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Palabras e inquisición
Como cuando alguien está al libre albedrio. Lo vi pasar, al hombre elegante y parsimonioso. Con los
brillos en sus muñecas y dedos. Había estado yendo por ahí desde la semana pasada. Se dice que
vino a visitar a su mujercita Naranja de Jesús Amparo Martínez. Un noviazgo de mucho tiempo
atrás. Dicen que se conocieron en Puerto Cisneros; cuando apenas eran niño y niña volando por
ahí.
Las cosas se fueron tornando agrias; habida cuenta de los bretes cotidianos. Unos engarces
pérfidos. Se tejieron en todo el entorno. Como urdimbre apelmazados. En unos ires y venires que
combinaban lo cierto, con la cicatera maldad ampliada. Un rigor, en el ambiente, que semejaba a lo
que dicen es el infierno. Sus familias empezaron a crecer en número de personas y necesidades. Un
puerto que se iba muriendo de a poco. El río dejó de surtir el maná soberbio, salido de sus
entrañas y de la caravana anual de peces a desovar.
Parsimoniato, el jefe de familia, en casa de naranjita, empezó a envejecer al vuelo. Empezó a sentir
lo que significa no tener un centavo; ni forma de conseguirlo. Se hizo ducho sujeto en contar lo que
su memoria retenía. En vocinglería madura y tierna. Contando esas historias similares o mejores
que las de Scherezada. La esquinita de la treinta y dos con novena, era su sitio de trabajo diario. Y
los sábados y domingos en actividad directa hasta las nueve de la noche. Y contaba, Parsimoniato
de palabras que habían estado dormidas. En los callejones de barrios fantasmas. Y traía a colación
lo de la mujer errante. En una sola pierna y un solo brazo; pero con tres ojos de color rojo potente,
Y de cómo, esta se paseaba por todas las calles; buscando niños y niñas para devorarlos con los
inmensos dientes en esa boca que parecía boca de mina en uso. Refería, además, la historia de la
señora Manantial que se hizo origen de todos los ríos. Y que, a su decisión, desviaba el curso de
las aguas. Y que, hizo su propio mar mitad negro y mitad blanco. Y que puso peces de variada
condición y hechura en los remolinos hirsutos. También, hacía perder las barcazas de los
pescadores. Sobre todo en noches de luna llena.
Naranjita como que iba aprendiendo a pronunciar las palabras con la fluidez y lógica de su padre.
Empezó a reemplazarlo cuando este descansaba en la hamaca grande que heredó de su padre
Enjuto Martínez. Este, a su vez, la había heredado de Aguatacala Bermúdez su primera amante, ya
muerta. En esa seguidilla de palabras y de historias y de acotaciones anecdóticas; Naranja de
Jesús, empezó a envolver a su novio, Castor Benitín Arrubla Carbonero. Y, este, empezó a seguirle
la hilatura. Hasta que, también aprendió el oficio y empezaron a atesorar las moneditas que
recibían de la misma gente del barriecito y de los turistas que venían de otros barrios y otros
municipios, arrobados por los decires que ella y él eran endemoniados vigías y cuidadores de la
Torre de Babel, con referencia en la Biblia.
Él se fue, un día cualquiera. Ella lo siguió. Ni ella ni él volvieron al barriecito. Hicieron vida urbana;
con todos los embolates que ello conlleva. Fueron a parar al municipio Pera Limpia, adscrito a la
región de “Las tres Lunas y los Tres Soles. La urdimbre había crecido. Habían aprendido de otros
palabreros y otras palabreras. Ya ganaban dinero para hacerse buena ropa y buen bocado. Desde
allí se fueron para ciudad “La Virgen de los Desamparados”... Allí conocieron a Mandarino
Hipotenusa Cateto y Cateto. Actuaban en cuanto barrio había. Con su nuevo socio arrendaron una
casita en las afueras de Barrio Nibelungo. Era el sitio ideal para el ensayo y la construcción de
nuevas historias impensadas.
En el mes de agosto de 2081, empezó el drama para los tres. Se fue tejiendo la palabrería en el
sentido que eran brujos y bruja. En ese escenario que había sido tomado como profusión de fe
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Milenaria. Rescatando fobias y gobernanzas, anclados en la nueva inquisición o supercherías
adoptadas como valores absolutos y válidos por siempre.
Fueron encarcelados y encarcelada; en inhóspito cuarto. Y, las gobernanzas, fueron construyendo
la exposición de motivos. Y empezó la recaudación de pruebas. Todos y todas a una. Contaron,
bajo gravedad y juramento que los habían visto levitar en las noches. Y que, en veces, bailando
con negras empelota; con torsiones de cuerpo, incitadores. Mala referencia para niños, niñas y
adolescentes. Y que ella y ellos echaban fuego por la boca. Y que derramaban el agua bendita de
los surtidores de las iglesias de la ciudad. Y que, Naranja de Jesús se produjo, ella misma un
aborto. Y que había botado un niño unicornio, a la basura.
Y en un día lluvioso fueron quemados y quemadas en una pira similar a la que asfixió a Giordano
Bruno
Una maldición
Julián José llegó a la casa. Mucho tiempo había pasado, desde que viajó a San José de Isnos.
Siempre ha sido, como se dice coloquialmente, muy apegado a su mamá Carlota. Yo siempre he
vivido, ahí enseguidita de la casa de su familia. Por lo tanto he conocido de primera mano, todo lo
relacionado con ellos y ellas. Su papá, Eugenio Santacruz, ha sido muy problemático. Con decir, a
manera de ejemplo, que no dejaba que sus hijas Elisa María y María Elisa, tuvieran amigos o
amigas. Las mantenía en casa, como si fueran monjitas en monasterio. Además, para Julián José y
José Julián, mantenía una jefatura autoritaria, como si ellos fuesen soldados en cuartel general.
Ese día en que se fue Julián José, yo estaba trabajando en el tallercito de ornamentación de don
Éufrates Mosquera. Él y su familia viven a una cuadra de nuestra casa. Un señor solidario con todos
y todas en el barrio. En los diciembres, compraba dos marranos y los mataba el treinta y uno.
Tremenda fiesta armábamos. Cerrábamos la calle. Todos y todas bailando, quemando pólvora y
echando globos al aire. A medianoche todo era saludos, lágrimas y buenos deseos para el año
siguiente. Comíamos sancocho todo el primero de enero, Hasta que terminábamos ahítos. Sin
embargo, a pesar de la felicidad que nos embargaba, no faltaban los problemas, producto de la
borrachera. Entre los más problemáticos estaba Julián José. El treinta y uno del año pasado, se
volvió como loco. Insultando a todos y todas. Ahí estaba Juvenal Rentería. Tanto o más
problemático que él. Se trabaron en lance a cuchillo. Julián José hirió de muerte a Juvenal. Hasta
ahí llegó la fiesta. Un desespero de todos y todas. Y Juvenal ahí tirado en la calle. Solo levantaron
su cuerpo como a las seis de la mañana del primero de enero.
Empezó la vendetta entre las familias. Insultos y peleas bastante ásperos. La mamá de Juvenal,
entró como en trance. Tanto como entender que no volvió a salir a la calle. Deliraba,
constantemente, llamando a “Juve” como ella le decía. Doña Carlota lloraba día y noche. Los papás
de Julián José y de Juvenal, a cada nada se retaban a pelear. No había día en que no se
presentaran intentos de agresión.
Todo en el barrio se fue agriando. En una tristeza manifiesta absoluta. No se volvió a escuchar
música. Ni bailes ni nada. Una transformación en los hábitos de familia. Y de la comunidad. Como si
todo fuese inhóspito de manera perenne. Julián José salió escondido, una noche de marzo, treinta
y uno por más señas. Arropado en una ruana. Su primo Elías Benjumea, lo llevó en el carrito que
tiene para trabajar. Yo los acompañé hasta la Terminal de Transporte. Se fue en la ruta, Bogotá-
Neiva-Pitalito-San José de Isnos.
Cuando regresamos a casa, nos encontramos con tremenda aglomeración de vecinos y vecinas. La
mamá de Juvenal se había abierto las venas. De nada sirvió la intervención de doña Hilduara, de
profesión enfermera. Doña Aurelia estaba encerrada en su cuarto. Por lo mismo, cuando se
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percataron, ella ya se había desangrado. Y todo mundo se confundió. Llorando, gritando. Insultos
iban y venían.
Por lo tanto, cuando Julián José llegó a casa, después de tantos años de ausencia, yo percibí que
algo malo iba a pasar. Esa misma noche, sentimos en el barrio una explosión potente, De
inmediato todos y todas, en el barrio, despertamos. Me asomé a la puerta. De lo que antes era la
casita de Juvenal, no quedaron sino escombros. Todos y todas murieron. Esa madrugada empezó a
llover. Así estuvo todo el día y los días siguientes. Hoy por hoy, todavía llueve sin parar.
Tráfico de ilusiones
Uno (lo que éramos).
Cada quien vuelve a su pasado. Y, en veces, de manera abrupta, según el caso o la vivencia. En lo
que respecta Virgilio Zapata Samaniego, sucedió un imprevisto que lo obligó a vaticinar su futuro,
a partir de un engarce complejo. Problemas venidos desde su infancia, obligaron un paseo a bordo
de la imaginación y del recuerdo. El suyo. Y el de Aurelia Lucía Monterroso, su eterna noviecita.
En evidencia tardía, supieron de lo suyo cuando contaban seis y cuatro añitos de vida,
respectivamente. Unos arrabales que daban cuenta de lo tormentoso que era el tiempo en esos
días. Como cuando la iridiscencia en el día a día. Y relacionada con el quehacer instrumental
íngrimo obligaba a vivir con los otros y las otras, en vuelo rasante. A ras de la tierra. El barrio, su
barriecito del alma, se vio inmerso en un proceso de deterioro continuo. Irreparable e irreversible.
Unas vidas ahí expuestas. En enjundioso trabajo de los hechos. Ese tipo de violencias que hicieron
mella. Esa búsqueda de conexiones y de los conflictos en ellas. De tal manera que se fue erigiendo
un agregado cada vez más pesado. Esa latencia, allí. En los escenarios familiares bruscos.
Incompatibles con el recorrido ilusionario.
Doña Cecilia Amalia del Bosque Samaniego, tuvo a Virgilio en esos días en que cualquiera diría,
onerosos o infames. En ese recorrido lento de los momentos. De los decires cargados de
ignominioso insumo vinculado con la diatriba hirsuta. En un aplicativo violento. Como diciendo que
los valores son argumentos de ponderación en tiempos difíciles. Tal vez, haciendo alusión a la
incorporación de definiciones, venidas desde los inicios de la teoría aristotélica. Desatando los
nudos, a partir reflexiones por fuera del contexto cotidiano. Y, más bien, en el nexo con la
parentela. Una vinculación de principios complejos y volátiles; a esas campañas de
acompañamiento tutelar.
En ese tiempo de veloces haceres, se fue configurando el sentido propio de la nostalgia. Yendo en
dirección al decolaje. Ligado a esos vientos milenarios que aparecen y desaparecen en infinitud de
procesos. Y, en ese vuelo áspero se ha ido magnificando la desesperanza. Por lo mismo que
recaba, siempre, en la necesidad de articular la vida, cualquier vida, al vuelo perenne. Que se repite
y reinventa a cada paso. Por lo mismo, entonces, Cecilia Amalia, se hizo al viento. Así como otros u
otras se hacen a la mar. Ella hizo ese vuelo en nocturnal expresión. De todo lo habido en el
territorio efímero. Como cuando se traspasan las franjas y los husos horarios sin proponérselo.
Y la vaguedad de su intuición, la fue envolviendo. De tal manera que se fue perdiendo el ímpetu
inicial. Y se fue tornando en rescoldo, atizado por el mismo viento que ella eligió como transporte
benévolo. Un ir y venir, puestos en la memoria de quien sería su heredero, en lo que respecta a
bienes soñados. Uno y mil momentos de trajín de acertijos madurados a la fuerza. Una presurosa
orquestación lineal.
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He andado muchos caminos (…como canta Serrat). En esa búsqueda de ilusiones. Tal parece que,
estas, se han evaporado. El “frente frío” de los mares las han expandido, echándolas a volar. Como
queriendo decir y hacer, que se ha posicionado lo perverso. En el caso particular mío, he navegado
en todos los mares. Entre otras cosas, nunca he podido saber cuántos son. Simplemente yo he sido
como esa noria que va y viene. Yendo por ahí. De lugar en lugar. Siendo, como he sido, una
aborigen en tierra ajena. Y sí que lo he pagado caro. Simplemente, porque he estado en ese
escenario que nunca ha sido mío. A veces, me he sentido como mujer sujeto que está aquí. Pero
no ahora, sino en los escapes vinculados a lo que cada quien le ha estado dado, asumir opciones
vinculantes. A lo que queremos ser. Sin tránsitos infames.
Eso explica, por lo tanto, mi vocación de nómada errante. Esa que se ha sentido predispuesta para
entender las reglas, en veces, inhóspitas. Y he estado como en preclusión con respecto a la vida
plena. He sentido, en perspectiva diferente a la que ayer, o cualquier día anterior, que se exhibían
como proclamas al aire. Y, por esto mismo, yo he sido como vengadora solemne. Haciendo alusión
a lo irrepetible. Pero, a decir verdad, me siento en locomoción perdida. Pegada al piso. Dando fe de
la gravedad. Como insumo en contravía de ese vuelo nítido que siempre añoré. En esa infancia mía.
Doliente expresión.
Dos (ese mirar protagónico)
Venía deambulando, desde el mismo momento en que supe del desvarío de mi Virgilio. Como ese
rumiar que vuela. Unos ámbitos presurosos. Por ahí cayendo en cualquier parte. Yo me fui
despacito. Hasta encontrarlo. En esa nimiedad de vida brusca. Por lo mismo que se fue
distribuyendo con una vocación insípida. En esas ilusiones sin sustento. En un andar los caminos
áridos. Y yo, como mujer libertaria, le dije a mi Virgilio que ampliáramos los pasos. En un reto a la
longitud pensada e impuesta. Él y yo nos fuimos por la vía azarosa. Él sin padre. Y yo como
preclara inspiradora. Aquella que no alcanzaba a dar el tono de lo diferente. En medio de tantas
fisuras prolongadas por parte de los “gestores” de la vida.
Llegué, cualquier día, al pueblito benévolo. En el cual había nacido. Me hice fabricar lentejuelas de
diversos colores. Como cuando una quiere que la recuerden. Eran, más o menos, las ocho de la
noche. El bus me dejó, justo al lado de las notarías. Yo había sabido algo de ellas. Por el tono de
sus pareceres, En esa prolongación de los caminos. Que, por sí mismo, se hacían angostos o
abiertos. Según la lectura e interpretación de lo que fuera necesario. Llegué a casa de mis tías,
siendo casi las nueve de la mañana. Allí conocí a mi primo Alberto. Había estado perdido mucho
tiempo. En mi vaguedad, creí haberlo conocido, en ese treinta y uno de octubre de cualquier año.
Estaba taciturno. En una mudez que traicionaba la palabrería de toda mi familia.
Estuvimos en conversa, casi tres días. Una habladuría parsimoniosa. Yo diría, ahora, impertinente.
Por lo vacía. Como entendiendo, una, que las palabras se hacían vuelo rasante. Sin definiciones. En
eso que una llamaría, la anti gramática universal. Y, este Diego Mauricio Cifuentes, sí que camina
por lo vago e insuficiente. Una locuacidad incolora. Pero, aun así, me cautivó. Como queriendo, yo,
decir que la parentela es una u otra. Todo depende de la manera como se conectan unas palabras
con otras. Y lo mío, en esa entendedera supina, no llegaba más allá que la interpretación de las
proposiciones. En verdades y no verdades. En esa tipología hechiza de la teoría de conjuntos. De la
lógica imperecedera. Pero, tal vez por esto mismo, empecé a vaticinar lo que habría de suceder.
Yo misma compuse el plano que serviría de referente. En cada juego y cada nomenclatura.
En esto de las veedurías angostas; la mira estaba del lado de lo nostálgico. Así fuese mero
imaginario. Y lo llevé siempre conmigo. A cuanto territorio estuviese nombrado. Graficado. Me hice
“sierva” de los holocaustos perennes. Aquí y allá. Como mensajera del vuelo de lo libertario. Me fui
yendo en eso que llamábamos lo puntual de la vida ajena y propia.
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Hasta que me fui diluyendo. No soportaba más las alegorías alrededor de las cosas. Y,
fundamentalmente, de la vida. Me fui haciendo a la idea de vincular hechos y decires. Con la
palabra gruesa, casi milenaria.
Y seguí ahí plantada. Ya habían pasado las lisonjeras convocatorias. Y en este otro tiempo, yo
percibía que la condición de mujer arropada por las cobijas primeras. Desde ese primer frío que
enhebré siendo volantona pasajera de a pie. En ese universo de opciones que, yo misma no
entendí en el paso a paso de mi Virgilio que se hizo ilusionista de su propio entorno. Cuando lo
abandoné en la orilla de ese rio henchido. Cuyas aguas lo llevaron al mar. Y, allí, se quedó por
siempre. Con su Aurelia. La que siempre fue mi enemiga. Como quiera las dos siempre lo amamos.
Relato de un día
Cuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron para llenar
el aire de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las
calles. No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como
testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo
sustancial. Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía
cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y
arena. Un vestido ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a
entender que el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su
erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo
largo de su mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido.
No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese
esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las
mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas.
Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las
otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada.
Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida.
Mirando siempre en derredor. Fijo sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta.
Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz
andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio
Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de
mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que
languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente.
Y de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus
pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad.
Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa
lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día
que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí
absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta.
Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en
mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados,
pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó
su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en
su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, en do mayor,
cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso
de todo el cuerpo erguido, convocante.
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Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla.
Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor
a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en
exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus
palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer,
allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos,
azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga.
Reencuentro
Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el
Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo
el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron
nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las
caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando,
zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras
casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las
adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y
el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos.
Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo que llaman “a flor de
labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos.
La vida, en nosotros y nosotras, no era solo alegrías. Estaba, como aún están ahora, los raspones
en piel. Cisuras endémicas. En todo escenario. Dolores, como espasmos agudos, vibratorios, en lo
que esto tiene de relativizar todo lo corporal, por la vía de sentir que vamos cayendo al piso.
Conocimos las tragedias familiares. Por la vía de entender la dinámico de lo societario. En la
perspectiva que anunciaban los rigores. Las violencias lejanas y cercanas. Veíamos como iban
llegando al barrio centenares de familias. Con sus niños y niñas. Con los viejos y viejas todo
ternura. Como se diluía la esperanza. Las casitas de cartón, pegadas con la cinta de la ilusión en un
mejor vivir. O, al menos, no tan lacerante.
Los días festivos, en estricto, eran para nosotros y nosotras, darle cabida a los pasos alegres. Hacia
donde nos llevara el impulso primario. Andaregueando con nuestras propias musas alebrestadas.
Una tiradera de ocio solo comparable con esos momentos en los cuales decimos, ¡por fin soy feliz!
Cuando nos reuníamos a intercambiar saberes; lo hacíamos con la mayor estética posible. En
limpieza para transmitir lo que cada uno o cada una sabía. En esos ejercicios interminables en
sistemas de ecuaciones. O en los ejercicios de física que comprometía el cálculo de la caída libre. O
los del tiro parabólico. En esa estridencia del lenguaje. Tratando de conjugar verbos, O de descifrar
los adverbios y los adjetivos. El gerundio, nunca bien aprendido. O, en ese recorrido por la historia
nuestra y la historia universal. En ese mirar e interpretar la llegada de los saqueadores españoles
(así los tratábamos en las reuniones casi clandestinas). O siguiéndole el rastro a los griegos. O los
romanos. Siguiendo de cerca a los perversos cruzados. Leyendo el Cid Campeador. O, más cerca
aún, hablando y discerniendo acerca del 20 de Julio. O el siete de agosto. O tratando de entender
el verdadero aporte de Bolívar al contexto de la lucha libertaria. O de las disputas de este con
Santander.
Las tardes de junio. A veces con esos solazos hermosos. Alumbrándolo todo en esa potencia de
energía. O yendo al charquito verde. Estrenando camisita o vestidito. O haciéndoles la encerrona a
las aves cercanas. Subiéndonos a los árboles para conocer sus nidos. O tumbando mangos biches.
O las pomas y las algarrobas. O estando como espectadores y espectadoras en los teátricos de los
barrios. Haciendo énfasis en el diagrama de la vida; en aquellos dibujos a la intemperie. En las
cartulinas coloreadas. O insistiendo en lo bacano que era jugar fútbol. Casando picaitos mixtos.
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Para reírnos de Graciela (a la que llamábamos “la brincona marimacha”) y de Abelardo, al que le
decíamos “chapín”
En fin que nos tiramos casi tres horas de carreta, Pancracia y yo. Y se nos fue acabando la chispa
magnifica. Como que se nos agotaron los recuerdos. Y sí que, noté en ella un deje de tristeza. Y
me arriesgué a preguntarle qué le pasaba. Y conocí su respuesta, vehemente. Es por lo de Carlos,
me dijo. Que no lo volvió a ver. Que todo el embarazo de la nena le tocó a ella sola. Más aún, que
la manutención, la escuela, los problemas en el crecimiento; les ha correspondido a ellas y a su
mamá Bertha asumirlos en toda su extensión. Y sí que es duro esto, me dijo.
Cuando nos despedimos, le apreté fuerte la mano. Y la abracé. Y, en ese abrazo vino el recuerdo
de esos días pasados en los que fuimos novio y novia. Y que, yo sé, que nunca ella lo ha olvidado.
Y yo tampoco. Salí a la calle con la tristeza misma. Como que volvieron a mí las desilusiones. De
esos días en que la quise tanto. En los mismos días en que ella no me quiso como pareja. Pero que
me amaba, y me sigue amando, como el amigo más sólido que ha tenido. Lo de Carlos fue otro
cuento. Como esos en que uno siente que se le quebró la vida en ser sin ser. O, lo que es lo
mismo, ser amante amigo. Y ser amante novio. Siendo este último “Carlitos”, como le decíamos
todos. El que nunca fue cómplice con nosotros y nosotras. Pero supo cautivar, hasta el infinito, a la
Pancracia mía. La que nunca pude tener como mujer mía…y de nadie más.
