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En esos días en los que la soledad llamaba a mi puerta solía remontarme a
aquel día. Era imposible olvidarlo.
El frío del invierno ya había calado en nuestros cuerpos la tarde que nos
conocimos. No fue nada planeado, quizás destino o simplemente casualidad, pero
entré buscando algo de calor en la misma cafetería donde ella charlaba en
compañía de otras chicas. El local estaba lleno, por lo que me quedé en la barra.
Tras un vistazo rápido a la gente que había, me sorprendió el encontrarme con su
mirada entre el barullo y la fugacidad con la que sus ojos cambiaron de dirección
al verse descubiertos. Me pareció mona, una chica guapa como otra cualquiera, en
otra situación me habría acercado a ella en ese instante, pero mis expectativas en
cuanto a las relaciones estaban bastante deterioradas, así que, se quedó solo en eso,
una mirada fugitiva. Después de varias malas experiencias dejas de creer en las
personas, dejas de creer en el amor, y vives dejando los sentimientos de lado para
evitar heridas innecesarias, pero esas ideas no suelen durar para siempre.
Podría contar que desde ese día no deje de pensar en ella y que moví cielo
y tierra para volver a verla, pero no es cierto. Ese encuentro no significó nada, al
menos a corto plazo. Me entregué al ámbito laboral y me olvidé de lo personal. El
trabajo parecía lo único estable, y lo único que parecía tener algo de orden dentro
del cajón desastre que era mi vida, aunque en realidad, solo me suponía dolores de
cabeza. Es difícil abrirse paso en el mundo de la literatura y más aún cuando las
ideas vienen a tu cabeza de la misma forma que se van, volando. Por decirlo de
alguna manera, todo era un caos y, aunque necesitaba cambios, preferí permanecer
impasible ante el paso de mis días.
Pasaron no sé cuántos, quizá un par de meses, y mi vida cada vez tenía
menos sentido. Lo único que me unía a este mundo era mi madre y, desde que
me cambié de ciudad para estudiar, nuestra relación se había enfriado cada vez
más. Los últimos golpes que me había dado la vida me habían cambiado mucho y
ya era prácticamente una persona desconocida para ella, como aquellos compañeros
de primaria que, al reencontrarte con ellos al cabo de los años, no son ni la
sombra de cómo los recuerdas. Pensé en escribirle una carta de despedida,
agradecerle así todo lo que había luchado por mí y disculparme por no tener su
coraje, pero no lo hice. Por esto admiro tanto a las personas que deciden cuándo
no van a volver a despertar, mucha gente piensa que son cobardes por no
enfrentarse a sus problemas, o egoístas por no pensar en el daño que provocan,
pero yo creo que se debe ser muy valiente para cruzar esa línea sin saber a lo
que te enfrentas, arriesgándote a perderlo todo o a que lo nuevo sea incluso peor a
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lo anterior. A pesar de mi fascinación, no tuve ese arrojo y solo conseguí pasarme
noches en vela imaginando mil formas de llevarlo a cabo, buscando la manera de
perjudicar lo menos posible.
Terminé viviendo para trabajar y era ese mismo trabajo el que me robaba
la existencia, no podía ser capaz de crear una vida imaginaria sin tener una propia.
Una tarde mis pies me condujeron de nuevo a aquella céntrica cafetería y se
fueron amoldando al camino por pura rutina. Aun así, no había día en el que no
saliera con la sensación de que me faltaba algo, hasta que terminé descubriendo
que el café que necesitaba no era otro que el de sus ojos. Diariamente volvía a
por ese café de toda una tarde solo por la posibilidad de volver a verla, cosa que
cada vez parecía menos probable.
Aunque mi atractivo no era llamativo no puedo negar que en este tiempo
se fijaron en mí, la cuestión es que yo dejé de tener ojos para nadie. Sé que ha
pasado mucho tiempo desde que me sucedió lo de aquel día y que tampoco fue
algo muy significativo, pero es difícil de imaginar lo que me marcó. Por eso
mismo, era inevitable en esas horas de aislamiento volar a ese fugaz momento que
tuve la suerte de robarle.
