. La llamada al arrepentimiento, a la confesión o reconocimiento de las propias faltas y a la práctica de la penitencia, constituye, por tanto, el telón de fondo de la doctrina penitencial en los Padres Apostólicos. Entre las obras penitenciales se destaca el valor de las obras de caridad, juntamente con la oración animada por la fe. La medida de apartar al pecador de la comunidad, cuando se trata de pecados escandalosos y hay peligro de herejía, se sigue practicando con mayor o menor severidad. No aparecen todavía indicios ciertos acerca de una práctica oficial de reconciliación de los pecadores, lo que hace suponer que no había una normativa oficial al respecto, si bien los responsables de la comunidad daban gran importancia a la penitencia, como medio de conversión y de corrección y, por tanto, debían de prever una forma de reinserción en la comunidad. 4. El Pastor de Hermas: A mediados del s.II aparece la obra que lleva el título de El Pastor, cuyo autor, Hermas, es un presbítero romano, hermano del papa Pio I. Es éste el primer libro de la literatura cristiana que se propone desarrollar con amplitud el tema de la penitencia eclesiástica, encuadrándolo en un proyecto literario que le diferencia del estilo de los demás escritos apostólicos. Su recurso frecuente al lenguaje simbólico hace difícil su interpretación en puntos claves y en concreto en lo que se refiere a la “tradición” sobre la práctica de la penitencia eclesiástica, que esta obra se propone recoger y transmitir. A través de unas revelaciones de una anciana señora que representa a la Iglesia y de la que Hermas se siente indigno confidente, el autor va dando a conocer lo que considera misterioso secreto respecto a la realidad de la Iglesia y a la suerte de sus miembros. En la III
  • 14. 14 visión, contempla Hermas la construcción de una torre, imagen de la Iglesia, y describe cómo sus constructores (ángeles, ayudados por los hombres) van escogiendo las distintas clases de piedras: unas, perfectamente labradas, son extraidas del mar; otras, son cogidas del suelo de la tierra y, una vez seleccionadas, parte se colocan en la torre y el resto se arroja más lejos o más cerca de la edificación; muchas de ellas son deshechadas por ser defectuosas; otras caen rondando hasta un lugar intransitable o van a parar al fuego o, en fin, quedan cerca del agua (el agua alude al origen de la salvación, juntamente con la palabra del Señor). Hermas recibe, a su vez, la explicación de esta visión. Las piedras perfectamente labradas son los apóstoles, obispos, maestros, diáconos, que desempeñaron santamente su ministerio, de los cuales unos han muerto y otros viven todavía. Las piedras cogidas de la tierra y colocadas en la torre son los nuevos creyentes que, una vez corregidas sus faltas, entran en la construcción. Las tiradas cerca de la torre son los pecadores dispuestos a hacer penitencia, que serán útiles en la construcción de la torre una vez que hagan penitencia. Sin embargo -dice El Pastor-, éstos deben hacer penitencia antes de que termine la edificación de la torre; de lo contrario, ya no hay lugar a penitencia. Las piedras arrojadas lejos de la torre son los falsos creyentes que no abandonaron sus malas obras. Aquellas que, en gran cantidad, se arrojan en los alrededores de la torre son los que, después de haber conocido la verdad, no llegaron a adherirse a ella (son piedras carcomidas) , o guardan resentimiento respecto a sus hermanos (son piedras rajadas), o no han dejado del todo sus injusticias (son piedras descascaradas), o siguen apegados a las riquezas (son piedras blancas y redondas, que no ajustan en la construcción).En cuanto a las piedras que caen rodando, representan a aquellos, que habiendo creido, se dejan arrastrar por sus dudas y abandonan el camino verdadero; las que caen en el fuego son los apóstatas que no piensan en hacer penitencia; las que quedan a la orilla del agua son los que, habiendo oido la palabra de Dios y deseando bautizarse, se acobardan ante las exigencias de la castidad y vuelven a sus malos deseos. Después de esta ajustada descripción que recoge con detalle las diversas clases de creyentes que podían darse en tiempos de Hermas y que evoca la parábola de la buena semilla, todavía el autor pregunta a la señora que le confía estos secretos, si todas aquellas piedras rechazadas por no servir a la construcción tendrán ocasión de hacer penitencia. La respuesta es oscura. Tienen ocasión, pero ya no podrán entrar en la construcción de la torre; entrarán en otro lugar menos destacado, una vez que hayan pasado por las pruebas de la penitencia y hayan cumplido el tiempo de expiación por los pecados. ¿Se refiere aquí El Pastor a una penitencia que desemboca realmente en una verdadera reconciliación con Dios y con la Iglesia, o se refiere a una penitencia que sólo deberá confiar en la misericordia infinita de Dios? La obra afirma un poco más adelante que el fin de la edificación de la torre, imagen de la Iglesia, está cercano. Si se tiene en cuenta que la obra es, ante todo, una llamada general y urgente a la conversión, ha de entenderse que Hermas concede a dicha conversión o penitencia un verdadero alcance reconciliador. Las revelaciones de El Pastor continúan en la parte dedicada a los “Mandamientos”. Es en el IV “Mandamiento”donde Hermas, a quien visita ahora el mismo “Pastor” o “ángel de la penitencia”, manifiesta a su señor las dudas que abriga respecto a la penitencia y le ruega que le ayude a salir de su confusión. Hermas hace la siguiente pregunta: “Señor -le dije-, he oido de algunos doctores que no hay otra penitencia fuera de aquella en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados”. El Pastor da a Hermas esta respuesta: “Has oido -me contestó- exactamente, pues así es. El que, en efecto, recibió una vez el perdón de sus pecados, no debiera volver a pecar más, sino mantenerse en pureza. Mas, como todo lo quieres saber puntualmente, quiero declararte también esto, sin que con ello intente dar pretexto de pecar a los que han de creer en lo venidero o poco poco ha, creyeron en el Señor . Porque quienes poco ha, creyeron o en lo venidero han de creer, no necesitan penitencia de sus pecados, sino que se les concede toda la remisión por el bautismo de sus pecados pasados.