Eufrasio envolvente
De todas maneras, Daniel, partió el día acordado. No fue fácil desprenderse de sus dos hijas,
América y Portuguesa. La decisión había sido tomada a finales del año anterior. Tal vez, por lo
corajudo que era, y sigue siendo, Retuvo en la memoria la situación que desencadenó la ruptura
con Evarista Monsalve, su amante. Vivieron treinta y seis años juntos. En una exuberancia de
locura, de amor como fuego. Se había conocido en ciudad Ilíada. Desde muy pequeño, él. Y, muy
pequeña, ella. Una barriecito (Talión Verde), iridiscente. Tanto que, se habían acostumbrado a la
radiantes benévola de su entorno. Gentes que iban y venía. Casi como lugar de tránsito perpetuo
para mujeres y hombres. En esa niñez potente, todo se les daba. Simplemente, como si fuese
herencia. De tiempo y espacio. Las voces y las palabras, se fueron difuminando. Hasta tocar el
fondo de lo que quisiéramos ser. Yo, enfatizando sobre las teorías de la adultez, aun siendo muy
niño. Por lo tanto, la señora Evarista, fue definida por mí, como sujeta de absoluta entrega. En lo
que era su cuerpo, embriagador, excitante. Y lo que era su magia para percibir a los otros y a las
otras. Como moviola que iba editando los hechos y las acciones. Ella (Evarista) había llegado con su
familia, desde San Juan del Pomar, ciudad casi perdida en la memoria. Como escenario de
leguleyadas patriarcales. Y, en eso, su padre Benito Monsalve, se hizo célebre. Decantaba todo.
Como asumiendo un filtro necesario para poder interpretar y dilucidar vidas. Una vigencia
testaruda, por lo bajo. Lo suyo (de Benito Monsalve), se fue esparciendo por todo el territorio.
Como maldición propiciadora del ultraje habido y por haber. Como notario intransigente, perdulario.
Era él quien decidía todo. A partir de jerigonza enhebrado a la historia de los que, él, consideraba
epopéyicos varones. Sacrificados en aras a la continuidad de los valores, como heredades ciertas.
Fundamentales para que la esferita siguiera girando.
Eufrasio fue, desde que teníamos diez años cumplidos, un idólatra, empecinado en medir las cosas,
a partir de la elongación de su mirada. Éramos niños al vuelo. Yendo por ahí, Siguiendo sus
mediciones. Desde saber interpretar la distancia entre los cuerpos. También, la distancia entre
hombres y mujeres. En un equívoco mandato que él transfería a los y las demás, como mandatos
absolutos. No toleraba las herejías. Las niñas, tenían que ser tasadas y tratadas como diosas
ígneas. En un revoltijo de pasiones, más allá de lo inmediato. Figura ingrávida. Simplemente
predispuestas para parir otros dioses que, a su vez, eran clasificados como regentes y vigías.
Los juegos eran, para nosotros invenciones terrenas: en donde no cabían ni las vicisitudes, ni los
valores de plenitud lúdica, la danza incorpórea de las mujeres niñas. Él decidía por todos y todas.
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Fue, en esas maniobras vergonzantes, como conoció a Evarista. Siempre la incitaba a asumir retos
relacionados con su visión de las cosas. Como, por ejemplo, a estar con él, desnuda. En el
parquecito del barrio. La obligaba a masajear su falo (de Eufrasio). Hasta que este surtiera el
líquido, o la agüita de la vida, como decía coloquialmente. Luego la vestía como regenta del
territorio de ella y él. Con overol verde claro y una blusa transparente; de tal manera que todos los
hombres en el barrio la miraran. Con sus pechos erectos. Tensionando la tela hasta romperla. Y, la
exhibía por todas las calles. Como trofeo absoluto para su potente verga.
Cuando cumplimos (él y yo) quince años, ya era un avezado sujeto. Había preñado dos veces a
Evarista. Dos hijas volantonas. Nacidas, como hembras hechas. América y Portuguesa. Fueron
creciendo a ritmo de los haceres en el barriecito. Fueron acicaladas, desde el comienzo, por mamá
Evarista. Les hablaba de su padre, como potente varón iniciático, dispuesto así por los dioses
venidos de tiempo atrás. Cuando recién comenzó la humanidad, su andar. De mi parte, y así se lo
hice saber a él, fui haciendo historia propia. Ya había conocido a Valeriano Armendáriz.
Eso fue como a mediados de junio de ese mismo año . Había llegado desde Calcuta. Un niño indio,
hermoso. De tez morena subyugante. Y, unos labios gruesos, convocantes. Su familia llegó a la
ciudad, en un itinerario. Como crucero de vacaciones indefinidas. Ocuparon la casita de doña
Benilda Cifuentes, en el barrio Mochuelo Alto. Llegué a él, casi de manera fortuita. Como que fue
cualquier sábado. Acompañaba a mi mamá Protocolina, en la visita que hizo a doña Parentela del
Bosque. Una mujer extremadamente bella. A sus cincuenta años, era radiante en todo su cuerpo y
sus palabras. Había llegado desde Barcelona, desde muy pequeñita. De la mano de su papá
Caisodiaris Salamanca. Su mamá, Libertaria Hinojosa, había terminado unilateralmente, la relación
con el papá de la niña. Vivieron casi cuarenta años. Padre e hija. Siempre serán recordados y
recordadas, como ejecutores de la expresión de vida, asociada a dejar correr la historia, a lomo de
sus cuerpos y sus realizaciones. Papá Caisodiaris, implantó un estilo de vida en nexo con la euforia
y la lúdica perennes. Instituyó el Carnaval de Las Cosas Juntas. Todavía se celebra, aún en su
ausencia definitiva.
Lo vi jugando a la rayuela, con otro niño. Disfrutaban cada brinco sobre los espacios del trazado.
Reían todo el tiempo. Me acerqué. Me invitaron a jugar con ellos. Valeriano me miraba siempre.
Gozaba con mi falta de gracia y agilidad. Pero, al mismo tiempo, me rozaba con su cuerpo. Se
apretaba al mío. Tanto así, que sentía su falo erguido. Sentía ese palpitar acechante. Después del
juego, aprovechando que la mamá del otro niño lo llamó, no sentamos en la banquita. Hablamos
de cualquier cosa. Más, dejando volar la libido. En imaginario envolvente, crecido, diáfano. Arropó
sus manos con las mías. Me besó en la boca. Tan largo y tan sublime, que quedé prendido.
Absorto. Con mi imaginación puesta en cuerpos desnudos, abrazados.
La familia de Valeriano había llegado, en la inmediatez de tiempo. Como quiera que este vuela sin
itinerario. Por ahí, tratando de aterrizar en cualquier sitio. Lo cierto del caso es que, doña Benilda
llegó sola, con su niño de la mano. Empezó como trabajadora al servicio de la familia Zaldúa, en el
norte de la ciudad. En principio vivieron en casa de inquilinato, hasta que pudo arrendar la casita,
aprovechando que, el señor Zaldúa le otorgó un préstamo, sin plazo preciso. Valeriano creció al
lado de su mamá. Llegó a la escuelita dispuesto a terminar su educación básica primaria.
Eufrasio supuso que yo estaba enamorado de Evarista. Y que, por eso, me había apartado de él.
A decir verdad, yo apreciaba mucho a la mujer de Eufrasio. Tanto así, que me juntaba con ella,
para leer algunos textos de psicología. Disfrutábamos mucho. Tratando de dilucidar algunos
aspectos del comportamiento de los humanos. Como volcándonos a una impronta enhebrada con
todos hilos posibles. Cuando leímos La Metamorfosis, de Franz Kaffa, preparamos una disertación
para compartirla con estudiantes que conocíamos.
Lo que a mí más me mortificó, decía Eufrasio, fue lo del domingo trece de febrero. Estaban
juntos. Mirándose. Como ese embeleso que nos cruza cuando estamos enamorados. La fiestecita
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había sido convocada por la mamá y el papá de Dorance Enjundia. Uno jovencito que había ,sido
estudiante aventajado en matemáticas.. En La Institución Educativa “Pablo de Almagro”.
Celebraban los veintinco años de su relación afectiva. Bailaban con sus cuerpos pegados.
Abrazados. En un otorgarse propio de amantes libertarios. No tuve ninguna reacción primaria. Más
bien quise expresar mi rudeza. Simplemente me fui, por ahí. En una caminata sin rumbo.
Evarista llegó muy tarde a la casa, ese día. Logró entrar a casa, gracias a la complicidad de su
hermano Galimatías. Papá y mamá estaban dormidos. Se bañó antes de acostarse. El sudor de
cuerpo, fundamentalmente en su vagina que no cesaba de verter ese líquido; que se hace
exquisita sensación, cuando se ha estado con alguien. Casi al bordo del orgasmo. Ahí, bailando
con mi amigo Jején Martínez. De todas maneras, sentía cruzar el nervio de los celos.
Volví al barrio en el cual vivía Valeriano con su mamá. Habían pasado dos meses, desde nuestro
primer encuentro. Todo me daba vueltas, alrededor. Sentía una ansiedad absoluta. No paraba de
recordarlo. Aun bailando con Evarista. No sentía nada en mi cuerpo pegado al de ella. Lo mío era
algo así como estar en una subaste de convicciones. Yo ya sabía que lo mío no tenía nada que ver
con las mujeres.
Saludé a mi hombre. Y lo besé con absoluta ternura. Estuvimos de pie largo rato. Me invitó a su
casa, aprovechando la ausencia de su mamá. Nos desvestimos. Él cogía mi pene. Como queriendo
arrancarlo con su boca. Dormimos tanto, que no sentimos a su mamá, cuando avió la puerta. Llegó
tan cansada, que se acostó en su cama y quedó dormida.
Parentela había estudiado hasta el cuarto semestre del pregrado en derecho, en la universidad
Pontificia San Marcos. Se retiró, fundamentalmente, porque debía trabajar para aportar recursos
en su familia.; ya que don Caisodiaris le daba mucha dificultad trabajar. Tuvo dos amantes,
Adrenalino Grisales y Epaminondas Arbeláez. Vivió con mucha pasión su vida como amante. Cada
rato recuerda a quien más amó, Adrenalino. Un joven arriero en la única vereda que tenía el
municipio de Tatacoa. Se conocieron, estando ella en el almacén de insumos para ganadería. Un
día en el cual le correspondió realizar una visita a la sucursal de la empresa para la cual trabajaba.
Adrenalino, miraba algunos de los elementos que necesitaba para su trabajo. Iba a la cabecera
municipal, cada quince días. El otro tiempo lo consumía viajando con sus mulas.
En principio, miradas interminables. Ella decidió hablarle. Le contó (Adrenalino) muchos pasajes de
su vida. Había nacido en Puerto Cachetes, municipio situado a un mil trescientos kilómetros de la
capital. Estudió hasta terminar su formación primaria básica. A partir de ahí, empezó su peregrinar
por todo el país. Hasta que llegó aquí con veintinueve años. Y nunca ha tenido novia. Quedaron en
verse en el hotelito en que se hospedaba Parentela.
Una despedida más bien triste. Habían pasado la noche juntos. Todavía sentía (ella), cierto dolor en
su sexo. La potencia del chico, la había colocado en condición de aguantar. Y sentir ese músculo
en erección todo el tiempo. Parentela abordó el camioncito que prestaba servicio entre el
municipio y la capital.
Sintió que estaba preñada, desde la primera hora, después que Adrenalino, vació toda su potencia,
en ella. Tal parece que la abundancia del líquido, la inundó. Y Así no hay anticonceptivo que valga.
Parece que ese fluido hermoso buscó en donde quedarse. Cuando Adrenalino lo supo, hizo un
aspaviento. Volcando en el su felicidad. A los tres meses, el feto fue expulsado hacia afuera. Un
aborto no provocado. Adrenalino estuvo largo tiempo abstraído. Las palabras volaron. No atinaba a
nada más. Cierto día, mientras Parentela atendía a varios clientes en el almacén de insumos
agrícolas, su amiga Herculea Romero, llegó acezante. Le comunicó que Adrenalino había muerto
tres días atrás. Simplemente se desbarrancaron; cuando él llevaba un viaje café. Hercúlea lo supo,
a través de una llamada que recibió de don Jeremías Ibarbo,, alcalde del municipio la Tatacoa.
Encontraron, en el bolsillo de la camisa, que llevaba puesta Adrenalino. Unos apuntes sublimes que
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hacía casi a diario; y el número telefónico de ella (Hercúlea), ya que en la casa de Parentela no
tenían teléfono.
Sintió que se desmoronaba. Lloró toda la tarde, hasta que don Casimiro, el dueño del almacén. Le
concedió permiso para retirarse más temprano. Ya en casa, Parentela, empezó a delirar. Su padre
no pudo hacer mucho. Ya que, como el mismo lo decía, una frustración amorosa es la peor
enfermedad terminal que existe.
Valeriano crecía, raudo, de cuerpo. Y de pasión. No siguió estudiando. Solo estaba pleno y
satisfecho cuando estábamos juntos. Y eso era posible cada mes. Todo por cuenta de mi oficio de
tornero en el taller de propiedad de don Humberto Sinisterra. Además estaban las lecturas con
Evarista. Asunto que, por ningún motivo podía ni quería dejar. Doña Benilda, se sentía muy
preocupada con esa relación. No era una actitud moralista. Simplemente viendo pasar el tiempo. Y
con el las manifestaciones, cada vez más evidentes en el cuerpo de Valeriano. Hemorragias
sucesivas, cada vez más abundantes. Sentía que su hijo se le iba, Por eso habló con Jején. Le
expuso, de una lo que ella pensaba. Le sugirió que dejara de verse, de manera tan frecuente, con
su niño.
Yo empecé a sangrar, también. Una inmensidad de sangre, cada día. Sin que mamá lo supiera,
estuve varias veces donde el doctor Clementino Borrasca. Un amigo de la familia. Me juró mantener
en reserva lo mío. Me examinó largo rato. Tenía una hendidura pronunciada en mi ano. Además, mi
pene, estaba enrojeciendo cada día más. Lo único que recetó, coincía con la opción asumida por la
madre de mi Valeriano.
Tanto tiempo que ha pasado, desde que vi a Valeriano por última vez. De esos sueños tormentosos
en los cuales veía el cuerpo de mi amor. Al lado de empalizadas, en todos los caminos. Nos
amábamos en el parquecito que vio nacer nuestro idilio. Volábamos hacia el infinito cuerpo
planetario. Desventurada era mi vida, a partir de la obligada soledad. Lo sentía. Escuchaba palmitar
todo lo que él era. Como sujeto pristino, absoluto
Matar en silencio
Viviendo como he vivido en el tiempo; he originado un tipo de vida muy parecido a lo que fuimos
en otro tiempo. Como señuelo convencido de lo que es en sí. Trajinado por miles de hombres
puestos en devenir continuo. Con los pasos suyos enlagunados en lo que pudiera llamarse camino
enjuto. Y, siendo lo mismo, después de haber surtido todos los decires, en plenitud. Y, como
sumiso vértigo, me encuentro embelesado con mi yo. Como creyéndome sujeto proclamado al
comienzo del universo y de la vida en él. O, lo que es lo mismo, sujeto de mil voces y mil pasos y
mil figuras. Todas envueltas en lo sucinto. Sin ampliaciones vertebradas. Como simple hechura
compleja, más no profunda en lo que hace al compromiso con los otros y con las otras.
Esto que digo, es tanto como pretender descifrar el algoritmo de las pretensiones. Como si, estas,
pudiesen ser lanzadas al vuelo ignoto. Sin lugar y sin sombra. Más bien como concreción cerrada,
inoperante. Eso era yo, entonces, cuando conocí a Mayra Cifuentes Pelayo. Nos habíamos visto
antes en El Camellón. Barrio muy parecido a lo que son las hilaturas de toda vida compartida,
colectiva. Con grandes calles abiertas a lo que se pudiera llamar opciones de propuestas. Casitas
como puestas ahí, al garete. Un viento, su propio viento, soplando el polvo de los caminos, como
dice la canción.
Todas las puertas abiertas, convocantes. Ansiosas de ver entrar a alguien. Así fuese el tormento de
bandidos manifiestos. Un historial de vida, venido desde antes de ser sujetos. Y los zaguanes
impropios. Por lo mismo que fueron hechos al basto. Finitos esbozos de lo que se da, ahora, en
llamar el cuerpo de la cosa en sí. Sin entrar a la discrecionalidad de la palabra hecha por los
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vencidos. Palabra seca, no protocolaria. Pero si dubitativa. En la lógica Hegeliana improvisada. De
aquí y de allá. Moldeada en compartimentos estancos. Sin color y sin vida. Solo en el transitar de
sus habitantes. En la noche y en el día.
Y sí que Mayra se hizo vida en plenitud, a partir de haber sido, antes, la novia del barrio. Tanto
como entender que todos la mirábamos con la esperanza puesta en ver su cuerpo desnudo. Para
hacer mucho más preciso el enamoramiento. Su tersura de piel convocante. Sus piernas absolutas.
Con un vuelo de pechos impecables. Y, la imaginación volaba en todos. Así fuera en la noche o en
el día, en cualquier hora. Con ese verla pasar en contoneo rojizo.
Su historia, la de Mayra, venía como recuerdo habido en todo tiempo y lugar. En danzantes hechos
de vida. Nacida en Valparaíso. De madre y padre ceñidos a lo mínimo permitido. En legendarias
brechas y surcos. Caminos impávidos. La escuelita como santuario de los saberes que no fueron
para ella. Por lo mismo que, siendo mujer, no era sujeta de posibilidades distinta a la de ser
soledad en casa. En los trajines propios. En ese tipo de deberes que le permitieron.
Yo la amaba. En ese silencio hermoso que discurre cuando pasa su cuerpo. Y que, para mí, era
como si pasara la vida en ella. Soñando que soñando con ella. Viéndola en el parquecito. O en la
calle hecha de polvo. Pero que, con ella, resurgía en cualquier tiempo. Recuerdo ese día en que la
vi abrazada a Miguel Rubiano. Muchacho entrañable. De buen cuerpo y de mirada aspaventosa.
Con sus ojos color café límpido. Casi sublime. Y la saludé a ella y lo saludé a él. Tratando de
disimular mi tristeza inmensa. Como dándole a eso de retorcer la vida, hasta la asfixia casi.
Ya, en la noche de ese mismo día, en medio de una intranquilidad crecida, me di al sueño.
Tratando de rescatarla. O de robarla. Diciéndole a Miguelito que me permitiera compartirla. Y salí a
la calle. Y lo busqué y la busqué. Y con el fierro mío hecho lanza lacerante, dolorosa, la maté y lo
maté. Me fui yendo en el mismo silencio. La última mirada de mi Mayra, fue para Miguelito, su
amante.
Lucerito, alma mía
Había pasado mucho tiempo, desde la última vez que me encontré con Venus Alexandra. Tanto
que, inclusive, no podía relacionar su cuerpo y su memoria, al vuelo. Precisé de más de unos
minutos, antes de recuperar su figura e insertarla en mi memoria, de por sí, un tanto lánguida. En
verdad que ha cambiado, Sus ojos aparecen, ahora, profundamente tristes, dentro de ese verde
apasionado. No tengo muy claro si antes tenía ese lunarcito en el mentón. Sea lo que fuere, le da a
su cara un carácter fuerte. Como entender que, esos sus ojos y esa su cara, parecían un imán
biológico impresionante. Es como cuando uno asume una determinada doctrina, en lo que respecta
a lectura de cuerpo, de tal manera que el impacto de visión primera lo deja a uno como en
espasmos idolatras. Recordé, después de, mucho tiempo, los lugarcitos en los que nos conocimos.
Esa impronta de la escuela, pasada y presente. En una relación de tiempos absolutamente
cercanos. En ese ir a la locura primera de lo que éramos. Ella, en esa intención de vida palpitante.
Yo, en una holgura de actuar un tanto desafinado. Por lo mismo que mi palabra era, en ese
tiempo, un tanto empalagosa. Como queriendo demostrar con ellas el índice del breviario de vida.
A la par de la habladuría que iniciamos, se fue tejiendo la recordadera. De parcial al total de lo
habido. Contándome, ella, la brusquedad de su presente. Me decía que era, algo así, como
engalanar los manifiestos absorbidos en esa brevedad de tiempo. Una cotejación, me decía, entre
anclar la memoria como simple inventario de los quehaceres inmediatos, Y las secuencias, un tanto
peyorativas de lo que somos y fuimos. Volvió, a mí, una tenue lucidez. Tratando de revolcar, otra
vez, el tiempo y sus vivientes. Localizando la divina ternura, en una perspectiva inane. Le dije, en
ese afán de imitar a los silentes idos. En esa condición de sujetos, así en masculino, porque
siempre estoy predispuesto a buscarlos como pares de género. En esa hechura de enamoramiento,
al brete. O al galope, como decía Dionisio Fuentes. Siempre lo amé. Creo, inclusive, que desde
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antes de nacer. Lo mío se lo expresé ese día de octubre, en que lo tuve en mis abrazos y mis
elucubraciones. No me importó ser rechazado con vehemencia histriónica y de brutalidad física. A
ese encuentro le debo una fractura en mi nariz. Fui azotado. No solo por mi bello Mauricio; sino
también por su familia, mi familia. Y, en fin, por todos los machos y mujeres del barrio.
Para las mujeres, entre ellas, Venus Alexandra, me convertí en un susodicho espécimen que no
valía la pena, siquiera mencionarlo. Ni tratarlo. Pero, así como era de fuerte el extrañamiento; así
mismo, era mi perdición. Con mi memoria embolatada. Como persiguiendo una quimera impúdica.
En una exacerbación de instantes y de tiempos prolongados. Las otras mujeres, en el barrio, se
prodigaban de epítetos hacia mí. Como “torcido”, “malparido marica”, “Lola Flórez ambiciosa de
roscones”. Hijueputa cacorro”, Y muchos etcéteras más.
Y, ese domingo en que la encontré, iba ella paseando con su novio. Vulcano Mejía. A él lo conocía
desde que estudiamos juntos el bachillerato. Para mí, era un sin ton ni son, como llamaba mi mamá
a quienes no pasaban el corte, en términos de estar posicionado. Las diatribas que él me decía, las
fui asimilando con el correr del tiempo.
Y volví a la recordadera. Tal vez, el hecho fundamental que marcó mi vida, tuvo que ver con mi
enamoramiento tempranero con Lucerito. Un niño hermoso, en todo el absoluto sentido. Lo
empecé a amar y buscar, desde el mismo día en que él y su familia llegaron al barriecito Altamira.
No sé cómo fue el tiempo. Solo sé que lo seguía a todas partes y en todos los momentos. Era diez
años menor que yo. Y empezó esa fuerza de tósigo de todos y todas en mi contra. Con mayor
razón, cuando Lucerito se enfermó. Empezó a verter sangre por su ano. En verdad, yo no lo tuve
de manera brusca. Inclusive, entre él y yo, compramos vaselina y condones. Nos veíamos casi
todas las tardes en el solarcito de su casa. Nos olvidábamos de todos y de todas. Una pulsión de
amantes empeñados en convertirnos en un solo cuerpo.
Todo se fue agriando, para mí. Mi Lucerito negaba cualquier vinculación mía con lo que estaba
sucediendo. Se fueron agravando sus dolores y la hemorragia. Mi familia sufrió mucho. Atacaban
nuestra casa. Violentaron a mi hermano Adolfo. Un día de tantos azarosos, iba para la universidad.
