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Victoria, Santa Ana, CA, 2013
Araceli, Santa Ana, CA, 2005
Agustín, De México D. F. a Morelia, Mich, 1972
Benita, Morelia, Michoacán, 1954
Roxana, Santa Ana, CA, 1993
Jason, El Salvador, 1988
Benita, De Michocán a California, 1973
Henry, Santa Ana, CA 2002
Roxana Santa Ana, 2014
Araceli Santa Ana, 1995
Jason, Santa Ana, abril del 2013
Victoria, Santa Ana, mayo del 2013
Agustín, Santa Ana, junio del 2013
Araceli, Santa Ana, junio del 2013
Roxana Santa Ana, julio del 2013
Victoria, Santa Ana, julio del 2013
Jason Santa Ana, finales de julio del 2013.
Henry, Santa Ana, agosto del 2013
Araceli, Agosto del 2013
Victoria Santa Ana, agosto del 2013
REMEDIOS CASEROS PARA UN
CORAZÓN PARTÍO
Por Sylvia Carlock
© Sylvia Carlock, agosto del 2014
ISBN: 978-1-62504-071-8
Todos los derechos reservados.
Victoria,
Santa Ana, CA, 2013
Depresión. Beba una taza de salvia para levantarel ánimo. Prepare una infusión a razón de
media cucharadita de hierba seca por 8 onzas de agua. Agregue una pizca de clavo molido. Repita dos a
tres veces por día, hasta sentirmejoría.
Nadie se muere de dolor.
Eso yo lo sé porque no me morí el día que recibí los peores dos golpes de mi
vida.
El primero llegó cuando yo estaba cubriendo el turno de noche en el hospital, a
través de una llamada telefónica. “Tu abuela está hospitalizada y el asunto es grave”,
me dijo mi mamá por teléfono, sin ningún preámbulo y “agregó con voz quebrada: Más
vale que vayas a La Paloma de inmediato. La van a operar. Se cayó y está inconsciente.
Tiene varias fracturas. No tardes”, me dijo y sin esperar a que yo contestara, colgó.
La Paloma era un centro naturista, que estaba equipado con quirófano, y que
había sido fundado precisamente por mi abuela materna, Benita, a quien yo adoraba.
Ella me había enseñado el amor por la medicina y era mi persona favorita en todo el
mundo entero.
Camino a casa me sentía angustiada. La voz de mi mamá durante la llamada, se
oía mal. Yo no recordaba jamás haber oído ese tono de voz en mi madre que era una
persona llena de aplomo, siempre tan dueña de sí misma.
No quería ni imaginar que mi abuela estuviera tan grave como para doblegar a
mi madre, pensaba mientras manejaba en las horas pico del tráfico de la mañana
cuando salí del hospital aquella mañana de fría de febrero.
El segundo golpe lo recibí cuando llegué a mi casa para cambiarme el uniforme
de enfermera.
En cuanto abrí el closet buscando ropa qué ponerme, fue cuando vi que el lado
donde mi esposo guardaba su ropa, estaba totalmente vacío.
Más tarde descubriría yo que también había vaciado la chequera.
Eso sí, no tuve que romperme la cabeza para averiguar el motivo por el que
Henry, mi esposo por 10 años, me había abandonado.
Sobre la mesa del comedor me encontré dos sobres dirigidos a mí. Uno con la
letra de mi esposo y otro con la de mi única hermana.
En las notas escritas a prisa, ambos me confesaban que se habían enamorado y
que iban rumbo a Las Vegas a procesar un divorcio —de mí, y una boda, —entre ellos.
De mi hermana, Roxana, no me sorprendió la traición. Entre ella y yo siempre
había habido una fuerte competencia.
Ella nació dos años después que yo y desde chica fue mi rival más encarnizado.
Con ella competimos por la atención de nuestros padres.
Ella fue la número uno ante los ojos de mi madre quien le regalaba los vestidos
más bonitos, los aretes de oro, las caricias tiernas y, sobre todo, su amor incondicional.
Y a mí me tocó la admiración de nuestro padre. Mi hermana siempre se sintió
celosa de mis triunfos y del gozo con que nuestro padre los celebraba.
A mí se me dio bien la escuela y los deportes. Yo logré premios en oratoria y en
literatura. Gané concursos académicos y todo tipo de trofeo deportivo, lo cual dejó a
Roxana un sabor a pique, ya que nunca pudo derrotarme.
Así crecimos.
Pero yo nunca creí que Henry fuera capaz de entrarle al juego de Roxana.
Porque... ¿Qué otra cosa podría ser el haberse metido con mi marido, si no un vil juego
de competencia?
Henry era el hermano mayor de la mejor amiga de Roxana. Ellos eran amigos
casuales y jamás manifestaron intereses románticos entre sí.
Cuando Roxana nos presentó, Henry y yo establecimos una química muy
intensa. Yo quería comérmelo a besos y él apenas podía mantener las manos quietas
para no tocarme.
La amistad entre Roxana y él continuó a través de Gina, la única hermana de mi
esposo, pero la pasión y el romance entre nosotros fue tan intensa que apenas cumplí 18
años, nos fugamos a Las Vegas —ni más, ni menos, para casarnos.
Con el tiempo, la pasión no disminuyó, sólo se volvió más espaciada porque los
años siguientes años nos concentramos en nuestras metas de estudio y de dinero.
Tuve que leer varias veces su nota para que en mi cerebro penetrara la noticia.
Las palabras claves saltaban a la vista: despedida, enamorado de Roxana,
perdóname, no quise hacerte año…
¿Qué?... ¿Qué dice este hombre? Ayer por la tarde, cuando me estaba poniendo el
uniforme para irme a trabajar, me jaló a la cama, me desvistió y me hizo el amor con
una ternura que hacía mucho tiempo no me mostraba.
Su ternura me caló el alma y me hizo desear que éste fuera mi día de descanso
para poderme quedar dormida en sus brazos, un lujo que hace tiempo no teníamos
debido a que nuestros turnos en el hospital nos mantenían alejados.
Después de leer la nota, entendí que este desgraciado se estaba despidiendo de
mí.
Y entre lágrimas de rabia me preguntaba si Roxana sabría que él era capaz de
tratarme de ese modo dentro y fuera de la cama, mientras hacía planes de fuga con ella.
Tomé el celular y marqué su teléfono. El correo de voz decía que iba a estar de
viaje y que no iba a poder contestar el celular y pedía que si era urgente le enviaran un
mensaje. Con rabia colgué y marqué el celular de mi hermana. Mismo recado.
¡Estúpidos!
Sentí que las piernas se me doblaban y solamente atinaba a pensar que los dos
eran unos desgraciados y que yo era una estúpida por no ver venir esta situación.
Me quedé sentada en una silla del comedor y perdí noción del tiempo y el lugar.
Un dolor como no había conocido nunca, me embargó.
En esto estaba cuando sonó el celular. Mi madre de nuevo. “¿Qué haces que no
vienes?, estoy sola y necesito quien resuelva problemas. Le he estado marcando a tu
hermana y no contesta... ¿Dónde están mis hijas cuando las necesito?”, su voz sonaba
era una mezcla de frustración y desesperación.
Mi madre es una mujer que en otra vida debe haber sido militar de alto mando.
Ella sabía dar órdenes y, si estabas en una emergencia, ella era el mejor aliado que tú
podías tener.
“Tu otra hija va rumbo a Las Vegas a casarse con mi esposo”, le dije
limpiándome las lágrimas. “Me dejó una nota en la que me dice que ‘ojalá algún día
pueda perdonarla’”.
“¿De qué hablas?”, preguntó mi madre, y sin esperar respuesta, me dijo: “claro,
es de entenderse. Hiciste mal en negarte a darle hijos a tu marido. A los hombres se les
ata con un hijo”.
Me quedé muda.
Mi madre dándome ese consejo. Precisamente ella cuyo esposo, mi padre, fue
famoso por haber tenido una querida de planta.
No supe qué contestar. Yo nunca había sabido enfrentar a mi madre. Su
personalidad tan intensa me avasallaba.
Colgué el teléfono y terminé de vestirme.
Lo que siguió después fue una operación para reconstruir la cadera de mi abuela
que ya tenía 87 años.
Luego me enteré que andaba subida en un banco tratando de localizar su famoso
recetario de remedios naturales que heredó de su abuela materna, cuando se cayó y se
fracturó varios huesos.
Salió bien de la operación, pero algo en la actitud de mi abuela había cambiado.
Era como si su voluntad se hubiera roto también.
Los que siguieron fueron días dolorosos en los que Benita se nos fue escapando
de entre las manos día con día. Su alegría de vivir se fue apagando y ella dejó de luchar.
Benita era una mujer más grande que la vida. Era la que te tendía la mano si te
veía caída y celebraba tus victorias si te veía triunfando. Era cálida y a veces, cuando tu
corazón estaba roto, ella lo entendía sin que tú tuvieras qué explicar algo.
Estoy segura que si ella estuviera sana y se hubiera enterado de lo que pasó con
Henry y Roxana, me hubiera dicho sus frases favoritas:
“Todo ocurre por alguna razón”, decía, “si tienes paciencia, vas a ver que cuando
todo haya terminado y mires hacia atrás, verás que esto que ahora te parece insuperable
fue lo mejor que pudo haberte pasado”.
Esa era mi abuela y yo la amaba con todo mi corazón.
“Ya estoy cansada”, me dijo una noche a la hora que se iba a dormir mientras yo
le acomodaba su cabello atrás de la oreja. “Todo lo que tenía pendiente por hacer, ya lo
hice y me voy a ir en paz”, agregó.
Yo no quería oírla hablar así porque no me imaginaba qué iba a hacer sin ella.
Ella era mi amiga, mi confidente y mi consejera. A mí me encantaba pedirle su opinión
en todos mis asuntos.
“No digas eso”, le dije “si tú te vas, “¿Qué voy a hacer yo?” Acariciando mi mano
entre sus dos manos, las acercó a su boca, puso en beso tembloroso en el dorso de mi
mano y contestó:
“Tú vas a estar bien, porque eres fuerte y tienes muchos recursos. Te quiero
mucho. Tú no me has dado nada más que alegrías. Me voy contenta”.
A la mañana siguiente, cuando fui a despertarla, la encontré muerta. Y yo creí
que me moría con ella.
Nunca le dije lo de Henry y Roxana. No quería angustiarla. Yo esperaba que ella
se recuperara para darle la noticia cuando ya no fuera importante para mí.
Durante las semanas en las que traté de ayudar a sanar a mi abuela, no tuve
oportunidad de sufrir demasiado por la traición de mi hermana y mi esposo. El miedo a
perder a Benita era más fuerte que todo.
Pero el día que la encontré muerta, se me juntaron los dos dolores con una
intensidad que pensé que iban a romperme.
Mi madre, siempre tan propensa a dar órdenes, por una vez en su vida debe
haberme visto tan hundida, que se encargó de la mayoría de los trámites, sin apenas
molestarme.
El de Benita fue un funeral donde asistimos solamente mi madre y yo por parte
de nuestra familia.
El resto del cortejo fúnebre estaba integrado por decenas de amigos y parte del
personal de la Casa de Reposo La Paloma, un centro naturista fundado por mi abuela
hacía más de 50 años en México y todo el personal de la Clínica de Reposo La Paloma II,
fundada en los años 70’s, por mi abuela en California.
Benita era una curandera entrenada en un pueblo de Michoacán, México, donde
nació en una familia de curanderas. Ella tenía el don de la salud, además de un corazón
bondadoso y una sabiduría que le ayudaba a discernir cuándo la enfermedad provenía
del espíritu y cuándo del cuerpo.
Al funeral de mi abuela no se presentaron ni mi hermana, ni mi marido, —o
quizá ya debería decir mi ex marido. Ellos seguían sin tomar llamadas en su celular
desde el día que huyeron a Las Vegas. Aparentemente se habían desconectado del
mundo.
Mi hermana contestó el mensaje que envió mi madre informándola del deceso de
mi abuela diciendo “que por el momento no podía viajar y que enviaba todo su amor”.
Poco después que huyeron me enteré que Henry había tramitado un permiso de
ocho semanas en el hospital.
Este hombre con el que yo vivía y de quien conocía su cuerpo y sus gemidos de
placer que escuché por 10 años, había planeado su nueva vida mientras todavía hacía el
amor conmigo.
Me resultaba difícil asimilar esta situación.
Yo, que había vivido mi infancia con un hombre infiel, mi padre, me había
casado con uno igual. ¡Vaya forma de no aprender las lecciones!
La razón de las ocho semanas, según me enteré por mi mamá, fue que Henry
necesitaba establecer una residencia mínima de seis semanas en el estado de Nevada,
antes de poder divorciarse de mí, sin necesidad que yo estuviera presente para aceptar
o rechazar el divorcio.
Así fue como Henry me descasó —al vapor, para unirse a mi hermana. Cuando
regresaron dos meses después ya eran esposos.
Ella se veía radiante y él parecía estar tratando de disimular algo parecido,
quizás, a la ¿vergüenza?... ¡quién sabe! Lo cierto es que a su regreso me enteré que la
urgencia de casarse era porque mi hermana estaba embarazada.
Nos volvimos a ver el día que se leyó el testamento de Benita.
Cuando los vi entrar al despacho del abogado tuve qué hacer un esfuerzo por no
lanzarme encima de ellos. Esta violencia de emociones me era desconocida. Yo era una
pacifista. Todo mundo decía que yo era capaz de apaciguar a las fieras pero en esta
situación, vaya usted a saber por qué, la fiera era yo.
Ellos se sentaron lejos de mí, sin voltear a verme. Yo sentía hervir mi pecho con
una ira que, estoy segura, me hacía echar humo por las orejas.
Mi corazón retumbaba en mis oídos tan fuerte me tenía miedo que otros lo
escucharan. Sentía rabia. Quería gritar y me costaba trabajo contenerme.
Así pasaron unos minutos larguísimos. Mi madre rompió el silencio para
preguntarle a Roxana, con voz cariñosa, cómo se sentía con el embarazo.
Como dije, nadie se muere de dolor.
Mientras mi madre celebraba las “buenas noticias”, yo sentía que mi corazón se
desgarraba. Nunca he sido persona de guerra pero en esos momentos tenía qué
comportarme civilizadamente y no me era posible confrontar a ninguno de los dos.
Solamente me controlé y me tragué el dolor.
A ratos me daba por planear venganza. Aunque era difícil. Las que más me
gustaban rayaban en lo ilegal, como patear a mi ex por abajo del cinturón hasta verlo
doblegarse y caer con un estrepitoso “plum” que de paso le rompiera la nariz al
estrellarse contra la banqueta de la casa donde vivimos por 10 años y en la que ahora
vivía con mi hermana.
¿Eso se calificará como delito mayor o menor? Quizá podría yo argumentar con
el juez que mi ex se merecía eso y mucho más y que yo era víctima de un crimen
provocado por la pasión, lo que sea que eso signifique.
Pero luego que disfrutaba ver esas imágenes en mi mente, me quedaba pensando
en que eso era algo muy primitivo y que me iba a dar una satisfacción demasiado fugaz.
Otras veces imaginaba que Henry regresaba arrepentido a pedir perdón. En este
escenario la situación cambiaba. A veces yo lo corría de la casa a gritos e insultos. A
veces lo miraba con desprecio y ni siquiera me molestaba en contestarle. Pero la
mayoría de las veces yo lo perdonaba, lo abrazaba y lloraba de emoción al volverlo a
tener en mis brazos.
Pero luego recordaba que el hijo de Henry no estaba en mi vientre sino en el de
mi hermana y entonces me sentía abrumada al darme cuenta que ya nada era posible
entre nosotros dos.
Por donde quiera que lo viera, nosotros dos, como pareja, ya éramos historia.
Lo que en realidad me hubiera gustado es poder dejar de pensar en ellos. Ya
estaba cansada de esta carga de celos, rabia y desazón.
Ellos estaban en mi mente las 24 horas de los siete días de la semana. Era
agotador.
La secretaria del abogado Rendón anunció que en pocos minutos daría inicio la
lectura del testamento de mi abuela. Yo no encontraba donde colocar mis manos, ni mi
bolsa, ni mis piernas, ni mi persona. ¡Me sentía tan fuera de lugar!
De reojo miré a mi hermana.
Roxana estaba enfundada en un vestido morado, mi color favorito, lo cual me
causó rabia porque pensaba que ni eso podía dejar de copiar. Las tiras que sostenían al
vestido dejaban al descubierto sus hombros bronceados y la tela delgada del vestido
dejaba ver su vientre que empezaba a crecer.
Mientras esperábamos que dieran inicio a la lectura del testamento con disimulo
también volteé a ver a Henry. Fue doloroso.
Me costaba trabajo entender por qué no podía yo acercarme a él y dejar que me
envolviera en sus brazos como tantas veces lo hizo. Henry, siempre elegante, vestía con
unos jeans ajustados y una camisa con rayas azul marino y blanco. Calzaba tenis
blancos, sin calcetines y un saco de vestir arremangado. Ambos parecían modelos de
revista.
La voz monótona, del abogado me sacó de mis cavilaciones. Luis Rendón, amigo
incondicional y abogado de toda la vida de Benita, nos saludó, leyó un protocolo que
supongo es típico de estos casos.
Mi abuela dejó una lista de sus empleados que recibirían un bono o beneficio en
efectivo, como agradecimiento a sus años de lealtad.
A mi hermana, mi abuela le dejó una suma en efectivo y una casa cercana a La
Paloma que había mandado construir solamente para ella. A mi madre le dejó acciones
en La Paloma y en el negocio de distribución de remedios a base de hierbas.
La Paloma I, la mexicana, había sido vendida pocas semanas atrás y el dinero
estaba depositado en una cuenta que me había sido heredada a mí.
Rendón hizo una pausa y agregó que en su testamento mi abuela me había
nombrado administradora única de La Paloma en EU. La Casa de Reposo pertenecía a
un fideicomiso que incluía una considerable suma de dinero que ella había acumulado
gracias a su línea de remedios caseros que se vendían en tiendas y farmacias, y que
nunca había tenido necesidad de tocar.
Aunque mi abuela había sido generosa con Roxana y con mi madre, lo cierto es
que el grueso de las propiedades los había heredado yo. Una parte estaba a mi
disposición de inmediato y la otra tenía una condición.
Según el abogado, yo tenía que atender la clínica por 5 años, cobrando un sueldo
y teniendo derecho a vivir en la casa del administrador, dentro de la propiedad, antes
de pasar a ser la propietaria mayoritaria de La Paloma.
Jason, un médico que estaba a cargo de La Paloma, también heredó acciones en el
centro de salud. Jason trabajaba con mi abuela desde que era adolescente. El estudió
medicina inspirado por mi abuela. Ella lo quería como un hijo y él correspondía ese
amor hacia mi abuela incondicionalmente.
La gran ironía de esto fue el sistema legal por medio del cual yo entraba en
posesión de una finca de varias hectáreas que incluía varias casas, hermosos jardines e
instalaciones de recreo y terapia, así como de los fondos monetarios, y derechos sobre
las patentes de medicinas naturales de mi abuela, no permitía que Henry heredara nada
ya esta fortuna llegaba pocos días después de finalizado el divorcio.
Las noticias del dinero y las propiedades heredadas eran agradables, pero no
solo por el beneficio y seguridad económica que representaban sino porque mi abuela
sabía que yo amaba a La Paloma y la posibilidad que este centro naturista traía para
aplicar mis conocimientos de medicina.
Sanar a otros era mi misión en la vida, igual que había sido la de ella y la de otras
curanderas entre nuestros ancestros.
Pero en todas estas buenas noticias no había triunfo porque todo el dinero del
mundo no me regresaba a los dos seres que yo más amaba y que recién había perdido.
En los días que siguieron a la fuga de mi esposo con mi hermana, yo desmantelé
la casa donde vivimos por 10 años, y me mudé a la casa del administrador de La
Paloma. Esta casa que yo estaba abandonando era un regalo de los abuelos de Henry
para nosotros. Era la casa donde habíamos planeado formar nuestra familia.
Despedirme de esos espacios que ocupaban nuestros muebles, libros y recuerdos
fue muy duro. Escuchar a mi madre, hablar ilusionada del bebé de Roxana, fue
desgarrador.
“Imagínate que le van a hacer un ultrasonido mañana y estamos muy
emocionados porque vamos a saber el sexo de la criatura”, escuché a mi madre platicar
con Ana, su mejor amiga.
“Va a ser mi primer nieto, porque Victoria nunca quiso embarazarse”, explicó
como si yo no estuviera en el mismo cuarto.
Y me quedé pensando, de verdad, ¿por qué no quise embarazarme si tantas veces
me lo pidió Henry?
Araceli,
Santa Ana, CA, 2005
Derrame biliar. Prepare una infusión de 7 hierbas amargas (toronjil, simonillo, garañona,
quina, cuasia, marrubio y cáscara de naranja). Beba tres veces al día. Evite alimentos grasos y si es
temporada, coma ensalada de mango.
El día que la menor de sus hijas cumplió 18 años y se fue del hogar paterno, fue
el día que Araceli empacó sus maletas y se fue de la casa que había compartido con
Agustín, su esposo por 28 años.
Esta no fue una decisión precipitada, no. De hecho fue una decisión tomada hacía
más de 10 años. Y la planeación de a dónde iba a vivir y cómo iba a vivir el resto de su
vida, fue cuidadosa y bien calculada, asunto absolutamente apropiado a su
personalidad, ya que Araceli era una excelente planeadora.
Siempre había sido eficiente. Desde recién casada había manejado con mano
férrea su hogar. En la casa de seis recámaras con seis baños, sala, antesala, comedor,
ante comedor y amplias terrazas, regalo de bodas de su madre y Agustín, no había un
rincón que Araceli no dominara.
Desde el surtido de la despensa, hasta el doblado de la ropa limpia, Araceli
dirigía con precisión y orgullo. Ella no era un ama de casa. Ella era la reina y gerente
general del “palacio” donde vivía con sus dos hijas y su marido.
Pero para cuando Roxana, la menor de las hijas se fue de la casa, el palacio ya
había quedado casi vacío. El único habitante que sobraba era Agustín, y Araceli tenía
bien claro que ya no quería vivir con él.
Para despedir a Roxana que se iba a estudiar al colegio y a vivir en su propio
apartamento, Araceli organizó una gran fiesta a la cual asistieron más de 100 personas.
Hubo discursos, brindis, una cena espectacular cuyo menú fue aprobado por
Araceli, y baile. Mucho baile. Todo era celebración y gozo.
Nadie sospechaba que Araceli ya había adquirido un condominio y lo había ido
amueblando poco a poco durante el mes anterior.
Las hijas ni idea tenían que Araceli había planeado salirse del hogar. Agustín sí
lo sabía, pero lo había olvidado o, quizá pensaba que ella no era capaz de cumplir una
amenaza hecha 10 años atrás, aquél fatídico día que él decidió ir a ver una película
romántica con Graciela.
¡Qué gran error! El asunto es que a Agustín le chocaban las películas de romance.
Le parecían cursis y ridículas, pero Graciela, su amante de tres años, estuvo insistiendo
que fueran a ver esta película porque estaba cansada que Agustín no la sacara a ningún
lado.
Así fue como una estupidez se juntó con otra. Primero aceptar ver la película,
después no recordar que el cine estaba junto a la academia de costura a donde Araceli
estaba asistiendo con dos de sus mejores amigas.
Y ocurrió que al salir del cine, iba abrazando a Graciela, y entonces decidió
besarla, un poco porque estaba de buen humor y otro poco porque lo cursi de la
película le hizo hacer algo tan fuera de su personalidad: besar una boca de mujer en
público.
Al romper el beso, miró al frente, y, sobre la banqueta, vio el rostro horrorizado
de Araceli. Los ojos y la boca totalmente abiertos, sin decir nada, solamente paralizada
ahí, frente a Agustín que como un idiota, siguió abrazando a Graciela.
Sin más qué hacer, y queriendo evitar una escena dramática, Agustín giró a
Graciela, en sentido opuesto y se alejó dejando atrás a la madre de sus hijas quien los
siguió con la mirada, sin atinar a murmurar ni si quiera un “¡Carajo!”
Una de las amigas de Araceli que estaba a su lado, atinó a abrazarla y llevársela
caminando hacia su casa que estaba a dos cuadras de la academia.
Ahí le sirvió un trago fuerte, le acercó unos klínex y se sentó a su lado a esperar
que a su amiga le hiciera clic la realidad de lo que acababa de descubrir.
Como si abrieran un dique, Araceli empezó a sollozar y luego a llorar a pleno
pulmón. Por horas continuó sin decir palabra, hipando, llorando y sonándose la nariz.
Como a las dos de la madrugada pidió a su amiga que la llevara a su casa.
Cuando entró, encontró a Agustín sentado en la sala, fumando y bebiendo un café.
