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ABURRIRSE es malo, especialmente cuando no se
puede evitar. Pero todavía es peor cuando nadie lo
nota.
El abuelo de Christopher sí se da cuenta. Vive
arriba, en la habitación grande, encima de donde
viven Christopher y sus padres. Y es una suerte
porque, cuando al niño le entra el gran
aburrimiento, no tiene más que subir la escalera de
caracol que está en el pasillo...
El cazador de gotas
de lluvia
C/HRISTOPHER está de pie junto a la ventana de la
cocina, con la nariz pegada al cristal. No deja de
suspirar y mirar la lluvia que cae fuera.
—Alguna vez parará —dice su madre para
consolarle.
—Pero ¡yo quiero que pare ahora! —exclama
Christopher—. ¡Quiero montar en bici!
—A lo mejor mañana sale el sol. Entonces podrás
ir en bicicleta.
La madre pega calcomanías de ílorecitas azules
en la pared que está sobre el fogón. Christopher la
observa melancólicamente durante un instante.
Después afirma:
—¡Hay una torcida!
—¿De verdad? —pregunta su madre, asustada.
Luego, lo comprueba, se tranquiliza y dice—: A
pesar de todo, está bonito.
Christopher mira otra vez por la ventana. Llueve
y llueve.
—¿No tienes ganas de arreglar tu tren? —propone
la madre.
—¡No! —contesta Christopher obstinadamente—.
¡Quiero ir en bici! ¡Y quiero que pare esta estúpida
lluvia!
Con el puño golpea furioso el cristal.
—¡No me rompas el cristal! —exclama mamá,
enfadada. Una calcomanía resbala por detrás de la
cocina—. ¡Vas a contagiar tu mal genio al mundo
entero!
Christopher sale de la cocina sin decir una pa-
labra y cierra la puerta de un portazo.
En el pasillo se encuentra con el abuelo Jakob.
—¡Caramba! —exclama el abuelo—. ¿Ha habido
jaleo?
—Es la estúpida lluvia... —refunfuña Christopher.
Con el hombro roza el papel de la pared, aunque
sabe perfectamente que no debe hacerlo.
—¡Quiero ir en bici! —añade enfurruñado—. ¡Y
ahora mismo! ¡No mañana o no sé cuándo! —mira
amenazadoramente al abuelo—. ¡Y no me digas que
tengo que arreglar mi tren!
El abuelo Jakob levanta las manos de forma
defensiva.
—No pensaba hacer tal cosa —asegura.
Luego, sube la escalera de caracol hacia su casa.
Desde el último escalón grita por encima del
hombro—: ¡Si tienes ganas de conocer a Florino,
puedes subir...! —después desaparece.
¡Así que el abuelo Jakob tiene visita! ¡Un tal
Florino! Pero ¡si no ha llamado nadie al timbre!
Christopher escucha. Sí, es verdad, oye hablar a
alguien. Sube los escalones de dos en dos. De
repente le ha entrado mucha prisa. Cuando, al
llegar arriba, abre la puerta de golpe, el abuelo
Jakob está sentado en su sillón de orejas delante de
la ventana abierta, mirando la lluvia. Junto a él hay
una vieja mecedora, pero está vacía.
—¡Me has mentido! —dice Christopher decep-
cionado—. Aquí no hay nadie. Ni Florino ni nadie.
—Pero Florino ha estado aquí —asegura el
abuelo—. Hace un momento estaba sentado en el
borde de la ventana y yo escuchaba su periódico.
¡Ajá! El abuelo ha dicho algo mal.
—¿Escuchabas su periódico? —repite Christopher
triunfalmente—. ¡Un periódico no se escucha! ¡Un
periódico se lee!
—El periódico de Florino, no —replica el abuelo
Jakob tranquilamente—. Su periódico es un
periódico de lluvia; por decirlo así, es un periódico
para escuchar.
Christopher se sienta en la vieja mecedora.
—Ahora inventarás una historia —dice mal-
humorado—, y luego otra sobre la lluvia. Pero yo
no soporto la lluvia. Y si tu Florino tiene algo que
ver con la lluvia, entonces tampoco lo soporto a él.
—¡Lástima! —contesta el abuelo—. Yo habría
jurado que lo soportarías muy bien.
Se reclina en su sillón, cruza las manos sobre el
estómago y canturrea en voz baja. Afuera, la lluvia
repiquetea sobre el asfalto.
Christopher rodea sus piernas con los brazos y
apoya la barbilla en las rodillas. La verdad es que
se está muy bien allí, delante de la ventana, en la
vieja mecedora del abuelo Jakob.
Intenta que el dedo gordo del pie pase a través
del agujero del calcetín. Pero el agujero es de-
masiado pequeño y el dedo demasiado gordo.
Aprieta los labios y prueba de nuevo. Finalmente,
el dedo asoma por el calcetín. Durante un rato lo
menea satisfecho de un lado a otro.
—Si quieres, puedes hablarme de ese Florino...
—dice aparentando indiferencia.
El abuelo sonríe mirando la lluvia.
—En realidad se llamaba Willi —contesta.
—Pues a mí me gusta más Florino —dice
Christopher.
—A mí también. Pero no se llamó así hasta
después.
—¿Y por qué no se llamó así hasta después?
—¿No sería mejor que empezara a contar desde el
principio? —pregunta el abuelo.
Christopher se pone cómodo.
—¡Sí! —decide—, ¡empieza desde el principio!
El abuelo Jakob cuenta:
—Willi, que después se llamó Florino, tenía siete años.
—Como yo —observa Christopher.
El abuelo Jakob asiente con la cabeza y continúa:
Nadie sabía de dónde venía ni quiénes eran sus padres.
De repente estaba allí, en medio de la plaza mayor, mientras
el policía Héctor dirigía el tráfico bajo una lluvia torrencial.
Willi, descalzo y con un traje de baño rojo, bailaba
alegremente a su alrededor.
—¡Ponte algo inmediatamente! —gritó Héctor cuando vio
a Willi en traje de baño.
—¡No! —chilló Willi— ¡Se me mojaría la ropa!
—¡Vas a pillar una pulmonía! —siguió gritando Héctor.
—Pero ¿por qué? —preguntó Willi divertido—. ¡La lluvia
está más caliente que el agua de la piscina! ¡Convéncete tú
mismo y desnúdate! ¡Es divertidísimo!
Naturalmente, no se puede esperar de un policía que se
quite el uniforme en medio de la plaza mayor y que se ponga
a dirigir el tráfico en calzoncillos. Porque seguro que Héctor
no llevaba el traje de baño puesto.
—Me gustaría verlo en calzoncillos —dice
Christopher riéndose—. ¿Te imaginas cómo se
enfadaría la gente?
El abuelo se lo imagina.
—De todas maneras —continúa el abuelo—, estaban
enfadados por la lluvia. Pasaban a toda prisa a derecha e
izquierda, por delante y por detrás de Willi, abrían los
paraguas y ponían mala cara. Y todos protestaban y se
quejaban: «¡Qué tiempo de perros! ¡Maldita lluvia! ¡Qué
asco!».
—¿Y qué decía Willi? —preguntaba Christopher.
—¡Bah!, nadie se fijaba en él —contestaba el
abuelo—. La gente estaba demasiado ocupada con su
mal humor.
Aquello puso triste a Willi. Se sentó en silencio en el
borde de la fuente de la plaza y pensó: «¡Qué pena que las
personas sean tan antipáticas!». De repente, una voz dijo:
—Una lluvia estupenda, ¿verdad?
Willi miró sorprendido a su alrededor. Detrás de
él había una señora bajita y arrugada. Kra la vieja üsbeth,
que vivía muy lejos, en las afueras de la ciudad. Le miró con
simpatía y repitió:
—Una lluvia estupenda, ¿verdad?
—Sí —dijo Willi—, pero a la gente no le gusta. —Por
desgracia eso es verdad. Si escucharan su música, tendrían
otra opinión sobre la lluvia —dijo ella.
—¿Qué música? —preguntó Willi.
En lugar de contestar, la vieja Lisbeth se acercó a él,
inclinó la cabeza hacia la fuente y susurró:
—¿Oyes las gotas de lluvia sobre el agua?
Willi escuchó.
—Hacen «plis» —dijo.
La vieja Lisbeth señaló las verdes hojas de haya que
flotaban en el agua.
—¡Escucha allí! —le apremió.
Willi escuchó.
—¡Sobre las hojas hacen «pías»! —dijo sorprendido.
—Plis... pías... plis... pías... —Willi reía.
Entonces la vieja Lisbeth le tomó en silencio de la
mano y le llevó al cubo de la basura.
—Aquí hacen «pon» —dijo Willi enseguida. Y luego
levantó la vista hacia la farola de la fuente y exclamó—:
¡Arriba, sobre los cristales, hacen «pin»! ¿No era aquélla
una alegre música?
Dando palmadas se puso a cantar:
Pin... pin... plis... pías... pon... pon... pin pin...
pon... pon... pías... plis... pin... pin
La vieja Lisbeth le observaba pensativa. Luego, asintió un par
de veces con la cabeza, como si hubiera tomado una decisión, y
dijo:
—Cuando vayas por las calles y por el parque, descubrirás los
otros sonidos de las gotas.
En realidad Willi no había pensado pasear. Pero,
curiosamente, no se atrevió a discutir: a pesar de que le gustaba
mucho hacerlo.
—¿Así que hay más sonidos? —preguntó.
—Muchos más —le aseguró la vieja Lisbeth.
—¿Cómo es que tú los conoces todos? —se asombró Willi.
—Porque conozco a la lluvia —le aclaró ella—. La conozco
tan bien como conozco al sol.
—Y ¿quién te gusta más? —preguntó Willi, curioso.
Ella guardó silencio. Y cuando Willi iba a repetir su pregunta,
la vieja Lisbeth contestó:
—El sol sabe que cae simpático en todas partes. 1x3 único que
necesita es sonreír y enseguida sonríen todas las personas con él.
Aunque a veces la gente olvida que también él tiene su lado
malo.
—¿Cuál es el lado malo del sol? —quiso saber Willi.
—Pues cuando quema los campos o hace que se sequen las
llores —dijo la vieja lisbeth—. En cam-
bio. la lluvia lo tiene mucho más difícil. 1-as personas
solamente ven su lado malo, y rara vez el bueno. Casi
nadie sabe que las gotas suenan y pueden crear melodías.
Lisoeth sonrió disculpándose.
—Quizá por eso a mí me gusta un poquito más —
confesó.
—¡A mí también! —anuncia Christopher sin
dudar.
Entonces al abuelo Jakob se le resbalan las gafas
de la nariz. Las pesca justo a tiempo con el dedo
índice.
—¡Ah! ¿Sí? —pregunta sorprendido.
Christopher juguetea con el botón de su cha-
queta. Admite que hace un momento estaba furioso
con la lluvia. Pero entonces aún no sabía nada de
Willi, de la vieja Lisbeth y de la música de las gotas
de lluvia. Y por eso añade:
—Antes no me gustaba tanto, pero ahora me
gusta mucho.
En los ojos del abuelo brilla una curiosa sonrisa.
—Me alegro, Chri-Chri —dice.
Hace unos años siempre le llamaba Chri-Chri.
Hasta que Christopher decidió un día que ya era
demasiado mayor para eso. Prefería que le dijera
Christopher. Desde entonces, el abuelo Jakob le
llamaba Chri-Chri muy pocas veces. Sólo cuando el
niño estaba especialmente triste o especialmente
alegre. 0 cuando el abuelo quería manifestarle de
una forma particular su cariño. Entonces le gustaba
lo de Chri-Chri. Como ahora.
—Cuenta lo que pasó después —dice satisfecho.
A Willi también le caía simpática la lluvia —continúa
el abuelo.
—Le hablaré a todo el mundo de la música de sus
gotas —prometió a la vieja Lisbeth.
—No te creerán —dijo ella—. Sólo creen lo que está en
los periódicos.
La miró largamente. Entonces habría que crear un
periódico de lluvia, un periódico para escuchar.
—¿Qué hay que hacer para crear un periódico de
lluvia para escuchar? —preguntó Willi ansioso.
—En primer lugar hay que capturar las gotas de
lluvia...
—¿Y luego? —pregunte Willi expectante.
Pero la vieja IJsbeth no quería decirle nada más. Willi
lo leyó en sus ojos.
—|Yo capturaré esas gotas! —exclamó decidido—. ¡Yo
inventaré un periódico de lluvia!
—I/) sé —contestó ella tranquilamente—. Pero vas a
necesitar mucha paciencia, porque las personas ya no
saben escuchar. Y ahora, adiós. Florino.
Le acarició la cabeza como despedida y se alejó de allí.
—¡Espera! —gritó Willi confundido. Y salió corriendo
tras ella—. ¿Por qué me llamas Florino si yo me llamo
Willi?
—Ahora ya no —dijo la vieja Lisbeth con suavidad—.
Un cazador de gotas de lluvia se llama siempre Florino.
Así que, adiós, Florino.
Willi, que ahora se llamaba Florino, experimentó una
curiosa sensación. Comenzó en los dedos de los pies,
subió como un cosquilleo por las piernas, el estómago, los
brazos, el pecho y llegó hasta la cabeza. Y cuando llegó a
los mojados y goteantes cabellos, supo que se había vuelto
invisible. Pero, curiosamente, no se sorprendió por ello.
—Pues yo me sorprendería mucho si de repente
me volviera invisible —dice Christopher—. Pero sí
que estaría bien... —añade soñador—. Entonces
podría meter el dedo en el bote de la miel y colgarme
los espaguetis en las orejas.
—De eso estoy seguro —dice el abuelo Jakob
riendo. Y continúa contando:
Después de que Willi, que ahora se llamaba Florino, se
volviera invisible, le entró mucha prisa. Aún tenía que
encontrar los otros sonidos de las gotas, aquellos de los
que le habia hablado la vieja lisbeth.
Durante dos horas estuvo corriendo de un lado a otro y
de arriba abajo por las calles y por el parque. Por fin.
conocía todas las gotas: el «glu-glu» de los canalones, el
«plas-plas» de los desagües, el suave «tic-tic» en los
cristales de las ventanas y el «toc- toc» sobre las cabinas de
teléfonos. Y también el «plis-plis», «plos-plos» y «plus-
plus» en los árboles, los arbustos y los estanques del
parque. Florino nunca había pensado que las gotas de
lluvia podrían sonar de formas tan diversas. Ni tampoco
que sería tan fácil cazarlas, ya que solamente tenía que
oírlas y alargar la mano, y ellas saltaban hacia él.
Naturalmente no las cazaba todas; sólo las más gordas y
las de mejor sonido. Y estaba bien que se hubiera dado
prisa porque, justo en el momento en que decidió que ya
tenía bastante, el sol empujó las nubes a un lado y exclamó:
«¡Hola!, ahora me toca a mí». Empujó todas las nubes con
sus largos rayos, excepto a una pequeña y blanca. Sobre ella
se puso cómodo, cruzó las piernas y...
—¡Abueeelo,..! —dice Christopher mientras sacude
la cabeza incrédulo, igual que hace su madre con él
cuando se pone tonto y dice unas sandeces terribles.
—Sí, ¿qué ocurre...? —pregunta el abuelo,
despistado.
Christopher habla como un maestro de escuela,
acentuando cada sílaba:
—¿El - sol - cru - za - las - pier - ñas...?
—¿Y por qué no iba a cruzar las piernas si se
encontraba cómodo así? —replica el abuelo Jakob.
Christopher sonríe.
—Porque no tiene piernas —susurra.
—¡Vaya por DiosI —gruñe el abuelo—. El listo de
Christopher se ha dado cuenta enseguida de que su
abuelo se ha dejado llevar por la imaginación una
vez más —le da un puñetazo cariñoso en la barriga—
. Los abuelos solamente deberían contar cosas
inteligentes y sensatas. Sobre todo cuando tienen un
nieto tan resabidillo.
Christopher sujeta el puño de su abuelo con las
dos manos y sus ojos brillan cuando repite:
—El sol cruzó las piernas porque le parecía
cómodo... ¿y luego?
El puño del abuelo se relaja entre las manos de
Christopher.
Después observó con curiosidad lo que Florino se
proponía hacer allá abajo en la tierra, con sus sonoras gotas
de lluvia.
Pero ni el mismo Florino sabía lo que se proponía.
Estaba sentado en el parque, indeciso y pensando. Sin
embargo, lo supo de repente, cuando oyó la voz de la vieja
lisbeth:
—¡Florino...! —exclamó—. ¡Mira allí..., el árbol..., el
grande!
Florino temblaba de emoción. Y entonces lo vio, con su
tronco medio pelado y las robustas ramas. Y en ese preciso
momento supo también lo que tenía que hacer.
Ágil como una ardilla, trepó a la ancha copa del árbol.
Allí distribuyó las gotas cuidadosamente. Ahora tenía que
unirlas para formar bonitas melodías. Era un trabajo
laborioso, pero como el sol estaba todavía sentado en su
pequeña nube, se tomó tiempo. A veces empujaba una gota
a la derecha, a veces a la izquierda. Unió el «glu-glu» con el
«din- din», y el «tic-tic» con el «don-don», y el «plis-plis»
con el «plas-plas». Y una vez unidos éste con aquél y el otro
con el de más allá, arrancó siete hojas tiernas del árbol, las
pegó por un lado con resina y deslizó las gotas sonoras
entre ellas.
Christopher se estira el lóbulo de la oreja, lo que
quiere decir que está pensando.
—¿Por qué me miras tan incrédulamente? —
pregunta el abuelo.
—Me estaba preguntando cómo lo pudo hacer... —
dice Christopher arrugando la frente.
—A mí no me sorprende nada —explica el abuelo
Jakob—. A uno que es invisible le creo capaz de
muchas cosas.
Sí, eso era verdad. Christopher asiente. El abuelo
continúa:
Florino estatal muy feliz. Había cumplido su promesa.
Ahora, cuando se abrían las hojas, sonaban maravillosas
melodías de gotas. El periódico era tan invisible como él,
pero sus melodías podía oírlas cualquiera, siempre y
cuando quisiera oírlas.
Florino casi no podía esperar a la siguiente lluvia. Hasta
que, por fin, el viento trajo de nuevo las nubes y el
perezoso sol desapareció tras ellas. Cuando, poco después,
cayeron las primeras gotas, Florino corrió con su periódico
bajo el brazo hacia la plaza mayor.
Allí, la gente iba de un lado a otro con sus caras largas,
como siempre, enfadados por el mal tiempo. Florino
bailaba delante de ellos haciendo sonar las melodías de sus
hojas. Una y otra vez, una y otra vez. Pero nadie le
escuchaba.
«La vieja lisbeth tenía razón —pensó Florino—: voy a
necesitar mucha paciencia».
—Pero sí que había gente que le escuchaba —
afirma Christopher.
—Sí, por supuesto —dice el abuelo jakob sor-
prendido, preguntándose cómo lo sabe Christopher.
Pero Christopher no lo sabe. Solamente quiere que
sea así, para que Florino no se ponga triste. ¡Se había
tornado tanto trabajo con su periódico para
escuchar...!
—Es cierto — repite el abuelo—. Después hubo
gente que le escuchó.
Aunque el primer día sólo fueron dos. Fero los dos
escuchaban atentamente, sorprendidos de no haber oído
antes la alegre música de Florino. Aquello hizo que Florino
se sintiera otra vez lleno de optimismo. Y todos los das de
lluvia corría por las calles con su periódico bajo el brazo. Y
aún hoy lo hace. Y cada vez encuentra más personas que le
escuchan y que se alegran con la música de las gotas de
lluvia.
El abuelo Jakob sace su pipa del bolsillo y la vacía
en el cenicero ccn unos golpecitos.
—Naturalmente, también hay personas —ad-
mite— cuyas orejas están tan atascadas que nunca
oirán el periódico de Florino. Pero entre los demás
pronto corrió la voz.
—¿Habéis oído ya el alegre periódico de la lluvia? —se
gritaban unos a otros.
A veces, cuando Florino está cansado de bailar y brincar
por ahí, se sienta con su periódico en un banco del parque,
o sobre un muro, o sobre una verja. 0 en cualquier otra
parte, como, por ejemplo, en el poyete de una ventana...
Christopher se levanta y mira hacia la calle
mojada.
—Ha parado —dice soñadoramente—. Florino se
ha ido.
El abuelo calla.
Christopher se da la vuelta y pregunta:
—¿Me prometes que la próxima vez que llueva
oiremos su periódico?
El abuelo Jakob levanta la mano en señal de
promesa y dice:
—¡Prometido! Tan pronto como caigan las
primeras gotas, nos pondremos las botas de goma y
los impermeables y nos iremos.
En ese momento se abre la puerta de la ha-
bitación.
—¡Bajad! —exclama mamá de buen humor—. Y
admirad mi bonita pared de calcomanías. Además,
Thomas ya ha llegado, y ha traído un enorme pastel
de ciruelas.
—¡Papá! ¡Y además ha traído pastel de ciruelas!
