1. Viven entre la basura y los escombros de La Rocar tratando de sacar a flote
lo poco que ha dejado de ellos la droga, intentado sobrevivir un día más
Un pico para desayunar. Así comienzan el día muchos de los inquilinos de La
Rocar. Y hace frío. Enero no perdona a los que no tienen techo, y ellos hace
mucho que no piensan en sábanas limpias y en café caliente por la mañana.
El pico hace las veces de comida, de calefacción y hasta de familia si es
necesario, porque la droga es lo que tiene, que te deja solo, muy solo, aunque
estés rodeado de gente.
Muchos de los
que ahora viven
en La Rocar,
antes vivieron en
el Gran Hotel.
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2. ergio, Quico y
Juan Antonio se
acaban de levan-
tar y se están me-
tiendo un pico en el salón
improvisado que se han mon-
tado en las entrañas de La
Rocar con cuatro cajas del
revés. Una hace las veces de
mesa y las otras tres de
sillas. En el centro su mayor
enemiga, ésa sin la que no
pueden pasar a diario, repo-
sa en el interior de una
jeringuilla.
Después van a por agua
para asearse y comen algo,
un bocadillo con un zumito
que sacan de una bolsa.
Eso, y lo que por la tarde
les den en el comedor de Sor
Ana, será lo único que to-
men en todo el día, aunque
lo cierto es que la comida
no es lo que más echan de
menos.
Los tres son de Lanzarote
“de toda la vida”, y sus
historias tienen cierto pare-
cido. En realidad, no dejan
de ser la misma historia que
se repite una y otra vez. Las
malas amistades, la falta de
información, mucha calle…
demasiada.
Comenzaron a los 13 o 14
años con los porros, pero no
se quedaron en eso. Fueron a
más, a mucho más. Hasta que
no hubo vuelta atrás.
Historias pequeñas
Juan Antonio lleva ocho
años en La Rocar, Sergio nue-
ve meses y Quico apenas unos
días. Su nuevo hogar es de
todo menos acogedor. Detrás
de ellos, tapada con una espe-
cie de puerta móvil que po-
nen y quitan su antojo, está su
habitación, en realidad un an-
tiguo cuarto de congeladores
de la fábrica. Un par de col-
chones por el suelo y algunas
bolsas con sus cosas: un pei-
ne, un espejo, alguna foto…
Por las noches cogen garrafas
de agua y se “duchan” allí
mismo porque “aquí vivimos
muchos y no sólo hay cucara-
chas y ratas, también hay pul-
gas y chinches, y piojos”.
Detrás de ellos, como en
otras casas, cuelga la “cola-
da”: jerseys, camisetas, pan-
talones y otras prendas que
les han regalado en Cáritas.
“Vivimos tres ahora porque
tuvimos que echar a uno a la
calle”, explica Sergio. “La
convivencia no era buena y
aquí el respeto es fundamen-
tal para que la cosa vaya
bien”.
A pesar de las circunstan-
cias todos los días salen a
buscarse la vida. “Vende-
mos chatarra, trabajamos
aparcando coches, hacemos
lo que podemos”, explica
Quico. “Lo peor de estar
aquí es el frío que se te mete
en los huesos hasta que los
empapa y no te lo quitas ni
poniéndote ropa, ni de nin-
guna manera”.
Cuando les preguntas por-
qué comenzaron todos asegu-
ran que lo están dejando.
“Estoy con lo de la metado-
na”, dice Quico, más como si
fuera un deseo en voz alta que
una realidad. “Ya no me
queda mucho para estar lim-
pio, ¿sabes?”.
Mar Arias / Fotos: Javier Sáenz
S
Nada más
levantarse se han
metido el primer
pico. Comen un
bocadillo entre la
basura de La
Rocar.