Con los ojos hinchados de llorar, los hombros caídos y el espíritu abatido, Araceli
lo enfrentó:
“¿Quién es ella?, le preguntó. ¿Por qué la estabas besando y abrazando?…
A estas alturas de la situación, Agustín todavía hubiera podido salvar el
matrimonio si hubiera mostrado arrepentimiento y humildad, pero el llanto de Araceli
y su actitud de víctima lo irritaron.
Volteó a verla con actitud de impaciencia mientras trataba de decidir cómo
enfrentar la situación.
¿Qué tienes qué decir en tu defensa?”, insistió Araceli con voz cortada por las
primeras lágrimas de las muchas que iba a derramar frente a su marido esa noche.
Y aquí fue cuando Agustín, que siempre había sabido qué decir y cómo
convencer en asuntos de negocios o de mujeres, no supo medir la gravedad de la
situación. Falló en lo que quizá fue la batalla más importante de su vida.
No comprendió que el corazón enamorado de Araceli todavía estaba dispuesto a
perdonar y a olvidar si Agustín le hubiera dicho cosas tales como “perdóname, fue un
error, ella no es importante, son asuntos de hombres, no lo vuelvo a hacer, tú eres el
amor de mi vida, ¿cómo crees que yo pondría en riesgo nuestro hogar y nuestros hijas”,
etc, etc.,
Esas palabras humildes hubieran hecho que Araceli se dejara abrazar, besar y
convencer, porque en esos momentos se sentía totalmente derrotada.
Su corazón que se estaba rompiendo estaba dispuesto a creer lo que fuera con tal
de parar esta intensa oleada de dolor y pérdida que hasta entonces le era totalmente
desconocida.
Pero Agustín, que era todo un macho mexicano, que creció, el único varón de los
cuatro hijos que tuvo su madre, y que ganaba mucho dinero gracias a sus negocios de
abarrotes, le pareció que Araceli no merecía ninguna explicación y que él podía tener las
mujeres que quisiera.
De manera que abrió la boca sin medir la estatura de su esposa: “No me hagas
escenas. Tú eres mi esposa y no te falta nada. Yo soy hombre y puedo hacer lo que se
me de la gana.
Graciela es mi amante”.
Al escuchar esto Araceli empezó a llorar con un llanto que la ahogaba y la hacía
gemir como animal herido.
Agustín se sentía totalmente invadido de impaciencia y rabia por la
incomprensión de esta mujer a la que “todo le había dado”.
Para Araceli, era duro escuchar la confesión, pero más doloroso se le hacía ver la
actitud de Agustin, el cual, para su sorpresa, no sólo no mostraba arrepentimiento, sino
que además parecía irritado con ella.
Como si ella hubiera hecho algo malo. Y se sintió perdida sin saber qué hacer.
Pudo haberse llenado de justa indignación y proceder a poner en su lugar al
esposo infiel e insolente. Pudo haber dicho, por ejemplo: “¡Cómo te atreves a hablarme
así!... estás estúpido si crees que me voy a dejar pisotear... o, voy a llamar a mi abogado
y me las vas a pagar!”
Pero el amor hace tonta aún a la mujer más inteligente, por lo que en lugar de
eso, con voz quebrada por el sentimiento y el corazón quebrado por el dolor, dijo:
“A mí nunca me has querido besar en público”.
Araceli y Agustín se habían conocido cuando ella tenía apenas 17 años. Ella era
hija única de Benita, la dueña de La Paloma.
Corría el año de 1972, cuando Agustín ingresó a La Paloma en Michoacán, con un
caso galopante de alcoholismo.
Benita aplicó varios de sus famosos remedios caseros y en pocas semanas logró
cortar en Agustín, la dependencia por el alcohol.
El grupo de Alcohólicos Anónimos consolidó la rehabilitación ya que le dio
armas a Agustín a no recaer. Y lo había logrado. Desde entonces, besando la cruz,
repetía a todo aquél que quisiera escucharlo: “ni una gota, te lo juro, ni una gota de
alcohol he vuelto a probar”.
Por aquél entonces, Benita ya tenía planes de abrir una sucursal de la clínica en
California. Para el final del tratamiento, Agustín mostraba síntomas de estar interesado
en Araceli, y hacía planes para establecerse en California para estar cerca de ella.
Con unos ahorros que tenía, al llegar a Santa Ana, Agustín abrió una carnicería al
estilo mexicano y su éxito fue instantáneo. En la carnicería ofrecía tortillas, abarrotes y
artículos básicos a su clientela y el lugar estaba siempre a reventar de paisanos que
estaban encantados con el sabor a pueblo que les ofrecía el negocio de Agustín.
Casi de inmediato que Araceli cumplió 18 años, Agustín fue a casa de Benita a
pedir su mano. La boda fue pactada para junio de 1974, o sea casi 12 meses después de
haber celebrado el compromiso.
El siguiente año Araceli y Agustín lo pasaron vigilando la construcción de la casa
que Benita quiso regalar a su hija. Agustín se negó a que la casa fuera pagada solamente
por Benita, así que consiguió una hipoteca que le permitió aportar el 50% del costo de la
casa y el terreno y fue así que pudo participar en las decisiones sin sentirse fuera de
lugar.
“¿Seis recámaras?, ¿Para qué tantas?”, preguntó Araceli. “¡Seis recámaras para
todos los hijos que vamos a tener!”, confirmó Agustín a su ruborizada novia.
La boda de Agustín y Araceli se celebró en Santa Ana. A la recepción asistieron
casi 300 invitados que brindaron y bailaron hasta el amanecer. Los novios fueron de
viaje a un recorrido por la costa de California y pasaron una semana en San Francisco,
de donde regresaron a instalarse en su nueva residencia.
Para gran deleite de Agustín, durante las primeras semanas después de la boda,
Araceli se transformó de una tímida novia virgen, en una apasionada compañera de
cama.
Ellos resultaron ser muy compatibles y ávidos de sí mismos en los juegos
sexuales. Araceli perdió la cortedad y se volvió una atrevida participante. Agustín fue
un maestro paciente y divertido.
La actividad sexual de la pareja solamente fue interrumpida por los embarazos
que, para gran desmayo de la pareja, tardaron varios años en llegar.
Al principio Araceli pensaba que era cosa de tiempo, pero luego empezó a
preocuparse. Pensaba que nunca iba a ser madre.
Cuando ya tenía ocho años de casada, le pidió ayuda a Benita, quien de
inmediato preparó unas tinturas, recomendó unos masajes y le aseguró que pronto
saldría embarazada.
Para fortuna de la pareja, en menos de un año de tratamiento, Araceli descubrí
que estaba embarazada. A los diez años de casada dio a luz a Victoria y dos años más
tarde a Roxana.
Después de cada embarazo, la pareja esperaba con ansia que pasara el tiempo de
la cuarentena para volver a disfrutar de su unión sexual.
Esa era una de las razones por las que Araceli se preguntaba una y otra vez el por
qué de la traición.
Otra de las razones era que una sólida parte de la prosperidad económica que la
pareja había logrado era gracias a Araceli. Ella había sido quien se encargó de hacer
ahorros con el dinero que Agustín traía a la casa para ir comprando propiedades.
El dinero se multiplicó gracias al buen olfato de Araceli para comprar edificios de
departamentos y oficinas. Ella se encargaba de cobrar rentas y reinvertir el dinero.
“Dime en qué he fallado”, preguntó Araceli la noche del cine y del beso en la
calle. Ella se cuestionaba la pregunta que toda mujer engañada se hace: “¿Qué tiene ella
que no tenga yo?”
“No te pongas dramática, y ya deja de hacerme escenas”, contestó Agustín con
voz cortante. Se sentía irritado que Araceli no comprendiera. ¡Él era hombre, por amor
de Dios!, ¿Por qué carajos no podía tener derecho a tener una amante? El estaba
cumpliendo todas sus obligaciones. A Araceli nada le faltaba. Él era un proveedor
generoso con ella y con sus hijas.
Todo lo que Araceli había pedido hasta ahora, lo había tenido. ¿Por qué tenía que
ponerse en este plan solamente porque él había decidido tener un poco de diversión?
“No tengo por qué darte explicaciones de mis actos. Yo hago lo que hago y como
quiera hacerlo, para eso soy hombre. Si algo no te parece, la puerta está muy ancha para
que te vayas. Y para que de una vez lo sepas, no pienso dejar a Graciela. Hazle como
quieras, pero no me hagas dramas”.
De un golpe dejó el tarro de café en la mesa y salió dando un fuerte portazo.
Araceli cayó enferma. Vomitaba bilis y agarró una fiebre cuatrapeada que la tiró
en cama por tres semanas durante las cuales perdió tanto peso y como ganas de vivir.
Benita jamás se enteró de la postración de su hija. Araceli no quería hablar con nadie ni
pedir ayuda.
A ratos llorando y a ratos delirando, con el paso de los días se fue consolando y
se fue mejorando gracias a los cuidados de Lucy, la sirvienta que llegó a trabajar con la
pareja cuando se casaron.
Agustín no hizo nada por ayudarla. Se mantuvo con el ceño fruncido, rumiando
su enojo y lamentando la “incomprensión” de su esposa.
No le creyó a Araceli que estuviera enferma. Pensaba que era un truco para
hacerlo sentir mal. “Pero conmigo no puede... yo soy perro viejo y ella no va a venir a
enseñarme trucos nuevos”, decía para sus adentros.
Una mañana, cuando ya había recuperado su fuerza una Araceli, ya serena y más
sabia, se levantó para hacerse nuevamente cargo de su hogar. Sin más trámite, empezó
un lunes y sirvió el desayuno, eficiente como antes.
Para entonces Victoria, la hija mayor tenía 10 años y Roxana tenía 8. Esa mañana
Araceli arregló a sus hijas para enviarlas a la escuela primaria.
Después de preparar el almuerzo, revisó la chequera para hacer sus pagos y
enviarlos por correo y actuó como si todo estuviera en orden.
Esa noche, Araceli esperó a que Agustín regresara después de cerrar el negocio y
le dijo: “Me voy a mudar a una de las recámaras de invitados. Y de una vez te aviso que
voy a permanecer contigo hasta que mis hijas se vayan de la casa. Cuando eso ocurra,
entonces me iré y te pediré el divorcio”.
Un leve malestar se sentó en la boca del estómago de Agustín. Esta Araceli tan
determinada no le gustaba. Hubiera preferido una escena de llanto, insultos, gritos y
amenazas. ¡Vamos, con gusto hubiera aceptado hasta una cachetada! La mujer tenía que
tener derecho a defender a su hombre, ¡Carajo!, pero esta actitud de dignidad, de reina
ofendida, no le gustaba nadita.
“Hazle como quieras pero no me estés fregando”, contestó Agustín sin tocar la
cena —una grave ofensa según le habían enseñado los años de matrimonio con esta
mujer. “Ya se le pasará”, pensó y se fue.
Lo único que lamentaba era que por el momento Araceli no lo iba a aceptar en su
cama. Era una lástima porque esa era la parte de su matrimonio que más le gustaba.
“Ojalá se le pase pronto”, pensó y sonrío imaginando con gran deleite cómo iba a ser la
tremenda reconciliación que ellos iban a tener.
Pero a Araceli nunca se le pasó. El hogar siguió funcionando con precisión
profesional. Araceli siguió yendo a sus clases de costura. En su calendario también
incluyó clases de yoga y de cocina. Acompañó a Agustín a todos los eventos sociales a
los cuales eran invitados. Organizó eventos para sus amigas, su madre o sus hijas,
siempre impecable, siempre sonriente y cada vez más distante.
Cuando pasaron los meses y Agustín vio que Araceli se había alejado
emocionalmente de él, internamente sintió una gran sensación de pérdida. En algunas
ocasiones llegó a sentir un atisbo de remordimiento. Pero antes de entregarse a
lamentar abiertamente el haber perdido a su mujer, Agustín echaba fuera esas
indeseadas emociones y se recordaba que “Para eso era hombre”.
A solas consigo mismo, sin embargo, no podía menos que comparar a ambas
mujeres y para su gran malestar, Araceli siempre salía ganando. Era mejor cocinera.
Bueno, digamos que no había comparación en este terreno porque Graciela no sabía ni
hervir agua. También mejor amiga. Siempre lo había escuchado con atención y en lugar
de decirle qué hacer, le hacía preguntas atinadas que lo hacían razonar y encontrar
soluciones por él mismo. Era buena confidente.
A Araceli podía contarle sus más íntimos pensamientos y ella jamás repetía nada
que él le hubiera confiando. Era mucho mejor amante. ¡Ah!, las cosas que ellos dos no
habían hecho bajo las sábanas. ¡La extrañaba con su picardía y su ingenio. ¡Era tan
divertida y tan generosa en las noches de placer! También era más guapa. Llevarla del
brazo le dejaba siempre muy buen sabor de boca en los círculos sociales donde se
desenvolvían. Su porte elegante, su caminar sereno.
¡Hacían tan buena pareja en todo terreno!, se lamentaba Agustín quien no
entendía por qué su mujer era tan dura de no poder perdonarle una indiscreción. En
ratos de nostalgia por ella, Agustín no podía recordar por qué fue que sintió necesidad
de hacerse de una amante, en primer lugar.
El asunto no fue planeado. Simplemente sucedió. Conoció a Graciela y sintió
curiosidad de experimentar por otro lado. En sus años de alcoholismo tuvo muchas
mujeres. Pero desde que se casó se había dedicado solamente a su esposa y de repente
quiso saber si todavía era capaz de enamorar a una mujer.
No es que tuviera queja alguna de Araceli, no. Era solamente que pensaba que un
hombre podía hacer lo que quisiera y pudiera, mientras tuviera la oportunidad. Y eso
fue lo que hizo. ¿Por qué Araceli no podía entenderlo y aceptarlo? ¡Esto no tenía por
qué afectarla a ella, por Dios santo!
Los meses se convirtieron en años y la relación con Graciela continuó, ahora con
más ganas dado que Araceli jamás regresó a la recámara matrimonial a pesar que
Agustín trató de seducirla varias veces.
Como Araceli no se dejó convencer y, considerando que ya no tenía nada que
ocultar, Agustín se descaró.
Muchas amistades lo vieron paseando en público con Graciela. Igual en el cine
que en las tiendas. Igual en restaurantes que en salones de baile.
Incluso hubo noches en que no llegó a dormir. “No me esperes esta noche”, decía
simplemente. “Tengo un asunto que arreglar y llegaré hasta mañana”.
El escuchar estas palabras, Araceli asentía. De hecho, con los años, había llegado
a saber qué días eran los que Agustín no iba a venir a dormir. El cumpleaños de
Graciela, el aniversario de ellos como pareja y una semana antes de la Navidad. Esas
eran las fechas en las que Agustín le regalaba la noche completa a su amante.
El corazón de Araceli ya no guardaba rencor ni amargura. Una sabiduría que
nunca supo de dónde venía, le había permitido sacar de su corazón a Agustín y “dejarlo
ir”.
Ella ya no tenía expectativas respecto a su matrimonio. Araceli ya sabía que
llegado el día en que se fueran sus hijas, ella iba a salir de ese hogar sin mirar atrás.
Previendo que llegara esta fecha, Araceli abrió una cuenta de ahorros a su
nombre y le informó a Agustín que se estaba asignando como sueldo un porcentaje
como administradora de los edificios que la pareja poseía. Sin sospechar para qué
quería el dinero su mujer, Agustín pensó que era natural que ella quisiera tener su
propio ingreso. No le dio mayor importancia.
Cuando su hija menor anunció que se iba a estudiar al colegio, Araceli empezó a
buscar un condominio. Y por un lado planeaba menú para la fiesta de despedida y por
otro ordenaba cortinas para el condominio. Flores para adornar la casa, sala para su
nueva vivienda; fotógrafo para la fiesta, artefactos para su nueva cocina.
El día que su hogar se vio lleno de gente despidiendo a su segunda hija, en la
estancia del nuevo condominio ya se veían cajas con ropa, libros, discos y cosas de
costura que Araceli había ido sacando poco a poco de su hogar.
Cuando dieron las seis de la mañana del día siguiente a la fiesta, Araceli cargó las
últimas cosas en su automóvil. Se bañó y se vistió, revisó los closets de su recámara y de
su cuarto de costura para asegurarse que no estuviera olvidando nada y se fue.
Horas después, cuando Agustín se levantó, fue a la cocina y le extrañó que no
hubiera ese delicioso aroma del primer café de la mañana al que lo había acostumbrado
Araceli. Lo que Agustín ignoraba era que la fiel Lucy se había ido a seguir a Araceli a su
condominio y ahora él estaba solo en la gran casona.
Sobre la mesa no había pan recién horneado, ni flores frescas cortadas del jardín.
Tampoco había un guiso cocinándose en la estufa, ni una Araceli enfundada en un
mandil limpio, volvería jamás a preguntarle si deseaba desayunar en la cocina o en la
terraza.
En esos momentos, todavía no había entrado el miedo en el cuerpo de Agustín.
Pensó que, —tan extraño como pareciera, a Araceli se le “habían pegado las sábanas”.
Sin hacer ruido para no despertarla, Agustín empezó a buscar el café para
prepararse una taza. El primer problema que encontró era que no sabía cómo cargar la
cafetera. Era curioso, pero nunca había preparado café. No había tenido necesidad ya
que era siempre Araceli la que se hacía cargo de eso.
Cuando por fin pudo cargar la cafetera de agua y café, y la echó a andar, trajo un
tarro y se sirvió un café cuyo color le indicó que le había fallado el cálculo en la
proporción agua-café. El sabor era tan malo que tuvo que calificarlo de “esta imbebible
agua de calcetín” y lo dejó a un lado.
“¿Dónde estaba Araceli que no se había levantado a cumplir con sus deberes?”,
pensaba Agustín mientras caminaba rumbo a la recámara de invitados. Al llegar
encontró la puerta cerrada.
Tocó suavemente. “¿Araceli?... ¿Estás bien?”. Luego de llamar varias veces,
subiendo la voz y el tono de los toquidos, abrió la puerta y lo primero que vio fue la
cama tendida y una carta dirigida a él sobre la colcha bien estirada y puesta, como todas
las camas tendidas por Araceli.
“Querido Agustín”, empezó a leer con el inicio de una alarma danzando en el estómago.
“Llegó el día del que hablamos hace diez años cuando descubrí que tenías una relación con otra
mujer. La menor de mis hijas ya no me necesita más, así que para cuando leas esta carta ya me
habré ido. He consultado un abogado para iniciar los trámites de divorcio. El te contactará para
resolver esta situación. Espero que tengas una buena vida. Tu ya pronto ex-esposa, Araceli”.
Agustín se sentó en la cama y releyó la carta. ¡No podía creer que esta loca mujer
hubiera sido capaz de cumplir sus amenazas!
Cuando el peso de las palabras escritas en la carta de despedida que dejó Araceli
penetró en su cerebro con toda la tremenda fuerza de lo definitivo, Agustín, por
primera vez desde que tenía 25 años y dejó de embriagarse, sintió deseos de ponerse
borracho.
En los días que siguieron, el mundo se le vino abajo a Agustín. Tuvo que
aprender a vivir en una casa vacía que se ensuciaba sola y en la que nunca había
camisas limpias, ni comida sabrosa a ninguna hora.
Tuvo que reconocer que el polvo se estaba acumulando en todas las superficies y
se maravilló al pensar que todos estos años, la mano oportuna de Araceli había sido la
que había limpiado y pulido a tiempo para que él no viera lo que ocurría
inexorablemente en la madera de los muebles y el vidrio de las ventanas.
Y fue a través de la ausencia de Araceli que pudo comprender la magia que ella
había traído a su vida, durante casi 30 años de matrimonio.
El nunca había dado ningún pensamiento al hecho de que la casa fuera tan
cálida, que estuviera tan limpia; ni al milagro de que la ropa bien doblada volviera a
aparecer en los cajones con toda regularidad o que el refrigerador se mantuviera
siempre lleno de provisiones.
Son cosas que había dado por sentadas. Igual que dio por sentado el amor de
Araceli. Fue por esos días que dio en recordarla, con su eficiencia, con su sensualidad y
su alegría. Y sintió pena de haberla perdido y dolor por haber sido tan soberbio de no
pedir perdón a tiempo. Había cambiado talegas de oro por cuentas de vidrio.
En su mente recordaba a la muchacha que conoció en Morelia. Su piel clara,
limpia, sus ojos brillantes. Ese olor a jazmín que siempre la seguía por donde pasaba.
Araceli era como ninguna mujer que él hubiera conocido. Era segura de sí
misma. Contestaba directo, viéndote a los ojos. No creía en cuentos y tendía a llamarle a
las cosas por su nombre.
Eso fascinaba a Agustín que estaba acostumbrado a mujeres dramáticas, que se
colgaban de ti y luego, luego querían manipularte para hacer nido contigo.
Araceli se reía de las bromas que Agustín le hacía y lo que más le encantaba era
que siendo tan bonita como era, no era presumida. Parecía como si no estuviera
consciente del impacto que ella tenía sobre él.
Era como si no notara que cuando él la veía pasar sentía que una fuerza gigante
lo jalaba hacia su presencia de mujer joven; y sus ojos no podían desprenderse de la
sensualidad de sus senos y caderas que solo se veían interrumpidos por la brevedad de
su cintura.
Cuando ya estaban comprometidos, Agustín dio en ir a visitarla a su casa
llevando su guitarra. Con ella le daba, lo que la pareja acabó nombrando: “serenatas
privadas”.
Ahí, en la sala de la casa donde Benita y Araceli vivían dentro de los campos de
La Paloma, Agustín cantaba: “Conocí a una linda morenita y la quise mucho....”
Tenía una voz bien timbrada que a Araceli se le hacía súper sexy.
¡Qué tiempos aquellos!, pensó Agustín regresando al presente y volviendo a
sentir un agudo malestar por el estado deprimente del hogar abandonado.
Pero la vida tenía qué seguir adelante y no sabía cómo enfrentarla sin su esposa.
Y se daba cuenta que nadie lo había preparado para este momento.
Tuvo que explicar a sus hijas que su madre había abandonado el hogar “sin
explicaciones”. Tuvo que pagar la luz y el teléfono después que los cortaron y recordar
traer a casa leche, azúcar y otros alimentos básicos que ya no había nadie que surtiera.
Y cuando ya no aguantó más, tuvo que irse a vivir al apartamento de Graciela
para tener quien le lavara la ropa y sirviera, por lo menos, el café de las mañanas.
Pero eso fue también un desastre porque Graciela estaba acostumbrada a estar de
adorno y no sabía nada de administrar un hogar.
Más bien fue la mamá de Graciela quien le dio un poco de orden a la vida de
Agustín. Fue ella quien resolvió el misterio de la proporción de agua-café y lo recibía
por las mañanas con un café de regular sabor. Fue la mamá quien le lavó y planchó
unas camisas que, con los meses, se fueron percudiendo, justo al igual que Agustín que,
sin Araceli, se sentía perdido.
Como al mes que Araceli se fue de la casa, el abogado llamó para hacer una cita.
Fue entonces que Agustín tuvo una brillante idea. “Antes de iniciar negociaciones, exijo
hablar a solas con mi esposa”, le dijo al abogado.
Para su enorme júbilo, el abogado llamó un par de días más tarde para
comunicarle que Araceli había aceptado reunirse con él.
Hicieron una cita. Agustín eligió un restaurante elegante al que alguna vez
fueron a celebrar un aniversario de boda, con la secreta esperanza de conmover el
corazón de su mujer.
El día de la cita llegó y un Agustín, más nervioso que un novio virgen en su
noche de bodas, vio llegar a una Araceli, rejuvenecida y todavía muy guapa, a pesar de
sus casi 50 años.
“¿Qué es esto de que te quieres divorciar?”, increpó con rudeza e internamente
lamentó sus palabras y el tono. Lo que en realidad quería decir era “Por favor,
perdóname y regresa porque ya me di cuenta que sin ti no la hago”.
Como quien explica una lección a un niño de primaria que no entiende, Araceli
procedió a recordarle a Agustín que la noche aquella de los besos públicos en el cine,
con la mujer equivocada, ella le había sentenciado que se iba a divorciar de él cuando la
hija menor se fuera de la casa.
Agustín escuchó estupefacto. Claro que se acordaba que Araceli le había
anunciado que esto iba a pasar, pero él pensaba que eran frases huecas.
Sin querer aceptar que Araceli tuviera derecho a cumplir con sus planes de
divorcio, Agustín insistió que ella regresara a la casa.
Cuando ella se negó, el siguió insistiendo. Incluso sugirió que si ella estaba
decidida a divorciarse, lo podían hacer “cada quien en su recámara”.
Pero Araceli se mantuvo firme. A la pregunta de “¿Qué vas a hacer ahora?”,
Araceli le comunicó que iba a trabajar con Benita, en la oficina de administración de La
Paloma.
