Aceptar la cruz como destino del discípulo de Cristo
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Lectio Divina - Domingo 22º Ciclo ‘A’.
(Mt 16,21-27)
Juan José Bartolomé, sdb
La cruz sigue siendo la asignatura pendiente del discípulo de
Cristo. Por mucho tiempo que haya pasado en su seguimiento, por
muy entusiasmado que esté con Él, por más que diga conocerlo y quererlo, todo discípulo siente
miedo a la cruz.
Quien acepta la cruz, lo acepta a Él en calidad de discípulos. No deberíamos sorprendernos
demasiado si, ante el dolor injustificado o frente a la muerte, nos rebelamos contra nuestra suerte;
ni Pedro, el más animoso de los discípulos del Maestro, se sintió capaz de tomar la cruz para sí
mismo. La respuesta de Jesús a Pedro nos advierte sobre el riesgo que corremos cuando nos
vence el miedo a la cruz y lo que ella conlleva. Quien la rehúsa, pierde a Cristo, el Señor del
dolor que supo vencerlo amando de verdad.
SEGUIMIENTO:
21. Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y que tenía que sufrir mucho por causa de los ancianos, de los jefes de los
sacerdotes y de los maestros de la Ley; que lo matarían pero resucitaría al tercer día.
22. Entonces Pedro, tomándolo aparte, se puso a recriminarle: “Dios no lo quiera, Señor;
no te ocurrirá eso”.
23. Pero Jesús, volviéndose a Pedro le dijo: “Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí
un obstáculo, porque tus pensamientos no son como los de Dios, sino como los de los
hombres”.
24. Y dirigiéndose a sus discípulos, añadió: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que
renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.
25. Porque el que quiera su vida, la perderá; pero el que pierda su vida, por mí, la
conservará.
26. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida? ¿O
qué puede uno dar a cambio de la propia vida?
27. El Hijo del hombre está a punto de venir con la gloria de su Padre y con sus
ángeles. Entonces tratará a cada uno según su conducta”.
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I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en cómo lo dice
El pasaje evangélico no se comprende si no se tiene en cuenta su contexto inmediato:
Jesús mencionó por vez primera a sus discípulos la cruz, después de haber sido
reconocido como el Cristo, el Hijo de Dios. El anuncio de la necesaria pasión fue
enseñanza para quienes se decían sus seguidores y creyentes.
Por revelación gratuita supieron quién era Jesús y, sólo después, se supieron cómo
tendrían que ser los que decidieran estar con Él. Sólo a los creyentes dichosos Jesús les
confió su suerte.
En la narración de Mateo la confesión de Pedro y el primer anuncio de la pasión – abrió
una nueva etapa en la vida de la comunidad naciente: de ahora en adelante, Jesús se
dedicaría con mayor intensidad a la instrucción de sus discípulos (16, 21-20,34), para que
se convencieran de que su reconocido mesianismo pasaría obligatoriamente por la
aceptación del rechazo del pueblo y de la muerte en cruz.
Pedro se hizo portavoz de los demás discípulos y le expresó públicamente su resistencia.
Se negaba a aceptar lo que el Señor le anunciaba; lo amaba tanto y se había apegado
tanto a Él, que no veía como compaginar la esperanza que el pueblo tenía en su persona
y lo que Él les anunciaba: su muerte.
Se esperaba un mesías todopoderoso. Las palabras del Maestro iban contra sus
expectativas. Lo llamó en privado, con evidente delicadeza y le dijo su pensamiento: Él no
debía morir en ese momento.
Jesús reaccionó sin matices, con violencia inusitada; a ningún otro, ni feroz enemigo ni
mucho menos discípulo, había llamado Satanás. ¡Y lo contrastante es que recién lo había
llamado dichoso por haber sabido quién era Él! También el Señor lo amaba, pero no le
permitió se opusiera a la voluntad de Dios.
Jesús no pensaba como él, sino como Dios. Prefirió despedirlo que oponerse a la
realización del plan salvífico.
La lección no acabó con Pedro. Dirigiéndose a todos por vez primera en el evangelio,
Jesús los invitó a seguirlo. Ya antes les había dicho con autoridad: ¡Síganme! (Mt 4,19).
Ahora les especifica cómo debían seguirlo, abrazando su cruz, que tendrían que ir
personalizando y asimilando cada vez más.
En esta invitación estaba de fondo la libertad en aceptar la invitación que les hizo el
Maestro. (Mt 16,24).
Los discípulos de Jesús tenían que conocer la meta a la que eran llamados. Su destino
era la cruz, y convivir con Él les pedía asumirla como modo actitud de vida.
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Jesús le dijo a Pedro que no sólo Él, sino también sus seguidores tendrían el mismo
destino: la cruz, el dolor y la muerte.
Añadió tres argumentos para dar fuerza a su afirmación: los dos primeros son de tipo
sapiencial: “entregar la vida no es perderla” y “la vida se pierde, si se reserva”. Ningún
bien asegura vivir; la vida es un bien muy precioso; no tiene precio.
El último argumento expresaba una convicción de fe: quien debe afrontar aún un juicio,
no es libre de hacer lo que le plazca; el Señor, que descenderá, decidirá su suerte, de
acuerdo a sus obras. Sólo quien lleve libremente su cruz, será reconocido como
verdadero discípulo.
II. MEDITAR: Aplicar lo que dice el texto a nuestra vida
Pedro fue el primero en reconocer el mesianismo del Señor y mereció la promesa de
Jesús, pero habiendo vivido esa experiencia, no supo aceptar la muerte próxima de su
Señor en la cruz. Era inconcebible que si era el Hijo de Dios, debiera caer en manos de
sus enemigos. La idea que Pedro tenía del Maestro, no lo dejaba comprender el plan de
Dios ni comprendía cómo el sufrimiento fuera parte de ese proyecto.