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3. 14 / Lancelot Nº1.227/26.01.2007
Sergio tiene que esperar. Ya
ha estado en muchas ocasiones
en tratamientos de metadona
con anterioridad y siempre lo
deja. La última vez no fue
distinta. “Es que llega un mo-
mento que me entra un flash y
lo dejo todo, y vuelvo a la
calle otra vez. Después me
arrepiento de haberlo dejado.
Ahora tengo que esperar a que
me llamen”, señala. “Pero ten-
go que dejarlo porque esto no
es vida. Me da pena por los
pibitos que se enganchan aho-
ra, con todo lo que se sabe
ya…, ¿es que no ven como
estamos nosotros? Si supieran
lo que les espera”.
Sergio no era un estudiante
brillante, destacaba sobre todo
en el terreno deportivo, pero
tampoco era de los peores.
Entonces era un chico normal.
Luego comenzaron los porros,
las malas compañías, las ra-
yas, el no escuchar a los
padres ni a la gente que se
preocupaba por él, el pico…
“Yo no me quito mi parte de
culpa en todo esto, pero sí es
cierto que había menos infor-
mación que ahora y cuando
me quise dar cuenta estaba
enganchado”, explica. “Tenía
14 años”.
Lo peor vino a los tres años
cuando la adicción era supe-
rior a su voluntad. “Intenté
desengancharme varias veces,
sobre todo por mis padres que
estaban fatal”, añade.
Fueron ellos los que insis-
tieron en sacarlo de ese am-
biente y lo mandaron a un
centro de rehabilitación de la
península, concretamente a
Cáceres. “Al principio no que-
ría ir. Intente escaparme en
varias ocasiones pero al mes y
medio ya no me quería mar-
char”, continúa contando.
“Reconozco que me comieron
el coco con la religión pero,
mirando hacia atrás, ahora me
parece una época muy feliz”.
“A los nueve meses mi madre,
que estaba loca porque vol-
viera a casa, me mandó de
regalo de Navidad un billete
de vuelta, y volví a Lanzarote
con 72 kilos de peso”, comen-
ta riendo y señalándose los
brazos y las piernas finas como
el alambre. “Es que se comía
muy bien en aquella tierra,
¡Unos chorizos y unos jamo-
nes…!”.
Sergio está convencido de
que el fallo, porque siempre
está buscando el origen de los
errores cometidos, estuvo en
volver. “Me tendría que haber
quedado porque allí estaba
bien”, asegura. “Cuando re-
gresé ingresé en el centro de
Zonzamas abierto, pero a los
dos meses estaba otra vez en
la calle, con las mismas com-
pañías y peor que antes”.
Ninguno tiene más de 40
años y han pasado la mayor
parte de su vida en la calle.
No ven a sus familias. Si acaso
alguna vez se acercan a pedir-
les dinero. Saben que sólo con
verlos es suficiente para que
se vuelvan a preguntar en qué
se equivocaron con ellos. Por-
qué sus hermanos tienen vi-
das normales y ellos han aca-
bado así de mal.
También Quico empezó por
probar. Su historia es parecida
a la de Sergio y a la de Juan
Antonio, y a la de otros mu-
chos que han pasado por allí.
“Empiezas por curiosidad y
luego no puedes dejarlo”, ase-
gura. “Muy pocos salen, y los
que lo consiguen siempre es-
tán en peligro de recaer. Vives
con eso. Con ese temor”.
Son inquilinos de la calle.
Antes de acabar en La Rocar
vivieron en el Gran Hotel o en
Una de las estancias de La Rocar empapelada con
periódicos.
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la Guardería, y ahora temen
que llegue el momento en que
también tengan que marchar-
se de ahí porque “aunque me
desenganche, ¿quién le va a
dar trabajo a un ex drogadic-
to? Lo tenemos muy mal para
qué engañarnos”.