—Christopher sale disparado por delante de su
madre escaleras abajo.
Cuando ya están todos en la cocina contemplando
la pared, el abuelo Jakob le susurra a Christopher:
—Hay una calcomanía torcida.
Christopher asiente —él ya lo sabía— y le pasa en
voz baja la noticia a su padre. Luego, los tres dicen
al unísono:
—¡Qué bonita está!
Efectivamente, la pared ha quedado muy bonita.
—Bueno, ahora, para celebrarlo, nos comeremos
el pastel de ciruelas —añade papá. Y no
sólo pone sobre la mesa el pastel, sino también una
gran fuente de nata montada.
—¿Y cómo es que ya estás en casa? —pregunta el
abuelo.
—No tenía ganas de andar por la calle por culpa
de la dichosa lluvia —admite papá.
Christopher le echa al abuelo Jakob una mirada
muy significativa.
—iOtro de ésos...! —afirma Christopher. Y con el
tenedor hace un signo de exclamación en el aire.
—¿Qué significa otro de ésos? —quiere saber
papá.
Christopher entierra su pedazo de pastel bajo
cuatro cucharadas de nata.
—Pues que tú también te quejas de la lluvia.
Deberías escuchar el periódico de Florino.
Papá no entiende de qué le está hablando.
—¿Quién es Florino? —pregunta.
—Un cazador de gotas de lluvia.
—¡Florino, el cazador de gotas de lluvial —dice
mamá riéndose—. Suena bonito.
—Bueno, en realidad se llama Willi —explica
Christopher metiéndose un gran pedazo de tarta en
la boca.
Max y Alexander
CHRISTOPHER, con gesto huraño, da vueltas
alrededor del escritorio del abuelo Jakob. Le mira
una y otra vez. Pero el abuelo está demasiado
ocupado con sus cuentas. Garabatea números
sobre una hoja de papel. Luego, los tacha, escribe
de nuevo, subraya y hace círculos. Y cuando
finalmente da el visto bueno a cada cuenta, lanza
un gemido de preocupación. Christopher lo intenta
de otra manera.
—Uwe se marchó ayer con sus padres a Italia —
dice en tono de reproche.
—jHumm...! —el abuelo continúa garabateando.
—Y Martin, a Yugoslavia.
Pero el abuelo sólo murmura:
—Ciento veinte más treinta y cuatro menos
dieciocho...
—¡Y Jan! —grita Christopher enfadado, porque sigue
sin hacerle caso—. ¡Jan se ha ido de acampada con su
padre y sus hermanos! ¡Y a Balthasar también le han
dejado ir!
jBueno! Esta noticia sí que tiene que impresionar a su
abuelo. Y así es. Deja el lápiz a un lado, levanta la vista y
exclama:
—¡Caramba, qué bien se lo pasan!
Christopher asiente vigorosamente con la cabeza.
—Por cierto, ¿quién es Balthasar? —pregunta el abuelo
con curiosidad.
—El perro de Jan.
—Desde luego, hay cada nombre de perro... —dice
sorprendido.
Christopher arranca una hoja del ficus grande.
—Todos se han ido de vacaciones menos yo —dice con
amargura.
—¿Y tú crees que mi ficus tiene la culpa? ' —pregunta el
abuelo Jakob con severidad.
No, Christopher no lo cree. Pero tiene tanta rabia...
¡Vacaciones de verano! Y él se tiene que quedar todo el
tiempo en casa. ¡Qué aburrimiento! Arruga la hoja con la
mano y la mete en el bolsillo del pantalón. Luego, dice
triunfante:
—Y la verdad es que me haría tanto bien salir un poco...
El abuelo Jakob se quita las gafas y le niiui
desconcertado.
—'Por qué dices eso? —pregunta.
—Tú mismo se lo dijiste ayer a papá y a mama cuando
yo ya estaba en la cama. Tú dijiste: «I.» verdad es que al
chico le haría tanto bien salir un poco...».
El abuelo sonríe satisfecho.
—Así que no estabas en la cama, astuto espíu.
—Al principio sí —se defiende Christopher—, pero
luego me levanté porque sabía que ibais ti hablar de las
vacaciones. Me parece una crueldad que me tenga que
quedar aquí.
—Verdaderamente es mala suerte —admite <'l abuelo
Jakob—. Pero Thomas no puede tomarse ahora las
vacaciones, ya lo sabes.
Sí, sí, Christopher lo sabe. El viernes por lu noche
hablaron todos sobre ello. Y su padre se quejó y protestó.
¡Precisamente este año le habría gustado tanto ir de viaje...!
Y Christopher hasta le consoló y le dijo generosamente que
no le parecía tan grave. ¡Pero ahora sí que le p«i- recía
grave!
—A cambio, en Navidad iréis a las montañas —le
recuerda el abuelo—, a la nieve y al sol. ¡Imagínate! A lo
mejor voy con vosotros.
—¿Vendrás con nosotros? —pregunta Christopher
incrédulo—. ¿De verdad? ¿Ix) prometes?
—Si tú quieres —dice el abuelo—, te lo prometo.
—¡Oh...! —es lo único que puede decir Christopher,
porque su fantasía vuela ya como un pájaro. ¡Batallas de
bolas de nieve con el abuelo jakob!
Ir con el abuelo a patinar, de excursión, inventar
historias sobre muñecos de nieve...
Pero... ¡hasta Navidad falta muchísimo tiempo! Y por
eso replica obstinadamente:
—Pero yo quiero ir de viaje ahora.
El abuelo sacude la cabeza.
—Cuando Thomas nos dijo el viernes que no podía
tomarse vacaciones, dijiste que no era tan grave. Y ahora
haces un drama por eso. Hace un momento te he
prometido que en Navidad iría con vosotros a las
montañas, y te has alegrado. Pero ahora ya no estás
contento. Ahora quieres ir contra viento y marea. ¡Eres más
terco que una muía!
Saca del escritorio un gran cuaderno de dibujo. Su
amigo, el de la imprenta, lo mandó hacer expresamente
para él la semana pasada, porque no existen cuadernos de
dibujo tan grandes. A Christopher le habría gustado tener
ese cuaderno, pero el abuelo dijo: «Lo necesito para casos
de emergencia».
Ahora aparta con una mano las cuentas y papeles con
los que ha estado tan ocupado y coloca el cuaderno grande
sobre la mesa. Luego, se pone otra vez las gafas, elige un
lápiz del bote de madera negro y comienza a dibujar.
Christopher saca la arrugada hoja de ficus del bolsillo y
la rompe en pedacitos. ¿Estará el abuelo enfadado con él
todavía?
Christopher intenta tragar saliva. Pero tiene en la
garganta un nudo que no quiere bajar.
El abuelo continúa con la cabeza inclinada sobre el
cuaderno y dibuja perdido en sus pensamientos. Está
sentado a dos metros de Christopher y, sin embargo,
Christopher tiene la impresión de que se encuentra mucho
más lejos, y de que la distancia se hace cada vez mayor.
Por eso pregunta rápidamente:
—¿Qué pintas ahí, abuelo?
Pero tiene que repetir la pregunta dos veces, porque el
abuelo está, verdaderamente, muy lejos de él.
—Me estoy pintando lejos —gruñe finalmente—. Así no
tendré que pagar más cuentas, ni pelearme más, ni ser un
abuelo. ¿Y sabes lo que voy a hacer con mi nombre?
Christopher le mira sin decir una palabra. ¿Qué quiere
decir con eso de pintarse lejos? ¿Y qué es lo que se propone
hacer con su nombre?
—Pues te lo diré: ¡me río de él! Cambio de nombre.
Ahora ya soy Alexander y me voy de aquí. ¡Adiós!
-r -*mr-r-rjamrx.
Inclina más la cabeza sobre el cuaderno. Ahora aún está
más lejos que antes.
Christopher traga saliva otra vez. Traga tan
enérgicamente que el nudo de su garganta baja, por fin, un
poco.
Lentamente da la vuelta al escritorio, se pone de
puntillas detrás del abuelo y le espía por encima del
hombro. Mira al hombre que está ahí, solo, en medio de la
gran hoja de papel blanco.
Traga saliva por tercera vez. Por fin, el nudo de su
garganta desaparece. Mete tímidamente la mano en el bote
negro y saca un lápiz, aparta el brazo del abuelo y se pone
a pintar. Pinta un chico con pantalones azules, jersey rojo y
pelo rizado. Parece alegre y está muy cerca del hombre
solitario.
—¡Hola, tú! —dice el abuelo amablemente, dando
golpecitos con su lápiz en el hombro del chico del pelo
rizado.
—Soy Alexander y ya me marcho —continúa—. ¿Quién
eres tú?
—Yo soy Max y me voy contigo— contesta Christopher.
Alexander responde:
—¡Ya era hora! —como si hubiera estado mucho tiempo
esperando a Max—. ¿Y dónde vamos a ir?
—Al mar —fantasea Max—, a un mar grande y azul.
—De acuerdo, vamos al mar —dice Alexander,
metiendo al mismo tiempo que Max la mano en el bote
negro de los lápices.
Alexander no tarda mucho tiempo en pintar a los dos
amigos en un mar muy lejano. Ni en avión habrían tardado
menos en llegar. Ya están paseando por la playa, con los
pies en el agua azul, caminando frente a los veleros, las
barcas y las sombrillas de colores.
Max encuentra a cada paso piedrecitas y estrellas de
mar. En cambio, Alexander sólo encuentra latas abolladas
y botellas vacías.
—Esto no es bonito —se queja Max.
Pero como Alexander continúa paseando, Max se aparta
de él y se mete en el mar.
—¡Te atraparé, pulga saltarina! —exclama Alexander
yendo tras él, y dando tres grandes brincos, le alcanza.
Como castigo le tira una pelota a la cabeza. Naturalmente,
Max se la devuelve inmediatamente. Y dentro del agua
comienza una tremenda batalla.
Max le da a Alexander en plena espalda. Alexander
pone una cara rarísima porque del susto le ha entrado
hipo. El viento lo observa todo: el muy picaro sopla
disimuladamente, roba el balón y lo envía mar adentro.
De todas maneras, los dos están ya cansados y quieren
dormir una siestecita en la playa. Pero la arena se ha
calentado demasiado.
—¡Estoy sudando como un pollo! —se queja Max.
—¡Y yo, como un oso de circo! —gime Ale- xander.
—Me gustaría estar en la nieve... —desea Max con
nostalgia.
—Sí, en la nieve se estaría bien —dice Ale- xander.
Rápidamente pinta un pueblo en las montañas. Y hace que
nieve y nieve, hasta que todos los árboles, los coches, las
farolas y las casitas de los pájaros lucen un gran gorro
blanco. Naturalmente, lo primero que pinta Max es un
muñeco de nieve.
Pero ¡qué pinta tiene!: la nariz de patata, las orejas de
murciélago y los ojos de besugo. Los pelos de paja de su
cabeza ovalada parecen las púas de una escobilla de retrete.
—¿Cómo se va a llamar? —pregunta Alexan- der
después de ponerle al cómico muñeco de nieve una pipa en
la boca.
—¡Abuelo Jakob! —exclama Max inmediatamente.
—¿Quién es ése? —pregunta Alexander.
—El abuelo de mi amigo Christopher —le explica Max
divertido.
—Pues tiene que ser un abuelo con pinta un poco rara —
dice Alexander sorprendido.
—¡Sí que lo es! —afirma Max, aún más divertido.
Ahora se empieza a poner tonto. Quiere a toda costa
montar en un camello verde.
—¿Cómo dices...? —pregunta indignado Alexander el
sabelotodo—. ¿En un camello verde? ¿Y aquí, en medio de
las montañas nevadas? ¿Con este frío? ¡Se moriría
congelado!
—Yo no he dicho que tenga que ser aquí —replica
Max—. ¡Ahora nos vamos al desierto!
—De acuerdo, vamos al desierto —dice Alexander
aliviado. Aunque pregunta incrédulo—: Pero ¿tú has visto
alguna vez un camello verde...?
—¡Éste será verde! —determina Max. Alexander no
puede hacer nada contra Max, pero piensa: «Espera y
verás. Tú tendrás un camello verde, pero yo...».
Entretanto, Max ha vuelto a poner el sol en el cielo.
Muy alto, justo encima de su cabeza. Y desde allí arriba
calienta tanto que bajo sus rayos ya no crece nada.
Únicamente los modestos cactos se sienten bien bajo el
tremendo sol del desierto. Max también se siente bien. Se
ha puesto un turbante en la cabeza, y en este momento le
está poniendo las bridas a su camello, a su camello verde.
Está tan ocupado que no se da cuenta de lo que trama
el vengativo Alexander detrás de la duna grande. No
levanta la vista hasta que algo
gigantesco y gordo se acerca hacia él. Y entonces ve un
elefante azul cielo. Y sobre él cabalga muy tieso el
desvergonzado y sonriente Alexander.
—¡Pero bueno! —exclama Max—. ¿Has visto alguna
vez un elefante en el desierto? ¿Y, además, azul cielo?
Sin embargo, Alexander continúa sonriendo y contesta:
—Si tu camello es verde, yo también puedo ir por el
desierto en un elefante. ¡Y mucho más en uno azul cielo!
Esto hace reír a Max y ambos se ponen a cabalgar.
Primero cabalgan en línea recta. Luego, unas veces a la
izquierda y otras a la derecha. Pero, tanto en una
dirección como en otra, lo único que hay es arena, sol,
cielo y aire. Con la única excepción de algunos cactos
aislados.
Max no se lo había imaginado así. Además, ahora tiene
sed y lo que más le gustaría es tomar una limonada, y a
Alexander, una cerveza. Pero, lamentablemente, en el
desierto no hay esas cosas. Ni siquiera encuentran agua
para los animales. Y como todos están cada vez más
sedientos, Max afirma decidido:
—¡Pues ahora voy a hacer llover!
Y enseguida pinta el viento del desierto, el cual trae
consigo negras y pesadas nubes que se deslizan bajo el
sol.
—Mientras no caiga una tormenta... —dice Alexander
preocupado—. Hace un momento nos estábamos bañando
en el mar. A continuación ha nevado. Luego, has traído el
sol del desierto. Ahora traes viento y quieres que se ponga
a llover. Sería mejor que te lo llevaras de aquí —dice
advirtiéndole—. ¡Esto no irá bien!
Pero Max no escucha. Simplemente se ríe y deja caer
las primeras gotas. Y cuando finalmente la lluvia cae a
raudales sobre la arena amarilla y caliente, se quita el
turbante y recoge en él tanta agua que todos tienen
suficiente para beber.
De todas formas, para el elefante azul cielo tiene que
llenar el turbante cuatro veces. Los tres primeros
turbantes se los bebe, pero con el cuarto empieza a jugar:
absorbe el agua con la trompa y se la echa por encima de
la cabeza. Luego quiere seguir caminando.
Muy pronto ambos están aburridos del monótono
desierto. A pesar de que, de vez en cuando, Max hace el
pino sobre su camello verde y Alexander cabalga de
espaldas sobre su elefante azul cielo.
Finalmente, a Max se le termina la paciencia.
—¡Venga! Nos vamos a otra parte —dice mal-
humorado.
cual trae consigo negras y pesadas nubes que se deslizan
bajo el sol.
—Mientras no caiga una tormenta... —dice Alexander
preocupado—. Hace un momento nos estábamos
bañando en el mar. A continuación ha nevado. Luego, has
traído el sol del desierto. Ahora traes viento y quieres que
se ponga a llover. Sería mejor que te lo llevaras de aquí —
dice advirtiéndole—. ¡Esto no irá bien!
Pero Max no escucha. Simplemente se ríe y deja caer
las primeras gotas. Y cuando finalmente la lluvia cae a
raudales sobre la arena amarilla y caliente, se quita el
turbante y recoge en él tanta agua que todos tienen
suficiente para beber.
De todas formas, para el elefante azul cielo tiene que
llenar el turbante cuatro veces. Los tres primeros
turbantes se los bebe, pero con el cuarto empieza a jugar:
absorbe el agua con la trompa y se la echa por encima de
la cabeza. Luego quiere seguir caminando.
Muy pronto ambos están aburridos del monótono
desierto. A pesar de que, de vez en cuando, Max hace el
pino sobre su camello verde y Alexander cabalga de
espaldas sobre su elefante azul cielo.
Finalmente, a Max se le termina la paciencia.
—(Venga! Nos vamos a otra parte —dice mal-
humorado.
Alexander tampoco parece excesivamente contento.
—Pero ¿adonde vamos? —pregunta tristemente—. Ya
no hay sitio para nosotros en ninguna parte.
Y en eso tiene razón. En la gran hoja de dibujo ya no
queda sitio, puesto que han estado viajando
despreocupadamente por ella. Sólo a la derecha, en la
esquina, hay un pequeño hueco libre. Justo cabe una
casita roja.
Max la ha pintado rápidamente. Y cuando Alexander
se sorprende, él explica:
—Aquí vive mi amigo Christopher, con sus padres y su
abuelo Jakob. Ahora vamos a visitarlos. Y luego iremos
con el abuelo y con Christopher al vivero de truchas, o a
ver los po- nis. El abuelo Jakob inventará historias o hará
tonterías...
—Inventar historias y hacer tonterías está bien —dice
Alexander—. Pero ¿en casa de tu amigo hay también algo
para comer?
—Todo lo que quieras —le promete Max—. Su madre
es la mejor cocinera del mundo.
—¿Quieres decir que sabe cocinar un sabroso gulasch?
—pregunta Alexander expectante.
—¡Gulasch es lo que mejor hace! —elogia Max.
—Entonces voy contigo. ¡Espera...! —grita Alexander,
ya que Max está subiendo de un salto
las escaleras de la casa roja. Pero cuando al llegar
arriba se dispone a tocar el timbre, oye una voz:
—¡Christopher, abuelo Jakob! ¡A comer!
El brazo de Max se queda colgando en el aire. Y el
pie de Alexander se para en el segundo escalón.
Porque ahora, cuando se trata de comer, prefieren
volver a ser Christopher y el abuelo Jakob y no Max
y Alexander.
Abajo, en la cocina, mamá pone una fuente
humeante sobre la mesa, además de un gran puchero
lleno de patatas.
—¿Gulasch...? —pregunta el abuelo sorprendido.
Christopher le mira con suspicacia y dice:
—¿Crees que Alexander ya sabía que habría
gulasch?
—Eso sólo te lo puede decir Max —contesta el
abuelo de buen humor—. Max le conoce mejor.
—¿Quiénes son Max y Alexander? —quieren saber
los padres—. ¿Y qué tienen que ver con nuestro
gulasch?
Pero Christopher y el abuelo no tienen tiempo ahora
para dar muchas explicaciones. No mientras comen
gulasch.
El abuelo Jakob solamente murmura una vez con la
boca llena:
—¡Caramba. Max no ha exagerado!
Y Christopher, con la boca llena de patatas, le
responde:
—¡Max no exagera nunca!
Ambos se han servido dos veces. Christopher quiere
servirse incluso una tercera vez, pero entonces mamá
saca el flan de chocolate. A todos les encanta, y por eso
prefiere dejar un poco de sitio en su estómago.
Mamá siempre tiene que hacer partes iguales, I porque, si
no, uno de los tres creería que ha comido más que los
otros. Sin embargo, a su hijo siempre le da una cucharada
más porque hasta
ahora ninguno se ha dado cuenta. Christopher está
contento de compartir ese secreto con su madre.
Para que esta vez tampoco se dé cuenta nadie, mamá
habla del tiempo:
—¡Fijaos! —se queja—. Hace un momento brillaba un
sol maravilloso y ahora, de repente, se pone gris y oscuro.
Además, las nubes están tan negras... ¡Ojalá no caiga una
tormenta!
Entra un golpe de viento y levanta el periódico que
está sobre la silla de la cocina. Después, un deslumbrante
rayo cruza el techo de nubes. Al rayo le sigue un violento
trueno, y de pronto, como si volcaran cubos de agua
desde el cielo, comienza a caer un grueso granizo.
El padre se levanta y cierra la ventana.
—¡El tiempo está loco! —dice sacudiendo la cabeza.
El abuelo Jakob le lanza a Christopher una mirada
acusadora y gruñe:
—¡Aquí tienes la tormenta! Alexander ya se lo había
advertido a Max.... ¿no?
Christopher, con expresión inocente, abre tanto los ojos
que casi se le caen de la cara. Es algo que ha aprendido
del abuelo.
—¿Quieres decir que Max no debería haber traído el
viento del desierto?
—Exactamente —dice el abuelo con seriedad—. Habría
sido mejor que no lo hiciera.
—Pero es que el pobre Max tenía tanta sed... —contesta
Christopher compasivamente—. Y también su camello, el
verde.
Los padres se miran interrogadoramente. ¿Qué clase
de secreto tienen los dos? ¿Max y Alexander? ¿Viento del
desierto y un camello verde?
—A mí me parece que no sólo el tiempo está loco, sino
también ciertas personas... —dice la madre, divertida.
