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Para llegar a mi trabajo en la Escuela
Rural “Juanita Gallardo” de Cumbres de Peñol,
debía tomar cada mañana el bus que salía a las
ocho de la mañana desde el terminal de Maullín
y bajarme en le cruce hacia Olmopulli. Por un
camino de ripio, con un par de cuestas en el
trayecto, y después caminar alrededor de seis
kilómetros, lograba llegar a mi destino. Este
itinerario lo realizaba diariamente de lunes a
viernes y no afectaba de manera ostensible mi
salud; al contrario, me encantaba caminar y era
casi una hora en la mañana y lo mismo en la
tarde, al regresar al merecido descanso en
compañía de la familia. En aquellos años, apenas
sobrepasaba los veinte años y la vitalidad de la
juventud estaba en su máximo apogeo.
Recuerdo que en el trayecto a pie,
innumerables cavilaciones sacudían mi
pensamiento, no me aburría para nada, pensando
detenidamente en las próximas clases y los
planes para el futuro en mi vida familiar y
profesional. De vez en cuando, algún vehículo
que circulaba por el camino desviaba mi
atención. Algunos choferes amables se detenían
y me llevaban; no obstante, la gran mayoría pa-
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saba indiferente a mi lado, levantando una gran
polvareda. Así transcurrieron los dos últimos
meses del año escolar, donde felizmente no tuve
problemas con la lluvia, que estuvo ausente
casi todo el tiempo.
Debe haber sido más o menos por la
mitad del trayecto a pie, donde existía un pedazo
de bosque nativo, con árboles fuertes y
frondosos, destacando hermosos y aromáticos
ciruelillos, ulmos, lumas, canelos y avellanos,
donde comenzó a llamarme poderosamente la
atención el canto de un par de aves, las cuales
no había escuchado nunca y me parecían
atractivas al oído. Esto ocurría en forma
cotidiana, cada mañana, pero como debía
continuar el trayecto, no podía detenerme con
mayor dedicación a observarlas e identificarlas.
Ya habían transcurrido como diez días
desde que las escuché por vez primera, pero aún
no lograba divisarlas, hasta que una mañana
pude por fin verlas sin problemas. Estaban allí
frente a mis ojos, a unos cincuenta metros,
picoteando, taladrando un tronco de árbol
muerto, haciendo gran ruido con sus poderosos
picotes, extrayendo las larvas de insectos, sus
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alimentos predilectos. Que deseos de tener una
cámara fotográfica en esos instantes para
inmortalizar la fabulosa escena donde una pareja
de carpinteros negros desayunaba ávidamente.
Pensé, en aquel momento, que aquellas aves no
debían ser muy abundantes, porque no es muy
frecuente encontrarlas en nuestros bosques. No
obstante, estos pensamientos se disiparon
raudamente y me dediqué por varios minutos a
deleitarme con el brillante plumaje negro de su
cuerpo y su característica cabeza teñida de
escarlata, que lo hacen un ave muy bella y
singular.
En una clase de Ciencias Naturales en
Séptimo Año, decidimos en conjunto con los
alumnos, realizar investigaciones bibliográficas
y en la comunidad, para recopilar antecedentes
sobre aves, animales y árboles propios de
nuestra zona y poniendo énfasis en las especies
vegetales y animales en vías de extinción. Los
alumnos además, deberían proponer acciones
para que los seres humanos ayuden a conservar
estas especies, evitando contaminar e intervenir
lo mínimo en su hábitat.
Cuando los trabajos estuvieron termina-
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dos, me correspondió revisarlos para la
evaluación de los mismos. Mi interés era de
manera especial, revisar primero el trabajo de las
aves, para recabar información fidedigna sobre
el carpintero negro que habita nuestra zona. La
investigación había sido muy exhausta e incluso
algunos alumnos habían conseguido material
proveniente del SAG (Servicio Agrícola y
Ganadero), donde sus padres tenían acceso en
Puerto Montt cuando visitaban aquella oficina
en busca de ayuda para sus labores particulares.
Dentro de los antecedentes más rele-
vantes leí en el trabajo, que el carpintero negro
es el más grande y llamativo de las cuatro
especies que viven en Chile. Posee unos 38 a 42
centímetros de longitud y pesa entre 270 y 380
gramos. El cuerpo es completamente negro, con
dos líneas blancas en la espalda La hembra
posee la cabeza negra con rojo en la base del
picote. El macho en cambio, presenta la cabeza
completamente roja, destacando notoriamente
del resto del cuerpo.
Vive en el sur de Sudamérica, asociado a
la Cordillera de Los Andes y a los ambientes
boscosos. En Chile, se encuentra desde el extre-
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mo de la VI Región hasta la Tierra del Fuego.
Es considerada un ave escasa, aunque es más
abundante en la parte sur de su área de
distribución. Vive asociado a bosques nativos,
con presencia de árboles viejos que les proveen
un sitio para la alimentación y nidificación. Esta
ave anida en cuevas que excava en árboles viejos
entre 5 a 19 metros de altura. En el fondo de la
cámara nidificatoria deposita de uno a cuatro
huevos. Se alimenta de insectos, especialmente
larvas y artrópodos que viven ocultos en el
interior de los árboles. Normalmente se les
escucha u observa alimentándose en la parte
superior de los árboles, aunque también en tierra
en busca de alimento en los troncos de árboles
caídos.