  • 15. 15 “Ahora bien, para los que fueron llamados antes de estos días, el Señor ha establecido una penitencia. Porque, siendo el Señor conocedor de los corazones y previsor de todas las cosas, conoció la flaqueza de los hombres y que la múltiple astucia del diablo había de hacer algún daño a los siervos de Dios y que su maldad se ensañaría en ellos. Siendo, pues, el Señor misericordioso, tuvo lástima de su propia hechura y estableció esta penitencia, y a mí me ha dado la potestad sobre ella. Sin embargo, yo te lo aseguro -me dijo-: si después de aquel mandamiento grande y santo, alguno, tentado por el diablo, pecare, sólo tiene una penitencia; mas, si a continuación pecare y quisiere hacer penitencia, no le será de provecho, pues difícilmente vivirá”. De este texto pueden deducirse las conclusiones siguientes: 1ª) Algunos doctores contemporáneos a Hermas afirman que no hay más penitencia que la del bautismo, por el que se perdonan todos los pecados. 2ª) No es oportuno hablar de una “segunda penitencia” a los recién bautizados o a los que se preparan a recibir el bautismo, puesto que el bautismo significa una renuncia definitiva al pecado y puede ocasionarles confusión. 3ª) El Señor ha querido que exista una penitencia posterior al bautismo , teniendo en cuenta la flaqueza humana, y ha dado al Pastor potestad sobre ella. 4ª) Esta “segunda penitencia” es la única que se requiere en la Iglesia y no hay lugar a más penitencia. En consecuencia, la penitencia eclesiástica, posterior al bautismo, solamente puede recibirse una vez en la vida, según la enseñanza del Pastor Hermas. Este principio que puede ser recogido por Hermas de una tradición anterior o puede ser formulado por primera vez en el Pastor , va a ser seguido con todo rigor en la administración de la penitencia eclesiástica durante los primeros siglos. Otra pregunta que se plantea en esta obra es si la penitencia eclesiástica constituye un uso en la Iglesia en tiempos anteriores a Hermas o encuentra en el Pastor su primer anuncio. La obra da a entender que la legitimidad de esta “segunda penitencia” era negada por algunos en tiempo de Hermas, y el propio autor de la obra la presenta con cierto misterio y con prudencia, y con temor a que pueda incitar a algunos al pecado; pero esto mismo demuestra que dicha penitencia era conocida y practicada en la Iglesia y que en ella, como dicen las palabras del Pastor, se veía la manifestación de la misericordia divina hacia la fragilidad del hombre. La alusión de Hermas a algunos doctores, que afirman que no existe otra penitencia distinta de la del bautismo, parece indicar que efectivamente hubiera en la Iglesia algunas personas de cierta influencia que rechazaban su legitimidad, lo cual confirma que ya en la Iglesia de aquellos tiempos había opositores a una postura de benignidad de parte de la Iglesia en relación con los pecadores. Hermas no tiene reparo en dejar constancia de estas opiniones, pero ante todo quiere presentar la metánoia o penitencia posbautismal como algo establecido por el Señor misericordioso, que se compadece de la flaqueza humana. En este aspecto El Pastor de Hermas es la primera obra que justifica la institución de la penitencia eclesiástica, afirma su origen divino y la presenta como una gracia de la misericordia divina. 2. La penitencia eclesiástica en el s. III A) Padres orientales A comienzos del s. III, cuando disponemos ya de testimonios sobre el funcionamiento de la penitencia eclesiástica, los Padres alejandrinos (Clemente, Orígenes, Gregorio Taumaturgo) nos ofrecen abundante doctrina sobre la penitencia. Clemente de Alejandría expone sobre este tema una doctrina similar a la del Pastor Hermas. Hace una diferenciación entre la penitencia bautismal, que limpia de los pecados, y la “penitencia segunda”, que lleva al perdón de los pecados a través del arrepentimiento sincero..
  • 16. 16 La gravedad del pecado depende, sobre todo, de la deliberación o determinación consciente de la voluntad para cometerlo. La penitencia del pecado viene a través de una práctica penitencial dolorosa. Orígenes, sucesor de Clemente en la dirección de la escuela de catecúmenos de Alejandría, y hombre de gran prestigio en su tiempo por su vasta cultura y su recio carácter, muestra a través de sus abundantes obras una gran preocupación por la realidad moral del pecado y los medios para obtener el perdón. Parece rigorista, pero no lo es más que Clemente de Alejandría y Hermas. Orígenes, sin embargo, ofrece una reflexión más extensa y profunda sobre los temas penitenciales y puede ser considerado como el primer teólogo o escritor sistemático al respecto. El tema del pecado tiene un gran relieve en la doctrna de Orígenes. Hace una distinción entre “pecados mortales” y “no mortales”. Estos últimos no destruyen la gracia ni excluyen al cristiano de la Iglesia, aunque le hacen menos perfecto. El pecado mortal, sin embargo, convierte al cristiano en un miembro “muerto”, sin vida de Jesus, sin el Espíritu, excluido del Reino, incurable; lo cual no significa que no pueda ser llamado de nuevo a la vida. Aquel que peca mortalmente puede adquirir el perdón a través de la penitencia. Orígenes enumera siete maneras de conseguir el perdón enseñadas por los evangelios: el bautismo, el martirio, la limosna, el perdón mutuo, la conversión, la caridad y la penitencia eclesiástica. La mediación de la Iglesia en la práctica de la penitencia tiene un puesto muy relevante en la doctrina de Orígenes. El pecado de un cristiano concierne a toda la Iglesia. El pecador pertenece a la Iglesia en lo exterior, pero en lo interior está fuera de ella. El primer paso en el