—Cuánta razón tienes —replica el abuelo Jakob
suspirando—. A veces las personas actúan como si
estuvieran locas.
Y mientras lo dice pone su famosa «cara de
indiferencia», como la llama el padre, y le dice a
Christopher:
—Pásame el frasco de Bovril, por favor. Christopher se
lo pasa y observa expectante lo que se propone el abuelo.
Éste coge una cucharada de flan de chocolate, echa
algunas gotas de Bovril encima y se la mete
cuidadosamente en la boca. Luego, mira a la madre
asintiendo con la cabeza y dice con admiración:
—¡Como siempre, tu flan está estupendo! Acto
seguido, toma una segunda cucharada y vuelve a rociarla
con Bovril. La madre contempla disgustada cómo el
abuelo Jakob estropea su maravilloso flan. Pero cuando
está a punto de protestar en voz alta, siente que debajo de
la mesa el pie del padre busca su pie. Thomas está
guiñando un ojo: «¡Chiss! ¡Haz como si no te dieras
cuenta!». Por eso ella le contesta con otro guiño y se calla.
¡Atención, Christopher y abuelo Jakob! Ahora os van a
tomar el pelo a vosotros. Pero ninguno de los dos se da
cuenta de nada. Están demasiado ocupados con su
broma. Ya que ahora también Christopher ha echado
Bovril sobre su cucharada de flan.
—¡Ah...! —dice cuando se lo mete en la boca—. Si Max
y Alexander hubieran tenido esto en el desierto...
Y mientras lo dice, arruga la cara como si se hubiera
tragado un renacuajo.
—¿Me pasáis un poco de Bovril a mí también, por
favor? —pregunta el padre de repente.
Christopher está tieso como un palo en su silla, sin
moverse.
—Pásame el frasco, por favor —repite papá.
Pero como no reacciona, el abuelo coge el frasco, rocía
otra cucharada más de flan y se la pasa amablemente a
papá.
Papá se sirve también del frasco de Bovril y se lo pasa
a mamá.
—Sabe fantástico —asegura.
Después de probarlo, ella también dice sorprendida:
—Es verdad. ¡Quién lo habría pensado!
Christopher mira boquiabierto a uno y a otro,
hasta que ya no puede más. Deja de un golpe la
cuchara sobre la mesa y chilla:
—¡Fuag! ¡Pero si sabe horrible!
—¡Sabe de maravilla! —exclama papá.
—¡Riquísimo! —exclama mamá.
—¡Qué asco! —grita el abuelo.
Y entonces los cuatro ríen tan fuerte que incluso la
señora Hennig, desde el piso de al lado, oye el
escándalo. Y eso que la señora Hennig es sorda.
Christopher le quita el frasco a mamá y corre al
armario de la cocina. Allí se sube a una
silla y pone el frasco arriba del todo, lo más atrás posible.
Ahora, por fin, pueden disfrutar de su flan favorito.
Cuando rebaña la fuente con el dedo índice, mamá le
pregunta riendo:
—¿Qué modales son ésos?
Pero Christopher se chupa el dedo sin inmutarse y
anuncia feliz:
—Por cierto, en Navidad el abuelo Jakob viene con
nosotros a la montaña.
La lombriz del
aburrimiento
—CALENTAOS la sopa de verdura esta noche —
había dicho la madre mientras se atusaba sin parar
los rizos delante del espejo del pasillo. Iba a ir de
compras a la ciudad y después a cenar con su
marido.
A Christopher le parecía inútil eso de atusarse los
rizos, ya que después mamá estaba exactamente
igual que antes.
—Y no organicéis en la cocina un jaleo tan
tremendo que tengamos que llamar a los bomberos
—les había gritado alegremente desde la puerta
antes de irse.
El abuelo Jakob había contestado a eso con un
gruñido. Luego, había subido como un general la
escalera de caracol. Christopher no había dicho
nada, simplemente había puesto cara de pocos
amigos,
Y sigue teniéndola ahora, mientras está en su
habitación golpeando con un pie las maderitas de
su juego de construcción.
«¡Los mayores sí que viven bienl —piensa—.
• Hacen sencillamente lo que quieren.»
I Lanza una maderita debajo de la cama y da
exactamente en el zócalo. Suena fuerte y le gusta.
Lanza una segunda maderita y otra y otra más.
Pero ahora ya no dan ahí. Y como ya no suena tan
fuerte, deja de lanzar maderitas. Piensa que podría
construir su avión. O poner en marcha el tren. O
jugar con su zoológico. Pero ahora no tiene ganas
de hacer absolutamente nada. Se aburre
terriblemente.
«¡Sopa de verdura...!», piensa furioso. Preci-
samente no tiene ningunas ganas de comer sopa de
verdura.
Sale de su habitación y corretea por el pasillo. Al
llegar a la escalera de caracol, se para indeciso.
Luego, sube y abre la puerta del cuarto de estar del
abuelo.
El abuelo Jakob está tumbado en el sofá verde y
escucha música.
—Hola... —dice Christopher.
Pero el abuelo solamente mueve el dedo gordo
del pie. Ni siquiera le mira. Por eso Christopher se
queda de pie junto a la puerta, haciendo ruido con
el picaporte hasta que, por fin, el abuelo se
incorpora y murmura:
—¿Va todo bien?
—No... —contesta Christopher con voz insegura.
—¿No? —pregunta el abuelo, sobresaltado—. ¡No
estarás enfermo!
—No lo sé —dice Christopher.
Naturalmente, él sabe que no está enfermo. Pero es
agradable que alguien se preocupe por uno.
Especialmente cuando se siente tan solo y desganado
como él.
El abuelo Jakob se acerca y le observa escru-
tadoramente. Luego, le examina con cuidado las
orejas.
—¡Ajá, típico! —afirma.
«Igual que el doctor Jansen», piensa Christopher.
Porque cuando está enfermo de verdad y tiene que
sacar la lengua, el doctor Jansen también dice
siempre: «¡Ajá, típico! Completamente sucia».
Siente un hormigueo en la garganta, provocado
por la risa.
Ahora el abuelo le agarra por el pelo y, echándole
la cabeza hacia atrás, le mira atentamente los ojos.
—¡Ajá, típico! —repite—. Completamente tristes.
Asiente un par de veces, pensativo, y finalmente
dice suspirando:
—Desgraciadamente, no cabe la menor duda, hijo
mío: tienes la peligrosa lombriz del aburrimiento.
El hormigueo en la garganta de Christopher |l se
hace aún más intenso.
—Y tampoco cabe la menor duda —añade el
abuelo, preocupado— de que esta enfermedad es
altamente contagiosa. Por eso... —retrocede con
lentitud— tengo que lavarme las manos inme-
diatamente.
Entonces Christopher ya no puede controlarse.
—¡Quieto ahí! —exclama riéndose y rodeando con sus
brazos la tripa del abuelo—. Voy a contagiarte la lombriz del
aburrimiento.
Y para estar seguro de que se la contagia, le abraza
como un monito. Le mete un dedo en la boca, le revuelve el
pelo y le estampa tres húmedos besos en la nariz, con lo que
consigue que el abuelo estornude tres veces seguidas.
—¿Qué es lo que has hecho, sinvergüenza? —gime el
abuelo—. Ahora yo también tengo la lombriz del
aburrimiento.
Y suelta a Christopher sobre el sofá verde. Luego, mete
las manos en los bolsillos del pantalón y pasea en silencio de
un lado a otro de la habitación. De la ventana a la puerta y de
la puerta a la ventana. Allí se queda parado. Pero, de repente,
se pone en marcha otra vez.
—Tenemos que hacer algo inmediatamente —dice con
decisión—. Si no, al final nos pasará lo mismo que al pobre
Kuno...
Christopher se ha enroscado como un cacho- rrito en el
sofá y observa expectante al abuelo Jakob.
—¿Qué le pasó a Kuno? —pregunta.
—¿No sabes lo que le sucedió a Kuno? —le reprocha el
abuelo Jakob—. ¿Es que no lees el periódico?
Christopher sacude la cabeza.
—Entonces, escucha —el abuelo carraspea.
Kuno fue el primer niño atacado por la peligrosa lombriz del
aburrimiento —informa el abuelo con voz de locutor de televisión—.
Por desgracia, entonces aún no se sabía cómo combatir esta
enfermedad. Aquello preocupó profundamente a los padres de Kuno
y a su perro Pitu.
El abuelo se quita las gafas y empieza a limpiar el cristal
izquierdo.
—¡Deja de limpiar y sigue contando! —le pide Christopher
impaciente—. ¿Qué pasó entonces?
—Les ruego disculpen las pequeñas interrupciones,
estimados oyentes —continúa el abuelo Jakob con toda
seriedad—, pero constantemente llegan llamadas de oyentes
impacientes que quieren saber a toda costa lo que ocurrió con
el pobre Kuno. Y no hay por qué impacientarse, pues estaba a
punto de informarlos.
El abuelo Jakob limpia ahora el cristal derecho.
Christopher se encorva como un gato y aporrea con los
puños el gran cojín del sofá.
—¡Eres horrible, abuelo! ¡Horiiiible! —grita.
—Si, sí —continúa diciendo él entre risas—, ciertamente era una
cosa horrible lo del pobre Kuno. Al principio tenía la lombriz del
aburrimiento en la cabeza. Y justo en el momento en que Kuno
pensab». inventar una historia o un juego nuevo, la rencorosa lombriz
gimió diciendo:
—¡Nada de historias o de juegos nuevos! ¡Odio las historias y los
juegos nuevos!
Así que, ¿qué inventó Kuno? Pues no inventó nada, sino que dejó
caer las orejas y puso ojos tristes. La lombriz se alegró mucho y de pura
alegría engordó un poco más.
Y luego bajó reptando hasta la barriga de Kuno, precisamente en el
momento en que Kuno pensaba en tomarse un helado de frambuesa o
un panecillo de pasas con miel. Entonces la repugnante lombriz volvió
a lloriquear:
—¡Nada de helado de frambuesa o de panecillo de pasas con miel!
¡Odio el helado de frambuesa y los panecillos de pasas con miel!
Así que, ¿qué comió Kuno? Pues no comió nada, sino que se mordió
las uñas y se quedó mirando a las musarañas. ¡Huy, cómo le gustaba
aquello a la lombriz del aburrimiento! Y de pura satisfacción volvió a
engordar otro poquito.
El abuelo se sienta junto a Christopher en el sofá y pone las
largas piernas del niño sobre su regazo.
—¡Jo, jo!, se regocijaba la lombriz—continúa contando—. Este
muchacho estará enseguida en mi poder. Ya solamente tengo que
deslizarme por su pierna.
Pero como Kuno tenía dos piernas, dudaba entre elegir la derecha
o la izquierda...
Ahora, el dedo índice del abuelo Jakob es la lombriz del
aburrimiento. Está sobre la tripa de Christopher, moviéndose
indecisa de un lado a otro.
—Como finalmente le gustó más la izquierda —continúa el
abuelo—, se decidió por ella.
El dedo del abuelo Jakob baja culebreando por la pierna
izquierda. Christopher arruga la nariz y lanza un gritito. Y es
que la lombriz del aburrimiento le hace unas cosquillas tan
agradables...
—Precisamente en ese momento, Kuno se preguntaba si bajaba al
patio a jugar al fútbol o iba en bicicleta con su amigo Jan.
—¡Nada de fútbol ni de andar en bicicleta! —se lamentó la maldita
lombriz de nuevo—. ¡Odio el fútbol y las bicicletas!
Así que, ¿qué hizo Kuno? Pues tampoco hizo nada, simplemente se
tiró encima de la cama maldiciendo a todo el mundo. De pura alegría
y maldad, la lombriz del aburrimiento se volvió tres veces más gorda
que antes. Porque ahora ya lo había conseguido.
Christopher ronronea de placer.
—¿Qué es lo que había conseguido? —pregunta
enseguida.
—Cuando las lombrices del aburrimiento han alcanzado un
determinado tamaño —le explica el abuelo en un susurro—,
consiguen poderes mágicos. Y esos poderes los tenía ya la
lombriz de Kuno. Con un conjuro se convirtió, ¡abracadabra!,
en una lombriz del aburrimiento supergigante. Acto seguido,
puso al pobre chico sobre su lomo y se marchó reptando con
él. Salió por la puerta de la casa a la calle. Atravesó campos,
prados, setos y vallas. Llegó reptando a un mercado y se
subió a un puesto de fruta, trepando entre las moras. A Kuno
se le pusieron los pies negros y después todo el mundo creía
que no se los había lavado en su vida.
El abuelo se inclina receloso hacia delante.
—Por cierto, ¿cuándo te los has lavado tú por última vez?
—pregunta con severidad.
—¡Hace mil años! —exclama Christopher tontamente.
—¡Puaf! —hace el abuelo, y se ríe—. ¡Por eso están tan
sucios!
—Y luego ¿qué pasó? —pregunta Christopher.
El abuelo Jakob se encoge de hombros.
—No sé nada más —dice—. La última postal de Kuno venía de
África. Después, nadie ha oído más de él. Sus padres están
terriblemente tristes. Y Pitu, su perrito, sobre todo. De pura tristeza
estuvo un mes comiendo sólo arenques en vinagre.
—¡Are... e... enques en vinaaagre.J —gime Christopher
poniéndose el cojín del sofá delante de la cara.
Por un momento reina el silencio. Luego se oye por debajo
del cojín:
—¿Y si nuestras lombrices del aburrimiento se hacen
también tan peligrosamente grandes?
—Eso seguro que no —contesta el abuelo al cojín—. Lo
único que tenemos que procurar es que no se alegren nunca, y
que se enfaden muchísimo —se ríe para sus adentros—. Por
cierto, ¿la tuya no ha huido por rabia de tu cabeza a tu tripa?
El cojín del sofá asiente. Un par de ojos astutos asoman por
encima del cojín.
—Y ahora, ¿qué?
—Ahora vamos a hacer que se pongan aún más rabiosas.
—¿Y cómo?
—Pues cenando tranquilamente.
De un tirón, Christopher aparta el cojín de su cara.
—¿A las cinco de la tarde? —pregunta incrédulo.
—¿Por qué no? —opina el abuelo—. ¿O es que no tienes
hambre?
—¡Siempre! —dice Christopher radiante. Pero, de repente,
arruga la nariz—. Mamá ha dicho que tenemos que
calentarnos la sopa de verdura...
—No te preocupes por eso —le tranquiliza el abuelo—.
Cuando tu mamá lo ha dicho, no tenía ni idea de que íbamos
a enfermar de la lombriz del aburrimiento. Y, por supuesto,
tampoco podía saber que lo que más les gusta a las lombrices
del aburrimiento es la sopa de verdura, y que, por esa razón,
nosotros no debemos tomarla de ninguna manera.
—¿Y qué es lo que más odian las lombrices del
aburrimiento? —pregunta Christopher expectante.
El abuelo Jakob reflexiona:
—Una cosa que odian sobre todas las cosas son las patatas
rehogadas, crujientes y con cebolla.
—¿Y tocino ahumado...? —susurra Christopher.
—Con sólo oler el tocino —asegura el abuelo—, se ponen
rabiosas como fieras.
Entonces Christopher lanza el cojín a la esquina del sofá y,
poniéndose en pie de un salto, sale como una flecha por la
puerta.
—¡Le daremos una loncha bien gorda a cada una! —
exclama encantado.
—¡Dos! —grita el abuelo tras él—. ¡Por lo menos dos!
Christopher está ya en la escalera y llega como un rayo a la
cocina. Mucho antes que el abuelo, que le sigue silbando y sin
prisa.
Y, naturalmente, hace rato que ha sacado lo necesario de los
armarios y lo ha colocado encima de la mesa: patatas, cebollas,
sal y pimienta, la tabla de madera grande, dos cuchillos y, por
supuesto, el gran pedazo de tocino ahumado. Impaciente
como un caballo de carreras, salta de un pie a otro. ¡Qué lento
es el abuelo! Pero él se ríe y dice:
—Con tranquilidad, pulga saltarina —le pone a
Christopher el largo delantal verde, y él se anuda alrededor
de la cintura el trapo de cocina a cuadros. Ahora Christopher
se lanza de inmediato a pelar las patatas.
—¡Despacio! ¡Despacio! —le advierte el abuelo Jakob—. No
te vayas a cortar. Las lombrices del aburrimiento son unos
bichos muy vengativos. Se vuelven locas de alegría si uno se
hace daño.
Sabiendo esto, Christopher utiliza con mucho cuidado el
afilado cuchillo. La lombriz del aburrimiento tiene que
enfadarse, y no volverse loca de alegría.
Cuando ambos han terminado de cortar las patatas, les toca
el turno a las cebollas. Sin embargo, éstas las corta
Christopher solo. Corta cuatro hermosos trozos. Pero el
abuelo opina:
—Pero si parece que estas cebollas están tuberculosas...
A lo que Christopher simplemente contesta en voz baja:
—[Huy, sí! —e inmediatamente corta dos trozos más.
Poco después, chisporrotea todo junto en la sartén grande.
¡Y qué bien huele! Christopher se sienta sobre el Iavavajillas y
observa cómo el abuelo Jakob da vueltas cuidadosamente a
las patatas.
—Hay que tener paciencia —le explica el abuelo—. Mucha
paciencia. Esto no es para pulgas saltarinas.
—Pero probar sí que es para pulgas saltarinas —
dice Christopher alegremente.
El abuelo le pasa un tenedor.
—Sí —admite—, de probar entienden un montón.
Christopher mete el tenedor en la sartén y lo llena
de tal manera que apenas le cabe en la boca.
—Pues para probar solamente, tienes bastante —
protesta el abuelo. Pero Christopher se limita a
cerrar los ojos y mastica deleitándose.
—¿Y...? —pregunta el abuelo, impaciente—. ¿Qué
tal saben?
—¡Cien veces mejor que la sopa de verdura! —
dice Christopher relamiéndose.
—¿De verdad? —el abuelo Jakob se alegra. Saca
otro tenedor, y lo llena aún más que Christopher.
También mastica con los ojos cerrados y finalmente
afirma satisfecho—: Como en el mejor restaurante de
la ciudad...
—¿Y el tocino ahumado estará igual de bueno? —
pregunta el listo de Christopher metiendo de nuevo
el tenedor en la sartén. El tenedor del abuelo va
detrás. Y después de que los dos no tienen nada que
reprochar al tocino ahumado, el abuelo quiere saber
si las patatas del lado de la sartén de Christopher
están más churruscantes que las de su lado. Y, natu-
ralmente, Christopher quiere saber lo mismo de las
patatas del lado del abuelo. Así que los tenedores
pasean de arriba abajo y de un lado a otro. No es de
extrañar que de esta manera pronto desaparezca la
mitad de la patatas rehogadas.
Con un pie, el abuelo Jakob acerca la banqueta
grande a la cocina y se sienta.
—Ahora ya no merece la pena ensuciar dos platos
—decide. Y así, los dos se zampan la otra mitad,
comiendo directamente de la sartén. Durante el gran
banquete, Christopher afirma por lo menos tres veces
que sobre el lavavajillas se está cien veces más
cómodo que sentado en las sillas de la cocina. Y el
abuelo Jakob afirma por lo menos tres veces que las
patatas rehogadas, comidas directamente de la
sartén, saben cien veces mejor que en los platos.
Finalmente, Christopher pincha con el tenedor el
último pedazo de tocino, y el abuelo, el último
pedazo de cebolla.
—¿Tu lombriz del aburrimiento también se ha
escapado furiosa de tu tripa? —pregunta Christopher
riéndose entre dientes.
—No le quedaba más remedio —contesta el
abuelo—. Con tantas patatas...
—La mía casi se queda enganchada por la cola al
huir —dice Christopher.
—¿Entre una patata y un trozo de tocino? —
pregunta el abuelo asustado.
¡Madre mía, hay que imaginárselo! Christopher
se tiene que agarrar la tripa de la risa. Y como el
abuelo Jakob se puede imaginar muy bien a la
lombriz enganchada, se ríe con él. Los dos se ríen
hasta que casi se quedan sin aire.
Ahora el abuelo cree que su lombriz está en su
pierna derecha y que, de tan enfadada como está,
comienza a debilitarse. Christopher piensa que la
suya está en la pierna izquierda y que no sólo está
débil, sino que tiene la cara roja de rabia.
—Bueno, ahora las vamos a eliminar defini-
tivamente —dice el abuelo de buen humor—, y nos
vamos a dar un paseo.
Pero no sólo dan un largo paseo. Además se
acercan al bosquecillo de álamos y al estanque de
las truchas, hasta llegar al prado de los caballitos.
Y durante el largo paseo juegan tan concien-
zudamente a hacer rodar piedrecitas, que las
malvadas lombrices se mueren de la rabia. Por eso,
al llegar al prado de los caballitos pueden dar la
vuelta. Y como ya no tienen que hacer rodar más
piedrecitas, Christopher inventa, en el camino de
vuelta a casa, toda una serie de aventuras que
podían haberle ocurrido al pobre Kuno en su viaje a
África. El abuelo no para de sorprenderse y de
preguntar:
—¿Y qué pasó luego? ¿Y cómo terminó?