Agustín la felicitó por tan bien pensada actividad y le aseguró que podía llevarla
a cabo desde el hogar que acababa de abandonar.
Como respuesta a esto, Araceli le informó que la casa donde ellos habían vivido
su vida de casados, al igual que el resto de las propiedades, se iban a dividir entre los
dos en el acuerdo de divorcio.
Agustín no se desanimó por las primeras respuestas de Araceli. Después de todo,
su éxito como vendedor había siempre consistido en saber escuchar para obtener
información que le permitiera convencer al cliente de comprarle.
Mientras la escuchaba hablar de los planes de divorcio, que su mujer había
organizado detalladamente, Agustín la miraba con admiración.
Araceli siempre había sido una mujer hermosa, pero ahora en su madurez, era
elegante, además de hermosa. Su cabello corto y su cutis luminoso. Los ojos de pestañas
largas no necesitaban maquillaje alguno. Tenían sus propias sombras que los hacían ver
un tanto exóticos. La boca pintada de rosa intenso resaltaba como una flor encendida de
color.
Con paciencia, Agustín fue rebatiendo todos los puntos de Araceli e, incluso, le
pidió perdón por su mal juicio años atrás, por su infidelidad y hasta le prometió darle
una indemnización a Graciela y sacarla para siempre de su vida.
“Te ruego que lo reconsideres”, dijo Agustín con su tono más convincente. “Te
he extrañado mucho y quisiera que volviéramos a ser una pareja feliz como lo fuimos
antes que yo hiciera lo que ahora me arrepiento de haber hecho”.
Araceli escuchó con sorpresa las palabras de Agustín. ¡Cuánto hubiera dado por
escucharlas aquella fatídica noche del desencuentro con él y su amante! Es más, si
Agustín hubiera tenido esta actitud durante los días en los que el dolor la tuvo postrada
en cama, sintiendo lástima por sí misma y empapando almohadas de día y de noche,
quizá no hubiera dudado en echarse a sus brazos y arrancar esta hoja dolorosa de su
historia.
“Agradezco tus palabras y tu oferta de regresar a casa”, le dijo Araceli e hizo una
pausa y se le quedó viendo. “Pero mi decisión ya está tomada y no tengo ningún interés
en regresar”, puntualizó.
Cuando Agustín agotó todos los recursos que se le ocurrieron y vio que aún así
Araceli seguía “montada en su macho”, le reprochó que, después de 10 años, ella
hubiera insistido en ejercer una venganza tan estúpida.
“En eso estás equivocado, Agustín. Esto no es una venganza, es un plan de vida.
Tú ahora vas a ser libre de casarte si así lo deseas, con Graciela o con quien se te antoje,
y yo haré lo mismo. Yo también quiero tener una pareja. Todos estos años no lo hice
porque mis hijas necesitaban la estabilidad de un hogar. Ya cumplí mi compromiso con
ellas, ahora es tiempo de hacer mi vida”.
“¿Que? ¡Cómo!”, preguntó Agustín sorprendido por los planes sentimentales de
su mujer.
Sólo de pensar en que Araceli pudiera tener otro compañero de cama, Agustín
sintió que la sangre le hervía. “No es lo mismo que yo lo haga a que lo hagas tú. Yo soy
hombre. ¿Cómo te atreves a hablarme así…? ¡Me estás faltando al respeto…, eres una
sinvergüenza, lo único que te importa es meterte en la cama con cualquiera!”, empezó a
gritar Agustín.
Araceli lo miró con ojos helados y sin ninguna expresión en su rostro. Sin esperar
más insultos, tomó su bolsa de mano. Con porte distinguido y paso determinado, salió
del restaurante y de la vida de Agustín.
Lo que siguió después de eso fue que Agustín le contó a todo el que quiso
escuchar, hijas incluidas, que su madre lo había abandonado para irse de “aventurera”.
“Es una cualquiera y se está comportando como tal”, gritaba a voz en cuello
Agustín, cuya presión arterial atestiguaba el sofoco que la actitud de Araceli le causaba.
Conforme las citas con el abogado y el juez avanzaban en los trámites de
divorcio, la indignación de Agustín crecía.
No perdía oportunidad para insultarla, más herido aún de verla sonriente, bien
vestida y con esa sensualidad que siempre tuvo, ahora, como buen vino, más encendida
en su madurez.
Las hijas vinieron a buscarla. Tanto Victoria como Roxana trataron de
convencerla que recapacitara porque no podían resistir ver sufrir a su papá
“Este es un asunto entre su padre y yo, que no voy a discutir con ustedes”,
contestaba Araceli con seco. “No me es posible darles explicaciones, pero tienen qué
confiar en mí, en que sé lo que estoy haciendo”.
En otras ocasiones era un: “Esta es mi decisión y tienen que respetarla”, la única
respuesta que Araceli les dio después de escuchar argumentos, súplicas y hasta
reproches de las hijas.
Araceli se mantuvo firme y los trámites del divorcio, para lamento de Agustín y
sus hijas, concluyeron meses después.
Los bienes de la pareja se repartieron equitativamente. La casa de las seis
recámaras se le quedó a Agustín, básicamente porque Araceli no la reclamó.
Para cuando todo terminó, un derrotado Agustín trajo a una jubilosa Graciela a
vivir al hogar que Araceli había dejado vacío. Graciela se sentía ahora la señora y ama
de la casa e instaló a su mamá en una de las recámaras para que se hiciera cargo de la
casa.
A los pocos meses, Agustín aceptó casarse con Graciela básicamente porque ésta
insistía en que debía llevar el apellido de él para ser respetada y aceptada por sus hijas.
Pero el matrimonio no logró el propósito.
Las reuniones familiares ahora se celebraban en el condominio de Araceli, sin
Agustín, ni Graciela.
Las hijas dejaron de visitar la casa de las seis recámaras, la cual se veía cada día
más deteriorada y sucia. Ellas se quejaban de haber perdido el hogar de su infancia.
Araceli no echaba de menos la casa ni nada del pasado. Ella tenía su mirada
puesta en otros horizontes. Gracias a su trabajo en La Paloma, se habían abierto nuevas
oportunidades de amistad y quizá, ¿por qué no?, hasta de romance.
Para consternación de Agustín, los rumores eran que últimamente Araceli había
estado saliendo con un viudo al que recién había conocido.
Agustín,
De México D. F. a Morelia, Mich, 1972
Destete de alcohol. Durante las primeras 24 horas de la desintoxicación alcohólica, se debe
administrar al paciente una cerveza clara cada hora. Se empieza con 12 onzas y se va disminuyendo
una onza cada dos horas. Al mismo tiempo se administra una infusión de 7 Azahares, a razón de dos
onzas porhora, entre cada cerveza.
El día que Agustín se internó en La Paloma para una desintoxicación alcohólica,
estaba a punto de cumplir 25 años y llegó cayéndose de borracho.
Nada más entró al cuarto que le habían asignado en La Paloma y se dejó caer
boca arriba en la cama. Las cuatro paredes giraban y se distorsionaban. Agustín no
podía sostener los ojos abiertos porque el cuarto andante lo mareaba más. Pero tampoco
podía tenerlos cerrados porque sentía que caía al vacío.
Gracias a Dios una enfermera estuvo ahí para acercarle una cubeta cuando
empezó a vomitar. Otras manos, que parecían más recias empezaron a desvestirlo.
Agustín quería hablar. Quería decirles que todo iba a estar bien, que él no necesitaba
ayuda. Que sólo se había tomado unas pocas copas para calmar los nervios, pero las
personas que estaban cerca de él parecían no entender las palabras que él decía.
Cuando recuperó el sentido, varias horas después, la cabeza estaba punzando
con una intensidad Mayor, con “m” mayúscula. El estómago estaba revuelto y la
sensación de náusea era tan intensa que Agustín tuvo miedo de moverse. Un escalofrío
persistente le recorría el cuerpo.
Levantó una mano para quitarse el cabello de uno de sus ojos pero no pudo
dirigirla hacia su cara. La mano estaba tan temblorosa que le resultaba imposible de
controlar.
No sabía dónde se encontraba. De los muchos lugares donde había despertado
después de una borrachera, este no parecía familiar.
Poco a poco la memoria fue regresando. Estaba en La Paloma, un centro naturista
en Michoacán al que lo habían enviado su novia y su jefe con un ultimátum: “o te
atiendes o así te va”.
“¡Qué chingadera!”, exclamó para sus adentros al recordar que el programa de
desintoxicación duraba seis semanas. Iba a tener que quedarse recluido, sin beber, en
este lugar de mierda. La luz de la luna que se asomaba por la ventana le indicó a
Agustín que todavía era de noche. “Seguramente son las 3 o 4 de la mañana”, se dijo,
pensando que esa era la hora en que regularmente lo despertaba la necesidad de
echarse un trago.
La urgencia de beber era tan intensa que lo hizo levantarse. Esto no le hubiera
pasado si él estuviera en su casa, pensó. Agustín siempre tenía la buena precaución de
comprar con tiempo sus botellas de vodka (porque no “huele”). En el carro
acostumbraba traer tres o cuatro botellas nuevas. Y en la casa tenía “escondidos” por
varios lugares, incluidos la cocina, los baños, los clósets de toda la casa y hasta en el
jardín.
Este método de almacenar botellas lo empezó a seguir una noche en que al
momento de irse a dormir se dio cuenta que solamente le quedaba media botella de
vodka. En esos terribles instantes entró en un pánico que lo hizo levantarse a buscar un
lugar que vendiera alcohol por la noche. Fue horrible. Nada más de acordarse le
empezaban a sudar las manos de la desesperación. A partir del siguiente día a esa
fatídica noche, Agustín empezó a comprar su bebida por caja.
Pero esta noche no creía encontrar botellas escondidas en ningún rincón del
lugar. No recordaba si había llegado a La Paloma manejando. Lo dudaba, pero aún así,
abrió la puerta del cuarto tratando de orientarse en la oscuridad para encontrar el
estacionamiento. Sentía una desesperación, un desasosiego intenso. Quería echarse a
correr. Huir de este lugar donde lo habían recluido, pero el cuerpo no le respondía.
Después que caminó unos pasos, encontró una puerta enrejada cerrada con
candado. A lo lejos se veía el jardín, una fuente y más al fondo, el estacionamiento.
Agustín sintió alivio pensando que quizá lo habían traído en su propio coche.
Al ver cerrada la puerta empezó a jalarla, primero en forma tentativa y luego con
toda la energía que su desesperación le daba. Cuando vio que no cedía empezó a
patearla, echando maldiciones. Alguien trató de detenerlo, pero Agustín se resistió.
Pensó que le iban a impedir llegar a su automóvil y entonces lo invadió una
desesperación frenética. Y pateó y gritó y volvió a gritar, y pateó más fuerte mientras
cuatro brazos fuertes lo separaban de la reja.
Las luces se encendieron y escuchó pasos correr hacia él. Unas voces discutían el
mejor curso de acción mientras Agustín resistía con toda la fuerza de la que era capaz,
impulsado por una urgencia intensa de poner en su boca ese líquido quemante que
siempre lograba llevarlo a ese mundo en donde todo era perfecto, aunque fuera por
unas cuantas horas. De repente, mientras todo esto estaba pasando, algo golpeó su
consciencia. “¿Será que es cierto lo que dicen... de que soy alcohólico?”
Agustín empezó a beber más seriamente cuando estudiaba en la Facultad de
Administración de Empresas. Antes de eso, en la preparatoria había experimentado una
que otra borrachera sin importancia. Pero en la facultad descubrió que un poco de
alcohol lo aliviaba del estrés. Si había angustia por trabajos que tenía que presentar,
unas cuantas cervezas le ayudaban a estudiar mejor.
Junto con el título, Agustín recibió una mención honorífica. Durante la fiesta de
celebración todo fue euforia y diversión que duró por muchas horas de consumir
alcohol y recibir abrazos.
Al día siguiente, cuando despertó, Agustín sintió terror con el cambio de vida. En
esas horas de soledad y resaca, comprendió que ahora ya no era estudiante. Ahora era
desempleado y tenía que enfrentarse solo a la vida real.
Este era el momento oficial en que dejaba de ser dependiente de otros y pasaba a
ser un adulto de quien se esperaban resultados. Solo de pensarlo, Agustín sentía un
miedo que parecía complicado de vencer.
Para darse valor, Agustín, por primera vez en su vida, tuvo necesidad de beber a
solas para calmar la ansiedad. Afortunadamente, gracias a sus calificaciones pronto
encontró un empleo.
La “Empacadora San Miguel” le ofreció un modesto puesto de vendedor que le
permitiría, si cumplía metas de ventas, progresar a supervisor en pocos meses. Agustín
tomó el reto con gran entusiasmo. Armado de un entrenamiento interno en el que
sobresalió por su empeño, pronto salió a buscar clientes.
Cada mes, las metas de ventas se fueron cumpliendo. Agustín tenía un carácter
carismático que ganaba por igual cuentas pequeñas que cuentas nuevas importantes en
el territorio que tenía asignado.
Conforme la presión por cumplir metas aumentaba, el deseo por beber también.
El empleo resultó ser su aliado ya que Agustín podía empezar a beber a la hora de la
comida, cuando invitaba clientes. Nadie podía reprocharle que regresara a la oficina
oliendo a alcohol. “Es parte de mi descripción de trabajo”, explicaba Agustín con gran
satisfacción a sus amigos.
El puesto de supervisor llegó y con él nuevos retos, mismos que Agustín fue
cumpliendo eficientemente, claro, ayudado por litros y litros de vodka. “Sobre las rocas,
por favor, con un jugo de naranja a un lado”.
En pocos años llegó al puesto de gerente regional. Fue entonces que empezó a
viajar por la República Mexicana. Su poder de convencimiento y presencia atractiva no
sólo le servía para convencer clientes, sino también para conquistar mujeres, pero
ninguna duraba más allá de unas semanas. Pero ocurrió que en la sucursal Guadalajara,
Agustín conoció a Raquel, quien se convertiría en su primera novia formal.
Raquel era una muchacha divorciada que era madre de una niña de un año.
Vivía con sus padres y de momento se mostró muy desconfiada de Agustín. Ella había
sufrido un divorcio difícil y estaba todavía en pleito con el padre de su hija quien
peleaba la custodia de la niña. Pero Agustín no se iba a dejar vencer fácilmente.
Agustín fue paciente con Raquel. La enamoró con cenas, almuerzos y comidas al
principio del cortejo. En salones de baile y en bares cuando ya había logrado que se
hicieran novios. La pareja se veía una semana de cada mes, cuando Agustín llegaba a
Guadalajara en su recorrido mensual de las plazas que supervisaba.
La pareja peleaba a menudo porque hasta la sucursal Guadalajara llegaban
rumores de las conquistas femeninas de Agustín que era considerado “un gran partido”
dados sus triunfos en el área de ventas y los buenos ingresos que recibía. Raquel
siempre acababa perdonándolo porque veía en Agustín el potencial de ser buen esposo
y padre para su hija.
En los años que siguieron, el noviazgo de la pareja continuó. Agustín tuvo dos
ascensos más. Uno a Gerente de la Zona 1, que ahora abarcaba medio país ya que
solamente había dos gerentes de zona. Y, a los 24 años, Agustín fue ascendido a Gerente
General de Ventas.
Para entonces, Agustín cargaba consigo botellas de vodka por todos lados y su
beber se había vuelto constante. El éxito económico estaba bien consolidado pero las
relaciones con Raquel estaban muy tensas.
Raquel le reprochaba a Agustín, además de sus infidelidades, su forma de beber.
Ella insistía en que él era un alcohólico que necesitaba ayuda y Agustín contestaba: “Yo
dejo de beber en el momento en que me lo proponga.... lo que pasa es que no quiero
dejar de hacerlo”.
Agustín pensaba que Raquel estaba fuera de la realidad. ¿Qué no se daba cuenta
que la única manera de tener buenas relaciones con los clientes? “Es gracias a mí que la
empresa ha prosperado hasta nivel de exportación” ¿Cómo podía pensar Raquel que
Agustín podía socializar con los clientes sin beber unas inocentes copas?
¡Estaba loca si creía que ella podía gobernar sobre la cantidad de alcohol que él
podía consumir!
Sin embargo ocurrió que Gonsalvez, el dueño de la empresa, convocó a una junta
urgente de todos los gerentes regionales y de zona para el lanzamiento de una nueva
línea. La junta era a las 8 de la mañana y Agustín se presentó ebrio.
Esa madrugada lo había despertado la ansiedad de pensar en los asuntos
involucrados con la nueva línea. Sin poder dormir se fue a la cocina, “calmarse los
nervios”. Para cuando amaneció, Agustín ya había consumido una botella de vodka de
3/4 de litro.
Cuando llegó a la junta él pensaba que estaba a “cargo de la situación”. Todo le
parecía bajo control. Caminó despacio al salir de elevador, con porte que él consideró
sereno y hasta altivo para que las secretarias no notaran que estaba “un poco pasadillo,
jeje”, dijo para sus adentros.
Cuando llegó a la sala de juntas donde ya estaba la sesión en pleno, trató de abrir
la puerta pero por alguna razón extraña, no se acordaba para qué lado se giraba la
perilla. Hizo un esfuerzo de girar la perilla para un lado y para otro y de jalar la puerta
con fuerzas hasta que sintió que alguien la jalaba hacia adentro.
El impulso de quien jaló la puerta hizo que Agustín se fuera hacia adelante y
cayera a todo lo largo a los pies atónitos del gerente de la Zona 2.
“¡¿Todo bien?!”, dijo medio asustado y medio pidiendo disculpas el de la Zona 2.
“Disculpa, no me di cuenta que estabas tratando de abrir la puerta”, añadió mientras lo
ayudaba a ponerse de pie.
Agustín se levantó medio aturdido y con dedos torpes trató de cerrar el saco de
su traje. Fue en ese momento que se dio cuenta que había olvidado ponerse los
pantalones.
Un silencio atónito cayó sobre la sala de juntas el cual fue roto por unas pocas
risas reprimidas. La mirada dura de Gonsalvez se posó sobre el de la Zona 2 y le dijo:
“Acompañe a Agustín a su casa, por favor”.
Agustín quiso asegurarle a Gonsalvez que no había necesidad de tanto. Que en
realidad todo estaba bajo control, pero las palabras se le escapaban y lo que parecía
perfectamente claro, de momento se volvía confuso.
Abrió los ojos grandes, parpadeó y trató de mantener el equilibrio.
Quiso extender la mano para despedirse correctamente de Gonsalvez, pero a
duras penas podía enfocar la mirada y no lograba ubicarlo en el cuarto.
El de la Zona 2, “¿Cómo se llamaba?”, lo quiso jalar hacia afuera del cuarto de
juntas, pero Agustín se resistía a irse así, sin ninguna explicación. En eso se levantó el
de la Zona 1, ¿O era el supervisor de la 2c? para ayudar al de la Zona 2 a sacar a rastras
a Agustín.
Mientras era transportado al estacionamiento de la empacadora los pensamientos
de Agustín no estaban centrados en las posibles consecuencias de la escenita que
acababa de dar en la sala de juntas. Ni en ponerse sobrio, encontrar un pantalón y
regresar a pedir disculpas. Por otro lado, no le preocupaba que la junta que había traído
a supervisores y gerentes de toda la república, fuera para que él presentara un producto
nuevo.
Tampoco recordó que había olvidado preparar copias de la estrategia de
mercado acordada para el lanzamiento. No, su mente no estaba pensando en nada de
eso, sino que estaba haciendo un esfuerzo supremo por acordarse del lugar donde había
dejado su reserva de botellas de vodka. Nada más de acordarse de esa preciosa caja que
estaba seguro tenía escondida en algún buen lugar, la boca se le llenaba de ansia y el
cuerpo de anticipación.
Benita,
Morelia, Michoacán, 1954
Desintoxicación del hígado. Hierva dos onzas de diente de león recién cortado en 16 onzas de
agua. Deje hervirhasta que se consuma la mitad del líquido. Deje enfriar. Cuele. Agregue una onza de
tintura de rábano picante. Administre una cucharada cada hora para estimular un hígado lento.
El Centro Naturista La Paloma fue fundado por Benita en 1954 en un rancho en
las orillas de Morelia, en el estado mexicano de Michoacán. La idea era ofrecer un lugar
de desintoxicación a base de plantas, frutas y terapias naturales a personas que
sufrieran cualquier tipo de padecimiento o, como ocurrió con la práctica, que
simplemente quisieran venir a desestresarse, rejuvenecerse y limpiarse de toxinas.
En aquella época Benita tenía 28 años. Era una “quedada”, según los estándares
de su época, cuyos conocimientos de naturismo habían sido aprendidos de su abuela,
de quien conservaba una libreta donde estaban anotadas las fórmulas en orden
alfabético por enfermedad.
A la libreta de pasta gruesa, titulada simplemente “El Yerbario”, Benita fue
agregando sus propias observaciones. En algunos casos también anotaba los resultados
obtenidos con tal o cual paciente. Con los años, la portada de El Yerbario se fue
gastando y las páginas se fueron poniendo amarillentas y captando manchas de dedos
presurosos que hurgaban sus páginas frente al enfermo. Toda esa pátina de historia le
fue dando un halo de leyenda entretejido con dones milagrosos.
Durante los primeros años de operación, Benita se instaló una casa que heredó de
su abuela, la dueña original de El Yerbario. Ahí adaptó las cuatro recámaras con dos
camas cada una. La sala se convirtió en sala de recepción, la cocina en laboratorio de
remedios y alimentos naturales y los baños fueron adaptados con tubería de vapor para
hidroterapia.
El primer paciente que contrató los servicios de Benita fue un enfermo
desahuciado que provenía de una de las familias más acomodadas de Morelia. Néstor,
se llamaba, y tenía un problema en el hígado que los doctores no habían podido
diagnosticar. No era cirrosis, no era hepatitis, no era esto ni era aquello, pero el pobre
Néstor que entonces tenía 24 años, se iba secando porque su hígado no estaba
trabajando.
Cuando llegó a La Paloma, su familia compuesta de mamá, papá y cinco
hermanas, no tenía ninguna esperanza de verlo recuperarse, pero estaban dispuestos a
pagar a Benita para que lo cuidara durante las pocas semanas de vida que el médico
especialista había asegurado que le quedaban.
Benita estaba encantada de haber recibido a su primer paciente. Y no teniendo
nada más qué hacer, se dedicó en cuerpo y alma a atenderlo.
El primer día que Néstor pasó en La Paloma, estaba tan postrado que ya no
aceptaba comida y solamente dormía.
Benita le administró un vaso de agua tibia cada hora sin interrupción durante las
24 horas del día. El segundo día, gracias al agua, Néstor abrió los ojos y mostró un poco
de interés por conocer el lugar donde se encontraban. Animada con los resultados,
Benita procedió a administrarle un vaso de agua tibia cada hora y, media hora después,
medio vaso de jugo de manzana.
Día y noche Benita durmió en la cama de al lado, en el mismo cuarto, y despertó
a tiempo de administrarle los líquidos.
El tercer día, la dosis de jugo de manzana aumentó y Néstor empezó a pasar más
horas despierto. Junto con el agua y los jugos, durante el día, Benita le administró a
Néstor varias técnicas de hidroterapia. Le dio masaje en el vientre para estimular la
circulación y le puso compresas calientes y frías en el vientre y la espalda baja, para
desinflamar los órganos internos.
Diariamente, al menos una de las hermanas de Néstor venían a visitarlo
acompañados de mamá o papá. Ellos llegaban con cara de espanto, esperando recibir
indeseadas pero fatales noticias de Benita. Después de ver a Néstor, vivo, y con un poco
de mejor color, se iban de La Paloma más calmados, pero sin atreverse a echar
campanas a vuelo todavía.
Al quinto día de agua y jugos, Benita empezó a dar sopa de vegetales a Néstor y
a administrarle un té de yerbas amargas, para estimular el hígado.
Fue hacia el día 10 que Néstor se levantó por sí solo de la cama y caminó unos
pasos hasta el jardín, donde se dejó caer exhausto por el esfuerzo. Ese día fue jubiloso
para la familia que vino a visitarlo y lo encontró mirando al horizonte como quien
descubre por primera vez que el mundo tiene nubes y montañas.
A los 21 días, Néstor había recibido purgas y lavados intestinales que le
ayudaron a expulsar unos cálculos biliares que se veían horribles pero que le parecieron
hermosos a la mamá de Néstor, quien expresó su alivio llorando a lágrima abierta.
“Gracias por devolverme a mi único varón”, gritaba la madre inconsolable y
entre baba y moco abrazaba a Néstor y le mojaba el hombro desvergonzadamente.
Para estas alturas Benita estaba exhausta. Afortunadamente Néstor había
recuperado la fuerza suficiente para poderle suspender los líquidos durante la noche.