No recuerdo en cuál de las tardes de noviembre cambió mi fortuna, solo
sé que las consecuencias de la nueva estación ya se hacían notar en la escasa
vegetación de la ciudad. Estaba como cualquier tarde en mi cafetería usual, ese
rinconcito del mundo se había convertido en mi hogar, y me parecía más acogedor
que mi céntrico y lúgubre piso. Miraba sin ver nada, con la vista fija en el fondo
de la habitación, ese que tenía tan estudiado: la pared forrada de madera oscurecida
por el paso del tiempo, el reloj de imitación de una antigua estación de tren y ese
portafotos, tan fuera de lugar, que enmarcaba al dueño junto a un famoso cantante.
Fue entonces cuando la vi entrar como tantos otros días me había imaginado y no
sabía hasta qué punto me engañaban mis sentidos, por lo que, pestañeé varias
veces hasta asegurarme de que aquella idealizada imagen era cierta. La penumbra
que reinaba en aquel sitio a cualquier hora del día solo me permitió ver como se
sentaba en una esquina, pegada a la pared, de espaldas a mis ojos.
Un despiste de novato hizo que su té acabara en mis manos, así que no
lo pensé y me levanté de mi sitio habitual en la barra para acercarme a su mesa.
No tenía la menor intención de mantener más contacto con ella del necesario para
intercambiar nuestros pedidos, pero no puede evitar interesarme al ver su rostro
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bañado en lágrimas. La había imaginado de multitud de formas, pero nunca así.
Seguramente pensó que el límite de mi cordura estaba por los suelos o que iba
con mala intención, ya que era una persona completamente desconocida para ella
que se sentaba a su lado. Di gracias de que aquellas mesas tuvieran asientos
dobles porque así pude sentir que estaba más cerca de ella, sobre el cuero rojo, sin
atreverme a rozarla. No dije nada, solo esperé a que dejara de llorar mientras me
bebía mi café.
Cuando se calmó me miró extrañada, preguntándose cuánto hacía que estaba
allí. No le pregunté lo que le pasaba, lo único que dije es “Se te va enfriar tu
té.”, ella lo miró como si nunca antes hubiera visto algo parecido y cogió la aún
humeante taza. No articuló palabra, aunque tampoco esperaba que lo hiciera, así
que me levanté y me dirigí a la barra a pedir mi cuenta y la suya.
Cualquiera habría pensado, como yo, que todo acabaría ahí, por eso me
sorprendió bastante encontrarla esperándome en la puerta, y más aún que me
pidiera acompañarme. No lo dudé y ella me dio las gracias, aunque sigo pensando
que más bien tendría que habérselas dado yo a ella. Como era temprano decidí
darle verdaderos motivos para pronunciar esa palabra. Pasamos la tarde conociendo
sitios nuevos, entramos a un recital de poesía que encontramos por casualidad y
después fuimos al concierto de un cantautor desconocido. Compramos una tarrina
de helado y la llevé al sitio más escondido y con las mejores vistas de toda la
ciudad, y desde allí le dimos la bienvenida a la noche. Paseamos a ningún lado y
lo encontré todo. Cenamos en el césped de un parque comida china mientras
admirábamos el manto de estrellas que nos cubría. Hasta que para suplantar el
calor que habíamos perdido con los últimos rayos de sol empezamos a calentarnos
con los grados de una botella. Nos metimos en una fuente, y bailamos, sí
bailamos, no necesitamos música, nos movíamos al son de una melodía imaginaria
que nunca saldría de nuestras cabezas; la miré, había parado y estaba con los
brazos abiertos y los ojos cerrados, recibiendo con agrado el agua que le resbalaba
por el rostro. El tiempo se frenó con aquella imagen, cosa que creía que solo
sucedía en las películas, y es que todo lo recuerdo así, como si fueran las escenas
de una película. Tengo la impresión de que podríamos haber bailado hasta morir
sin perder la sensación de que siempre seríamos jóvenes.