Ahí mismo, en el paradero de los buses, me encontré con un grupo de muchachos y señores
vecinos del barrio. Tenían en sus manos bates de beisbol y cuchillos. Me atacaron al unísono. Recibí
dos heridas mortales en mi vientre. Y la vida se me empezó a ir. No entendía nada de lo que me
hablaban, en insultos, Mi última mirada fue para Venus, quien empezó a acariciarme el cabello. Lo
último que escuché fue su voz, cargada de palabras de ternura., acompañadas de sus ojos de color
verde espléndido.
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Lo que viene, vendrá como violencia prístina
En el lugar solo quedaba una persona. Beatriz Tunjo. La dueña de los rigores asociados a la
querencia benévola. Había Nacido en San Segismundo. Municipio situado en la orilla occidental del
rio. Había llegado once años atrás con su séquito envolvente. Negros y negras, trajinados en la
lucha infinita en contra de los teñidores de beneplácitos soeces y perdularios. Esta hembra había
desechado todo lo adherido a las lisonjas y oropeles. Nacida en rancho amargo. Como dándole
vueltas a su origen. Estuvo con Benjamín Trinidad en la batalla de San Eugenio, pueblito situado al
lado oeste de la ciudad.
Se hizo insigne lectora de los panfletos y de la doctrina bien elaborada. Tradujo los textos emblema
de la libertad conjugada en todos los principios definidos por la gramática usurpadora. A ella le
satisfacía más el coloquio entre líneas. Una comunicación mucho más sincera con sus pares.
Libertarios y libertarias insumisos e insumisas de siempre. En esos ires y venires del día a día,
propuso la estampida. Como queriendo erradicar esas voces melifluas, que acompañaban a los de
la otra orilla. Sapientes sujetos y sujetas. Por lo mismo que no acataban a erguirse como propuesta
de revolución. Más bien como simples aureolas ganadas en los discursos de grandilocuencia
insípida.
Y se hizo, ella, panfletaria ilustrada. Una vena potente la cruzaba. En sus discursos inflamables. De
esos que nombran la espera como tesitura vergonzante. Llamó las cosas por su nombre. Así, no
más. Como cuando hizo, a mano alzada, la letra de los libertarios y las libertarias. Una holgura de
palabras. Bienes hechos. Ilustradas con la necesidad de arrasar todo lo habido en construcción por
los genuflexos personajes del ya y del mañana
Que cambiaron su canto iridiscente, libertario; por golosinas vomitivas de por sí. Con ese llamado a
condensar todo, en una réplica de paz dulzona. Como aquellas expresiones, diciendo si a los
infames apoltronados. En la Universidad. Y, en el día a día de los hechos. Cambiándole de nombre
a los sujetos obreros y las sujetas obreras. Dibujando un introito vergonzante. Lapidarios y
lapidarias de la lucha tenaz. Y no volvieron a hablar de sindicatos. Ni de huelgas, ni nada parecido.
Se convirtieron en herederos y herederas de la mierda instaurada en el poder. No volvieron hablar
de sus fisuras. Nunca retrotrauyeron la lucha violenta, límpida de la revolución hecha fuego
libertario absoluto.
Más bien, instauraron la palabra enmermelada. La que se empezó a escuchar en los pasillos de
palacio. Del nido insufrible. Por su olor rancio. Subieron al pedestal de los otrora y siempre
enemigos de cualquier expresión soberana. De palabra y de hecho. Se fueron yendo por el camino
avieso. Llamando a los aurigas del señor de los señores. Emparentados y emparentadas con la
fidelidad a los Césares modernos. Construyeron pocilgas, como estancia firme. Se hicieron
manifiesto de lo nuevo. De la “tercera vía hijueputa”. Calcinante como la que más. Y llamaron a sus
huestes. A los y las parapléjicas hendiduras en el piso. Se hicieron héroes de ellos y ellas. Volcaron
su pudor, tratando de no envejecer al son de la bienamada patria. En una constante fuerza ida.
Auxiliadora de los mensajes. De los entregados y entregadas. En vez de envejecer y morirse, como
sería lo justo; envejecieron con la diatriba en sus labios. Arrepentimiento hediondo. Como
sucedáneo de la malparidez. En el ahora, sujetos y sujetas parlanchines, llamando a claudicar.
Estando, eso sí, en la pulcritud, de los escritorios límpidos, blancos por lo que tienen de ilusionismo
anclado en su deseo de desandar lo andado antes.
Yo sí que llamó a combatirlos y combatirlas. Con la pluma y la acción. Con las letras nunca perdidas
de la revolución. Y con los hechos en contravía de esa paz burguesa, instaurada hoy en día. Al lado
de lo ignominioso. En un afán de rendir cuentas. Ya, el pasado, no existe. Ni siquiera como huella
penitente, Más bien como entrega malvada. Como pajarracos agoreros. Vestidos y vestidas en seda
infeliz. Vergonzante. Ansiando que, en esta parodia impertinente de ahora, se puedan redimir sus
escapes pervertidos. A nombre de una paz. Que no será, hasta que los y las que quedamos
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derrumbemos el poder que, a pesar de su bendición, desaparecerá algún día. Sin que, de él,
quede polvo sobre polvo. Esas fueron sus últimas palabras.
Las Primas
Lo dicho. Sebastián Lebrija, estuvo manoseando a la suerte. Comoquiera que vivió en esa lejura de
ciudad. Esta, ahí no más, En la espesura de la selva. Como vil réplica de Manaos. Por lo ponzoñosa
de vida diaria. En cada paso desfasada, Venida a menos. Como cualquier sonsonete monotemático.
Yendo por ahí como vulgar expresión de lo humano que hemos sido y somos. Hoy en día, su
cuerpo parece una sola punzada, Y sí que le dio por sonsacar a la cuarentona de Isaura. La
hermana de Ezequiel Perdomo. Hubo que conseguirle refugio en la ciudad donde viven sus primas.
Esa vida que les tocó sortear. Por lo mismo que enhebraron la desesperanza desde muy niñas.
Ezequiel, no las veía desde la primera comunión de Jacintico el nieto de una de ellas. De Elvira
Inés, para ser más preciso. Inés Elvira era un poco menor que su hermana. Vivían en Marinilla
desde que nacieron. Su mamá tuvo que enfrentar un poco más de mil problemas; después que el
papá, perdió la vida cuando trabajaba para las Empresas Públicas en todo el proceso del
ahogamiento de El Peñol, para construir la presa.
A propósito, lo que llaman hoy por hoy, municipio de El Peñol, no es otra cosa que simple
sumatoria de casas, puestas ahí. Muchas familias se fueron para otros lares, antes que aceptar
esas cajitas de fósforos. Es tal y como había pasado en otros lugares del país. No solo con las
presas. También con la construcción de vías públicas. Una expresión parecida “o lo tomas o lo
dejas”. Así de simple. Como nomenclaturas previstas desde antes que todo sucediera. Es como
descifrar el galimatías constitucional. Nunca he podido entender esa confrontación. La que habla
del bien colectivo versus el bien individual, Como partición del yo individual, cediéndole el paso a
sujetos perdidos en ese maremágnum conceptual. Porque se erige como soporte de cualquier
actuación.
Y, ese tipo de ejercicio, se va metiendo en lo más íntimo. Allí en donde no se puede regresar a la
autonomía, so pena de ser castigado o castigada. Ley, erigida como ley prepotente. Algo así es lo
que le está pasando a Sebastián. Como sujeto íngrimo, a la hora de hacer frente a la vida como
simple sumisión a un todo. Y, entonces, cuando esto pasa se da cuenta de ser sujetos en
minusvalía. Sin la posibilidad de ser ellos mismos y ellas mismas. Entonces todo empieza a suceder
independientemente de la afectación. Y se coloca, como soporte colectivo a los individuos y las
individuas que ruedan por ahí.
Y, volviendo a lo de echarle piropos a la suerte, entiendo que el albur nuestro siempre está ahí
latente. En Ciernes. Siendo así, entonces lo que somos es nada. Porque nos ponen a valer lo que se
necesita para abrigar uno u otro proceso denominado colectivo.
Por ahí yendo, Sebastián se opuso al abandono de su individualidad. Y arengó a sus pares
desprovistos y desprovistas de su yo personal. Sus primas siempre lo han querido mucho. Pero la
distancia había convertido las ilusiones individuales, en mera expresión de menor valía. Casi
inexistentes.
El papá de Inés Elvira y Elvira Inés, siempre fastidiaba con la cantinela de lo público como
expresión avasallante que había que aceptar a toda hora. Por esto, las primas y la mamá de ellas
vivieron cada paso, cada día a lo que dijera su papá y su esposo Armando.
Cuando Ezequiel llegó al pueblito, sintió ese vahído en el ambiente. Flotando en todo lo habido.
Avanzó hasta la casita de las primitas. Entró en ella de una, porque la puerta estaba abierta. Sin
verlas, en físico, llamó a gritos a las tres. Nadie respondió. Al llegar al patio interno, sintió un golpe
seco en la nuca. No alcanzó a ver quién lo agredió. Lo que si supo después es que don Armando
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había enterrado vivas a sus hijas y a la mamá. Salió presuroso. Hablando y hablando, por la calle.
Sin poder emitir palabra entendible. Y regresó al pasado. Vio cómo su cuerpo se fue
desmoronando. Hasta que solo quedó polvo sobre polvo.
Las fotos
Y escuché decir, que había en la ciudad un sitio en el cual la vida física se estaba desmembrando
Me lo dijeron, en secreto. Dijo Cilantro Balbuena, que estuvo allí y que sintió frío penetrante. Con
su vasija de aluminio, entraba por los desperdicios sobrantes de la ignominiosa alimentación que
allí brindan a esos sujetos envueltos en mallas y alambres punzantes. Y que, seguía diciendo
Balbuena. entraba a los patios habilitados para ver el Sol y recibir, limpiamente, el viento
tempranero. Y sí que vi carne por ahí volando; en lo que yo creía eran pedazos de carne
desechada, al elaborar la comida.
“En ese enhebramiento mío, día a día entraba. En madrugada angosta; por lo mucho que había de
bregar todo el día. Por toda la ciudad. Con ese caballito llevando lo que yo suponía que eran
deshechos vinculados con la satisfacción de la comidita, de esos hombres encerrados. Cumpliendo
la pena dictada por el señor juez…”.
Pacté, con el sujeto aludido, la búsqueda de datos. Y, si fuese posible, fotos de todo el sitio;
incluidos esa inmundicia de baños e inodoros. Para mí era algo así como ejercer de héroe de las mil
caras. En consideración a mi condición de sujeto envuelto en ese aspaviento llamado historia ajena.
Pretendiendo ufanarme por mi condición férrea, penetrante.
Balboa regresó sin las fotos acordadas. Simplemente porque le robaron la camarita con la cual iba a
hacer el enfoque necesario; y rogándole al dios Sol, para que no se dejara tapar por esas nubes
opacas, gruesas. Lo observé (…a Balboa) en una expresión de casi mudez. Como cuando uno ve a
alguien confundido y temeroso. Y, sí que me dijo, de ductos en putrefacción más de lo normal.
Desencajado en todo el cuerpo; incluido el cerebro, que ya le advertía que estaba en capacidad de
surtir miedo, en su individualidad y en el entorno secreto Comoquiera que percibió un ultraje a los
cuerpos de quienes ahí estaban. En veces con voces y acciones virulentas. Otras, en una pasividad
infinita. Tal vez, por los recuerdos de lo que hicieron en pasado.
Y me dije, en reflexión mía, íntima; habré de ir más allá. Traspasando ese horizonte casi perdido.
Asfixiado. Busqué, entre esos trebejos que tengo y que llamo valores. Me encontré con uno que me
ha servido, a través del tiempo. La solidaridad y la esperanza. Cuando las tuve a bien, logré entrar
a “esa casa maldita”. Todo alrededor estaba hecho de percepciones perdidas. De la memoria
íngrima. De esa noche ululando, como pájaro agorero. Me fui deslizando hacia todos los rincones.
En ese surtido de vejámenes de los cuales están hechos.
Una sombra perversa empezó a adueñarse de los patios al aire libre, pero sofocados por una
hediondez absoluta. Fui a parar a las letrinas, que eran constantemente utilizados como fuga por
esos huecos infames. Cuadro entré quedé absorto. Había en el piso, tirados al piso. Cuerpos
incompletos. Piernas, brazos. Con los dedos apuntados y las uñas arrancadas. Vi como se hacía
tenebroso el lugar. Corrí hacia la salida. Me detuvieron allí unos hombres quemados por el Sol y
por el frío intenso de las madrugadas. Simplemente me llevaron hasta el “el cuarto de tormento”.
Allí me tiraron al piso. Como duele tanta maldad. Estando en esa reflexión, sentí mi cabeza volar
por todo el ámbito. Y me arrastraron, cabeza y cuerpo hasta el sitio que vi; no sabiendo que eso no
se puede hacer
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La Mujer Soñada
En ese tiempo yo estaba en el municipio de Varadero. Decidí ir allí, porque ya sabía de las
condiciones en mi barrio, en mi casa y en la ciudad. Se había tejido una hilatura de versiones, en
términos de lo que era mi presencia, a cada nada, en la casa de los Beltrán. Un tiempo de nunca
acabar. Y todo, porque yo tenía suficientes elementos teóricos para acercarme a ellos y a ellas.
Habían venido desde Mutatá, Antioquia. Campesinos absolutos. Con el énfasis de prodigar
solidaridad a quien o quienes la necesitaban-. A su vez, herederos y herederas de las tierritas de su
bisabuelo. Un tanto descuidadas, sí. Pero pusieron empeño a pura pulsión. Destacando las
bondades de la ganadería Y de los plátanos. En esto último, don Feliciano Beltrán, puso ojo avizor,
en las posibilidades que estaban ahí. En ciernes. El mercado internacional y las posibilidades de
comprar otra tierrita en Chigoorodó. Había conocido a don Apolinar Cifuentes. Otro macho para el
trabajo. Decidieron intercambiar ilusiones y trabajo.
El día en que llegaron al barrio Aranjuez, en la ciudad de Medellín, yo los y las observe. Digo yo,
ahora, detecté su talante. De las ganas que todavía tenían para trabajar. Una de ellas, Betsabé
empezó a estudiar en la Universidad Pontificia Bolivariana. De buen cuerpo, pero de mejor talento.
Me contó, después, que se había decidido por la sociología, en razón a que se había hecho la
promesa de investigar a fondo, la situación de nuestro país y de la interacción con la situación en
América Latina. Particularmente, en lo referido a la noción de poder político y su incidencia en el
curso de los hechos políticos y económicos. Ella me decía, algo así como énfasis en la condición de
dependencia de nuestros países que ella llamaba periféricos, con respecto a lo que llamaba “el
nuevo imperio”, haciendo alusión a los Estados Unidos de Norteamérica.
Yo me hice amigo de ella. Me gustaba escuchar sus palabras. En eso que, hemos dado en llamar,
don de la palabra. Tanto así que, los sábados, yo iba a su casa. Y conversábamos hasta bien
entrada la noche. Me fui entusiasmando con su didáctica y compromiso con la historia. Y con el
presente,
Valga anotar que, yo, fui siempre un obrero. Trabajaba en una empresa de textiles de la ciudad.
Mi formación académica no iba más allá de ser bachiller, egresado del Liceo Marco Fidel Suárez. Mi
actividad laboral era muy cambiante. Todo, en razón a los horarios. Unas veces en turno de la
mañana. Otras, en el turno de amanecida, que llamábamos en ese entonces.
Ezequiel y Luz Marina alternaban sus oficios regulares en la casa, con la asistencia a la escuela
nocturna. Así terminaron su formación secundaria. Pero, tal vez lo más relevante, en ese entonces
era la vinculación de toda la familia, al quehacer en el barrio y en la ciudad. Mamá Laurentina,
trabajaba día y noche, para garantizar la manutención de la familia. Don Iznardo, papá esposo,
consiguió un trabajito como vigilante en el aeropuerto Olaya Herrera. Con los ahorritos que
hicieron, fueron levamntando la casita. De tener un piso, pasó a ser una casita de tres pisos.
Lo cierto es que, en el barrio, empezó a desarrollarse un tipo de relación y de manifestaciones, de
cercanía con la irrupción de hechos no habidos antes. Betsabé, empezó un trabajo de reflexión y de
empoderamiento de las vecinas y vecinos. Esto fue mal recibido por los que se empezaron a llamar
“Custodios de la Paz”. Tanto así que, en el correr de los días, se fue tornando, el barrio, en un
vividero agrio. Tanto como entender que, todas las noches, se presentaban allanamientos a las
casas, por parte de supuestos o reales funcionarios de la policía y el ejército.
Para ese entonces, yo le había declarado mi amor a Betsabé. Ella respondió con buen ánimo. Nos
veíamos, a más de los sábados, los jueves, cuando ella tenía horas libres en la universidad y , yo
disfrutaba de tiempo compensatorio en la empresa.. Un día cualquiera, mientras yo estaba
laborando, los policías y militares, entraron a la fuerza a la casita de Betsabé. Se los llevaron a
todos y a todas.
17
Un año después, sigo sin saber nada de ellos y ellas. Solo sé, y estoy seguro, es que no volveré a
verlos ni a verlas. Simplemente, siguieron conmigo. Por eso estoy aquí. En este sitio que elegí como
lugar de estadía. Huyendo de las amenazas impartidas por “Los Templarios Modernos”. Grupo de
asesinos, al servicio del gobernante de turno. Y, por esto mismo, declaro mi condición de guerrero.
A nombre del pueblo y de la dignidad de los y las luchadores (as) por la libertad.
Insumiso
Lo convenido es, para mí, la valoración de palabra hecha. Yo me fui por ahí. Tratando de precisar
lo que quería hacer, después de haber propuesto volar con la vida en ello. Y es bien convincente lo
que me dijiste ese día. Y yo me propuse transitar el camino que tú dijeras. Y, te entendí, que sería
el comienzo de una ilusión forjada a partir de validar lo nuestro como propósito de largo vuelo.
Ante todo, porque he sido tu amante desde siempre. Inclusive, desde que yo hice de mis pasos
nacientes, una conversadera sobre lo que somos y lo que fuimos. Sin temor al extravío, acepté que
no había regresión alguna. Que seríamos lo que nos propusimos ese día, siendo niño y niña; como
en realidad éramos. Y sí que arreció la bondad de tus palabras. Enhebrando los hilos de lo vivo y
vivido. Aun en ese lugar del tiempo en el cual apenas si estábamos en condición de realizar el
ilusionario. Un desarreglo, ungido como anarquía de sujetos. Sin detenernos a tratar de justificar
nada. Como andantes eternos. Como forjando el tejido, a manos llenas. Y, pensé yo, hay que dar
camino al mágico vuelo hacia la libertad, ayer y hoy perdida. Un vacío de esperanza atormentador.
Por lo mismo que era y es la suma del pasado. Y, precisando en el aquí, que nos dejábamos
arropar de ese tipo de soledad acuciosa. Casi como enfermedad terminal. Como si nuestro
diagnóstico se lo hubiera llevado el viento. En ese tono de melancolía que suena solo cuando se
quiere ser cierto sin el protagonismo del diciente lenguaje habido como insumo perplejo. En todo
ese horizonte expandido de manera abrupta, imposible de eludir.
Un frío inmenso ha quedado. Ya, la nomenclatura de seres vivos, de seres amantes libertarios; se
ha perdido. Mirando lo existente como dos seres que han perdido todo aliciente. Un vendaval
potenciando lo que ya se iba de por sí. Fuerte temblor en eso que llamamos propuesta desde el
infinito hecho posible. Como circundando a la Tierra. En periodos diseñados por los mismos dos
que se abrazaron otrora. Cuando creímos ver en lo que pasaba, un futuro emancipador. Ajeno a
cualquier erosión brusca. Como alentando el don de vida, para seguir adelante. Hasta el otro
infinito. Pusimos, pues, los dos las apuestas nítidas, aunque complejas. Un unísono áspero. Pero
había disposición para elevar la imaginación. Dejar volar nuestros corazones. Como volantines sin el
hilo restrictivo. Y, si bien lo puedes recordar, hicimos de nuestros juegos de niño y niña, todo un
engranaje de lucidez y de abrazos cálidos, manifiestos.
Hoy siento que lo convenido en ese día primero del nacer los dos, ha caído en desuso. Porque, de
tu parte, no hay disposición. Que todo aquello hablado, en palabras gruesas, limpias, amatorias.
Solo queda un vaivén de cosas que sé yo. Un estar pasando el límite de lo vivo presente. Entrando
en una devastación absoluta. Y, este yo cansado, se fue por el camino avieso. Encontrando todo lo
habido, en términos de búsqueda. De los sollozos perdido. De mi madre envuelta en esos mantos
íngrimos de su religión por mi olvidada. Una figura parecida a la ternura asediada por los varones
grotescos. De la dominación profunda y acechante en todo el recorrido de vida.
Mi proclama, por lo tanto, ya no es válida para registrar el deseo libertario. Los sabuesos pérfidos
han arrasado con la poca esperanza que había. En una nube de sortilegios ingratos; por cuenta del
nuevo tiempo y de las nuevas formas de dominación en el universo que amenaza con rebelarse. De
dejar de girar. De cuestionar el dominio de Sol. Como pidiéndole que no haga sus cuentas de vida
en millo0nas de años más.
Y si, entonces, que lo convenido se convirtió en reclamación atropella. De nuevos compromisos. Tal
vez, el más importante: dejar de ser lo que somos. Y ser lo que, en el ayer, fingimos. Pura
nostalgia potenciada.
18
Ígnea, diosa hiriente
Hoy, como también ayer, hice esa parada en tiempo. De mi tiempo que se originó cualquier día.
Desde muy lejos regresé. No tengo creencia del por qué me había ausentado de este pueblito.
Miserable, dirán algunos y algunas. Para mí ha sido embeleso llano. Estando allá lo veía como
territorio insumiso. Que fue creciendo estando yo allá. En un proceso de decantación de las
palabras mayores. Para hacerlas más nítidas. Más simples a la entendedera de esas mujeres y esos
hombres que andaban en él, cuando no habían nacido. Una pulsión henchida me arropó desde ese
entonces. Cuando yo era simple plebeyo. Como sujeto ahí. Sin entender lo lejana que es la vida;
cuando ella es para quien la vive; simple acechanza. No por su negrura bella. Más bien porque me
fui en el viento que me recogió, un buen día. Y me llevó sin ningún descanso, hasta donde me
encontraba antes de regresar. Hoy, en este umbroso día, empecé a recorrer lo que antes ya había
hecho. Pero que, en el hoy mío, lo hago de nuevo. Tal vez tratando de hacer de mis pasos una
lentitud benévola. Tal vez para verificar si todo está ahora, como estaba cuando me fui.
