Este documento es el prólogo de una novela que describe la trágica historia de los Quilmes, un pueblo originario del sur de Perú. Los Quilmes peregrinaron por el norte de Chile y el norte de Argentina hasta establecerse en los valles Calchaquíes en Tucumán. Allí vivieron pacíficamente hasta que llegaron los conquistadores españoles en el 1600, quienes codiciaron las tierras fértiles de los Quilmes. Luego de décadas de batallas, los españoles finalmente conquistaron a los Quil
3. CARLOS PATIÑO
LA HUELLA DE LOS QUILMES
Ediciones A Poncho
Buenos Aires, Argentina, Sudamérica
4.
5. PROLOGO INEXORABLE*
MARCELO MARCOLIN
*
El autor es poeta y escritor. Como subsecretario de Cultura del
Municipio de Quilmes, a principios de este siglo acompañó a una
delegación de la comunidad a una muestra etnográfica sobre
indigenismo americano realizada en París. Durante el largo viaje tuvo
ocasión de compenetrarse profundamente con el sentir y el pensar de
esta comunidad, que todavía lucha para que le sean devueltas las
fortificaciones y demás construcciones de las Ciudad Sagrada en los
valles calchaquíes de Tucumán, en poder del gobierno de esta
provincia, que intenta que siga siendo un rentable lugar turístico
controlado por las autoridades provinciales y no devolverlas a sus
legítimos dueños, como ya lo estableció incluso una cédula real en
1750.
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6. Tragedia de los indios quilmes: uno de los secretos mejor
guardados en la historia de América. En el muro de la actual
catedral quilmeña un cartel de la Junta de Estudios Históricos
de Quilmes reza: “Aquí se construyó la primera iglesia de nuestro
partido. En su derredor se amontonaron las humildes viviendas de los
indios”. Ese cartel miente a sabiendas. Esa primera iglesia fue
construida por los indios quilmes, obligadamente, y sus
“humildes viviendas” se amontonaron en derredor de la iglesia
porque así lo ordenó el conquistador. No fue la madre que
cobijó bajo sus protectoras alas a los ateridos pollitos, como da a
entender el cartel, sino que los pollitos trabajaron duramente y a
látigo cierto para construirla. Tal vez éste sea el famoso misterio
del huevo de Colón...
Si esta verdad permanece casi ignorada en los libros de
historia –y cuántas tragedias como ésta permanecen en la
bruma- fue tal vez debido a que ocurrió casi siglo y medio
después de la llegada de Colón a nuestro continente, cuando el
polvo del gran genocidio americano se estaba asentando tras la
feroz invasión española. Ya había sido celebrado el Concilio de
Trento, que recomendaba un trato más humano hacia los
indígenas, y ya España había sido muy criticada por su
brutalidad en los Congresos mundiales. De allí nace la metáfora
de la gallina y los friolentos pollitos. Una mentira que dura
desde hace más de 300 años.
Los quilmes –se ignora el verdadero nombre de esta nación;
quilmes o kilmes fueron denominaciones españolas– son originarios
del sur del Perú, de donde huyeron para escapar a la conquista
de los Señores del Cusco. Peregrinaron por el Norte Chico de
Chile, por regiones del norte argentino y acabaron asentándose
en los valles Calchaquíes -así denominados en honor a un
cacique autóctono, jamás vencido y que murió de viejo– en lo
que hoy es la provincia argentina de Tucumán. Allí vivieron
durante décadas doce tribus denominadas diaguitas y allí
estaban cuando arribó el depredador.
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7. América, por supuesto, no fue conquistada de una sola vez.
Desde el arribo de Colón dilatados rincones de nuestro
continente permanecieron ajenos a este arribo hasta muchos
años –y hasta siglos -después de consumado, especialmente en
Sudamérica. Entre estos territorios interiores se hallaban los
valles calchaquíes. Hacia 1600 comienzan a llegar los primeros
españoles, descendiendo desde el Virreinato del Perú y
ascendiendo desde las regiones ocupadas por Juan de Garay y
sucesores, donde hoy está Buenos Aires.
Los valles calchaquíes constituyen una región privilegiada;
fértil, bien protegida de tormentas y vientos huracanados, buena
piedra para construir, laderas feraces, tierra que con riego
apropiado produce cualquier cosa; poco tardaron los españoles
en codiciar semejante riqueza. En especial, cuando
“descubrieron” no sólo las fortificaciones de los indios, sino la
habilidad con que estos –los quilmes fundamentalmente–
construyeron acequias y métodos de riego que hacían producir
esa tierra, a su Pachamama, como ellos la denominaban.
La conquista duró muchos años, aunque la mayoría de las
tribus fueron vencidas rápidamente. Pero dos naciones, la
acaliana y la quilmes, no fueron presa fácil. Décadas debieron
batallar los soldados españoles para conquistarlas. La derrota de
los Quilmes motivó una carta de regocijo del gobernador
victorioso, Alonso de Mercado y Villacorta, dirigida al Rey
Carlos II (luego conocido como El Hechizado) en la cual da
cuenta de esta “victoria”:
«A 21 de diciembre pasado de 64 (como he dado el aviso) tomé segunda
vez a mi cargo el gobierno de ésta Provincia. A 23 de enero siguiente
informé de la buena suerte con que corrían las prevenciones de las
armas para disponer con ellas la pacificación y conquista de los indios
rebeldes de Calchaquí a cuya confianza vine enviado. Y a 26 de
Octubre del mismo di noticia de estar conseguido en tan corto tiempo
un negocio de tan antigua y concebida dificultad, y de lo que quedaba
por hacer en la contingencia, de desnaturalizar el gentío a que
precisamente había de necesitar la importancia de asegurar una paz
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8. permanente y todo el fundamento de la enseñanza cristiana y política,
lo cual, discurrido con uniforme sentir del Consejo, como también la
conveniencia de que se encaminase el caso sin arriesgar, haciendo
violencia a los indios; lo favorable del estado presente se dispuso con
igual fortuna inclinando con mañosos medios su incapaz y corta
naturaleza a tan favorable particular y a admitirle con voluntarias
diligencias y prevenciones no quedando parcialidad que al ejemplar de
la primera no ocurriese a la proposición, y que en todo Noviembre no
estuviese fuera del valle con su chusma y familias dirigidas a la parte
de las fronteras que mejor se pudo por entonces llegar a convenir. Era
todo el gentío según los padrones que se formaron con cincuenta
gandules y hasta quinientas piezas apresadas, mil y doscientos indios
de guerra y al pie de cinco mil almas en todo. Y como quiera que si
quedara tanto cuerpo de gente recién reducida a las faldas de las
cordilleras de esta ciudad y fuerte de San Pedro de Andalgalá donde
tomó su primer asiento (y vista) la conveniencia adquirida de la paz
pública; puesta la empeño nada pendiente a la contingencia y a dar
satisfacción a la distribución de estos indios a diferentes fundamentos
de la causa común motivados en el dictamen de su conquista se resolvió
apartar de la vecindad de las serranías las más numerosas parcialidades
para lo cual luego que llegó al ejército el aviso, que se quedó esperando
en el valle de haber bajado sin desdén los pueblos remitidos que fue a
primeros de diciembre se dispuso la retirada y el encargar la acción a
los tercios moviendo la marcha cada vez por su frontera en donde
desarmados los indios vieron de ceder a tan dura disposición de su
natural, poniéndose en viaje hasta setecientas y sesenta familias; las
doscientas y sesenta enviadas a Córdoba para pasar la mayor parte al
servicio de las fortificaciones de Buenos Ayres como estaba propuesto
por el presidente de aquella Real Audiencia; las trescientas y cincuenta
de la ciudad de La Rioja y valle de Catamarca por capitulada
composición para el beneficio de las viñas y algodonales de que
abastecen la provincia. Y las ciento y cincuenta restantes a la ciudad de
Esteco necesitada tanto de ésta asistencia para defensa propia y para
fomento de la población de algunos españoles con que dar alivio a las
postradas fuerzas en que se halla. Y aunque no pudo conseguirse tan
bien pensado intento sin descomodidad de los indios por lo riguroso de
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9. los calores que a la sazón corrían y estar poco acostumbrada su chusma
a las marchas, tuvo sin embargo seguro efecto la disposición restando
sólo a la fecha desta poner en viaje luego que descansen los indios y se
ajuste mejor el caso en la conferencia del puerto el mayor número que
se pudiere remitir, cuyo envío no parece que tendrá dificultad
hallándose por este medio de haber apartado este gentío de las fronteras
asegurada su conveniencia espiritual y la utilidad pública, de quedar
sin nueva contingencia la conquista de Calchaquí, cuyo valle desierto
de la idolatría bárbara de sus agitadores se entrará a correr a tiempos
este primer año para no dejar tomar pie en él a ningunas familias de las
reducidas que pretendieren restituirse en su primera libertad y libre
fiereza.»
Don Alonso Mercado y Villacorta hace, pues, gala de lenguaje
racista y de engolada prosa para disimular su orgullo y
proclama la victoria de la Gran España sobre un puñado de
indios pacíficos, agricultores y alfareros en su mayoría, pero
nada dispuestos a ser humillados. Y tal vez esta sea la lección
que nos trasmiten los indios quilmes, la de jamás rendirse al
conquistador, cualesquiera fuere, preferir la muerte a la
humillación y la libertad a la propia vida. En nuestro mundo
globalizado y decepcionado, esta determinación parece locura.
Pero, es de preguntarse, ¿no es mayor locura ceder mansamente
a la fuerza del conquistador, no es mayor locura perder la
identidad y los fundamentos de una nación?
A lo largo de la historia cientos de pueblos lucharon hasta la
muerte para mantener su condición de tales. Y por eso existe la
diversidad de pueblos y naciones que enriquecen la cultura
humana. Creo que merece rescatarse esta gesta heroica de
indígenas americanos, que muy poco se conoce.
Carlos Patiño, poeta, escritor, Premio Casa de las Américas
(Poesía, 1990) ha intentado plasmar el martirio y la tragedia de
quilmes y acalianes. Con lenguaje original y compacto lirismo
nos trasmite el sentir de cada uno de ellos ante el avasallamiento
del invasor. Es la conquista vista desde el vencido, es el dolor
ante la pérdida de la identidad y del ser nación. Es de destacarse
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10. el diálogo surrealista si se quiere que sostienen el Cacique y el
Cura Doctrinario a lo largo de la novela, un diálogo que jamás
se llevó a cabo, para desgracia de ambos. Nunca el conquistador
intentó dialogar con el conquistado. Sin embargo, ese diálogo de
los diferentes hubiera enriquecido la cultura de ambos y
especialmente hubiera evitado muchas muertes inútiles. No se
entienden, claro, pero ambos tienen sólidas razones para que se
advierta una sinrazón que sólo puede verificarse desde la
codicia.
Pero la historia, que a veces gusta de ser irónica, dio al
partido de Quilmes el nombre de los vencidos. Tal vez Quilmes
debería llamarse Santa Cruz –nombre original de la Reducción–
o Cornelio Saavedra, Presidente de la Primera Junta Patria, uno
de nuestros próceres, nieto de don Juan del Pozo y Silva, el
dueño de las tierras en donde asentaron a los extrañados, o de
cualquier otra manera. No obstante, por alguna misteriosa
razón Quilmes es Quilmes. No podemos desconocer el hecho
de que existen numerosas localidades que conservan nombres
indígenas. Pero porque sus primeros habitantes fueron ellos.
Quilmes, hasta donde es posible rastrearlo, es la única localidad
que evoca el nombre de quienes no fueron nativos de la región
sino enviados por la fuerza a virtuales campos de concentración.
Tal vez sea un homenaje involuntario a una nación indómita y
ejemplar, de esas que tanto necesitamos para que latinoamérica
sea lo que debe ser.
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11. “No era limpia la conducta del Gobernador Torres, ni la de su sobrino,
ni la de Juan del Pozo, ni la de Don Amador Rojas de Acevedo, ni, en
fin, la de la verdadera sociedad en comandita que, bajo su dirección y
protección, violenta si era necesario, lucraba a costa de los intereses de
la Real Hacienda con el provechoso negocio del contrabando con
holandeses y portugueses, desentendiéndose de toda traba moral y de
todo miramiento por el bienestar y progresos comunes.”
ACTAS DEL CABILDO ECLESIASTICO DE BUENOS AIRES, 1680
TEMORES
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12. Mateo sintió el frío del pasto húmedo pero no por eso se
incorporó. Llevaba largo tiempo echado allí, asombrado y
preocupado por el ronco repicar de la campana, que no paraba
de sonar. Incluso Bernardo había desaparecido, tal vez retenido
por sus padres debido al acontecimiento. Él andaba de merodeo
cuando empezó todo y por eso estaba allí, lejos, casi en el borde
de lo permitido.