Esto permitió que tanto Benita como Néstor pudieran reposar de corrido 8 horas
durante las cuales conciliaban un sueño profundo que les ayudó a reparar las fuerzas de
la enfermedad a él y de los cuidados médicos a ella.
A pesar de la mejoría, Benita no abandonó la cama junto a Néstor. Se sentía
responsable de su único enfermo.
Durante las noches, antes de dormirse, cuando ya Néstor estaba recuperando su
fuerza, Benita y él se contaron sus vidas. Se platicaron sus sueños. Se rieron de tonterías
y se hicieron grandes amigos.
Néstor pasó de la sopa de vegetales al caldo de pollo, mientras le contaba a
Benita que siempre había deseado irse de bracero a Estados Unidos.
Ninguno de los dos jamás había cruzado la frontera norte, pero en las noches de
pláticas, ambos se maravillaban de las cosas que habían oído del país vecino.
Que si te pagan por hora, que si el dinero se gana fácil, que si hay mucho
mexicano viviendo en Los Ángeles, que si será difícil conseguir una visa.
Al cabo de dos meses Néstor había recuperado totalmente su fuerza. Eso lo
supieron ambos un día que Benita le estaba administrando los masajes en el vientre y
Néstor respondió con una erección.
Ese día Benita dejó de darle masajes en el vientre por el día, y se mudó a su cama
por la noche. El mes que siguió fue de luna de miel para la pareja.
Néstor empezó a ganar peso y confianza en sí mismo. Y Benita mostraba el brillo
de la mujer que ha sido amada. Ambos se veían radiantes.
Los papás de Néstor se dieron a sospechar que algo estaba pasando ahí que ya no
era tan terapéutico que digamos.
La mamá, sobre todo, no estaba dispuesta a que esta mujer se apropiara de su
único hijo varón, el menor de los seis que ella había parido. “No, Señor”, se dijo. “Esta
lángara no me lo va a quitar”.
Así que una mañana se presentó la familia en pleno a reclamar a su ex-enfermo.
Con ceño agrio, las cinco hermanas y la madre que ahora compartían el secreto
de la pareja, pagaron a Benita por sus servicios, empacaron las cosas de Néstor y se lo
llevaron indignadas con un “gracias” muy seco y un portazo de despedida.
La recuperación asombrosa de Néstor dejó dos beneficios en la vida de Benita:
una hija que nació ocho meses después y una enorme fama como curandera que llenó
las ocho camas en el siguiente mes a la partida de Néstor.
Para el cuidado apropiado de su nueva clientela, Benita contrató tres enfermeras
para contar con ayuda las 24 horas del día. También contrató un matrimonio para que le
ayudaran con la limpieza, el mantenimiento y los quehaceres de la cocina.
La Paloma estaba adquiriendo buena fama y Benita quería esmerarse en el
cuidado de sus pacientes.
Antes de que su embarazo fuera evidente, Benita se enteró que Néstor había
partido con rumbo al norte. Su familia le había regalado unos ahorros, ropas nuevas,
boleto de autobús y la bendición para que emprendiera el sueño de su vida y se
olvidara de “esa aventurera que lo había enredado”.
Cuando la panza le empezó a crecer, nadie en el pueblo tuvo la menor duda que
ese “milagrito” había sido por obra y gracia del recuperado.
La familia de Néstor fingía no saber nada, no entender nada y sobre todo, no
reconocer nada. Ellos tenían miedo que Benita quisiera reclamar herencia para “su hija
bastarda”, o que quisiera aprovecharse de la posición social de la familia para “hacerse
la importante”.
En cuanto a la familia de Benita, que eran papá, mamá y una hermana, jamás le
reprochó nada. Por el contrario: cerraron filas para protegerla de las malas lenguas.
A Benita nada de esto le importaba. Ella estaba floreciendo tanto en su negocio
como en su cuerpo.
El embarazo transcurrió sin molestia alguna. Era como si Benita hubiera nacido
para ser madre. Su cutis se veía radiante y su cuerpo redondeado mostraba, sin
vergüenza alguna, un vientre que se fue agrandando poco a poco, gracias a la
inminente vida que crecía adentro de ella.
Como si el embarazo le diera una súper fuerza, Benita siguió trabajando con gran
dedicación para atender a sus nuevos clientes.
Así pasó aquel verano con esas lluvias torrenciales que mojan la cantera rosa de
los edificios de la Morelia colonial. El otoño con sus atardeceres rojos dio paso al
invierno de aquel año, durante el cual, el cuerpo de Benita llegó al punto de madurez
necesario para producir una nueva vida.
La hija de Benita, Araceli, nació en La Paloma la madrugada del primero de
enero, con el año nuevo de 1955. El parto fue un parto natural, gozoso y rápido. Fue
asistido por Teresa, la enfermera-partera que entraba a trabajar en el turno de la media
noche.
El hecho que Araceli fuera niña fue un alivio para la mamá de Néstor quien para
sus adentros pensaba que si el fruto de ese pecado hubiera sido niño, ella hubiera
tenido que dar su brazo a torcer y reconocer al hijo de su hijo como parte de la familia.
“¿Pero una niña?... nah... ¿quien la quiere”, se dijo y archivo en su mente el hecho
de que su hijo era ahora padre y ella abuela de la hija de Benita.
Néstor jamás le escribió desde Estados Unidos a Benita. Por los comentarios de
algunos de sus empleados, Benita supo que Néstor había llegado a Fresno y que había
encontrado trabajo en la pizca del campo. “Gana muchos dólares”, le contó una vez la
cocinera de La Paloma. “Y dicen que ya encontró una novia por allá y se arrejuntó con
ella”, agregó rápido y luego volteó a ver la cara de Benita, tratando de descubrir señales
de agravio.
Pero Benita no sentía agravio alguno. Ella se entregó a Néstor sintiéndose una
solterona sin remedio. Para ella el asunto de haber “conocido hombre” y “resultado con
domingo siete” eran dos milagros maravillosos.
Lo de ella y Néstor había sido calentura, nunca amor. Eran dos buenos amigos
que perdieron juntos su virginidad y que gozaron muchas noches de placer, pero nada
más.
La maternidad le había dejado a Benita las caderas bien redondeadas, los pechos
más llenos y esa seguridad mezclada con conocimiento de la vida que le daba una
mayor profundidad y empatía en su labor de curandera.
Un día, cuando Araceli tenía cinco años, Benita iba entrando al mercado cuando
encontró de frente a la mamá de Néstor. Al ver a la niña, la mujer se llevó una mano al
pecho y jadeó por la sorpresa de ver el rostro de su hijo totalmente reproducido en una
carita pequeña. Ojos grandes, nariz respingada, boca de labios gruesos y pelo rizado.
Araceli le había copiado todo detalle genético al padre. “Imposible negarla”, pensó la
mujer y se apresuró a alejarse del lugar.
Benita solamente sonrió. “Esta niña no es de Néstor”, pensó al verla tan agitada.
“Esta niña es mía, sólo mía”.
La gente local creía que Benita era capaz de sacar adelante al más enfermo de los
enfermos porque se rumoreaba que el espíritu de su abuela la asesoraba con
conocimientos de hierbas y pócimas. Sus pacientes habían notado que Benita parecía
“hablar” con alguien mientras auscultaba a un paciente.
Como aquél día que tenía frente a sí a Jacinta, la hija de doña Panchita, cuyo
rostro estaba lleno de un persistente acné que empezó en la adolescencia y siguió hasta
casi los 30 años. Después de verla, Benita empezó a bajar de su estante de hierbas,
frascos de los cuales pesaba y separaba cantidades para ponerlas en un frasco aparte.
Mientras lo hacía, tanto Jacinta como Panchita, juraban que la escucharon decir
cosas como: “Si, si, ya puse caléndula, pero le voy a agregar cola de caballo porque ella
necesita minerales”, o “Si, no se me olvida, pero la sábila va en la fórmula para limpieza
intestinal”.
Gracias a la fama de La Paloma, Benita fue ahorrando dinero del ingreso
constante que le dejaban sus pacientes. Fue así como compró un terreno de varias
hectáreas adyacente al lugar donde operaba. Ahí construyó un centro de reposo con 30
cuartos. Unos dobles, otros privados. Canchas deportivas, baños de vapor y sauna, un
centro de recreación y una enorme cocina de donde salían los remedios para curar a sus
pacientes y una línea de gotas que Benita fue colocando en tiendas de abarrotes y
farmacias.
En una orilla del terreno, Benita construyó un mini apartamento. Cocineta,
recámara y una pequeña estancia. Ese lo destinó para sí misma, para cuando quería
aislarse del trajín de La Paloma.
Benita nunca quiso casarse con ninguno de los muchos hombres que la
pretendieron, pero sí aceptó a algunos de ellos en su cama. Era fiel al hombre en turno
mientras duraba la relación. “Sin promesas y sin dramas”, especificaba ella. Y ellos
aceptaban. Cuando alguno quiso empezar a ponerse serio y pretendió hablar del futuro,
Benita terminaba la relación.
Ella no quería darle un padrastro a su hija y mucho menos quería tener un
hombre a quien atender. Ella estaba casada con La Paloma y no tenía interés ni energía
para nada más.
Araceli creció entre pacientes y enfermeras. Desde pequeña fue entrenada para
ayudar a su mamá en la administración diaria del lugar, pero participaba en forma
renuente. Nunca mostró interés real por el lugar.
Benita le mostraba El Yerbario a Araceli y le hablaba de recetas para tal o cual
enfermedad, fórmulas exclusivas registradas en el libro, como tratando de infundirle el
respeto por las recetas de su abuela y el amor por sanar al prójimo que ella misma
sentía, pero Araceli era inmune a estos menesteres.
A ella no le gustaba la medicina. A ella le gustaban los negocios y eso lo
demostraría ampliamente en los años venideros.
Roxana,
Santa Ana, CA, 1993
Remedios homeopáticos contra los celos. El odio mezclado con celos se debe tratarcon Apis
Mellífica para aquellos que tienden a sercontroladores y pueden ser muy irritables cuando se les
contradice; con Lachesis, para aquellos que no tienen piedad por su enemigo y que son capaces de herir
al objeto de su odio; o con Sulphurpara aquellos que tienen un fuerte sentido de justicia y anhelan
ponerse a mano con el objeto de su odio.
Roxana tenía seis años el día que regresó a casa con una nota de la maestra
diciendo que ella necesitaba trabajar más en sus tareas.
Al ver la nota, Agustín, su papá, dijo: “Deberías aprender a tu hermana. Ella
siempre deja lista sus tareas antes de salir a jugar”. Ese fue la primera vez que ella notó
que juntas esas dos palabras, “deberías” y “hermana” pesaban como una losa al cuello y
sabían agrias como limón y amargas como su cáscara.
Esos primeros “deberías ser como tu hermana” causaron sentimientos de
ineptitud en Roxana. Ella se sentía avergonzada de no ser suficientemente buena ante
los ojos de su papá.
Cada comparación dejaba en Roxana una determinación de superarse que no
duraba más allá de unas horas. Al día siguiente, cuando estaba en el salón de clase,
pensaba que debía poner atención para no perderse ni un detalle de lo que hablaba la
maestra. Pero pensando en que necesitaba poner atención, no ponía atención en
realidad y al final del día salía sin haber entendido ni aprendido nada nuevo.
Su pobre rendimiento en la escuela le causó constantes problemas con Agustín.
“Quítate de aquí, no quiero verte”, le dijo un día haciéndola a un lado. “No pones
atención y así no vas a llegar a ningún lado”.
Esas eran las frases más repetidas en cada ocasión que Roxana traía malos
resultados.
Agustín tronaba los dedos y señalaba la puerta. Roxana salía de la recámara de
sus padres con la carita roja y los ojos inundados de llanto. “Mi papá no me quiere” le
decía a Araceli cuando la encontraba por algún lado de la casa.
Dejando a un lado lo que estaba haciendo, Araceli acercaba a sus brazos a su hija
y la consolaba. “Si te quiere mi amor, lo que pasa es que no está contento con tus
calificaciones”, decía Araceli tratando de separar el pecado del pecador.
La situación nunca cambió, solamente fue haciéndose más aguda.
Un día que Agustín supo que Victoria había sido nombrada “Estudiante del
Mes” en el boletín de la escuela, Roxana lo vio reír y felicitarla con mucho aspaviento:
“Pero mira nada más, qué lista que me salió mi hija…. jaja…” decía mientras mostraba
el boletín a algunos de los empleados de la carnicería.
Roxana contemplaba la escena desde lejos y su corazón de niña sentía romperse
en mil pedazos. ¡Ah, cómo hubiera querido ser ella la que estuviera siendo palmeada en
la espalda en esos momentos!
Araceli trataba de compensar el desamor de Agustín consintiendo de más a
Roxana. La llamaba “mi muñeca” y le dedicaba más tiempo que a Victoria, pero eso no
calmaba el dolor de la niña.
Roxana aprendió a vivir con una añoranza de algo que no puede alcanzarse. Esa
aceptación incondicional de un amor que es capaz de ver por encima de cualquier
obstáculo y decir: “tú y sólo tú eres la elegida”.
Fue entonces que Roxana aprendió lo que era un corazón partido, sin saber en
realidad qué nombre adjudicarle a ese sentimiento parecido a una herida que le
apretaba el pecho y le provocaba apocamiento.
En ocasiones cuando la tristeza se le enredaba en los ojos y en el alma, Roxana
caminaba por la casona de los Olmedo, pegada a las paredes blancas y con la mirada
puesta en las lozas de barro del piso estilo rancho con que la casa había sido construida.
La casa parecía inmensa a los ojos de la niña. El gusto por jugar en los jardines
donde sus padres habían instalado unos columpios y una casita de muñecas de madera
donde ella cabía completa, de pie, sin tenerse qué agachar, se había perdido.
La cocina de la casa tenía un ventanal que daba a un patio donde Araceli tenía
plantados unos rosales en macetones de barro. En días felices la familia almorzaba en
una mesa con sillas y parasol que estaba estratégicamente colocada entre los macetones.
Eso era antes.
Pero desde que su mamá se había enfermado, el patio con los macetones ya no se
alegraba con risas. Las cosas habían cambiado y Roxana no entendía por qué. Una
noche despertó al escuchar a su mamá llorar con unos gemidos largos y tan intensos
que parecía que se le hubiera muerto alguien. Pero... ¿quién? Que Roxana supiera, todos
los de la familia estaban vivos y sanos.
Después de esa noche, su mamá pasó muchos días encerrada en una de las
recámaras de visitas que estaba pegada a la recámara de Roxana. Cuando ella salía de
su cuarto, alcanzaba a oír que su mamá lloraba y no sabía si entrar a consolarla o dejarla
que se le pasara. Una mamá triste es algo que Roxana nunca había visto. Sin más qué
hacer y sin nadie a quien preguntarle, muchos de esos días Roxana sacó sus muñecas y
se puso a jugar afuera de la recámara donde estaba recluida su mamá, y ahí pasaba
horas en las que nadie le prestaba atención.
Normalmente, Agustín pasaba frente a la niña y la recámara, caminando fuerte,
como si no existieran. Dos de esas veces Agustín se detuvo frente a la puerta y se
asomó. Una vez vio a Araceli y sin decir nada se fue. La otra vez dijo: “Si crees que con
esa actitud me castigas o me convences de algo, te equivocas” y se fue dando un
portazo. Lo que más sorprendía a Roxana es que su mamá que era bien directa y
energética, de pronto se había apagado y se quedaba sin contestar.
Habían pasado dos o tres domingos, Roxana no se acordaba bien, cuando un día
vio salir del cuarto a Araceli. Se veía muy pálida y las ropas no se le veían bonitas.
Parecían grandes para su cuerpo pero Roxana estaba segura que sí eran blusas y faldas
que había visto puestas en su mamá. Era raro verla así como fantasma. La cabeza estaba
gacha y las manos parecían temblorosas. Roxana estaba intrigada. Sentía que debería
estar contenta de ver a su mamá otra vez de pie, pero algo en su intuición de niña le
decía que ya nada iba a ser nunca igual en ese hogar.
Y tuvo razón. Los días de felicidad despreocupada se habían acabado. La
rivalidad entre las niñas, que antes de la enfermedad de mamá era, digamos que
incipiente, después de la enfermedad se hizo aguda.
Esa enfermedad fue un parteaguas que dejó a dos adultos tensos, viviendo cada
quien su vida, sin prestar realmente atención al hecho que Roxana tenía bajo
rendimiento escolar y que su resentimiento hacia la hermana crecía como hierba
silvestre después de las lluvias.
En los años que siguieron Victoria siguió acumulando trofeos académicos y
atléticos, hechos que Agustín celebraba ruidosamente.
En cuanto a Roxana, la añoranza del amor no correspondido del padre, le pasó
de la mente al corazón y fue convirtiéndose en una rabia que si hubiera explotado,
estaba segura, hubiera hecho un hongo de humo que se hubiera podido ver desde toda
la ciudad o quizá más lejos, vaya usted a saber.
Esta rabia fue la que hizo que Roxana tomara el primero de los que serían una
serie de desquites. Fue algo simple, como tomar las tijeras y venir al cuarto de Victoria a
cortar en pedacitos los vestidos de “dominguear” como los llamaba su abuela Benita.
Mientras oprimía las tijeras para sacar tiras de las telas bonitas, Roxana pensaba:
“esto es por el día que me jalaron las orejas por tu culpa”, y “esto es por que tú piensas
que yo soy tonta y no lo soy”… y… así hasta que escuchó los tenis de Victoria subiendo
las escaleras. Entonces corrió a esconderse en su recámara antes que la descubrieran.
Pero no sirvió de nada. Nadie dudó ni por un instante quién era la responsable
del tasajeadero de prendas de vestir.
Al ver sus vestidos en el piso, Victoria empezó a llorar y gritar con tonos tan
agudos que atrajeron a Agustín, Araceli y hasta a Benita que estaba de visita porque era
el cumpleaños de Araceli y había venido a comer con la familia.
Ese día todo mundo estaba enojado con ella. Incluso Araceli que siempre la
defendía, frunció el ceño para regañarla. La castigaron sin salir de la casa por un mes.
Le dijeron “mala niña” y “eres una tonta si crees que te vamos a permitir estos abusos”,
pero a Roxana no le importó nada. Desde el sitio de la mesa del comedor donde la
habían sentado podía ver, atrás de los tres adultos que la confrontaron, los ojos llorosos
y la boca de lamento de Victoria que miraba con dolor los pedazos de sus vestidos. A
ratos los usaba de pañuelo y a ratos los despegaba de su cara para contemplarlos y
romper en más llanto. Y eso le dio la mayor satisfacción que jamás había sentido en sus
ocho años de vida.
El único terreno donde Roxana le podía ganar a Victoria era en el de la belleza. O
por lo menos eso era lo que aseguraba Araceli. “Tú eres la más hermosa de mis hijas” le
decía mientras le ponía moños en las colitas con que le encantaba peinarla.
Así fue cómo Roxana aprendió que podía usar sus encantos para conseguir
reacciones positivas en los demás.
Cuando Victoria se graduó de la escuela preparatoria ya había sido aceptada en
una universidad privada, con una beca total. En cambio Roxana, después de muchos
esfuerzos, logró ser aceptada en un colegio local que estaba a dos horas de donde
vivían. La colegiatura del colegio, así como los gastos de hospedaje y libros, fueron
pagados por Agustín, quien gruñía: “esto es un desperdicio”, mientras hacía los
cheques.
El tiempo le dio la razón. Al cabo de un semestre, Roxana abandonó los estudios
y regresó a vivir a Santa Ana, donde consiguió un empleo en una agencia de seguros de
automóvil.
Esto último, probó ser la piedrita que desniveló la balanza, ya que la agencia de
seguros estaba a una cuadra del hospital donde acabarían trabajando Henry y Victoria.
Jason,
El Salvador, 1988
Remedio homeopático para un corazón partido. El dolorporun amor perdido se puede tratar
con Calcárea Fosfórica cuando la persona no encuentra reposo en ningún lado; con Aúreum Metallicum
cuando hay una gran depresión y melancolía; o con Ignatia Amara cuando hay episodios de suspiros y
sollozos.
Jason hablaba español, y lo hablaba a la perfección, a pesar de no tener una gota
de sangre latina. La razón de tan buena fortuna fue que sus papás, misioneros de una
iglesia protestante, fueron asignados a llevar la palabra de Dios a El Salvador, cuando
su hijo mayor, Jason, acababa de cumplir cinco años.
Fue en un pueblo pequeño, llamado Acajutla en la provincia del Departamento
de Sonsonate, donde Jason asistió a la escuela primaria y a la secundaria, donde
aprendió a escribir y hablar el idioma español.
Los niños locales se deleitaban con este muchachito de ojos azules y cabellos
rubios que era más largo que todos ellos pero que con gran entusiasmo se unía a todos
los juegos callejeros.
Jason aprendió a comer pupusas y caldo de yuca, y a disfrutar cumbias y paseos
a nadar en el mismo Oceano Pacífico que bañaba las playas de Acajutla, y, más al norte,
las playas de su nativa California.
De sus padres aprendió compasión por los semejantes pero aunque no quiso
seguir sus mismos pasos de misionero.
Regresó a California cuando sus padres fueron asignados a un pequeño país en
África. Para entonces Jason ya estaba en edad de cursar el 9o. grado y fue así como se
fue a vivir a Santa Ana, California, con Mary Jane, su abuela materna.
La razón que Jason conoció a Benita fue porque ella y su abuela eran amigas y
porque su abuela no quería que Jason pasara los veranos “de vago”. Así que por
intervención de Mary Jane, Benita dio empleo al muchacho durante los meses de
vacaciones.
Fue La Paloma lo que hizo que Jason se enamorara de la medicina. Primero entró
a trabajar limpiando frascos y ollas en el área donde preparaban las gotas de remedios
caseros que Benita vendía en supermercados.
Con ella aprendió que el romero ayuda a recuperar la memoria, que el tomillo es
un excelente antibiótico y que las mujeres embarazadas no deben consumir ruda bajo
ningún concepto.
El segundo verano que Jason trabajó con Benita le pidió permiso de acompañarla
a hacer el recorrido con los pacientes. Ella, que ya se había dado cuenta que el chico
estaba infectado del bicho de la medicina, lo llevó explicándole cómo se atendía a cada
persona.
“Aquí tenemos personas realmente muy enfermas que vinieron traídas por sus
familiares, pero que ellas mismas dudan de estar enfermas o de que pudiéramos
sanarlas”, le explicó Benita cuando terminaron de recorrer la primera sala. “También
hay personas que no están enfermas del cuerpo y sin embargo necesitan de nosotros
para recuperar las fuerzas de su espíritu”, agregó. “Nosotros no cuestionamos a nada.
Solamente escuchamos y servimos para aliviar los males, vengan de donde vengan”.
Benita le explicó a Jason que la mayor satisfacción que un médico puede tener es
la de ver a su enfermo levantarse en un cuerpo sanado “gracias a los cuidados que le
diste”.
“Para escuchar a un enfermo, le dijo, tienes que abrir tus oídos, tus emociones y
tu mente porque un dolor puede provenir de un lado diferente a donde el enfermo dice
que duele”, puntualizó la curandera.
Cuando el tiempo llegó de elegir carrera, la decisión de estudiar medicina ya
había sido tomada por el destino. Benita habló con Jason. Le dijo que ella estaba
dispuesta a pagar todos sus estudios si él estaba dispuesto a regresar a trabajar a la
clínica por lo menos durante cinco años después de graduarse. El trato se cerró con un
apretón de manos.
El muchacho partió a la escuela y doce años después, en el 2011, regresó, título en
mano, a cumplir su promesa.
Para Benita era obligatorio tener un médico titulado como responsable de la
clínica. En sus pensamientos ella deseaba que pasados los cinco años Jason quisiera
quedarse a cargo de la clínica ya que el Dr. Flores, el médico que ocupaba el puesto
desde los años 70s cuando la clínica fue fundada en California, ya estaba viejo y deseaba
jubilarse.
El primer puesto que Jason ocupó cuando regresó a trabajar a La Paloma fue el
de asistente del Dr. Flores. Durante dos años aprendió todo sobre la administración del
lugar que atendía a un promedio de 50 personas por día. Algunas solamente venía a
consulta, mientras que otras se internaban para tratamiento que podía durar de tres
días a tres meses o quizá más.
La clínica administraba remedios a base de hierbas, homeopatía, acupuntura y
otras disciplinas naturistas, incluida la limpieza profunda del colon a base de lavados
intestinales con infusiones herbales e hidroterapia.
El éxito de la clínica en Santa Ana tanto como en de la de Michoacán, era que el
lugar estaba rodeado de ventanales, flores, jardines, espacios acogedores y un personal
que era servicial, competente y cariñoso.