Una salida a la miseria
Juan y su mujer, Adriana,
explican que están “con lo de
la metadona” desde hace me-
ses y que sólo están esperando
una ayuda para poder salir de
allí. Concretamente la fianza
de un piso pequeñito de al-
quiler. “Sólo la entrada por-
que luego el alquiler mensual
lo pagaría yo, ¡eh! Yo no
quiero vivir del cuento, sólo
quiero una ayudita porque
tanto dinero junto no lo pue-
do conseguir”, explica este
grancanario que lleva en Lan-
zarote más años de los que
puede recordar.
Juan protesta por las condi-
ciones en que están viviendo.
En realidad, es bastante rei-
vindicativo. “El Ayuntamien-
to antes nos recogía la basura,
pero ya ha dejado de hacerlo
y se nos amontona en la
entrada, y además nos han
cortado el agua de la que
bebíamos y con la que nos
lavábamos”, señala. “En reali-
dad, nos la cortaron pero como
nos buscamos la vida y les
hicimos un estropicio”, con-
fiesa, “nos la han vuelto a dar.
Pero así estamos todo el día y
bastante tenemos nosotros con
lo que tenemos”, añade. “Y
además, están haciendo catas.
Yo lo sé porque era maestro
albañil en mis buenos tiem-
pos y sé lo que se hace en un
terreno cuando se prepara para
construir en él”.
Se gana la vida como apar-
cacoches y no recurre a la
caridad de las ONGs para co-
mer. “Yo tengo mi comida, y
la hago en mi casa, en mi
cocina”, dice, y muestra un
pequeño aparador con alimen-
tos básicos. “Antes trabajaba
en Playa Blanca pero tuve
que dejarlo porque tenía que
subir a diario a Arrecife a las
10 de la mañana para la meta-
dona y claro, así… los jefes
tampoco nos quieren. Pero es
cuestión de tiempo”, asegura
convencido.
Su casa es poco más que un
cuarto con dos camas y una
cocina. En ella vive con su
mujer, su perro y su gato,
Sergio, Quico y
Juan Antonio a
primera hora de la
mañana.
La cocina de Juan y Adriana.
El problema de la droga en Arrecife fue el tema central del
programa Callejeros, que Cuatro emitió el pasado viernes 19 de
enero bajo el título de “El Arrecife”. Más de un millón de personas
vieron este programa especial. También la semana pasada
Televisión Española dedicaba un programa de España Directo a
esta misma cuestión. La droga y la manera en que viven los
drogadictos en La Rocar han sido tratado en numerosas ocasiones
en los medios de comunicación de la isla, en general, y en este
semanario en particular desde hace muchos años. Las soluciones,
tanto entonces como ahora, quedan lejanas, si es que existen.
Un problema televisado
Fotograma del programa
de Cuatro “El Arrecife”.
Juan bebe agua del grifo del que se surten todos los
inquilinos de La Rocar.
El pico es el desayuno de cada mañana.
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junto al estiércol de ambos
bajo las camas. Dentro de la
terrible situación, Adriana se
las apaña para tener la ropa
doblada y las camas hechas.
Ella tiene artrosis y le han
descubierto varios quistes en
el estómago. Debería cuidarse
pero dadas las circunstancias
lo único que puede hacer es
no trabajar demasiado. “Fui-
mos a sacarle una minusvalía
pero no se la quieren dar
porque sólo tiene un 33% y al
parecer tiene que estar aún
peor. No sé cómo quieren que
esté si no se puede ni mover”,
dice Juan. “Cuando salgamos
de aquí mejorará”.
Llevan en La Rocar doce
años. Doce años de no salir por
las noches para nada, ni para
orinar o defecar. “Hacemos
nuestras necesidades aquí, en
un orinal y por las mañanas lo
limpiamos, que no somos nin-
gunos guarros”, dicen. “Yo no
quiero que Adriana salga por la
noche porque me da miedo
que le den el palo. Aquí se
pasa mucho miedo. Mucho
miedo y mucho frío, pero sobre
todo miedo”.
“Yo me recuperé y conseguí
trabajo, pero tuve una recaída”,
explica Juan. “Y pedí ayuda,
pero la única que nos ha ayu-
dado ha sido Lolina Curbelo,
ella sí se porta bien con noso-
tros. Es la única”.