Ahora Mateo se aplasta aún más contra el pasto al oler, más
que oír o ver, la presencia del cura. El cacique cristiano venía
presuroso por el sendero marcado por el uso en el pasto ralo y
amarillento; siempre de largo vestido negro, ya terroso por el
polvo y el sudor. Llevaba un pañuelo rojo bien sucio en la mano
derecha y con él se secaba la transpiración que le recorría frente y
cuello. Hablaba fuerte y con grandes ademanes redondos
mientras se acercaba a la gente, exigiendo que apuren su venida.
Olía horrible. Como siempre. Hacerse cristiano te hace oler muy
mal, ratificó una vez más Mateo. No quería saber nada con crecer
y acristianarse. Y encima pagar tasa. Y oler así de feo. No, nada
de acristianarse…
Mateo levantó un poco la cabeza, arriesgando ser
descubierto y seguramente castigado. Vio a toda su gente y
además a la gente acaliana reuniéndose en torno al cura y a uno
de los guardianes cristianos, que tenía puesto su uniforme de
pelea. Recordó los relatos de los ancianos y se dijo que nada
bueno pasaría si ese mandón tenía puesta tal clase de ropa.
Sabía que el estar escondido no lo protegería de lo que fuera
a ocurrir, porque notarían su falta y lo buscarían y rápidamente
lo hallarían. No había muchos sitios donde esconderse en ese
campo ralo. Habría que irse sin permiso, como dicen que hizo el
tío Xptoual. El cura hablaba muy mal de Xptoual y los
guardianes cristianos enrojecían cuando se lo nombraba, por eso
Mateo imaginaba que su tío había hecho algo bueno. ¿Nomás
porque fastidió a los caciques cristianos?. Sí, nomás porque
fastidió a los caciques cristianos, sonrió Mateo de sus propias
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13. palabras. Pero, dónde andaría Bernardo, volvió a preguntarse,
hasta que de pronto le pareció verlo allá entre la gente acaliana,
vestido con su ropa de ceremonias. Ningún Jefe podría ser tan
bajo como Bernardo, que incluso era menor que él. ¿Cuántos
años tendría? ¿Nueve, diez, once?. Y de pronto esto lo preocupó
más todavía, porque el cacique cristiano estaba con ropa de jefe y
Bernardo, el cacique acaliano, estaba con las suyas y nomás
faltaría que don Francisco se pusiera las mismas para... Se detuvo
de pronto, con el corazón paralizado, al ver, allá a lo lejos, a don
Francisco Pallamay, su Jefe, el Gran Padre Quilme, ataviado con
su ropa de ceremonias, dirigiéndose hasta donde estaba el cura
cristiano. Definitivamente, se dijo Mateo, algo serio estaba
ocurriendo o por ocurrir, aunque no podía siquiera imaginar qué
sería eso.
Dio un brinco al sentir una mano en su espalda. Giró avizor
como un hurón y vio la carita cobriza, hermosa, pícara y sucia de
Zebrián, que le hacía señas de que callara. Zebrián era el más
simpático de los chicos, siempre sonriente y dispuesto a
acompañar cualquier travesura, por absurda que pareciera.
-Zebri, casi me matas del susto.
-Callate -dijo Zebrián-Si nos ven nos obligarán a estar allá.
-Ya lo sé, pero: ¿qué pasa allá?
-No sé.
-¿Y entonces?
-Entonces nada. Está el cura.
-Ya lo vi... ¿y qué hay con eso?
-Enojado está…
-No está enojado, está sucio nomás. Huele mal. Pero enojado no
está. Movedizo sí.
-¿Qué diferencia hay? De todos modos la va a tomar con
nosotros.
-No lo sabes...
-Sí lo sé...
-No lo sabes... Callate.
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14. Los dos muchachos se aplastaron contra el pasto, cada uno
pensando en qué castigo les darían cuando los encontraran. Y ya
era tarde para cambiar las cosas. Mateo oía claramente a su
madre llamándolo y no tardaría en oír a la madre de Zebrián. O
peor, al padre de Zebrián. O, peor aún, a su padre. Miró hacia
atrás, hasta donde la vista se hundía en el horizonte. Era algo
que siempre hacía, para tranquilizarse: mirar hacia la lejanía,
perderse en la llanura solitaria y eterna, con algunos árboles a lo
lejos, muy pequeños de ver, y un vaho que comenzaba a
levantarse por el calor, distorsionando el paisaje a ras del suelo.
Era todo cuanto conocía y amaba en su vida breve. El repicar de
la campana lo inquietaba. Su nervudo cuerpo, veteado por tierra,
sudor y verde, apenas cubierto por algo parecido a un pantalón
incapaz de contener sus partes, que ya crecidas se le escapaban a
cada rato, era uno con el suelo. Sólo su cabeza, alzada como
pájaro hambriento, denunciaba que creía el aire atestado de
presagios.
Para Zebrián la cosa era diferente. Pese a sus palabras, no
estaba inquieto, ni preocupado ni alerta. Allá en el fondo lo
desasosegaba el posible castigo, pero le había ocurrido tantas
veces que no era siquiera importante. No, en realidad no estaba
turbado. Al contrario de Mateo, se divertía mucho con el sonar
interminable de la campana, el relumbrón de los uniformes, el
parloteo de la gente al reunirse y especialmente con la inquietud
de su amigo, incomprensible para Zebrián. Para él era día de
fiesta, porque algo distinto de siempre ocurría, algo fuera de
todos los días, algo más que treparse a un árbol o perseguir
gatos, sapos, peces o cotorras.
-Echate – le ordenó Mateo – Ahí viene un cristiano. Y callate vos
ahora.
Un soldado a caballo se dirigía hacia donde ellos estaban.
Venía al trote, la transpiración brillando en su cara dorada y
mofletuda. También, así vestido, con casco y armadura en
tiempos del calor... No parecía muy contento, el soldado. Venía
con la expresión de quien cumple con un deber, le guste o no. Y
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15. esto no era bueno para nadie, porque alguien pagaría por su
fastidio. Siempre algún hereje, claro. A medida que la figura del
soldado se agrandaba, crecía también el temor de Mateo.
Primero se dijo que no venía hacia ellos. Ahora no estaba muy
seguro. Poco a poco se le fue secando el sudor sobre el cuerpo.
Cuando tuvo la certeza de que venía a buscarlos, se hizo el
invierno en su piel.
Hosca la expresión, el soldado se detuvo ante los muchachos,
hizo caracolear la cabalgadura, desenvainó su espadón y con un
ademán les ordenó ponerse de pie. No obstante, los ojos
desmentían su fiereza. Acuosos, azules como el cielo, había en
ellos una especie de risa. Tal vez porque lejos de encontrarse con
rebeldes o con ñandúes, como temía, sólo había topado con niños
traviesos, lo cual simplificaba su tarea. Y por más que esto no le
daba oportunidad de ganar honores, seguramente pensó que era
mejor así. Revoleando su espada, les indicó que debían dirigirse
hacia donde estaba su gente. Egregio, señaló con su arma hacia el
caserío, y los conminó a ponerse en marcha. Nada dijo. Era de
pocas palabras. Pero aunque fuera de muchas, de nada le
servirían, porque los idólatras no entienden el cristiano. Ni él
entiende su cháchara.
-Te dije que te echaras – rezongó Mateo mientras caminaban,
escoltados por el milico. Zebrían sonrió por toda respuesta.
Siguieron en silencio por un rato. Mateo llevaba atravesado en el
cuerpo su mayor tesoro, su mayor orgullo: un aro de madera,
que había tallado él mismo, como vio a los mayores tallar sus
flechas, aro que empujaba incansablemente por los senderos
abiertos entre el pasto por ushutas viajeras. Para empujarlo, su
ingenio le había provisto de una rama aún verde, arqueada en la
punta, que encajaba adecuadamente en el grueso del aro. Iba y
venía por esos caminos, noche o día, con sol o lluvia, nadie sabía
cómo, empujando su aro. Cada vez más suelto, cada vez más
rápido, cada vez más lejos.
La campana no cesaba de repicar y su ronca voz ya tenía a
todos hartos. De pronto, calló. Justo cuando Mateo alcanzaba a
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junto a ellos. Estaba enojada. Zebrián corría con otros niños y
Mateo pensó en que había una gran ventaja en ser más pequeño.
Miró hacia donde estaban los cristianos, muy serios y
diligentes ordenando sus cosas, y esto no lo calmó. Demasiadas
veces había oído a los ancianos relatar cómo los alinearon
también para extrañarlos de los valles, y no podía dejar de
preguntarse si esto era lo que harían ahora, si una vez más se
disponían a llevarlos lejos y adónde sería. Mateo no quería irse.
Este era el único lugar que conocía y pensó que le sería imposible
vivir lejos del río, lejos del horizonte y de ese cielo imponente de
estrellas. Estaban, claro, los mosquitos. El calor no le preocupaba.
Lo hacía feliz, porque se pasaba el día chapoteando en el arroyo,
con los demás chicos, o en el río, que también tenía horizonte
perdido a lo lejos, como a él le gustaba. Claro que estaba el
terrible frío de los inviernos, que dejaba blancos los pastos antes
que el Padre Sol los bendijera y el agua del arroyo helada y
bañarse era un martirio, pero el invierno también tenía su
encanto, por quedarse entre las mantas hasta tarde, por la luz de
las hogueras y por los relatos de los ancianos y por poder correr
horas sin cansarse. También había el fastidio de las misas
cristianas, invierno y verano, pero hasta eso tenía su lado bueno,
porque después podía irse a corretear con su aro el tiempo que
quisiera. Por eso el Mateo pidió a Viracocha que no los juntaran
para extrañarlos. Por las dudas, también se lo pidió al Dios
cristiano. Vio a Zebrián persiguiendo a una comadreja y corrió
tras él. Aunque la escuchaba todavía en sus oídos, el sonar de la
campana parecía haber quedado ya muy lejos en el tiempo, junto
con su miedo.
EL CENSO
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17. -Vosotros, calianes, por aquí... Vosotros, quilmes, de este lado.
Haced una hilera y esperad.. -gritaba con su voz aflautada, mientras
secaba el sudor de su frente y cuello, don Melchor de Izarra, fiel y
abnegado servidor de Cristo y de Su Majestad. El bueno de don
Melchor iba y venía entre sus salvajes como pastor que era, atento y
vigilante. Estaban inquietos los naturales, por más que casi todos ya
sabían qué era un censo. Pero, desconfiados, no querían estar seguros
de que para eso los convocaban. Daban vueltas en torno a las mesas en
donde los escribas acomodaban sus papeles, revoloteaban como
pájaros que perdieron sus nidos y eso, desde luego, les abría el apetito.
Sabiéndolo, don Melchor dispuso que se asaran algunas reses para que
se tranquilizaran y entendieran que el padrón era una fiesta. El aire
poco a poco se impregnaba con el humo del asado y el dulzón olor del
maíz y el zapallo hervidos. Varios niños corrían excitados por el
acontecimiento, perseguidos por sus madres. Se diría que había
verbena.
Los más ancianos entendían un poco más y estaban serenos
esperando ser llamados, como la vez anterior. Aquella vez sí que fue
difícil, pensó don Melchor mientras se acercaba al Alférez don
Clemente Rodríguez, Protector de Naturales por designio de su Rey,
quien, erguido y marcial, parecía una estatua del palacio real.
Empavesado, se dijo el cura, riendo para sus adentros al imaginarlo
como una carabela de noche y en alta mar... Por su parte, el otro
Clemente ya estaba listo, con su pluma y su papelería, lo mismo que
don Manuel. Iba a ser una larga y ajetreada mañana, ésa.
-Pero María, por amor de Dios, quédate en tu lugar, ya vendrá Mateo...
No vamos a comenzar jamás, mujer. -volvió a decir don Melchor,
aunque sabía que María no entendía una palabra de lo que hablaba.
Pero él también estaba excitado.
Varios soldados comenzaron a presionar a los naturales para
que permanecieran en sus sitios, mientras otros salían a recorrer las
inmediaciones en busca de rezagados, por lo general los más
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18. pequeños. Ahora: nadie podía negar que estos salvajes estaban un
poco más civilizados. Permanecían en la reducción sin hacer
escándalos y parecían haber entendido la razón por la cual se
encontraban allí. Tenían muchos resabios idólatras -el diablo no
descansa -pero en general iban por el buen camino. Los más ancianos,
por lo menos, mientras los jóvenes... bueno, ya sabemos lo que son los
jóvenes.