Raul Solís, uno de los clientes que acudía cada año puntualmente a
desintoxicarse y relajarse, se había aprendido la rutina que empezaba a las 3 de la
mañana, cuando una enfermera le despertaba para aplicarle una compresa caliente en
los riñones. La compresa, preparada con un compuesto de hierbas de fórmula secreta de
La Paloma, iniciaba un proceso de desinflamación y descongestión de las vías urinarias.
Raúl la recibía con agrado y volvía a quedarse dormido sintiendo el calor reconfortante
en su espalda baja.
Dos horas después, Raúl volvía a despertar para recibir un baño de agua fría en
su cuarto. La enfermera le hacía pararse sobre unas compresas heladas que estimulaban
puntos de acupresión en las plantas del pie. De ahí le pasaban toallas heladas por el
cuerpo desnudo para estimular la circulación. Al sentir la frotación de agua helada por
sus brazos levantados en algo y sus piernas firmemente apoyadas sobre las toallas
mojadas, Raúl sentía una corriente de energía reavivar su cuerpo. “¡Ah, cómo extrañaba
estas rutinas en los días de estrés que su empleo le generaba!
Después del baño de agua fría, Raúl era llevado hasta los baños de vapor donde
pasaba media hora con los ojos cerrados y el cuerpo agradecido. Era como estar de
nuevo dentro del útero materno. Había calor, humedad y una sensación de seguridad y
confort incomparable.
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  • 1.
  • 2. Victoria, Santa Ana, CA, 2013 Araceli, Santa Ana, CA, 2005 Agustín, De México D. F. a Morelia, Mich, 1972 Benita, Morelia, Michoacán, 1954 Roxana, Santa Ana, CA, 1993 Jason, El Salvador, 1988 Benita, De Michocán a California, 1973 Henry, Santa Ana, CA 2002 Roxana Santa Ana, 2014 Araceli Santa Ana, 1995 Jason, Santa Ana, abril del 2013 Victoria, Santa Ana, mayo del 2013 Agustín, Santa Ana, junio del 2013 Araceli, Santa Ana, junio del 2013 Roxana Santa Ana, julio del 2013 Victoria, Santa Ana, julio del 2013 Jason Santa Ana, finales de julio del 2013. Henry, Santa Ana, agosto del 2013 Araceli, Agosto del 2013 Victoria Santa Ana, agosto del 2013
  • 3. REMEDIOS CASEROS PARA UN CORAZÓN PARTÍO Por Sylvia Carlock
  • 4. © Sylvia Carlock, agosto del 2014 ISBN: 978-1-62504-071-8 Todos los derechos reservados.
  • 5. Victoria, Santa Ana, CA, 2013 Depresión. Beba una taza de salvia para levantarel ánimo. Prepare una infusión a razón de media cucharadita de hierba seca por 8 onzas de agua. Agregue una pizca de clavo molido. Repita dos a tres veces por día, hasta sentirmejoría. Nadie se muere de dolor. Eso yo lo sé porque no me morí el día que recibí los peores dos golpes de mi vida. El primero llegó cuando yo estaba cubriendo el turno de noche en el hospital, a través de una llamada telefónica. “Tu abuela está hospitalizada y el asunto es grave”, me dijo mi mamá por teléfono, sin ningún preámbulo y “agregó con voz quebrada: Más vale que vayas a La Paloma de inmediato. La van a operar. Se cayó y está inconsciente. Tiene varias fracturas. No tardes”, me dijo y sin esperar a que yo contestara, colgó. La Paloma era un centro naturista, que estaba equipado con quirófano, y que había sido fundado precisamente por mi abuela materna, Benita, a quien yo adoraba. Ella me había enseñado el amor por la medicina y era mi persona favorita en todo el mundo entero. Camino a casa me sentía angustiada. La voz de mi mamá durante la llamada, se oía mal. Yo no recordaba jamás haber oído ese tono de voz en mi madre que era una persona llena de aplomo, siempre tan dueña de sí misma. No quería ni imaginar que mi abuela estuviera tan grave como para doblegar a mi madre, pensaba mientras manejaba en las horas pico del tráfico de la mañana cuando salí del hospital aquella mañana de fría de febrero. El segundo golpe lo recibí cuando llegué a mi casa para cambiarme el uniforme de enfermera. En cuanto abrí el closet buscando ropa qué ponerme, fue cuando vi que el lado donde mi esposo guardaba su ropa, estaba totalmente vacío. Más tarde descubriría yo que también había vaciado la chequera.
  • 6. Eso sí, no tuve que romperme la cabeza para averiguar el motivo por el que Henry, mi esposo por 10 años, me había abandonado. Sobre la mesa del comedor me encontré dos sobres dirigidos a mí. Uno con la letra de mi esposo y otro con la de mi única hermana. En las notas escritas a prisa, ambos me confesaban que se habían enamorado y que iban rumbo a Las Vegas a procesar un divorcio —de mí, y una boda, —entre ellos. De mi hermana, Roxana, no me sorprendió la traición. Entre ella y yo siempre había habido una fuerte competencia. Ella nació dos años después que yo y desde chica fue mi rival más encarnizado. Con ella competimos por la atención de nuestros padres. Ella fue la número uno ante los ojos de mi madre quien le regalaba los vestidos más bonitos, los aretes de oro, las caricias tiernas y, sobre todo, su amor incondicional. Y a mí me tocó la admiración de nuestro padre. Mi hermana siempre se sintió celosa de mis triunfos y del gozo con que nuestro padre los celebraba. A mí se me dio bien la escuela y los deportes. Yo logré premios en oratoria y en literatura. Gané concursos académicos y todo tipo de trofeo deportivo, lo cual dejó a Roxana un sabor a pique, ya que nunca pudo derrotarme. Así crecimos. Pero yo nunca creí que Henry fuera capaz de entrarle al juego de Roxana. Porque... ¿Qué otra cosa podría ser el haberse metido con mi marido, si no un vil juego de competencia? Henry era el hermano mayor de la mejor amiga de Roxana. Ellos eran amigos casuales y jamás manifestaron intereses románticos entre sí. Cuando Roxana nos presentó, Henry y yo establecimos una química muy intensa. Yo quería comérmelo a besos y él apenas podía mantener las manos quietas para no tocarme. La amistad entre Roxana y él continuó a través de Gina, la única hermana de mi esposo, pero la pasión y el romance entre nosotros fue tan intensa que apenas cumplí 18 años, nos fugamos a Las Vegas —ni más, ni menos, para casarnos.
  • 7. Con el tiempo, la pasión no disminuyó, sólo se volvió más espaciada porque los años siguientes años nos concentramos en nuestras metas de estudio y de dinero. Tuve que leer varias veces su nota para que en mi cerebro penetrara la noticia. Las palabras claves saltaban a la vista: despedida, enamorado de Roxana, perdóname, no quise hacerte año… ¿Qué?... ¿Qué dice este hombre? Ayer por la tarde, cuando me estaba poniendo el uniforme para irme a trabajar, me jaló a la cama, me desvistió y me hizo el amor con una ternura que hacía mucho tiempo no me mostraba. Su ternura me caló el alma y me hizo desear que éste fuera mi día de descanso para poderme quedar dormida en sus brazos, un lujo que hace tiempo no teníamos debido a que nuestros turnos en el hospital nos mantenían alejados. Después de leer la nota, entendí que este desgraciado se estaba despidiendo de mí. Y entre lágrimas de rabia me preguntaba si Roxana sabría que él era capaz de tratarme de ese modo dentro y fuera de la cama, mientras hacía planes de fuga con ella. Tomé el celular y marqué su teléfono. El correo de voz decía que iba a estar de viaje y que no iba a poder contestar el celular y pedía que si era urgente le enviaran un mensaje. Con rabia colgué y marqué el celular de mi hermana. Mismo recado. ¡Estúpidos! Sentí que las piernas se me doblaban y solamente atinaba a pensar que los dos eran unos desgraciados y que yo era una estúpida por no ver venir esta situación. Me quedé sentada en una silla del comedor y perdí noción del tiempo y el lugar. Un dolor como no había conocido nunca, me embargó. En esto estaba cuando sonó el celular. Mi madre de nuevo. “¿Qué haces que no vienes?, estoy sola y necesito quien resuelva problemas. Le he estado marcando a tu hermana y no contesta... ¿Dónde están mis hijas cuando las necesito?”, su voz sonaba era una mezcla de frustración y desesperación.
  • 8. Mi madre es una mujer que en otra vida debe haber sido militar de alto mando. Ella sabía dar órdenes y, si estabas en una emergencia, ella era el mejor aliado que tú podías tener. “Tu otra hija va rumbo a Las Vegas a casarse con mi esposo”, le dije limpiándome las lágrimas. “Me dejó una nota en la que me dice que ‘ojalá algún día pueda perdonarla’”. “¿De qué hablas?”, preguntó mi madre, y sin esperar respuesta, me dijo: “claro, es de entenderse. Hiciste mal en negarte a darle hijos a tu marido. A los hombres se les ata con un hijo”. Me quedé muda. Mi madre dándome ese consejo. Precisamente ella cuyo esposo, mi padre, fue famoso por haber tenido una querida de planta. No supe qué contestar. Yo nunca había sabido enfrentar a mi madre. Su personalidad tan intensa me avasallaba. Colgué el teléfono y terminé de vestirme. Lo que siguió después fue una operación para reconstruir la cadera de mi abuela que ya tenía 87 años. Luego me enteré que andaba subida en un banco tratando de localizar su famoso recetario de remedios naturales que heredó de su abuela materna, cuando se cayó y se fracturó varios huesos. Salió bien de la operación, pero algo en la actitud de mi abuela había cambiado. Era como si su voluntad se hubiera roto también. Los que siguieron fueron días dolorosos en los que Benita se nos fue escapando de entre las manos día con día. Su alegría de vivir se fue apagando y ella dejó de luchar. Benita era una mujer más grande que la vida. Era la que te tendía la mano si te veía caída y celebraba tus victorias si te veía triunfando. Era cálida y a veces, cuando tu corazón estaba roto, ella lo entendía sin que tú tuvieras qué explicar algo. Estoy segura que si ella estuviera sana y se hubiera enterado de lo que pasó con Henry y Roxana, me hubiera dicho sus frases favoritas:
  • 9. “Todo ocurre por alguna razón”, decía, “si tienes paciencia, vas a ver que cuando todo haya terminado y mires hacia atrás, verás que esto que ahora te parece insuperable fue lo mejor que pudo haberte pasado”. Esa era mi abuela y yo la amaba con todo mi corazón. “Ya estoy cansada”, me dijo una noche a la hora que se iba a dormir mientras yo le acomodaba su cabello atrás de la oreja. “Todo lo que tenía pendiente por hacer, ya lo hice y me voy a ir en paz”, agregó. Yo no quería oírla hablar así porque no me imaginaba qué iba a hacer sin ella. Ella era mi amiga, mi confidente y mi consejera. A mí me encantaba pedirle su opinión en todos mis asuntos. “No digas eso”, le dije “si tú te vas, “¿Qué voy a hacer yo?” Acariciando mi mano entre sus dos manos, las acercó a su boca, puso en beso tembloroso en el dorso de mi mano y contestó: “Tú vas a estar bien, porque eres fuerte y tienes muchos recursos. Te quiero mucho. Tú no me has dado nada más que alegrías. Me voy contenta”. A la mañana siguiente, cuando fui a despertarla, la encontré muerta. Y yo creí que me moría con ella. Nunca le dije lo de Henry y Roxana. No quería angustiarla. Yo esperaba que ella se recuperara para darle la noticia cuando ya no fuera importante para mí. Durante las semanas en las que traté de ayudar a sanar a mi abuela, no tuve oportunidad de sufrir demasiado por la traición de mi hermana y mi esposo. El miedo a perder a Benita era más fuerte que todo. Pero el día que la encontré muerta, se me juntaron los dos dolores con una intensidad que pensé que iban a romperme. Mi madre, siempre tan propensa a dar órdenes, por una vez en su vida debe haberme visto tan hundida, que se encargó de la mayoría de los trámites, sin apenas molestarme. El de Benita fue un funeral donde asistimos solamente mi madre y yo por parte de nuestra familia.
  • 10. El resto del cortejo fúnebre estaba integrado por decenas de amigos y parte del personal de la Casa de Reposo La Paloma, un centro naturista fundado por mi abuela hacía más de 50 años en México y todo el personal de la Clínica de Reposo La Paloma II, fundada en los años 70’s, por mi abuela en California. Benita era una curandera entrenada en un pueblo de Michoacán, México, donde nació en una familia de curanderas. Ella tenía el don de la salud, además de un corazón bondadoso y una sabiduría que le ayudaba a discernir cuándo la enfermedad provenía del espíritu y cuándo del cuerpo. Al funeral de mi abuela no se presentaron ni mi hermana, ni mi marido, —o quizá ya debería decir mi ex marido. Ellos seguían sin tomar llamadas en su celular desde el día que huyeron a Las Vegas. Aparentemente se habían desconectado del mundo. Mi hermana contestó el mensaje que envió mi madre informándola del deceso de mi abuela diciendo “que por el momento no podía viajar y que enviaba todo su amor”. Poco después que huyeron me enteré que Henry había tramitado un permiso de ocho semanas en el hospital. Este hombre con el que yo vivía y de quien conocía su cuerpo y sus gemidos de placer que escuché por 10 años, había planeado su nueva vida mientras todavía hacía el amor conmigo. Me resultaba difícil asimilar esta situación. Yo, que había vivido mi infancia con un hombre infiel, mi padre, me había casado con uno igual. ¡Vaya forma de no aprender las lecciones! La razón de las ocho semanas, según me enteré por mi mamá, fue que Henry necesitaba establecer una residencia mínima de seis semanas en el estado de Nevada, antes de poder divorciarse de mí, sin necesidad que yo estuviera presente para aceptar o rechazar el divorcio. Así fue como Henry me descasó —al vapor, para unirse a mi hermana. Cuando regresaron dos meses después ya eran esposos.
  • 11. Ella se veía radiante y él parecía estar tratando de disimular algo parecido, quizás, a la ¿vergüenza?... ¡quién sabe! Lo cierto es que a su regreso me enteré que la urgencia de casarse era porque mi hermana estaba embarazada. Nos volvimos a ver el día que se leyó el testamento de Benita. Cuando los vi entrar al despacho del abogado tuve qué hacer un esfuerzo por no lanzarme encima de ellos. Esta violencia de emociones me era desconocida. Yo era una pacifista. Todo mundo decía que yo era capaz de apaciguar a las fieras pero en esta situación, vaya usted a saber por qué, la fiera era yo. Ellos se sentaron lejos de mí, sin voltear a verme. Yo sentía hervir mi pecho con una ira que, estoy segura, me hacía echar humo por las orejas. Mi corazón retumbaba en mis oídos tan fuerte me tenía miedo que otros lo escucharan. Sentía rabia. Quería gritar y me costaba trabajo contenerme. Así pasaron unos minutos larguísimos. Mi madre rompió el silencio para preguntarle a Roxana, con voz cariñosa, cómo se sentía con el embarazo. Como dije, nadie se muere de dolor. Mientras mi madre celebraba las “buenas noticias”, yo sentía que mi corazón se desgarraba. Nunca he sido persona de guerra pero en esos momentos tenía qué comportarme civilizadamente y no me era posible confrontar a ninguno de los dos. Solamente me controlé y me tragué el dolor. A ratos me daba por planear venganza. Aunque era difícil. Las que más me gustaban rayaban en lo ilegal, como patear a mi ex por abajo del cinturón hasta verlo doblegarse y caer con un estrepitoso “plum” que de paso le rompiera la nariz al estrellarse contra la banqueta de la casa donde vivimos por 10 años y en la que ahora vivía con mi hermana. ¿Eso se calificará como delito mayor o menor? Quizá podría yo argumentar con el juez que mi ex se merecía eso y mucho más y que yo era víctima de un crimen provocado por la pasión, lo que sea que eso signifique. Pero luego que disfrutaba ver esas imágenes en mi mente, me quedaba pensando en que eso era algo muy primitivo y que me iba a dar una satisfacción demasiado fugaz.
  • 12. Otras veces imaginaba que Henry regresaba arrepentido a pedir perdón. En este escenario la situación cambiaba. A veces yo lo corría de la casa a gritos e insultos. A veces lo miraba con desprecio y ni siquiera me molestaba en contestarle. Pero la mayoría de las veces yo lo perdonaba, lo abrazaba y lloraba de emoción al volverlo a tener en mis brazos. Pero luego recordaba que el hijo de Henry no estaba en mi vientre sino en el de mi hermana y entonces me sentía abrumada al darme cuenta que ya nada era posible entre nosotros dos. Por donde quiera que lo viera, nosotros dos, como pareja, ya éramos historia. Lo que en realidad me hubiera gustado es poder dejar de pensar en ellos. Ya estaba cansada de esta carga de celos, rabia y desazón. Ellos estaban en mi mente las 24 horas de los siete días de la semana. Era agotador. La secretaria del abogado Rendón anunció que en pocos minutos daría inicio la lectura del testamento de mi abuela. Yo no encontraba donde colocar mis manos, ni mi bolsa, ni mis piernas, ni mi persona. ¡Me sentía tan fuera de lugar! De reojo miré a mi hermana. Roxana estaba enfundada en un vestido morado, mi color favorito, lo cual me causó rabia porque pensaba que ni eso podía dejar de copiar. Las tiras que sostenían al vestido dejaban al descubierto sus hombros bronceados y la tela delgada del vestido dejaba ver su vientre que empezaba a crecer. Mientras esperábamos que dieran inicio a la lectura del testamento con disimulo también volteé a ver a Henry. Fue doloroso. Me costaba trabajo entender por qué no podía yo acercarme a él y dejar que me envolviera en sus brazos como tantas veces lo hizo. Henry, siempre elegante, vestía con unos jeans ajustados y una camisa con rayas azul marino y blanco. Calzaba tenis blancos, sin calcetines y un saco de vestir arremangado. Ambos parecían modelos de revista.
  • 13. La voz monótona, del abogado me sacó de mis cavilaciones. Luis Rendón, amigo incondicional y abogado de toda la vida de Benita, nos saludó, leyó un protocolo que supongo es típico de estos casos. Mi abuela dejó una lista de sus empleados que recibirían un bono o beneficio en efectivo, como agradecimiento a sus años de lealtad. A mi hermana, mi abuela le dejó una suma en efectivo y una casa cercana a La Paloma que había mandado construir solamente para ella. A mi madre le dejó acciones en La Paloma y en el negocio de distribución de remedios a base de hierbas. La Paloma I, la mexicana, había sido vendida pocas semanas atrás y el dinero estaba depositado en una cuenta que me había sido heredada a mí. Rendón hizo una pausa y agregó que en su testamento mi abuela me había nombrado administradora única de La Paloma en EU. La Casa de Reposo pertenecía a un fideicomiso que incluía una considerable suma de dinero que ella había acumulado gracias a su línea de remedios caseros que se vendían en tiendas y farmacias, y que nunca había tenido necesidad de tocar. Aunque mi abuela había sido generosa con Roxana y con mi madre, lo cierto es que el grueso de las propiedades los había heredado yo. Una parte estaba a mi disposición de inmediato y la otra tenía una condición. Según el abogado, yo tenía que atender la clínica por 5 años, cobrando un sueldo y teniendo derecho a vivir en la casa del administrador, dentro de la propiedad, antes de pasar a ser la propietaria mayoritaria de La Paloma. Jason, un médico que estaba a cargo de La Paloma, también heredó acciones en el centro de salud. Jason trabajaba con mi abuela desde que era adolescente. El estudió medicina inspirado por mi abuela. Ella lo quería como un hijo y él correspondía ese amor hacia mi abuela incondicionalmente. La gran ironía de esto fue el sistema legal por medio del cual yo entraba en posesión de una finca de varias hectáreas que incluía varias casas, hermosos jardines e instalaciones de recreo y terapia, así como de los fondos monetarios, y derechos sobre las patentes de medicinas naturales de mi abuela, no permitía que Henry heredara nada ya esta fortuna llegaba pocos días después de finalizado el divorcio.
  • 14. Las noticias del dinero y las propiedades heredadas eran agradables, pero no solo por el beneficio y seguridad económica que representaban sino porque mi abuela sabía que yo amaba a La Paloma y la posibilidad que este centro naturista traía para aplicar mis conocimientos de medicina. Sanar a otros era mi misión en la vida, igual que había sido la de ella y la de otras curanderas entre nuestros ancestros. Pero en todas estas buenas noticias no había triunfo porque todo el dinero del mundo no me regresaba a los dos seres que yo más amaba y que recién había perdido. En los días que siguieron a la fuga de mi esposo con mi hermana, yo desmantelé la casa donde vivimos por 10 años, y me mudé a la casa del administrador de La Paloma. Esta casa que yo estaba abandonando era un regalo de los abuelos de Henry para nosotros. Era la casa donde habíamos planeado formar nuestra familia. Despedirme de esos espacios que ocupaban nuestros muebles, libros y recuerdos fue muy duro. Escuchar a mi madre, hablar ilusionada del bebé de Roxana, fue desgarrador. “Imagínate que le van a hacer un ultrasonido mañana y estamos muy emocionados porque vamos a saber el sexo de la criatura”, escuché a mi madre platicar con Ana, su mejor amiga. “Va a ser mi primer nieto, porque Victoria nunca quiso embarazarse”, explicó como si yo no estuviera en el mismo cuarto. Y me quedé pensando, de verdad, ¿por qué no quise embarazarme si tantas veces me lo pidió Henry?
  • 15. Araceli, Santa Ana, CA, 2005 Derrame biliar. Prepare una infusión de 7 hierbas amargas (toronjil, simonillo, garañona, quina, cuasia, marrubio y cáscara de naranja). Beba tres veces al día. Evite alimentos grasos y si es temporada, coma ensalada de mango. El día que la menor de sus hijas cumplió 18 años y se fue del hogar paterno, fue el día que Araceli empacó sus maletas y se fue de la casa que había compartido con Agustín, su esposo por 28 años. Esta no fue una decisión precipitada, no. De hecho fue una decisión tomada hacía más de 10 años. Y la planeación de a dónde iba a vivir y cómo iba a vivir el resto de su vida, fue cuidadosa y bien calculada, asunto absolutamente apropiado a su personalidad, ya que Araceli era una excelente planeadora. Siempre había sido eficiente. Desde recién casada había manejado con mano férrea su hogar. En la casa de seis recámaras con seis baños, sala, antesala, comedor, ante comedor y amplias terrazas, regalo de bodas de su madre y Agustín, no había un rincón que Araceli no dominara. Desde el surtido de la despensa, hasta el doblado de la ropa limpia, Araceli dirigía con precisión y orgullo. Ella no era un ama de casa. Ella era la reina y gerente general del “palacio” donde vivía con sus dos hijas y su marido. Pero para cuando Roxana, la menor de las hijas se fue de la casa, el palacio ya había quedado casi vacío. El único habitante que sobraba era Agustín, y Araceli tenía bien claro que ya no quería vivir con él. Para despedir a Roxana que se iba a estudiar al colegio y a vivir en su propio apartamento, Araceli organizó una gran fiesta a la cual asistieron más de 100 personas. Hubo discursos, brindis, una cena espectacular cuyo menú fue aprobado por Araceli, y baile. Mucho baile. Todo era celebración y gozo. Nadie sospechaba que Araceli ya había adquirido un condominio y lo había ido amueblando poco a poco durante el mes anterior.
  • 16. Las hijas ni idea tenían que Araceli había planeado salirse del hogar. Agustín sí lo sabía, pero lo había olvidado o, quizá pensaba que ella no era capaz de cumplir una amenaza hecha 10 años atrás, aquél fatídico día que él decidió ir a ver una película romántica con Graciela. ¡Qué gran error! El asunto es que a Agustín le chocaban las películas de romance. Le parecían cursis y ridículas, pero Graciela, su amante de tres años, estuvo insistiendo que fueran a ver esta película porque estaba cansada que Agustín no la sacara a ningún lado. Así fue como una estupidez se juntó con otra. Primero aceptar ver la película, después no recordar que el cine estaba junto a la academia de costura a donde Araceli estaba asistiendo con dos de sus mejores amigas. Y ocurrió que al salir del cine, iba abrazando a Graciela, y entonces decidió besarla, un poco porque estaba de buen humor y otro poco porque lo cursi de la película le hizo hacer algo tan fuera de su personalidad: besar una boca de mujer en público. Al romper el beso, miró al frente, y, sobre la banqueta, vio el rostro horrorizado de Araceli. Los ojos y la boca totalmente abiertos, sin decir nada, solamente paralizada ahí, frente a Agustín que como un idiota, siguió abrazando a Graciela. Sin más qué hacer, y queriendo evitar una escena dramática, Agustín giró a Graciela, en sentido opuesto y se alejó dejando atrás a la madre de sus hijas quien los siguió con la mirada, sin atinar a murmurar ni si quiera un “¡Carajo!” Una de las amigas de Araceli que estaba a su lado, atinó a abrazarla y llevársela caminando hacia su casa que estaba a dos cuadras de la academia. Ahí le sirvió un trago fuerte, le acercó unos klínex y se sentó a su lado a esperar que a su amiga le hiciera clic la realidad de lo que acababa de descubrir. Como si abrieran un dique, Araceli empezó a sollozar y luego a llorar a pleno pulmón. Por horas continuó sin decir palabra, hipando, llorando y sonándose la nariz. Como a las dos de la madrugada pidió a su amiga que la llevara a su casa. Cuando entró, encontró a Agustín sentado en la sala, fumando y bebiendo un café.