Y una y otra vez exclama, entre aventura y
aventura:
—¡Oh, Dios mío! ¡Pobre Kuno!
La verdad es que Christopher sabe contar
cuentos muy bien, y como el abuelo sabe escuchar
igual de bien, Christopher sigue contando, incluso
mientras suben las escaleras de su casa.
Pero, cuando abren la puerta, se queda callado
de repente y escucha.
—¡Papá y mamá...! —exclama entrando como
una tromba en la cocina. Sí, allí están, comiendo
queso y bebiendo vino.
—¡Caramba! —se sorprende el abuelo—. ¿No os
habrán echado del restaurante?
Mamá hace un gesto de tristeza con la mano.
—No pienso ir nunca más allí —asegura—. El
pollo estaba duro y la salsa curry fría. ¡Horrible!
—Y mis patatas rehogadas nadaban en aceite y
sabían a goma —añade papá decepcionado.
—Lástima —dice Christopher sonriendo con
malicia—. Las nuestras estaban deliciosas.
—¿Habéis comido patatas rehogadas? —pre-
gunta el padre lastimeramente—. ¿Ricas y chu-
rruscantes patatas rehogadas? ¿Con cebolla y to-
cino ahumado?
Con los brazos, Christopher describe un círculo
en el aire.
—¡Con muchas cebollas! ¡Y con mucho tocino
ahumado...! —informa triunfante.
Entonces mamá clava el cuchillo en el queso y
pregunta enfadada:
—¿Y qué pasa con mi sopa de verdura, sin-
vergonzones?
—Desgraciadamente, no hemos podido co-
merla... —dice el abuelo con tono apenado.
—Es que teníamos la lombriz del aburrimiento
—explica Christopher—, Si no, al final nos habría
pasado lo que al pobre Kuno...
Y, metiéndose un trozo de queso en la boca, se
ríe.
—¿Qué Kuno? —preguntan los padres sin
comprender.
Christopher sitúa el trozo de queso en el lado
izquierdo de la boca y contesta chasqueando la
lengua:
—¿No sabéis lo que le pasó a Kuno? ¿Es que no
leéis el periódico?
Los domingos con Beppo
C'HRISTOPHER está sentado con sus padres y su
abuelo en la cocina, tomando té. Los domingos
siempre toman té a esta hora, y la mayor parte de
las veces resulta muy divertido, porque siempre hay
alguien que tiene algo que contar.
Pero hoy es diferente. Hoy papá piensa en la
estantería del sótano, en la que ha estado horas
trabajando. Y mamá está pensando en las cartas que
empezó a escribir al mediodía. Hasta el abuelo
revuelve en silencio su taza de té. También parece
tener sus pensamientos en otra parte. Y además,
hay tarta de nata. A pesar de que todos saben que
Christopher no soporta la tarta de nata.
Christopher deja caer un terrón de azúcar en su
taza, de tal manera que el té salpica la mesa. Pero ni
aun así se fijan en él sus padres. Un domingo
aburrido. ¡Si por lo menos su amigo
Martin estuviera aquí! Pero los fines de semana
Martin se va siempre con sus padres a la casa que
tienen en el campo.
Christopher trata de deshacer el terrón de azúcar
con la cucharilla. Pero está durísimo y tiene que
esperar a que se disuelva solo.
—iQué domingo más tonto! —refunfuña en voz
alta.
—Porque no sabes entretenerte —dice el padre,
distraído—. Vete con la bicicleta al prado de los
caballitos.
—¡Estúpido prado de los caballitos! —contesta
Christopher enfadado.
—O termina de construir tu grúa —propone la
madre—. Ya no le falta mucho.
—¡Estúpida grúa! —protesta aún más enfadado
y con los ojos ensombrecidos por la rabia.
Ahora también el padre se enfada.
—Si la grúa te parece tan estúpida, se la po-
demos regalar a Uwe. Seguro que se alegraría.
¡Ay!, habría sido mejor que no dijera eso. Uwe y
él son enemigos desde hace dos días. Christopher
abre un par de veces la boca, tomando aire. Luego
grita con la voz quebrada:
—¡Por mí podéis regalar la estúpida grúa al
estúpido de Uwe!
En ese momento, el abuelo Jakob empuja
enérgicamente su silla hacia atrás, se pone de pie,
tose sonoramente y dice:
—Me apuesto algo, Thomas, a que la estantería
del sótano ya se ha derrumbado. Y tus importantes
cartas —dice mirando a la madre— deben estar
esperando impacientes que vayas a terminarlas.
La madre se echa a reír.
—No conozco a nadie —dice— que sepa echar a
la gente de una manera tan hábil como lo hace el
abuelo Jakob.
—Espero que esta vez también funcione —replica
él secamente. Y comienza a recoger la va-
jilla en silencio. Cuando le quita a Christopher el plato
limpio, le pregunta:
—¿Tomarás luego otra taza de té conmigo?
Christopher asiente brevemente con la cabeza
mientras dibuja garabatos invisibles sobre la mesa.
La madre se dirige hacia la puerta.
—Vamos, Thomas —dice alegremente—, ya ves que
no se nos quiere aquí.
El padre le lanza a Christopher una severa mirada
mientras se pone de pie. Luego se marcha con la madre.
En la cocina reina el silencio. Mientras el abuelo
prepara otro té, Christopher cava con el dedo un agujero
en la tarta de nata. Lo que más le gustaría ahora es
echarse a llorar. Pero se lo prohíbe a sí mismo.
«¡Nada de llorar! —piensa—. ¡Estar furioso! ¡Estar
furioso! ¡Por el estúpido domingo! ¡Por los estúpidos
padres! ¡Por el estúpido mundo...!»
Pero, a pesar de todo, las lágrimas le corren por las
mejillas y caen sobre el mantel.
El abuelo Jakob pone la tetera sobre la mesa y, sin
decir nada, abraza a Christopher y lo sienta con él en la
banqueta. Y ahora es cuando el niño empieza de verdad
a sollozar, tan fuerte que le tiemblan los hombros.
Cuando llora en presencia de sus padres, ellos le dicen
siempre:
—Eso no sirve de nada. Es mejor que nos cuentes lo
que pasa.
El abuelo piensa de otra manera. Lo que él dice es:
—Todo eso tiene que salir. Para hablar siempre hay
tiempo.
Y por eso simplemente le pone el brazo sobre los
hombros y le deja llorar. Con la otra mano alcanza el
cuchillo y rellena con nata el agujero de la tarta. Por
último, la alisa bien para que más tarde no haya jaleo.
Cuando termina la reparación de la tarta, Christopher
ya ha dejado de llorar. Ahora ambos pueden volver a
hablar.
—Estar enfadado con uno mismo es mucho peor que
estarlo con otros, ¿verdad? —pregunta el abuelo.
Christopher se limpia los ojos con una manga y le
mira con sorpresa. ¿Cómo puede saber el abuelo que él
está enfadado consigo mismo? ¿Es que puede ver dentro
de Christopher? Porque es verdad: está verdaderamente
enfadado consigo mismo. Pero es ahora cuando se da
cuenta. Está furioso porque no sabe lo que hacer. Porque
no tiene ganas de hacer nada, ni de jugar, ni de
construir.
Se suena ruidosamente la nariz.
—De todas formas, es un domingo horrible —gime
Christopher.
—Eso mismo decía siempre Franz —murmura el
abuelo.
Christopher pasa la uña por las rayas de su pantalón
de pana.
—Incluso quería acabar con todos los domingos del
año —añade el abuelo Jakob sacudiendo la cabeza.
Christopher sigue ocupado con su pantalón. Pero, a
pesar de todo, siente curiosidad.
—¿Qué Franz? —pregunta sin levantar la vista.
—Mi... hermano —contesta el abuelo. Suena un poco
titubeante.
El pulgar se queda parado en medio de un canal de la
pana. Christopher guiña los ojos y mira
escrutadoramente al abuelo.
—Yo siempre había pensado que tú no tenías
hermanos.
—Y yo siempre había pensado —replica el abuelo—
que ya se te habría olvidado la costumbre de mirar todas
mis palabras con lupa —también él arruga los ojos
dejando dos ren- dijitas para mirar a Christopher. El
abuelo rodea con su brazo el hombro de Christopher.
El niño sonríe y repite en voz bajita:
—¿Así que tu hermano Franz no soportaba los
domingos?
—¡Los odiaba! —afirma el abuelo Jakob—. Porque
nuestra madre siempre le ordenaba: «¡Ha/ esto, Franz,
haz aquello! ¡Mantente ocupado, Franz!».
—¿A ti también te decía lo mismo?
—¿A mí? —el abuelo hace un gesto de rechazo con la
mano—. ¡Claro que no! Yo siempre recogía mi cuarto los
domingos, tocaba la flauta durante horas y hacía los
deberes para el colegio.
A Christopher se le ha pasado definitivamente el mal
humor.
—¡No te creo una palabra! —exclama riéndose.
El abuelo sonríe satisfecho.
—Ni una palabra es verdad —confiesa.
—¿Y qué más pasaba con tu hermano Franz? —quiere
saber Christopher.
—Conoció a Beppo —cuenta el abuelo Jakob.
Era un domingo. Franz estaba tumbado en la cama mirando
las musarañas, de manera que mamá le regañó otra vez:
—¡Muévete, Franz! ¡Trabaja, Franz! No estés todo el día
tumbado a la bartola. ¡Haz algo, Franz! Entonces Franz,
furioso, dio un salto y gritó: —Está bien, voy a hacer algo. Y lo
que voy a hacer es irme, eso es. A alguna parte donde no haya
domingos. ¡Ea!
Y diciendo esto, se puso su gorro y salió corriendo de casa.
Subió al primer tranvía que encontró y fue
hasta el final de la línea. Y desde allí caminó todo el
tiempo en línea recta. A pesar de que hacía tiempo que
estaba en camino, seguía sintiendo una rabia tremenda.
Notaba un nudo en el estómago.
—¿Quién demonios ha inventado estos malditos
domingos? —iba protestando en voz alta—. Siempre
tengo que estar escuchando: ¡Haz esto, Franz, o aquello!
¡Aprovecha el domingo, Franz! —y dio una patada en el
suelo—. Me gustaría que no hubiera más domingos.
Cuando acababa de lanzar con voz tonante la última frase, alguien
gritó desde el jardín de al lado:
—¡Entra! En mi casa no hay domingos.
Franz se puso de puntillas y se asomó con curiosidad por encima de
la valla. Vio un prado ce flores amarillas, con viejos y robustos árboles
frutales. En el centro, entre un peral y un ciruelo, había un chico
tumbado en una hamaca, haciendo señas a Franz.
—¡Venga, ven! —repitió—. ¡La puerta está abierta!
Así que Franz entró en el jardín.
El chico de la hamaca le sonrió con simpatía.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Franz —contestó—. ¿Y tú?
—Beppo —dijo el chico.
—¿Y es verdad que en tu casa no hay domingos? —preguntó Franz
incrédulo.
—¡Ninguno! —le aseguró Beppo—. En mi casa el martes es como el
viernes, y el domingo, como el miércoles —golpeándose el pecho con
la mano, se echó a reír—. En casa de Beppo, el oso más perezoso del
mundo, todos los días son iguales.
Franz estaba agradablemente sorprendido.
—¿Quieres decir que te pasas todos los días cómodamente tumbado
en esta hamaca? —preguntó.
Beppo asintió.
—¿Y nadie dice: Haz esto, Beppo, o aquello?
—¡Nadie! —le aseguró Beppo orgulloso. Luego, cogió el palo que
tenía a su lado en la hamaca y preguntó con naturalidad:
—¿Te apetece comer una pera?
Y con el palo golpeó tan hábilmente una rama, que dos peras gordas
y amarillas cayeron en la hamaca. Franz se rió.
—Verdaderamente eres un oso perezoso —dijo—. No te levantas ni
para coger una pera.
Beppo sonrió.
—Si quieres —dijo—, puedes tomar también un cuenco de leche con
miel.
«Ahora sí que está fanfarroneando este Beppo», pensó Franz.
—¿Acaso la leche con miel cuelga también cómodamente del árbol
que tienes encima? —preguntó Franz burlón.
—Eso no —admitió Beppo. Pero, si quiero, viene Annie y nos la
trae.
—¿Quién es Annie? —quiso saber Franz.
—Pues mi madre —dijo Beppo.
Lo dijo de una manera muy natural, como si todas las madres se
llamaran Annie y sus hijos las llamaran también así. Franz estaba cada
vez más sorprendido. Eso le gustaba a Beppo, se le notaba. Sopló con
su silbato dos veces seguidas. Y, ciertamente, al
poco tiempo una señora salía de la casa dirigiéndose hacia ellos.
—Annie, éste es Franz —le explicó Beppo—. No le gustan los
domingos. Por eso está aquí, porque en nuestra casa no hay
domingos.
—¿Para qué vamos a tener domingos si todos los días son
iguales de bonitos? —dijo sonriendo Annie.
—¡No me extraña! —no pudo evitar exclamar Franz—.
Cuando se puede holgazanear como él...
Annie sonrió.
—Sí —dijo—. Beppo es el oso más perezoso del mundo.
Luego se acordó del silbato y preguntó:
—¿Querías algo, oso perezoso?
—Sí —contestó Beppo—. A Franz y a mí nos gustaría tomar
leche con miel.
—¡Vuestro deseo será inmediatamente satisfecho! —
prometió Annie guiñándole un ojo. Con un dedo le hizo a
Beppo cosquillas en la tripa y luego volvió canturreando a la
casa. Franz se había quedado sin habla.
Christopher asoma por debajo del brazo del abuelo
Jakob.
—Pues yo también —dice—. ¡Se dejaba cuidar. el tal
Beppo! Esto tengo que contárselo a mamá.
—¡Hazlo! —dice el abuelo alegremente—. Yo ya sé lo
que te va a contestar.
—Yo también —dice Christopher sonriendo.
Agarra las cerillas y enciende la vela azul. Luego,
vuelve a ponerse bajo el brazo del abuelo. Es muy bonito
estar sentado muy cerca de alguien que está contando
una historia.
—¿Por fin Annie les trajo la leche con miel o no? —
pregunta Christopher.
—Dos cuencos de leche con miel y además un plato
lleno de galletas —afirma el abuelo—. Esas pequeñitas
de mantequilla, ¿sabes? Las que tienen un puntito de
chocolate en medio.
—Mis favoritas —comenta Christopher.
—No, ¿de verdad? —dice el abuelo Jakob
sorprendido. ¡Como si no lo supiera perfectamente!
Franz y Beppo se dieron un festín con la leche y las pastitas
—continúa el abuelo Jakob—. Después, Franz se sentó en la
rama más baja del ciruelo y preguntó:
—¿Nunca te cansas de holgazanear?
Beppo se encogió de hombros.
—Cuando estoy harto —dijo—, me voy a Francia, a la
cabaña que tengo. Allí cabalgo en mi yegua salvaje, Jessika, a
través de bosques y pantanos. Y corro aventuras.
—¿Tus padres te han regalado un caballo? —preguntó
Franz con envidia.
—No, a la salvaje Jessika la atrapé yo mismo y la domé
—afirma Beppo. y añade orgulloso—: Era la más bonita,
la más inteligente y la más rápida de toda la manada.
—Entonces tuvo que ser muy difícil atraparla —opinó
Franz con admiración.
—No especialmente —dijo Beppo quitándose im-
portancia—. Solamente tardé dos días. Por fin, pude saltar
desde un árbol sobre su lomo.
—¿Y no te tiró? —se asombró Franz.
—Sí que lo intentó —admitió Beppo—. Pero no le fue
posible. Para que no te tire el caballo, hay que mantenerse
firmemente sentado y tener las piernas de acero.
Franz observó las piernas estiradas de Beppo. La
verdad es que no parecían especialmente fuertes,
—A lo mejor estaba fanfarroneando —dice
Christopher.
—Eso pensó Franz también al principio —con-
testa el abuelo—, pero cuando Beppo continuó
contando todo lo que le había ocurrido con la sal-
vaje Jessika, desaparecieron sus dudas. Y es que
Beppo contaba tan entusiasmado y con tantos de-
talles, que era imposible que se lo hubiera inven-
tado todo. Por ejemplo, lo que ocurrió con la rapaz:
Un día se metió en la cabaña de Beppo y le robó sus
provisiones de chocolate. Beppo llegó justo a tiempo para
ver cómo se alejaba volando.
—¡Espera y verás! —le chilló al ladrón—. Robarme a
mí el chocolate, ¡canalla!
Lleno de ira, saltó a lomos de Jessika y emprendió
inmediatamente la persecución. El ave podría haber
huido con facilidad. Lo único que tenía que haber hecho
era remontarse en el aire, y ninguna Jessika ni ningún
Beppo la habrían atrapado. Pero con el pesado bulto no
podía elevarse. A pesar de todo, lo intentó, pero no
consiguió elevarse a más de tres metros de altura. Así
que Beppo continuó persiguiéndola, saltando vallas y
riacnuelos. Legaron a través de pantanos y barro hasta
un estercolero... Y detrás del estercolero es donde logró
atraparla. En el extenso prado que había detrás. Allí, la
salvaje Jessika se lanzó como un rayo, de manera que sus
pezuñas apenas tocaban el suelo.
Delante de ellos, el ave ladrona se agotaba por mo-
mentos. Constantemente perdía altura, pero se re-
montaba otra vez trabajosamente. Sus perseguidores se
acercaban cada vez más. Y entonces sucedió...
Christopher se pone rígido bajo el brazo del
abuelo Jakob.
—¿Y entonces sucedió...?
El abuelo asiente.
En aquel momento. Jessika se encontraba justo bajo el
ladrón. Y cuando éste volvió a perder altura por el
agotamiento, Beppo saltó, rápido como el rayo, sobre el lomo
de su yegua y le arrebató la bolsa. Fue una gran hazaña el
hacerlo a un ritmo tan rápido.
Pero lo que más le admiró a Franz fue que durante esa
peligrosa muestra de habilidad, Beppo, a pesar de todo, se
diera cuenta de que el ave tenía los ojos de distinto color:
uno marrón y otro verde. ¡Eso no se lo podía haber
inventado! Y por esa razón Franz estaba firmemente
convencido de que también todo lo demás que contaba era
cierto, punto por punto.
A partir de entonces, todos los domingos iba en bicicleta a
casa de Beppo. Mamá se alegraba de que por fin hiciera algo.
Pero lo que Franz no reveló nunca es que lo único que hacían
los dos en el jardín era vaguear. Beppo, como siempre, en su
hamaca. Y Franz en la rama del ciruelo.
El abuelo Jakob sirve el último resto de té.
Pero un domingo —continúa— Franz no tenía ganas de
escuchar las aventuras de Beppo. Tampoco tenía ganas de
leche con miel ni de galletitas. Tenía calor y se sentía pesado.
Prefería ir al lago a nadar. Y quería que Beppo fuera con él.
Pero Beppo no quería.
—¡Estoy demasiado cansado! —dijo bostezando.
Franz dio un empujón a la hamaca.
—¡Ven de una vez! ¡Vago, más que vago! ¡Muévete!
Beppo se limitó a poner los brazos de:rás de la cabeza y
replicó:
—Hago lo que quiero. Y no quiero nadar.
—¡Pero yo sí! —gritó Franz muy enfadado—. ¡Y tú vendrás
conmigo!
Beppo hizo caer una ciruela con el palo.
—Yo me quedo aquí —repitió con calma.
—Entonces ¡púdrete en tu hamaca, vago antipático! —chilló
Franz— De todas maneras, yo me voy al lago.
Esta vez le dio un empujón tan fuerte a la hamaca, que la
volcó, tirando a Beppo sobre la hierba.
Franz se rió maliciosamente y salió corriendo del jardín.
¡Estaba tan decepcionado!... Había creído que Beppo y él eran
amigos. Pero cuando se tiene una amistad, también se hacen las
cosas que el otro quiere, y no únicamente lo que a uno se le
antoja.
Cuando montó en su bicicleta y volvió a mirar furioso por
encima de la valla, se quedó desconcertado. Beppo seguía
tirado en el prado. Se había dado la vuelta y se arrastraba sobre
los codos hacia su silbato, que estaba delante de él sobre la
hierba. Cuando lo alcanzó, llamó dos veces seguidas, como
siempre que quería llamar a Annie. Sonaba bastante lastimero.
¿Qué es lo que le ocurría? ¿Quizá estaba herido? ¿Sólo por
ese pequeño revolcón en la hierba? La ha-
maca estaba muy baja y la hierba era blanda. No podía
haberse herido. Pero ¿porqué teníalas piernas tan
rígidas?
—¡Porque no podía moverse! —exclama
Christopher asustado—. ¡Porque era paralítico!
—Así era —dice el abuelo—. Franz también se
dio cuenta en ese momento. Y se pegó un susto tan
grande como el tuyo.