. Venga, señor Alférez, que ya debemos comenzar…
El Alférez Santiago de Bernilla, natural de Málaga, Capitán de
Arcabuceros de su Magestad, hastiado y sudoroso debajo de su
uniforme de gala -maldita sea la hora en que decidieron venir los
fatuos de Buenos Ayres, obligándolo a lucirlo, pensó, sin saber que en
similar predicamento estaba su igual, el Protector de Naturales, quien
también bufaba bajo su aderezo -le echó una mirada malsana. Ya lo
tenía hasta aquí el “señor cura” y por si eso fuera poco, lo tenían aún
hasta más arriba los salvajes. Y la Reducción. Y el dulzón, eterno, olor
del maíz. Y el Nuevo Continente. Y la puñeta que lo trajo. Miró hacia
la llanura, inmensa y desolada, y una vez más la comparó con el mar,
ese mar que acunó sus sueños de oro y riquezas en las tierras de Colón
y que pasados dos años lo único que le brindaba eran humedad y
mosquitos por arrobas. Para colmo, le parecía una iniquidad eso de
que el cura les brindara a los salvajes nada menos que cinco reses, con
la poca vitualla que había. -Que está bien, don Melchor -dijo no
obstante -tengo tantos deseos de terminar con esto como Vos y ni un
minuto más. Pero no voy a andar otra vez cogiendo salvajes por esos
caminos, que no y que no. No va con mi dignidad. Diga usted a los
caciques que se encarguen...
-Que ya se los he dicho, don Santiago, pero sabe que ellos...
-Son como usted los hizo, don Melchor, ni más ni menos; que al fin
quien los ha civilizado no soy yo precisamente. Si fuera yo, ya estaría
terminada esta faramalla, con vuestro perdón.
-Y vuelta la burra al trigo... No muela otra vez con ello, don Santiago.
Hoy dejémoslo por la paz - dijo don Melchor. Fastidiaba mucho al cura
la sorna del Alférez, y su constante manera de aludir al pleito sobre
quién tenía la máxima autoridad espiritual sobre los naturales. Ya Su
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19. Majestad el Rey había tomado una decisión y no era muy propio que
un oscuro soldado colonial la pusiera en dudas. Y mientras más
pensaba en ello, más se enojaba el cura y más colorado y resoplón se
ponía y más sudaba dentro de su umbría sotana.
-Bueno: ¿empezaremos o no empezaremos? -La voz grave y profunda
de don Tomás Gayoso se dejó oír, sonando como un órgano de iglesia.
A todos maravillaba la melodiosa voz de don Tomás, zapatero
vergonzante, por otra parte. Pocas cosas gustaban tanto al escribano
como remendar botas y procrear nuevas. No sin suspirar
profundamente se aliaba con papeles y anotaciones, que en último
caso eran nada menos que su sustento. Sin contar con que muchos le
habían dicho que con semejante voz debería ser cantante. No, pues no,
eso no era para él. Lo suyo estaba más abajo.
-Ya vamos a comenzar, don Tomás. No corráis prisa.
La campana cesó en su tañer tan abruptamente como lo había
iniciado hacía ya un par de horas. Y en efecto, la trabajosa tarea censal
comenzaba de una vez. Uno a uno, por delante los caciques y alcaldes,
quilmes y acalianes dieron sus nombres, su estado civil, su edad y su
condición. Muchos, prácticamente todos, debieron repetir sus nombres
varias veces porque los escribas no llegaban a entender muy bien sus
palabras. Entre la excitación que se había hecho dueña de todos, el
alboroto de los niños, el revolotear de gaviotas y cotorras y el ladrido
de los perros, también excitados, el lugar era una baraúnda.
Durante horas desfilaron las más de doscientas familias que
componían la Reducción de la Santa Cruz. La tarea sólo se interrumpió
para almorzar, cuando los pequeños prácticamente tomaron por asalto
el círculo en donde se cocinaba y al cura no le quedó otra salida que
dar órdenes para que se sirviera la comida. No era demasiada, en
verdad, para tanta gente, y los más lentos sólo alcanzaron algún hueso
con magra carne o debieron conformarse con escaso maíz hervido
como toda vitualla. Perros y pájaros de toda laya, además, arrebataban
cuanto podían y más de un llanto de niño denunciaba trapisondas de
estos convidados de piedra. Terminado el almuerzo, mientras perros y
pájaros rezagados, y especialmente niños, hurgaban ollas de barro y
cuanto recipiente hubiere en busca de más alimento, se reanudó el
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20. padrón. El sol del crepúsculo doraba las copas de los árboles cuando, a
la luz de velas y candiles, los escribas presentaron su trabajo para que
las autoridades presentes firmaran su conformidad. Pero antes el
protocolo indicaba que se debía leer el documento emitido por SSa. el
Gobernador con relación a este evento. Desde luego, la armoniosa voz
de don Tomás Gayoso fue la cantante:
«En la Ciudad de la Trinidad Puerto de Buenos Aires a veinte y
nueve días del mes de abril de mil y seiscientos y ochenta años SSr. Maestre de
Campo don Joseph de Garro, Caballero de la Orden de Santiago, Gobernador y
Capitán General destas Provincias del Río de la Plata por Su Magnificencia y
que Dios Guarde, dijo que por cuanto los indios de nación quilme y acalianes
que tributan a la corona de Su Magestad que vinieron a este puerto
desnaturalizados del valle de Calchaquí de la Provincia de Tucumán que están
situados en la Reducción y Pueblo de Santa Cruz jurisdicción de esta ciudad,
a tiempo de cinco años no se han visitado dichos indios ni hecho padrón de
ellos y para que se haga de acuerdo a ordenanzas y cobren los tributos que
pertenecen a Su Magestad mandó se vaya a hacer y se haga el dicho padrón y
visita de la dicha Reducción y Pueblo de Santa Cruz de los Quilmes = Y
atento a que de presente SSa. se halla muy ocupado en negocios del servicio de
Su Magestad y defensa de este puerto y por ésta razón no poder hacer ausencia
desta ciudad y ser precisa su asistencia en ella, comete dicha visita al Capitán
Don Miguel Castellanos, Contador Juez Oficial de la Real Hacienda destas
Provincias a quien ordena que como tal y de parte de SSr. y en su nombre
vaya personalmente llevando en su compañía al Protector General de los
Naturales, en cuya presencia y la del Corregidor y Doctrinante de los indios y
ante el presente escribano haga la visita y padrón de indios con toda claridad y
distinción de manera que se consiga inteligencia bastante para la cobranza de
los tributos y tasas que deban pagar; inquiriendo de los indios y sus caciques
si han sido doctrinados en nuestra fe, si han recibido o reciben malos
tratamientos o agravios de alguna persona o personas; si se les debe algún
interés de sus trabajos y servicio personal o por otra causa o razón y
últimamente si se les ha cobrado más tasa de la que legítimamente deben y les
está señalada y todo lo que resultare y obrare dicho Contador Juez y Oficial
Real lo pondrá por escrito para que conste, que para todo lo inferido y lo
incidente de ello se le da por este Gobierno la facultad necesaria y este Auto se
noticia al susodicho y al Protector y lo firmo en este papel común en que se
20
21. despacha por falta del sellado. Don Joseph de Garro (su firma) ante mi Tomás
Gayoso, Escribano de Gobierno (su firma).»
Alguna tos ocultó una cierta emoción producida por la lectura
del solemne documento. Ahora sí en el Nuevo Mundo las cosas se
hacían como Dios manda, ahora nadie podría acusar a España de
salvajismos varios, como malévolamente lo hicieron y hacen países,
reinos y principados envidiosos de la grandeza de Su Magestad, el más
noble y benévolo de todos los Reyes. Y, especialmente, porque
ninguno de los presentes estaba en condiciones de dejar sentado abuso
de autoridad alguno, denunciar malos tratos o deudas con los indios y
mucho menos agravios personales contra ellos, faltaba más.
Más tarde, sentados a la mesa, muertos de hambre y de sed,
ignorando la nube de mosquitos y bichos nocturnos que revoloteaban
en torno a velas y candiles y denodadamente se empeñaban en
beberles la sangre o en estrellarse contra sus cuerpos, con sus copas
rebosantes del sorprendente vino de la costa que supo añejar
sabiamente don Melchor Maciel, los funcionarios quedaron de pronto
en total silencio. Entonces alguien propuso un brindis por Su Majestad
y todos a una se pusieron de pie, alzaron sus copas y con estentórea
voz vivaron a su Rey, Carlos II, más tarde llamado “El hechizado” -
aunque por entonces lo más probable es que estuviera durmiendo sus
sueños de niño de cinco años, sin la más mínima noción de futuro -
vivaron a España y vivaron a don Joseph de Garro.
Pero la ceremonia no había concluido. Todavía faltaba la lectura
del acta que acompañaba al padrón y que todos los dignatarios debían
rubricar al pie de esa interminable lista de extraños nombres,
minuciosamente discriminados y asentados por los escribas. Y
nuevamente la profunda, grave voz de don Tomás Gayoso fue la
encargada de hacerlo:
“Con lo cual se acabó de hacer este padrón y registro de los indios, indias
muchachas y muchachos de este pueblo y Reducción a quienes por el dicho
Señor Contador a cada uno de por sí, y a todos juntos se les hizo saber y
encargo la obligación que tienen de asistir en él y acudir a la satisfacción de la
paga de sus tasas los que deben y cumplir con lo demás que por ordenanzas
reales son obligados y en especial a la enseñanza y continuación de la doctrina
21
22. cristiana. Y habiendo oído y entendido dichos indios e indias de ser los más
ladinos en lengua castellana y en presencia de su protector, doctrinante y
corregidor respondieron cumplirán y acudirán a lo que son obligados y se les
ha advertido y manda ==== y estando en este estado y presente Su Merced de
dicho Su Señor Contador don Miguel Castellanos, el Protector, corregidor y
todos los indios que este padrón contiene, el Doctor Melchor de Izarra, cura
doctrinante deste dicho pueblo y Reducción, dijo proponía y hacía saber a Su
Merced de dicho SSr. Contador y al Señor Gobernador y Capitán General de
estas provincias y Puerto de Buenos Ayres, primeramente que necesita de
alguna ayuda de costa para la que le hace y causa la cera y vino que gasta en el
culto divino, respecto de ser su estipendio corto y debérsele señalar para este
efecto según se acostumbra en todos los pueblos de indios de las provincias del
Perú, Tucumán y Paraguay. == Asimismo propuso será muy conveniente al
servicio que las indias y muchachas huérfanas se saquen deste pueblo y se
lleven a la ciudad repartiéndolas en las casas recogidas donde sirvan y que por
ésta razón granjeen para vestirse y aprender la doctrina cristiana con más
brevedad, pues con ser como son tales huérfanas se hallan de presente casi
desnudas sin saber forma de conseguir ni adquirir para dicho vestuario y que
asimismo será conveniente que algunas indias solteras que se hallan con edad
suficiente para tomar estado, aunque tengan padres o madres, se saquen de
este pueblo para dicho efecto de llevarlas a la ciudad de lo cual resultará
excusarse de algunas ofensas de Dios con los indios solteros, como le consta
por evidencia, pues en algunas ocasiones que teniendo noticia se determinó a
salir de noche a rondar este dicho pueblo halló dos indios con sus mancebas,
los cuales dentro de breves días amonestó y casó y estando como refiere fuera
de este pueblo las indias solteras con facilidad y brevedad se conseguirán
muchos matrimonios y excusarán dichas ofensas y por el consiguiente no las
pervertirán con sus supersticiones los indios e indias muy ancianos que se
hallan en ésta Reducción. ==== Asimismo propuso que será conveniente
respecto de no haber en este pueblo de los indios reservados ninguno
inteligente y activo como se requiere para fiscal, se nombren dos, uno de la
nación quilme y otro de la caliana para que aunque el uno haga ausencia por
cualquier causa o razón, venga a quedar de asistencia en él el otro. === Y por
último que será muy conveniente que ésta Reducción se ciña alrededor de su
Iglesia y plaza, pues hay sitios vacíos y bastantes para el efecto, con que se
excusaran los abusos que se conciben de las casas de los difuntos, pues luego
22
23. que fallecen algunos en ellas las desamparan totalmente sus deudos y se alejan
a otros sitios distantes de la Iglesia y habitación del que esto propone, siendo
por ésta causa casi imposible de acudirles con los sacramentos de noche y los
muchachos y las muchachas no están prontos para la doctrina y educación por
la distancia. ============ Y en ésta forma se acabó de hacer dicha
propuesta y padrón de indios y dicho SSr. Contador recibió juramento en
forma de derecho de dicho cura doctrinante, Corregidor, curacas y alcaldes de
dicho pueblo de cada uno de por sí y habiendo jurado y prometido decir verdad
se les preguntó por su merced si faltaba algún indio, india, muchacho o
muchacha pertenecientes a ésta Reducción que no se haya manifestado y
empadronado de presente o si no tienen noticia de algunos que estén ausentes
en alguna parte y todos unánimes dijeron que so cargo de juramento que
tienen hecho no hay más que los que contiene este padrón en este pueblo ni
fuera de él. Lo firmaron con su merced dicho doctrinante, protector y dicho
corregidor dijo no saber firmar, y va en este papel común en que se despacha
por falta del sellado ====== Testado
Miguel Castellanos Don Melchor de Izarra
(una rúbrica) (una rúbrica)
Clemente Rodríguez
(una rúbrica)
Ante Mí: Tomás Gayoso
(una rúbrica)
Y ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ya lejos de las
miradas de los naturales, se sirvió la cena de festejo, compuesta de
aves de todo tipo y la mejor carne de res, magníficas ensaladas y el
todo regado con abundante licor provisto por don Melchor Maciel, y
algunas burbujeantes botellas de vino de Francia que había enviado de
obsequio el SSr. Gobernador. Sirvieron esta cena, naturalmente, la
mayoría de indias huérfanas y solteras a que había hecho alusión el
Cura Doctrinante, incluso aquellas que casi no tenían ropas -aunque tal
no importaba en esta calurosa noche -sin que faltase alguna mano
deslizándose por las nalgas de las doncellas ni miradas de complicidad
y entendimiento con aquellas que ya estaban amancebadas. Tampoco
faltó quien se excusó de tener que apartarse para hacer sus
necesidades, aunque no las predecibles, porque misteriosamente
23
24. algunas doncellas no estuvieron disponibles para servir. Ni quienes se
derrumbaran entre los pastizales dejando buena parte de la cena y del
vino fecundando la tierra. O quienes, como el Cura Doctrinero, se
descabezaron un sueñecito más o menos prolongado y roncador sobre
su silla, olvidando por un momento su celo vigilante de la moral y las
buenas costumbres.