  • 17. Con los ojos hinchados de llorar, los hombros caídos y el espíritu abatido, Araceli lo enfrentó: “¿Quién es ella?, le preguntó. ¿Por qué la estabas besando y abrazando?… A estas alturas de la situación, Agustín todavía hubiera podido salvar el matrimonio si hubiera mostrado arrepentimiento y humildad, pero el llanto de Araceli y su actitud de víctima lo irritaron. Volteó a verla con actitud de impaciencia mientras trataba de decidir cómo enfrentar la situación. ¿Qué tienes qué decir en tu defensa?”, insistió Araceli con voz cortada por las primeras lágrimas de las muchas que iba a derramar frente a su marido esa noche. Y aquí fue cuando Agustín, que siempre había sabido qué decir y cómo convencer en asuntos de negocios o de mujeres, no supo medir la gravedad de la situación. Falló en lo que quizá fue la batalla más importante de su vida. No comprendió que el corazón enamorado de Araceli todavía estaba dispuesto a perdonar y a olvidar si Agustín le hubiera dicho cosas tales como “perdóname, fue un error, ella no es importante, son asuntos de hombres, no lo vuelvo a hacer, tú eres el amor de mi vida, ¿cómo crees que yo pondría en riesgo nuestro hogar y nuestros hijas”, etc, etc., Esas palabras humildes hubieran hecho que Araceli se dejara abrazar, besar y convencer, porque en esos momentos se sentía totalmente derrotada. Su corazón que se estaba rompiendo estaba dispuesto a creer lo que fuera con tal de parar esta intensa oleada de dolor y pérdida que hasta entonces le era totalmente desconocida. Pero Agustín, que era todo un macho mexicano, que creció, el único varón de los cuatro hijos que tuvo su madre, y que ganaba mucho dinero gracias a sus negocios de abarrotes, le pareció que Araceli no merecía ninguna explicación y que él podía tener las mujeres que quisiera. De manera que abrió la boca sin medir la estatura de su esposa: “No me hagas escenas. Tú eres mi esposa y no te falta nada. Yo soy hombre y puedo hacer lo que se me de la gana.
  • 18. Graciela es mi amante”. Al escuchar esto Araceli empezó a llorar con un llanto que la ahogaba y la hacía gemir como animal herido. Agustín se sentía totalmente invadido de impaciencia y rabia por la incomprensión de esta mujer a la que “todo le había dado”. Para Araceli, era duro escuchar la confesión, pero más doloroso se le hacía ver la actitud de Agustin, el cual, para su sorpresa, no sólo no mostraba arrepentimiento, sino que además parecía irritado con ella. Como si ella hubiera hecho algo malo. Y se sintió perdida sin saber qué hacer. Pudo haberse llenado de justa indignación y proceder a poner en su lugar al esposo infiel e insolente. Pudo haber dicho, por ejemplo: “¡Cómo te atreves a hablarme así!... estás estúpido si crees que me voy a dejar pisotear... o, voy a llamar a mi abogado y me las vas a pagar!” Pero el amor hace tonta aún a la mujer más inteligente, por lo que en lugar de eso, con voz quebrada por el sentimiento y el corazón quebrado por el dolor, dijo: “A mí nunca me has querido besar en público”. Araceli y Agustín se habían conocido cuando ella tenía apenas 17 años. Ella era hija única de Benita, la dueña de La Paloma. Corría el año de 1972, cuando Agustín ingresó a La Paloma en Michoacán, con un caso galopante de alcoholismo. Benita aplicó varios de sus famosos remedios caseros y en pocas semanas logró cortar en Agustín, la dependencia por el alcohol. El grupo de Alcohólicos Anónimos consolidó la rehabilitación ya que le dio armas a Agustín a no recaer. Y lo había logrado. Desde entonces, besando la cruz, repetía a todo aquél que quisiera escucharlo: “ni una gota, te lo juro, ni una gota de alcohol he vuelto a probar”.
  • 19. Por aquél entonces, Benita ya tenía planes de abrir una sucursal de la clínica en California. Para el final del tratamiento, Agustín mostraba síntomas de estar interesado en Araceli, y hacía planes para establecerse en California para estar cerca de ella. Con unos ahorros que tenía, al llegar a Santa Ana, Agustín abrió una carnicería al estilo mexicano y su éxito fue instantáneo. En la carnicería ofrecía tortillas, abarrotes y artículos básicos a su clientela y el lugar estaba siempre a reventar de paisanos que estaban encantados con el sabor a pueblo que les ofrecía el negocio de Agustín. Casi de inmediato que Araceli cumplió 18 años, Agustín fue a casa de Benita a pedir su mano. La boda fue pactada para junio de 1974, o sea casi 12 meses después de haber celebrado el compromiso. El siguiente año Araceli y Agustín lo pasaron vigilando la construcción de la casa que Benita quiso regalar a su hija. Agustín se negó a que la casa fuera pagada solamente por Benita, así que consiguió una hipoteca que le permitió aportar el 50% del costo de la casa y el terreno y fue así que pudo participar en las decisiones sin sentirse fuera de lugar. “¿Seis recámaras?, ¿Para qué tantas?”, preguntó Araceli. “¡Seis recámaras para todos los hijos que vamos a tener!”, confirmó Agustín a su ruborizada novia. La boda de Agustín y Araceli se celebró en Santa Ana. A la recepción asistieron casi 300 invitados que brindaron y bailaron hasta el amanecer. Los novios fueron de viaje a un recorrido por la costa de California y pasaron una semana en San Francisco, de donde regresaron a instalarse en su nueva residencia. Para gran deleite de Agustín, durante las primeras semanas después de la boda, Araceli se transformó de una tímida novia virgen, en una apasionada compañera de cama. Ellos resultaron ser muy compatibles y ávidos de sí mismos en los juegos sexuales. Araceli perdió la cortedad y se volvió una atrevida participante. Agustín fue un maestro paciente y divertido. La actividad sexual de la pareja solamente fue interrumpida por los embarazos que, para gran desmayo de la pareja, tardaron varios años en llegar. Al principio Araceli pensaba que era cosa de tiempo, pero luego empezó a preocuparse. Pensaba que nunca iba a ser madre.
  • 20. Cuando ya tenía ocho años de casada, le pidió ayuda a Benita, quien de inmediato preparó unas tinturas, recomendó unos masajes y le aseguró que pronto saldría embarazada. Para fortuna de la pareja, en menos de un año de tratamiento, Araceli descubrí que estaba embarazada. A los diez años de casada dio a luz a Victoria y dos años más tarde a Roxana. Después de cada embarazo, la pareja esperaba con ansia que pasara el tiempo de la cuarentena para volver a disfrutar de su unión sexual. Esa era una de las razones por las que Araceli se preguntaba una y otra vez el por qué de la traición. Otra de las razones era que una sólida parte de la prosperidad económica que la pareja había logrado era gracias a Araceli. Ella había sido quien se encargó de hacer ahorros con el dinero que Agustín traía a la casa para ir comprando propiedades. El dinero se multiplicó gracias al buen olfato de Araceli para comprar edificios de departamentos y oficinas. Ella se encargaba de cobrar rentas y reinvertir el dinero. “Dime en qué he fallado”, preguntó Araceli la noche del cine y del beso en la calle. Ella se cuestionaba la pregunta que toda mujer engañada se hace: “¿Qué tiene ella que no tenga yo?” “No te pongas dramática, y ya deja de hacerme escenas”, contestó Agustín con voz cortante. Se sentía irritado que Araceli no comprendiera. ¡Él era hombre, por amor de Dios!, ¿Por qué carajos no podía tener derecho a tener una amante? El estaba cumpliendo todas sus obligaciones. A Araceli nada le faltaba. Él era un proveedor generoso con ella y con sus hijas. Todo lo que Araceli había pedido hasta ahora, lo había tenido. ¿Por qué tenía que ponerse en este plan solamente porque él había decidido tener un poco de diversión? “No tengo por qué darte explicaciones de mis actos. Yo hago lo que hago y como quiera hacerlo, para eso soy hombre. Si algo no te parece, la puerta está muy ancha para que te vayas. Y para que de una vez lo sepas, no pienso dejar a Graciela. Hazle como quieras, pero no me hagas dramas”.
  • 21. De un golpe dejó el tarro de café en la mesa y salió dando un fuerte portazo. Araceli cayó enferma. Vomitaba bilis y agarró una fiebre cuatrapeada que la tiró en cama por tres semanas durante las cuales perdió tanto peso y como ganas de vivir. Benita jamás se enteró de la postración de su hija. Araceli no quería hablar con nadie ni pedir ayuda. A ratos llorando y a ratos delirando, con el paso de los días se fue consolando y se fue mejorando gracias a los cuidados de Lucy, la sirvienta que llegó a trabajar con la pareja cuando se casaron. Agustín no hizo nada por ayudarla. Se mantuvo con el ceño fruncido, rumiando su enojo y lamentando la “incomprensión” de su esposa. No le creyó a Araceli que estuviera enferma. Pensaba que era un truco para hacerlo sentir mal. “Pero conmigo no puede... yo soy perro viejo y ella no va a venir a enseñarme trucos nuevos”, decía para sus adentros. Una mañana, cuando ya había recuperado su fuerza una Araceli, ya serena y más sabia, se levantó para hacerse nuevamente cargo de su hogar. Sin más trámite, empezó un lunes y sirvió el desayuno, eficiente como antes. Para entonces Victoria, la hija mayor tenía 10 años y Roxana tenía 8. Esa mañana Araceli arregló a sus hijas para enviarlas a la escuela primaria. Después de preparar el almuerzo, revisó la chequera para hacer sus pagos y enviarlos por correo y actuó como si todo estuviera en orden. Esa noche, Araceli esperó a que Agustín regresara después de cerrar el negocio y le dijo: “Me voy a mudar a una de las recámaras de invitados. Y de una vez te aviso que voy a permanecer contigo hasta que mis hijas se vayan de la casa. Cuando eso ocurra, entonces me iré y te pediré el divorcio”. Un leve malestar se sentó en la boca del estómago de Agustín. Esta Araceli tan determinada no le gustaba. Hubiera preferido una escena de llanto, insultos, gritos y amenazas. ¡Vamos, con gusto hubiera aceptado hasta una cachetada! La mujer tenía que tener derecho a defender a su hombre, ¡Carajo!, pero esta actitud de dignidad, de reina ofendida, no le gustaba nadita.
  • 22. “Hazle como quieras pero no me estés fregando”, contestó Agustín sin tocar la cena —una grave ofensa según le habían enseñado los años de matrimonio con esta mujer. “Ya se le pasará”, pensó y se fue. Lo único que lamentaba era que por el momento Araceli no lo iba a aceptar en su cama. Era una lástima porque esa era la parte de su matrimonio que más le gustaba. “Ojalá se le pase pronto”, pensó y sonrío imaginando con gran deleite cómo iba a ser la tremenda reconciliación que ellos iban a tener. Pero a Araceli nunca se le pasó. El hogar siguió funcionando con precisión profesional. Araceli siguió yendo a sus clases de costura. En su calendario también incluyó clases de yoga y de cocina. Acompañó a Agustín a todos los eventos sociales a los cuales eran invitados. Organizó eventos para sus amigas, su madre o sus hijas, siempre impecable, siempre sonriente y cada vez más distante. Cuando pasaron los meses y Agustín vio que Araceli se había alejado emocionalmente de él, internamente sintió una gran sensación de pérdida. En algunas ocasiones llegó a sentir un atisbo de remordimiento. Pero antes de entregarse a lamentar abiertamente el haber perdido a su mujer, Agustín echaba fuera esas indeseadas emociones y se recordaba que “Para eso era hombre”. A solas consigo mismo, sin embargo, no podía menos que comparar a ambas mujeres y para su gran malestar, Araceli siempre salía ganando. Era mejor cocinera. Bueno, digamos que no había comparación en este terreno porque Graciela no sabía ni hervir agua. También mejor amiga. Siempre lo había escuchado con atención y en lugar de decirle qué hacer, le hacía preguntas atinadas que lo hacían razonar y encontrar soluciones por él mismo. Era buena confidente. A Araceli podía contarle sus más íntimos pensamientos y ella jamás repetía nada que él le hubiera confiando. Era mucho mejor amante. ¡Ah!, las cosas que ellos dos no habían hecho bajo las sábanas. ¡La extrañaba con su picardía y su ingenio. ¡Era tan divertida y tan generosa en las noches de placer! También era más guapa. Llevarla del brazo le dejaba siempre muy buen sabor de boca en los círculos sociales donde se desenvolvían. Su porte elegante, su caminar sereno. ¡Hacían tan buena pareja en todo terreno!, se lamentaba Agustín quien no entendía por qué su mujer era tan dura de no poder perdonarle una indiscreción. En ratos de nostalgia por ella, Agustín no podía recordar por qué fue que sintió necesidad de hacerse de una amante, en primer lugar.
  • 23. El asunto no fue planeado. Simplemente sucedió. Conoció a Graciela y sintió curiosidad de experimentar por otro lado. En sus años de alcoholismo tuvo muchas mujeres. Pero desde que se casó se había dedicado solamente a su esposa y de repente quiso saber si todavía era capaz de enamorar a una mujer. No es que tuviera queja alguna de Araceli, no. Era solamente que pensaba que un hombre podía hacer lo que quisiera y pudiera, mientras tuviera la oportunidad. Y eso fue lo que hizo. ¿Por qué Araceli no podía entenderlo y aceptarlo? ¡Esto no tenía por qué afectarla a ella, por Dios santo! Los meses se convirtieron en años y la relación con Graciela continuó, ahora con más ganas dado que Araceli jamás regresó a la recámara matrimonial a pesar que Agustín trató de seducirla varias veces. Como Araceli no se dejó convencer y, considerando que ya no tenía nada que ocultar, Agustín se descaró. Muchas amistades lo vieron paseando en público con Graciela. Igual en el cine que en las tiendas. Igual en restaurantes que en salones de baile. Incluso hubo noches en que no llegó a dormir. “No me esperes esta noche”, decía simplemente. “Tengo un asunto que arreglar y llegaré hasta mañana”. El escuchar estas palabras, Araceli asentía. De hecho, con los años, había llegado a saber qué días eran los que Agustín no iba a venir a dormir. El cumpleaños de Graciela, el aniversario de ellos como pareja y una semana antes de la Navidad. Esas eran las fechas en las que Agustín le regalaba la noche completa a su amante. El corazón de Araceli ya no guardaba rencor ni amargura. Una sabiduría que nunca supo de dónde venía, le había permitido sacar de su corazón a Agustín y “dejarlo ir”. Ella ya no tenía expectativas respecto a su matrimonio. Araceli ya sabía que llegado el día en que se fueran sus hijas, ella iba a salir de ese hogar sin mirar atrás. Previendo que llegara esta fecha, Araceli abrió una cuenta de ahorros a su nombre y le informó a Agustín que se estaba asignando como sueldo un porcentaje como administradora de los edificios que la pareja poseía. Sin sospechar para qué quería el dinero su mujer, Agustín pensó que era natural que ella quisiera tener su propio ingreso. No le dio mayor importancia.
  • 24. Cuando su hija menor anunció que se iba a estudiar al colegio, Araceli empezó a buscar un condominio. Y por un lado planeaba menú para la fiesta de despedida y por otro ordenaba cortinas para el condominio. Flores para adornar la casa, sala para su nueva vivienda; fotógrafo para la fiesta, artefactos para su nueva cocina. El día que su hogar se vio lleno de gente despidiendo a su segunda hija, en la estancia del nuevo condominio ya se veían cajas con ropa, libros, discos y cosas de costura que Araceli había ido sacando poco a poco de su hogar. Cuando dieron las seis de la mañana del día siguiente a la fiesta, Araceli cargó las últimas cosas en su automóvil. Se bañó y se vistió, revisó los closets de su recámara y de su cuarto de costura para asegurarse que no estuviera olvidando nada y se fue. Horas después, cuando Agustín se levantó, fue a la cocina y le extrañó que no hubiera ese delicioso aroma del primer café de la mañana al que lo había acostumbrado Araceli. Lo que Agustín ignoraba era que la fiel Lucy se había ido a seguir a Araceli a su condominio y ahora él estaba solo en la gran casona. Sobre la mesa no había pan recién horneado, ni flores frescas cortadas del jardín. Tampoco había un guiso cocinándose en la estufa, ni una Araceli enfundada en un mandil limpio, volvería jamás a preguntarle si deseaba desayunar en la cocina o en la terraza. En esos momentos, todavía no había entrado el miedo en el cuerpo de Agustín. Pensó que, —tan extraño como pareciera, a Araceli se le “habían pegado las sábanas”. Sin hacer ruido para no despertarla, Agustín empezó a buscar el café para prepararse una taza. El primer problema que encontró era que no sabía cómo cargar la cafetera. Era curioso, pero nunca había preparado café. No había tenido necesidad ya que era siempre Araceli la que se hacía cargo de eso. Cuando por fin pudo cargar la cafetera de agua y café, y la echó a andar, trajo un tarro y se sirvió un café cuyo color le indicó que le había fallado el cálculo en la proporción agua-café. El sabor era tan malo que tuvo que calificarlo de “esta imbebible agua de calcetín” y lo dejó a un lado. “¿Dónde estaba Araceli que no se había levantado a cumplir con sus deberes?”, pensaba Agustín mientras caminaba rumbo a la recámara de invitados. Al llegar encontró la puerta cerrada.
  • 25. Tocó suavemente. “¿Araceli?... ¿Estás bien?”. Luego de llamar varias veces, subiendo la voz y el tono de los toquidos, abrió la puerta y lo primero que vio fue la cama tendida y una carta dirigida a él sobre la colcha bien estirada y puesta, como todas las camas tendidas por Araceli. “Querido Agustín”, empezó a leer con el inicio de una alarma danzando en el estómago. “Llegó el día del que hablamos hace diez años cuando descubrí que tenías una relación con otra mujer. La menor de mis hijas ya no me necesita más, así que para cuando leas esta carta ya me habré ido. He consultado un abogado para iniciar los trámites de divorcio. El te contactará para resolver esta situación. Espero que tengas una buena vida. Tu ya pronto ex-esposa, Araceli”. Agustín se sentó en la cama y releyó la carta. ¡No podía creer que esta loca mujer hubiera sido capaz de cumplir sus amenazas! Cuando el peso de las palabras escritas en la carta de despedida que dejó Araceli penetró en su cerebro con toda la tremenda fuerza de lo definitivo, Agustín, por primera vez desde que tenía 25 años y dejó de embriagarse, sintió deseos de ponerse borracho. En los días que siguieron, el mundo se le vino abajo a Agustín. Tuvo que aprender a vivir en una casa vacía que se ensuciaba sola y en la que nunca había camisas limpias, ni comida sabrosa a ninguna hora. Tuvo que reconocer que el polvo se estaba acumulando en todas las superficies y se maravilló al pensar que todos estos años, la mano oportuna de Araceli había sido la que había limpiado y pulido a tiempo para que él no viera lo que ocurría inexorablemente en la madera de los muebles y el vidrio de las ventanas. Y fue a través de la ausencia de Araceli que pudo comprender la magia que ella había traído a su vida, durante casi 30 años de matrimonio. El nunca había dado ningún pensamiento al hecho de que la casa fuera tan cálida, que estuviera tan limpia; ni al milagro de que la ropa bien doblada volviera a aparecer en los cajones con toda regularidad o que el refrigerador se mantuviera siempre lleno de provisiones. Son cosas que había dado por sentadas. Igual que dio por sentado el amor de Araceli. Fue por esos días que dio en recordarla, con su eficiencia, con su sensualidad y
  • 26. su alegría. Y sintió pena de haberla perdido y dolor por haber sido tan soberbio de no pedir perdón a tiempo. Había cambiado talegas de oro por cuentas de vidrio. En su mente recordaba a la muchacha que conoció en Morelia. Su piel clara, limpia, sus ojos brillantes. Ese olor a jazmín que siempre la seguía por donde pasaba. Araceli era como ninguna mujer que él hubiera conocido. Era segura de sí misma. Contestaba directo, viéndote a los ojos. No creía en cuentos y tendía a llamarle a las cosas por su nombre. Eso fascinaba a Agustín que estaba acostumbrado a mujeres dramáticas, que se colgaban de ti y luego, luego querían manipularte para hacer nido contigo. Araceli se reía de las bromas que Agustín le hacía y lo que más le encantaba era que siendo tan bonita como era, no era presumida. Parecía como si no estuviera consciente del impacto que ella tenía sobre él. Era como si no notara que cuando él la veía pasar sentía que una fuerza gigante lo jalaba hacia su presencia de mujer joven; y sus ojos no podían desprenderse de la sensualidad de sus senos y caderas que solo se veían interrumpidos por la brevedad de su cintura. Cuando ya estaban comprometidos, Agustín dio en ir a visitarla a su casa llevando su guitarra. Con ella le daba, lo que la pareja acabó nombrando: “serenatas privadas”. Ahí, en la sala de la casa donde Benita y Araceli vivían dentro de los campos de La Paloma, Agustín cantaba: “Conocí a una linda morenita y la quise mucho....” Tenía una voz bien timbrada que a Araceli se le hacía súper sexy. ¡Qué tiempos aquellos!, pensó Agustín regresando al presente y volviendo a sentir un agudo malestar por el estado deprimente del hogar abandonado. Pero la vida tenía qué seguir adelante y no sabía cómo enfrentarla sin su esposa. Y se daba cuenta que nadie lo había preparado para este momento. Tuvo que explicar a sus hijas que su madre había abandonado el hogar “sin explicaciones”. Tuvo que pagar la luz y el teléfono después que los cortaron y recordar traer a casa leche, azúcar y otros alimentos básicos que ya no había nadie que surtiera.
  • 27. Y cuando ya no aguantó más, tuvo que irse a vivir al apartamento de Graciela para tener quien le lavara la ropa y sirviera, por lo menos, el café de las mañanas. Pero eso fue también un desastre porque Graciela estaba acostumbrada a estar de adorno y no sabía nada de administrar un hogar. Más bien fue la mamá de Graciela quien le dio un poco de orden a la vida de Agustín. Fue ella quien resolvió el misterio de la proporción de agua-café y lo recibía por las mañanas con un café de regular sabor. Fue la mamá quien le lavó y planchó unas camisas que, con los meses, se fueron percudiendo, justo al igual que Agustín que, sin Araceli, se sentía perdido. Como al mes que Araceli se fue de la casa, el abogado llamó para hacer una cita. Fue entonces que Agustín tuvo una brillante idea. “Antes de iniciar negociaciones, exijo hablar a solas con mi esposa”, le dijo al abogado. Para su enorme júbilo, el abogado llamó un par de días más tarde para comunicarle que Araceli había aceptado reunirse con él. Hicieron una cita. Agustín eligió un restaurante elegante al que alguna vez fueron a celebrar un aniversario de boda, con la secreta esperanza de conmover el corazón de su mujer. El día de la cita llegó y un Agustín, más nervioso que un novio virgen en su noche de bodas, vio llegar a una Araceli, rejuvenecida y todavía muy guapa, a pesar de sus casi 50 años. “¿Qué es esto de que te quieres divorciar?”, increpó con rudeza e internamente lamentó sus palabras y el tono. Lo que en realidad quería decir era “Por favor, perdóname y regresa porque ya me di cuenta que sin ti no la hago”. Como quien explica una lección a un niño de primaria que no entiende, Araceli procedió a recordarle a Agustín que la noche aquella de los besos públicos en el cine, con la mujer equivocada, ella le había sentenciado que se iba a divorciar de él cuando la hija menor se fuera de la casa. Agustín escuchó estupefacto. Claro que se acordaba que Araceli le había anunciado que esto iba a pasar, pero él pensaba que eran frases huecas.