En cuanto a su estado de conservación,
los especialistas lo catalogan como vulnerable en
Chile, considerando la disminución de la
superficie del bosque nativo chileno. Su caza
está prohibida.
A modo de comentario, recuerdo que
algún alumno refirió durante su exposición que
al carpintero negro también se le conoce con el
nombre de rere y que a más de algún campesino,
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esta ave le había hecho pasar un mal rato.
Contaban que en una oportunidad había un
campesino muy celoso de su campo; lo cuidaba
como una mina de oro, especialmente un retazo
de bosque nativo que poseía, porque no faltaba,
de pronto, el vecino que cortaba leña en aquel
campo y la sacaba sin permiso. Ocurrió que una
mañana, apenas despuntaba el alba se dirigió al
bosque para cortar unos estacones de tepú que
necesitaba para reparar un cerco en mal estado.
Cuando iba llegando al bosque, de repente,
comienza a sentir unos hachazos en el interior.
De inmediato, frunce el ceño y profiere una
serie de frases irreproducibles, insultando al
supuesto malhechor. Cuando llega al lugar
exacto de los hachazos, se encuentra con un
carpintero negro picoteando un tronco viejo,
cuyo ruido lo confundió irremediablemente, no
teniendo más remedio que sentarse un rato y
reírse de buena gana, aunque el rere no se salvó
de los consabidos garabatos.
Las semanas transcurrían raudamente y
cada mañana, la pareja de reres podían
observarse extrayendo las larvas de los árboles
podridos de aquel bosque al lado del camino.
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Había tardes en que el sol irradiaba tanta
energía que al caminar el trayecto de regreso,
debía pasar a refrescarme en un río cercano para
contrarrestar el calor del ambiente.
Fue después de un fin de semana
bastante caluroso, que me encontré con una
nefasta noticia: durante el fin de semana, unos
niños se dirigieron al río para darse un pequeño
baño y así aplacar las altas temperaturas. Según
algunas personas, ellos de seguro, hicieron fuego
para secar sus ropas, el que quedó mal apagado y
luego en la noche se produjo un incendio forestal
que destruyó casi en su totalidad el bosque
donde solían verse a la pareja de carpinteros
negros. Muy cerca del fuego había una gran
mata de quilas, que estaba bastante seca y con
seguridad habría saltado alguna chispa que
ocasionó el voraz incendio, que destruyó toda la
vegetación que encontró a su paso. Allí se
produjo un enorme daño ecológico, terminando
con el hábitat de muchas aves como zorzales,
tordos, diucas y chincoles, chucaos, traros y
muchos más. Y no sólo se trata de la destrucción
de sus nidos, sino que también los miles de
insectos que les sirven de alimentos a las aves y
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las guaridas de mamíferos como zorros, liebres,
ratones y pudúes.
El panorama ofrecido ante mi angustiante
mirada era desolador, avasallador, triste y fatal.
Allí sólo permanecían algunos árboles en pie, a
medio quemar y lo demás era sólo cenizas y
carbón, con algunos focos humeantes que
brotaban desde la entrañas de la tierra, producto
de la combustión de las raíces de árboles y
arbustos. Y precisamente había sido el río,
donde me refresqué en alguna oportunidad, el
que sirvió de barrera natural para detener el
fuego destructor.
Actos de esta magnitud, me hacían
reflexionar, cómo el ser humano puede causar un
daño irreparable a su medioambiente, sin medir
las consecuencias, sin poder sopesar los efectos
de una actitud irresponsable. Y pensar, que
nosotros somos los seres vivos más inteligentes
de nuestro planeta…
Dentro de toda esta visión aciaga de ese
instante, pensé que sería muy difícil volver a
contemplar en aquel sector a la pareja de
carpinteros negros, pues era indudable que su
nido habría sido consumido por las voraces lla-
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mas del incendio forestal. Aquella tarde infernal,
las hermosas aves, tuvieron obligadamente que
emprender el vuelo, hacia algún bosque
cercano, incrustándose en otro territorio, para
volver a empezar con la tarea compleja de
construir su nuevo hogar, nidificar, poner sus
huevos y empollar para que luego nazcan sus
polluelos, que crecerán fuertes y alegrarán las
vastas zonas rurales con sus cantos
característicos y su estampa majestuosa.
El trayecto hacia la Escuela “Juanita
Gallardo”, ya no fue el mismo y cada vez que
llegaba al bosque siniestrado, no podía impedir
la mirada melancólica que buscaba
afanosamente el rostro colorido de la pareja de
reres, los que se marcharon dejando una
sensación de angustia y vacío en el lugar.
A fines de diciembre terminé mi trabajo
en el sector y al igual que los reres me marché
muy triste en aquel adiós…
F I N