procedimiento con el que la Iglesia busca salvar al pecador es la “excomunión”, que Orígenes relaciona con el poder de “atar” que posee el obispo.. Todos los pecados mortales, también los ocultos, deben someterse a esta disciplina. El procedimiento previo a la excomunión puede seguir dos caminos: el de la confesión espontánea del penitente al médico espiritual, quien decide de la imposición de la pena, o de la amonestación del obispo, cuando la falta llega al conocimiento de los jefes de la Iglesia. Dicha amonestación puede hacerse en particular, en presencia de testigos o ante la misma asamblea.. La excomunión se decide cuando la amonestación no tiene resultado. La mediación de la Iglesia en relación con el perdón de los pecados se realiza además a través de la oración y del culto. Los ministros y sacerdotes, a imagen de Cristo, que es sacerdote y víctima de reconciliación, así como todos los cristianos que participan en la medida de su santidad en la obra de la purificación de la Iglesia y contribuyen a la corrección y conversión de los hermanos, deben ayudar a los pecadores con la oración el ayuno y las virtudes. La duración de la gracia penitencial estaba en relación no sólo con la gravedad del pecado, sino también con la necesidad de que el penitente diera pruebas ante la comunidad de la sinceridad y eficacia de su conversión. El tiempo penitencial era más largo que el catecumenado; podía durar varios años. Por otra parte, el penitente no puede someterse a una segunda penitencia eclesiástica, según el principio del Pastor de Hermas. Cumplida la penitencia el pecador era readmitido en la Iglesia. Orígenes emplea el verbo solvere (desatar) para designar el levantamiento de la excomunión. El ministro de la reconciliación era el obispo. El rito de la reconciliación consta de una imposición de manos y de diversas invocaciones, al igual que en Occidente por esta misma época. La doctrina de Orígenes permite establecer un parelelismo entre el bautismo y la penitencia, entre el tiempo catecumenal y el tiempo penitencial, entre lo que el bautismo significa en relación con las disposiciones de fe y conversión del bautizando y lo que significa la reconciliación penitencial en relación con las exigencias del penitente. La doctrina de Orígenes nos permite constatar cómo a comienzos del s. III la institución de la penitencia eclesiástica se encuentra muy desarrollada tanto desde el punto de vista doctrinal como pastoral y se configura como un sacramento estrechamente relacionado con el bautismo y distinto de él. Gregorio Taumaturgo, obispo de Neocesarea del Ponto, aporta también algunos datos sobre la práctica penitencial a mediados del s. III. Da cuenta de diversos grados de penitentes en Oriente: los flentes (los que lloran), que permanecen en el exterior del templo implorando las
  • 17. 17 oraciones de los fieles; los audientes (oyentes), que asisten solamente a la escucha de las lecturas y de la homilia; los substrati (postrados), que pueden asistir a toda la celebración eucarística de rodillas; y los stantes, que asisten de pie a la eucaristía, aunque no pueden participar en la oblación de las ofrendas ni en la comunión. Didascalia o Doctrina de los Doce Apóstoles, obra que sigue el modelo de la antigua Didajé y recoge la doctrina penitencial del Pastor de Hermas. Describe con detalle la función del obispo en la aplicación de la penitencia eclesiástica. Sentado ante la asamblea cristiana, proclama la Palabra “como quien tiene potestad de juzgar” (krinein). Alude también esta obra a la imposición de manos que el obispo hace sobre el penitente, mientras la asamblea cristiana ora por él, a través de la imposición de manos el penitente recibe el E. Santo. Coincide esta obra en la práctica penitencial con otros autores contemporáneos. B) Padres Occidentales Al igual que en el ámbito cultural griego de la Iglesia antigua, también en las comunidades cristianas del ámbito cultural romano puede constatarse, a comienzos del s. III, la plena vigencia de la penitencia eclesiástica. La práctica de la penitencia en Occidente se ve, sin embargo, más afectada por diversos movimientos heréticos y cismáticos, por diversas doctrinas y posiciones enfrentadas a las normas y decisiones de los obispos, responsables legítimos de las iglesias. El montanismo. En Roma, el papa Calixto (a. 217-220) es acusado por su rival en el episcopado, el presbítero Hipólito, de adoptar una postura débil o laxista en la forma de conceder el perdón a los pecadores. El montanismo, secta cristiana que proclamaba la superioridad de la Iglesia llamada “pneumática” o espiritual frente a la Iglesia jerárquica, dirigida por los obispos, adopta una postura rigorista en relación con el modo de tratar a los pecadores y rechaza la legitimidad para perdonar los llamados “pecados capitales” (homicidio, adulterio e idolatría). Esta secta adquiere especial difusión por esta época en el norte de Africa y cuenta con el apoyo del gran escritor y polemista cristiano, Tertuliano. Novacianismo. Más tarde, a mediados del s. III, en tiempos del papa Cornelio surge en Roma el novacianismo, que se opone a la práctica de conceder el perdón a los que habían incurrido en apostasía durante la persecución de Decio. El presbítero Novaciano y sus seguidores se oponen tajantemente al obispo de Roma y en el a. 251 un sínodo romano en el que participan 60 obispos, los excluye de la comunión eclesial. En Cartago, sin embargo, el obispo Cipriano tiene que hacer frente a Novato y sus seguidores, que exigían la reconciliación inmediata de los apóstatas, sin previa penitencia. TERTULIANO. En medio de estas polémicas, se destaca