  • 28. Sin querer aceptar que Araceli tuviera derecho a cumplir con sus planes de divorcio, Agustín insistió que ella regresara a la casa. Cuando ella se negó, el siguió insistiendo. Incluso sugirió que si ella estaba decidida a divorciarse, lo podían hacer “cada quien en su recámara”. Pero Araceli se mantuvo firme. A la pregunta de “¿Qué vas a hacer ahora?”, Araceli le comunicó que iba a trabajar con Benita, en la oficina de administración de La Paloma. Agustín la felicitó por tan bien pensada actividad y le aseguró que podía llevarla a cabo desde el hogar que acababa de abandonar. Como respuesta a esto, Araceli le informó que la casa donde ellos habían vivido su vida de casados, al igual que el resto de las propiedades, se iban a dividir entre los dos en el acuerdo de divorcio. Agustín no se desanimó por las primeras respuestas de Araceli. Después de todo, su éxito como vendedor había siempre consistido en saber escuchar para obtener información que le permitiera convencer al cliente de comprarle. Mientras la escuchaba hablar de los planes de divorcio, que su mujer había organizado detalladamente, Agustín la miraba con admiración. Araceli siempre había sido una mujer hermosa, pero ahora en su madurez, era elegante, además de hermosa. Su cabello corto y su cutis luminoso. Los ojos de pestañas largas no necesitaban maquillaje alguno. Tenían sus propias sombras que los hacían ver un tanto exóticos. La boca pintada de rosa intenso resaltaba como una flor encendida de color. Con paciencia, Agustín fue rebatiendo todos los puntos de Araceli e, incluso, le pidió perdón por su mal juicio años atrás, por su infidelidad y hasta le prometió darle una indemnización a Graciela y sacarla para siempre de su vida. “Te ruego que lo reconsideres”, dijo Agustín con su tono más convincente. “Te he extrañado mucho y quisiera que volviéramos a ser una pareja feliz como lo fuimos antes que yo hiciera lo que ahora me arrepiento de haber hecho”. Araceli escuchó con sorpresa las palabras de Agustín. ¡Cuánto hubiera dado por escucharlas aquella fatídica noche del desencuentro con él y su amante! Es más, si
  • 29. Agustín hubiera tenido esta actitud durante los días en los que el dolor la tuvo postrada en cama, sintiendo lástima por sí misma y empapando almohadas de día y de noche, quizá no hubiera dudado en echarse a sus brazos y arrancar esta hoja dolorosa de su historia. “Agradezco tus palabras y tu oferta de regresar a casa”, le dijo Araceli e hizo una pausa y se le quedó viendo. “Pero mi decisión ya está tomada y no tengo ningún interés en regresar”, puntualizó. Cuando Agustín agotó todos los recursos que se le ocurrieron y vio que aún así Araceli seguía “montada en su macho”, le reprochó que, después de 10 años, ella hubiera insistido en ejercer una venganza tan estúpida. “En eso estás equivocado, Agustín. Esto no es una venganza, es un plan de vida. Tú ahora vas a ser libre de casarte si así lo deseas, con Graciela o con quien se te antoje, y yo haré lo mismo. Yo también quiero tener una pareja. Todos estos años no lo hice porque mis hijas necesitaban la estabilidad de un hogar. Ya cumplí mi compromiso con ellas, ahora es tiempo de hacer mi vida”. “¿Que? ¡Cómo!”, preguntó Agustín sorprendido por los planes sentimentales de su mujer. Sólo de pensar en que Araceli pudiera tener otro compañero de cama, Agustín sintió que la sangre le hervía. “No es lo mismo que yo lo haga a que lo hagas tú. Yo soy hombre. ¿Cómo te atreves a hablarme así…? ¡Me estás faltando al respeto…, eres una sinvergüenza, lo único que te importa es meterte en la cama con cualquiera!”, empezó a gritar Agustín. Araceli lo miró con ojos helados y sin ninguna expresión en su rostro. Sin esperar más insultos, tomó su bolsa de mano. Con porte distinguido y paso determinado, salió del restaurante y de la vida de Agustín. Lo que siguió después de eso fue que Agustín le contó a todo el que quiso escuchar, hijas incluidas, que su madre lo había abandonado para irse de “aventurera”. “Es una cualquiera y se está comportando como tal”, gritaba a voz en cuello Agustín, cuya presión arterial atestiguaba el sofoco que la actitud de Araceli le causaba. Conforme las citas con el abogado y el juez avanzaban en los trámites de divorcio, la indignación de Agustín crecía.
  • 30. No perdía oportunidad para insultarla, más herido aún de verla sonriente, bien vestida y con esa sensualidad que siempre tuvo, ahora, como buen vino, más encendida en su madurez. Las hijas vinieron a buscarla. Tanto Victoria como Roxana trataron de convencerla que recapacitara porque no podían resistir ver sufrir a su papá “Este es un asunto entre su padre y yo, que no voy a discutir con ustedes”, contestaba Araceli con seco. “No me es posible darles explicaciones, pero tienen qué confiar en mí, en que sé lo que estoy haciendo”. En otras ocasiones era un: “Esta es mi decisión y tienen que respetarla”, la única respuesta que Araceli les dio después de escuchar argumentos, súplicas y hasta reproches de las hijas. Araceli se mantuvo firme y los trámites del divorcio, para lamento de Agustín y sus hijas, concluyeron meses después. Los bienes de la pareja se repartieron equitativamente. La casa de las seis recámaras se le quedó a Agustín, básicamente porque Araceli no la reclamó. Para cuando todo terminó, un derrotado Agustín trajo a una jubilosa Graciela a vivir al hogar que Araceli había dejado vacío. Graciela se sentía ahora la señora y ama de la casa e instaló a su mamá en una de las recámaras para que se hiciera cargo de la casa. A los pocos meses, Agustín aceptó casarse con Graciela básicamente porque ésta insistía en que debía llevar el apellido de él para ser respetada y aceptada por sus hijas. Pero el matrimonio no logró el propósito. Las reuniones familiares ahora se celebraban en el condominio de Araceli, sin Agustín, ni Graciela. Las hijas dejaron de visitar la casa de las seis recámaras, la cual se veía cada día más deteriorada y sucia. Ellas se quejaban de haber perdido el hogar de su infancia. Araceli no echaba de menos la casa ni nada del pasado. Ella tenía su mirada puesta en otros horizontes. Gracias a su trabajo en La Paloma, se habían abierto nuevas oportunidades de amistad y quizá, ¿por qué no?, hasta de romance.
  • 31. Para consternación de Agustín, los rumores eran que últimamente Araceli había estado saliendo con un viudo al que recién había conocido.
  • 32. Agustín, De México D. F. a Morelia, Mich, 1972 Destete de alcohol. Durante las primeras 24 horas de la desintoxicación alcohólica, se debe administrar al paciente una cerveza clara cada hora. Se empieza con 12 onzas y se va disminuyendo una onza cada dos horas. Al mismo tiempo se administra una infusión de 7 Azahares, a razón de dos onzas porhora, entre cada cerveza. El día que Agustín se internó en La Paloma para una desintoxicación alcohólica, estaba a punto de cumplir 25 años y llegó cayéndose de borracho. Nada más entró al cuarto que le habían asignado en La Paloma y se dejó caer boca arriba en la cama. Las cuatro paredes giraban y se distorsionaban. Agustín no podía sostener los ojos abiertos porque el cuarto andante lo mareaba más. Pero tampoco podía tenerlos cerrados porque sentía que caía al vacío. Gracias a Dios una enfermera estuvo ahí para acercarle una cubeta cuando empezó a vomitar. Otras manos, que parecían más recias empezaron a desvestirlo. Agustín quería hablar. Quería decirles que todo iba a estar bien, que él no necesitaba ayuda. Que sólo se había tomado unas pocas copas para calmar los nervios, pero las personas que estaban cerca de él parecían no entender las palabras que él decía. Cuando recuperó el sentido, varias horas después, la cabeza estaba punzando con una intensidad Mayor, con “m” mayúscula. El estómago estaba revuelto y la sensación de náusea era tan intensa que Agustín tuvo miedo de moverse. Un escalofrío persistente le recorría el cuerpo. Levantó una mano para quitarse el cabello de uno de sus ojos pero no pudo dirigirla hacia su cara. La mano estaba tan temblorosa que le resultaba imposible de controlar. No sabía dónde se encontraba. De los muchos lugares donde había despertado después de una borrachera, este no parecía familiar. Poco a poco la memoria fue regresando. Estaba en La Paloma, un centro naturista en Michoacán al que lo habían enviado su novia y su jefe con un ultimátum: “o te atiendes o así te va”.
  • 33. “¡Qué chingadera!”, exclamó para sus adentros al recordar que el programa de desintoxicación duraba seis semanas. Iba a tener que quedarse recluido, sin beber, en este lugar de mierda. La luz de la luna que se asomaba por la ventana le indicó a Agustín que todavía era de noche. “Seguramente son las 3 o 4 de la mañana”, se dijo, pensando que esa era la hora en que regularmente lo despertaba la necesidad de echarse un trago. La urgencia de beber era tan intensa que lo hizo levantarse. Esto no le hubiera pasado si él estuviera en su casa, pensó. Agustín siempre tenía la buena precaución de comprar con tiempo sus botellas de vodka (porque no “huele”). En el carro acostumbraba traer tres o cuatro botellas nuevas. Y en la casa tenía “escondidos” por varios lugares, incluidos la cocina, los baños, los clósets de toda la casa y hasta en el jardín. Este método de almacenar botellas lo empezó a seguir una noche en que al momento de irse a dormir se dio cuenta que solamente le quedaba media botella de vodka. En esos terribles instantes entró en un pánico que lo hizo levantarse a buscar un lugar que vendiera alcohol por la noche. Fue horrible. Nada más de acordarse le empezaban a sudar las manos de la desesperación. A partir del siguiente día a esa fatídica noche, Agustín empezó a comprar su bebida por caja. Pero esta noche no creía encontrar botellas escondidas en ningún rincón del lugar. No recordaba si había llegado a La Paloma manejando. Lo dudaba, pero aún así, abrió la puerta del cuarto tratando de orientarse en la oscuridad para encontrar el estacionamiento. Sentía una desesperación, un desasosiego intenso. Quería echarse a correr. Huir de este lugar donde lo habían recluido, pero el cuerpo no le respondía. Después que caminó unos pasos, encontró una puerta enrejada cerrada con candado. A lo lejos se veía el jardín, una fuente y más al fondo, el estacionamiento. Agustín sintió alivio pensando que quizá lo habían traído en su propio coche. Al ver cerrada la puerta empezó a jalarla, primero en forma tentativa y luego con toda la energía que su desesperación le daba. Cuando vio que no cedía empezó a patearla, echando maldiciones. Alguien trató de detenerlo, pero Agustín se resistió. Pensó que le iban a impedir llegar a su automóvil y entonces lo invadió una desesperación frenética. Y pateó y gritó y volvió a gritar, y pateó más fuerte mientras cuatro brazos fuertes lo separaban de la reja.
  • 34. Las luces se encendieron y escuchó pasos correr hacia él. Unas voces discutían el mejor curso de acción mientras Agustín resistía con toda la fuerza de la que era capaz, impulsado por una urgencia intensa de poner en su boca ese líquido quemante que siempre lograba llevarlo a ese mundo en donde todo era perfecto, aunque fuera por unas cuantas horas. De repente, mientras todo esto estaba pasando, algo golpeó su consciencia. “¿Será que es cierto lo que dicen... de que soy alcohólico?” Agustín empezó a beber más seriamente cuando estudiaba en la Facultad de Administración de Empresas. Antes de eso, en la preparatoria había experimentado una que otra borrachera sin importancia. Pero en la facultad descubrió que un poco de alcohol lo aliviaba del estrés. Si había angustia por trabajos que tenía que presentar, unas cuantas cervezas le ayudaban a estudiar mejor. Junto con el título, Agustín recibió una mención honorífica. Durante la fiesta de celebración todo fue euforia y diversión que duró por muchas horas de consumir alcohol y recibir abrazos. Al día siguiente, cuando despertó, Agustín sintió terror con el cambio de vida. En esas horas de soledad y resaca, comprendió que ahora ya no era estudiante. Ahora era desempleado y tenía que enfrentarse solo a la vida real. Este era el momento oficial en que dejaba de ser dependiente de otros y pasaba a ser un adulto de quien se esperaban resultados. Solo de pensarlo, Agustín sentía un miedo que parecía complicado de vencer. Para darse valor, Agustín, por primera vez en su vida, tuvo necesidad de beber a solas para calmar la ansiedad. Afortunadamente, gracias a sus calificaciones pronto encontró un empleo. La “Empacadora San Miguel” le ofreció un modesto puesto de vendedor que le permitiría, si cumplía metas de ventas, progresar a supervisor en pocos meses. Agustín tomó el reto con gran entusiasmo. Armado de un entrenamiento interno en el que sobresalió por su empeño, pronto salió a buscar clientes. Cada mes, las metas de ventas se fueron cumpliendo. Agustín tenía un carácter carismático que ganaba por igual cuentas pequeñas que cuentas nuevas importantes en el territorio que tenía asignado. Conforme la presión por cumplir metas aumentaba, el deseo por beber también. El empleo resultó ser su aliado ya que Agustín podía empezar a beber a la hora de la
  • 35. comida, cuando invitaba clientes. Nadie podía reprocharle que regresara a la oficina oliendo a alcohol. “Es parte de mi descripción de trabajo”, explicaba Agustín con gran satisfacción a sus amigos. El puesto de supervisor llegó y con él nuevos retos, mismos que Agustín fue cumpliendo eficientemente, claro, ayudado por litros y litros de vodka. “Sobre las rocas, por favor, con un jugo de naranja a un lado”. En pocos años llegó al puesto de gerente regional. Fue entonces que empezó a viajar por la República Mexicana. Su poder de convencimiento y presencia atractiva no sólo le servía para convencer clientes, sino también para conquistar mujeres, pero ninguna duraba más allá de unas semanas. Pero ocurrió que en la sucursal Guadalajara, Agustín conoció a Raquel, quien se convertiría en su primera novia formal. Raquel era una muchacha divorciada que era madre de una niña de un año. Vivía con sus padres y de momento se mostró muy desconfiada de Agustín. Ella había sufrido un divorcio difícil y estaba todavía en pleito con el padre de su hija quien peleaba la custodia de la niña. Pero Agustín no se iba a dejar vencer fácilmente. Agustín fue paciente con Raquel. La enamoró con cenas, almuerzos y comidas al principio del cortejo. En salones de baile y en bares cuando ya había logrado que se hicieran novios. La pareja se veía una semana de cada mes, cuando Agustín llegaba a Guadalajara en su recorrido mensual de las plazas que supervisaba. La pareja peleaba a menudo porque hasta la sucursal Guadalajara llegaban rumores de las conquistas femeninas de Agustín que era considerado “un gran partido” dados sus triunfos en el área de ventas y los buenos ingresos que recibía. Raquel siempre acababa perdonándolo porque veía en Agustín el potencial de ser buen esposo y padre para su hija. En los años que siguieron, el noviazgo de la pareja continuó. Agustín tuvo dos ascensos más. Uno a Gerente de la Zona 1, que ahora abarcaba medio país ya que solamente había dos gerentes de zona. Y, a los 24 años, Agustín fue ascendido a Gerente General de Ventas. Para entonces, Agustín cargaba consigo botellas de vodka por todos lados y su beber se había vuelto constante. El éxito económico estaba bien consolidado pero las relaciones con Raquel estaban muy tensas.
  • 36. Raquel le reprochaba a Agustín, además de sus infidelidades, su forma de beber. Ella insistía en que él era un alcohólico que necesitaba ayuda y Agustín contestaba: “Yo dejo de beber en el momento en que me lo proponga.... lo que pasa es que no quiero dejar de hacerlo”. Agustín pensaba que Raquel estaba fuera de la realidad. ¿Qué no se daba cuenta que la única manera de tener buenas relaciones con los clientes? “Es gracias a mí que la empresa ha prosperado hasta nivel de exportación” ¿Cómo podía pensar Raquel que Agustín podía socializar con los clientes sin beber unas inocentes copas? ¡Estaba loca si creía que ella podía gobernar sobre la cantidad de alcohol que él podía consumir! Sin embargo ocurrió que Gonsalvez, el dueño de la empresa, convocó a una junta urgente de todos los gerentes regionales y de zona para el lanzamiento de una nueva línea. La junta era a las 8 de la mañana y Agustín se presentó ebrio. Esa madrugada lo había despertado la ansiedad de pensar en los asuntos involucrados con la nueva línea. Sin poder dormir se fue a la cocina, “calmarse los nervios”. Para cuando amaneció, Agustín ya había consumido una botella de vodka de 3/4 de litro. Cuando llegó a la junta él pensaba que estaba a “cargo de la situación”. Todo le parecía bajo control. Caminó despacio al salir de elevador, con porte que él consideró sereno y hasta altivo para que las secretarias no notaran que estaba “un poco pasadillo, jeje”, dijo para sus adentros. Cuando llegó a la sala de juntas donde ya estaba la sesión en pleno, trató de abrir la puerta pero por alguna razón extraña, no se acordaba para qué lado se giraba la perilla. Hizo un esfuerzo de girar la perilla para un lado y para otro y de jalar la puerta con fuerzas hasta que sintió que alguien la jalaba hacia adentro. El impulso de quien jaló la puerta hizo que Agustín se fuera hacia adelante y cayera a todo lo largo a los pies atónitos del gerente de la Zona 2. “¡¿Todo bien?!”, dijo medio asustado y medio pidiendo disculpas el de la Zona 2. “Disculpa, no me di cuenta que estabas tratando de abrir la puerta”, añadió mientras lo ayudaba a ponerse de pie.
  • 37. Agustín se levantó medio aturdido y con dedos torpes trató de cerrar el saco de su traje. Fue en ese momento que se dio cuenta que había olvidado ponerse los pantalones. Un silencio atónito cayó sobre la sala de juntas el cual fue roto por unas pocas risas reprimidas. La mirada dura de Gonsalvez se posó sobre el de la Zona 2 y le dijo: “Acompañe a Agustín a su casa, por favor”. Agustín quiso asegurarle a Gonsalvez que no había necesidad de tanto. Que en realidad todo estaba bajo control, pero las palabras se le escapaban y lo que parecía perfectamente claro, de momento se volvía confuso. Abrió los ojos grandes, parpadeó y trató de mantener el equilibrio. Quiso extender la mano para despedirse correctamente de Gonsalvez, pero a duras penas podía enfocar la mirada y no lograba ubicarlo en el cuarto. El de la Zona 2, “¿Cómo se llamaba?”, lo quiso jalar hacia afuera del cuarto de juntas, pero Agustín se resistía a irse así, sin ninguna explicación. En eso se levantó el de la Zona 1, ¿O era el supervisor de la 2c? para ayudar al de la Zona 2 a sacar a rastras a Agustín. Mientras era transportado al estacionamiento de la empacadora los pensamientos de Agustín no estaban centrados en las posibles consecuencias de la escenita que acababa de dar en la sala de juntas. Ni en ponerse sobrio, encontrar un pantalón y regresar a pedir disculpas. Por otro lado, no le preocupaba que la junta que había traído a supervisores y gerentes de toda la república, fuera para que él presentara un producto nuevo. Tampoco recordó que había olvidado preparar copias de la estrategia de mercado acordada para el lanzamiento. No, su mente no estaba pensando en nada de eso, sino que estaba haciendo un esfuerzo supremo por acordarse del lugar donde había dejado su reserva de botellas de vodka. Nada más de acordarse de esa preciosa caja que estaba seguro tenía escondida en algún buen lugar, la boca se le llenaba de ansia y el cuerpo de anticipación.
  • 38. Benita, Morelia, Michoacán, 1954 Desintoxicación del hígado. Hierva dos onzas de diente de león recién cortado en 16 onzas de agua. Deje hervirhasta que se consuma la mitad del líquido. Deje enfriar. Cuele. Agregue una onza de tintura de rábano picante. Administre una cucharada cada hora para estimular un hígado lento. El Centro Naturista La Paloma fue fundado por Benita en 1954 en un rancho en las orillas de Morelia, en el estado mexicano de Michoacán. La idea era ofrecer un lugar de desintoxicación a base de plantas, frutas y terapias naturales a personas que sufrieran cualquier tipo de padecimiento o, como ocurrió con la práctica, que simplemente quisieran venir a desestresarse, rejuvenecerse y limpiarse de toxinas. En aquella época Benita tenía 28 años. Era una “quedada”, según los estándares de su época, cuyos conocimientos de naturismo habían sido aprendidos de su abuela, de quien conservaba una libreta donde estaban anotadas las fórmulas en orden alfabético por enfermedad. A la libreta de pasta gruesa, titulada simplemente “El Yerbario”, Benita fue agregando sus propias observaciones. En algunos casos también anotaba los resultados obtenidos con tal o cual paciente. Con los años, la portada de El Yerbario se fue gastando y las páginas se fueron poniendo amarillentas y captando manchas de dedos presurosos que hurgaban sus páginas frente al enfermo. Toda esa pátina de historia le fue dando un halo de leyenda entretejido con dones milagrosos. Durante los primeros años de operación, Benita se instaló una casa que heredó de su abuela, la dueña original de El Yerbario. Ahí adaptó las cuatro recámaras con dos camas cada una. La sala se convirtió en sala de recepción, la cocina en laboratorio de remedios y alimentos naturales y los baños fueron adaptados con tubería de vapor para hidroterapia. El primer paciente que contrató los servicios de Benita fue un enfermo desahuciado que provenía de una de las familias más acomodadas de Morelia. Néstor, se llamaba, y tenía un problema en el hígado que los doctores no habían podido diagnosticar. No era cirrosis, no era hepatitis, no era esto ni era aquello, pero el pobre Néstor que entonces tenía 24 años, se iba secando porque su hígado no estaba trabajando.
  • 39. Cuando llegó a La Paloma, su familia compuesta de mamá, papá y cinco hermanas, no tenía ninguna esperanza de verlo recuperarse, pero estaban dispuestos a pagar a Benita para que lo cuidara durante las pocas semanas de vida que el médico especialista había asegurado que le quedaban. Benita estaba encantada de haber recibido a su primer paciente. Y no teniendo nada más qué hacer, se dedicó en cuerpo y alma a atenderlo. El primer día que Néstor pasó en La Paloma, estaba tan postrado que ya no aceptaba comida y solamente dormía. Benita le administró un vaso de agua tibia cada hora sin interrupción durante las 24 horas del día. El segundo día, gracias al agua, Néstor abrió los ojos y mostró un poco de interés por conocer el lugar donde se encontraban. Animada con los resultados, Benita procedió a administrarle un vaso de agua tibia cada hora y, media hora después, medio vaso de jugo de manzana. Día y noche Benita durmió en la cama de al lado, en el mismo cuarto, y despertó a tiempo de administrarle los líquidos. El tercer día, la dosis de jugo de manzana aumentó y Néstor empezó a pasar más horas despierto. Junto con el agua y los jugos, durante el día, Benita le administró a Néstor varias técnicas de hidroterapia. Le dio masaje en el vientre para estimular la circulación y le puso compresas calientes y frías en el vientre y la espalda baja, para desinflamar los órganos internos. Diariamente, al menos una de las hermanas de Néstor venían a visitarlo acompañados de mamá o papá. Ellos llegaban con cara de espanto, esperando recibir indeseadas pero fatales noticias de Benita. Después de ver a Néstor, vivo, y con un poco de mejor color, se iban de La Paloma más calmados, pero sin atreverse a echar campanas a vuelo todavía. Al quinto día de agua y jugos, Benita empezó a dar sopa de vegetales a Néstor y a administrarle un té de yerbas amargas, para estimular el hígado. Fue hacia el día 10 que Néstor se levantó por sí solo de la cama y caminó unos pasos hasta el jardín, donde se dejó caer exhausto por el esfuerzo. Ese día fue jubiloso para la familia que vino a visitarlo y lo encontró mirando al horizonte como quien descubre por primera vez que el mundo tiene nubes y montañas.
  • 40. A los 21 días, Néstor había recibido purgas y lavados intestinales que le ayudaron a expulsar unos cálculos biliares que se veían horribles pero que le parecieron hermosos a la mamá de Néstor, quien expresó su alivio llorando a lágrima abierta. “Gracias por devolverme a mi único varón”, gritaba la madre inconsolable y entre baba y moco abrazaba a Néstor y le mojaba el hombro desvergonzadamente. Para estas alturas Benita estaba exhausta. Afortunadamente Néstor había recuperado la fuerza suficiente para poderle suspender los líquidos durante la noche. Esto permitió que tanto Benita como Néstor pudieran reposar de corrido 8 horas durante las cuales conciliaban un sueño profundo que les ayudó a reparar las fuerzas de la enfermedad a él y de los cuidados médicos a ella. A pesar de la mejoría, Benita no abandonó la cama junto a Néstor. Se sentía responsable de su único enfermo. Durante las noches, antes de dormirse, cuando ya Néstor estaba recuperando su fuerza, Benita y él se contaron sus vidas. Se platicaron sus sueños. Se rieron de tonterías y se hicieron grandes amigos. Néstor pasó de la sopa de vegetales al caldo de pollo, mientras le contaba a Benita que siempre había deseado irse de bracero a Estados Unidos. Ninguno de los dos jamás había cruzado la frontera norte, pero en las noches de pláticas, ambos se maravillaban de las cosas que habían oído del país vecino. Que si te pagan por hora, que si el dinero se gana fácil, que si hay mucho mexicano viviendo en Los Ángeles, que si será difícil conseguir una visa. Al cabo de dos meses Néstor había recuperado totalmente su fuerza. Eso lo supieron ambos un día que Benita le estaba administrando los masajes en el vientre y Néstor respondió con una erección. Ese día Benita dejó de darle masajes en el vientre por el día, y se mudó a su cama por la noche. El mes que siguió fue de luna de miel para la pareja. Néstor empezó a ganar peso y confianza en sí mismo. Y Benita mostraba el brillo de la mujer que ha sido amada. Ambos se veían radiantes.