Ya era más de medianoche cuando don Manuel hurgó entre
sus pertenencias y extrajo una mandolina, su más preciado tesoro,
canjeada alguna vez a un marinero borracho en los arrabales del Reino
de Nápoles por dos tragos de apestoso licor, la templó y puso a punto
y el dulce, tembloroso sonido de tan exótico instrumento pintó de
nostalgia los árboles, el aire, la noche de la Reducción. Y en una
ocasión hasta la grave voz de don Tomás Gayoso entonó una melodía
de su tierra natal, que -quién diría -parecía llevarse muy bien con el
extranjero punteo de la mandolina. Desde sus chozas, los indios aún
despiertos se preguntaban qué instrumento sería ése, que con tan
dulce resonancia acunaba su dormidera. Cuando don Manuel se dijo
que ya era bastante y cesó de tocar, una suave brisa regaba la pampa y
refrescaba el aire. Poco a poco fueron quedándose dormidos por
cualquier parte dignatarios y funcionarios. El Señor Cura despertó de
pronto, ojos abotagados; dibujando eses no muy ortodoxas, errándole
al sendero pero no a la meta, se dirigió a la Iglesia; acabó
derrumbándose sobre la tierra apisonada y fresca justo frente al atrio,
bajo el amparo de la dorada figura de Nuestro Señor. Algún gallo
lejano y despistado creyó que amanecía, batió sus alas y lanzó el aviso.
Nadie lo escuchó. No volvió a alborotar, tal vez avergonzado. El
silencio cubrió todo, menos el cercano rumor del río en su eterno ir y
venir sin meta ni sosiego. Así eran las cosas en estas salvajes tierras
dominadas por el Demonio y tan simples anécdotas no impidieron que
ésta fuera una histórica y memorable jornada para honra y loor del
puntilloso Reino de España.
Algo que no quedó asentado en las actas y que nadie dijo a los
reducidos es que desde ese día el pago por sus trabajos al servicio de la
Corona quedaba reducido de los dos reales diarios establecidos en un
principio a un real y medio. Ellos vinieron a enterarse mucho después,
24
25. aunque no cuando les pagaban sino cuando les hacían las cuentas de
los jornales que les adeudaban. Los dedos de Diego Ysayán echaban
fuego al demostrar que la deuda era mayor, de acuerdo a lo sabido;
pero no hubo caso: real y medio o latigazos. La palabra del cristiano no
se la lleva el pampero, sino que sobra con cualquier brisa veraniega.
Esto decía, al menos, el Alcalde Josephe Baltos.
LA NOCHE DE LA MEMORIA
Que fuera don Josephe Baltos o don José Baldos es algo que
nunca quedó aclarado del todo porque en verdad era ambos y no era
ninguno. Esos patronímicos se los habían impuesto sin consultarlo
25
26. desde antes del Gran Viaje. Sus nombres reales se hundían en algún
impreciso sitio al sur de tierra de Incas, desde donde los quilmes,
eludiendo el vasallaje a que querían someterlos los señores del Cuzco,
de quienes no obstante acabaron tomando parte de su lengua, sin
olvidar la cacana con que nacieron, pasaron - cuentan los ancianos de
hoy de haberlo oído de los ancianos de ayer y estos de otros ancianos -
a territorio araucano, se maravillaron con el mar y su inmensidad y allí
se hubieran quedado, aunque los dioses alertaran sobre serios peligros.
Es que la gente araucana no era más amistosa que los señores del
Cuzco y los quilmes se vieron obligados a seguir su peregrinar,
cruzaron vaya a saber cómo las Grandes Montañas, el inaccesible
Ritisuyo, y quienes pudieron llegaron a tierras riojanas. Pero no
quisieron ser de esas tierras (algunos ancianos afirman que pensaron
que Mamacocha allí no los amamantaría porque tenía tetas secas y
polvosas, pero otros juran que volvieron a alertar los dioses y que esta
vez fueron escuchados) y emigraron nuevamente, hasta llegar al lugar
que algunos decían eran antiguos dominios del cacique Calchaquí.
De esta tierra sí quisieron ser y buscaron sitio en el ancho valle,
en donde vivieron desde entonces sin otras guerras que las guerras
habituales (siempre victoriosas) contra enemigos de su mismo tamaño.
Guerras por hembras o por espacio, guerras por enconos que estallan
con o sin razón visible, que así es la gente, de dejar hervir su sangre y
de derramarla como castigo, juicio o expiación. Pero la quilme no era
nación conquistadora, sino labradora y campesina. Algunos ancianos
todavía eran capaces de hacer relato de aquellos tremendos viajes a
través de Ritisuyo, de esas montañas muy ancianas, por su melena
siempre blanca, y piedras como casas y aluden con devoción a
Mamacocha, Diosa Azul de la Enorme Furia, más grande -dicen -que
aquellas aguas en donde el Padre Sol empezó las naciones.
Allí estaban cuando entraron los españoles, también dispuestos
a someterlos, con furia de caballos, armas que escupen fuego y piedras
y su implacable dios. Generaciones de diaguitas, todos sus pequeños
pueblos unidos, pelearon contra el invasor, que alguna vez les impuso
nombres salpicados con agua y palabras incomprensibles. Los
cristianos, sin embargo, una y otra vez fueron rechazados por su
26
27. nación, aunque esos nombres nunca pudieron ser quitados. Hasta que
en jornadas sangrientas y nefastas para los quilmes el invasor los
sometió por hambre, destruyó sus sembradíos de algorrobas y maíz,
derrumbó sus canales, dispersó su ganado y los sitió en sus montañas
en la batalla final.
Esto lo tenía bien presente don Josephe Baltos o José Baldos,
porque estuvo a un pulgar de perder su vida en esta batalla. Algo no
hacía falta decir: todos sabían que la quilme era nación orgullosa y
libre y que su actual cautiverio era una más de las tantas lides por su
libertad que debieron librar desde tiempos remotos. Una batalla
perdida no significó jamás para los quilmes perder la guerra.
De todo esto hablaba a los chicos Don Josephe o don José,
Alcalde de la Reducción, mientras también remontaba su linaje. Era de
sangre noble y real; por sus venas corría la de aquellos caciques que
alzaron su pueblo y le enseñaron a no querer dueños. El mismo era
cacique de Pueblo Nuevo cuando los cristianos lanzaron su ofensiva
definitiva. Y como cada cacique de cada uno de los once pueblos que
componían la nación de los quilmes, respondía al cacique principal,
don Martín Iquín, el de más noble sangre, el Señor de Señores, el
descendiente más en línea recta de Viracocha.
Estamos en noche de ritos y ofrendas y de dar aliento a la
memoria, eso que tanto necesitan quienes nos continúan para saber de
qué son. Nadie recuerda muy bien por qué en esta noche. Algunos
ancianos dicen que memora la muerte de Guanacapa, Inca colérico y
mandón, y que era el tiempo de contentarlo, siendo donoso sacrificarle
muchos chicos para que nos devuelva sus favores y nos permita la
libertad. El tiempo, el modo de los quilmes, poco sangrientos, el nuevo
Dios y en especial los soldados españoles hicieron que ya no se
estimaran sacrificios, que se cambiara la noche de la sangre por la
noche de la memoria, que se reunieran igual los jóvenes, pero para el
recuerdo y el festejo y no para el olvido, y que los mayores hicieran
fiesta -prohibida por pagana e inmoral por los cristianos -en donde en
otros tiempos la Pachamama quedaba enrojecida y palpitante. Tal vez
porque son tan pocos los motivos de alegría que tienen los quilmes
ahora casi todos los ritos se volvieran festejo. Y nadie sabe por qué los
27
28. soldados cristianos se hacen mula esa noche, no entran a la Reducción,
aunque deambulan con su mano crispada en la empuñadura de sus
látigos y arcabuces, debido al mucho ruido, griterío, alabanza y
desorden. El Señor Cura jamás aparecía.
Mientras decenas de niños y adolescentes, tanto de nación
quilme como acaliana -que ya casi no había distingos -formaban
semicírculo de cara a don Josephe, las mujeres atendían los fuegos y
los varones hacían silencioso montón más allá, como esperando.
Sentado sobre los restos de una vieja carreta, con el resplandor de los
fuegos bailando en su arrugado rostro, rodeado de figuras sagradas
talladas en piedra por los artesanos, de singular forma, iba Don
Josephe, Illallahua en mano, nombrando a Catuilla, el gigante que
habita el cielo y que con su honda desata las furias de las tormentas,
nombrando a Collca, Urcuchillay, Machacuay, Chuquichinchay,
estrellas que dominaban el andar de los hombres y eran veneradas por
los quilmes. Mientras hablaba, se daba cuenta el Alcalde que los niños
lo escuchaban con interés, pero más por la pompa de la ceremonia que
por las enseñanzas que les trasmitía. Ellos ya eran más sensibles al
simplificado cosmos de los cristianos que al amplio, colorido y
complejo universo de la tradición inca, en donde cada acontecimiento
tenía su guaca, como todo cuanto diera el Padre Sol.
Esa noche los chicos se sentían importantes porque eran el
centro de toda atención. Sus madres los habían acicalado con esmero,
les habían dibujado en el cuerpo los símbolos sagrados y habían sido
eximidos de lavar los utensilios de la cena. La noche de la memoria era
noche de noches para los quilmes. Uno de los momentos más solemnes
de la jornada era cuando se hablaba de las glorias pasadas, de cuando
los quilmes solían derrotar siempre a sus enemigos. Pocas eran las
historias que se habían podido rescatar, trasmitidas de boca en boca,
generación tras generación. Muchos de los ancianos que guardaban
estas historias como una herencia preciosa murieron durante el Gran
Viaje y con ellos murieron también las historias. No es trabajo fácil
preparar sucesores. Menos, cuando el conquistador les roba la
Pachamama y los obliga a peregrinar miserablemente como ellos
peregrinaron. Y si Josephe Baltos o José Baltos había sido elegido como
28
29. La Voz, era porque su prodigiosa memoria le permitía recordar dichos
y hechos con sólo haberlos escuchado un par de veces. En especial,
fascinaba a todos, grandes y chicos, la visión del vencido ocasional que
algún anónimo cantor había imaginado quién sabe cuándo. Todas las
ceremonias que tenían por Voz a don Josehpe finalizaban con este
canto, que nadie imaginó alguna vez serviría también para que los
quilmes se vieran a sí mismos desde la suerte de otros. Esta noche no
sería la excepción y todos se prepararon cuando el Alcalde se puso de
pie y, tras pedirles que reflexionaran sobre la banalidad de triunfos y
derrotas, que ayer pueden ser ajenas y mañana nuestras, dijo, con voz
profunda y lenta, mientras la quena desandaba su camino de nostalgia
y la caja golpeteaba rítmicamente y su figura oscilaba de acuerdo al
vaivén de los fuegos, el viejo canto:
Escapan deshechos.