Annie corrió inmediatamente hacia Beppo. Pero Franz
no pudo oír lo que hablaron entre los dos. Solamente vio
que levantaba al muchacho y lo llevaba a casa. Franz no
podía creer lo que acababa de descubrir. La verdad sobre
Beppo. El bravucón. El aventurero. El salvaje jinete con
su salvaje yegua Jessika. La verdad sobre Beppo, el oso
más perezoso del mundo. Porque tenía que ser vago,
aunque no quisiera, y reírse de ello, porque el llorar no
servía para nada.
—¡Beppo! —gritó Franz. Tiró su bicicleta contra la
valla y corrió por el jardín hasta la casa. Annie le abrió la
puerta.
—Pasa, Franz —le dijo amablemente—. Ya nos
imaginábamos que ibas a volver. Te habías olvidado el
jersey.
Franz no había pensado en el jersey. Y ahora tampoco
le interesaba.
—Beppo... —tartamudeó—, Beppo...
Annie suspiró.
—Yo tampoco sé lo que le ocurre —le interrumpió—.
Hace un momento lloraba mucho y no hacía más que
hablar de un lago, en el que quería nadar a toda costa. A
pesar de que sabe que no puede —Annie sacudió la
cabeza—. Y luego, además, se ha caído de la hamaca.
Para mí es un misterio cómo ha ocurrido.
Franz se mordió los labios.
—¿Ha dicho algo más? —preguntó en voz baja.
—Sí —contestó Annie pensativa—. Me encargó que te
dijera que el oso más perezoso es un embustero. Y que la
salvaje Jessika no existió...
Franz hundió la cabeza y clavó la punta de su zapato
en la alfombra.
—¿Qué quería decir con eso? —preguntó Annie. Pero
Franz no le dio ninguna respuesta. Solamente le arrancó el
jersey de la mano y gritó tan fuerte que Beppo tuvo que
oírle desde su habitación: —Y tú puedes decirle a él que el
próximo domingo le daré un buen puñetazo. Porque el oso
perezoso es mi amigo. Y no es ningún embustero. Y claro
que existe la salvaje Jessika. Yo mismo la he visto. Incluso
he acariciado su cuello.
Y Franz se marchó.
Annie se quedó mirándole. Ahora ya no entendía nada
de nada.
—Pero yo sí... —dice Christopher ensimismado.
Está pensando y el abuelo le deja tiempo. Al cabo
de un ratito, pregunta:
—¿Franz continuó yendo todos los domingos a
casa de Beppo?
—Sí —dice el abuelo—-. A veces también iba
entre semana, cuando tenía tiempo suficiente, ya
que estaba bastante lejos. Entonces le contaba a
Beppo todo lo que había hecho los demás días.
Sobre todo, aquello que el mismo Beppo no podía
hacer. No se dejaba ni el más mínimo detalle, para
que Beppo pudiera imaginárselo todo per-
fectamente. Como si él también hubiera estado allí
junto con Franz.
Por ejemplo, Beppo veía claramente ante él las
gruesas ramas del sauce que se extendían sobre el lago.
Bajo ellas, Franz y él se zambullían como peces.
0 el campo de fútbol que estaba detrás del parque de
los Patos. Y cómo Micha, con su camiseta amarilla. le
pasaba de una patada el balón blanco y negro a Franz. Y
cómo éste lo recogía hábilmente y disparaba con fuerza
a la portería.
Y la verdad es que Franz sabía contar muy bien, tan
bien como Beppo. Ambos se habían hecho muy buenos
amigos...
El abuelo Jakob revuelve pensativo su taza de té
y guarda silencio. Christopher tampoco dice
nada. Observa la cucharilla que da vueltas. Pero, de
repente, se da cuenta de que da vueltas en una taza
vacía. Mira escrutadoramente al abuelo y pregunta:
—¿Qué te pasa?
El abuelo Jakob deja la cucharilla y saca la pipa
del bolsillo.
—En realidad, yo quería contarte una historia
alegre —murmura—, pero de pronto... —el abuelo
no termina la frase.
Christopher le echa los brazos al cuello y le da un
beso.
—En primer lugar, la historia me ha gustado a
pesar de todo —contesta consolándole—, y en
segundo lugar... también.
Saca un terrón de azúcar del azucarero y se lo
mete en la boca.
—Ahora voy a terminar de montar mi grúa —
dice—. ¿Vendrás luego a verla?
—¡Prometido! —dice el abuelo sonriendo.
Christopher se levanta de la banqueta y está a
punto de correr hacia la puerta. Pero ahí está la silla.
En medio del camino. Se queda parado e inclina la
cabeza a un lado. Piensa. Luego dobla las rodillas,
abre los brazos y salta con ambos pies sobre el
asiento de la silla. Justo en el momento en que su
padre abre la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta sorprendido.
Christopher está radiante.
—Me alegro de que mis piernas hagan lo que yo
quiero —le explica—. Las piernas de Beppo no lo
habrían hecho.
«¡Ajá!», piensa su padre. Y sabe que ambos han
estado viviendo otra historia. Y sabe también que
Christopher no le contará ahora ni una palabra,
aunque lo hará a la hora de la cena, o cuando se
vaya a acostar.
Pero, de todas maneras, lo intenta.
—¿Quién es Beppo? —pregunta.
—El amigo de Franz, el hermano del abuelo
Jakob —contesta Christopher.
—¿El abuelo te ha contado que tiene un her-
mano? —dice el padre, divertido—. ¿Y se llama
Franz? ¡Qué raro! Yo siempre había pensado que no
tenía hermanos.
—Y yo siempre había pensado —explica
Christopher mirando triunfante a su padre desde la
silla— que ya habías perdido la costumbre de mirar
con lupa cada palabra del abuelo Jakob.
Indice
El cazador de gotas de lluvia ........................................ 7
Max y Alexander ......................................................... 29
La lombriz del aburrimiento ................................. 51
Los domingos con Beppo.............................................. 71
El abuelo Jakob
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Bettina Ruiz
 

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El abuelo Jakob

  • 1.
  • 2. ABURRIRSE es malo, especialmente cuando no se puede evitar. Pero todavía es peor cuando nadie lo nota. El abuelo de Christopher sí se da cuenta. Vive arriba, en la habitación grande, encima de donde viven Christopher y sus padres. Y es una suerte porque, cuando al niño le entra el gran aburrimiento, no tiene más que subir la escalera de caracol que está en el pasillo... El cazador de gotas de lluvia C/HRISTOPHER está de pie junto a la ventana de la cocina, con la nariz pegada al cristal. No deja de suspirar y mirar la lluvia que cae fuera. —Alguna vez parará —dice su madre para consolarle. —Pero ¡yo quiero que pare ahora! —exclama Christopher—. ¡Quiero montar en bici! —A lo mejor mañana sale el sol. Entonces podrás ir en bicicleta. La madre pega calcomanías de ílorecitas azules en la pared que está sobre el fogón. Christopher la observa melancólicamente durante un instante. Después afirma:
  • 3. —¡Hay una torcida! —¿De verdad? —pregunta su madre, asustada. Luego, lo comprueba, se tranquiliza y dice—: A pesar de todo, está bonito. Christopher mira otra vez por la ventana. Llueve y llueve. —¿No tienes ganas de arreglar tu tren? —propone la madre. —¡No! —contesta Christopher obstinadamente—. ¡Quiero ir en bici! ¡Y quiero que pare esta estúpida lluvia! Con el puño golpea furioso el cristal. —¡No me rompas el cristal! —exclama mamá, enfadada. Una calcomanía resbala por detrás de la cocina—. ¡Vas a contagiar tu mal genio al mundo entero! Christopher sale de la cocina sin decir una pa- labra y cierra la puerta de un portazo. En el pasillo se encuentra con el abuelo Jakob. —¡Caramba! —exclama el abuelo—. ¿Ha habido jaleo? —Es la estúpida lluvia... —refunfuña Christopher. Con el hombro roza el papel de la pared, aunque sabe perfectamente que no debe hacerlo. —¡Quiero ir en bici! —añade enfurruñado—. ¡Y ahora mismo! ¡No mañana o no sé cuándo! —mira amenazadoramente al abuelo—. ¡Y no me digas que tengo que arreglar mi tren!
  • 4. El abuelo Jakob levanta las manos de forma defensiva. —No pensaba hacer tal cosa —asegura. Luego, sube la escalera de caracol hacia su casa. Desde el último escalón grita por encima del hombro—: ¡Si tienes ganas de conocer a Florino, puedes subir...! —después desaparece. ¡Así que el abuelo Jakob tiene visita! ¡Un tal Florino! Pero ¡si no ha llamado nadie al timbre! Christopher escucha. Sí, es verdad, oye hablar a alguien. Sube los escalones de dos en dos. De repente le ha entrado mucha prisa. Cuando, al llegar arriba, abre la puerta de golpe, el abuelo Jakob está sentado en su sillón de orejas delante de la ventana abierta, mirando la lluvia. Junto a él hay una vieja mecedora, pero está vacía. —¡Me has mentido! —dice Christopher decep- cionado—. Aquí no hay nadie. Ni Florino ni nadie. —Pero Florino ha estado aquí —asegura el abuelo—. Hace un momento estaba sentado en el borde de la ventana y yo escuchaba su periódico. ¡Ajá! El abuelo ha dicho algo mal. —¿Escuchabas su periódico? —repite Christopher triunfalmente—. ¡Un periódico no se escucha! ¡Un periódico se lee! —El periódico de Florino, no —replica el abuelo Jakob tranquilamente—. Su periódico es un periódico de lluvia; por decirlo así, es un periódico
  • 5. para escuchar. Christopher se sienta en la vieja mecedora. —Ahora inventarás una historia —dice mal- humorado—, y luego otra sobre la lluvia. Pero yo no soporto la lluvia. Y si tu Florino tiene algo que ver con la lluvia, entonces tampoco lo soporto a él. —¡Lástima! —contesta el abuelo—. Yo habría jurado que lo soportarías muy bien. Se reclina en su sillón, cruza las manos sobre el estómago y canturrea en voz baja. Afuera, la lluvia repiquetea sobre el asfalto. Christopher rodea sus piernas con los brazos y apoya la barbilla en las rodillas. La verdad es que se está muy bien allí, delante de la ventana, en la vieja mecedora del abuelo Jakob. Intenta que el dedo gordo del pie pase a través del agujero del calcetín. Pero el agujero es de- masiado pequeño y el dedo demasiado gordo. Aprieta los labios y prueba de nuevo. Finalmente, el dedo asoma por el calcetín. Durante un rato lo menea satisfecho de un lado a otro. —Si quieres, puedes hablarme de ese Florino... —dice aparentando indiferencia. El abuelo sonríe mirando la lluvia. —En realidad se llamaba Willi —contesta. —Pues a mí me gusta más Florino —dice Christopher. —A mí también. Pero no se llamó así hasta
  • 6. después. —¿Y por qué no se llamó así hasta después? —¿No sería mejor que empezara a contar desde el principio? —pregunta el abuelo. Christopher se pone cómodo. —¡Sí! —decide—, ¡empieza desde el principio! El abuelo Jakob cuenta: —Willi, que después se llamó Florino, tenía siete años. —Como yo —observa Christopher. El abuelo Jakob asiente con la cabeza y continúa: Nadie sabía de dónde venía ni quiénes eran sus padres. De repente estaba allí, en medio de la plaza mayor, mientras el policía Héctor dirigía el tráfico bajo una lluvia torrencial. Willi, descalzo y con un traje de baño rojo, bailaba alegremente a su alrededor. —¡Ponte algo inmediatamente! —gritó Héctor cuando vio a Willi en traje de baño. —¡No! —chilló Willi— ¡Se me mojaría la ropa! —¡Vas a pillar una pulmonía! —siguió gritando Héctor. —Pero ¿por qué? —preguntó Willi divertido—. ¡La lluvia está más caliente que el agua de la piscina! ¡Convéncete tú mismo y desnúdate! ¡Es divertidísimo! Naturalmente, no se puede esperar de un policía que se quite el uniforme en medio de la plaza mayor y que se ponga a dirigir el tráfico en calzoncillos. Porque seguro que Héctor no llevaba el traje de baño puesto. —Me gustaría verlo en calzoncillos —dice
  • 7. Christopher riéndose—. ¿Te imaginas cómo se enfadaría la gente? El abuelo se lo imagina. —De todas maneras —continúa el abuelo—, estaban enfadados por la lluvia. Pasaban a toda prisa a derecha e izquierda, por delante y por detrás de Willi, abrían los paraguas y ponían mala cara. Y todos protestaban y se quejaban: «¡Qué tiempo de perros! ¡Maldita lluvia! ¡Qué asco!». —¿Y qué decía Willi? —preguntaba Christopher. —¡Bah!, nadie se fijaba en él —contestaba el abuelo—. La gente estaba demasiado ocupada con su mal humor. Aquello puso triste a Willi. Se sentó en silencio en el borde de la fuente de la plaza y pensó: «¡Qué pena que las personas sean tan antipáticas!». De repente, una voz dijo: —Una lluvia estupenda, ¿verdad? Willi miró sorprendido a su alrededor. Detrás de
  • 8.
  • 9. él había una señora bajita y arrugada. Kra la vieja üsbeth, que vivía muy lejos, en las afueras de la ciudad. Le miró con simpatía y repitió: —Una lluvia estupenda, ¿verdad? —Sí —dijo Willi—, pero a la gente no le gusta. —Por desgracia eso es verdad. Si escucharan su música, tendrían otra opinión sobre la lluvia —dijo ella. —¿Qué música? —preguntó Willi. En lugar de contestar, la vieja Lisbeth se acercó a él, inclinó la cabeza hacia la fuente y susurró: —¿Oyes las gotas de lluvia sobre el agua? Willi escuchó. —Hacen «plis» —dijo. La vieja Lisbeth señaló las verdes hojas de haya que flotaban en el agua. —¡Escucha allí! —le apremió. Willi escuchó. —¡Sobre las hojas hacen «pías»! —dijo sorprendido. —Plis... pías... plis... pías... —Willi reía. Entonces la vieja Lisbeth le tomó en silencio de la mano y le llevó al cubo de la basura. —Aquí hacen «pon» —dijo Willi enseguida. Y luego levantó la vista hacia la farola de la fuente y exclamó—: ¡Arriba, sobre los cristales, hacen «pin»! ¿No era aquélla una alegre música? Dando palmadas se puso a cantar: Pin... pin... plis... pías... pon... pon... pin pin... pon... pon... pías... plis... pin... pin
  • 10. La vieja Lisbeth le observaba pensativa. Luego, asintió un par de veces con la cabeza, como si hubiera tomado una decisión, y dijo: —Cuando vayas por las calles y por el parque, descubrirás los otros sonidos de las gotas. En realidad Willi no había pensado pasear. Pero, curiosamente, no se atrevió a discutir: a pesar de que le gustaba mucho hacerlo. —¿Así que hay más sonidos? —preguntó. —Muchos más —le aseguró la vieja Lisbeth. —¿Cómo es que tú los conoces todos? —se asombró Willi. —Porque conozco a la lluvia —le aclaró ella—. La conozco tan bien como conozco al sol. —Y ¿quién te gusta más? —preguntó Willi, curioso. Ella guardó silencio. Y cuando Willi iba a repetir su pregunta, la vieja Lisbeth contestó: —El sol sabe que cae simpático en todas partes. 1x3 único que necesita es sonreír y enseguida sonríen todas las personas con él. Aunque a veces la gente olvida que también él tiene su lado malo. —¿Cuál es el lado malo del sol? —quiso saber Willi. —Pues cuando quema los campos o hace que se sequen las llores —dijo la vieja lisbeth—. En cam- bio. la lluvia lo tiene mucho más difícil. 1-as personas solamente ven su lado malo, y rara vez el bueno. Casi nadie sabe que las gotas suenan y pueden crear melodías. Lisoeth sonrió disculpándose. —Quizá por eso a mí me gusta un poquito más —
  • 11. confesó. —¡A mí también! —anuncia Christopher sin dudar. Entonces al abuelo Jakob se le resbalan las gafas de la nariz. Las pesca justo a tiempo con el dedo índice. —¡Ah! ¿Sí? —pregunta sorprendido. Christopher juguetea con el botón de su cha- queta. Admite que hace un momento estaba furioso con la lluvia. Pero entonces aún no sabía nada de Willi, de la vieja Lisbeth y de la música de las gotas de lluvia. Y por eso añade: —Antes no me gustaba tanto, pero ahora me gusta mucho. En los ojos del abuelo brilla una curiosa sonrisa. —Me alegro, Chri-Chri —dice. Hace unos años siempre le llamaba Chri-Chri. Hasta que Christopher decidió un día que ya era demasiado mayor para eso. Prefería que le dijera Christopher. Desde entonces, el abuelo Jakob le llamaba Chri-Chri muy pocas veces. Sólo cuando el niño estaba especialmente triste o especialmente alegre. 0 cuando el abuelo quería manifestarle de una forma particular su cariño. Entonces le gustaba lo de Chri-Chri. Como ahora. —Cuenta lo que pasó después —dice satisfecho.
  • 12. A Willi también le caía simpática la lluvia —continúa el abuelo. —Le hablaré a todo el mundo de la música de sus gotas —prometió a la vieja Lisbeth. —No te creerán —dijo ella—. Sólo creen lo que está en los periódicos. La miró largamente. Entonces habría que crear un periódico de lluvia, un periódico para escuchar. —¿Qué hay que hacer para crear un periódico de lluvia para escuchar? —preguntó Willi ansioso. —En primer lugar hay que capturar las gotas de lluvia... —¿Y luego? —pregunte Willi expectante. Pero la vieja IJsbeth no quería decirle nada más. Willi lo leyó en sus ojos. —|Yo capturaré esas gotas! —exclamó decidido—. ¡Yo inventaré un periódico de lluvia! —I/) sé —contestó ella tranquilamente—. Pero vas a necesitar mucha paciencia, porque las personas ya no saben escuchar. Y ahora, adiós. Florino.
  • 13.
