1. Amanecer
Vivíamos en un humilde pueblo al lado de un gran bosque, el
cual interrumpía mi tranquilidad siempre. Aun así yo vivía
feliz, con mi familia y amigos, mi escuela y mis dulces
para la merienda que cada día mi madre me daba.
Pero todo eso cambio.
En 1939 la guerra llegó y mi padre fue seleccionado para
ser uno de aquellos infelices cuya ley era: “O matas o te
matan.”
Mi madre ya no volvió a ser la de antes. Sus ojos verdes
miraban hacia un futuro que jamás existiría, que anhelaría
tanto como a mi padre. Para mí las semanas eran años. Ya no
tenía sentido quedarme despierta para esperar a mi padre y
sentir sus labios en mi frente y su dulce voz pronunciando
un “buenas noches, pequeña”
Naturalmente mi madre tuvo que ponerse a trabajar, teníamos
que pagar los gastos; mientras que yo empecé a encerrarme
en casa y a dedicarme a las tareas que en ella se
requerían.
Ya no tenía ganas de salir a jugar con mis amigos.
Pasaba las tardes en mi cuarto mirando desde la ventana al
horizonte, imaginando que mi padre volvería a casa, me
abrazaría y me diría lo mucho que nos había extrañado. Pero
nunca era así. Semana tras semana recibíamos cartas de mi
padre, las cuales nos proporcionaban cierta tranquilidad.
Las cartas de papa decían que aquello era horrible,
describía la masacre de gente, los heridos, todos esos
sentimientos que vienen cuando estas al frente de una
batalla, cuando estas en esa línea entre la vida y la
muerte, viendo como los que habías conocido como tus
vecinos y amigos morían a tus pies, y la impotencia de no
poder hacer nada. También decía que nos extrañaba, que
anhelaba ese día en el que volveríamos a estar los tres
juntos.
Después de 6 meses mama y yo ya nos habíamos acostumbrado.
Ninguna de las dos hablaba de papa. Todo era normal y a la
2. vez nuevo. Volvía a salir con mis amigos y compañeros, pero
ya no disfrutaba como antes.
En el mes de abril mi madre empezó a trabajar hasta más
tarde.
Uno de aquellos días llegó un hombre montado en bicicleta,
vestía uniforme. Sentí como algo dentro de mí se rompió.
Salí a recibirlo y con voz neutral me pregunto si estaba mi
madre. Negué con la cabeza. El hombre miro hacia el suelo y
me entrego la carta. Y despidiéndose con un “lo siento
mucho” volvió a su bicicleta y se marchó.
Abrí la carta, algo en mi quería que aquella solo fuera una
de las cartas de papa. Volver a ver su letra que con el
paso del tiempo se había vuelto torpe y alargada. Pero
todas mis deseadas suplicas fueron en vano.
La letra era clara:
“Estimada Sra. Jeims le informamos de que su marido ha
muerto en el frente de batalla…”
No me atreví a leer más, aquellas palabras empezaron a
resonar en mi cabeza como un disco rayado.
Me sentí débil, mis piernas se pusieron a temblar y mis
manos flaquearon dejando caer la carta en el suelo. Las
ganas de llorar recorrieron todo mi cuerpo. Las lágrimas
brotaron de mis ojos sin poder impedirlo. Odiaba llorar y
aun así aquella vez no me importo, no podía parar y, aunque
limpiara aquellas lágrimas, nuevas resurgían como si mis
ojos fueran dos fuentes. La tristeza se tornó rabia. Salí
de mi casa corriendo hacia aquel bosque que hace unos meses
no me hubiese atrevido ni a pisar. Grite, di patadas,
blasfeme… todo en vano ya que con simples palabras o actos
aquella rabia, aquella impotencia, no se iva de mi alma.
Empezó a llover. En el suelo se formaron charcos y en uno
de ellos fui a parar yo, ensuciándome la ropa, el pelo y la
cara. Mire mi reflejo, verme así hizo que las ganas de
llorar volvieran. Y como si ni la lluvia, ni el frio, ni el
barro que recubría todo mi cuerpo importasen me acosté en
el suelo llorando desconsoladamente.
Oscureció, pero aquel sentimiento siguió allí, sin poder
parar allí me quede, llorando y llorando hasta que vi el
amanecer. Y así se formó como si nada. Volvió a nacer un
3. nuevo día. Nada le impidió brillar de esa manera tan
especial, tan cautivadora. Y de la inmensa oscuridad, salió
esa luz que se llevó mi llanto.
Comprendí entonces que yo también debía amanecer.
Volví a casa. Al llegar vi a mi madre, dormida en el
rellano. Entré y mientras preparaba el desayuno cogí una
manta y tape a mi madre con ella, se había quedado allí
seguramente esperando que volviese.
Esperándome a mí.
Esperando el amanecer.