Huyen en derrota.
Huyen y se quiebran en pedazos.
Huyen. Uno va solo.
Otros escapan de a dos,
otros en grupos de tres,
en parejas de esposos, en grupo de padre e hijo.
Se dispersan dominados por el estupor,
cada uno por su lado, ignorantes de lo que piensan los otros.
Huyen, tienen miedo de ellos mismos.
Están enloquecidos.
Huyen, golpeando el vacío en las tinieblas.
Huyen y piensan en las frases de sus ancianos,
en las primeras palabras
al principio de todo.
Eran palabras que se decían
palabras fuertes, dominadoras, palabras fáciles
que se elevaban hasta los dioses.
La Voz que se escucha habla para enorgullecerse,
se eleva a sí mismo,
deshace lo que está hecho,
deshace a quien habla tímidamente,
29
30. al que se mantiene calmo.
Huyen, disputan, buscan golpearse.
Huyen y se hacen preguntas.
Van y observan.
Huyen y se avisan.
Huyen y preguntan, agitados.
Huyen y buscan de dónde viene la furia.
Huyen y sus palabras se apresuran amargas.
Huyen abatidos y malos.
Piensan con tristeza en su nación.
Un alarido, de fuerza y de triunfo, de orgullo y desafío,
proveniente de la fila de los hombres, alarido ancestral, perdido en la
memoria de los quilmes, trasmitido de padres a hijos a lo largo de
incontables generaciones, rompió el clima ritual y fue como una señal
para que los niños salieran huyendo. Ya sabían que cuando el Alcalde
terminaba su canto, para ellos la noche de la memoria había concluido.
Ya habían sido instruidos por sus padres para que se alejaran de
inmediato de la guaca de Baltos nomás oyeran el alarido de los
machos, porque estarían en peligro si no lo hacían. La noche de la
memoria terminaba en su aspecto educativo y se daba inicio a los ritos
sagrados, algunos violentos, de la fecundación, de la vida, de la
muerte, de la guerra y de la venganza. En torno a la hoguera
comenzaron rápidamente a reunirse hombres y mujeres, adultos y
ancianos, mientras cuencos repletos de chicha y vino de la costa -
robado al Señor Cura cuando éste había ido al Fuerte y que a alguien le
costaría muy caro -pasaban de mano en mano y una de ellas, la más
bella y colorida, se diría que volaba hasta llegar a la Voz, al dueño de
la memoria, a don Josephe Baltos quien, erguido sobre los restos de la
carreta, rojizo por la llama de las hogueras que lo rodeaban, ahora
alimentadas con más leños, mantenía sus brazos en alto, directo a
Viracocha, el Señor de todos los Señores, el Hacedor del Sol, de la
Luna, de los vientos, del agua y el trueno y de todo cuanto existía
sobre la tierra. Nadie comería ni bebería hasta que la Voz lo ordenara,
hasta que Josephe Baltos convirtiera en sagrado el licor y los alimentos.
30
31. Quenas y tambores dibujaban frenéticos ritmos y allá, a lo lejos, fuera
de la Reducción, soldados españoles cargaban metralla en sus
mosquetes, preparaban el cañón -el único cañón que les había provisto
Su Majestad el Rey a través del Consejo de Indias; para qué más, si se
trataba de “cuatro indios de mala muerte” -y, algo inquietos,
mantenían su mano apoyada en la empuñadura de la espada.
Las mujeres ya tenían preparada esta cena especial. Los
cazadores habían reunido toda clase de presas arrancadas a los
bosques costeros: liebres, perdices, gallinas, venados, puercos, grandes
trozos de vaca, patos, gansos y todo animal comestible, hasta peludos,
cuyas caparazones serían luego convertidas en música. De las grandes
ollas escapaba el vapor de los alimentos y sobre todos los olores
predominaba el olor del choclo, el olor “del trigo de los indios”, como
decía el Señor Cura. Quilmes y acalianes se acuclillaron en grandes
ruedas en derredor de cada hoguera, esperando que las doncellas,
como marcaba el rito, les alcanzaran su cuenco repleto de comida
cuando la Voz mandara. Todos sabían que quizás no volverían a
comer mañana y tal vez más allá de mañana, ni a beber en muchas,
largas lunas, porque aquí se consumía toda reserva. Pero esta noche
era esta noche.
Poco a poco la chicha, el vino, el dolor y la impotencia del vencido se
trasformaron en desafío, potenciado con el alcohol. Los alaridos eran
cada vez más frecuentes, las invocaciones a Viracocha y Pachacamac
atronaban el aire y los danzantes se disponían a danzar sus ritos.
Hombres y mujeres, vestidos con sus túnicas sagradas, de vivos
colores, el rostro serio y rojo por los tatuajes, el calor, el esfuerzo, la
responsabilidad, la chicha y el vino; descalzos, luciendo sus gorros
tejidos también multicolores -pensados para otra Pachamama, ahora
muy lejana -sus collares, incluso en derredor de sus tobillos, y sus
cinturones trenzados, comenzaron a oscilar en sus sitios. La quena, el
tambor y las cajas cambiaron su música, que se hizo lenta y
quejumbrosa.
Después la quena y la caja apuraron su ritmo y la danza se
volvió frenética; los danzarines armaban sus figuras, primero hombres
frente a hembras, luego rondas de cada quien. Para alguien de fuera,
31
32. serían caprichosas, pero los quilmes simbolizaban en cada movimiento
los motivos de guerra. Los hombres mataban enemigos con lanzas
invisibles y sus flechas surcaban el aire sin surcarlo. Las hembras
repetían sus figuras de combate, se reunían en un sitio, lanzaban sus
dardos, deshacían ese círculo y volvían a armarlo unos metros más
allá. Jamás dejaban de mover sus piernas, de arriba abajo, el cuerpo
inclinado, irguiéndose y encorvándose, homenajeando de ese modo
simultáneamente al Padre Sol y a la Pachamama. Luego todos
formaron un solo círculo: giraban uno tras otro tamborileando sobre la
tierra esperando que la Pachamama mostrara su gusto y su contento.
El tambor golpeaba enardecido, la quena parecía enloquecer, el
volumen de las hogueras aumentaba y el calor también; los alaridos
podían escucharse desde muy lejos, pero demasiado cerca para los
soldados que, inquietos, se mantenían alerta y tensos dentro de sus
uniformes de batalla.
Una de las doncellas, la elegida de esa noche elegida, se trepó
a la carreta desde donde José Baltos había dicho su palabra sagrada, se
despojó de su túnica y, desnuda, sólo su rostro oculto por una máscara
cruzada con vigorosos trazos en los que predominaba el amarillo,
dibujado en su cuerpo todo el misterio de Viracocha -y todo su poder -
danzó el rito de su ofrecimiento, el halago a la voluntad y el poder de
Pachacamac.
Antes, allá en los valles, habría sido inmolada a los dioses,
habría sido hendida en su corazón por el cuchillo sagrado del Hombre
Sagrado y su sangre se habría vertido hasta la última gota, alegrando a
la Pachamama. Pero ahora este sacrificio estaba prohibido, era
severamente castigado con muerte vil para quien lo llevara a cabo y
veinte latigazos para cada participante; salvo a los caciques, intocables
para cualquiera. Eso ocurrió la primera vez que practicaron el rito y allí
perdieron su vida la acaliana Anastasia Yuttayán, sacrificada a su
ruego en honor a Viracocha, y el quilme Andrés Chapuma, poseedor
del cuchillo sagrado y mensajero de los Más Altos, luego fusilado por
los soldados cristianos. Y todos quienes fueron vistos en ese rito
recibieron veinte latigazos feroces. Allí adquirió su andar encorvado
32
33. don Lorenzo Sargento y su tos macabra doña María Uncalla, entre
otras desdichas.
Desde entonces los caciques y ancianos se reunieron y no
deseando más muertes ni desgracias para su pueblo, prometieron al
Cura que no donarían más doncellas a Viracocha si les dejaban,
aunque fuera una vez cada doscientas lunas, rendirle los demás
homenajes. Sin sacrificios. El Cura dijo que no, que todos esos ritos
quedaban prohibidos, que eran obra de Satanás y que igualmente
serían castigados si hacían eso nuevamente, aunque a nadie mataran.
Pero los indios siguieron haciéndolo, recibiendo latigazos y horas de
misa extra en la Iglesia después. Con el tiempo, la misma miseria y
pobreza de la Reducción hizo muy costosa la represalia y por tan
disparatado asunto quilmes y acalianes acabaron por poder llevar a
cabo su Noche de la Memoria mientras el Señor Cura, Corregidores,
Administradores y Protectores se hacían los que no veían y sólo
aprestaban, lejos, soldados; por eso de las dudas. No hubo más
sacrificios de doncellas. Es que pocas quedaban. El cristiano mismo se
encargaba de sacrificarlas, a su modo. El cementerio tenía más
doncellas y niños que ancianos. Por todo esto el rito del sacrificio pasó,
lentamente, a ser lo que ahora era: la Noche de la Memoria. Y el
sacrificio dejó su lugar al rito de la fecundación, que era otro, en otra
fecha, pero en algún momento pasó a ésta.
Nada de toda esta historia seguramente pasaba por la cabeza de
la doncella desnuda meciéndose a la luz de las hogueras, acompañada
del rítmico compás de la caja, la queja de la quena y el canto como
letanía de los presentes. Había sido elegida por las ancianas en base a
sus propias virtudes: fuerza, salud, carácter, entereza. Musitaba
mientras danzaba con sus ojos cerrados las palabras rituales, mezcla de
voces cacanas y quechuas que le habían trasmitido las ancianas y de
las que ignoraba su significado; su cabeza volaba por paisajes celestes,
lagos como espejos y montañas ancianas que se inclinaban para
saludarla. Que jamás había visto. Pero sí los veía a través de Viracocha,
como veía a Viracocha mismo acercarse a ella, rozarla con sus dedos
de fuego, girar por el aire acompañando su danza; la doncella de
pronto era vicuña, luego llama, más tarde puma. Y la Voz, don Josephe
33
34. Baltos, sangre noble de caciques, se acercaba a ella y cuando puma y
como puma la poseía, hendiéndola no con su cuchillo sino con su
virilidad, porque él era Viracocha, Pachacamac, el Padre Sol y la
doncella era la Pachamama y si los quilmes querían que sus dones les
fueran concedidos, la tierra debía ser fecundada por quien descendiera
de los dioses mismos.
Este era el único rito inmutable desde el fin de los tiempos, el rito
del cual los quilmes jamás abdicaron. Luego la doncella sería aislada
hasta saber si había sido fecundada y el fruto de ese rito sería curador,
sanador, instruido por los ancianos curadores y sanadores, dueños de
vida y muerte, si era macho; y si era hembra, sería una de las Señoras
de los sembradíos, encargada de los ritos sagrados que provocaban el
fruto directo de la Pachamama, la encargada de alimentarla, de cavar
el hoyo en donde enterrarían alimentos y cosas bellas que ella misma
habría hecho. Esto quería decir que los dioses habían hablado a través
de ella. Y gran desgracia auguraba a los quilmes el que la doncella no
resultara fecundada. Significaba que los dioses y la madre tierra les
negaban sus dones, significaba un período de grandes calamidades
para ellos hasta el próximo rito. La de esta noche tenía una expectativa
especial, porque restaba una sola Señora de los sembradíos y estaba
enferma y los quilmes no podían quedar sin su sacerdotisa de la Tierra,
sin la sagrada encargada de alimentar a su Pachamama. Rogaban por
una hembra, esa noche, los quilmes.
Cuando el acto quedó cumplido, un alarido estremeció el aire
caliente de la Reducción. Arreciaban las maldiciones hacia los
cristianos, era cada vez más evidente el desafío de los machos,
blandiendo arcos, macanas, lanzas, piedras, grandes huesos pelados de
vacas y cuanto objeto contundente encontraron para blandir. Y luego
machos y hembras se fecundaban entre sí, para convencer a los dioses
de que eso era lo que todos deseaban y esperaban de ellos: la
fecundación. Y cuando el Padre Sol dibujaba sus primeros colores,
decenas de indios e indias quilmes y acalianes se dirigían al
cementerio, a honrar a sus ancestros, a llevarles su comida y su bebida
y a darles la buena nueva de que el rito había sido satisfecho una vez
más. No todos lograban hacerlo. Porque para llegar al cementerio
34
35. debían pasar frente a la mísera Iglesia cristiana y jamás faltaba quien o
quienes, ebrios de licor, humillación y coraje, intentara arremeter
contra ella. Y este era el punto en el cual los soldados lanzaban sus
cabalgaduras contra ellos y revoleaban espadas sobre sus cabezas para
disuadirlos, y lanzaban al aire disparos de mosquete, repartían
latigazos a mansalva y apresaban a quien podían apresar y
encarcelaban a los apresados. Veinte latigazos a cada varón era el
castigo. Dos días a pan y agua para las hembras. Pero esto a nadie le
importaba. Sólo rogaban que cuando fuera el tiempo, de la panza de la
doncella llegara el augurio de los dioses, el buen augurio que les daría
fuerza para seguir viviendo y esperanza de volver a los valles.