  • 14. Le acarició la cabeza como despedida y se alejó de allí. —¡Espera! —gritó Willi confundido. Y salió corriendo tras ella—. ¿Por qué me llamas Florino si yo me llamo Willi? —Ahora ya no —dijo la vieja Lisbeth con suavidad—. Un cazador de gotas de lluvia se llama siempre Florino. Así que, adiós, Florino. Willi, que ahora se llamaba Florino, experimentó una curiosa sensación. Comenzó en los dedos de los pies, subió como un cosquilleo por las piernas, el estómago, los brazos, el pecho y llegó hasta la cabeza. Y cuando llegó a los mojados y goteantes cabellos, supo que se había vuelto invisible. Pero, curiosamente, no se sorprendió por ello. —Pues yo me sorprendería mucho si de repente me volviera invisible —dice Christopher—. Pero sí que estaría bien... —añade soñador—. Entonces podría meter el dedo en el bote de la miel y colgarme los espaguetis en las orejas. —De eso estoy seguro —dice el abuelo Jakob riendo. Y continúa contando: Después de que Willi, que ahora se llamaba Florino, se volviera invisible, le entró mucha prisa. Aún tenía que encontrar los otros sonidos de las gotas, aquellos de los que le habia hablado la vieja lisbeth. Durante dos horas estuvo corriendo de un lado a otro y de arriba abajo por las calles y por el parque. Por fin. conocía todas las gotas: el «glu-glu» de los canalones, el
  • 15. «plas-plas» de los desagües, el suave «tic-tic» en los cristales de las ventanas y el «toc- toc» sobre las cabinas de teléfonos. Y también el «plis-plis», «plos-plos» y «plus- plus» en los árboles, los arbustos y los estanques del parque. Florino nunca había pensado que las gotas de lluvia podrían sonar de formas tan diversas. Ni tampoco que sería tan fácil cazarlas, ya que solamente tenía que oírlas y alargar la mano, y ellas saltaban hacia él. Naturalmente no las cazaba todas; sólo las más gordas y las de mejor sonido. Y estaba bien que se hubiera dado prisa porque, justo en el momento en que decidió que ya tenía bastante, el sol empujó las nubes a un lado y exclamó: «¡Hola!, ahora me toca a mí». Empujó todas las nubes con sus largos rayos, excepto a una pequeña y blanca. Sobre ella se puso cómodo, cruzó las piernas y... —¡Abueeelo,..! —dice Christopher mientras sacude la cabeza incrédulo, igual que hace su madre con él cuando se pone tonto y dice unas sandeces terribles. —Sí, ¿qué ocurre...? —pregunta el abuelo, despistado. Christopher habla como un maestro de escuela, acentuando cada sílaba: —¿El - sol - cru - za - las - pier - ñas...? —¿Y por qué no iba a cruzar las piernas si se encontraba cómodo así? —replica el abuelo Jakob. Christopher sonríe. —Porque no tiene piernas —susurra. —¡Vaya por DiosI —gruñe el abuelo—. El listo de
  • 16. Christopher se ha dado cuenta enseguida de que su abuelo se ha dejado llevar por la imaginación una vez más —le da un puñetazo cariñoso en la barriga— . Los abuelos solamente deberían contar cosas inteligentes y sensatas. Sobre todo cuando tienen un nieto tan resabidillo. Christopher sujeta el puño de su abuelo con las dos manos y sus ojos brillan cuando repite: —El sol cruzó las piernas porque le parecía cómodo... ¿y luego? El puño del abuelo se relaja entre las manos de Christopher. Después observó con curiosidad lo que Florino se proponía hacer allá abajo en la tierra, con sus sonoras gotas de lluvia. Pero ni el mismo Florino sabía lo que se proponía. Estaba sentado en el parque, indeciso y pensando. Sin embargo, lo supo de repente, cuando oyó la voz de la vieja lisbeth: —¡Florino...! —exclamó—. ¡Mira allí..., el árbol..., el grande! Florino temblaba de emoción. Y entonces lo vio, con su tronco medio pelado y las robustas ramas. Y en ese preciso momento supo también lo que tenía que hacer. Ágil como una ardilla, trepó a la ancha copa del árbol. Allí distribuyó las gotas cuidadosamente. Ahora tenía que unirlas para formar bonitas melodías. Era un trabajo laborioso, pero como el sol estaba todavía sentado en su
  • 17. pequeña nube, se tomó tiempo. A veces empujaba una gota a la derecha, a veces a la izquierda. Unió el «glu-glu» con el «din- din», y el «tic-tic» con el «don-don», y el «plis-plis» con el «plas-plas». Y una vez unidos éste con aquél y el otro con el de más allá, arrancó siete hojas tiernas del árbol, las pegó por un lado con resina y deslizó las gotas sonoras entre ellas. Christopher se estira el lóbulo de la oreja, lo que quiere decir que está pensando. —¿Por qué me miras tan incrédulamente? — pregunta el abuelo. —Me estaba preguntando cómo lo pudo hacer... — dice Christopher arrugando la frente. —A mí no me sorprende nada —explica el abuelo Jakob—. A uno que es invisible le creo capaz de muchas cosas. Sí, eso era verdad. Christopher asiente. El abuelo continúa: Florino estatal muy feliz. Había cumplido su promesa. Ahora, cuando se abrían las hojas, sonaban maravillosas melodías de gotas. El periódico era tan invisible como él, pero sus melodías podía oírlas cualquiera, siempre y cuando quisiera oírlas. Florino casi no podía esperar a la siguiente lluvia. Hasta que, por fin, el viento trajo de nuevo las nubes y el perezoso sol desapareció tras ellas. Cuando, poco después, cayeron las primeras gotas, Florino corrió con su periódico
  • 18. bajo el brazo hacia la plaza mayor. Allí, la gente iba de un lado a otro con sus caras largas, como siempre, enfadados por el mal tiempo. Florino bailaba delante de ellos haciendo sonar las melodías de sus hojas. Una y otra vez, una y otra vez. Pero nadie le escuchaba. «La vieja lisbeth tenía razón —pensó Florino—: voy a necesitar mucha paciencia». —Pero sí que había gente que le escuchaba — afirma Christopher. —Sí, por supuesto —dice el abuelo jakob sor- prendido, preguntándose cómo lo sabe Christopher. Pero Christopher no lo sabe. Solamente quiere que sea así, para que Florino no se ponga triste. ¡Se había tornado tanto trabajo con su periódico para escuchar...! —Es cierto — repite el abuelo—. Después hubo gente que le escuchó. Aunque el primer día sólo fueron dos. Fero los dos escuchaban atentamente, sorprendidos de no haber oído antes la alegre música de Florino. Aquello hizo que Florino se sintiera otra vez lleno de optimismo. Y todos los das de lluvia corría por las calles con su periódico bajo el brazo. Y aún hoy lo hace. Y cada vez encuentra más personas que le escuchan y que se alegran con la música de las gotas de lluvia.
  • 19. El abuelo Jakob sace su pipa del bolsillo y la vacía en el cenicero ccn unos golpecitos. —Naturalmente, también hay personas —ad- mite— cuyas orejas están tan atascadas que nunca oirán el periódico de Florino. Pero entre los demás pronto corrió la voz. —¿Habéis oído ya el alegre periódico de la lluvia? —se gritaban unos a otros. A veces, cuando Florino está cansado de bailar y brincar por ahí, se sienta con su periódico en un banco del parque, o sobre un muro, o sobre una verja. 0 en cualquier otra parte, como, por ejemplo, en el poyete de una ventana... Christopher se levanta y mira hacia la calle mojada. —Ha parado —dice soñadoramente—. Florino se ha ido. El abuelo calla. Christopher se da la vuelta y pregunta: —¿Me prometes que la próxima vez que llueva oiremos su periódico? El abuelo Jakob levanta la mano en señal de promesa y dice: —¡Prometido! Tan pronto como caigan las primeras gotas, nos pondremos las botas de goma y los impermeables y nos iremos. En ese momento se abre la puerta de la ha- bitación.
  • 20. —¡Bajad! —exclama mamá de buen humor—. Y admirad mi bonita pared de calcomanías. Además, Thomas ya ha llegado, y ha traído un enorme pastel de ciruelas. —¡Papá! ¡Y además ha traído pastel de ciruelas! —Christopher sale disparado por delante de su madre escaleras abajo. Cuando ya están todos en la cocina contemplando la pared, el abuelo Jakob le susurra a Christopher: —Hay una calcomanía torcida. Christopher asiente —él ya lo sabía— y le pasa en voz baja la noticia a su padre. Luego, los tres dicen al unísono: —¡Qué bonita está! Efectivamente, la pared ha quedado muy bonita. —Bueno, ahora, para celebrarlo, nos comeremos el pastel de ciruelas —añade papá. Y no
  • 21.
  • 22. sólo pone sobre la mesa el pastel, sino también una gran fuente de nata montada. —¿Y cómo es que ya estás en casa? —pregunta el abuelo. —No tenía ganas de andar por la calle por culpa de la dichosa lluvia —admite papá. Christopher le echa al abuelo Jakob una mirada muy significativa. —iOtro de ésos...! —afirma Christopher. Y con el tenedor hace un signo de exclamación en el aire. —¿Qué significa otro de ésos? —quiere saber papá. Christopher entierra su pedazo de pastel bajo cuatro cucharadas de nata. —Pues que tú también te quejas de la lluvia. Deberías escuchar el periódico de Florino. Papá no entiende de qué le está hablando. —¿Quién es Florino? —pregunta. —Un cazador de gotas de lluvia. —¡Florino, el cazador de gotas de lluvial —dice mamá riéndose—. Suena bonito. —Bueno, en realidad se llama Willi —explica Christopher metiéndose un gran pedazo de tarta en la boca.
  • 23. Max y Alexander CHRISTOPHER, con gesto huraño, da vueltas alrededor del escritorio del abuelo Jakob. Le mira una y otra vez. Pero el abuelo está demasiado ocupado con sus cuentas. Garabatea números sobre una hoja de papel. Luego, los tacha, escribe de nuevo, subraya y hace círculos. Y cuando finalmente da el visto bueno a cada cuenta, lanza un gemido de preocupación. Christopher lo intenta de otra manera. —Uwe se marchó ayer con sus padres a Italia — dice en tono de reproche. —jHumm...! —el abuelo continúa garabateando. —Y Martin, a Yugoslavia. Pero el abuelo sólo murmura: —Ciento veinte más treinta y cuatro menos dieciocho... —¡Y Jan! —grita Christopher enfadado, porque sigue
  • 24. sin hacerle caso—. ¡Jan se ha ido de acampada con su padre y sus hermanos! ¡Y a Balthasar también le han dejado ir! jBueno! Esta noticia sí que tiene que impresionar a su abuelo. Y así es. Deja el lápiz a un lado, levanta la vista y exclama: —¡Caramba, qué bien se lo pasan! Christopher asiente vigorosamente con la cabeza. —Por cierto, ¿quién es Balthasar? —pregunta el abuelo con curiosidad. —El perro de Jan. —Desde luego, hay cada nombre de perro... —dice sorprendido. Christopher arranca una hoja del ficus grande. —Todos se han ido de vacaciones menos yo —dice con amargura. —¿Y tú crees que mi ficus tiene la culpa? ' —pregunta el abuelo Jakob con severidad. No, Christopher no lo cree. Pero tiene tanta rabia... ¡Vacaciones de verano! Y él se tiene que quedar todo el tiempo en casa. ¡Qué aburrimiento! Arruga la hoja con la mano y la mete en el bolsillo del pantalón. Luego, dice triunfante: —Y la verdad es que me haría tanto bien salir un poco... El abuelo Jakob se quita las gafas y le niiui desconcertado. —'Por qué dices eso? —pregunta. —Tú mismo se lo dijiste ayer a papá y a mama cuando yo ya estaba en la cama. Tú dijiste: «I.» verdad es que al chico le haría tanto bien salir un poco...». El abuelo sonríe satisfecho. —Así que no estabas en la cama, astuto espíu.
  • 25. —Al principio sí —se defiende Christopher—, pero luego me levanté porque sabía que ibais ti hablar de las vacaciones. Me parece una crueldad que me tenga que quedar aquí. —Verdaderamente es mala suerte —admite <'l abuelo Jakob—. Pero Thomas no puede tomarse ahora las vacaciones, ya lo sabes. Sí, sí, Christopher lo sabe. El viernes por lu noche hablaron todos sobre ello. Y su padre se quejó y protestó. ¡Precisamente este año le habría gustado tanto ir de viaje...! Y Christopher hasta le consoló y le dijo generosamente que no le parecía tan grave. ¡Pero ahora sí que le p«i- recía grave! —A cambio, en Navidad iréis a las montañas —le recuerda el abuelo—, a la nieve y al sol. ¡Imagínate! A lo mejor voy con vosotros. —¿Vendrás con nosotros? —pregunta Christopher incrédulo—. ¿De verdad? ¿Ix) prometes? —Si tú quieres —dice el abuelo—, te lo prometo. —¡Oh...! —es lo único que puede decir Christopher, porque su fantasía vuela ya como un pájaro. ¡Batallas de bolas de nieve con el abuelo jakob! Ir con el abuelo a patinar, de excursión, inventar historias sobre muñecos de nieve... Pero... ¡hasta Navidad falta muchísimo tiempo! Y por eso replica obstinadamente: —Pero yo quiero ir de viaje ahora. El abuelo sacude la cabeza. —Cuando Thomas nos dijo el viernes que no podía tomarse vacaciones, dijiste que no era tan grave. Y ahora haces un drama por eso. Hace un momento te he prometido que en Navidad iría con vosotros a las
  • 26. montañas, y te has alegrado. Pero ahora ya no estás contento. Ahora quieres ir contra viento y marea. ¡Eres más terco que una muía! Saca del escritorio un gran cuaderno de dibujo. Su amigo, el de la imprenta, lo mandó hacer expresamente para él la semana pasada, porque no existen cuadernos de dibujo tan grandes. A Christopher le habría gustado tener ese cuaderno, pero el abuelo dijo: «Lo necesito para casos de emergencia». Ahora aparta con una mano las cuentas y papeles con los que ha estado tan ocupado y coloca el cuaderno grande sobre la mesa. Luego, se pone otra vez las gafas, elige un lápiz del bote de madera negro y comienza a dibujar. Christopher saca la arrugada hoja de ficus del bolsillo y la rompe en pedacitos. ¿Estará el abuelo enfadado con él todavía? Christopher intenta tragar saliva. Pero tiene en la garganta un nudo que no quiere bajar. El abuelo continúa con la cabeza inclinada sobre el cuaderno y dibuja perdido en sus pensamientos. Está sentado a dos metros de Christopher y, sin embargo, Christopher tiene la impresión de que se encuentra mucho más lejos, y de que la distancia se hace cada vez mayor. Por eso pregunta rápidamente: —¿Qué pintas ahí, abuelo? Pero tiene que repetir la pregunta dos veces, porque el abuelo está, verdaderamente, muy lejos de él. —Me estoy pintando lejos —gruñe finalmente—. Así no tendré que pagar más cuentas, ni pelearme más, ni ser un abuelo. ¿Y sabes lo que voy a hacer con mi nombre? Christopher le mira sin decir una palabra. ¿Qué quiere decir con eso de pintarse lejos? ¿Y qué es lo que se propone hacer con su nombre?
  • 27. —Pues te lo diré: ¡me río de él! Cambio de nombre. Ahora ya soy Alexander y me voy de aquí. ¡Adiós!
  • 28. -r -*mr-r-rjamrx. Inclina más la cabeza sobre el cuaderno. Ahora aún está más lejos que antes. Christopher traga saliva otra vez. Traga tan enérgicamente que el nudo de su garganta baja, por fin, un poco. Lentamente da la vuelta al escritorio, se pone de puntillas detrás del abuelo y le espía por encima del hombro. Mira al hombre que está ahí, solo, en medio de la gran hoja de papel blanco. Traga saliva por tercera vez. Por fin, el nudo de su garganta desaparece. Mete tímidamente la mano en el bote negro y saca un lápiz, aparta el brazo del abuelo y se pone a pintar. Pinta un chico con pantalones azules, jersey rojo y pelo rizado. Parece alegre y está muy cerca del hombre solitario. —¡Hola, tú! —dice el abuelo amablemente, dando golpecitos con su lápiz en el hombro del chico del pelo rizado. —Soy Alexander y ya me marcho —continúa—. ¿Quién eres tú? —Yo soy Max y me voy contigo— contesta Christopher. Alexander responde: —¡Ya era hora! —como si hubiera estado mucho tiempo esperando a Max—. ¿Y dónde vamos a ir? —Al mar —fantasea Max—, a un mar grande y azul. —De acuerdo, vamos al mar —dice Alexander, metiendo al mismo tiempo que Max la mano en el bote negro de los lápices. Alexander no tarda mucho tiempo en pintar a los dos amigos en un mar muy lejano. Ni en avión habrían tardado menos en llegar. Ya están paseando por la playa, con los
  • 29. pies en el agua azul, caminando frente a los veleros, las barcas y las sombrillas de colores. Max encuentra a cada paso piedrecitas y estrellas de mar. En cambio, Alexander sólo encuentra latas abolladas y botellas vacías. —Esto no es bonito —se queja Max. Pero como Alexander continúa paseando, Max se aparta de él y se mete en el mar. —¡Te atraparé, pulga saltarina! —exclama Alexander yendo tras él, y dando tres grandes brincos, le alcanza. Como castigo le tira una pelota a la cabeza. Naturalmente, Max se la devuelve inmediatamente. Y dentro del agua comienza una tremenda batalla. Max le da a Alexander en plena espalda. Alexander pone una cara rarísima porque del susto le ha entrado hipo. El viento lo observa todo: el muy picaro sopla disimuladamente, roba el balón y lo envía mar adentro. De todas maneras, los dos están ya cansados y quieren dormir una siestecita en la playa. Pero la arena se ha calentado demasiado. —¡Estoy sudando como un pollo! —se queja Max. —¡Y yo, como un oso de circo! —gime Ale- xander. —Me gustaría estar en la nieve... —desea Max con nostalgia. —Sí, en la nieve se estaría bien —dice Ale- xander. Rápidamente pinta un pueblo en las montañas. Y hace que nieve y nieve, hasta que todos los árboles, los coches, las farolas y las casitas de los pájaros lucen un gran gorro blanco. Naturalmente, lo primero que pinta Max es un muñeco de nieve. Pero ¡qué pinta tiene!: la nariz de patata, las orejas de murciélago y los ojos de besugo. Los pelos de paja de su cabeza ovalada parecen las púas de una escobilla de retrete.
  • 30. —¿Cómo se va a llamar? —pregunta Alexan- der después de ponerle al cómico muñeco de nieve una pipa en la boca. —¡Abuelo Jakob! —exclama Max inmediatamente. —¿Quién es ése? —pregunta Alexander. —El abuelo de mi amigo Christopher —le explica Max divertido. —Pues tiene que ser un abuelo con pinta un poco rara — dice Alexander sorprendido. —¡Sí que lo es! —afirma Max, aún más divertido. Ahora se empieza a poner tonto. Quiere a toda costa montar en un camello verde. —¿Cómo dices...? —pregunta indignado Alexander el sabelotodo—. ¿En un camello verde? ¿Y aquí, en medio de las montañas nevadas? ¿Con este frío? ¡Se moriría congelado! —Yo no he dicho que tenga que ser aquí —replica Max—. ¡Ahora nos vamos al desierto! —De acuerdo, vamos al desierto —dice Alexander aliviado. Aunque pregunta incrédulo—: Pero ¿tú has visto alguna vez un camello verde...? —¡Éste será verde! —determina Max. Alexander no puede hacer nada contra Max, pero piensa: «Espera y verás. Tú tendrás un camello verde, pero yo...». Entretanto, Max ha vuelto a poner el sol en el cielo. Muy alto, justo encima de su cabeza. Y desde allí arriba calienta tanto que bajo sus rayos ya no crece nada. Únicamente los modestos cactos se sienten bien bajo el tremendo sol del desierto. Max también se siente bien. Se ha puesto un turbante en la cabeza, y en este momento le está poniendo las bridas a su camello, a su camello verde. Está tan ocupado que no se da cuenta de lo que trama el vengativo Alexander detrás de la duna grande. No
  • 31. levanta la vista hasta que algo
  • 32.