Camina que camina, llegué al parquecito de tantas historias vistas y oídas. No lo encontré lúcido.
Estaba abrigado por un tono gris, que parece recién hecho. Seguí por Calle Santander. Solo
observé el respiro de quienes ya se habían ido, después que yo. Un tono de vida incierta, parecía
ya. Seguí hasta la que fuera nuestra casa. Había nadie. Se fugaron desde hace más de mil años. Y
me dio por la pensadera. Trayendo acá la figura de Ámbar. La mujer que siempre quise. En ese
remolino de cuerpos, no la detecté Mi imaginario perplejo, se fue deslizando hasta el solarcito de su
casa. Donde jugábamos todos los días. Sentí un hálito de nostalgia, aferrada a la puerta que daba a
la calle. Desde esa dejadera de espasmos secretos. Como yendo en vuelo, hasta hacer retroceder
el tiempo. Para volverla a ver. Para acariciar sus ojos benévolos. Llamé al viento que me llevó un
día de esos en que pensar era simple elocuencia, aferrada al ámbito suyo.
Fui a la escuelita aquella. Donde hice mil letras. Y mil palabras con ellas. En ese acento de ilusión,
traté de reconvenir a la duda manifiesta que siempre tuve. Preguntándome, en ejemplo, sobre el
comienzo del universo. Y por la hechura de vida de los dioses. Y, ahí al lado de esa entrada,
decanté yo mismo mis preguntas. Como reiterándolos. Fui al rio. Ese el del agua ya ida. Solo hilito
de agua es ya. Y recordé cuando me bañaba en el. Acompañado por el amigo del alma. Mauricio
Hernández. El poeta siempre enhiesto. Sin regatear conceptos y rimas. Lo veo en ese dechado de
imaginarios que tenía. Recordé, del mismo modo, la muerte de Estercita Loboguerrero. La amiga de
todos. Pero solo en uno depositó su condición de mujer amada. Y veo al Rigoberto Machado. Con
esa risa amplia y generosa. Al lado de la bella Esther.
De vuelta, tomé por el camino que siempre llamamos El Cruzado. Nadie pudo recordar el origen de
este nombre, que trae a cuento y a recuerdo esos ejércitos de golpes secos. Una amargura, en sí
misma. Sujetos poseídos por su dios. Para no dejar a su paso, siquiera la nostalgia de los caídos,
bajo sus lanzas y sus espadas. Me detuve a mitad de camino. Para respirar lo que todos y todas
dejamos en el aire. Esa sensación de ternura. Esa expresión etérea de los imaginarios todos.
Y volvió el viento por mí. En una mañana parecida al del anterior vuelo. Y, desde arriba, a ráfagas
vi cómo se iba poblando otra vez el pueblito amado. Como si todo solo hubiera sido simple pulsión
mía. Adherida a la ceguera física que me cedió el mismo viento. Todavía recuerdo el líquido
incandescente que hirió mis ojos. Ese día después de haber visto a la mujer esposa del viento. En
la desnudez absoluta, Por haber osado quedarme absorto, sin retirar mi mirada de la hermosura de
cuerpo de Ígnea, la que hizo mecer mi espíritu, en esa latencia habida.
19
Gardenia, una historia
En todo el barrio, solo se habla de Gardenia Ramírez. Tal vez, por aquello de ser nodriza, cuidando
a Felipito. Se conoció con la familia del bebé en Triganá, el año pasado. Ella, con el amor de su
vida, Mariana Sánchez. Desde ese momento, floreció la empatía con el doctor Camilo Posada y su
esposa, doña Idolatría Meneses.
Su relación con Marianita, puede interpretarse como un hecho inédito. Resulta que la mamá y el
papá de la niña asistían al Santo Oficio en la Iglesia Pentecostal en el barrio Urbina, en todo el
centro de la ciudad. Marianita, siempre los acompañaba. Cualquier día de octubre, Gardenia, estaba
esperando a Gudiela Ponderosa, su novia. Al ver que no llegaba, su amante; decidió entrar al salón
en el cual se realizaba la actividad religiosa. Se sentó justo en la butaca al lado de Marianita. Sin
saber por qué, empezaron mensajes y decires de pura palabra viva. Se miraban a los ojos, cada
una. De un azul fuerte, bello, Gardenia, De verdor absoluto los de Marianita. Al terminar el oficio
religioso, la niña presentó a mamá y papá, ante Gardenia.
Los días pasaban raudos, después de haberse conocido. Hablaban en el parquecito del barrio.
Jornadas de tres horas completas. Las palabras volaban. Gardenia decidió romper con Gudielita. En
parte por el agravio de no haberse presentado a la cita. Pero, en verdad, fundamentalmente
porque se enamoró de la jovencita. Al cuarto encuentro, Gardenia, besó en la boca a Marianita. Un
arrebato de pasión, inmediata. Decidieron ir hasta la casa de Gardenia. Allí se desnudaron y se
expresaron toda la fuerza del enamoramiento. Pasaron horas retozando y explorando sus cuerpos,
bien hechos. Exuberantes.
Dejaron de verse por dos semanas, ya que papá y mamá de Marianita, viajaron a ciudad Canela,
la capital. Todo en búsqueda de un alivio para la niña. Empezó a convulsionar, una semana atrás.
Algo raro. La niña no había presentado ningún problema en su cuerpo, a lo largo de los catorce
años cumplidos. Una verdadero suplicio para las dos. A distancia, con la fuerza de sus cerebros, se
hablaban. Se poseían. Se fueron agravando los temblores de la niña. A esto hubo que sumar el
continuo flujo vaginal. Un pus de feo olor y peor color.
El médico se conmovió por la situación de la nena...él mismo no acataba a precisar qué pasaba. No
tenían antecedentes las dos patologías. Cada una por separado, sí. Pero nunca las dos al mismo
tiempo. La medicación proporcionada, combinaba analgésicos, antibióticos y anticonvulsivos. Con la
orden de llevarle la niña, después de quince días para revisión, se selló la consulta.
A su regreso, la niña, fue internada en su propia casa. Una decisión que pretendía anticiparse al
agravamiento, en sus dolencias. No volvió al colegio. Sus amigas y amigos fueron advertidos, en el
sentido de “no molestar” a la paciente, por algunas semanas. Pero, la decisión, ahondó la tristeza
de las dos. Una soledad absoluta. Corroyendo su íntima pulsión de vida.
El jueves 4 de Julio, Gardenia tuvo un desmayo en la universidad. Fue trasladada al hospital “Julián
De La torre”. Los exámenes médicos previos, angustiaron a los médicos. Tanto así que citaron una
junta médica, para analizar el caso. Lo cierto fue que el hueso coaxial, la vagina y el vientre
empezaron a pudrirse. En medio de dolores insufribles. Gardenia gritaba. No podía dormir. La
acechaba Gudiela Ponderosa. Sueños de infinita angustia. Despertaba a media noche, llamando a
Marianita y expresaba palabras altaneras e impertinentes, en contra de su ex amante.
Marianita y Gardenia agonizaban. Más por su tristeza. El hecho, en sí, de no poder hablar y tocar
sus cuerpos, profundizaba el dolor.
Las dos dejaron de vivir el mismo día. Coincidió con el día en que Gudiela visitó la casa de las
conjuras, regentaba por la gitana Epimenia. Allí mismo le canceló lo debido, por su trabajo.
20
Virginia
Quien lo creyera. Doy la vida por ti. Una vida que vuela y que se posa ahí, en lo que has tocado
antes. Recuerdo pleno hay en mí. Desde que naciste, te miré. Y te vi crecer en la exponencial hacia
el infinito. La señora Agustina, tu mamá, supo de mis desvelos. Siendo tu mujer abrigada en las
opciones otorgadas por ella. Lo tuyo, manifiesta pulsión de vida. Recreada en el universo, desde
que este surgiera. Una ligereza, la tuya, para cantar los verbos y adjetivos, de la gramática de lo
vivido en plenitud. Volar que volar, hiciste. Caminos, en veces, azarosos. Teñidos de aplicaciones
tardías; por lo menos en lo que tiene que ver con la holgura solidaria. Fuiste, en visión doliente,
por esos espacios. Casi como proyección hasta los límites.
Recuerdo el día en que tu papá Ambrosio, deshizo lo logrado. Se fue yendo como sujeto espurio. La
degradación suprema. Viendo la vida, con ojos, esos suyos, que marcaron siempre el itinerario con
el terciopelo de los venidos por la vía de imposición constante y dura. Tú, en esa condición de ser
mujer niña. Añorando lo que fuiste en vientre materno. Viviendo las opciones de ella, tu mamá. Te
conocí en el bocajarro, cuando recién salías. Aprendiendo a caminar, luciste lo más tierno de ser
niña. En esos globos subiendo. Mirando el paso de quienes nacieron primero.
Esa tarde, cuando adiviné a que venías, dije algo como insonoro. Como ingrávido cuerpo puesto en
lentejuelas punzantes. Me dijiste que ya no querías ser tú misma. Por el contrario, que anhelabas
empezar viaje hasta ese lugar que habías soñado antes. En pretérito lejano. Y me dijiste de lo
tierna que era tu mamá. Y de esas inclemencias asociadas a la opción paterna. Y me hablabas
del vergel florido. Que lo viste, sin aun nacer. Una trama, tu voz, de hilaturas ansiosas, pero
hermosas.
Cuando fijé mis ojos en ti, yo dudaba del significante que eras. Me dije, a mí mismo, lo suyo en una
surtidora de agua pura. Yendo por todo lo habitado. Aplicando sanaciones para la tristeza y el
olvido. ¿Te acuerdas del cierto día? Mirándonos como dos cuerpos alongados. Uno a uno. Tu
mirada cenicienta, fue invadiendo todo lo habido aquí. Y, además, en lo más lejano. Percibiendo la
dominación bruta, aniquiladora. Me dijiste que, cada día, soñabas con un país diferente. Por
ejemplo, dijiste, la negramenta potente. Dulce, maltratadas y maltratados. Eras como notaria
benigna. Ibas validando todo lo tocado por tus manos y tus ojos.
Hoy, en este treinta uno del mes fugaz. Ese en que siempre encontramos al sujeto breve y
distante. Ese que le hizo una canción a la esperanza, pensando en ti. Me sentí paralizado; viéndote
susurrarle al viento. En el mismo día vaticiné como presagio de lo que ocurriría. Mi recuerdo,
entonces, fue un conocerte. Ya habían transcurrido casi sesenta años desde tu partida. Y supuse
que habías logrado impactar en el cuerpo de vida. Absorto, en un entrelineas, quijotesco, subí la
pendiente dada, como coordenada ávida de sustento para derrotar la amargura inaugurada, por
quienes te conocimos. Y que, en ese el día de tu fuga de hace seis decenios ya. Inauguramos las
voces nuevas. Sin repetidera de palabras. Siendo, por lo tanto palabras de clamor sutil, deseado.
Desde este lugar mío, entonces, ensayo las palabras, para que puedan volar y circundar la Tierra
nuestra. Esa que va vivir, millón de años más. Y que tú la conduces, como ilusionario propio, real.
El Elegido
Pongo a Midios como testigo. Lo tuyo había ido creciendo en el contexto escogido. Una iniciativa
venida a menos desde que dejaste de amar. No lo digo por mí. Ya que he ofrecido mi alma al
21
Creador, al Todopoderoso, para que mi arrebato no pase desapercibido. Ofrecí mi vida, no la tuya.
Por doquier observo el mimetismo ordinario. Yo he trascendido lo primario tuyo. La manera como
retratas tu cuerpo; no es otra cosa que lujuria. De tal manera te entregas a cualquiera, que he
recordado cuando íbamos juntos a la escuelita. Y, más tarde, al colegio. No sé si recuerdas ahora,
lo que hacíamos con los palos de guayaba y de mango biche. Supongo que no. Porque he
percibido, en ti, esa luciérnaga perdida, apagada. Te cuento, ahora, mi pasado después que nos
dejamos de amar. Es un tanto simple. Una brújula en mil pedazos rota. Fui creciendo en lo mío.
Estuve al mando de José Pedrera, cuando me abrí camino hacia las comunidades no reconocidas,
hasta entonces, por pléyade de comisionados enjutos. Yo me di cuenta de inmediato. Por lo mismo
que obro como vigía designado por el Padre Eterno. Estuve tres veces en Roma, la nuestra. En uno
de esos viajes, me entrevisté con Olmedo Vigoya. No sé si te acuerdas de él. Vivió en el mismo
barrio (Belén AltaVista, en nuestra Medellín pujante siempre) Resulta que Olmedito, como le
decíamos con cariño, se separó de Julieta Piñeres, Todo, por cuenta de sus arrebatos lujuriosos.
Rompió con Catalina, el día en que la encontró en la casita, con Saturnino Moscoso. Un tanto
dramático el cuadro.
Lo cierto es que vivo, con la bondad de mi Dios amado. Te cuento, además, que mi mamá murió.
En el tiempo ese de la inquisición forzada que impuso el padre Anselmo. Una cuestión misterio,
como decimos los Adoradores de Dios Buen Pastor. Ella, Sarita como siempre la llamé, ejercía como
vocación primera en ese Trono del Buen Dios Punzante. Siempre, en Semana Santa, mi mamá
entraba en eso que empezamos a llamar Trance Legítimo Para Los Iniciados. Su ayuno, esta vez,
fue extremo. Lo empezó el Domingo de Ramos. A mitad de la semana, le envió un mensaje al
Reverendo Anselmo. En el sentido que se sentía muy débil y que se sentía acosada por El Judío
Errante, designado por Mi Dios, para tentar a las almas votivas.
La respuesta nos dejó impresionados. Le dijo: bajo ningún pretexto Sarita. Debes terminar el Ayuno
Supremo. Quédate ahí, en donde estás ahora. Mi mamá murió el Jueves Santo. No pudo más. Yo
creo, en verdad, que el Reverendo tenía razón. Su muerte es excelsa demostración de lo que
puede el Divino Sacramento Único. Todos y todas salimos a la calle. Doña Hilduara, la Matrona del
Divino Salvador, nos arengó. Veía un mensaje en el amplio cielo azul. Y sí que miramos. Y aparecía
mamá Sarita. Una Asunción Hermosa. De la mano del Arcángel San Gabriel. Al volver a casa,
efectivamente, el cuerpo de mamá Sarita no estaba. Solo quedaron el ataúd y los candelabros.
Yo sigo en la Expiación Suprema. Bajo órdenes del Sumo Pontífice Aureliano Tercero. En verdad yo
siento, cada día, que voy aprendiendo a ser un Buen Cristiano. En el Tercer Año Conmovido,
abandoné todo lo terreno. Renuncié a mi trabajo como Vocinglero Primero. Cada día, en el pasado
reciente, era expresar, a capela, los Rituales Divinos para el día. También abandoné a Vitelina. Mi
noviecita de toda la vida. La repudié, por Mandato del Sumo Pontífice. Requisito penúltimo para
acceder al Título de Diácono Primero.
Ya el barrio no es lo que fue antes. Es como si todo se hubiera decantado. Sus calles están, todos
los días, cubiertas de flores. Todo en honor de mamá Sarita. En cada esquina se erigieron estatuas
de mi mamá, de doña Leopoldina y de doña Amparo de Gutiérrez. Todas ella las llevamos a Roma,
para ser bendecidas por el Sumo Pontífice. Vivimos, todos y todas, en meditación continua. Vivimos
en estado casi cataléptico. Los vecinos y vecinas de los otros barrios nos traen frutas, legumbres y
aguapanela. De eso vivimos. Por Voluntad Divina.
Ya sabes, amada mía, del porqué de mi ausencia. Ya, en vida de Vitelina, te decía cómo el Buen
Dios, me eligió a mí para poseerlas a las dos. Y que, nuestro hijo ha de ser santo. Esa es mi
recompensa. Así lo quiso El Verbo Divino.
22
El cuarto tiempo.
Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer
referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era su
nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía efímera. Tal
vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hablé de lo nuestro. Como queriéndole
expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados de lo que han
sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé
tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra
categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su
lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir
sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo
en su derrota. Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual.
En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo
así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que
pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido
con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de
los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di a la vuelta. A la otra expresión
del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por lo menos
así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo acontecido antes. En ese territorio suyo
incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella,
se fue perfilando en lo que, en realidad debería ser. Y lo vi en el periplo. Como en la cepa enana
cantada por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel
Hernández….En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso
a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador,
me hizo creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su
intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera.
Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré inmerso en
la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese
Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En
la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y no dice
nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto
ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo
que pueda pasar. Ahí, como vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa
propuesta admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de
Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo
más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no
conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no
conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me
fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el
conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada,
enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo
habido, por la vía de suplantar lo que antes era.
23
Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal,
sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta. En la
cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta
el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril, manifiesta.
Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como sucinta conversación.
Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como simplezas pasadas. O, como
breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como
r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado.
Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio
encerrado. Entendido como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que,
paradójicamente, la sentía más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los
espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí
amarla desde ese día en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se
te olvide que fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo
habido en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío.
A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño.
Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y la veía
en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí
adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de
Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le dije lo que en
verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía necesaria. 1) que yo no me imaginaba a
Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es
incierta. Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad.
Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente
hecho en sí, sin más aspaviento.
Doncella
Lo dibujé en el espacio habido. Tracé líneas oscilantes, por lo mismo que cada quien dice lo que
quiere, a la hora de definir su rol. Justo ese día había propuesto a Diana que estuviéramos juntos.
Por siempre. Mi justificación hablaba del hecho manifiesto de querer estar con ella. En cualquier
parte. Desde mucho tiempo atrás estaba obnubilado por ella. Como si fuese cómplice del querer
estar que traspasa la línea mínima. Algo así como querer volcar en ella todo lo mío. Y le dije que la
había visto en sueños, desde el día mismo en que nació. Que la había visto crecer. Que, todos los
días, la veía en su bañerita en plástico. Que veía a su madre arroparla en la toallita que le obsequió
don Sofronio y su esposa, doña Azalea. Y que la veía alzar sus manitas para alcanzar los móviles
expuestos por doña Mariela, su tía. Y que, en el día a día, la veía jugar con Juan Pablo y con
Valeria. Ahí en el parquecito. Cuando retozaban en lo más puro de la infancia de todos y todas. Y
entraba en el escenario lúdico la exuberancia suya, pasando que haciendo pasar cada gesto hecho
risa absoluta. Y que la veía en el jardín, con su uniformito acicalado de estrellas color rosado. Y que
la seguí hasta la escuelita. Y que le decía todos los días, lo linda que estás mena. En el “aquí te
espero”, luciérnaga mía. Para hacerte fácil amar. Aun en esa holgura de años que te llevo. Siendo,
como en efecto soy, cuerpo de años muchos. Pero que te sigo mirando y esperando. Y que te
esperaré, por siempre. Deteniendo las calendas. Hasta que tus doce añitos, evolucionen. Te espero
de dieciocho. Y te veo en mi cama. Agarrotada del frío de esta ciudad punzante. Y que te cobijo
con el manto de mi madre, por mi heredado, Y que te canto los cánticos de niña traviesa, pura,
deslumbrante.
24
Y ya, como en cuerpo ajeno, te sueño tendida en cama, anhelándome. Con esa espera traducida en
los gemidos hermosos de quien se siente poseída. A todo momento y en cualquier lugar. Y voy
hilvanando los tiempos. Y duermo para hacer menos larga la espera. En un desfile de ilusiones
manipuladas, por mí mismo. Y me veo horadando lo tuyo. Con absoluta delicadeza. Dándole tiempo
al mismo tiempo que corre y vuela. Y sí que, saliste de la escuelita hoy. Con tu valija. Llevando los
cuadernos y los lápices. Y me acerqué a ti. Y cogí tu mano tersa. Con ese negro hermoso,
extendido por todo tu cuerpo. Y te invité al Bazar de Las Marionetas. Y te divertiste tanto que hasta
lloré al verte. Y, después, fuimos al parquecito de los sueños idos. Y jugaste con todos y todas tus
pares, allí. Y te arropé luego. Después de lo hecho y del cansancio exhibido.
Simplemente no pude más. Ese día, al recogerte en la escuelita, te dije que iríamos a disfrutar lo
más hermoso de la vida. Aquí y ahora. Y te llevé a ese cuarto azulado. Te mostré las cortinas. Y las
ventanas. Y te mostré el patio construido por mí mismo. Ahí, como enjuto y pequeño. Pero con la
capacidad para expandir el brillo de cada día. De nuestro Sol. Bello, a veces. Hiriente otras. Y te
dije no espero más. Hagámoslo ahora. Dame tu vida en este lugar. Quiero ya. No después. Y dijiste
que sí. Y te desvestí en lo inmediato. Tu delantalcito rojo lo abrí y lo coloqué ahí, en esa sillita que
ya estaba. Y deslicé mi mano por tu pubis. Y noté que se iba inflamando tu clítoris. Y tus pechos. Y,
yo, me exacerbé en locura. Te abracé. Y te hice mía. Cabalgando en tu cuerpo. Y tú gemías. Y me
arañabas. Y reías. Y me decías abuelo mío, por ahí no es. Déjame orientarte. Y abrías más tus
piernas. Y me guiaste hasta esa cavidad asombrosa. En esa juntura estrecha toda. Y lo hice como
me lo dijiste. Y, ya ido en mis fuerzas todas, te vi dormitar. En placentera exhibición de regocijo y
cansancio. Y vi crecer tu vientre. Allí mismo. Cada minuto más. Y alcé tu cuerpo. Ya dos. Lo que
antes era uno. Y pasó el tiempo en velocidad creciente. Y, allí mismo, nació nuestro Ámbar. Y
empezó a llorar, como niño que era. Y vi tu rostro de niña de doce añitos. Exuberante. Gozoso. Y lo
hiciste arropado mimo hermoso.
Al salir los tres, caminamos sin rumbo. Tú y nuestro Ámbar, riendo por ahí. Y fuimos a Lago
Dorado. Nos bañamos en desnudez. Y veíamos pasar a la gente. Y reíamos al verlos. Y retozamos
como infantes todos. Y me dije a mi mismo que ya había vivido lo que más anhelaba. Ya te había
tenido y había hecho en vos, un lugar para seguir creciendo. En ese vientre ávido de sentirme. De
hacer crecer mi ser sembrado.