El alcohol hizo demasiada mella en ella, no podía dejarla sola y
empapada, así que, no se me ocurrió otra cosa que llevarla a mi casa. Una vez
allí, le cedí mi dormitorio y le dejé ropa seca, pero no consiguió más que ponerse
una camiseta antes de quedarse dormida sobre la cama. Cogí una manta y con la
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delicadeza de un paño de seda la puse sobre ella para no despertarla, y observé
como la tenue luz de la luna parecía bajar del cielo solo para consolarla. Mi
noche errante fue demasiado corta, pero agradecí poder admirar como los primeros
rayos del nuevo día delimitaban su silueta. Fue entonces cuando me perdí en las
carreteras de su cuerpo para no volver a encontrar el norte. Me senté y el
cansancio se apoderó de mi cuerpo. Mi temor a despertar se cumplió, ya no
estaba. Solo quedaba de ella una cama deshecha y la única prueba de que no
había sido un sueño en forma de una nota con la palabra gracias.
Su paso por mi vida fue tan efímero como ese cruce de miradas
desconocidas. Sin saber nada de ella, aún busco verla de nuevo, pero esa suerte
solo se puede tener una vez. Cómo me gustaría que supiera que pienso en ella y
que cada pensamiento es una bala que busca atravesar su corazón para que se dé
cuenta de que estoy aquí, que no desaparecí junto al tiempo que compartimos.
Tengo ganas de olvidarla, pero siempre la termino recordando, ya que solo ella
supo verme cuando era invisible. Solo espero que sus nudillos no vuelvan a tocar
en la puerta equivocada.
Después de esta parada, continué cayendo en ese pozo del que ya me es
imposible salir, me volví a encerrar en la oscuridad de mi interior y es que,
muchas veces corremos con los ojos cerrados sin darnos cuenta de que de quien
huimos es de nosotros mismos. Me quedé con las ganas de saber de ella, de que
se dibujara a si misma con palabras y de tan solo poder rozar sus labios con la
yema de mis dedos, en cambio, para ella solo fui esa rosa seca olvidada dentro de
algún viejo libro.
He llegado a la conclusión de que solo estaba soñando y que solo puedo
volver a verla dormida en lo profundo de mi corazón. Pero sé que fue real, porque
mi cama no volvió a ser la misma y aún parece conservar su eterno olor. Podría
pasarme la vida hablando de ella, lo mismo que podría pasarla mirándola, como
esa página de tu libro favorito que doblas la esquina y que pasarías días releyendo.
Sabía que las cosas no iban a ser fáciles a partir de ahora, podría encerrarme en
el pasado, pero la vida es hoy, es ahora. Juro que estoy intentando por todos los
medios dejar de llorar y volver a sonreír, pero esa sonrisa ya no me la creo ni yo.
Nunca se me ha dado bien hablar de sentimientos, por eso he preferido
escribirlos en una última carta de despedida. Llené de garabatos una libreta como
un último grito al vacío que nadie escucharía. No sé si llegará a leerlo, supongo
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que solo serán unas letras escritas en sucio, un par de papeles arrugados que
acabarán igual de rotos que yo, pero necesito decírselo, abrirme a ella antes de
notar que mi corazón está igual de roto que cuando la conocí. Llevo un rato
pensando lo bonito que sería despertar justo ahora y verla dormir, que esto solo
fuera un mal sueño y estuviera a mi lado, pero esto no es como las películas que
siempre acaban bien.
Solo me queda comprobar que hay luz al final del túnel, y no tener miedo
a llegar al fondo de este precipicio desde el que hace tiempo que estoy cayendo.
Esta vez sí lo voy a hacer, voy a ser valiente por una vez y ya no hay marcha
atrás, está decidido.
Ya está todo hecho, solo me queda esperar. Mientras mis ojos se cierran por
última vez, aparece en mi mente su imagen y sonrió, una sonrisa que parecía haber
muerto hacía años junto con ese último momento bonito antes de mi acto de
valentía. Me parece que llaman a la puerta y escucho su voz, supongo que por fin
voy a ser feliz.
***
Lo que nunca llegó a saber es que si era su chica de ojos café la que
llamaba a la puerta, y que por unos segundos no había conseguido su final de
película.