Tertuliano, una gran figura de la literatura cristiana. Escribe primero un tratado sobre la Penitencia y posteriormente, militando ya en las filas del montanismo, compone otro escrito muy polémico, De pudicitia, en el que adopta una postura rigorista en lo que se refiere a la reconciliación de los pecadores. De penitentia es un tratado que tiene un carácter de una instrucción pastoral, una exhortación a la conversión, dirigida tanto a los catecúmenos como a los bautizados, en los que se tratan los temas de la penitenia, el pecado y el perdón. De acuerdo con los principios del Pastor de Hermas, Tertuliano destaca la eficacia del bautismo en orden a la remisión de los pecados. Reconoce los efectos devastadores del pecado en la comunidad cristiana y afirma que existe la posiblidad del perdón para los pecados cometidos después del bautismo, si bien esta posibilidd es única. En cuanto a la penitencia eclesiática, la obra de Tertuliano permite conocer por primera vez su funcionamiento en la Iglesia latina. La exomologesis o “confesión” es la forma de confesar al Señor el pecado, con deseo de satisfacer por él, de hacer penitencia y complacer a Dios. Por ello el penitente manifiesta públicamente su condición de pecador. Muchos cristianos, según Tertuliano, se retraen de someterse a esta prueba de humillación, pero el penitente debe pensar, cuando se arrodilla ante un hermano, que se arrodilla ante Cristo, que ora y sufre por él. El tratado De penitentia no nombra explícitamente la intervención de la Iglesia. En la obra De pudicitia da más detalles: los penitentes manifiestan su intención de someterse a la
  • 18. 18 penitencia, a las puertas de la iglesia. Luego, dentro del templo, expresan con lágrimas y súplicas su voluntad de hacer penitencia y son acogidos por la oración de la comunidad. Otros detalles acerca del momento de la reconciliación pueden deducirse de testimonios posteriores, pero no aparecen en Tertuliano. La mayor novedad en la obra De pudicitia es la que se refiere a los pecados por él considerados como “imperdonables”. No trata sólo de la tríada (homicidio, adulterio e idolatría), sino de pecados diversos que señala como pecados “mayores” o “capitales”. Estos pecados pueden someterse a la disciplina penitencial, pero no entrarían en los pecados que pueden ser perdonados por la Iglesia, sino que han de remitirse al juicio de Dios, quien puede perdonarlos en el momento de la muerte. Desde su posición de montanista, adopta una postura rigorista; de forma apasionada reprocha a la Iglesia católica el haber cometido el error de perdonar a los adúlteros, y niega el perdón a los apóstatas y homicidas. En conclusión, de estas dos obras de Tertuliano se deduce que la penitencia eclesiástica, a comienzos del s. III, ya estaba perfectamente organizada. Tertuliano acentúa la cuestión de los pecados que se llamaban “imperdonables”, a causa de su especial gravedad. La determinación de los pecados sometidos a la penitencia eclesiástica depende en la práctica de la jerarquía eclesiástica. Pero no puede hablarse de una exclusión por principio , en la tradición de la Iglesia, de algún pecado en particular, que se considere “imperdonable”, en el supuesto de que el penitente acepte la penitencia de la Iglesia. SAN CIPRIANO. A medidos del s. III destaca en Cartago la figura de este obispo, cuya influencia se extiende a todo el Occidente cristiano. Su tratado De lapsis, escrito inmediatamente después de la persecución de Decio (a. 250), viene a ser una carta pastoral sobre la penitencia y la reconciliación. Respecto a los sacrificati, esto es, los apóstatas que habían participado en los sacrificios paganos durante la persecución de Decio, Cipriano adopta inicialmente una postura severa, que exige cumplimiento de una larga penitencia, con la reconciliación a la hora de la muerte (a. 251). Ante la amenaza de una nueva persecución, dispone poco más tarde (a. 252) que no se difiera la reconciliación a los pecadores que hacen penitencia, a fin de que puedan estar preparados con la eucaristía, para enfrentarse a la nueva adversidad. Admite que practiquen la exomológesis aquellos que cometen pecados “menores”, de modo que, arrepentidos y una vez que el obispo y el clero imponga su mano sobre ellos, puedan recobrar el derecho de acercarse a la comunión. En cambio, rechaza el que se admita a la comunión durante la persecución, sin haber cumplido la penitencia y sin la imposición de manos del obispo y clero, a los apóstatas. En cuanto a los libeláticos, o sea, los que, sin sacrificar a las falsas divinidades, obtuvieron un certificado justificativo de haberlo hecho, S. Cipriano los considera menos culpables, y por eso serán reconciliados enseguida. En conclusión, San Cipriano considera que aquellos que incurren en pecados graves deben someterse a la penitencia eclesiástica.. Esta lleva consigo la exclusión de la eucaristía. Es el obispo quien decide acerca de su duración según la gravedad del pecado. El obispo cuenta con la ayuda de los presbíteros y diáconos, en lo que se refiere a una justa y prudente administración de la penitencia, es decir, en orden a exigir su práctica y reconocer la realidad de cada caso. Se muestra muy atento a los aspectos interiores del verdadero arrepentimiento, teniendo en cuenta que el perdón viene únicamente de Dios. La paz que la Iglesia concede al pecador debe proceder de una verdadera conversión, de lo contrario será falsa paz. Conclusión Podemos concluir que la penitencia eclesiástica está perfectamente organizada y se practica con regularidad a comienzos del s. III, tanto en las Iglesias de lengua griega como en las de lengua latina.