Como sujeto vivo. Como madre ida
Los días pasan, y mi vida en ellos. Lo de hoy es señuelo para atraer el olvido. De todo lo que he
sido. En mirar mirando, la rapiña en ese contexto tan vivido. Yo, andando en penumbras. Como
ansioso sujeto íngrimo. Sin lo justo para acceder al estado anhelado desde ha mucho tiempo. Este
recorrido lo inicié, cuando niño. En lejano día, que vi a la Luna engarzada en chubascos venidos,
todos los días. En veces en vuelo lúdico. En otros viniendo en loco albedrío punzante. Y sí que lo
sentí. Desde ese adentro del cuerpo de madre primera. Siendo, como en realidad fue, día de Sol
pleno. En la perpendicular situado. Sobre ese barriecito de ella, que empezó a ser mío. Cuando caí
en libre vuelo. Ella estaba, como casi todas las madres, con mirada puesta en calle angosta en que
vivíamos. Como mediodía era. Como que nubes pasando. Viajeras lúcidas, Con grises-negros
promeseros. Ella, con ojos asiduos visitantes de la montañita, a manera de cinturón envolvente.
Ciudad prisionera en ello. Ciudad manifiesta. Que había nacido antes que la mujer madre mía
sintiese presagio de conocerme.
Y me fui haciendo sujeto triste, como en ella prendido. Como bebé canguro esquivo. En cortedad
de camino, a pasos, enarbolando potencia de suspiro enfermizo. Yendo tras la imagen de ella. En
voltereta. Viviente como escarceos de pájaros vidriosos; en vitrales puestos por mano mágica. De
pintora bulliciosa en silencio. Yo viajero en pos de El Levante prodigioso. Imaginado. Yo niño
elucubrando. Yo sediento de alegría. Siendo, en eso, solo corresponsal estático, venido para
horadar en tierra. Para soportar la pulsión venida desde afuera del universo enfático en trazar
leyes, leyendas, caminos. Y me hice, en ese tiempo langaruto, personaje desarropado. Por lo
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Palabras e inquisición y otros relatos

  • 1. 1 Palabras e inquisición Como cuando alguien está al libre albedrio. Lo vi pasar, al hombre elegante y parsimonioso. Con los brillos en sus muñecas y dedos. Había estado yendo por ahí desde la semana pasada. Se dice que vino a visitar a su mujercita Naranja de Jesús Amparo Martínez. Un noviazgo de mucho tiempo atrás. Dicen que se conocieron en Puerto Cisneros; cuando apenas eran niño y niña volando por ahí. Las cosas se fueron tornando agrias; habida cuenta de los bretes cotidianos. Unos engarces pérfidos. Se tejieron en todo el entorno. Como urdimbre apelmazados. En unos ires y venires que combinaban lo cierto, con la cicatera maldad ampliada. Un rigor, en el ambiente, que semejaba a lo que dicen es el infierno. Sus familias empezaron a crecer en número de personas y necesidades. Un puerto que se iba muriendo de a poco. El río dejó de surtir el maná soberbio, salido de sus entrañas y de la caravana anual de peces a desovar. Parsimoniato, el jefe de familia, en casa de naranjita, empezó a envejecer al vuelo. Empezó a sentir lo que significa no tener un centavo; ni forma de conseguirlo. Se hizo ducho sujeto en contar lo que su memoria retenía. En vocinglería madura y tierna. Contando esas historias similares o mejores que las de Scherezada. La esquinita de la treinta y dos con novena, era su sitio de trabajo diario. Y los sábados y domingos en actividad directa hasta las nueve de la noche. Y contaba, Parsimoniato de palabras que habían estado dormidas. En los callejones de barrios fantasmas. Y traía a colación lo de la mujer errante. En una sola pierna y un solo brazo; pero con tres ojos de color rojo potente, Y de cómo, esta se paseaba por todas las calles; buscando niños y niñas para devorarlos con los inmensos dientes en esa boca que parecía boca de mina en uso. Refería, además, la historia de la señora Manantial que se hizo origen de todos los ríos. Y que, a su decisión, desviaba el curso de las aguas. Y que, hizo su propio mar mitad negro y mitad blanco. Y que puso peces de variada condición y hechura en los remolinos hirsutos. También, hacía perder las barcazas de los pescadores. Sobre todo en noches de luna llena. Naranjita como que iba aprendiendo a pronunciar las palabras con la fluidez y lógica de su padre. Empezó a reemplazarlo cuando este descansaba en la hamaca grande que heredó de su padre Enjuto Martínez. Este, a su vez, la había heredado de Aguatacala Bermúdez su primera amante, ya muerta. En esa seguidilla de palabras y de historias y de acotaciones anecdóticas; Naranja de Jesús, empezó a envolver a su novio, Castor Benitín Arrubla Carbonero. Y, este, empezó a seguirle la hilatura. Hasta que, también aprendió el oficio y empezaron a atesorar las moneditas que recibían de la misma gente del barriecito y de los turistas que venían de otros barrios y otros municipios, arrobados por los decires que ella y él eran endemoniados vigías y cuidadores de la Torre de Babel, con referencia en la Biblia. Él se fue, un día cualquiera. Ella lo siguió. Ni ella ni él volvieron al barriecito. Hicieron vida urbana; con todos los embolates que ello conlleva. Fueron a parar al municipio Pera Limpia, adscrito a la región de “Las tres Lunas y los Tres Soles. La urdimbre había crecido. Habían aprendido de otros palabreros y otras palabreras. Ya ganaban dinero para hacerse buena ropa y buen bocado. Desde allí se fueron para ciudad “La Virgen de los Desamparados”... Allí conocieron a Mandarino Hipotenusa Cateto y Cateto. Actuaban en cuanto barrio había. Con su nuevo socio arrendaron una casita en las afueras de Barrio Nibelungo. Era el sitio ideal para el ensayo y la construcción de nuevas historias impensadas. En el mes de agosto de 2081, empezó el drama para los tres. Se fue tejiendo la palabrería en el sentido que eran brujos y bruja. En ese escenario que había sido tomado como profusión de fe
  • 2. 2 Milenaria. Rescatando fobias y gobernanzas, anclados en la nueva inquisición o supercherías adoptadas como valores absolutos y válidos por siempre. Fueron encarcelados y encarcelada; en inhóspito cuarto. Y, las gobernanzas, fueron construyendo la exposición de motivos. Y empezó la recaudación de pruebas. Todos y todas a una. Contaron, bajo gravedad y juramento que los habían visto levitar en las noches. Y que, en veces, bailando con negras empelota; con torsiones de cuerpo, incitadores. Mala referencia para niños, niñas y adolescentes. Y que ella y ellos echaban fuego por la boca. Y que derramaban el agua bendita de los surtidores de las iglesias de la ciudad. Y que, Naranja de Jesús se produjo, ella misma un aborto. Y que había botado un niño unicornio, a la basura. Y en un día lluvioso fueron quemados y quemadas en una pira similar a la que asfixió a Giordano Bruno Una maldición Julián José llegó a la casa. Mucho tiempo había pasado, desde que viajó a San José de Isnos. Siempre ha sido, como se dice coloquialmente, muy apegado a su mamá Carlota. Yo siempre he vivido, ahí enseguidita de la casa de su familia. Por lo tanto he conocido de primera mano, todo lo relacionado con ellos y ellas. Su papá, Eugenio Santacruz, ha sido muy problemático. Con decir, a manera de ejemplo, que no dejaba que sus hijas Elisa María y María Elisa, tuvieran amigos o amigas. Las mantenía en casa, como si fueran monjitas en monasterio. Además, para Julián José y José Julián, mantenía una jefatura autoritaria, como si ellos fuesen soldados en cuartel general. Ese día en que se fue Julián José, yo estaba trabajando en el tallercito de ornamentación de don Éufrates Mosquera. Él y su familia viven a una cuadra de nuestra casa. Un señor solidario con todos y todas en el barrio. En los diciembres, compraba dos marranos y los mataba el treinta y uno. Tremenda fiesta armábamos. Cerrábamos la calle. Todos y todas bailando, quemando pólvora y echando globos al aire. A medianoche todo era saludos, lágrimas y buenos deseos para el año siguiente. Comíamos sancocho todo el primero de enero, Hasta que terminábamos ahítos. Sin embargo, a pesar de la felicidad que nos embargaba, no faltaban los problemas, producto de la borrachera. Entre los más problemáticos estaba Julián José. El treinta y uno del año pasado, se volvió como loco. Insultando a todos y todas. Ahí estaba Juvenal Rentería. Tanto o más problemático que él. Se trabaron en lance a cuchillo. Julián José hirió de muerte a Juvenal. Hasta ahí llegó la fiesta. Un desespero de todos y todas. Y Juvenal ahí tirado en la calle. Solo levantaron su cuerpo como a las seis de la mañana del primero de enero. Empezó la vendetta entre las familias. Insultos y peleas bastante ásperos. La mamá de Juvenal, entró como en trance. Tanto como entender que no volvió a salir a la calle. Deliraba, constantemente, llamando a “Juve” como ella le decía. Doña Carlota lloraba día y noche. Los papás de Julián José y de Juvenal, a cada nada se retaban a pelear. No había día en que no se presentaran intentos de agresión. Todo en el barrio se fue agriando. En una tristeza manifiesta absoluta. No se volvió a escuchar música. Ni bailes ni nada. Una transformación en los hábitos de familia. Y de la comunidad. Como si todo fuese inhóspito de manera perenne. Julián José salió escondido, una noche de marzo, treinta y uno por más señas. Arropado en una ruana. Su primo Elías Benjumea, lo llevó en el carrito que tiene para trabajar. Yo los acompañé hasta la Terminal de Transporte. Se fue en la ruta, Bogotá- Neiva-Pitalito-San José de Isnos. Cuando regresamos a casa, nos encontramos con tremenda aglomeración de vecinos y vecinas. La mamá de Juvenal se había abierto las venas. De nada sirvió la intervención de doña Hilduara, de profesión enfermera. Doña Aurelia estaba encerrada en su cuarto. Por lo mismo, cuando se
  • 3. 3 percataron, ella ya se había desangrado. Y todo mundo se confundió. Llorando, gritando. Insultos iban y venían. Por lo tanto, cuando Julián José llegó a casa, después de tantos años de ausencia, yo percibí que algo malo iba a pasar. Esa misma noche, sentimos en el barrio una explosión potente, De inmediato todos y todas, en el barrio, despertamos. Me asomé a la puerta. De lo que antes era la casita de Juvenal, no quedaron sino escombros. Todos y todas murieron. Esa madrugada empezó a llover. Así estuvo todo el día y los días siguientes. Hoy por hoy, todavía llueve sin parar. Tráfico de ilusiones Uno (lo que éramos). Cada quien vuelve a su pasado. Y, en veces, de manera abrupta, según el caso o la vivencia. En lo que respecta Virgilio Zapata Samaniego, sucedió un imprevisto que lo obligó a vaticinar su futuro, a partir de un engarce complejo. Problemas venidos desde su infancia, obligaron un paseo a bordo de la imaginación y del recuerdo. El suyo. Y el de Aurelia Lucía Monterroso, su eterna noviecita. En evidencia tardía, supieron de lo suyo cuando contaban seis y cuatro añitos de vida, respectivamente. Unos arrabales que daban cuenta de lo tormentoso que era el tiempo en esos días. Como cuando la iridiscencia en el día a día. Y relacionada con el quehacer instrumental íngrimo obligaba a vivir con los otros y las otras, en vuelo rasante. A ras de la tierra. El barrio, su barriecito del alma, se vio inmerso en un proceso de deterioro continuo. Irreparable e irreversible. Unas vidas ahí expuestas. En enjundioso trabajo de los hechos. Ese tipo de violencias que hicieron mella. Esa búsqueda de conexiones y de los conflictos en ellas. De tal manera que se fue erigiendo un agregado cada vez más pesado. Esa latencia, allí. En los escenarios familiares bruscos. Incompatibles con el recorrido ilusionario. Doña Cecilia Amalia del Bosque Samaniego, tuvo a Virgilio en esos días en que cualquiera diría, onerosos o infames. En ese recorrido lento de los momentos. De los decires cargados de ignominioso insumo vinculado con la diatriba hirsuta. En un aplicativo violento. Como diciendo que los valores son argumentos de ponderación en tiempos difíciles. Tal vez, haciendo alusión a la incorporación de definiciones, venidas desde los inicios de la teoría aristotélica. Desatando los nudos, a partir reflexiones por fuera del contexto cotidiano. Y, más bien, en el nexo con la parentela. Una vinculación de principios complejos y volátiles; a esas campañas de acompañamiento tutelar. En ese tiempo de veloces haceres, se fue configurando el sentido propio de la nostalgia. Yendo en dirección al decolaje. Ligado a esos vientos milenarios que aparecen y desaparecen en infinitud de procesos. Y, en ese vuelo áspero se ha ido magnificando la desesperanza. Por lo mismo que recaba, siempre, en la necesidad de articular la vida, cualquier vida, al vuelo perenne. Que se repite y reinventa a cada paso. Por lo mismo, entonces, Cecilia Amalia, se hizo al viento. Así como otros u otras se hacen a la mar. Ella hizo ese vuelo en nocturnal expresión. De todo lo habido en el territorio efímero. Como cuando se traspasan las franjas y los husos horarios sin proponérselo. Y la vaguedad de su intuición, la fue envolviendo. De tal manera que se fue perdiendo el ímpetu inicial. Y se fue tornando en rescoldo, atizado por el mismo viento que ella eligió como transporte benévolo. Un ir y venir, puestos en la memoria de quien sería su heredero, en lo que respecta a bienes soñados. Uno y mil momentos de trajín de acertijos madurados a la fuerza. Una presurosa orquestación lineal.
  • 4. 4 He andado muchos caminos (…como canta Serrat). En esa búsqueda de ilusiones. Tal parece que, estas, se han evaporado. El “frente frío” de los mares las han expandido, echándolas a volar. Como queriendo decir y hacer, que se ha posicionado lo perverso. En el caso particular mío, he navegado en todos los mares. Entre otras cosas, nunca he podido saber cuántos son. Simplemente yo he sido como esa noria que va y viene. Yendo por ahí. De lugar en lugar. Siendo, como he sido, una aborigen en tierra ajena. Y sí que lo he pagado caro. Simplemente, porque he estado en ese escenario que nunca ha sido mío. A veces, me he sentido como mujer sujeto que está aquí. Pero no ahora, sino en los escapes vinculados a lo que cada quien le ha estado dado, asumir opciones vinculantes. A lo que queremos ser. Sin tránsitos infames. Eso explica, por lo tanto, mi vocación de nómada errante. Esa que se ha sentido predispuesta para entender las reglas, en veces, inhóspitas. Y he estado como en preclusión con respecto a la vida plena. He sentido, en perspectiva diferente a la que ayer, o cualquier día anterior, que se exhibían como proclamas al aire. Y, por esto mismo, yo he sido como vengadora solemne. Haciendo alusión a lo irrepetible. Pero, a decir verdad, me siento en locomoción perdida. Pegada al piso. Dando fe de la gravedad. Como insumo en contravía de ese vuelo nítido que siempre añoré. En esa infancia mía. Doliente expresión. Dos (ese mirar protagónico) Venía deambulando, desde el mismo momento en que supe del desvarío de mi Virgilio. Como ese rumiar que vuela. Unos ámbitos presurosos. Por ahí cayendo en cualquier parte. Yo me fui despacito. Hasta encontrarlo. En esa nimiedad de vida brusca. Por lo mismo que se fue distribuyendo con una vocación insípida. En esas ilusiones sin sustento. En un andar los caminos áridos. Y yo, como mujer libertaria, le dije a mi Virgilio que ampliáramos los pasos. En un reto a la longitud pensada e impuesta. Él y yo nos fuimos por la vía azarosa. Él sin padre. Y yo como preclara inspiradora. Aquella que no alcanzaba a dar el tono de lo diferente. En medio de tantas fisuras prolongadas por parte de los “gestores” de la vida. Llegué, cualquier día, al pueblito benévolo. En el cual había nacido. Me hice fabricar lentejuelas de diversos colores. Como cuando una quiere que la recuerden. Eran, más o menos, las ocho de la noche. El bus me dejó, justo al lado de las notarías. Yo había sabido algo de ellas. Por el tono de sus pareceres, En esa prolongación de los caminos. Que, por sí mismo, se hacían angostos o abiertos. Según la lectura e interpretación de lo que fuera necesario. Llegué a casa de mis tías, siendo casi las nueve de la mañana. Allí conocí a mi primo Alberto. Había estado perdido mucho tiempo. En mi vaguedad, creí haberlo conocido, en ese treinta y uno de octubre de cualquier año. Estaba taciturno. En una mudez que traicionaba la palabrería de toda mi familia. Estuvimos en conversa, casi tres días. Una habladuría parsimoniosa. Yo diría, ahora, impertinente. Por lo vacía. Como entendiendo, una, que las palabras se hacían vuelo rasante. Sin definiciones. En eso que una llamaría, la anti gramática universal. Y, este Diego Mauricio Cifuentes, sí que camina por lo vago e insuficiente. Una locuacidad incolora. Pero, aun así, me cautivó. Como queriendo, yo, decir que la parentela es una u otra. Todo depende de la manera como se conectan unas palabras con otras. Y lo mío, en esa entendedera supina, no llegaba más allá que la interpretación de las proposiciones. En verdades y no verdades. En esa tipología hechiza de la teoría de conjuntos. De la lógica imperecedera. Pero, tal vez por esto mismo, empecé a vaticinar lo que habría de suceder. Yo misma compuse el plano que serviría de referente. En cada juego y cada nomenclatura. En esto de las veedurías angostas; la mira estaba del lado de lo nostálgico. Así fuese mero imaginario. Y lo llevé siempre conmigo. A cuanto territorio estuviese nombrado. Graficado. Me hice “sierva” de los holocaustos perennes. Aquí y allá. Como mensajera del vuelo de lo libertario. Me fui yendo en eso que llamábamos lo puntual de la vida ajena y propia.
  • 5. 5 Hasta que me fui diluyendo. No soportaba más las alegorías alrededor de las cosas. Y, fundamentalmente, de la vida. Me fui haciendo a la idea de vincular hechos y decires. Con la palabra gruesa, casi milenaria. Y seguí ahí plantada. Ya habían pasado las lisonjeras convocatorias. Y en este otro tiempo, yo percibía que la condición de mujer arropada por las cobijas primeras. Desde ese primer frío que enhebré siendo volantona pasajera de a pie. En ese universo de opciones que, yo misma no entendí en el paso a paso de mi Virgilio que se hizo ilusionista de su propio entorno. Cuando lo abandoné en la orilla de ese rio henchido. Cuyas aguas lo llevaron al mar. Y, allí, se quedó por siempre. Con su Aurelia. La que siempre fue mi enemiga. Como quiera las dos siempre lo amamos. Relato de un día Cuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron para llenar el aire de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las calles. No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo sustancial. Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y arena. Un vestido ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a entender que el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo largo de su mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido. No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas. Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada. Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida. Mirando siempre en derredor. Fijo sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta. Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente. Y de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad. Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta. Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados, pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, en do mayor, cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso de todo el cuerpo erguido, convocante.
  • 6. 6 Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla. Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer, allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos, azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga. Reencuentro Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando, zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos. Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo que llaman “a flor de labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos. La vida, en nosotros y nosotras, no era solo alegrías. Estaba, como aún están ahora, los raspones en piel. Cisuras endémicas. En todo escenario. Dolores, como espasmos agudos, vibratorios, en lo que esto tiene de relativizar todo lo corporal, por la vía de sentir que vamos cayendo al piso. Conocimos las tragedias familiares. Por la vía de entender la dinámico de lo societario. En la perspectiva que anunciaban los rigores. Las violencias lejanas y cercanas. Veíamos como iban llegando al barrio centenares de familias. Con sus niños y niñas. Con los viejos y viejas todo ternura. Como se diluía la esperanza. Las casitas de cartón, pegadas con la cinta de la ilusión en un mejor vivir. O, al menos, no tan lacerante. Los días festivos, en estricto, eran para nosotros y nosotras, darle cabida a los pasos alegres. Hacia donde nos llevara el impulso primario. Andaregueando con nuestras propias musas alebrestadas. Una tiradera de ocio solo comparable con esos momentos en los cuales decimos, ¡por fin soy feliz! Cuando nos reuníamos a intercambiar saberes; lo hacíamos con la mayor estética posible. En limpieza para transmitir lo que cada uno o cada una sabía. En esos ejercicios interminables en sistemas de ecuaciones. O en los ejercicios de física que comprometía el cálculo de la caída libre. O los del tiro parabólico. En esa estridencia del lenguaje. Tratando de conjugar verbos, O de descifrar los adverbios y los adjetivos. El gerundio, nunca bien aprendido. O, en ese recorrido por la historia nuestra y la historia universal. En ese mirar e interpretar la llegada de los saqueadores españoles (así los tratábamos en las reuniones casi clandestinas). O siguiéndole el rastro a los griegos. O los romanos. Siguiendo de cerca a los perversos cruzados. Leyendo el Cid Campeador. O, más cerca aún, hablando y discerniendo acerca del 20 de Julio. O el siete de agosto. O tratando de entender el verdadero aporte de Bolívar al contexto de la lucha libertaria. O de las disputas de este con Santander. Las tardes de junio. A veces con esos solazos hermosos. Alumbrándolo todo en esa potencia de energía. O yendo al charquito verde. Estrenando camisita o vestidito. O haciéndoles la encerrona a las aves cercanas. Subiéndonos a los árboles para conocer sus nidos. O tumbando mangos biches. O las pomas y las algarrobas. O estando como espectadores y espectadoras en los teátricos de los barrios. Haciendo énfasis en el diagrama de la vida; en aquellos dibujos a la intemperie. En las cartulinas coloreadas. O insistiendo en lo bacano que era jugar fútbol. Casando picaitos mixtos.