  • 33. gigantesco y gordo se acerca hacia él. Y entonces ve un elefante azul cielo. Y sobre él cabalga muy tieso el desvergonzado y sonriente Alexander. —¡Pero bueno! —exclama Max—. ¿Has visto alguna vez un elefante en el desierto? ¿Y, además, azul cielo? Sin embargo, Alexander continúa sonriendo y contesta: —Si tu camello es verde, yo también puedo ir por el desierto en un elefante. ¡Y mucho más en uno azul cielo! Esto hace reír a Max y ambos se ponen a cabalgar. Primero cabalgan en línea recta. Luego, unas veces a la izquierda y otras a la derecha. Pero, tanto en una dirección como en otra, lo único que hay es arena, sol, cielo y aire. Con la única excepción de algunos cactos aislados. Max no se lo había imaginado así. Además, ahora tiene sed y lo que más le gustaría es tomar una limonada, y a Alexander, una cerveza. Pero, lamentablemente, en el desierto no hay esas cosas. Ni siquiera encuentran agua para los animales. Y como todos están cada vez más sedientos, Max afirma decidido: —¡Pues ahora voy a hacer llover! Y enseguida pinta el viento del desierto, el cual trae consigo negras y pesadas nubes que se deslizan bajo el sol. —Mientras no caiga una tormenta... —dice Alexander preocupado—. Hace un momento nos estábamos bañando en el mar. A continuación ha nevado. Luego, has traído el sol del desierto. Ahora traes viento y quieres que se ponga
  • 34. a llover. Sería mejor que te lo llevaras de aquí —dice advirtiéndole—. ¡Esto no irá bien! Pero Max no escucha. Simplemente se ríe y deja caer las primeras gotas. Y cuando finalmente la lluvia cae a raudales sobre la arena amarilla y caliente, se quita el turbante y recoge en él tanta agua que todos tienen suficiente para beber. De todas formas, para el elefante azul cielo tiene que llenar el turbante cuatro veces. Los tres primeros turbantes se los bebe, pero con el cuarto empieza a jugar: absorbe el agua con la trompa y se la echa por encima de la cabeza. Luego quiere seguir caminando. Muy pronto ambos están aburridos del monótono desierto. A pesar de que, de vez en cuando, Max hace el pino sobre su camello verde y Alexander cabalga de espaldas sobre su elefante azul cielo. Finalmente, a Max se le termina la paciencia. —¡Venga! Nos vamos a otra parte —dice mal- humorado. cual trae consigo negras y pesadas nubes que se deslizan bajo el sol. —Mientras no caiga una tormenta... —dice Alexander preocupado—. Hace un momento nos estábamos bañando en el mar. A continuación ha nevado. Luego, has traído el sol del desierto. Ahora traes viento y quieres que se ponga a llover. Sería mejor que te lo llevaras de aquí — dice advirtiéndole—. ¡Esto no irá bien! Pero Max no escucha. Simplemente se ríe y deja caer las primeras gotas. Y cuando finalmente la lluvia cae a
  • 35. raudales sobre la arena amarilla y caliente, se quita el turbante y recoge en él tanta agua que todos tienen suficiente para beber. De todas formas, para el elefante azul cielo tiene que llenar el turbante cuatro veces. Los tres primeros turbantes se los bebe, pero con el cuarto empieza a jugar: absorbe el agua con la trompa y se la echa por encima de la cabeza. Luego quiere seguir caminando. Muy pronto ambos están aburridos del monótono desierto. A pesar de que, de vez en cuando, Max hace el pino sobre su camello verde y Alexander cabalga de espaldas sobre su elefante azul cielo. Finalmente, a Max se le termina la paciencia. —(Venga! Nos vamos a otra parte —dice mal- humorado. Alexander tampoco parece excesivamente contento. —Pero ¿adonde vamos? —pregunta tristemente—. Ya no hay sitio para nosotros en ninguna parte. Y en eso tiene razón. En la gran hoja de dibujo ya no queda sitio, puesto que han estado viajando despreocupadamente por ella. Sólo a la derecha, en la esquina, hay un pequeño hueco libre. Justo cabe una casita roja. Max la ha pintado rápidamente. Y cuando Alexander se sorprende, él explica: —Aquí vive mi amigo Christopher, con sus padres y su abuelo Jakob. Ahora vamos a visitarlos. Y luego iremos con el abuelo y con Christopher al vivero de truchas, o a ver los po- nis. El abuelo Jakob inventará historias o hará
  • 36. tonterías... —Inventar historias y hacer tonterías está bien —dice Alexander—. Pero ¿en casa de tu amigo hay también algo para comer? —Todo lo que quieras —le promete Max—. Su madre es la mejor cocinera del mundo. —¿Quieres decir que sabe cocinar un sabroso gulasch? —pregunta Alexander expectante. —¡Gulasch es lo que mejor hace! —elogia Max. —Entonces voy contigo. ¡Espera...! —grita Alexander, ya que Max está subiendo de un salto las escaleras de la casa roja. Pero cuando al llegar
  • 37. arriba se dispone a tocar el timbre, oye una voz: —¡Christopher, abuelo Jakob! ¡A comer! El brazo de Max se queda colgando en el aire. Y el pie de Alexander se para en el segundo escalón. Porque ahora, cuando se trata de comer, prefieren volver a ser Christopher y el abuelo Jakob y no Max y Alexander. Abajo, en la cocina, mamá pone una fuente humeante sobre la mesa, además de un gran puchero lleno de patatas. —¿Gulasch...? —pregunta el abuelo sorprendido. Christopher le mira con suspicacia y dice: —¿Crees que Alexander ya sabía que habría gulasch? —Eso sólo te lo puede decir Max —contesta el abuelo de buen humor—. Max le conoce mejor. —¿Quiénes son Max y Alexander? —quieren saber los padres—. ¿Y qué tienen que ver con nuestro gulasch? Pero Christopher y el abuelo no tienen tiempo ahora para dar muchas explicaciones. No mientras comen gulasch. El abuelo Jakob solamente murmura una vez con la boca llena: —¡Caramba. Max no ha exagerado! Y Christopher, con la boca llena de patatas, le responde: —¡Max no exagera nunca! Ambos se han servido dos veces. Christopher quiere
  • 38. servirse incluso una tercera vez, pero entonces mamá saca el flan de chocolate. A todos les encanta, y por eso prefiere dejar un poco de sitio en su estómago. Mamá siempre tiene que hacer partes iguales, I porque, si no, uno de los tres creería que ha comido más que los otros. Sin embargo, a su hijo siempre le da una cucharada más porque hasta ahora ninguno se ha dado cuenta. Christopher está contento de compartir ese secreto con su madre. Para que esta vez tampoco se dé cuenta nadie, mamá habla del tiempo: —¡Fijaos! —se queja—. Hace un momento brillaba un sol maravilloso y ahora, de repente, se pone gris y oscuro. Además, las nubes están tan negras... ¡Ojalá no caiga una tormenta! Entra un golpe de viento y levanta el periódico que está sobre la silla de la cocina. Después, un deslumbrante rayo cruza el techo de nubes. Al rayo le sigue un violento trueno, y de pronto, como si volcaran cubos de agua desde el cielo, comienza a caer un grueso granizo. El padre se levanta y cierra la ventana. —¡El tiempo está loco! —dice sacudiendo la cabeza. El abuelo Jakob le lanza a Christopher una mirada acusadora y gruñe: —¡Aquí tienes la tormenta! Alexander ya se lo había advertido a Max.... ¿no? Christopher, con expresión inocente, abre tanto los ojos que casi se le caen de la cara. Es algo que ha aprendido del abuelo.
  • 39. —¿Quieres decir que Max no debería haber traído el viento del desierto? —Exactamente —dice el abuelo con seriedad—. Habría sido mejor que no lo hiciera. —Pero es que el pobre Max tenía tanta sed... —contesta Christopher compasivamente—. Y también su camello, el verde. Los padres se miran interrogadoramente. ¿Qué clase de secreto tienen los dos? ¿Max y Alexander? ¿Viento del desierto y un camello verde? —A mí me parece que no sólo el tiempo está loco, sino también ciertas personas... —dice la madre, divertida. —Cuánta razón tienes —replica el abuelo Jakob suspirando—. A veces las personas actúan como si estuvieran locas. Y mientras lo dice pone su famosa «cara de indiferencia», como la llama el padre, y le dice a Christopher: —Pásame el frasco de Bovril, por favor. Christopher se lo pasa y observa expectante lo que se propone el abuelo. Éste coge una cucharada de flan de chocolate, echa algunas gotas de Bovril encima y se la mete cuidadosamente en la boca. Luego, mira a la madre asintiendo con la cabeza y dice con admiración: —¡Como siempre, tu flan está estupendo! Acto seguido, toma una segunda cucharada y vuelve a rociarla con Bovril. La madre contempla disgustada cómo el abuelo Jakob estropea su maravilloso flan. Pero cuando está a punto de protestar en voz alta, siente que debajo de
  • 40. la mesa el pie del padre busca su pie. Thomas está guiñando un ojo: «¡Chiss! ¡Haz como si no te dieras cuenta!». Por eso ella le contesta con otro guiño y se calla. ¡Atención, Christopher y abuelo Jakob! Ahora os van a tomar el pelo a vosotros. Pero ninguno de los dos se da cuenta de nada. Están demasiado ocupados con su broma. Ya que ahora también Christopher ha echado Bovril sobre su cucharada de flan. —¡Ah...! —dice cuando se lo mete en la boca—. Si Max y Alexander hubieran tenido esto en el desierto... Y mientras lo dice, arruga la cara como si se hubiera tragado un renacuajo. —¿Me pasáis un poco de Bovril a mí también, por favor? —pregunta el padre de repente. Christopher está tieso como un palo en su silla, sin moverse. —Pásame el frasco, por favor —repite papá. Pero como no reacciona, el abuelo coge el frasco, rocía otra cucharada más de flan y se la pasa amablemente a papá. Papá se sirve también del frasco de Bovril y se lo pasa a mamá. —Sabe fantástico —asegura. Después de probarlo, ella también dice sorprendida: —Es verdad. ¡Quién lo habría pensado! Christopher mira boquiabierto a uno y a otro, hasta que ya no puede más. Deja de un golpe la cuchara sobre la mesa y chilla: —¡Fuag! ¡Pero si sabe horrible!
  • 41. —¡Sabe de maravilla! —exclama papá. —¡Riquísimo! —exclama mamá. —¡Qué asco! —grita el abuelo. Y entonces los cuatro ríen tan fuerte que incluso la señora Hennig, desde el piso de al lado, oye el escándalo. Y eso que la señora Hennig es sorda. Christopher le quita el frasco a mamá y corre al armario de la cocina. Allí se sube a una silla y pone el frasco arriba del todo, lo más atrás posible. Ahora, por fin, pueden disfrutar de su flan favorito. Cuando rebaña la fuente con el dedo índice, mamá le
  • 42. pregunta riendo: —¿Qué modales son ésos? Pero Christopher se chupa el dedo sin inmutarse y anuncia feliz: —Por cierto, en Navidad el abuelo Jakob viene con nosotros a la montaña. La lombriz del aburrimiento —CALENTAOS la sopa de verdura esta noche — había dicho la madre mientras se atusaba sin parar los rizos delante del espejo del pasillo. Iba a ir de compras a la ciudad y después a cenar con su marido. A Christopher le parecía inútil eso de atusarse los rizos, ya que después mamá estaba exactamente igual que antes. —Y no organicéis en la cocina un jaleo tan tremendo que tengamos que llamar a los bomberos —les había gritado alegremente desde la puerta
  • 43. antes de irse. El abuelo Jakob había contestado a eso con un gruñido. Luego, había subido como un general la escalera de caracol. Christopher no había dicho nada, simplemente había puesto cara de pocos amigos, Y sigue teniéndola ahora, mientras está en su habitación golpeando con un pie las maderitas de su juego de construcción. «¡Los mayores sí que viven bienl —piensa—. • Hacen sencillamente lo que quieren.» I Lanza una maderita debajo de la cama y da exactamente en el zócalo. Suena fuerte y le gusta. Lanza una segunda maderita y otra y otra más. Pero ahora ya no dan ahí. Y como ya no suena tan fuerte, deja de lanzar maderitas. Piensa que podría construir su avión. O poner en marcha el tren. O jugar con su zoológico. Pero ahora no tiene ganas de hacer absolutamente nada. Se aburre terriblemente. «¡Sopa de verdura...!», piensa furioso. Preci- samente no tiene ningunas ganas de comer sopa de verdura. Sale de su habitación y corretea por el pasillo. Al llegar a la escalera de caracol, se para indeciso. Luego, sube y abre la puerta del cuarto de estar del abuelo. El abuelo Jakob está tumbado en el sofá verde y escucha música. —Hola... —dice Christopher.
  • 44. Pero el abuelo solamente mueve el dedo gordo del pie. Ni siquiera le mira. Por eso Christopher se queda de pie junto a la puerta, haciendo ruido con el picaporte hasta que, por fin, el abuelo se incorpora y murmura: —¿Va todo bien? —No... —contesta Christopher con voz insegura. —¿No? —pregunta el abuelo, sobresaltado—. ¡No estarás enfermo! —No lo sé —dice Christopher. Naturalmente, él sabe que no está enfermo. Pero es agradable que alguien se preocupe por uno. Especialmente cuando se siente tan solo y desganado como él. El abuelo Jakob se acerca y le observa escru- tadoramente. Luego, le examina con cuidado las orejas. —¡Ajá, típico! —afirma. «Igual que el doctor Jansen», piensa Christopher. Porque cuando está enfermo de verdad y tiene que sacar la lengua, el doctor Jansen también dice siempre: «¡Ajá, típico! Completamente sucia». Siente un hormigueo en la garganta, provocado por la risa. Ahora el abuelo le agarra por el pelo y, echándole la cabeza hacia atrás, le mira atentamente los ojos. —¡Ajá, típico! —repite—. Completamente tristes. Asiente un par de veces, pensativo, y finalmente
  • 45. dice suspirando: —Desgraciadamente, no cabe la menor duda, hijo mío: tienes la peligrosa lombriz del aburrimiento. El hormigueo en la garganta de Christopher |l se hace aún más intenso. —Y tampoco cabe la menor duda —añade el abuelo, preocupado— de que esta enfermedad es altamente contagiosa. Por eso... —retrocede con lentitud— tengo que lavarme las manos inme- diatamente.
  • 46. Entonces Christopher ya no puede controlarse. —¡Quieto ahí! —exclama riéndose y rodeando con sus brazos la tripa del abuelo—. Voy a contagiarte la lombriz del aburrimiento. Y para estar seguro de que se la contagia, le abraza como un monito. Le mete un dedo en la boca, le revuelve el pelo y le estampa tres húmedos besos en la nariz, con lo que consigue que el abuelo estornude tres veces seguidas. —¿Qué es lo que has hecho, sinvergüenza? —gime el abuelo—. Ahora yo también tengo la lombriz del aburrimiento. Y suelta a Christopher sobre el sofá verde. Luego, mete las manos en los bolsillos del pantalón y pasea en silencio de un lado a otro de la habitación. De la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana. Allí se queda parado. Pero, de repente, se pone en marcha otra vez. —Tenemos que hacer algo inmediatamente —dice con decisión—. Si no, al final nos pasará lo mismo que al pobre Kuno... Christopher se ha enroscado como un cacho- rrito en el sofá y observa expectante al abuelo Jakob. —¿Qué le pasó a Kuno? —pregunta. —¿No sabes lo que le sucedió a Kuno? —le reprocha el abuelo Jakob—. ¿Es que no lees el periódico? Christopher sacude la cabeza. —Entonces, escucha —el abuelo carraspea. Kuno fue el primer niño atacado por la peligrosa lombriz del aburrimiento —informa el abuelo con voz de locutor de televisión—. Por desgracia, entonces aún no se sabía cómo combatir esta enfermedad. Aquello preocupó profundamente a los padres de Kuno
  • 47. y a su perro Pitu. El abuelo se quita las gafas y empieza a limpiar el cristal izquierdo. —¡Deja de limpiar y sigue contando! —le pide Christopher impaciente—. ¿Qué pasó entonces? —Les ruego disculpen las pequeñas interrupciones, estimados oyentes —continúa el abuelo Jakob con toda seriedad—, pero constantemente llegan llamadas de oyentes impacientes que quieren saber a toda costa lo que ocurrió con el pobre Kuno. Y no hay por qué impacientarse, pues estaba a punto de informarlos. El abuelo Jakob limpia ahora el cristal derecho. Christopher se encorva como un gato y aporrea con los puños el gran cojín del sofá. —¡Eres horrible, abuelo! ¡Horiiiible! —grita. —Si, sí —continúa diciendo él entre risas—, ciertamente era una cosa horrible lo del pobre Kuno. Al principio tenía la lombriz del aburrimiento en la cabeza. Y justo en el momento en que Kuno pensab». inventar una historia o un juego nuevo, la rencorosa lombriz gimió diciendo: —¡Nada de historias o de juegos nuevos! ¡Odio las historias y los juegos nuevos! Así que, ¿qué inventó Kuno? Pues no inventó nada, sino que dejó caer las orejas y puso ojos tristes. La lombriz se alegró mucho y de pura alegría engordó un poco más. Y luego bajó reptando hasta la barriga de Kuno, precisamente en el momento en que Kuno pensaba en tomarse un helado de frambuesa o un panecillo de pasas con miel. Entonces la repugnante lombriz volvió
  • 48. a lloriquear: —¡Nada de helado de frambuesa o de panecillo de pasas con miel! ¡Odio el helado de frambuesa y los panecillos de pasas con miel! Así que, ¿qué comió Kuno? Pues no comió nada, sino que se mordió las uñas y se quedó mirando a las musarañas. ¡Huy, cómo le gustaba aquello a la lombriz del aburrimiento! Y de pura satisfacción volvió a engordar otro poquito. El abuelo se sienta junto a Christopher en el sofá y pone las largas piernas del niño sobre su regazo. —¡Jo, jo!, se regocijaba la lombriz—continúa contando—. Este muchacho estará enseguida en mi poder. Ya solamente tengo que deslizarme por su pierna. Pero como Kuno tenía dos piernas, dudaba entre elegir la derecha o la izquierda... Ahora, el dedo índice del abuelo Jakob es la lombriz del aburrimiento. Está sobre la tripa de Christopher, moviéndose indecisa de un lado a otro. —Como finalmente le gustó más la izquierda —continúa el abuelo—, se decidió por ella. El dedo del abuelo Jakob baja culebreando por la pierna izquierda. Christopher arruga la nariz y lanza un gritito. Y es que la lombriz del aburrimiento le hace unas cosquillas tan agradables... —Precisamente en ese momento, Kuno se preguntaba si bajaba al patio a jugar al fútbol o iba en bicicleta con su amigo Jan. —¡Nada de fútbol ni de andar en bicicleta! —se lamentó la maldita lombriz de nuevo—. ¡Odio el fútbol y las bicicletas!
  • 49. Así que, ¿qué hizo Kuno? Pues tampoco hizo nada, simplemente se tiró encima de la cama maldiciendo a todo el mundo. De pura alegría y maldad, la lombriz del aburrimiento se volvió tres veces más gorda que antes. Porque ahora ya lo había conseguido. Christopher ronronea de placer. —¿Qué es lo que había conseguido? —pregunta enseguida. —Cuando las lombrices del aburrimiento han alcanzado un determinado tamaño —le explica el abuelo en un susurro—, consiguen poderes mágicos. Y esos poderes los tenía ya la lombriz de Kuno. Con un conjuro se convirtió, ¡abracadabra!, en una lombriz del aburrimiento supergigante. Acto seguido, puso al pobre chico sobre su lomo y se marchó reptando con él. Salió por la puerta de la casa a la calle. Atravesó campos, prados, setos y vallas. Llegó reptando a un mercado y se subió a un puesto de fruta, trepando entre las moras. A Kuno se le pusieron los pies negros y después todo el mundo creía que no se los había lavado en su vida.
  • 50. El abuelo se inclina receloso hacia delante. —Por cierto, ¿cuándo te los has lavado tú por última vez? —pregunta con severidad. —¡Hace mil años! —exclama Christopher tontamente. —¡Puaf! —hace el abuelo, y se ríe—. ¡Por eso están tan sucios! —Y luego ¿qué pasó? —pregunta Christopher. El abuelo Jakob se encoge de hombros. —No sé nada más —dice—. La última postal de Kuno venía de África. Después, nadie ha oído más de él. Sus padres están terriblemente tristes. Y Pitu, su perrito, sobre todo. De pura tristeza estuvo un mes comiendo sólo arenques en vinagre. —¡Are... e... enques en vinaaagre.J —gime Christopher poniéndose el cojín del sofá delante de la cara. Por un momento reina el silencio. Luego se oye por debajo del cojín: —¿Y si nuestras lombrices del aburrimiento se hacen también tan peligrosamente grandes? —Eso seguro que no —contesta el abuelo al cojín—. Lo único que tenemos que procurar es que no se alegren nunca, y que se enfaden muchísimo —se ríe para sus adentros—. Por cierto, ¿la tuya no ha huido por rabia de tu cabeza a tu tripa? El cojín del sofá asiente. Un par de ojos astutos asoman por encima del cojín. —Y ahora, ¿qué? —Ahora vamos a hacer que se pongan aún más rabiosas. —¿Y cómo? —Pues cenando tranquilamente.
  • 51. De un tirón, Christopher aparta el cojín de su cara. —¿A las cinco de la tarde? —pregunta incrédulo. —¿Por qué no? —opina el abuelo—. ¿O es que no tienes hambre? —¡Siempre! —dice Christopher radiante. Pero, de repente, arruga la nariz—. Mamá ha dicho que tenemos que calentarnos la sopa de verdura... —No te preocupes por eso —le tranquiliza el abuelo—. Cuando tu mamá lo ha dicho, no tenía ni idea de que íbamos a enfermar de la lombriz del aburrimiento. Y, por supuesto, tampoco podía saber que lo que más les gusta a las lombrices del aburrimiento es la sopa de verdura, y que, por esa razón, nosotros no debemos tomarla de ninguna manera. —¿Y qué es lo que más odian las lombrices del aburrimiento? —pregunta Christopher expectante. El abuelo Jakob reflexiona: —Una cosa que odian sobre todas las cosas son las patatas rehogadas, crujientes y con cebolla. —¿Y tocino ahumado...? —susurra Christopher. —Con sólo oler el tocino —asegura el abuelo—, se ponen rabiosas como fieras. Entonces Christopher lanza el cojín a la esquina del sofá y, poniéndose en pie de un salto, sale como una flecha por la puerta. —¡Le daremos una loncha bien gorda a cada una! — exclama encantado. —¡Dos! —grita el abuelo tras él—. ¡Por lo menos dos! Christopher está ya en la escalera y llega como un rayo a la cocina. Mucho antes que el abuelo, que le sigue silbando y sin prisa.
  • 52. Y, naturalmente, hace rato que ha sacado lo necesario de los armarios y lo ha colocado encima de la mesa: patatas, cebollas, sal y pimienta, la tabla de madera grande, dos cuchillos y, por supuesto, el gran pedazo de tocino ahumado. Impaciente como un caballo de carreras, salta de un pie a otro. ¡Qué lento es el abuelo! Pero él se ríe y dice: —Con tranquilidad, pulga saltarina —le pone a Christopher el largo delantal verde, y él se anuda alrededor de la cintura el trapo de cocina a cuadros. Ahora Christopher se lanza de inmediato a pelar las patatas. —¡Despacio! ¡Despacio! —le advierte el abuelo Jakob—. No te vayas a cortar. Las lombrices del aburrimiento son unos bichos muy vengativos. Se vuelven locas de alegría si uno se hace daño. Sabiendo esto, Christopher utiliza con mucho cuidado el afilado cuchillo. La lombriz del aburrimiento tiene que enfadarse, y no volverse loca de alegría. Cuando ambos han terminado de cortar las patatas, les toca el turno a las cebollas. Sin embargo, éstas las corta Christopher solo. Corta cuatro hermosos trozos. Pero el abuelo opina: —Pero si parece que estas cebollas están tuberculosas... A lo que Christopher simplemente contesta en voz baja: —[Huy, sí! —e inmediatamente corta dos trozos más. Poco después, chisporrotea todo junto en la sartén grande. ¡Y qué bien huele! Christopher se sienta sobre el Iavavajillas y observa cómo el abuelo Jakob da vueltas cuidadosamente a las patatas. —Hay que tener paciencia —le explica el abuelo—. Mucha paciencia. Esto no es para pulgas saltarinas.