COMPARAR DIOSES
35
36. Jamás hubiera imaginado don Melchor de Izarra, designado
en el año del Señor de 1678 como Cura Doctrinero de la
Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes, dependiente
directamente del Rey de España, que seria un testigo
privilegiado de los misteriosos caminos de Dios, tantas veces
mencionados pero pocas atestiguados. Ni que esos misteriosos
caminos enriquecerían los años en que, en medio de una
miseria creciente, los caminos del ingenio y de la hermandad
aparentemente imposible estarían despejados por hechos de
los cuales no sólo no tenia memoria que hubieren existido,
sino que dudaba que volviesen a ser posibles.
Tampoco se atrevería a confesarlo a sus pares, pero uno de
los escasos momentos plenos de su vida era cuando, en mitad
de la noche, a la luz de una fogata, comparaba dioses, como
decían, con don Francisco Pallamay, cacique de los quilmes. Al
hacerlo, don Melchor -si alguien se lo señalara en estos
términos pondría cara de asombro -practicaba el
reconocimiento de las diferencias culturales, algo nada común
en esa época y en estas tierras, en que las diferencias -de éste o
cualquier tipo -se dirimían mosquete en mano. Pero era algo
que hacía a escondidillas, algo que no debía saberse. Estas
charlas tenían sabor a pecado y el sacerdote conocía ese
gustillo, esa excitación de sentirse haciendo travesuras; pero
estaba convencidísimo de que el buen Dios nada reprobable
vería en esos convivios, desde el momento en que se hicieron
posibles debido a su propia intervención. Al menos, en lo que
creía don Melchor, quien, además, se decía que si estaba bien
cuando lo practicaban sus primos jesuitas, entonces: ¿por qué
lo vería mal si quien hacía eso era un cura?.
Bien que el Altísimo había intervenido seguramente para
ayudar a la tarea evangelizadora que debía emprenderse;
pero, sin dejar ni por un momento de cumplir con tan alto
mandato, don Melchor despuntaba como al pasar su vicio
predilecto, su curiosidad innata por entender el modo de
pensar y de sentir de otros hombres. Y por eso estos nocturnos
36
37. y furtivos encuentros tenían ese regosto. En ello pensaba don
Melchor mientras se dirigía hacia el aislado sitio en donde don
Francisco atizaba el fuego; completando su picardía, el Mentor
de la cristiandad llevaba uno de sus más preciados tesoros:
vino de la costa, néctar sin el cual la lengua de don Francisco
permanecería inmóvil y clausurada. Y tal vez la suya también.
De paso pensó en que andaba escaso de vino; su tocayo Maciel
tendría que proveerle más.
Estos encuentros habían comenzado cierta vez en que el
Padre Cura se horrorizó al asistir al castigo impuesto por el
entonces Corregidor a un natural, casi un niño, que se había
negado a asistirlo en su almuerzo sin dar razones. Es que
circulaban algunas versiones non sanctas sobre la conducta de
este Corregidor -de fugaz paso por la Reducción -con respecto
a los servidores que seleccionaba, siempre poco menos que
niños. El caso es que, por esa negativa, el muchachito fue
condenado a la barbaridad de cincuenta latigazos, de los
cuales recibió solamente siete u ocho, debido a la intervención
casi simultánea de don Melchor y del cacique quilmes,
quienes, como si se hubieran puesto de acuerdo -no lo habían
hecho -estaban allí porque desconfiaban y detuvieron la mano
del soldado que efectuaba el castigo, sin que el Corregidor,
presente en el acto, hiciera otra cosa que dar media vuelta y
desaparecer. Al comentar este innoble acto, el cura doctrinero
y el cacique quilmes se encontraron con una sorpresa: ni uno
ni otro conocía la lengua de cada quien, pero se entendían
como si hablaran un mismo idioma. “Milagro”, dijo don
Melchor; “cristianos asesinos”, dijo don Francisco. Y ambos
supieron lo que dijo uno y otro. No obstante, así quedaron las
cosas un buen tiempo, como si hubiese habido una casualidad
que no merecía mayores profundizaciones. Hasta que en otra
ocasión advirtieron que hablaban entre sí: la travesura quedó
sellada.
Para don Francisco Pallamay estas charlas no tenían ese
sabor; sin duda que se había sorprendido al comprender, sin
37
38. saber su lengua, las palabras del cura cuando el incidente del
muchacho. Pero no habían cruzado dicho desde entonces
hasta aquella vez en que su Petrona enfermó y vino el Padre
Cura a interesarse por su salud y sin saber cómo ni cuándo se
encontró esa noche con el cristiano a campo abierto hablando
de dioses y destinos. En ésas acabaron con el vino de misa y
hasta con la noche. “Milagro” volvió a decir don Melchor. “Es
cosa de dioses”, confirmó don Francisco. Porque habían
comprobado que ni el cura podía entenderse con otro indio ni
el cacique con otro cristiano. Sólo entre ellos podían. Se hizo
costumbre desde entonces. Pero el flamante cacique de los
quilmes, don Martín Iquín, su padre, había muerto nomás de
aquella peste de la cual parecía haberse salvado -se decía que,
dioses o no dioses, antes que nada, don Melchor Gaspar era
hombre sagrado de sus enemigos y él guardaba un profundo
rencor hacia quienes habían quitado a su nación su más
preciado tesoro: la libertad. Claro que muy en el fondo de su
rencor debía reconocer que estos encuentros tenían su encanto
y que él también gozaba con estas charlas que le revelaban
mundos desconocidos, mundos que nunca imaginó existieran
en alguna parte. Y comprendió que podían servirle para ganar
al sacerdote cristiano hacia la piedad para con su pueblo, que
sufría y se anegaba en la miseria y el abandono.
De lejos vio la figura oscura de don Melchor, cabeza
erguida mirando las estrellas, desandando presurosa el
camino de hormigas que lo llevaría hasta él. Con su calma
habitual continuó atizando el fuego, preparándolo para una
larga noche, mientras -no podía ocultarlo -por su garganta
trepaba la sed, que sólo calmaría el bendito licor de los
cristianos.
-Ave María, don Francisco.
-Sin pecado, padrecito.-El saludo cristiano era de rigor. Don
Francisco siempre se sentía mal por ello, pero debía tener
templanza: era uno de los amargos sabores de la derrota. Más
allá de eso, no sentía rencor personal hacia don Melchor; no
38
39. sólo había refrendado y apoyado ante el Gobernador y el
Corregidor el que los ancianos lo hubieran designado cacique,
sino que realmente pensaba que era un buen hombre, que no
tenía claridad sobre el daño que transportaba. El cacique
cristiano estaba convencido de que arrimaba el bien, la
salvación, a estas naciones dejadas de la mano de Dios, como
siempre decía. Por otra parte, era el único entre todos ellos que
se avenía a hablar de dioses sin arcabuces o latigazos de por
medio. Y esto no era poco.
-Hará calor mañana -dijo Don Melchor, mientras acercaba un
tronco para sentarse.
-Tal vez , dijo Francisco, escrutando el horizonte
El silencio se apoderó de ambos caciques. El cristiano
miró hacia la lejanía, allá en donde un tibio resplandor
conservaba la huella del sol en el horizonte. La noche
amenazaba con ser muy oscura. No se veía luna por ninguna
parte. El fuego dijo yo también estoy derrumbando un leño en
un mar de chispas. Mecánicamente, don Francisco hurgó la
fogata con su vara. La luz de la hoguera mostraba a dos
hombres de muy cercana edad entre ellos, unos cuarenta años,
rostros surcados por demasiadas arrugas. Redondo,
rubicundo, barbado, con una mezcla de pelos castaños y grises
el del cristiano; olivácea la piel, abundante, lacia, oscura
cabellera la del quilme. Se respetaban. Don Melchor sabía que
don Francisco, pese a ser casi un niño entonces, había
combatido con bravura allá en el Tucumán y don Francisco
sabía que don Melchor no estaba de acuerdo con muchas cosas
que hacían los soldados españoles. Este tácito reconocimiento
era otro puente que los unía.
-Está quieta la pampa.
-Está. -Silencio. Honraron con un primer acercamiento la bota
de vino de la costa.
-Mi Petra se muere -dijo Francisco. Su voz sonaba hueca,
perdida -no falta mucho para que inicie su viaje a las estrellas.
Hay dolor en mi corazón.
39
40. -Entiendo tu dolor.
-También tengo alegría, porque ella acabará con sus males y
verá a Viracocha y estará con El.
-Ay, Francisco, eres incorregible. Te niegas al Altísimo,
persistes en tus idolatrías. ¿Qué haré contigo?
-Lo mismo que yo con vos: nada. Cada quien cree en aquello
que debe creer, de acuerdo a sus mayores. Al fin, Señor Cura,
piensa en esto: nadie ha vuelto desde las tinieblas. Entonces,
tanto vale aquello que tú crees como esto que creemos
nosotros. Es un misterio la muerte, es desconocida; entonces
cada quien pone en ella cuanto le parece. Eso ocurre con lo
desconocido: que para todo mentor sirve. Claro que si en esas
tinieblas mora Viracocha o tu Dios, para mi Petra será igual. A
ambos se ha encomendado, por las dudas. Así hacen las
hembras. Son precavidas. Pero creo que ves muy corto, don
Melchor.-Don Melchor dijo que Don Francisco era quien veía
muy corto y que además se hacia el desmemoriado, porque ya
le había explicado hasta el cansancio que Jesús había vuelto
de esas tinieblas para revelar a los hombres el Reino de Dios...
-No me consta, se obstinó Francisco.
-La Biblia lo dice -explotó el cura, golpeando su libro sagrado.
-No me consta -insistió el cacique. Melchor hizo un gesto
como quien dice “es inútil” y tomó otro camino:
-Ese modo -idólatra, claro, si no, no serías vosotros -que tiene
tu Petra y algunos de vosotros de incorporar a Dios
mixturándolo impíamente con vuestras fantasías diabólicas, y
que nos perdone el Señor por invocar su nombre en vano, te
digo no es nada nuevo ni lo inventaron vosotros. Fíjate que en
la Biblia relata San Pablo haber hallado en Atenas, (esto es en
Grecia, una nación muy lejana de aquí) un altar dedicado a un
Ignoto Deo, que quiere decir, te ilustro, Dios Desconocido, al
que adoraban estos gentiles. San Pablo les dijo: “al que
vosotros veneráis sin conocerlo, ése es el que yo os predico”. -
Francisco lo miró sin demostrar entendimiento -¿No lo
adviertes...?.¿De qué ríes, desdichado?
40
41. -De lo veloces que son los cristianos para engañar. Ese hombre
sagrado tuyo vio la oportunidad y...
-Ninguna oportunidad. Sois un demonio frívolo. Dios ya se les
había revelado aunque ellos lo ignoraban; aunque, precavidos,
le habían erigido su altar...
-Petra es precavida, también. Acabo de decírtelo. Pero, Padre
Cura, vos sabes que esos griegos que dices serían muy
ingenuos si aceptaron así nomás que un extranjero se colara
por ese agujero y les dijera que ese dios desconocido es el Dios
que él predica. Sería cosa de guaguas el creerlo.
-¿Guaguas? La civilización griega es la madre de nuestras
civilizaciones, cuna de grandes hombres, de grandes
pensadores como Platón, Aristóteles, Sócrates, Homero
...aunque nunca falten Heráclitos ni Aristófanes... El caso es
que ellos tenían un atisbo de la Verdad Divina... atisbo que tú
ni atisbas -rió don Melchor de su propia broma -y su gran
inteligencia les empujó a adorarlo aún sin saber su nombre
verdadero. Creo que eso se llama agudeza. En cambio, tú...
-Creo que estás en error. Esas gentes que dices ya lo tenían, era
uno de sus dioses. Nosotros no. Fueron ustedes quienes nos
obligaron a tener el vuestro.
-Ya sé que Dios no se os ha revelado aún -se irritó Melchor -
hablo del modo. No importa si lo tuvieran o no. Muchos de
vosotros usáis el mismo modo cuando sabéis de él, eso digo.