  • 7. 7 Para reírnos de Graciela (a la que llamábamos “la brincona marimacha”) y de Abelardo, al que le decíamos “chapín” En fin que nos tiramos casi tres horas de carreta, Pancracia y yo. Y se nos fue acabando la chispa magnifica. Como que se nos agotaron los recuerdos. Y sí que, noté en ella un deje de tristeza. Y me arriesgué a preguntarle qué le pasaba. Y conocí su respuesta, vehemente. Es por lo de Carlos, me dijo. Que no lo volvió a ver. Que todo el embarazo de la nena le tocó a ella sola. Más aún, que la manutención, la escuela, los problemas en el crecimiento; les ha correspondido a ellas y a su mamá Bertha asumirlos en toda su extensión. Y sí que es duro esto, me dijo. Cuando nos despedimos, le apreté fuerte la mano. Y la abracé. Y, en ese abrazo vino el recuerdo de esos días pasados en los que fuimos novio y novia. Y que, yo sé, que nunca ella lo ha olvidado. Y yo tampoco. Salí a la calle con la tristeza misma. Como que volvieron a mí las desilusiones. De esos días en que la quise tanto. En los mismos días en que ella no me quiso como pareja. Pero que me amaba, y me sigue amando, como el amigo más sólido que ha tenido. Lo de Carlos fue otro cuento. Como esos en que uno siente que se le quebró la vida en ser sin ser. O, lo que es lo mismo, ser amante amigo. Y ser amante novio. Siendo este último “Carlitos”, como le decíamos todos. El que nunca fue cómplice con nosotros y nosotras. Pero supo cautivar, hasta el infinito, a la Pancracia mía. La que nunca pude tener como mujer mía…y de nadie más. Eufrasio envolvente De todas maneras, Daniel, partió el día acordado. No fue fácil desprenderse de sus dos hijas, América y Portuguesa. La decisión había sido tomada a finales del año anterior. Tal vez, por lo corajudo que era, y sigue siendo, Retuvo en la memoria la situación que desencadenó la ruptura con Evarista Monsalve, su amante. Vivieron treinta y seis años juntos. En una exuberancia de locura, de amor como fuego. Se había conocido en ciudad Ilíada. Desde muy pequeño, él. Y, muy pequeña, ella. Una barriecito (Talión Verde), iridiscente. Tanto que, se habían acostumbrado a la radiantes benévola de su entorno. Gentes que iban y venía. Casi como lugar de tránsito perpetuo para mujeres y hombres. En esa niñez potente, todo se les daba. Simplemente, como si fuese herencia. De tiempo y espacio. Las voces y las palabras, se fueron difuminando. Hasta tocar el fondo de lo que quisiéramos ser. Yo, enfatizando sobre las teorías de la adultez, aun siendo muy niño. Por lo tanto, la señora Evarista, fue definida por mí, como sujeta de absoluta entrega. En lo que era su cuerpo, embriagador, excitante. Y lo que era su magia para percibir a los otros y a las otras. Como moviola que iba editando los hechos y las acciones. Ella (Evarista) había llegado con su familia, desde San Juan del Pomar, ciudad casi perdida en la memoria. Como escenario de leguleyadas patriarcales. Y, en eso, su padre Benito Monsalve, se hizo célebre. Decantaba todo. Como asumiendo un filtro necesario para poder interpretar y dilucidar vidas. Una vigencia testaruda, por lo bajo. Lo suyo (de Benito Monsalve), se fue esparciendo por todo el territorio. Como maldición propiciadora del ultraje habido y por haber. Como notario intransigente, perdulario. Era él quien decidía todo. A partir de jerigonza enhebrado a la historia de los que, él, consideraba epopéyicos varones. Sacrificados en aras a la continuidad de los valores, como heredades ciertas. Fundamentales para que la esferita siguiera girando. Eufrasio fue, desde que teníamos diez años cumplidos, un idólatra, empecinado en medir las cosas, a partir de la elongación de su mirada. Éramos niños al vuelo. Yendo por ahí, Siguiendo sus mediciones. Desde saber interpretar la distancia entre los cuerpos. También, la distancia entre hombres y mujeres. En un equívoco mandato que él transfería a los y las demás, como mandatos absolutos. No toleraba las herejías. Las niñas, tenían que ser tasadas y tratadas como diosas ígneas. En un revoltijo de pasiones, más allá de lo inmediato. Figura ingrávida. Simplemente predispuestas para parir otros dioses que, a su vez, eran clasificados como regentes y vigías. Los juegos eran, para nosotros invenciones terrenas: en donde no cabían ni las vicisitudes, ni los valores de plenitud lúdica, la danza incorpórea de las mujeres niñas. Él decidía por todos y todas.
  • 8. 8 Fue, en esas maniobras vergonzantes, como conoció a Evarista. Siempre la incitaba a asumir retos relacionados con su visión de las cosas. Como, por ejemplo, a estar con él, desnuda. En el parquecito del barrio. La obligaba a masajear su falo (de Eufrasio). Hasta que este surtiera el líquido, o la agüita de la vida, como decía coloquialmente. Luego la vestía como regenta del territorio de ella y él. Con overol verde claro y una blusa transparente; de tal manera que todos los hombres en el barrio la miraran. Con sus pechos erectos. Tensionando la tela hasta romperla. Y, la exhibía por todas las calles. Como trofeo absoluto para su potente verga. Cuando cumplimos (él y yo) quince años, ya era un avezado sujeto. Había preñado dos veces a Evarista. Dos hijas volantonas. Nacidas, como hembras hechas. América y Portuguesa. Fueron creciendo a ritmo de los haceres en el barriecito. Fueron acicaladas, desde el comienzo, por mamá Evarista. Les hablaba de su padre, como potente varón iniciático, dispuesto así por los dioses venidos de tiempo atrás. Cuando recién comenzó la humanidad, su andar. De mi parte, y así se lo hice saber a él, fui haciendo historia propia. Ya había conocido a Valeriano Armendáriz. Eso fue como a mediados de junio de ese mismo año . Había llegado desde Calcuta. Un niño indio, hermoso. De tez morena subyugante. Y, unos labios gruesos, convocantes. Su familia llegó a la ciudad, en un itinerario. Como crucero de vacaciones indefinidas. Ocuparon la casita de doña Benilda Cifuentes, en el barrio Mochuelo Alto. Llegué a él, casi de manera fortuita. Como que fue cualquier sábado. Acompañaba a mi mamá Protocolina, en la visita que hizo a doña Parentela del Bosque. Una mujer extremadamente bella. A sus cincuenta años, era radiante en todo su cuerpo y sus palabras. Había llegado desde Barcelona, desde muy pequeñita. De la mano de su papá Caisodiaris Salamanca. Su mamá, Libertaria Hinojosa, había terminado unilateralmente, la relación con el papá de la niña. Vivieron casi cuarenta años. Padre e hija. Siempre serán recordados y recordadas, como ejecutores de la expresión de vida, asociada a dejar correr la historia, a lomo de sus cuerpos y sus realizaciones. Papá Caisodiaris, implantó un estilo de vida en nexo con la euforia y la lúdica perennes. Instituyó el Carnaval de Las Cosas Juntas. Todavía se celebra, aún en su ausencia definitiva. Lo vi jugando a la rayuela, con otro niño. Disfrutaban cada brinco sobre los espacios del trazado. Reían todo el tiempo. Me acerqué. Me invitaron a jugar con ellos. Valeriano me miraba siempre. Gozaba con mi falta de gracia y agilidad. Pero, al mismo tiempo, me rozaba con su cuerpo. Se apretaba al mío. Tanto así, que sentía su falo erguido. Sentía ese palpitar acechante. Después del juego, aprovechando que la mamá del otro niño lo llamó, no sentamos en la banquita. Hablamos de cualquier cosa. Más, dejando volar la libido. En imaginario envolvente, crecido, diáfano. Arropó sus manos con las mías. Me besó en la boca. Tan largo y tan sublime, que quedé prendido. Absorto. Con mi imaginación puesta en cuerpos desnudos, abrazados. La familia de Valeriano había llegado, en la inmediatez de tiempo. Como quiera que este vuela sin itinerario. Por ahí, tratando de aterrizar en cualquier sitio. Lo cierto del caso es que, doña Benilda llegó sola, con su niño de la mano. Empezó como trabajadora al servicio de la familia Zaldúa, en el norte de la ciudad. En principio vivieron en casa de inquilinato, hasta que pudo arrendar la casita, aprovechando que, el señor Zaldúa le otorgó un préstamo, sin plazo preciso. Valeriano creció al lado de su mamá. Llegó a la escuelita dispuesto a terminar su educación básica primaria. Eufrasio supuso que yo estaba enamorado de Evarista. Y que, por eso, me había apartado de él. A decir verdad, yo apreciaba mucho a la mujer de Eufrasio. Tanto así, que me juntaba con ella, para leer algunos textos de psicología. Disfrutábamos mucho. Tratando de dilucidar algunos aspectos del comportamiento de los humanos. Como volcándonos a una impronta enhebrada con todos hilos posibles. Cuando leímos La Metamorfosis, de Franz Kaffa, preparamos una disertación para compartirla con estudiantes que conocíamos. Lo que a mí más me mortificó, decía Eufrasio, fue lo del domingo trece de febrero. Estaban juntos. Mirándose. Como ese embeleso que nos cruza cuando estamos enamorados. La fiestecita
  • 9. 9 había sido convocada por la mamá y el papá de Dorance Enjundia. Uno jovencito que había ,sido estudiante aventajado en matemáticas.. En La Institución Educativa “Pablo de Almagro”. Celebraban los veintinco años de su relación afectiva. Bailaban con sus cuerpos pegados. Abrazados. En un otorgarse propio de amantes libertarios. No tuve ninguna reacción primaria. Más bien quise expresar mi rudeza. Simplemente me fui, por ahí. En una caminata sin rumbo. Evarista llegó muy tarde a la casa, ese día. Logró entrar a casa, gracias a la complicidad de su hermano Galimatías. Papá y mamá estaban dormidos. Se bañó antes de acostarse. El sudor de cuerpo, fundamentalmente en su vagina que no cesaba de verter ese líquido; que se hace exquisita sensación, cuando se ha estado con alguien. Casi al bordo del orgasmo. Ahí, bailando con mi amigo Jején Martínez. De todas maneras, sentía cruzar el nervio de los celos. Volví al barrio en el cual vivía Valeriano con su mamá. Habían pasado dos meses, desde nuestro primer encuentro. Todo me daba vueltas, alrededor. Sentía una ansiedad absoluta. No paraba de recordarlo. Aun bailando con Evarista. No sentía nada en mi cuerpo pegado al de ella. Lo mío era algo así como estar en una subaste de convicciones. Yo ya sabía que lo mío no tenía nada que ver con las mujeres. Saludé a mi hombre. Y lo besé con absoluta ternura. Estuvimos de pie largo rato. Me invitó a su casa, aprovechando la ausencia de su mamá. Nos desvestimos. Él cogía mi pene. Como queriendo arrancarlo con su boca. Dormimos tanto, que no sentimos a su mamá, cuando avió la puerta. Llegó tan cansada, que se acostó en su cama y quedó dormida. Parentela había estudiado hasta el cuarto semestre del pregrado en derecho, en la universidad Pontificia San Marcos. Se retiró, fundamentalmente, porque debía trabajar para aportar recursos en su familia.; ya que don Caisodiaris le daba mucha dificultad trabajar. Tuvo dos amantes, Adrenalino Grisales y Epaminondas Arbeláez. Vivió con mucha pasión su vida como amante. Cada rato recuerda a quien más amó, Adrenalino. Un joven arriero en la única vereda que tenía el municipio de Tatacoa. Se conocieron, estando ella en el almacén de insumos para ganadería. Un día en el cual le correspondió realizar una visita a la sucursal de la empresa para la cual trabajaba. Adrenalino, miraba algunos de los elementos que necesitaba para su trabajo. Iba a la cabecera municipal, cada quince días. El otro tiempo lo consumía viajando con sus mulas. En principio, miradas interminables. Ella decidió hablarle. Le contó (Adrenalino) muchos pasajes de su vida. Había nacido en Puerto Cachetes, municipio situado a un mil trescientos kilómetros de la capital. Estudió hasta terminar su formación primaria básica. A partir de ahí, empezó su peregrinar por todo el país. Hasta que llegó aquí con veintinueve años. Y nunca ha tenido novia. Quedaron en verse en el hotelito en que se hospedaba Parentela. Una despedida más bien triste. Habían pasado la noche juntos. Todavía sentía (ella), cierto dolor en su sexo. La potencia del chico, la había colocado en condición de aguantar. Y sentir ese músculo en erección todo el tiempo. Parentela abordó el camioncito que prestaba servicio entre el municipio y la capital. Sintió que estaba preñada, desde la primera hora, después que Adrenalino, vació toda su potencia, en ella. Tal parece que la abundancia del líquido, la inundó. Y Así no hay anticonceptivo que valga. Parece que ese fluido hermoso buscó en donde quedarse. Cuando Adrenalino lo supo, hizo un aspaviento. Volcando en el su felicidad. A los tres meses, el feto fue expulsado hacia afuera. Un aborto no provocado. Adrenalino estuvo largo tiempo abstraído. Las palabras volaron. No atinaba a nada más. Cierto día, mientras Parentela atendía a varios clientes en el almacén de insumos agrícolas, su amiga Herculea Romero, llegó acezante. Le comunicó que Adrenalino había muerto tres días atrás. Simplemente se desbarrancaron; cuando él llevaba un viaje café. Hercúlea lo supo, a través de una llamada que recibió de don Jeremías Ibarbo,, alcalde del municipio la Tatacoa. Encontraron, en el bolsillo de la camisa, que llevaba puesta Adrenalino. Unos apuntes sublimes que
  • 10. 10 hacía casi a diario; y el número telefónico de ella (Hercúlea), ya que en la casa de Parentela no tenían teléfono. Sintió que se desmoronaba. Lloró toda la tarde, hasta que don Casimiro, el dueño del almacén. Le concedió permiso para retirarse más temprano. Ya en casa, Parentela, empezó a delirar. Su padre no pudo hacer mucho. Ya que, como el mismo lo decía, una frustración amorosa es la peor enfermedad terminal que existe. Valeriano crecía, raudo, de cuerpo. Y de pasión. No siguió estudiando. Solo estaba pleno y satisfecho cuando estábamos juntos. Y eso era posible cada mes. Todo por cuenta de mi oficio de tornero en el taller de propiedad de don Humberto Sinisterra. Además estaban las lecturas con Evarista. Asunto que, por ningún motivo podía ni quería dejar. Doña Benilda, se sentía muy preocupada con esa relación. No era una actitud moralista. Simplemente viendo pasar el tiempo. Y con el las manifestaciones, cada vez más evidentes en el cuerpo de Valeriano. Hemorragias sucesivas, cada vez más abundantes. Sentía que su hijo se le iba, Por eso habló con Jején. Le expuso, de una lo que ella pensaba. Le sugirió que dejara de verse, de manera tan frecuente, con su niño. Yo empecé a sangrar, también. Una inmensidad de sangre, cada día. Sin que mamá lo supiera, estuve varias veces donde el doctor Clementino Borrasca. Un amigo de la familia. Me juró mantener en reserva lo mío. Me examinó largo rato. Tenía una hendidura pronunciada en mi ano. Además, mi pene, estaba enrojeciendo cada día más. Lo único que recetó, coincía con la opción asumida por la madre de mi Valeriano. Tanto tiempo que ha pasado, desde que vi a Valeriano por última vez. De esos sueños tormentosos en los cuales veía el cuerpo de mi amor. Al lado de empalizadas, en todos los caminos. Nos amábamos en el parquecito que vio nacer nuestro idilio. Volábamos hacia el infinito cuerpo planetario. Desventurada era mi vida, a partir de la obligada soledad. Lo sentía. Escuchaba palmitar todo lo que él era. Como sujeto pristino, absoluto Matar en silencio Viviendo como he vivido en el tiempo; he originado un tipo de vida muy parecido a lo que fuimos en otro tiempo. Como señuelo convencido de lo que es en sí. Trajinado por miles de hombres puestos en devenir continuo. Con los pasos suyos enlagunados en lo que pudiera llamarse camino enjuto. Y, siendo lo mismo, después de haber surtido todos los decires, en plenitud. Y, como sumiso vértigo, me encuentro embelesado con mi yo. Como creyéndome sujeto proclamado al comienzo del universo y de la vida en él. O, lo que es lo mismo, sujeto de mil voces y mil pasos y mil figuras. Todas envueltas en lo sucinto. Sin ampliaciones vertebradas. Como simple hechura compleja, más no profunda en lo que hace al compromiso con los otros y con las otras. Esto que digo, es tanto como pretender descifrar el algoritmo de las pretensiones. Como si, estas, pudiesen ser lanzadas al vuelo ignoto. Sin lugar y sin sombra. Más bien como concreción cerrada, inoperante. Eso era yo, entonces, cuando conocí a Mayra Cifuentes Pelayo. Nos habíamos visto antes en El Camellón. Barrio muy parecido a lo que son las hilaturas de toda vida compartida, colectiva. Con grandes calles abiertas a lo que se pudiera llamar opciones de propuestas. Casitas como puestas ahí, al garete. Un viento, su propio viento, soplando el polvo de los caminos, como dice la canción. Todas las puertas abiertas, convocantes. Ansiosas de ver entrar a alguien. Así fuese el tormento de bandidos manifiestos. Un historial de vida, venido desde antes de ser sujetos. Y los zaguanes impropios. Por lo mismo que fueron hechos al basto. Finitos esbozos de lo que se da, ahora, en llamar el cuerpo de la cosa en sí. Sin entrar a la discrecionalidad de la palabra hecha por los
  • 11. 11 vencidos. Palabra seca, no protocolaria. Pero si dubitativa. En la lógica Hegeliana improvisada. De aquí y de allá. Moldeada en compartimentos estancos. Sin color y sin vida. Solo en el transitar de sus habitantes. En la noche y en el día. Y sí que Mayra se hizo vida en plenitud, a partir de haber sido, antes, la novia del barrio. Tanto como entender que todos la mirábamos con la esperanza puesta en ver su cuerpo desnudo. Para hacer mucho más preciso el enamoramiento. Su tersura de piel convocante. Sus piernas absolutas. Con un vuelo de pechos impecables. Y, la imaginación volaba en todos. Así fuera en la noche o en el día, en cualquier hora. Con ese verla pasar en contoneo rojizo. Su historia, la de Mayra, venía como recuerdo habido en todo tiempo y lugar. En danzantes hechos de vida. Nacida en Valparaíso. De madre y padre ceñidos a lo mínimo permitido. En legendarias brechas y surcos. Caminos impávidos. La escuelita como santuario de los saberes que no fueron para ella. Por lo mismo que, siendo mujer, no era sujeta de posibilidades distinta a la de ser soledad en casa. En los trajines propios. En ese tipo de deberes que le permitieron. Yo la amaba. En ese silencio hermoso que discurre cuando pasa su cuerpo. Y que, para mí, era como si pasara la vida en ella. Soñando que soñando con ella. Viéndola en el parquecito. O en la calle hecha de polvo. Pero que, con ella, resurgía en cualquier tiempo. Recuerdo ese día en que la vi abrazada a Miguel Rubiano. Muchacho entrañable. De buen cuerpo y de mirada aspaventosa. Con sus ojos color café límpido. Casi sublime. Y la saludé a ella y lo saludé a él. Tratando de disimular mi tristeza inmensa. Como dándole a eso de retorcer la vida, hasta la asfixia casi. Ya, en la noche de ese mismo día, en medio de una intranquilidad crecida, me di al sueño. Tratando de rescatarla. O de robarla. Diciéndole a Miguelito que me permitiera compartirla. Y salí a la calle. Y lo busqué y la busqué. Y con el fierro mío hecho lanza lacerante, dolorosa, la maté y lo maté. Me fui yendo en el mismo silencio. La última mirada de mi Mayra, fue para Miguelito, su amante. Lucerito, alma mía Había pasado mucho tiempo, desde la última vez que me encontré con Venus Alexandra. Tanto que, inclusive, no podía relacionar su cuerpo y su memoria, al vuelo. Precisé de más de unos minutos, antes de recuperar su figura e insertarla en mi memoria, de por sí, un tanto lánguida. En verdad que ha cambiado, Sus ojos aparecen, ahora, profundamente tristes, dentro de ese verde apasionado. No tengo muy claro si antes tenía ese lunarcito en el mentón. Sea lo que fuere, le da a su cara un carácter fuerte. Como entender que, esos sus ojos y esa su cara, parecían un imán biológico impresionante. Es como cuando uno asume una determinada doctrina, en lo que respecta a lectura de cuerpo, de tal manera que el impacto de visión primera lo deja a uno como en espasmos idolatras. Recordé, después de, mucho tiempo, los lugarcitos en los que nos conocimos. Esa impronta de la escuela, pasada y presente. En una relación de tiempos absolutamente cercanos. En ese ir a la locura primera de lo que éramos. Ella, en esa intención de vida palpitante. Yo, en una holgura de actuar un tanto desafinado. Por lo mismo que mi palabra era, en ese tiempo, un tanto empalagosa. Como queriendo demostrar con ellas el índice del breviario de vida. A la par de la habladuría que iniciamos, se fue tejiendo la recordadera. De parcial al total de lo habido. Contándome, ella, la brusquedad de su presente. Me decía que era, algo así, como engalanar los manifiestos absorbidos en esa brevedad de tiempo. Una cotejación, me decía, entre anclar la memoria como simple inventario de los quehaceres inmediatos, Y las secuencias, un tanto peyorativas de lo que somos y fuimos. Volvió, a mí, una tenue lucidez. Tratando de revolcar, otra vez, el tiempo y sus vivientes. Localizando la divina ternura, en una perspectiva inane. Le dije, en ese afán de imitar a los silentes idos. En esa condición de sujetos, así en masculino, porque siempre estoy predispuesto a buscarlos como pares de género. En esa hechura de enamoramiento, al brete. O al galope, como decía Dionisio Fuentes. Siempre lo amé. Creo, inclusive, que desde
  • 12. 12 antes de nacer. Lo mío se lo expresé ese día de octubre, en que lo tuve en mis abrazos y mis elucubraciones. No me importó ser rechazado con vehemencia histriónica y de brutalidad física. A ese encuentro le debo una fractura en mi nariz. Fui azotado. No solo por mi bello Mauricio; sino también por su familia, mi familia. Y, en fin, por todos los machos y mujeres del barrio. Para las mujeres, entre ellas, Venus Alexandra, me convertí en un susodicho espécimen que no valía la pena, siquiera mencionarlo. Ni tratarlo. Pero, así como era de fuerte el extrañamiento; así mismo, era mi perdición. Con mi memoria embolatada. Como persiguiendo una quimera impúdica. En una exacerbación de instantes y de tiempos prolongados. Las otras mujeres, en el barrio, se prodigaban de epítetos hacia mí. Como “torcido”, “malparido marica”, “Lola Flórez ambiciosa de roscones”. Hijueputa cacorro”, Y muchos etcéteras más. Y, ese domingo en que la encontré, iba ella paseando con su novio. Vulcano Mejía. A él lo conocía desde que estudiamos juntos el bachillerato. Para mí, era un sin ton ni son, como llamaba mi mamá a quienes no pasaban el corte, en términos de estar posicionado. Las diatribas que él me decía, las fui asimilando con el correr del tiempo. Y volví a la recordadera. Tal vez, el hecho fundamental que marcó mi vida, tuvo que ver con mi enamoramiento tempranero con Lucerito. Un niño hermoso, en todo el absoluto sentido. Lo empecé a amar y buscar, desde el mismo día en que él y su familia llegaron al barriecito Altamira. No sé cómo fue el tiempo. Solo sé que lo seguía a todas partes y en todos los momentos. Era diez años menor que yo. Y empezó esa fuerza de tósigo de todos y todas en mi contra. Con mayor razón, cuando Lucerito se enfermó. Empezó a verter sangre por su ano. En verdad, yo no lo tuve de manera brusca. Inclusive, entre él y yo, compramos vaselina y condones. Nos veíamos casi todas las tardes en el solarcito de su casa. Nos olvidábamos de todos y de todas. Una pulsión de amantes empeñados en convertirnos en un solo cuerpo. Todo se fue agriando, para mí. Mi Lucerito negaba cualquier vinculación mía con lo que estaba sucediendo. Se fueron agravando sus dolores y la hemorragia. Mi familia sufrió mucho. Atacaban nuestra casa. Violentaron a mi hermano Adolfo. Un día de tantos azarosos, iba para la universidad. Ahí mismo, en el paradero de los buses, me encontré con un grupo de muchachos y señores vecinos del barrio. Tenían en sus manos bates de beisbol y cuchillos. Me atacaron al unísono. Recibí dos heridas mortales en mi vientre. Y la vida se me empezó a ir. No entendía nada de lo que me hablaban, en insultos, Mi última mirada fue para Venus, quien empezó a acariciarme el cabello. Lo último que escuché fue su voz, cargada de palabras de ternura., acompañadas de sus ojos de color verde espléndido.