  • 19. 19 La práctica de la penitencia comienza con la exclusión de la eucaristía y termina con la reconciliación, que da de nuevo acceso a ella. El tiempo penitencial es generalmente largo y está acomodado a la gravedad del pecado. Es al obispo a quien compete tomar las principales decisiones en cuanto a lo que se refiere a la gravedad del pecado y a la proporción del tiempo penitencial con la ayuda de los presbíteros. La imposición de manos del obispo o del presbiterio se considera el signo necesario de la reconciliación.. Cipriano considera muy importantes también las disposiciones interores del penitente. 3. Evolución de la penitencia antigua. Siglos IV y siguientes A partir del s. IV los datos sobre la práctica de la penitencia eclesiástica son más abundantes, especialmente por lo que se refiere a la Iglesia latina. A) La práctica penitencial en Occidente El Concilio de Elvira, en Occidente (a. 306), es la más temprana y abundante fuente de información sobre la penitencia. Según las disposiciones de este concilio que tiene fama de riguroso, la penitencia eclesiástica podía durar tres años, cinco, siete, diez y hasta toda la vida. Si el pecado era de idolatría o de infidelidad en las vírgenes, la absolución se retrasaba hasta la hora de la muerte. Fuera de estos casos , la penitencia duraba como máximo diez años. El concilio de Elvira reconoce, además, una forma de excomunión perpetua, que podía afectar a los pecados de “especial gravedad” y que llevaba consigo la exclusión de la comunidad eclesial. Más tarde en el s. VI, la excomunión aparece desgajada de la disciplina penitencial, a modo de pena o castigo eclesiástico que puede imponerse o levantarse, independiente de la penitencia. La severidad de la penitencia eclesiástica se acentúa en el s. IV por lo que se refiere también a las prácticas penitenciales. SAN AMBROSIO pide a los penitentes que renuncien a los honores temporales y a los placeres conyugales. El papa Siricio pide que los casados guarden una continencia total incluso después de la reconciliación. El primer concilio de Toledo impone a los penitentes llevar un cilicio. En cuanto al tiempo de duración, a finales del s. IV se propone que lo decida el obispo. La resistencia de los pecadores a someterse a la penitencia eclesiástica sigue siendo fuerte, según se desprende de los escritos de S. Ambrosio y S. Agustín. La penitencia eclesiástica, a finales del s. IV se adapta a los tiempos litúrgicos. El tiempo de Cuaresma se considera el más apto para practicar la penitencia pública. Sigue siendo el obispo quien interviene en los momentos claves de la penitencia. El concilio de Elvira precisa que el obispo que reconcilia al penitente debe ser el mismo que le ha excomulgado. El historiador Sozomeno alude a una costumbre seguida en la Iglesia romana: al final de la misa, los penitentes yacen postrados, rodeados por los fieles, los presbíteros y el Papa; éste se arrodilla a su vez y luego levanta y despide a los pecadores que han cumplido la penitencia. La reconciliación va acompañada de una imposición de manos del obispo y los presbíteros. Righetti alude al Sacramentario gelasiano que contiene un rito de reconciliación de penitentes para el Jueves Santo, que puede remontarse al s. VI. Según este rito la penitencia se imponía al comienzo de la Cuaresma; al final de la misa, el obispo cubría al penitente con el cilicio y ponía ceniza sobre su cabeza y lo separaba de los fieles.. La práctica de la penitencia canónica después del s. IV no modifica en lo sustancial su estructura y severidad, sino que sigue siendo fiel a su primitivo rigor. B) Casos especiales de reconciliación A partir del s. V, los problemas relacionados con la reconciliación de los pecadores se van agravando sucesivamente. El volumen que alcanza la penitencia en la correspondencia de los Papas, en la legislación conciliar y en la predicación de algunos obispos demuestra que la
  • 20. 20 institución de la penitencia canónica está en crisis. Las cargas que comporta son extraordinariamente duras. Entre ellas destaca la de la continencia perpetua, y si el penitente estaba casado no se admitía a la penitencia sin el consentimiento de su esposa. La práctica de la penitencia eclesiástica quedó reducida a un grupo muy determinado de pecadores, para quienes la penitencia era obligatoria. El mayor problema es el que estos penitentes se resistan a aceptarla y mantengan esta postura hasta el momento de la muerte. Varios obispos y concilios rechazan como excesivamente seria la norma de negar la comunión al final de la vida a los que no han dado muestras de arrepentimiento. Los Statuta ecclesiae (h. 500) autorizan a dar la reconciliación y la comunión en el momento de la muerte. Aquellos que, después de haber cumplido la penitencia eclesiástica, recaían en pecados sometidos a dicha disciplina, no pudiendo acogerse de nuevo a ella, podían al final de su vida recibir el viático y no la reconciliación regular. El concilio de Adge reserva la penitencia pública a los ancianos. La penitencia eclesiástica no se aplicaba por regla general a los religiosos y a los clérigos que incurrían en pecados graves. San Agustín manifiesta que con la penitencia pública el sacramento del orden recibiría un agravio. El clérigo culpable de pecado grave recibía, en primer lugar, la pena de su deposición, por otro lado, podía acogerse a una forma de penitencia privada, que no excluía de la comunión. A partir del s. V, se considera la forma de vida de los monjes como una práctica penitencial sustitutiva de la penitencia pública. La penitencia pública no es necesaria para los pecadores que se hacen monjes. La profesión monástica es como un segundo bautismo. Del s. V al VI se produce un cambio de mentalidad que pasa de ver la penitencia como algo infamante a considerarla como una práctica necesaria para todos y un ejemplo a seguir. C) Doctrina penitencial de los Padres occidentales La teología de los padres occidentales de los siglos IV y V sobre la penitencia eclesiástica coincide en señalar su necesidad en orden a la reconciliación y en ver en ella el ejercicio del poder de la Iglesia de “atar y desatar”. La reflexión teológica sobre el significado de la reconciliación eclesial se inspira en esta época, como en la patrística anterior, en el significado de la Iglesia, en cuanto instrumento de salvación. La reconciliación que la Iglesia otorga al pecador es el resultado de una acción a la que debe incorporarse interior y exteriormente el penitente, que es acción pública de toda la comunidad cristiana y que lleva a la reinserción del penitente en la comunión de la Iglesia. San Ambrosio de Milán y San Paciano de Barcelona defienden el poder que ha recibido la