Que el demonio usa iguales trucos para su dominio.
-Puede ser -dijo Francisco, no muy convencido. Con un
autoritario ademán del cacique que era -o tal vez irritado a su
vez por la irritación del sacerdote cristiano -exigió que le
pasara la bota con vino. Melchor, sin pensarlo, obedeció y al
momento tuvo arrepentimiento y mantuvo la bota en el aire,
haciendo un gesto de advertencia, como diciendo “quién
manda aquí”. Francisco lo miró con picardía: ---No deberías
enojarte conmigo. No olvides que vives de nuestro sudor…
-Malamente, en verdad -se ablandó el cura, que era blando sin
esfuerzo -y nada más necesito. Los curas tenemos voto de
41
42. pobreza. Aunque es justo que sufraguéis a quien porta vuestra
salvación, algo que no entra en vuestras entendederas.
-Mientras traigas tu bota...
-No te iguales… Debería hacerte castigar por insolente.
-Algo que no harás, Don Melchor, porque sos una buena
gente.
-Y tú abusas de la bondad del Señor.
-De la tuya, Don Melchor, de la tuya, que tu Dios no ha sido
muy bondadoso con nosotros -El cura hizo un vago ademán,
como quien reafirma “es inútil hablar contigo”.
Habiendo demostrado su autoridad, pasó el recipiente al
cacique. Callaron ambos, mientras la bota pasaba de uno al
otro. Bebían a pequeños sorbos el licor preciado y escaso,
hermanando labios, mientras hundían su vista en el infinito.
Estaban en el borde de un pequeño monte, al amparo de un
fuego amenazando trocarse en sólo brasas. Y la noche se fue
entre comparaciones y desacuerdos, entre dioses buenos y
dioses malos, entre griegos y tubichamines, entre paraísos e
infiernos. Ya el rocío hacía brillar el pasto algo amarillento y
ralo en esa parte cuando los compinches se sintieron algo
cansados. Muy pronto amanecería, muy pronto cubriría ese
pasto el delicado rosa del amanecer. Es allí cuando la pampa
más que nunca se parece al mar.
EL PAMPERO
Seco, impetuoso, el viento que mandaba el Padre Sol desde su
morada bajo el horizonte inclinaba las copas de los árboles, doblaba los
42
43. arbustos hasta hacerlos gatear, se llevaba en su furia todo aquello que
no tuviera amarras. Ya iban dos lunas en que el viento despeinaba las
chozas, ya eran dos lunas en que las guaguas no podían salir siquiera a
vaciar sus entrañas porque el viento las arrastraba como si ellas fueran
también hojas; ya eran dos las lunas en que la furia del Padre Sol
desarmó y esparció por todas partes chozas que no estaban bien
aseguradas. Como jamás habían visto ni sufrido algo semejante. El
Consejo de Ancianos y los caciques quilmes y acalianes decidieron
reunirse para estudiar el camino a tomar y desanudar razones que
expliquen el fenómeno. Se saludaban en la choza de Nicolás Caliuá, el
quilme que tuvo la fortuna de alzarla (sin saber, sólo buscando
sombra) cerca de un gigantesco álamo que vino a resistir sin inmutarse
cualquier tipo de viento, rayo o lluvia y protegía, como otro padre, la
vivienda del Nicolás y la María Iquicho.
Los reducidos no se habían anoticiado nunca de que tal viento
fuese posible. Allá, en el valle lejano, no sólo los vientos eran menos
intensos y menos durables, sino que las montañas se encargaban de
domeñarlos. Pero algo así, algo como un castigo que amenazaba con
llevarse todo a su paso y que aparentaba no amainar, debía ser cosa de
dioses, de dioses que ellos desconocían; no el dios de los cristianos sino
de dioses de estos sitios, tal vez furiosos porque ellos usurpaban a su
Pachamama. Al menos, eso decía el Juan Anchila, voz de respeto entre
los ancianos porque era uno de quienes leyeron en las piedras del valle
la sangre y la muerte que vinieron.
De a poco, agachados y nunca de a uno, tomados del brazo o por
la cintura, como amantes primerizos, fueron llegando los convocados.
Rostros serios, ninguna broma, pocas palabras. El momento no daba
para fiestas. Los únicos que tenían su rostro algo más distendido que el
resto eran precisamente los dueños de casa. Se podía decir que hasta
alegres estaban. Pero ni el Nicolás ni la María estaban como felices por
tener la única casa que de ninguna manera se llevaría este viento -
vanidad tonta sería -sino que lo estaban porque en su casa, en su casa
de ellos, mascando la poca coca que les quedaba y la aún menos chicha
que tenían, en casa de ellos, gente del común, indio de mita él y
sembradora ella, honraban su suelo y su sombra, sus duraznos y
43
44. zarzamoras, caciques y ancianos que descendían de la más pura sangre
de la historia. Y junto con ellos entraba a la choza del Nicolás y la
María, en la estampa y figura de don Martín Iquín, cacique de los
quilmes, Pachacamac mismo, el Hijo del Sol, de quienes todos
descendían.
Hasta en su muerte, ocurrida no mucho después, con la primera
maldición que acabó con sus vidas, las de sus hijos y de unos cuarenta
hermanos más; esa maldición que empurpuraba y ennegrecía la piel y
metía las sombras desde afuera y se llevaba el aliento, entre
retortijones, echando espuma por la boca como perro maldito; hasta en
su muerte atroz, el Nicolás Caliuá recordaría esa tarde en que los
ancianos se reunieron en su hogar para porfiar cosas del viento. Más
aún: en el delirio de su fiebre final, el Nicolás reconstruía el cónclave y
ésa era la imagen que quería llevar en su viaje a las estrellas, porque
sabía que esa vez Pachacamac lo había elegido y El nunca olvidaba a
quien una vez eligió. Pero no había que ir tan lejos. Decenas de veces
desde aquella tarde el Nicolás y la María debieron relatar a sus
hermanos hasta los detalles menos relevantes de esa reunión histórica.
Y una vez y otra ya el Nicolás, ya la María, sentados en cuclillas en
medio de una ronda de hermanos, como en esta tarde en que el calor y
la humedad sofocaban tanto que nadie podía ni dar un paso,
desgranaban su relato. Y decía el Nicolás: “quien primero habló fue el
Juan Anchila, porque había sido encomendado para estudiar los
vientos. Y dijo que había recorrido muchos caminos hasta encontrar,
cerca del Gran Río, piedras para poder hurgar en el destino. Y dijo
también que no eran piedras nobles, como las del valle, hijas de la
montaña y el techo del mundo, sino piedras blancuzcas y quebradizas,
piedras hembra, decía, que no eran confiables...”. “No dijo confiables -
interrumpió la María, tal vez molesta por la comparación -dijo
adecuadas”. “Confiables o adecuadas, da igual para el caso -prosiguió el
Nicolás, sin molestarse por la interrupción -porque el Juan Anchila
quería decir que en esas piedras no había podido leer bien el destino. Y
que su parecer era que ese viento les traía un mensaje que la gente no
sabía descubrir -y que él, con esas piedras, tampoco -y que por eso,
hasta que lo descubrieran e hicieran lo que este dios esperaba de ellos,
44
45. el viento no iba a parar. Que era un dios, eso sí lo había podido leer sin
duda alguna”. Y el Nicolás y la María seguían relatando que después
de las palabras del Juan Anchila sobrevino un gran silencio, cuyo
marco temible era el ulular del viento en el álamo.
-¿Y entonces? -preguntó Bernabé Anchoca, el cacique acalián. -
Entonces -dijo el Juan Anchila -habrá que ver. -Dices que has leído las
piedras y sólo te dijeron que era un dios. ¿Cuál dios? -No dijeron -
contestó el Juan.-Ujú -dijo Martín Iquín, acariciando su propio cuello.
Don Luis Quilimtay daba vueltas y vueltas a su guaca, la pezuña de
una llama que alguna vez lo salvó de morir y que cuando ella a su vez
murió él cortó esa pezuña, la bruñó y la alisó y le cruzó una cuerda
para llevarla en la cintura como sagrada que era.-Es dios iracundo -dijo
bajito -y como tal debe ser tratado.-Lo es -convino el Juan. Lorenzo
Atampa recordó que alguna vez, allá en el valle, enfrentaron a otro
dios iracundo y desconocido y que después resultó ser el Dios
cristiano. “¿No sería también éste...?” -No -dijo rotundo el Juan -éste es
pampero, es de la pampa. No es dios de montaña ni de mares. Es dios
de estas tierras. Y está enojado, tal vez porque armamos casas sin su
permiso -Con nosotros no será el enojo. Nosotros fuimos traídos.
Estará enojado con los cristianos, que nos acarrearon hasta acá -
sentenció Marcos Sacansay.-Da igual -argumentó Martín Iquín. La voz
del cacique quilme venía desde lo profundo de su garganta; parecía un
ronroneo de tigre -Es lo mismo... O peor. Ya vimos que los cristianos
no saben nada de dioses. Si hasta casa les hacen: creen que pueden
tenerlos encerrados entre cuatro paredes... No, aunque este dios esté
rabioso con los cristianos, ellos nada harán. Nosotros somos quienes... -
Entonces, lo primero, es saber qué quiere -dijo Marcos Chafa -Tal vez
quiera que nos vayamos. Pero no podemos y eso un dios tiene que
saberlo. -O quiere que se vayan los cristianos, porque de final ellos son
más extranjeros que nosotros -opinó Diego Alive. -Puede -dijo el
Marcos.
Y aquí el Nicolás y la María contaban que por largo rato
discutieron los ancianos y caciques sobre este dios y sus impenetrables
exigencias y cada uno sugirió lo que a su parecer debía hacerse, hasta
que el Juan Anchila, quien mejor sabía leer en todas las cosas, dijo que
45
46. había leído los árboles y las plantas y que estos, cuando salía el Padre
Sol, siempre estaban inclinados hacia su aparición y que tal vez este
dios iracundo no era otro que el Padre Sol, enojado con ellos porque,
entre Reducciones y misas, poco se acordaban de reverenciarlo y les
enviaba esta señal para que ellos hicieran lo mismo que árboles y
plantas. No obstante, el hecho de que no hubiera memoria de que el
Padre Sol se expresara de ese modo con ellos ponía muchas dudas en
muchas cabezas. Por eso varios se inclinaban hacia que era otro dios.
La cosa quedó zanjada cuando Luis Quillimtay expuso lo evidente: -
¿Qué quieren los dioses, todos los dioses? Reconocimiento,
reverencias, sumisión, obediencia. Ignorantes como son, los cristianos
no harían nada de eso con este dios”. Tocaba a ellos hacerle el sacrificio
que demandaba. Fuera el Padre Sol u otro dios desconocido, don Luis
estaba dispuesto a apostar su cuello a que con un sacrificio como
prueba de sumisión y obediencia, fuese quien fuese, este dios se
suavizaría. “No dijo suavizaría -corrigió otra vez la María-dijo
calmaría”. -Calmaría, suavizaría, es igual -dijo el Nicolás, esta vez
amoscado por la nueva aclaración de su mujer.
Y aquí sí ya todos recordaban la mañana que siguió a esta
memorable reunión cumbre, porque todos fueron protagonistas. Era
noche cerrada aún cuando caciques y ancianos, quilmes y acalianes,
despertaron a todos los integrantes de la Reducción. A todos, adultos y
niños, machos y hembras, tullidos y enfermos, guaguas de pecho y
agonizantes. Cientos de naturales, ante el asombro y la inquietud de
curas, administradores y soldados, que aprestaron sus armas y
cabalgaduras, salieron de sus chozas desafiando el feroz viento que
cruzaba la Reducción de oeste a este. Como podían, estas criaturas del
demonio comenzaron a caminar hacia el lado del río hasta una
barranca, inclinadas para ofrecer menos resistencia al huracán que sin
embargo las empujaba con tal fuerza que hizo rodar a más de cuatro
por la escarcha un tanto prematura para esa época. Las estrellas
comenzaron a opacarse cuando el tinte rosado del alba despuntó sobre
el río. Ya todos, quilmes y acalianes, se habían arrodillado de cara al
Padre Sol, que amenazaba con herir el cielo con su luz en muy poco
tiempo. De pronto, una quena dejó oír su largo lamento y poco a poco
46
47. cientos de voces iniciaron una especie de ulule que crecía y crecía a
medida que la luz se intensificaba. Delante de todos ellos, don Martín
Iquín, el cacique quilme, el Nicolás Caliuá, lector, y don Bernabé
Anchoca, el cacique acalián, domeñaban un ternero que, tal vez
olisqueando su destino, como que gritaba que lo dejen en paz.