  • 13. 13 Lo que viene, vendrá como violencia prístina En el lugar solo quedaba una persona. Beatriz Tunjo. La dueña de los rigores asociados a la querencia benévola. Había Nacido en San Segismundo. Municipio situado en la orilla occidental del rio. Había llegado once años atrás con su séquito envolvente. Negros y negras, trajinados en la lucha infinita en contra de los teñidores de beneplácitos soeces y perdularios. Esta hembra había desechado todo lo adherido a las lisonjas y oropeles. Nacida en rancho amargo. Como dándole vueltas a su origen. Estuvo con Benjamín Trinidad en la batalla de San Eugenio, pueblito situado al lado oeste de la ciudad. Se hizo insigne lectora de los panfletos y de la doctrina bien elaborada. Tradujo los textos emblema de la libertad conjugada en todos los principios definidos por la gramática usurpadora. A ella le satisfacía más el coloquio entre líneas. Una comunicación mucho más sincera con sus pares. Libertarios y libertarias insumisos e insumisas de siempre. En esos ires y venires del día a día, propuso la estampida. Como queriendo erradicar esas voces melifluas, que acompañaban a los de la otra orilla. Sapientes sujetos y sujetas. Por lo mismo que no acataban a erguirse como propuesta de revolución. Más bien como simples aureolas ganadas en los discursos de grandilocuencia insípida. Y se hizo, ella, panfletaria ilustrada. Una vena potente la cruzaba. En sus discursos inflamables. De esos que nombran la espera como tesitura vergonzante. Llamó las cosas por su nombre. Así, no más. Como cuando hizo, a mano alzada, la letra de los libertarios y las libertarias. Una holgura de palabras. Bienes hechos. Ilustradas con la necesidad de arrasar todo lo habido en construcción por los genuflexos personajes del ya y del mañana Que cambiaron su canto iridiscente, libertario; por golosinas vomitivas de por sí. Con ese llamado a condensar todo, en una réplica de paz dulzona. Como aquellas expresiones, diciendo si a los infames apoltronados. En la Universidad. Y, en el día a día de los hechos. Cambiándole de nombre a los sujetos obreros y las sujetas obreras. Dibujando un introito vergonzante. Lapidarios y lapidarias de la lucha tenaz. Y no volvieron a hablar de sindicatos. Ni de huelgas, ni nada parecido. Se convirtieron en herederos y herederas de la mierda instaurada en el poder. No volvieron hablar de sus fisuras. Nunca retrotrauyeron la lucha violenta, límpida de la revolución hecha fuego libertario absoluto. Más bien, instauraron la palabra enmermelada. La que se empezó a escuchar en los pasillos de palacio. Del nido insufrible. Por su olor rancio. Subieron al pedestal de los otrora y siempre enemigos de cualquier expresión soberana. De palabra y de hecho. Se fueron yendo por el camino avieso. Llamando a los aurigas del señor de los señores. Emparentados y emparentadas con la fidelidad a los Césares modernos. Construyeron pocilgas, como estancia firme. Se hicieron manifiesto de lo nuevo. De la “tercera vía hijueputa”. Calcinante como la que más. Y llamaron a sus huestes. A los y las parapléjicas hendiduras en el piso. Se hicieron héroes de ellos y ellas. Volcaron su pudor, tratando de no envejecer al son de la bienamada patria. En una constante fuerza ida. Auxiliadora de los mensajes. De los entregados y entregadas. En vez de envejecer y morirse, como sería lo justo; envejecieron con la diatriba en sus labios. Arrepentimiento hediondo. Como sucedáneo de la malparidez. En el ahora, sujetos y sujetas parlanchines, llamando a claudicar. Estando, eso sí, en la pulcritud, de los escritorios límpidos, blancos por lo que tienen de ilusionismo anclado en su deseo de desandar lo andado antes. Yo sí que llamó a combatirlos y combatirlas. Con la pluma y la acción. Con las letras nunca perdidas de la revolución. Y con los hechos en contravía de esa paz burguesa, instaurada hoy en día. Al lado de lo ignominioso. En un afán de rendir cuentas. Ya, el pasado, no existe. Ni siquiera como huella penitente, Más bien como entrega malvada. Como pajarracos agoreros. Vestidos y vestidas en seda infeliz. Vergonzante. Ansiando que, en esta parodia impertinente de ahora, se puedan redimir sus escapes pervertidos. A nombre de una paz. Que no será, hasta que los y las que quedamos
  • 14. 14 derrumbemos el poder que, a pesar de su bendición, desaparecerá algún día. Sin que, de él, quede polvo sobre polvo. Esas fueron sus últimas palabras. Las Primas Lo dicho. Sebastián Lebrija, estuvo manoseando a la suerte. Comoquiera que vivió en esa lejura de ciudad. Esta, ahí no más, En la espesura de la selva. Como vil réplica de Manaos. Por lo ponzoñosa de vida diaria. En cada paso desfasada, Venida a menos. Como cualquier sonsonete monotemático. Yendo por ahí como vulgar expresión de lo humano que hemos sido y somos. Hoy en día, su cuerpo parece una sola punzada, Y sí que le dio por sonsacar a la cuarentona de Isaura. La hermana de Ezequiel Perdomo. Hubo que conseguirle refugio en la ciudad donde viven sus primas. Esa vida que les tocó sortear. Por lo mismo que enhebraron la desesperanza desde muy niñas. Ezequiel, no las veía desde la primera comunión de Jacintico el nieto de una de ellas. De Elvira Inés, para ser más preciso. Inés Elvira era un poco menor que su hermana. Vivían en Marinilla desde que nacieron. Su mamá tuvo que enfrentar un poco más de mil problemas; después que el papá, perdió la vida cuando trabajaba para las Empresas Públicas en todo el proceso del ahogamiento de El Peñol, para construir la presa. A propósito, lo que llaman hoy por hoy, municipio de El Peñol, no es otra cosa que simple sumatoria de casas, puestas ahí. Muchas familias se fueron para otros lares, antes que aceptar esas cajitas de fósforos. Es tal y como había pasado en otros lugares del país. No solo con las presas. También con la construcción de vías públicas. Una expresión parecida “o lo tomas o lo dejas”. Así de simple. Como nomenclaturas previstas desde antes que todo sucediera. Es como descifrar el galimatías constitucional. Nunca he podido entender esa confrontación. La que habla del bien colectivo versus el bien individual, Como partición del yo individual, cediéndole el paso a sujetos perdidos en ese maremágnum conceptual. Porque se erige como soporte de cualquier actuación. Y, ese tipo de ejercicio, se va metiendo en lo más íntimo. Allí en donde no se puede regresar a la autonomía, so pena de ser castigado o castigada. Ley, erigida como ley prepotente. Algo así es lo que le está pasando a Sebastián. Como sujeto íngrimo, a la hora de hacer frente a la vida como simple sumisión a un todo. Y, entonces, cuando esto pasa se da cuenta de ser sujetos en minusvalía. Sin la posibilidad de ser ellos mismos y ellas mismas. Entonces todo empieza a suceder independientemente de la afectación. Y se coloca, como soporte colectivo a los individuos y las individuas que ruedan por ahí. Y, volviendo a lo de echarle piropos a la suerte, entiendo que el albur nuestro siempre está ahí latente. En Ciernes. Siendo así, entonces lo que somos es nada. Porque nos ponen a valer lo que se necesita para abrigar uno u otro proceso denominado colectivo. Por ahí yendo, Sebastián se opuso al abandono de su individualidad. Y arengó a sus pares desprovistos y desprovistas de su yo personal. Sus primas siempre lo han querido mucho. Pero la distancia había convertido las ilusiones individuales, en mera expresión de menor valía. Casi inexistentes. El papá de Inés Elvira y Elvira Inés, siempre fastidiaba con la cantinela de lo público como expresión avasallante que había que aceptar a toda hora. Por esto, las primas y la mamá de ellas vivieron cada paso, cada día a lo que dijera su papá y su esposo Armando. Cuando Ezequiel llegó al pueblito, sintió ese vahído en el ambiente. Flotando en todo lo habido. Avanzó hasta la casita de las primitas. Entró en ella de una, porque la puerta estaba abierta. Sin verlas, en físico, llamó a gritos a las tres. Nadie respondió. Al llegar al patio interno, sintió un golpe seco en la nuca. No alcanzó a ver quién lo agredió. Lo que si supo después es que don Armando
  • 15. 15 había enterrado vivas a sus hijas y a la mamá. Salió presuroso. Hablando y hablando, por la calle. Sin poder emitir palabra entendible. Y regresó al pasado. Vio cómo su cuerpo se fue desmoronando. Hasta que solo quedó polvo sobre polvo. Las fotos Y escuché decir, que había en la ciudad un sitio en el cual la vida física se estaba desmembrando Me lo dijeron, en secreto. Dijo Cilantro Balbuena, que estuvo allí y que sintió frío penetrante. Con su vasija de aluminio, entraba por los desperdicios sobrantes de la ignominiosa alimentación que allí brindan a esos sujetos envueltos en mallas y alambres punzantes. Y que, seguía diciendo Balbuena. entraba a los patios habilitados para ver el Sol y recibir, limpiamente, el viento tempranero. Y sí que vi carne por ahí volando; en lo que yo creía eran pedazos de carne desechada, al elaborar la comida. “En ese enhebramiento mío, día a día entraba. En madrugada angosta; por lo mucho que había de bregar todo el día. Por toda la ciudad. Con ese caballito llevando lo que yo suponía que eran deshechos vinculados con la satisfacción de la comidita, de esos hombres encerrados. Cumpliendo la pena dictada por el señor juez…”. Pacté, con el sujeto aludido, la búsqueda de datos. Y, si fuese posible, fotos de todo el sitio; incluidos esa inmundicia de baños e inodoros. Para mí era algo así como ejercer de héroe de las mil caras. En consideración a mi condición de sujeto envuelto en ese aspaviento llamado historia ajena. Pretendiendo ufanarme por mi condición férrea, penetrante. Balboa regresó sin las fotos acordadas. Simplemente porque le robaron la camarita con la cual iba a hacer el enfoque necesario; y rogándole al dios Sol, para que no se dejara tapar por esas nubes opacas, gruesas. Lo observé (…a Balboa) en una expresión de casi mudez. Como cuando uno ve a alguien confundido y temeroso. Y, sí que me dijo, de ductos en putrefacción más de lo normal. Desencajado en todo el cuerpo; incluido el cerebro, que ya le advertía que estaba en capacidad de surtir miedo, en su individualidad y en el entorno secreto Comoquiera que percibió un ultraje a los cuerpos de quienes ahí estaban. En veces con voces y acciones virulentas. Otras, en una pasividad infinita. Tal vez, por los recuerdos de lo que hicieron en pasado. Y me dije, en reflexión mía, íntima; habré de ir más allá. Traspasando ese horizonte casi perdido. Asfixiado. Busqué, entre esos trebejos que tengo y que llamo valores. Me encontré con uno que me ha servido, a través del tiempo. La solidaridad y la esperanza. Cuando las tuve a bien, logré entrar a “esa casa maldita”. Todo alrededor estaba hecho de percepciones perdidas. De la memoria íngrima. De esa noche ululando, como pájaro agorero. Me fui deslizando hacia todos los rincones. En ese surtido de vejámenes de los cuales están hechos. Una sombra perversa empezó a adueñarse de los patios al aire libre, pero sofocados por una hediondez absoluta. Fui a parar a las letrinas, que eran constantemente utilizados como fuga por esos huecos infames. Cuadro entré quedé absorto. Había en el piso, tirados al piso. Cuerpos incompletos. Piernas, brazos. Con los dedos apuntados y las uñas arrancadas. Vi como se hacía tenebroso el lugar. Corrí hacia la salida. Me detuvieron allí unos hombres quemados por el Sol y por el frío intenso de las madrugadas. Simplemente me llevaron hasta el “el cuarto de tormento”. Allí me tiraron al piso. Como duele tanta maldad. Estando en esa reflexión, sentí mi cabeza volar por todo el ámbito. Y me arrastraron, cabeza y cuerpo hasta el sitio que vi; no sabiendo que eso no se puede hacer
  • 16. 16 La Mujer Soñada En ese tiempo yo estaba en el municipio de Varadero. Decidí ir allí, porque ya sabía de las condiciones en mi barrio, en mi casa y en la ciudad. Se había tejido una hilatura de versiones, en términos de lo que era mi presencia, a cada nada, en la casa de los Beltrán. Un tiempo de nunca acabar. Y todo, porque yo tenía suficientes elementos teóricos para acercarme a ellos y a ellas. Habían venido desde Mutatá, Antioquia. Campesinos absolutos. Con el énfasis de prodigar solidaridad a quien o quienes la necesitaban-. A su vez, herederos y herederas de las tierritas de su bisabuelo. Un tanto descuidadas, sí. Pero pusieron empeño a pura pulsión. Destacando las bondades de la ganadería Y de los plátanos. En esto último, don Feliciano Beltrán, puso ojo avizor, en las posibilidades que estaban ahí. En ciernes. El mercado internacional y las posibilidades de comprar otra tierrita en Chigoorodó. Había conocido a don Apolinar Cifuentes. Otro macho para el trabajo. Decidieron intercambiar ilusiones y trabajo. El día en que llegaron al barrio Aranjuez, en la ciudad de Medellín, yo los y las observe. Digo yo, ahora, detecté su talante. De las ganas que todavía tenían para trabajar. Una de ellas, Betsabé empezó a estudiar en la Universidad Pontificia Bolivariana. De buen cuerpo, pero de mejor talento. Me contó, después, que se había decidido por la sociología, en razón a que se había hecho la promesa de investigar a fondo, la situación de nuestro país y de la interacción con la situación en América Latina. Particularmente, en lo referido a la noción de poder político y su incidencia en el curso de los hechos políticos y económicos. Ella me decía, algo así como énfasis en la condición de dependencia de nuestros países que ella llamaba periféricos, con respecto a lo que llamaba “el nuevo imperio”, haciendo alusión a los Estados Unidos de Norteamérica. Yo me hice amigo de ella. Me gustaba escuchar sus palabras. En eso que, hemos dado en llamar, don de la palabra. Tanto así que, los sábados, yo iba a su casa. Y conversábamos hasta bien entrada la noche. Me fui entusiasmando con su didáctica y compromiso con la historia. Y con el presente, Valga anotar que, yo, fui siempre un obrero. Trabajaba en una empresa de textiles de la ciudad. Mi formación académica no iba más allá de ser bachiller, egresado del Liceo Marco Fidel Suárez. Mi actividad laboral era muy cambiante. Todo, en razón a los horarios. Unas veces en turno de la mañana. Otras, en el turno de amanecida, que llamábamos en ese entonces. Ezequiel y Luz Marina alternaban sus oficios regulares en la casa, con la asistencia a la escuela nocturna. Así terminaron su formación secundaria. Pero, tal vez lo más relevante, en ese entonces era la vinculación de toda la familia, al quehacer en el barrio y en la ciudad. Mamá Laurentina, trabajaba día y noche, para garantizar la manutención de la familia. Don Iznardo, papá esposo, consiguió un trabajito como vigilante en el aeropuerto Olaya Herrera. Con los ahorritos que hicieron, fueron levamntando la casita. De tener un piso, pasó a ser una casita de tres pisos. Lo cierto es que, en el barrio, empezó a desarrollarse un tipo de relación y de manifestaciones, de cercanía con la irrupción de hechos no habidos antes. Betsabé, empezó un trabajo de reflexión y de empoderamiento de las vecinas y vecinos. Esto fue mal recibido por los que se empezaron a llamar “Custodios de la Paz”. Tanto así que, en el correr de los días, se fue tornando, el barrio, en un vividero agrio. Tanto como entender que, todas las noches, se presentaban allanamientos a las casas, por parte de supuestos o reales funcionarios de la policía y el ejército. Para ese entonces, yo le había declarado mi amor a Betsabé. Ella respondió con buen ánimo. Nos veíamos, a más de los sábados, los jueves, cuando ella tenía horas libres en la universidad y , yo disfrutaba de tiempo compensatorio en la empresa.. Un día cualquiera, mientras yo estaba laborando, los policías y militares, entraron a la fuerza a la casita de Betsabé. Se los llevaron a todos y a todas.
  • 17. 17 Un año después, sigo sin saber nada de ellos y ellas. Solo sé, y estoy seguro, es que no volveré a verlos ni a verlas. Simplemente, siguieron conmigo. Por eso estoy aquí. En este sitio que elegí como lugar de estadía. Huyendo de las amenazas impartidas por “Los Templarios Modernos”. Grupo de asesinos, al servicio del gobernante de turno. Y, por esto mismo, declaro mi condición de guerrero. A nombre del pueblo y de la dignidad de los y las luchadores (as) por la libertad. Insumiso Lo convenido es, para mí, la valoración de palabra hecha. Yo me fui por ahí. Tratando de precisar lo que quería hacer, después de haber propuesto volar con la vida en ello. Y es bien convincente lo que me dijiste ese día. Y yo me propuse transitar el camino que tú dijeras. Y, te entendí, que sería el comienzo de una ilusión forjada a partir de validar lo nuestro como propósito de largo vuelo. Ante todo, porque he sido tu amante desde siempre. Inclusive, desde que yo hice de mis pasos nacientes, una conversadera sobre lo que somos y lo que fuimos. Sin temor al extravío, acepté que no había regresión alguna. Que seríamos lo que nos propusimos ese día, siendo niño y niña; como en realidad éramos. Y sí que arreció la bondad de tus palabras. Enhebrando los hilos de lo vivo y vivido. Aun en ese lugar del tiempo en el cual apenas si estábamos en condición de realizar el ilusionario. Un desarreglo, ungido como anarquía de sujetos. Sin detenernos a tratar de justificar nada. Como andantes eternos. Como forjando el tejido, a manos llenas. Y, pensé yo, hay que dar camino al mágico vuelo hacia la libertad, ayer y hoy perdida. Un vacío de esperanza atormentador. Por lo mismo que era y es la suma del pasado. Y, precisando en el aquí, que nos dejábamos arropar de ese tipo de soledad acuciosa. Casi como enfermedad terminal. Como si nuestro diagnóstico se lo hubiera llevado el viento. En ese tono de melancolía que suena solo cuando se quiere ser cierto sin el protagonismo del diciente lenguaje habido como insumo perplejo. En todo ese horizonte expandido de manera abrupta, imposible de eludir. Un frío inmenso ha quedado. Ya, la nomenclatura de seres vivos, de seres amantes libertarios; se ha perdido. Mirando lo existente como dos seres que han perdido todo aliciente. Un vendaval potenciando lo que ya se iba de por sí. Fuerte temblor en eso que llamamos propuesta desde el infinito hecho posible. Como circundando a la Tierra. En periodos diseñados por los mismos dos que se abrazaron otrora. Cuando creímos ver en lo que pasaba, un futuro emancipador. Ajeno a cualquier erosión brusca. Como alentando el don de vida, para seguir adelante. Hasta el otro infinito. Pusimos, pues, los dos las apuestas nítidas, aunque complejas. Un unísono áspero. Pero había disposición para elevar la imaginación. Dejar volar nuestros corazones. Como volantines sin el hilo restrictivo. Y, si bien lo puedes recordar, hicimos de nuestros juegos de niño y niña, todo un engranaje de lucidez y de abrazos cálidos, manifiestos. Hoy siento que lo convenido en ese día primero del nacer los dos, ha caído en desuso. Porque, de tu parte, no hay disposición. Que todo aquello hablado, en palabras gruesas, limpias, amatorias. Solo queda un vaivén de cosas que sé yo. Un estar pasando el límite de lo vivo presente. Entrando en una devastación absoluta. Y, este yo cansado, se fue por el camino avieso. Encontrando todo lo habido, en términos de búsqueda. De los sollozos perdido. De mi madre envuelta en esos mantos íngrimos de su religión por mi olvidada. Una figura parecida a la ternura asediada por los varones grotescos. De la dominación profunda y acechante en todo el recorrido de vida. Mi proclama, por lo tanto, ya no es válida para registrar el deseo libertario. Los sabuesos pérfidos han arrasado con la poca esperanza que había. En una nube de sortilegios ingratos; por cuenta del nuevo tiempo y de las nuevas formas de dominación en el universo que amenaza con rebelarse. De dejar de girar. De cuestionar el dominio de Sol. Como pidiéndole que no haga sus cuentas de vida en millo0nas de años más. Y si, entonces, que lo convenido se convirtió en reclamación atropella. De nuevos compromisos. Tal vez, el más importante: dejar de ser lo que somos. Y ser lo que, en el ayer, fingimos. Pura nostalgia potenciada.