Iglesia de perdonar todos los pecados, frente a la herejía novaciana. Los novacianos imponen la penitencia en caso de faltas graves, aunque no los admiten a la reconciliación; es decir, según explica San Ambrosio, “atan”, pero no “desatan”. En vano predican la penitencia, sigue diciendo el obispo de Milán, puesto que suprimen su fruto. San Paciano parte también del principio de que la Iglesia tiene poder para perdonar todos los pecados contra los novacianos. Dice que el pecador no es mancha para la Iglesia, si se convierte en penitente; si no acepta la penitencia, se coloca fuera de la Iglesia. San Agustín. A comienzos del s. V destaca en la Iglesia la figura de San Agustín. Le debemos a él la primera teoría sobre la eficacia de la reconciliación penitencial. El perdón es propiamente fruto de la conversión, la cual, a su vez, es obra de la gracia divina; pero es la caridad que el E. Santo difunde en la Iglesia la que perdona los pecados de sus miembros. El sacerdote obra en nombre de la Iglesia, que es la que “ata” y “desata” los pecadores. “Es a los ministros de la Iglesia, que imponen las manos sobre los penitentes, a quienes Cristo dice (como a aquellos que quitan las vendas del resucitado Lázaro): desatadlo”. La Iglesia libera al penitente de sus “ataduras” con el mandato que ha recibido de Cristo. Para San Agustín, que vivió con tensión y dramatismo la experiencia de la conversión cristiana, ésta es fundamentalmente obra de la gracia que actúa en el interior del hombre. Siendo así, se pregunta el Santo, ¿qué papel corresponde en esta obra a la Iglesia? Su respuesta va en la
  • 21. 21 línea de la doctrina de su maestro y padre en la fe, S. Ambrosio, quien destaca en la Iglesia un doble poder: el de interceder en unión con JC en favor del pecador, y el de liberarle o ”desatarle” de las fuerzas del mal. Sin embargo, Agustín introduce aquí un elemento nuevo que denomina “reato del pecado” y que va a influir notablemente en la reflexión teológica posterior. D) La penitencia en la Iglesia oriental antigua La penitencia eclesiástica o “canónica” estuvo limitada siempre en las iglesias orientales a pecados de especial gravedad, generalmente señalados en las normas canónicas. El principio “nulla poena sine lege”, seguido por BASILIO DE CESAREA y GREGARIO DE NISA, permite excluir de dicha práctica gran número de pecados que, aun revistiendo cierta gravedad, pertenecen al fuero interno de la conciencia. JUAN CRISOSTOMO, en sus constantes exhortaciones a la conversión y confesión de los pecados, insiste en la necesidad de descubrir las heridas del alma ante Dios, que puede curarlas. En las iglesias de Antioquía y de Constantinopla, el orden de los penitentes constaba de los siguientes grupos: los pecadores sorprendidos in fraganti, aquellos cuya culpa era acusada y probada por terceros y, finalmente, los que ocasionaban con su conducta un escándalo público en la comunidad. Juan Crisóstomo recoce que el pecador queda excluido de la comunión de la Iglesia a causa de su propio pecado, aun antes de que lo sea de un modo oficial por la Iglesia. El principio de ”una sola penitencia”, seguido en la Iglesia latina, se mantiene también en Oriente. TEODORO DE MOPSUESTIA, contemporáneo y amigo de J. Crisóstomo, es un testigo de excepción sobre la práctica de la penitencia en Oriente. Distingue claramene entre pecados leves o involuntarios, que no deben impedir el acceso a la comunión, y los pecados mayores, que es preciso confesar al sacerdote. Es el obispo quien dirige la práctica de la penitencia eclesiástica. Apela también al efecto reconciliador de la eucaristía y a la fuerza que tiene en orden al perdón el arrepentimiento firme y sincero. CIRILO DE ALEJANDRÍA, defensor de la ortodoxia frente al nestorianismo y delegado papal en el concilio de Efeso (a. 431), explica el poder de perdonar y retener los pecados en relación con el bautismo y con la penitencia: en el bautismo los “epitimontes” o rectores de la comunidad ejercen este poder ; en la penitencia lo ejercen corrigiendo a los hijos que pecan y perdonando a los penitentes. 4. La penitencia privada A) Antecedentes Nadie niega que los antiguos hayan practicado las distintas formas de penitencia privada, tanto individualmente como con la ayuda y bajo la dirección de sus pastores y de un ”director espiritual”. Pero el problema es saber si en la Iglesia antigua, al lado de la penitencia canónica pública, existió también, y para los pecados graves, una penitencia de tipo privado, que haya tenido al mismo tiempo un carácter verdaderamente sacrametal. Algunos lo defienden, pero la mayor parte de los autores lo niegan. En el origen de una forma de penitencia distinta a la antigua , que comienza a difundirse en el Occidente europeo a partir del s. VI, hay que ver dos tipos de causas: unas van relacionadas con la incapacidad de la penitencia antigua para adaptarse a la realidad de la vida cristiana; otras se refieren a las aspiraciones de muchos cristianos que necesitan una mayor ayuda para vivir los compromisos de la fe. Las características de la penitencia eclesiástica antigua no responden a las exigencias de una verdadera y eficaz conversión . Señalamos algunas de estas características: -el penitente tenía que asumir una forma que le impedía prácticamente proseguir con sus actividades y compromisos sociales, tanto civiles como familiares;
  • 22. 22 -aquel que practicaba por una vez la penitencia eclesiástica quedaba en lo sucesivo desamparado si tenía la desgracia de reincidir en el pecado, dado que sólo podía practicarse “una vez” en la vida; -el penitente adquiría, por su condición de pecador público, una imagen social muy negativa que podía afectar a su conducta posterior; -el penitente quedaba privado de la eucaristía durante el largo tiempo en el que debía cumplir su penitencia. Por otra parte, se percibe en los cristianos, sobre todo a partir del s. V, la necesidad de confesar interiormente al Señor las faltas que cada uno descubre en su conciencia y de encontrar el consuelo del perdón divino. San Agustín insiste en que se ha de dar importancia a las faltas de la vida diaria y señala distintos medios para purificarse de ellas, como la confesión humilde y sincera ante Dios de los pecados cometidos y las obras penitenciales que recomienda la Escritura: el ayuno, la oración y la limosna. Entre todas destaca la oración del Padrenuestro, que los cristianos deben rezar cada día y con frecuencia. San Cesáreo de Arlés (a. 503-542), manifiesta gran preocupación por aquellos cristianos que esperan el momento de la muerte para pedir la penitencia. Entre ellos hay algunos que no han dado prueba alguna de conversión: la reconciliación que reciban en el lecho de