Y cuando el Padre Sol asomó su penacho, Martín Iquín
hendió su cuchillo de afilada y fina madera en la garganta del animal,
que con un lastimero quejido dejó escapar su sangre, que regó la
escarcha y puede decirse voló literalmente, empujada por el viento,
hacia donde, esplendoroso, el Padre Sol iniciaba su eterno camino
hacia la noche. La quena parecía rogar y el viento enloquecer y el
ulular de los gentiles tapaba cualquier sonido posible. Entonces
caciques y lector se agacharon hacia el Padre Sol -o vaya a saber cuál
dios, pensó más de uno -los dos pueblos completos que estaban allí
imitaron y fue el momento en que árboles, plantas y humanos, todos a
una, homenajearon al rosado amanecer con una reverencia que tenía
por destino aplacar su furia y pedir su merced.
Después de esta ceremonia, al modo que pudieran, con el viento en la
cara que los hendía como toro dañino, quilmes y acalianes regresaron
cada quien a su choza. No habría mita, sembrados, ni baños, ni
alfarería. Imposible con este demonio surcando los aires.
Cerca del mediodía, cuando hervían las ollas con el oloroso
zapallo, el maíz, las redondas papas y la poca carne que quedaba, de
pronto vino algo así como un sosiego. Todos se asomaron y pudieron
ver que los árboles se enderezaban con pereza. Y al llegar el Padre Sol
al punto más alto de su viaje,los árboles se irguieron por completo; ya
no había ni una leve brisa. Sobrevino una calma que hería los oídos
con el silencio.
-Por fin acabó este ventarrón de mil demonios -comentó el cura. -Así es
esta tierra -sentenció el señor Corregidor. -Ahora podemos hacer
trabajar a estos holgazanes, que ya bastante la llevaron con la excusa
del vientecillo -dijo el Alférez.
-Ni que lo diga usted, ni que lo diga...
47
48. MALICIAS
Uno con los árboles de la costa, Pedro Barrigón atisbó la
inmensa negrura del Gran Río y sintió seca la boca. No porque se le
antojara un poco de tanta agua, ni porque se le hiciera agua por las
48
49. hojas de coca que lo esperaban, sino porque había adivinado la silueta
de alguien a caballo, que no podía ser otro que soldado cristiano. Muy
lejos sintió voces y risas y eso lo tranquilizó. Quien fuera, andaba
ligero, sin enojo. Pedro no podía con sus ansias. Escrutó el invisible
horizonte tratando de descubrir la señal, pero nada vio. Lo único que
le llegaba era ese pesado olor a pez y plantas viciadas. Estaba alto el
río. E inquieto. Batía contra la barranca como queriendo subirla y poco
faltaba para que lo hiciera. Con las crecientes muchos sufrían pero
otros holgaban. Si todo salía bien, mañana holgarían varios en la Santa
Cruz. Él, en especial. Pero todavía había que andar mucho camino
lleno de peligros. Hacía frío, un frío que trizaba la piel. Para
ahuyentarlo, zapateó y se golpeó el cuerpo con las manos, como
queriendo volar. Y pensó en su Juana. Porque si eso no le daba calor,
nada lo daría. Así estuvo, con su Juana, un buen rato, y hasta reía solo
y quien solo ríe de sus picardías se acuerda y Pedro se acordaba de
muchas, pero muchas, porque las había hecho grandes el Pedro
Barrigón. Algo brillante en el río lo interrumpió y el corazón se le
quería escapar porque pensaba que eran. Pero no eran y entonces
volvió a su Juana, a sus recuerdos y a su volar en el mismo sitio. Miró
otra vez cómo brillaba Chuquichinchay allá en lo alto, junto a un
pedazo de luna que apenas si plateaba la escarcha, y otra vez se dijo
que ésa era una buena señal y Pedro le pidió otra vez que le diera el
sigilo, la fuerza y la astucia del puma, que bien la necesitaría. Y
después se dio a sentir en la garganta el sabor de la chicha y en la boca
el gusto de la coca y en el paladar el de la sal; no puede compararse el
alimento con sal que sin sal. Y qué contenta se pondría la Juana con sal
para adobarlo.
De su faja liberó una vara, que tenía enredado el cordel; esa
vara era su salvoconducto: si lo sorprendían, pues había venido a cazar
peces. Demás está decir que él sabía y los soldados sabían que los
quilme no cazaban peces, que los orgullosos ancianos decían que era
ofender a la Pachamama, que los quilmes eran de la Pachamama y que
ella se bastaba para alimentarlos y que si comían esos bichos la
Pachamama castigaría el insulto volviéndose polvo seco para siempre
y negando sus dones. Pero todos conocían bien a Pedro Barrigón y
49
50. sabían del poco caso que hacía de los ancianos y de sus leyes, que
muchas veces se había burlado de ellos y les decía que se habían
quedado en el valle cuando ya no había valle y que las costumbres y
los ritos estaban bien cuando llenaban la panza pero de nada servían
cuando obligaban a la barriga a cantar de hambre. Y que los peces no
serían como el maíz o como la papa pero agasajaban muy bien el
estómago y que él los cazaría cuando tuviera hambre y su Juana
tuviera hambre y sus hijos tuvieran hambre y que no creía que la
Pachamama se enojara si lo hacía, porque la Pachamama se ponía
contenta cuando sus hijos estaban contentos y tener bien la panza era
estar contento. Y que no era único quilme que lo hacía, no; por eso, si
lo sorprendían de noche junto al río, todos creerían que en verdad
había venido a cazar peces para su Juana. Y muchos soldados hasta
reirían de ello y más de uno pensaría que estaba bien eso que hacía
Pedro y que, por raro que parezca, debían reconocer que al menos
había un indio con cerebro.
Claro que la vara y el cordel que Pedro desenredaba
prolijamente no sólo servía para cazar peces; también era útil para
atrapar los bultos que flotarían en cualquier momento sobre las
barrosas aguas, junto a las plantas como arañas -que de tan grandes
solían ocultar los bultos y a veces hasta los hundían -y las enormes
ramas y los peces muertos y las serpientes que siempre trae la
creciente; bultos que debía recoger uno a uno, llevarlos hasta la mula
que rumiaba dulcemente los pastos al borde del monte, acomodar esa
carga y transportarla como tres leguas, esquivando las guardias, hasta
entregarla a cristianos a quienes jamás vio la cara pero cristianos eran.
Por el olor. Nunca supo ni quiso saber qué contenían esos bultos; le
habían hecho entender que si abría o perdía uno de ellos el castigo
sería atroz. A cambio de su tarea, le daban una pinta de chicha o de
cualquier otro licor y una pequeña saca que contenía hojas de coca y la
maravillosa sal. Casi siempre amanecía cuando iba llegando a la
Reducción, con las ushutas enmugradas, los cueros con que peleaba al
frío hechos un asco y los pies hinchados; destrozando la escarcha,
cansado pero feliz. Pedro había visto más de un hermano, aunque
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51. ignoraba de qué nación serían, hacer el mismo trabajo por la misma
paga.
Pero en nada de esto pensaba Pedro mientras dejaba libre el
bramante; atisbaba la oscuridad olorosa del río y escuchaba atento los
sonidos del monte. En realidad pensaba en que todo eso lo tenía por
haberse decidido a cazar peces; haciendo eso lo vieron y alguien que
hablaba su lengua, a quien jamás volvió a ver, le propuso el trato y sus
obligaciones. No lo consideró demasiado tiempo; pocos minutos
bastaron, en realidad, para cerrarlo. Nada tenía que perder, salvo su
vida, y su vida no valía nada. Entonces se dijo que debía tratar de
cazar algún pez mientras esperaba, no fuera que vinieran esos
soldados que andaban con la velocidad del ñandú y lo sorprendieran
no más mirando.
Desenredado el cordel, Pedro se sentó al borde del río y arrojó su
torzal, en cuyo extremo tenía sólidamente atado un anzuelo de rama
tallado por sus manos. Ni carnada. ¿Para qué? Acomodó sus cueros a
la espalda y entonces se puso a pensar en la Juana otra vez. Como
cuando casó con ella al modo cristiano, porque el cura decía que vivían
en pecado así como estaban; recordó que la Juana lo había mirado raro,
porque ellos ya se habían casado como debían, como se habían casado
sus padres y los padres de sus padres y la Juana no entendía por qué
debían casarse de nuevo si ya lo estaban. Pero Pedro le dijo que era
mejor tener contento al cura y que en todo caso no había nada que
perder sino que ganar o que sería como un juego y que habría una
fiesta y que siempre era buena una fiesta. La Juana le dijo que sí por
complacerlo nomás pero le advirtió que esa manera de casarse a ella
no le importaba porque ya estaban casados bien.
Salió de sus recuerdos cuando una ola batió con fuerza contra la
barranca. Y después otra. Y otra. Alerta quedó con todo el cuerpo,
porque eso sólo podía ser lo que esperaba; ahora sí vio a lo lejos una
lucecita que se mecía y se olvidó de la Juana y se olvidó de todo.
Acomodó los cueros en la orilla, para que estuvieran secos, y vara en
mano, cubierto sólo con la sobada túnica de alpaca que había heredado
de su padre, penetró al río helado tratando de distinguir los bultos que
no tardarían en flotar hasta él. Eran cuatro, según le advirtieron
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52. meciendo los dedos, y todos tenían que llegar o ya sabía. Apartó una
enorme planta, de esas que vienen con la crecida, cuidando que no
llevara víbora, y esperó; la negrura era interminable y el silencio,
apenas ajado por el ondear del agua, le partía la cabeza. Cabeceando,
vio acercarse algo que debía ser parte de lo esperado; avanzó hacia el
bulto, el agua al pecho, y sin necesidad de pescarlo, lo atrajo hacia sí;
de un empujón lo envió hacia la orilla, esperando por otro. Durante
una media hora Pedro Barrigón anduvo en esa industria, hurgando el
río, helado, con el agua al pecho o más alto todavía. Temblaba y, si
pudiera verse, se vería azul de piel. El último fue el de más trabajo;
tuvo que hurgar plantas, esquivar troncos y asustarse a morir hasta
que dio con él, casi oculto bajo las raíces de un árbol moribundo,
inclinado hacia su destino ineluctable. Mucho trabajo le costó
desenredarlo y cuando pudo volvió a la costa. Reunió los bultos y
trepó como gato por la barranca pantanosa; allí volvió a tomar su
cordel, que para eso lo trajo, los cazó uno por uno y los dejó en lo seco.
Tomaba aire en el momento en que la pequeña luna llegaba a su cenit,
soltando una luz que antes le hubiera ayudado pero ahora pasaba a ser
enemiga. Por los soldados.
La mula pacía mansamente, sin el menor interés por el resto del
mundo. Protestó un poco y se resistió cuando Pedro la tomó de la soga
y la llevó hacia donde había dejado su carga -esa carga que, fuera lo
que fuere, para él significaba chicha, coca y sal -pero obedeció. En
verdad, pastaba por pastar, porque en su colgante barriga ya ni un
pelo entraba. Con mucho cuidado y maña Pedro acomodó los bultos y
cuando estuvo satisfecho trepó al animal, acomodó los viejos cueros
sobre su piel aterida por las heladas aguas del río y partió; iba atento al
menor sonido, bordeando el bosque, antes de salir a campo abierto,
lejos de los soldados. Con cada paso del animal su corazón pasaba del
galope alocado de antes a imitar el manso andar de la mula; por fin,
encaró el camino que sólo él conocía y ya en paz se dirigió hacia el sitio
en donde entregaría carga y mula. Le nacieron ganas de cantar y
bailar, pero apenas si un brillo en sus ojos -si alguien pudiera
advertirlo -denunciaba su alegría. Pero el contento se le hizo agrio
cuando creyó escuchar, amplificado por la noche, el ruido de
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53. cabalgaduras. Los soldados cristianos, ningún otro. Contuvo la
respiración, pero ni siquiera frenó su mula; más lento de lo que iba era
imposible que fuera. Al fin, ya estaba lejos. Miró a Chuquichinchay y a
ella se encomendó. Por delante, el camino se mostraba infinito.
-“Ahí va Pedro Barrigón. Cuida que no pierda alguna saca. No es indio
de fiar”. “Como ordene, Capitán”, susurró uno de los cristianos que
Pedro había como olfateado. El soldado puso su caballo al paso tras la
mula de Pedro, cuya silueta se esbozaba en el horizonte a la tenue luz
de la luna; miraba atento al frente y a los costados. Si veía o encontraba
algo raro o si veía restos del contenido de las sacas, indicador de que
habían sido hurgadas, o si el quilme se detenía demasiado o hablaba
con alguien, Pedro Barrigón era indio muerto.
LEYENDAS
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