Para defenderse ha fabrica-
do dos armas tan curiosas
como espeluznantes. Un ha-
cha y un cuchillo de carnice-
ro pegados, cada uno, a un
palo punzante como si de una
guadaña se tratara. “Con esto
estoy preparado para lo que
pudiera pasar”, explica, con-
vencido, sin embargo, de que
no pasará nada porque pronto
se verán libres de toda esta
pesadilla.
Los ojos bien abiertos
Mohamed lleva nueve me-
ses viviendo en La Rocar.
Llegó a Lanzarote hace cua-
tro años para trabajar en lo
suyo: la mar. Estuvo embar-
cado mucho tiempo hasta que
lo tuvo que dejar porque cayó
en la droga. Los motivos no
son muy diferentes: el mal
ambiente, las malas compa-
ñías. Aunque en el caso de
Mohamed no puede echarle
la culpa al desconocimiento,
ni a la falta de madurez por-
que tiene cuarenta años y
sólo hace tres que cayó en
ese pozo sin salida. “Estoy
esperando para ver si sale una
plaza en el programa de me-
tadona y apuntarme para salir
de esto, para salir de aquí”,
explica. “Quiero volver a tra-
bajar y vivir como la gente
normal. Esto no le gusta a
nadie”.
Mientras tanto Mohamed,
como el resto, se busca la
vida. Aparca coches en Arre-
cife, los domingos va al mer-
cadillo de La Villa en gua-
gua, y come en el comedor de
Sor Ana por la tarde el único
alimento caliente que se lle-
va a la boca. “El resto del día
tomamos galletas, chocolati-
nas, tonterías para engañar el
hambre”, relata.
Vive con otro compañero
en una de las naves abando-
nadas y también él hace refe-
rencia al miedo, a los temores
con que se acuestan por las
noches porque en La Rocar lo
peor llega al anochecer. “Aho-
ra, por ejemplo, desde hace
unas semanas por las noches
alguien se dedica a quemar
cosas y nos da miedo que se
propague. Nos da terror que
nos quemen mientras dormi-
mos”, señala. “Igual lo hacen
para que nos vayamos porque
a mucha gente le molesta
vernos aquí dentro. Les mo-
lesta que existamos. Dormi-
mos con un ojo abierto”.
La vida de frente
Carolina Cabrera Navarro
es la única que dice su nom-
bre y apellidos alto y claro.
Tal vez porque es la única
que los recuerda. Dice, a quién
quiera escucharla, que nunca
ha estado enganchada y que
viven en La Rocar porque no
tiene otro sitio donde hacer-
lo, y porque ahí vivía con su
marido hasta que hace dos
años muriera de un infarto.
En el rostro de Carolina se
refleja el sufrimiento de una
vida muy dura y, aparente-
mente, mucho más larga de lo
que ha sido en realidad. Y es
que esta grancanaria que lle-
gó hace cuatro años a la isla
sólo tiene cuarenta años. “Yo
trabajo aquí de aparcacoches
y me apaño con lo que saco
al día”, explica. “Un día mío
normal es levantarme, traba-
jar, llevar mi casa, ducharme,
comer y volver a trabajar”.
No tiene miedo de nadie.
Entre otras cosas porque a su
marido lo respetaban todos y
ella se ha ganado el mismo
respeto. “Aquí seguiré hasta
que quiten esto, y después,
pues ya me buscaré cómo
sacarme los garbanzos. La
vida es así, hay que mirarla
de frente y salir para delante
como sea. Sobrevivir”.
Adriana se toma un zumo sentada en su cama. El cuarto, a pesar de la miseria, tiene un
toque femenino que le ha logrado dar ella misma.
Dentro de la casa Juan y Adriana
tienen un gato y un perro. Al fondo la
despensa con la que se apaña este
matrimonio.
Carolina se busca la vida trabajando de
aparcacoches.