muerte, será más que dudosa. Otros, han pecado por debilidad y se arrepienten sinceramente al final de su vida. Finalmente, son de alabar aquellos que se preparan a lo largo de toda la vida a la reconciliación final. Aquellos que se resisten a convertirse y dejar sus malos hábitos, les dice que no se trata de vestirse de penitentes, sino de abandonar el pecado y de llevar una vida digna y honesta. La gran tentación en tiempos de San Cesáreo era retrasar la confesión hasta la ancianidad o el momento de la muerte. San Gregorio Magno (+604) y San Isidoro (+ 636) son tetigos de una época en la que, mientras sigue vigente la penitencia eclesiástica, se manifiesta la devoción del pueblo cristiano hacia una nueva forma de reconciliación penitencial, en torno a la cual se desarrolla una abundante literatura. San Gregorio sigue los pasos de San Agustín al explicar la doble acción de Dios y del sacerdote en la reconciliación del pecador. También alude a las lágrimas de contrición y nos da una definición lapidaria de la penitencia: “Hacer penitencia es llorar sobre el mal que se ha hecho y desear no volver a lo que se ha de lamentar”. San Isidoro en la obra de las Sentencias habla de la función del sacerdote en orden a corregir a los pecadores. Parece que esta corrección no tiene relación con la penitencia eclesiástica, sino que persigue preparar al pecador para la reconciliación de la Iglesia al final de su vida. Exige al sacerdote llamado a ejercer esta función humildad y comprensión, dispuesto, sobre todo, a curar las heridas del pecado. En la línea de San Agustín, San Isidoro afirma que deben ser apartados de la eucaristía únicamente aquellos que son culpables de pecados graves y deben hacer penitencia. Si puede apreciarse en San Isidoro una evolución de la práctica penitencial hacia formas pastorales más flexibles, su doctrina sobre la penitencia reasume los datos esenciales de la tradición anterior: la universalidad del poder de perdonar los pecados, que recae sobre la Iglesia, la necesidad de una verdadera conversión para obtener el perdón, la distinción entre los pecados graves y leves. B) La penitencia monástica Es este un capítulo importante para encontrar los orígenes de la penitencia privada. Los “libros penitenciales”, que son la primera y principal fuente de la penitencia ”tarifada” (antecesora de la penitencia privada), comienzan a aparecer a mediados del s. VI, bajo la influencia de las
  • 23. 23 comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas que, a causa del aislamiento de toda la cristiandad, parecen desconocer la experiencia eclesiástica antigua. El principio de no “reiterabilidad”, que rige de forma invariable la práctica de la penitencia eclesiástica en toda la Iglesia, no se observa en la penitencia “tarifada”, que puede practicarse cuantas veces se considere necesario. Esta práctica, por otra parte, no está sometida a tiempos litúrgicos ni a una forma solemne de celebración que exija, como la anterior, la intervención del obispo, sino que se realiza de una forma individualizada, con la sola intervención del penitente y del presbítero confesor. Este, una vez oida la confesión le impone una penitencia proporcionada a la gravedad de su culpa y le remite a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que ha cumplido la penitencia impuesta. ¿Cómo ha nacido y cómo ha podido establecerse esta práctica penitencial?. Parece que hay que buscar sus antecedentes inmediatos en la tradición monástica. Siguiendo las huellas de San Antonio y San Pacomio (+346), creador éste del monaquismo cenobítico, sería considerado como uno de los primeros en haber recomendado esta confesión. San Basilio (+379), dirige, a través de su Regla, sobre todo el monaquismo oriental, y recomienda esta práctica. En el continente europeo se recomienda en diversas comunidades monásticas, bajo la influencia de San Martín de Tours (+397), de Casiano (+435), de San Cesáreo de Arlés, y, sobre todo, de San Benito, que funda el monasterio de Montecasino en el a. 529. También San Patricio (387-465), el gran misionero de Irlanda. Una de las prácticas más desarrolladas en la vida monacal era la confesión de las faltas, como medio de corrección de los monjes. Según el abad Casiano, la confesión entre los monjes se practica con una doble finalidad: el perdón de las faltas y la guía espiritual. La confesión entre los monjes no se limita a señalar las faltas externas, sino que manifiesta también los pensamientos y faltas cometidas en secreto. Entre los signos de una actitud espiritual sincera, Juan Casiano señala el de no ocultar nada al guía espiritual. El buen monje no debe apoyarse en su propio discernimiento, sino que ha de dejarse guiar por el solo juicio de su guía espiritual. Según las Reglas de San Basilio, las faltas sean de obra o pensamiento son enfermedades que es preciso dar a conocer para que puedan ser curadas. C) La penitencia en los libros penitenciales La penitencia que conocemos a través de los libros penitenciales se diferencia tanto de la penitencia eclesiástica practicada en los primeros siglos como de la confesión seguida por los monjes, pero, a semejanza de esta última, destaca sobre todo el papel del confesor, en su función de escuchar directamente al penitente y de imponerle la penitencia adecuada a la gravedad de las faltas. Las faltas a las que se refieren los libros penitenciales son todas aquellas en las que puede incurrir el cristiano, graves y leves, incluidos los pecados de pensamiento. A éstos se refiere el Penitencial de Finniam, escrito en Irlanda a mediados del s. VI, el más antiguo de los penitenciales conocidos. Se trata de una penitencia que pueden practicar tanto los fieles en general como los clérigos y los monjes. Es, por otra parte, a diferencia de la penitencia antigua, una práctica que puede repetirse. Estos libros penitenciales ponen todo su interés en determinar las penitencias que corresponden a los distintos pecados. Su finalidad inmediata es servir de ayuda a los confesores. El Penitencial de San Columbano (h. 543-615) impone un año de ayuno para la masturbación, seis meses para un deseo impuro voluntario. El Penitencial de Teodoro (h. 690-740), concreta siete años de ayuno por un homicidio, tres años, dos años, un año, o bien cuarenta días por un robo, según su importancia; cuatro años para la fornicación con una mujer casada; un año si es con una mujer soltera. La penitencia es diferente para el mismo pecado si es cometido por un laico o un clérigo. Los penitenciales prevén, además, un sistema de redenciones o conmutaciones que permiten sustituir los días de ayuno por una penitencia más practicable: limosnas, recitación repetida del Salterio, encargos de misas....