Pensemos: ¿Qué actitud tomamos ante la cruz y sus consecuencias? ¿Cómo vivimos
el dolor?
El amor que Pedro sentía por Jesús no lo dejaba comprender por qué Él tenía que sufrir.
Habló con Jesús aparte con la mejor intención; no quería que su Maestro sufriera. Se
negaba a aceptar la voluntad de Dios. Jesús no dudó en corregirle severa y públicamente.
Se confirmó como Hijo suyo al darle un Sí nuevamente a lo que Él le pedía y desde ese
sí, la cruz es la suerte de quienes se dicen sus hijos, en el Hijo.
Cuando nos oponemos a la cruz, nos enfrentamos a Dios mismo. Apartar la cruz de
nuestra vida significa extraviar el camino que nos lleva a Él. ¡Cuántas veces no vemos
el dolor como lo vió Cristo Jesús! Nos hacemos una idea de Dios, de cómo es y de
cómo debe ser, que no nos deja aceptar realmente lo que nos pide. Creemos saber lo
que quiere de nosotros y nos sorprende sobremanera que nos proponga la cruz y lo
que ella trae consigo.
Aceptar a Dios tal como es, supone renunciar a entenderlo del todo. Dios quiso liberar a
Pedro y a sus discípulos de las ilusiones que pudieran tener al decirse discípulos de su
Hijo; no quiso que caminaran entre sombras ni que vivieran su fe al ritmo de sus deseos o
imaginaciones. Pedro y los demás tenían que aprender quién era Él verdaderamente y a
dónde lo llevaba. Jesús señaló la cruz como destino final de su existencia terrena.
Si nos extraña Dios, si nos resulta extraño su comportamiento, es porque nos hemos
hecho la idea de que Él es como nosotros lo queremos y no como se nos revela.
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Evitamos encontrarlo. Decimos que vive en nosotros, pero lo tenemos como una
fantasía; no queremos que nos inquiete. Cuando nos cueste aceptar lo que nos pida,
entonces estaremos de verdad ante el Dios verdadero, el Dios que nos salva de
nuestros propios intereses y nos libra de nuestros egoísmos y posiciones nada
cristianas.
Pedro se resistía a aceptar que Jesús diera su vida; se rebeló al proyecto de Dios y,
sobre todo, se opuso a él. Vivir haciendo ascos a la cruz es vivir de espaldas al Dios de
Jesús. El riesgo de los mejores discípulos del Maestro era no aceptar lo que Él tenía
pensado para salvar al mundo, herido por el pecado.
¿Por qué hoy en día tomamos la misma actitud de Pedro? ¿Qué nos hace darle la
espalda a la cruz? ¿Cómo lograr que vivamos la espiritualidad redentora que llevó a
nuestro Hermano a salvarnos de nuestro pecado?
Jesús juzgó severamente la actitud de Pedro; su negativa a aceptar la cruz hizo que lo
llamara ‘Satán’; días antes lo había reconocido ante los demás apóstoles como
bienaventurado, porque dijo con toda certeza quién era Jesús. Ahora lo califica de Satán,
porque no podía reconocer el valor redentor que Dios Padre le había entregado a su Hijo.
No querer lo que Dios proyecta, no plantearse la vida como Él la ha pensado,
resistirse a aceptar su proyecto, aunque sea con la mejor intensión, nos hace
enemigos de Dios. Si no aceptamos la cruz, podemos perder al Dios de Jesús. Este
fue el desafío para Pedro y para los primeros apóstoles y sigue siéndolo también para
nosotros.
Pedro no se opuso a llevar él la cruz; pero no entendía por qué el Maestro tenía que
acabar como los malhechores de su tiempo y sin darse cuenta se oponía frontalmente a
Dios y a su querer.
En la cruz de Cristo está nuestra salvación, sólo en ella y si la abrazamos, nos
portaremos como hijos suyos, invitando a quienes estén cerca de nosotros a ver el
dolor con ojos de fe.
Dios Padre nos demuestra que nos quiere cuando nos ofrece la oportunidad de sufrir
como sufrió su Hijo en la cruz. Si tal fue el destino del Hijo predilecto, no puede ser
mejor el nuestro. Dios prepara a todos la dicha de ser sus hijos adoptivos,
haciéndonos capaces de cargar la cruz de su Hijo, que sigue siendo causa de
redención.
Querámoslo o no, los hijos de Dios se hacen hijos recorriendo el camino de la cruz:
‘No hay otra alternativa’.
Está en juego la redención del mundo. Tan en serio se tomó Jesús la cruz como destino
propio y de los suyos, que dejó en libertad a los que le seguían de abrazarla o no; quiso
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que lo acompañaran quienes llevaran como Él, junto a Él y por Él su cruz. Ningún
seguidor del crucificado puede soñar salir indemne; la cruz es el salario del discípulo de
Cristo, el Hijo de Dios.
Nos sentiremos queridos por Dios y ‘muy queridos’, si asumimos la cruz como Cristo,
su Hijo y hermano nuestro. No es quien quiere ser hijo, sino quien se siente querido
en la cruz, quien la acepta y sabe lo importante que es colaborar con Él en la
salvación de este mundo.
III ORAMOS esta Palabra con nuestra vida:
Dios bueno: Ayúdanos a no olvidar que en la cruz de Cristo, tu Hijo,
está nuestra salvación. Que los hijos tuyos nos hacemos más y más
hijos recorriendo el camino de la cruz.
Fortalécenos para que sepamos amarte en la cruz, como Cristo y en
Cristo, ahora y siempre. ¡Así sea!