  • 41. Los papás de Néstor se dieron a sospechar que algo estaba pasando ahí que ya no era tan terapéutico que digamos. La mamá, sobre todo, no estaba dispuesta a que esta mujer se apropiara de su único hijo varón, el menor de los seis que ella había parido. “No, Señor”, se dijo. “Esta lángara no me lo va a quitar”. Así que una mañana se presentó la familia en pleno a reclamar a su ex-enfermo. Con ceño agrio, las cinco hermanas y la madre que ahora compartían el secreto de la pareja, pagaron a Benita por sus servicios, empacaron las cosas de Néstor y se lo llevaron indignadas con un “gracias” muy seco y un portazo de despedida. La recuperación asombrosa de Néstor dejó dos beneficios en la vida de Benita: una hija que nació ocho meses después y una enorme fama como curandera que llenó las ocho camas en el siguiente mes a la partida de Néstor. Para el cuidado apropiado de su nueva clientela, Benita contrató tres enfermeras para contar con ayuda las 24 horas del día. También contrató un matrimonio para que le ayudaran con la limpieza, el mantenimiento y los quehaceres de la cocina. La Paloma estaba adquiriendo buena fama y Benita quería esmerarse en el cuidado de sus pacientes. Antes de que su embarazo fuera evidente, Benita se enteró que Néstor había partido con rumbo al norte. Su familia le había regalado unos ahorros, ropas nuevas, boleto de autobús y la bendición para que emprendiera el sueño de su vida y se olvidara de “esa aventurera que lo había enredado”. Cuando la panza le empezó a crecer, nadie en el pueblo tuvo la menor duda que ese “milagrito” había sido por obra y gracia del recuperado. La familia de Néstor fingía no saber nada, no entender nada y sobre todo, no reconocer nada. Ellos tenían miedo que Benita quisiera reclamar herencia para “su hija bastarda”, o que quisiera aprovecharse de la posición social de la familia para “hacerse la importante”. En cuanto a la familia de Benita, que eran papá, mamá y una hermana, jamás le reprochó nada. Por el contrario: cerraron filas para protegerla de las malas lenguas.
  • 42. A Benita nada de esto le importaba. Ella estaba floreciendo tanto en su negocio como en su cuerpo. El embarazo transcurrió sin molestia alguna. Era como si Benita hubiera nacido para ser madre. Su cutis se veía radiante y su cuerpo redondeado mostraba, sin vergüenza alguna, un vientre que se fue agrandando poco a poco, gracias a la inminente vida que crecía adentro de ella. Como si el embarazo le diera una súper fuerza, Benita siguió trabajando con gran dedicación para atender a sus nuevos clientes. Así pasó aquel verano con esas lluvias torrenciales que mojan la cantera rosa de los edificios de la Morelia colonial. El otoño con sus atardeceres rojos dio paso al invierno de aquel año, durante el cual, el cuerpo de Benita llegó al punto de madurez necesario para producir una nueva vida. La hija de Benita, Araceli, nació en La Paloma la madrugada del primero de enero, con el año nuevo de 1955. El parto fue un parto natural, gozoso y rápido. Fue asistido por Teresa, la enfermera-partera que entraba a trabajar en el turno de la media noche. El hecho que Araceli fuera niña fue un alivio para la mamá de Néstor quien para sus adentros pensaba que si el fruto de ese pecado hubiera sido niño, ella hubiera tenido que dar su brazo a torcer y reconocer al hijo de su hijo como parte de la familia. “¿Pero una niña?... nah... ¿quien la quiere”, se dijo y archivo en su mente el hecho de que su hijo era ahora padre y ella abuela de la hija de Benita. Néstor jamás le escribió desde Estados Unidos a Benita. Por los comentarios de algunos de sus empleados, Benita supo que Néstor había llegado a Fresno y que había encontrado trabajo en la pizca del campo. “Gana muchos dólares”, le contó una vez la cocinera de La Paloma. “Y dicen que ya encontró una novia por allá y se arrejuntó con ella”, agregó rápido y luego volteó a ver la cara de Benita, tratando de descubrir señales de agravio. Pero Benita no sentía agravio alguno. Ella se entregó a Néstor sintiéndose una solterona sin remedio. Para ella el asunto de haber “conocido hombre” y “resultado con domingo siete” eran dos milagros maravillosos.
  • 43. Lo de ella y Néstor había sido calentura, nunca amor. Eran dos buenos amigos que perdieron juntos su virginidad y que gozaron muchas noches de placer, pero nada más. La maternidad le había dejado a Benita las caderas bien redondeadas, los pechos más llenos y esa seguridad mezclada con conocimiento de la vida que le daba una mayor profundidad y empatía en su labor de curandera. Un día, cuando Araceli tenía cinco años, Benita iba entrando al mercado cuando encontró de frente a la mamá de Néstor. Al ver a la niña, la mujer se llevó una mano al pecho y jadeó por la sorpresa de ver el rostro de su hijo totalmente reproducido en una carita pequeña. Ojos grandes, nariz respingada, boca de labios gruesos y pelo rizado. Araceli le había copiado todo detalle genético al padre. “Imposible negarla”, pensó la mujer y se apresuró a alejarse del lugar. Benita solamente sonrió. “Esta niña no es de Néstor”, pensó al verla tan agitada. “Esta niña es mía, sólo mía”. La gente local creía que Benita era capaz de sacar adelante al más enfermo de los enfermos porque se rumoreaba que el espíritu de su abuela la asesoraba con conocimientos de hierbas y pócimas. Sus pacientes habían notado que Benita parecía “hablar” con alguien mientras auscultaba a un paciente. Como aquél día que tenía frente a sí a Jacinta, la hija de doña Panchita, cuyo rostro estaba lleno de un persistente acné que empezó en la adolescencia y siguió hasta casi los 30 años. Después de verla, Benita empezó a bajar de su estante de hierbas, frascos de los cuales pesaba y separaba cantidades para ponerlas en un frasco aparte. Mientras lo hacía, tanto Jacinta como Panchita, juraban que la escucharon decir cosas como: “Si, si, ya puse caléndula, pero le voy a agregar cola de caballo porque ella necesita minerales”, o “Si, no se me olvida, pero la sábila va en la fórmula para limpieza intestinal”. Gracias a la fama de La Paloma, Benita fue ahorrando dinero del ingreso constante que le dejaban sus pacientes. Fue así como compró un terreno de varias hectáreas adyacente al lugar donde operaba. Ahí construyó un centro de reposo con 30 cuartos. Unos dobles, otros privados. Canchas deportivas, baños de vapor y sauna, un centro de recreación y una enorme cocina de donde salían los remedios para curar a sus pacientes y una línea de gotas que Benita fue colocando en tiendas de abarrotes y farmacias.
  • 44. En una orilla del terreno, Benita construyó un mini apartamento. Cocineta, recámara y una pequeña estancia. Ese lo destinó para sí misma, para cuando quería aislarse del trajín de La Paloma. Benita nunca quiso casarse con ninguno de los muchos hombres que la pretendieron, pero sí aceptó a algunos de ellos en su cama. Era fiel al hombre en turno mientras duraba la relación. “Sin promesas y sin dramas”, especificaba ella. Y ellos aceptaban. Cuando alguno quiso empezar a ponerse serio y pretendió hablar del futuro, Benita terminaba la relación. Ella no quería darle un padrastro a su hija y mucho menos quería tener un hombre a quien atender. Ella estaba casada con La Paloma y no tenía interés ni energía para nada más. Araceli creció entre pacientes y enfermeras. Desde pequeña fue entrenada para ayudar a su mamá en la administración diaria del lugar, pero participaba en forma renuente. Nunca mostró interés real por el lugar. Benita le mostraba El Yerbario a Araceli y le hablaba de recetas para tal o cual enfermedad, fórmulas exclusivas registradas en el libro, como tratando de infundirle el respeto por las recetas de su abuela y el amor por sanar al prójimo que ella misma sentía, pero Araceli era inmune a estos menesteres. A ella no le gustaba la medicina. A ella le gustaban los negocios y eso lo demostraría ampliamente en los años venideros.
  • 45. Roxana, Santa Ana, CA, 1993 Remedios homeopáticos contra los celos. El odio mezclado con celos se debe tratarcon Apis Mellífica para aquellos que tienden a sercontroladores y pueden ser muy irritables cuando se les contradice; con Lachesis, para aquellos que no tienen piedad por su enemigo y que son capaces de herir al objeto de su odio; o con Sulphurpara aquellos que tienen un fuerte sentido de justicia y anhelan ponerse a mano con el objeto de su odio. Roxana tenía seis años el día que regresó a casa con una nota de la maestra diciendo que ella necesitaba trabajar más en sus tareas. Al ver la nota, Agustín, su papá, dijo: “Deberías aprender a tu hermana. Ella siempre deja lista sus tareas antes de salir a jugar”. Ese fue la primera vez que ella notó que juntas esas dos palabras, “deberías” y “hermana” pesaban como una losa al cuello y sabían agrias como limón y amargas como su cáscara. Esos primeros “deberías ser como tu hermana” causaron sentimientos de ineptitud en Roxana. Ella se sentía avergonzada de no ser suficientemente buena ante los ojos de su papá. Cada comparación dejaba en Roxana una determinación de superarse que no duraba más allá de unas horas. Al día siguiente, cuando estaba en el salón de clase, pensaba que debía poner atención para no perderse ni un detalle de lo que hablaba la maestra. Pero pensando en que necesitaba poner atención, no ponía atención en realidad y al final del día salía sin haber entendido ni aprendido nada nuevo. Su pobre rendimiento en la escuela le causó constantes problemas con Agustín. “Quítate de aquí, no quiero verte”, le dijo un día haciéndola a un lado. “No pones atención y así no vas a llegar a ningún lado”. Esas eran las frases más repetidas en cada ocasión que Roxana traía malos resultados. Agustín tronaba los dedos y señalaba la puerta. Roxana salía de la recámara de sus padres con la carita roja y los ojos inundados de llanto. “Mi papá no me quiere” le decía a Araceli cuando la encontraba por algún lado de la casa.
  • 46. Dejando a un lado lo que estaba haciendo, Araceli acercaba a sus brazos a su hija y la consolaba. “Si te quiere mi amor, lo que pasa es que no está contento con tus calificaciones”, decía Araceli tratando de separar el pecado del pecador. La situación nunca cambió, solamente fue haciéndose más aguda. Un día que Agustín supo que Victoria había sido nombrada “Estudiante del Mes” en el boletín de la escuela, Roxana lo vio reír y felicitarla con mucho aspaviento: “Pero mira nada más, qué lista que me salió mi hija…. jaja…” decía mientras mostraba el boletín a algunos de los empleados de la carnicería. Roxana contemplaba la escena desde lejos y su corazón de niña sentía romperse en mil pedazos. ¡Ah, cómo hubiera querido ser ella la que estuviera siendo palmeada en la espalda en esos momentos! Araceli trataba de compensar el desamor de Agustín consintiendo de más a Roxana. La llamaba “mi muñeca” y le dedicaba más tiempo que a Victoria, pero eso no calmaba el dolor de la niña. Roxana aprendió a vivir con una añoranza de algo que no puede alcanzarse. Esa aceptación incondicional de un amor que es capaz de ver por encima de cualquier obstáculo y decir: “tú y sólo tú eres la elegida”. Fue entonces que Roxana aprendió lo que era un corazón partido, sin saber en realidad qué nombre adjudicarle a ese sentimiento parecido a una herida que le apretaba el pecho y le provocaba apocamiento. En ocasiones cuando la tristeza se le enredaba en los ojos y en el alma, Roxana caminaba por la casona de los Olmedo, pegada a las paredes blancas y con la mirada puesta en las lozas de barro del piso estilo rancho con que la casa había sido construida. La casa parecía inmensa a los ojos de la niña. El gusto por jugar en los jardines donde sus padres habían instalado unos columpios y una casita de muñecas de madera donde ella cabía completa, de pie, sin tenerse qué agachar, se había perdido. La cocina de la casa tenía un ventanal que daba a un patio donde Araceli tenía plantados unos rosales en macetones de barro. En días felices la familia almorzaba en una mesa con sillas y parasol que estaba estratégicamente colocada entre los macetones. Eso era antes.
  • 47. Pero desde que su mamá se había enfermado, el patio con los macetones ya no se alegraba con risas. Las cosas habían cambiado y Roxana no entendía por qué. Una noche despertó al escuchar a su mamá llorar con unos gemidos largos y tan intensos que parecía que se le hubiera muerto alguien. Pero... ¿quién? Que Roxana supiera, todos los de la familia estaban vivos y sanos. Después de esa noche, su mamá pasó muchos días encerrada en una de las recámaras de visitas que estaba pegada a la recámara de Roxana. Cuando ella salía de su cuarto, alcanzaba a oír que su mamá lloraba y no sabía si entrar a consolarla o dejarla que se le pasara. Una mamá triste es algo que Roxana nunca había visto. Sin más qué hacer y sin nadie a quien preguntarle, muchos de esos días Roxana sacó sus muñecas y se puso a jugar afuera de la recámara donde estaba recluida su mamá, y ahí pasaba horas en las que nadie le prestaba atención. Normalmente, Agustín pasaba frente a la niña y la recámara, caminando fuerte, como si no existieran. Dos de esas veces Agustín se detuvo frente a la puerta y se asomó. Una vez vio a Araceli y sin decir nada se fue. La otra vez dijo: “Si crees que con esa actitud me castigas o me convences de algo, te equivocas” y se fue dando un portazo. Lo que más sorprendía a Roxana es que su mamá que era bien directa y energética, de pronto se había apagado y se quedaba sin contestar. Habían pasado dos o tres domingos, Roxana no se acordaba bien, cuando un día vio salir del cuarto a Araceli. Se veía muy pálida y las ropas no se le veían bonitas. Parecían grandes para su cuerpo pero Roxana estaba segura que sí eran blusas y faldas que había visto puestas en su mamá. Era raro verla así como fantasma. La cabeza estaba gacha y las manos parecían temblorosas. Roxana estaba intrigada. Sentía que debería estar contenta de ver a su mamá otra vez de pie, pero algo en su intuición de niña le decía que ya nada iba a ser nunca igual en ese hogar. Y tuvo razón. Los días de felicidad despreocupada se habían acabado. La rivalidad entre las niñas, que antes de la enfermedad de mamá era, digamos que incipiente, después de la enfermedad se hizo aguda. Esa enfermedad fue un parteaguas que dejó a dos adultos tensos, viviendo cada quien su vida, sin prestar realmente atención al hecho que Roxana tenía bajo rendimiento escolar y que su resentimiento hacia la hermana crecía como hierba silvestre después de las lluvias. En los años que siguieron Victoria siguió acumulando trofeos académicos y atléticos, hechos que Agustín celebraba ruidosamente.
  • 48. En cuanto a Roxana, la añoranza del amor no correspondido del padre, le pasó de la mente al corazón y fue convirtiéndose en una rabia que si hubiera explotado, estaba segura, hubiera hecho un hongo de humo que se hubiera podido ver desde toda la ciudad o quizá más lejos, vaya usted a saber. Esta rabia fue la que hizo que Roxana tomara el primero de los que serían una serie de desquites. Fue algo simple, como tomar las tijeras y venir al cuarto de Victoria a cortar en pedacitos los vestidos de “dominguear” como los llamaba su abuela Benita. Mientras oprimía las tijeras para sacar tiras de las telas bonitas, Roxana pensaba: “esto es por el día que me jalaron las orejas por tu culpa”, y “esto es por que tú piensas que yo soy tonta y no lo soy”… y… así hasta que escuchó los tenis de Victoria subiendo las escaleras. Entonces corrió a esconderse en su recámara antes que la descubrieran. Pero no sirvió de nada. Nadie dudó ni por un instante quién era la responsable del tasajeadero de prendas de vestir. Al ver sus vestidos en el piso, Victoria empezó a llorar y gritar con tonos tan agudos que atrajeron a Agustín, Araceli y hasta a Benita que estaba de visita porque era el cumpleaños de Araceli y había venido a comer con la familia. Ese día todo mundo estaba enojado con ella. Incluso Araceli que siempre la defendía, frunció el ceño para regañarla. La castigaron sin salir de la casa por un mes. Le dijeron “mala niña” y “eres una tonta si crees que te vamos a permitir estos abusos”, pero a Roxana no le importó nada. Desde el sitio de la mesa del comedor donde la habían sentado podía ver, atrás de los tres adultos que la confrontaron, los ojos llorosos y la boca de lamento de Victoria que miraba con dolor los pedazos de sus vestidos. A ratos los usaba de pañuelo y a ratos los despegaba de su cara para contemplarlos y romper en más llanto. Y eso le dio la mayor satisfacción que jamás había sentido en sus ocho años de vida. El único terreno donde Roxana le podía ganar a Victoria era en el de la belleza. O por lo menos eso era lo que aseguraba Araceli. “Tú eres la más hermosa de mis hijas” le decía mientras le ponía moños en las colitas con que le encantaba peinarla. Así fue cómo Roxana aprendió que podía usar sus encantos para conseguir reacciones positivas en los demás.
  • 49. Cuando Victoria se graduó de la escuela preparatoria ya había sido aceptada en una universidad privada, con una beca total. En cambio Roxana, después de muchos esfuerzos, logró ser aceptada en un colegio local que estaba a dos horas de donde vivían. La colegiatura del colegio, así como los gastos de hospedaje y libros, fueron pagados por Agustín, quien gruñía: “esto es un desperdicio”, mientras hacía los cheques. El tiempo le dio la razón. Al cabo de un semestre, Roxana abandonó los estudios y regresó a vivir a Santa Ana, donde consiguió un empleo en una agencia de seguros de automóvil. Esto último, probó ser la piedrita que desniveló la balanza, ya que la agencia de seguros estaba a una cuadra del hospital donde acabarían trabajando Henry y Victoria.
  • 50. Jason, El Salvador, 1988 Remedio homeopático para un corazón partido. El dolorporun amor perdido se puede tratar con Calcárea Fosfórica cuando la persona no encuentra reposo en ningún lado; con Aúreum Metallicum cuando hay una gran depresión y melancolía; o con Ignatia Amara cuando hay episodios de suspiros y sollozos. Jason hablaba español, y lo hablaba a la perfección, a pesar de no tener una gota de sangre latina. La razón de tan buena fortuna fue que sus papás, misioneros de una iglesia protestante, fueron asignados a llevar la palabra de Dios a El Salvador, cuando su hijo mayor, Jason, acababa de cumplir cinco años. Fue en un pueblo pequeño, llamado Acajutla en la provincia del Departamento de Sonsonate, donde Jason asistió a la escuela primaria y a la secundaria, donde aprendió a escribir y hablar el idioma español. Los niños locales se deleitaban con este muchachito de ojos azules y cabellos rubios que era más largo que todos ellos pero que con gran entusiasmo se unía a todos los juegos callejeros. Jason aprendió a comer pupusas y caldo de yuca, y a disfrutar cumbias y paseos a nadar en el mismo Oceano Pacífico que bañaba las playas de Acajutla, y, más al norte, las playas de su nativa California. De sus padres aprendió compasión por los semejantes pero aunque no quiso seguir sus mismos pasos de misionero. Regresó a California cuando sus padres fueron asignados a un pequeño país en África. Para entonces Jason ya estaba en edad de cursar el 9o. grado y fue así como se fue a vivir a Santa Ana, California, con Mary Jane, su abuela materna. La razón que Jason conoció a Benita fue porque ella y su abuela eran amigas y porque su abuela no quería que Jason pasara los veranos “de vago”. Así que por intervención de Mary Jane, Benita dio empleo al muchacho durante los meses de vacaciones.
  • 51. Fue La Paloma lo que hizo que Jason se enamorara de la medicina. Primero entró a trabajar limpiando frascos y ollas en el área donde preparaban las gotas de remedios caseros que Benita vendía en supermercados. Con ella aprendió que el romero ayuda a recuperar la memoria, que el tomillo es un excelente antibiótico y que las mujeres embarazadas no deben consumir ruda bajo ningún concepto. El segundo verano que Jason trabajó con Benita le pidió permiso de acompañarla a hacer el recorrido con los pacientes. Ella, que ya se había dado cuenta que el chico estaba infectado del bicho de la medicina, lo llevó explicándole cómo se atendía a cada persona. “Aquí tenemos personas realmente muy enfermas que vinieron traídas por sus familiares, pero que ellas mismas dudan de estar enfermas o de que pudiéramos sanarlas”, le explicó Benita cuando terminaron de recorrer la primera sala. “También hay personas que no están enfermas del cuerpo y sin embargo necesitan de nosotros para recuperar las fuerzas de su espíritu”, agregó. “Nosotros no cuestionamos a nada. Solamente escuchamos y servimos para aliviar los males, vengan de donde vengan”. Benita le explicó a Jason que la mayor satisfacción que un médico puede tener es la de ver a su enfermo levantarse en un cuerpo sanado “gracias a los cuidados que le diste”. “Para escuchar a un enfermo, le dijo, tienes que abrir tus oídos, tus emociones y tu mente porque un dolor puede provenir de un lado diferente a donde el enfermo dice que duele”, puntualizó la curandera. Cuando el tiempo llegó de elegir carrera, la decisión de estudiar medicina ya había sido tomada por el destino. Benita habló con Jason. Le dijo que ella estaba dispuesta a pagar todos sus estudios si él estaba dispuesto a regresar a trabajar a la clínica por lo menos durante cinco años después de graduarse. El trato se cerró con un apretón de manos. El muchacho partió a la escuela y doce años después, en el 2011, regresó, título en mano, a cumplir su promesa. Para Benita era obligatorio tener un médico titulado como responsable de la clínica. En sus pensamientos ella deseaba que pasados los cinco años Jason quisiera quedarse a cargo de la clínica ya que el Dr. Flores, el médico que ocupaba el puesto
  • 52. desde los años 70s cuando la clínica fue fundada en California, ya estaba viejo y deseaba jubilarse. El primer puesto que Jason ocupó cuando regresó a trabajar a La Paloma fue el de asistente del Dr. Flores. Durante dos años aprendió todo sobre la administración del lugar que atendía a un promedio de 50 personas por día. Algunas solamente venía a consulta, mientras que otras se internaban para tratamiento que podía durar de tres días a tres meses o quizá más. La clínica administraba remedios a base de hierbas, homeopatía, acupuntura y otras disciplinas naturistas, incluida la limpieza profunda del colon a base de lavados intestinales con infusiones herbales e hidroterapia. El éxito de la clínica en Santa Ana tanto como en de la de Michoacán, era que el lugar estaba rodeado de ventanales, flores, jardines, espacios acogedores y un personal que era servicial, competente y cariñoso. Raul Solís, uno de los clientes que acudía cada año puntualmente a desintoxicarse y relajarse, se había aprendido la rutina que empezaba a las 3 de la mañana, cuando una enfermera le despertaba para aplicarle una compresa caliente en los riñones. La compresa, preparada con un compuesto de hierbas de fórmula secreta de La Paloma, iniciaba un proceso de desinflamación y descongestión de las vías urinarias. Raúl la recibía con agrado y volvía a quedarse dormido sintiendo el calor reconfortante en su espalda baja. Dos horas después, Raúl volvía a despertar para recibir un baño de agua fría en su cuarto. La enfermera le hacía pararse sobre unas compresas heladas que estimulaban puntos de acupresión en las plantas del pie. De ahí le pasaban toallas heladas por el cuerpo desnudo para estimular la circulación. Al sentir la frotación de agua helada por sus brazos levantados en algo y sus piernas firmemente apoyadas sobre las toallas mojadas, Raúl sentía una corriente de energía reavivar su cuerpo. “¡Ah, cómo extrañaba estas rutinas en los días de estrés que su empleo le generaba! Después del baño de agua fría, Raúl era llevado hasta los baños de vapor donde pasaba media hora con los ojos cerrados y el cuerpo agradecido. Era como estar de nuevo dentro del útero materno. Había calor, humedad y una sensación de seguridad y confort incomparable.