  • 24. 24 D) De la penitencia “tarifada” a la confesión privada La penitencia “tarifada”, tal como se perfila ya en los más antiguos penitenciales, tiene en cuenta que la obra penitencial se ordena a la reconciliación. En los cánones más diversos se encuentra, junto a la determnación de la penitencia, la indicación de que el penitente “se reconcilie” y “sea admitido a la comunión”. En relación con la penitencia eclesiástica de los primeros siglos, la penitencia “tarifada” aparece como una práctica diferente, con características propias. Pero recoge en lo fundamental los elementos esenciales de la reconciliación eclesial, esto es, el arrepentimiento y la confesión de las faltas, el cumplimiento de la penitencia y la forma de la reconciliación.. Una y otra, la penitencia antigua y la nueva, coexisten durante algún tiempo como dos prácticas diferentes, sin que se reconozca de modo oficial en un principio la legitimidad de la penitencia “tarifada”: ésta se convierte en una práctica de uso relativamente frecuente para muchos cristianos, mientras que aquélla va quedando reducida en su aplicación a pecados muy señalados, generalmente públicos. La Instrucción de los clérigos, de Rábano Mauro (+856) sienta el principio, a mediados del s. IX, de que, si la falta es pública, se aplicará al penitente la penitencia pública o canónica; si las faltas son secretas y el pecador las confiesa espontáneamente al sacerdote o al obispo, la falta deberá permanecer secreta. La penitencia “tarifada” tiende, sin embargo, a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente el perdón a la obra material que realiza el penitente como satisfacción por el pecado. El Penitencial de Pseudo-Teodoro (h. 690-740) dice expresamente que aquel que “por su debilidad no pueda ayunar”, ni hacer otras obras penitenciales, “escoja a otro que cumpla la penitencia en su lugar y le pague para ello, ya que está escrito: llevad el peso de los otros”. A partir del s. IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito de la penitencia eclesiástica incluyen ya el ordo de la penitencia “privada”. Según el Pontifical romano-germánico, del s. X, los sacerdotes deben exhortar a los fieles a hacer penitencia y confesión de sus faltas el miércoles de Ceniza, al comienzo de la Cuaresma; la absolución puede recibirla el penitente el Jueves Santo. A partir del s. VIII, se insiste en la necesidad de confesar las faltas al sacerdote. Así se manifiestan Alcuino (730-804), lo mismo Jonás, obispo de Orleans, en su tratado sobre La instrucción de los laicos (h. 828). En el s. XI aparecen verdaderos tratados sobre la confesión, como el del arzobispo de Canterbury, Lanfranco (1005-1089), sobre “el secreto de la confesión”, y la Carta anónima sobre “la verdadera y la falsa confesión”, atribuida en la Edad Media a San Agustín.. Ambos tratados escritos subrayan que la confesión de las faltas graves debe hacerse a los sacerdotes. En el caso de no encontrarlo podría hacerse a un hombre considerado honesto.. Éste, según la explicación que se da en estos escritos, no tiene el poder de desatar, pero el penitente que confiesa así su pecado, se hace digno de obtener el perdón en virtud de su deseo de hacer la confesión al sacerdote. Tanto el tratado de Lanfranco como el del Pseudo-Agustín entienden que la penitencia ha de inspirarse en la conversión interior y en la confianza en Dios. Con la penitencia “tarifada” la figura del sacerdote confesor adquiere gran relieve social. . Y así, a partir del s. VII, diversos monarcas de Irlanda y las Galias cuentan con su propio confesor. Teodulfo de Orleans (+797) establece que antes de la Cuaresma se haga la confesión de los pecados ante los sacerdotes y que éstos se preparen convenientemente con la oración y el estudio para desempeñar dicho ministerio. A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se aplica únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. La penitencia privada se ha convertido, en cambio, en una práctica extendida en todo el continente europeo y recomendado por todos los obispos a los
  • 25. 25 fieles, clérigos, religiosos y laicos. Se considera una forma de prepararse dignamente para recibir la eucaristía. Hasta el concilio IV de Letrán (a. 1215), que impone por ley eclesiástica a todos los fieles en uso de razón el deber de confesar sus pecados, al menos una vez al año, la práctica de la confesión no es de uso frecuente. Algunos testimonios de finales del s. VIII y comienzos del s. IX indican que en las comunidades monásticas se hace la confesión dos o tres veces al año, y que la mayoría del pueblo la practica al comienzo de la Cuaresma. En el s. XII la práctica de la confesión parece estar más extendida. Los moralistas y directores de conciencia recomiendan la comunión tres veces al año, después de hacer la confesión. En Francia y aun más en Inglaterra se difunden en el s. XIII los “manuales sobre la confesión”, que suplen a los libros penitenciales en el uso del clero parroquial. Las órdenes mendicantes, especialmente dominicos y franciscanos, intensifican el ministerio de la predicación , llamando al pueblo a la conversión y fomentando la práctica de la confesión. E) Otras formas penitenciales de reconciliación El decaimiento y progresivo desuso de la antigua penitencia eclesiástica trae consigo, a lo largo de la E. Media, el nacimiento de prácticas penitenciales que pueden considerarse supletorias y complementarias respecto a la penitencia pública. Entre ellas hay que destacar la “peregrinación” a lugares santos de la cristiandad (Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela), aprovechando las condiciones privilegiadas en que se ofrecía la confesión en estos templos. Las “cruzadas” organizadas en defensa de los “santos lugares”, entran también en esta categoría. La “peregrinación penitencial” podía ser impuesta por cualquier párroco, siguiendo un ceremonial muy sencillo, desarrollado generalmente delante de la llamada “puerta de los peregrinos”, durante el cual se hacía entrega al penitente de la insignias de su estado, la talega y el bordón. Otra forma de penitencia característica de la E. Media es la “flagelación”, bendecida, después del s. V, en numerosas decisiones sinodales. Con el tiempo la flagelación se practica no sólo por los penitentes sino también por cristianos deseosos de mortificación . San Pedro Damián fomenta ardientemente esta práctica, uniéndola a la recitación de oraciones y salmos penitenciales. Digamos, finalmente, que ya se daban absoluciones generales en la E. Media. La absolución general colectiva y sacramental no se daba en la Iglesia primitiva. Existen, sin embargo, en la tradición cristiana oriental fórmulas parecidas afines. En Occidente, a partir del segundo milenio, se introduce una fórmula de absolución general, que imparte el obispo en especiales solemnidades a todos los fieles asistentes a la eucaristía, después de exhortarles a arrepentirse y hacer confesión general de los pecados.