  • 18. 18 Ígnea, diosa hiriente Hoy, como también ayer, hice esa parada en tiempo. De mi tiempo que se originó cualquier día. Desde muy lejos regresé. No tengo creencia del por qué me había ausentado de este pueblito. Miserable, dirán algunos y algunas. Para mí ha sido embeleso llano. Estando allá lo veía como territorio insumiso. Que fue creciendo estando yo allá. En un proceso de decantación de las palabras mayores. Para hacerlas más nítidas. Más simples a la entendedera de esas mujeres y esos hombres que andaban en él, cuando no habían nacido. Una pulsión henchida me arropó desde ese entonces. Cuando yo era simple plebeyo. Como sujeto ahí. Sin entender lo lejana que es la vida; cuando ella es para quien la vive; simple acechanza. No por su negrura bella. Más bien porque me fui en el viento que me recogió, un buen día. Y me llevó sin ningún descanso, hasta donde me encontraba antes de regresar. Hoy, en este umbroso día, empecé a recorrer lo que antes ya había hecho. Pero que, en el hoy mío, lo hago de nuevo. Tal vez tratando de hacer de mis pasos una lentitud benévola. Tal vez para verificar si todo está ahora, como estaba cuando me fui. Camina que camina, llegué al parquecito de tantas historias vistas y oídas. No lo encontré lúcido. Estaba abrigado por un tono gris, que parece recién hecho. Seguí por Calle Santander. Solo observé el respiro de quienes ya se habían ido, después que yo. Un tono de vida incierta, parecía ya. Seguí hasta la que fuera nuestra casa. Había nadie. Se fugaron desde hace más de mil años. Y me dio por la pensadera. Trayendo acá la figura de Ámbar. La mujer que siempre quise. En ese remolino de cuerpos, no la detecté Mi imaginario perplejo, se fue deslizando hasta el solarcito de su casa. Donde jugábamos todos los días. Sentí un hálito de nostalgia, aferrada a la puerta que daba a la calle. Desde esa dejadera de espasmos secretos. Como yendo en vuelo, hasta hacer retroceder el tiempo. Para volverla a ver. Para acariciar sus ojos benévolos. Llamé al viento que me llevó un día de esos en que pensar era simple elocuencia, aferrada al ámbito suyo. Fui a la escuelita aquella. Donde hice mil letras. Y mil palabras con ellas. En ese acento de ilusión, traté de reconvenir a la duda manifiesta que siempre tuve. Preguntándome, en ejemplo, sobre el comienzo del universo. Y por la hechura de vida de los dioses. Y, ahí al lado de esa entrada, decanté yo mismo mis preguntas. Como reiterándolos. Fui al rio. Ese el del agua ya ida. Solo hilito de agua es ya. Y recordé cuando me bañaba en el. Acompañado por el amigo del alma. Mauricio Hernández. El poeta siempre enhiesto. Sin regatear conceptos y rimas. Lo veo en ese dechado de imaginarios que tenía. Recordé, del mismo modo, la muerte de Estercita Loboguerrero. La amiga de todos. Pero solo en uno depositó su condición de mujer amada. Y veo al Rigoberto Machado. Con esa risa amplia y generosa. Al lado de la bella Esther. De vuelta, tomé por el camino que siempre llamamos El Cruzado. Nadie pudo recordar el origen de este nombre, que trae a cuento y a recuerdo esos ejércitos de golpes secos. Una amargura, en sí misma. Sujetos poseídos por su dios. Para no dejar a su paso, siquiera la nostalgia de los caídos, bajo sus lanzas y sus espadas. Me detuve a mitad de camino. Para respirar lo que todos y todas dejamos en el aire. Esa sensación de ternura. Esa expresión etérea de los imaginarios todos. Y volvió el viento por mí. En una mañana parecida al del anterior vuelo. Y, desde arriba, a ráfagas vi cómo se iba poblando otra vez el pueblito amado. Como si todo solo hubiera sido simple pulsión mía. Adherida a la ceguera física que me cedió el mismo viento. Todavía recuerdo el líquido incandescente que hirió mis ojos. Ese día después de haber visto a la mujer esposa del viento. En la desnudez absoluta, Por haber osado quedarme absorto, sin retirar mi mirada de la hermosura de cuerpo de Ígnea, la que hizo mecer mi espíritu, en esa latencia habida.
  • 19. 19 Gardenia, una historia En todo el barrio, solo se habla de Gardenia Ramírez. Tal vez, por aquello de ser nodriza, cuidando a Felipito. Se conoció con la familia del bebé en Triganá, el año pasado. Ella, con el amor de su vida, Mariana Sánchez. Desde ese momento, floreció la empatía con el doctor Camilo Posada y su esposa, doña Idolatría Meneses. Su relación con Marianita, puede interpretarse como un hecho inédito. Resulta que la mamá y el papá de la niña asistían al Santo Oficio en la Iglesia Pentecostal en el barrio Urbina, en todo el centro de la ciudad. Marianita, siempre los acompañaba. Cualquier día de octubre, Gardenia, estaba esperando a Gudiela Ponderosa, su novia. Al ver que no llegaba, su amante; decidió entrar al salón en el cual se realizaba la actividad religiosa. Se sentó justo en la butaca al lado de Marianita. Sin saber por qué, empezaron mensajes y decires de pura palabra viva. Se miraban a los ojos, cada una. De un azul fuerte, bello, Gardenia, De verdor absoluto los de Marianita. Al terminar el oficio religioso, la niña presentó a mamá y papá, ante Gardenia. Los días pasaban raudos, después de haberse conocido. Hablaban en el parquecito del barrio. Jornadas de tres horas completas. Las palabras volaban. Gardenia decidió romper con Gudielita. En parte por el agravio de no haberse presentado a la cita. Pero, en verdad, fundamentalmente porque se enamoró de la jovencita. Al cuarto encuentro, Gardenia, besó en la boca a Marianita. Un arrebato de pasión, inmediata. Decidieron ir hasta la casa de Gardenia. Allí se desnudaron y se expresaron toda la fuerza del enamoramiento. Pasaron horas retozando y explorando sus cuerpos, bien hechos. Exuberantes. Dejaron de verse por dos semanas, ya que papá y mamá de Marianita, viajaron a ciudad Canela, la capital. Todo en búsqueda de un alivio para la niña. Empezó a convulsionar, una semana atrás. Algo raro. La niña no había presentado ningún problema en su cuerpo, a lo largo de los catorce años cumplidos. Una verdadero suplicio para las dos. A distancia, con la fuerza de sus cerebros, se hablaban. Se poseían. Se fueron agravando los temblores de la niña. A esto hubo que sumar el continuo flujo vaginal. Un pus de feo olor y peor color. El médico se conmovió por la situación de la nena...él mismo no acataba a precisar qué pasaba. No tenían antecedentes las dos patologías. Cada una por separado, sí. Pero nunca las dos al mismo tiempo. La medicación proporcionada, combinaba analgésicos, antibióticos y anticonvulsivos. Con la orden de llevarle la niña, después de quince días para revisión, se selló la consulta. A su regreso, la niña, fue internada en su propia casa. Una decisión que pretendía anticiparse al agravamiento, en sus dolencias. No volvió al colegio. Sus amigas y amigos fueron advertidos, en el sentido de “no molestar” a la paciente, por algunas semanas. Pero, la decisión, ahondó la tristeza de las dos. Una soledad absoluta. Corroyendo su íntima pulsión de vida. El jueves 4 de Julio, Gardenia tuvo un desmayo en la universidad. Fue trasladada al hospital “Julián De La torre”. Los exámenes médicos previos, angustiaron a los médicos. Tanto así que citaron una junta médica, para analizar el caso. Lo cierto fue que el hueso coaxial, la vagina y el vientre empezaron a pudrirse. En medio de dolores insufribles. Gardenia gritaba. No podía dormir. La acechaba Gudiela Ponderosa. Sueños de infinita angustia. Despertaba a media noche, llamando a Marianita y expresaba palabras altaneras e impertinentes, en contra de su ex amante. Marianita y Gardenia agonizaban. Más por su tristeza. El hecho, en sí, de no poder hablar y tocar sus cuerpos, profundizaba el dolor. Las dos dejaron de vivir el mismo día. Coincidió con el día en que Gudiela visitó la casa de las conjuras, regentaba por la gitana Epimenia. Allí mismo le canceló lo debido, por su trabajo.
  • 20. 20 Virginia Quien lo creyera. Doy la vida por ti. Una vida que vuela y que se posa ahí, en lo que has tocado antes. Recuerdo pleno hay en mí. Desde que naciste, te miré. Y te vi crecer en la exponencial hacia el infinito. La señora Agustina, tu mamá, supo de mis desvelos. Siendo tu mujer abrigada en las opciones otorgadas por ella. Lo tuyo, manifiesta pulsión de vida. Recreada en el universo, desde que este surgiera. Una ligereza, la tuya, para cantar los verbos y adjetivos, de la gramática de lo vivido en plenitud. Volar que volar, hiciste. Caminos, en veces, azarosos. Teñidos de aplicaciones tardías; por lo menos en lo que tiene que ver con la holgura solidaria. Fuiste, en visión doliente, por esos espacios. Casi como proyección hasta los límites. Recuerdo el día en que tu papá Ambrosio, deshizo lo logrado. Se fue yendo como sujeto espurio. La degradación suprema. Viendo la vida, con ojos, esos suyos, que marcaron siempre el itinerario con el terciopelo de los venidos por la vía de imposición constante y dura. Tú, en esa condición de ser mujer niña. Añorando lo que fuiste en vientre materno. Viviendo las opciones de ella, tu mamá. Te conocí en el bocajarro, cuando recién salías. Aprendiendo a caminar, luciste lo más tierno de ser niña. En esos globos subiendo. Mirando el paso de quienes nacieron primero. Esa tarde, cuando adiviné a que venías, dije algo como insonoro. Como ingrávido cuerpo puesto en lentejuelas punzantes. Me dijiste que ya no querías ser tú misma. Por el contrario, que anhelabas empezar viaje hasta ese lugar que habías soñado antes. En pretérito lejano. Y me dijiste de lo tierna que era tu mamá. Y de esas inclemencias asociadas a la opción paterna. Y me hablabas del vergel florido. Que lo viste, sin aun nacer. Una trama, tu voz, de hilaturas ansiosas, pero hermosas. Cuando fijé mis ojos en ti, yo dudaba del significante que eras. Me dije, a mí mismo, lo suyo en una surtidora de agua pura. Yendo por todo lo habitado. Aplicando sanaciones para la tristeza y el olvido. ¿Te acuerdas del cierto día? Mirándonos como dos cuerpos alongados. Uno a uno. Tu mirada cenicienta, fue invadiendo todo lo habido aquí. Y, además, en lo más lejano. Percibiendo la dominación bruta, aniquiladora. Me dijiste que, cada día, soñabas con un país diferente. Por ejemplo, dijiste, la negramenta potente. Dulce, maltratadas y maltratados. Eras como notaria benigna. Ibas validando todo lo tocado por tus manos y tus ojos. Hoy, en este treinta uno del mes fugaz. Ese en que siempre encontramos al sujeto breve y distante. Ese que le hizo una canción a la esperanza, pensando en ti. Me sentí paralizado; viéndote susurrarle al viento. En el mismo día vaticiné como presagio de lo que ocurriría. Mi recuerdo, entonces, fue un conocerte. Ya habían transcurrido casi sesenta años desde tu partida. Y supuse que habías logrado impactar en el cuerpo de vida. Absorto, en un entrelineas, quijotesco, subí la pendiente dada, como coordenada ávida de sustento para derrotar la amargura inaugurada, por quienes te conocimos. Y que, en ese el día de tu fuga de hace seis decenios ya. Inauguramos las voces nuevas. Sin repetidera de palabras. Siendo, por lo tanto palabras de clamor sutil, deseado. Desde este lugar mío, entonces, ensayo las palabras, para que puedan volar y circundar la Tierra nuestra. Esa que va vivir, millón de años más. Y que tú la conduces, como ilusionario propio, real. El Elegido Pongo a Midios como testigo. Lo tuyo había ido creciendo en el contexto escogido. Una iniciativa venida a menos desde que dejaste de amar. No lo digo por mí. Ya que he ofrecido mi alma al
  • 21. 21 Creador, al Todopoderoso, para que mi arrebato no pase desapercibido. Ofrecí mi vida, no la tuya. Por doquier observo el mimetismo ordinario. Yo he trascendido lo primario tuyo. La manera como retratas tu cuerpo; no es otra cosa que lujuria. De tal manera te entregas a cualquiera, que he recordado cuando íbamos juntos a la escuelita. Y, más tarde, al colegio. No sé si recuerdas ahora, lo que hacíamos con los palos de guayaba y de mango biche. Supongo que no. Porque he percibido, en ti, esa luciérnaga perdida, apagada. Te cuento, ahora, mi pasado después que nos dejamos de amar. Es un tanto simple. Una brújula en mil pedazos rota. Fui creciendo en lo mío. Estuve al mando de José Pedrera, cuando me abrí camino hacia las comunidades no reconocidas, hasta entonces, por pléyade de comisionados enjutos. Yo me di cuenta de inmediato. Por lo mismo que obro como vigía designado por el Padre Eterno. Estuve tres veces en Roma, la nuestra. En uno de esos viajes, me entrevisté con Olmedo Vigoya. No sé si te acuerdas de él. Vivió en el mismo barrio (Belén AltaVista, en nuestra Medellín pujante siempre) Resulta que Olmedito, como le decíamos con cariño, se separó de Julieta Piñeres, Todo, por cuenta de sus arrebatos lujuriosos. Rompió con Catalina, el día en que la encontró en la casita, con Saturnino Moscoso. Un tanto dramático el cuadro. Lo cierto es que vivo, con la bondad de mi Dios amado. Te cuento, además, que mi mamá murió. En el tiempo ese de la inquisición forzada que impuso el padre Anselmo. Una cuestión misterio, como decimos los Adoradores de Dios Buen Pastor. Ella, Sarita como siempre la llamé, ejercía como vocación primera en ese Trono del Buen Dios Punzante. Siempre, en Semana Santa, mi mamá entraba en eso que empezamos a llamar Trance Legítimo Para Los Iniciados. Su ayuno, esta vez, fue extremo. Lo empezó el Domingo de Ramos. A mitad de la semana, le envió un mensaje al Reverendo Anselmo. En el sentido que se sentía muy débil y que se sentía acosada por El Judío Errante, designado por Mi Dios, para tentar a las almas votivas. La respuesta nos dejó impresionados. Le dijo: bajo ningún pretexto Sarita. Debes terminar el Ayuno Supremo. Quédate ahí, en donde estás ahora. Mi mamá murió el Jueves Santo. No pudo más. Yo creo, en verdad, que el Reverendo tenía razón. Su muerte es excelsa demostración de lo que puede el Divino Sacramento Único. Todos y todas salimos a la calle. Doña Hilduara, la Matrona del Divino Salvador, nos arengó. Veía un mensaje en el amplio cielo azul. Y sí que miramos. Y aparecía mamá Sarita. Una Asunción Hermosa. De la mano del Arcángel San Gabriel. Al volver a casa, efectivamente, el cuerpo de mamá Sarita no estaba. Solo quedaron el ataúd y los candelabros. Yo sigo en la Expiación Suprema. Bajo órdenes del Sumo Pontífice Aureliano Tercero. En verdad yo siento, cada día, que voy aprendiendo a ser un Buen Cristiano. En el Tercer Año Conmovido, abandoné todo lo terreno. Renuncié a mi trabajo como Vocinglero Primero. Cada día, en el pasado reciente, era expresar, a capela, los Rituales Divinos para el día. También abandoné a Vitelina. Mi noviecita de toda la vida. La repudié, por Mandato del Sumo Pontífice. Requisito penúltimo para acceder al Título de Diácono Primero. Ya el barrio no es lo que fue antes. Es como si todo se hubiera decantado. Sus calles están, todos los días, cubiertas de flores. Todo en honor de mamá Sarita. En cada esquina se erigieron estatuas de mi mamá, de doña Leopoldina y de doña Amparo de Gutiérrez. Todas ella las llevamos a Roma, para ser bendecidas por el Sumo Pontífice. Vivimos, todos y todas, en meditación continua. Vivimos en estado casi cataléptico. Los vecinos y vecinas de los otros barrios nos traen frutas, legumbres y aguapanela. De eso vivimos. Por Voluntad Divina. Ya sabes, amada mía, del porqué de mi ausencia. Ya, en vida de Vitelina, te decía cómo el Buen Dios, me eligió a mí para poseerlas a las dos. Y que, nuestro hijo ha de ser santo. Esa es mi recompensa. Así lo quiso El Verbo Divino.
  • 22. 22 El cuarto tiempo. Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era su nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía efímera. Tal vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hablé de lo nuestro. Como queriéndole expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota. Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual. En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di a la vuelta. A la otra expresión del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo acontecido antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo que, en realidad debería ser. Y lo vi en el periplo. Como en la cepa enana cantada por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel Hernández….En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador, me hizo creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera. Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y no dice nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada, enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo habido, por la vía de suplantar lo que antes era.
  • 23. 23 Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal, sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta. En la cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril, manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado. Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla desde ese día en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se te olvide que fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío. A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño. Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía necesaria. 1) que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta. Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad. Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente hecho en sí, sin más aspaviento. Doncella Lo dibujé en el espacio habido. Tracé líneas oscilantes, por lo mismo que cada quien dice lo que quiere, a la hora de definir su rol. Justo ese día había propuesto a Diana que estuviéramos juntos. Por siempre. Mi justificación hablaba del hecho manifiesto de querer estar con ella. En cualquier parte. Desde mucho tiempo atrás estaba obnubilado por ella. Como si fuese cómplice del querer estar que traspasa la línea mínima. Algo así como querer volcar en ella todo lo mío. Y le dije que la había visto en sueños, desde el día mismo en que nació. Que la había visto crecer. Que, todos los días, la veía en su bañerita en plástico. Que veía a su madre arroparla en la toallita que le obsequió don Sofronio y su esposa, doña Azalea. Y que la veía alzar sus manitas para alcanzar los móviles expuestos por doña Mariela, su tía. Y que, en el día a día, la veía jugar con Juan Pablo y con Valeria. Ahí en el parquecito. Cuando retozaban en lo más puro de la infancia de todos y todas. Y entraba en el escenario lúdico la exuberancia suya, pasando que haciendo pasar cada gesto hecho risa absoluta. Y que la veía en el jardín, con su uniformito acicalado de estrellas color rosado. Y que la seguí hasta la escuelita. Y que le decía todos los días, lo linda que estás mena. En el “aquí te espero”, luciérnaga mía. Para hacerte fácil amar. Aun en esa holgura de años que te llevo. Siendo, como en efecto soy, cuerpo de años muchos. Pero que te sigo mirando y esperando. Y que te esperaré, por siempre. Deteniendo las calendas. Hasta que tus doce añitos, evolucionen. Te espero de dieciocho. Y te veo en mi cama. Agarrotada del frío de esta ciudad punzante. Y que te cobijo con el manto de mi madre, por mi heredado, Y que te canto los cánticos de niña traviesa, pura, deslumbrante.
  • 24. 24 Y ya, como en cuerpo ajeno, te sueño tendida en cama, anhelándome. Con esa espera traducida en los gemidos hermosos de quien se siente poseída. A todo momento y en cualquier lugar. Y voy hilvanando los tiempos. Y duermo para hacer menos larga la espera. En un desfile de ilusiones manipuladas, por mí mismo. Y me veo horadando lo tuyo. Con absoluta delicadeza. Dándole tiempo al mismo tiempo que corre y vuela. Y sí que, saliste de la escuelita hoy. Con tu valija. Llevando los cuadernos y los lápices. Y me acerqué a ti. Y cogí tu mano tersa. Con ese negro hermoso, extendido por todo tu cuerpo. Y te invité al Bazar de Las Marionetas. Y te divertiste tanto que hasta lloré al verte. Y, después, fuimos al parquecito de los sueños idos. Y jugaste con todos y todas tus pares, allí. Y te arropé luego. Después de lo hecho y del cansancio exhibido. Simplemente no pude más. Ese día, al recogerte en la escuelita, te dije que iríamos a disfrutar lo más hermoso de la vida. Aquí y ahora. Y te llevé a ese cuarto azulado. Te mostré las cortinas. Y las ventanas. Y te mostré el patio construido por mí mismo. Ahí, como enjuto y pequeño. Pero con la capacidad para expandir el brillo de cada día. De nuestro Sol. Bello, a veces. Hiriente otras. Y te dije no espero más. Hagámoslo ahora. Dame tu vida en este lugar. Quiero ya. No después. Y dijiste que sí. Y te desvestí en lo inmediato. Tu delantalcito rojo lo abrí y lo coloqué ahí, en esa sillita que ya estaba. Y deslicé mi mano por tu pubis. Y noté que se iba inflamando tu clítoris. Y tus pechos. Y, yo, me exacerbé en locura. Te abracé. Y te hice mía. Cabalgando en tu cuerpo. Y tú gemías. Y me arañabas. Y reías. Y me decías abuelo mío, por ahí no es. Déjame orientarte. Y abrías más tus piernas. Y me guiaste hasta esa cavidad asombrosa. En esa juntura estrecha toda. Y lo hice como me lo dijiste. Y, ya ido en mis fuerzas todas, te vi dormitar. En placentera exhibición de regocijo y cansancio. Y vi crecer tu vientre. Allí mismo. Cada minuto más. Y alcé tu cuerpo. Ya dos. Lo que antes era uno. Y pasó el tiempo en velocidad creciente. Y, allí mismo, nació nuestro Ámbar. Y empezó a llorar, como niño que era. Y vi tu rostro de niña de doce añitos. Exuberante. Gozoso. Y lo hiciste arropado mimo hermoso. Al salir los tres, caminamos sin rumbo. Tú y nuestro Ámbar, riendo por ahí. Y fuimos a Lago Dorado. Nos bañamos en desnudez. Y veíamos pasar a la gente. Y reíamos al verlos. Y retozamos como infantes todos. Y me dije a mi mismo que ya había vivido lo que más anhelaba. Ya te había tenido y había hecho en vos, un lugar para seguir creciendo. En ese vientre ávido de sentirme. De hacer crecer mi ser sembrado. Como sujeto vivo. Como madre ida Los días pasan, y mi vida en ellos. Lo de hoy es señuelo para atraer el olvido. De todo lo que he sido. En mirar mirando, la rapiña en ese contexto tan vivido. Yo, andando en penumbras. Como ansioso sujeto íngrimo. Sin lo justo para acceder al estado anhelado desde ha mucho tiempo. Este recorrido lo inicié, cuando niño. En lejano día, que vi a la Luna engarzada en chubascos venidos, todos los días. En veces en vuelo lúdico. En otros viniendo en loco albedrío punzante. Y sí que lo sentí. Desde ese adentro del cuerpo de madre primera. Siendo, como en realidad fue, día de Sol pleno. En la perpendicular situado. Sobre ese barriecito de ella, que empezó a ser mío. Cuando caí en libre vuelo. Ella estaba, como casi todas las madres, con mirada puesta en calle angosta en que vivíamos. Como mediodía era. Como que nubes pasando. Viajeras lúcidas, Con grises-negros promeseros. Ella, con ojos asiduos visitantes de la montañita, a manera de cinturón envolvente. Ciudad prisionera en ello. Ciudad manifiesta. Que había nacido antes que la mujer madre mía sintiese presagio de conocerme. Y me fui haciendo sujeto triste, como en ella prendido. Como bebé canguro esquivo. En cortedad de camino, a pasos, enarbolando potencia de suspiro enfermizo. Yendo tras la imagen de ella. En voltereta. Viviente como escarceos de pájaros vidriosos; en vitrales puestos por mano mágica. De pintora bulliciosa en silencio. Yo viajero en pos de El Levante prodigioso. Imaginado. Yo niño elucubrando. Yo sediento de alegría. Siendo, en eso, solo corresponsal estático, venido para horadar en tierra. Para soportar la pulsión venida desde afuera del universo enfático en trazar leyes, leyendas, caminos. Y me hice, en ese tiempo langaruto, personaje desarropado. Por lo