  • 53.
  • 54. —Pero probar sí que es para pulgas saltarinas — dice Christopher alegremente. El abuelo le pasa un tenedor. —Sí —admite—, de probar entienden un montón. Christopher mete el tenedor en la sartén y lo llena de tal manera que apenas le cabe en la boca. —Pues para probar solamente, tienes bastante — protesta el abuelo. Pero Christopher se limita a cerrar los ojos y mastica deleitándose. —¿Y...? —pregunta el abuelo, impaciente—. ¿Qué tal saben? —¡Cien veces mejor que la sopa de verdura! — dice Christopher relamiéndose. —¿De verdad? —el abuelo Jakob se alegra. Saca otro tenedor, y lo llena aún más que Christopher. También mastica con los ojos cerrados y finalmente afirma satisfecho—: Como en el mejor restaurante de la ciudad... —¿Y el tocino ahumado estará igual de bueno? — pregunta el listo de Christopher metiendo de nuevo el tenedor en la sartén. El tenedor del abuelo va detrás. Y después de que los dos no tienen nada que reprochar al tocino ahumado, el abuelo quiere saber si las patatas del lado de la sartén de Christopher están más churruscantes que las de su lado. Y, natu- ralmente, Christopher quiere saber lo mismo de las patatas del lado del abuelo. Así que los tenedores pasean de arriba abajo y de un lado a otro. No es de
  • 55. extrañar que de esta manera pronto desaparezca la mitad de la patatas rehogadas. Con un pie, el abuelo Jakob acerca la banqueta grande a la cocina y se sienta. —Ahora ya no merece la pena ensuciar dos platos —decide. Y así, los dos se zampan la otra mitad, comiendo directamente de la sartén. Durante el gran banquete, Christopher afirma por lo menos tres veces que sobre el lavavajillas se está cien veces más cómodo que sentado en las sillas de la cocina. Y el abuelo Jakob afirma por lo menos tres veces que las patatas rehogadas, comidas directamente de la sartén, saben cien veces mejor que en los platos. Finalmente, Christopher pincha con el tenedor el último pedazo de tocino, y el abuelo, el último pedazo de cebolla. —¿Tu lombriz del aburrimiento también se ha escapado furiosa de tu tripa? —pregunta Christopher riéndose entre dientes. —No le quedaba más remedio —contesta el abuelo—. Con tantas patatas... —La mía casi se queda enganchada por la cola al huir —dice Christopher. —¿Entre una patata y un trozo de tocino? — pregunta el abuelo asustado. ¡Madre mía, hay que imaginárselo! Christopher se tiene que agarrar la tripa de la risa. Y como el abuelo Jakob se puede imaginar muy bien a la
  • 56. lombriz enganchada, se ríe con él. Los dos se ríen hasta que casi se quedan sin aire. Ahora el abuelo cree que su lombriz está en su pierna derecha y que, de tan enfadada como está, comienza a debilitarse. Christopher piensa que la suya está en la pierna izquierda y que no sólo está débil, sino que tiene la cara roja de rabia. —Bueno, ahora las vamos a eliminar defini- tivamente —dice el abuelo de buen humor—, y nos vamos a dar un paseo. Pero no sólo dan un largo paseo. Además se acercan al bosquecillo de álamos y al estanque de las truchas, hasta llegar al prado de los caballitos. Y durante el largo paseo juegan tan concien- zudamente a hacer rodar piedrecitas, que las malvadas lombrices se mueren de la rabia. Por eso, al llegar al prado de los caballitos pueden dar la vuelta. Y como ya no tienen que hacer rodar más piedrecitas, Christopher inventa, en el camino de vuelta a casa, toda una serie de aventuras que podían haberle ocurrido al pobre Kuno en su viaje a África. El abuelo no para de sorprenderse y de preguntar: —¿Y qué pasó luego? ¿Y cómo terminó? Y una y otra vez exclama, entre aventura y aventura: —¡Oh, Dios mío! ¡Pobre Kuno! La verdad es que Christopher sabe contar
  • 57. cuentos muy bien, y como el abuelo sabe escuchar igual de bien, Christopher sigue contando, incluso mientras suben las escaleras de su casa. Pero, cuando abren la puerta, se queda callado de repente y escucha. —¡Papá y mamá...! —exclama entrando como una tromba en la cocina. Sí, allí están, comiendo queso y bebiendo vino. —¡Caramba! —se sorprende el abuelo—. ¿No os habrán echado del restaurante? Mamá hace un gesto de tristeza con la mano. —No pienso ir nunca más allí —asegura—. El pollo estaba duro y la salsa curry fría. ¡Horrible! —Y mis patatas rehogadas nadaban en aceite y sabían a goma —añade papá decepcionado. —Lástima —dice Christopher sonriendo con malicia—. Las nuestras estaban deliciosas. —¿Habéis comido patatas rehogadas? —pre- gunta el padre lastimeramente—. ¿Ricas y chu- rruscantes patatas rehogadas? ¿Con cebolla y to- cino ahumado? Con los brazos, Christopher describe un círculo en el aire.
  • 58.
  • 59. —¡Con muchas cebollas! ¡Y con mucho tocino ahumado...! —informa triunfante. Entonces mamá clava el cuchillo en el queso y pregunta enfadada: —¿Y qué pasa con mi sopa de verdura, sin- vergonzones? —Desgraciadamente, no hemos podido co- merla... —dice el abuelo con tono apenado. —Es que teníamos la lombriz del aburrimiento —explica Christopher—, Si no, al final nos habría pasado lo que al pobre Kuno... Y, metiéndose un trozo de queso en la boca, se ríe. —¿Qué Kuno? —preguntan los padres sin comprender. Christopher sitúa el trozo de queso en el lado izquierdo de la boca y contesta chasqueando la lengua: —¿No sabéis lo que le pasó a Kuno? ¿Es que no leéis el periódico?
  • 60. Los domingos con Beppo C'HRISTOPHER está sentado con sus padres y su abuelo en la cocina, tomando té. Los domingos siempre toman té a esta hora, y la mayor parte de las veces resulta muy divertido, porque siempre hay alguien que tiene algo que contar. Pero hoy es diferente. Hoy papá piensa en la estantería del sótano, en la que ha estado horas trabajando. Y mamá está pensando en las cartas que empezó a escribir al mediodía. Hasta el abuelo revuelve en silencio su taza de té. También parece tener sus pensamientos en otra parte. Y además, hay tarta de nata. A pesar de que todos saben que Christopher no soporta la tarta de nata. Christopher deja caer un terrón de azúcar en su taza, de tal manera que el té salpica la mesa. Pero ni aun así se fijan en él sus padres. Un domingo aburrido. ¡Si por lo menos su amigo Martin estuviera aquí! Pero los fines de semana
  • 61. Martin se va siempre con sus padres a la casa que tienen en el campo. Christopher trata de deshacer el terrón de azúcar con la cucharilla. Pero está durísimo y tiene que esperar a que se disuelva solo. —iQué domingo más tonto! —refunfuña en voz alta. —Porque no sabes entretenerte —dice el padre, distraído—. Vete con la bicicleta al prado de los caballitos. —¡Estúpido prado de los caballitos! —contesta Christopher enfadado. —O termina de construir tu grúa —propone la madre—. Ya no le falta mucho. —¡Estúpida grúa! —protesta aún más enfadado y con los ojos ensombrecidos por la rabia. Ahora también el padre se enfada. —Si la grúa te parece tan estúpida, se la po- demos regalar a Uwe. Seguro que se alegraría. ¡Ay!, habría sido mejor que no dijera eso. Uwe y él son enemigos desde hace dos días. Christopher abre un par de veces la boca, tomando aire. Luego grita con la voz quebrada: —¡Por mí podéis regalar la estúpida grúa al estúpido de Uwe! En ese momento, el abuelo Jakob empuja enérgicamente su silla hacia atrás, se pone de pie, tose sonoramente y dice:
  • 62. —Me apuesto algo, Thomas, a que la estantería del sótano ya se ha derrumbado. Y tus importantes cartas —dice mirando a la madre— deben estar esperando impacientes que vayas a terminarlas. La madre se echa a reír. —No conozco a nadie —dice— que sepa echar a la gente de una manera tan hábil como lo hace el abuelo Jakob. —Espero que esta vez también funcione —replica él secamente. Y comienza a recoger la va- jilla en silencio. Cuando le quita a Christopher el plato limpio, le pregunta:
  • 63. —¿Tomarás luego otra taza de té conmigo? Christopher asiente brevemente con la cabeza mientras dibuja garabatos invisibles sobre la mesa. La madre se dirige hacia la puerta. —Vamos, Thomas —dice alegremente—, ya ves que no se nos quiere aquí. El padre le lanza a Christopher una severa mirada mientras se pone de pie. Luego se marcha con la madre. En la cocina reina el silencio. Mientras el abuelo prepara otro té, Christopher cava con el dedo un agujero en la tarta de nata. Lo que más le gustaría ahora es echarse a llorar. Pero se lo prohíbe a sí mismo. «¡Nada de llorar! —piensa—. ¡Estar furioso! ¡Estar furioso! ¡Por el estúpido domingo! ¡Por los estúpidos padres! ¡Por el estúpido mundo...!» Pero, a pesar de todo, las lágrimas le corren por las mejillas y caen sobre el mantel. El abuelo Jakob pone la tetera sobre la mesa y, sin decir nada, abraza a Christopher y lo sienta con él en la banqueta. Y ahora es cuando el niño empieza de verdad a sollozar, tan fuerte que le tiemblan los hombros. Cuando llora en presencia de sus padres, ellos le dicen siempre: —Eso no sirve de nada. Es mejor que nos cuentes lo que pasa. El abuelo piensa de otra manera. Lo que él dice es: —Todo eso tiene que salir. Para hablar siempre hay tiempo.
  • 64. Y por eso simplemente le pone el brazo sobre los hombros y le deja llorar. Con la otra mano alcanza el cuchillo y rellena con nata el agujero de la tarta. Por último, la alisa bien para que más tarde no haya jaleo. Cuando termina la reparación de la tarta, Christopher ya ha dejado de llorar. Ahora ambos pueden volver a hablar. —Estar enfadado con uno mismo es mucho peor que estarlo con otros, ¿verdad? —pregunta el abuelo. Christopher se limpia los ojos con una manga y le mira con sorpresa. ¿Cómo puede saber el abuelo que él está enfadado consigo mismo? ¿Es que puede ver dentro de Christopher? Porque es verdad: está verdaderamente enfadado consigo mismo. Pero es ahora cuando se da cuenta. Está furioso porque no sabe lo que hacer. Porque no tiene ganas de hacer nada, ni de jugar, ni de construir. Se suena ruidosamente la nariz. —De todas formas, es un domingo horrible —gime Christopher. —Eso mismo decía siempre Franz —murmura el abuelo. Christopher pasa la uña por las rayas de su pantalón de pana. —Incluso quería acabar con todos los domingos del año —añade el abuelo Jakob sacudiendo la cabeza. Christopher sigue ocupado con su pantalón. Pero, a pesar de todo, siente curiosidad. —¿Qué Franz? —pregunta sin levantar la vista.
  • 65. —Mi... hermano —contesta el abuelo. Suena un poco titubeante. El pulgar se queda parado en medio de un canal de la pana. Christopher guiña los ojos y mira escrutadoramente al abuelo. —Yo siempre había pensado que tú no tenías hermanos. —Y yo siempre había pensado —replica el abuelo— que ya se te habría olvidado la costumbre de mirar todas mis palabras con lupa —también él arruga los ojos dejando dos ren- dijitas para mirar a Christopher. El abuelo rodea con su brazo el hombro de Christopher. El niño sonríe y repite en voz bajita: —¿Así que tu hermano Franz no soportaba los domingos? —¡Los odiaba! —afirma el abuelo Jakob—. Porque nuestra madre siempre le ordenaba: «¡Ha/ esto, Franz, haz aquello! ¡Mantente ocupado, Franz!». —¿A ti también te decía lo mismo? —¿A mí? —el abuelo hace un gesto de rechazo con la mano—. ¡Claro que no! Yo siempre recogía mi cuarto los domingos, tocaba la flauta durante horas y hacía los deberes para el colegio. A Christopher se le ha pasado definitivamente el mal humor. —¡No te creo una palabra! —exclama riéndose. El abuelo sonríe satisfecho. —Ni una palabra es verdad —confiesa. —¿Y qué más pasaba con tu hermano Franz? —quiere
  • 66. saber Christopher. —Conoció a Beppo —cuenta el abuelo Jakob. Era un domingo. Franz estaba tumbado en la cama mirando las musarañas, de manera que mamá le regañó otra vez: —¡Muévete, Franz! ¡Trabaja, Franz! No estés todo el día tumbado a la bartola. ¡Haz algo, Franz! Entonces Franz, furioso, dio un salto y gritó: —Está bien, voy a hacer algo. Y lo que voy a hacer es irme, eso es. A alguna parte donde no haya domingos. ¡Ea! Y diciendo esto, se puso su gorro y salió corriendo de casa. Subió al primer tranvía que encontró y fue hasta el final de la línea. Y desde allí caminó todo el tiempo en línea recta. A pesar de que hacía tiempo que estaba en camino, seguía sintiendo una rabia tremenda. Notaba un nudo en el estómago.
  • 67. —¿Quién demonios ha inventado estos malditos domingos? —iba protestando en voz alta—. Siempre tengo que estar escuchando: ¡Haz esto, Franz, o aquello! ¡Aprovecha el domingo, Franz! —y dio una patada en el suelo—. Me gustaría que no hubiera más domingos. Cuando acababa de lanzar con voz tonante la última frase, alguien gritó desde el jardín de al lado: —¡Entra! En mi casa no hay domingos. Franz se puso de puntillas y se asomó con curiosidad por encima de la valla. Vio un prado ce flores amarillas, con viejos y robustos árboles frutales. En el centro, entre un peral y un ciruelo, había un chico tumbado en una hamaca, haciendo señas a Franz.
  • 68. —¡Venga, ven! —repitió—. ¡La puerta está abierta! Así que Franz entró en el jardín. El chico de la hamaca le sonrió con simpatía. —¿Cómo te llamas? —le preguntó. —Franz —contestó—. ¿Y tú? —Beppo —dijo el chico. —¿Y es verdad que en tu casa no hay domingos? —preguntó Franz incrédulo. —¡Ninguno! —le aseguró Beppo—. En mi casa el martes es como el viernes, y el domingo, como el miércoles —golpeándose el pecho con la mano, se echó a reír—. En casa de Beppo, el oso más perezoso del mundo, todos los días son iguales. Franz estaba agradablemente sorprendido. —¿Quieres decir que te pasas todos los días cómodamente tumbado en esta hamaca? —preguntó. Beppo asintió. —¿Y nadie dice: Haz esto, Beppo, o aquello? —¡Nadie! —le aseguró Beppo orgulloso. Luego, cogió el palo que tenía a su lado en la hamaca y preguntó con naturalidad: —¿Te apetece comer una pera? Y con el palo golpeó tan hábilmente una rama, que dos peras gordas y amarillas cayeron en la hamaca. Franz se rió. —Verdaderamente eres un oso perezoso —dijo—. No te levantas ni para coger una pera. Beppo sonrió. —Si quieres —dijo—, puedes tomar también un cuenco de leche con miel. «Ahora sí que está fanfarroneando este Beppo», pensó Franz.
  • 69. —¿Acaso la leche con miel cuelga también cómodamente del árbol que tienes encima? —preguntó Franz burlón. —Eso no —admitió Beppo. Pero, si quiero, viene Annie y nos la trae. —¿Quién es Annie? —quiso saber Franz. —Pues mi madre —dijo Beppo. Lo dijo de una manera muy natural, como si todas las madres se llamaran Annie y sus hijos las llamaran también así. Franz estaba cada vez más sorprendido. Eso le gustaba a Beppo, se le notaba. Sopló con su silbato dos veces seguidas. Y, ciertamente, al poco tiempo una señora salía de la casa dirigiéndose hacia ellos. —Annie, éste es Franz —le explicó Beppo—. No le gustan los domingos. Por eso está aquí, porque en nuestra casa no hay domingos. —¿Para qué vamos a tener domingos si todos los días son iguales de bonitos? —dijo sonriendo Annie. —¡No me extraña! —no pudo evitar exclamar Franz—. Cuando se puede holgazanear como él... Annie sonrió. —Sí —dijo—. Beppo es el oso más perezoso del mundo. Luego se acordó del silbato y preguntó: —¿Querías algo, oso perezoso? —Sí —contestó Beppo—. A Franz y a mí nos gustaría tomar leche con miel. —¡Vuestro deseo será inmediatamente satisfecho! — prometió Annie guiñándole un ojo. Con un dedo le hizo a Beppo cosquillas en la tripa y luego volvió canturreando a la casa. Franz se había quedado sin habla.
  • 70. Christopher asoma por debajo del brazo del abuelo Jakob. —Pues yo también —dice—. ¡Se dejaba cuidar. el tal Beppo! Esto tengo que contárselo a mamá. —¡Hazlo! —dice el abuelo alegremente—. Yo ya sé lo que te va a contestar. —Yo también —dice Christopher sonriendo. Agarra las cerillas y enciende la vela azul. Luego, vuelve a ponerse bajo el brazo del abuelo. Es muy bonito estar sentado muy cerca de alguien que está contando una historia. —¿Por fin Annie les trajo la leche con miel o no? — pregunta Christopher. —Dos cuencos de leche con miel y además un plato lleno de galletas —afirma el abuelo—. Esas pequeñitas de mantequilla, ¿sabes? Las que tienen un puntito de chocolate en medio. —Mis favoritas —comenta Christopher. —No, ¿de verdad? —dice el abuelo Jakob sorprendido. ¡Como si no lo supiera perfectamente! Franz y Beppo se dieron un festín con la leche y las pastitas —continúa el abuelo Jakob—. Después, Franz se sentó en la rama más baja del ciruelo y preguntó: —¿Nunca te cansas de holgazanear? Beppo se encogió de hombros. —Cuando estoy harto —dijo—, me voy a Francia, a la cabaña que tengo. Allí cabalgo en mi yegua salvaje, Jessika, a
  • 71. través de bosques y pantanos. Y corro aventuras.
  • 72.
  • 73. —¿Tus padres te han regalado un caballo? —preguntó Franz con envidia. —No, a la salvaje Jessika la atrapé yo mismo y la domé —afirma Beppo. y añade orgulloso—: Era la más bonita, la más inteligente y la más rápida de toda la manada. —Entonces tuvo que ser muy difícil atraparla —opinó Franz con admiración. —No especialmente —dijo Beppo quitándose im- portancia—. Solamente tardé dos días. Por fin, pude saltar desde un árbol sobre su lomo. —¿Y no te tiró? —se asombró Franz. —Sí que lo intentó —admitió Beppo—. Pero no le fue posible. Para que no te tire el caballo, hay que mantenerse firmemente sentado y tener las piernas de acero. Franz observó las piernas estiradas de Beppo. La verdad es que no parecían especialmente fuertes, —A lo mejor estaba fanfarroneando —dice Christopher. —Eso pensó Franz también al principio —con- testa el abuelo—, pero cuando Beppo continuó contando todo lo que le había ocurrido con la sal- vaje Jessika, desaparecieron sus dudas. Y es que Beppo contaba tan entusiasmado y con tantos de- talles, que era imposible que se lo hubiera inven- tado todo. Por ejemplo, lo que ocurrió con la rapaz: Un día se metió en la cabaña de Beppo y le robó sus provisiones de chocolate. Beppo llegó justo a tiempo para
  • 74. ver cómo se alejaba volando. —¡Espera y verás! —le chilló al ladrón—. Robarme a mí el chocolate, ¡canalla! Lleno de ira, saltó a lomos de Jessika y emprendió inmediatamente la persecución. El ave podría haber huido con facilidad. Lo único que tenía que haber hecho era remontarse en el aire, y ninguna Jessika ni ningún Beppo la habrían atrapado. Pero con el pesado bulto no podía elevarse. A pesar de todo, lo intentó, pero no consiguió elevarse a más de tres metros de altura. Así que Beppo continuó persiguiéndola, saltando vallas y riacnuelos. Legaron a través de pantanos y barro hasta un estercolero... Y detrás del estercolero es donde logró atraparla. En el extenso prado que había detrás. Allí, la salvaje Jessika se lanzó como un rayo, de manera que sus pezuñas apenas tocaban el suelo. Delante de ellos, el ave ladrona se agotaba por mo- mentos. Constantemente perdía altura, pero se re- montaba otra vez trabajosamente. Sus perseguidores se acercaban cada vez más. Y entonces sucedió... Christopher se pone rígido bajo el brazo del abuelo Jakob. —¿Y entonces sucedió...? El abuelo asiente. En aquel momento. Jessika se encontraba justo bajo el ladrón. Y cuando éste volvió a perder altura por el agotamiento, Beppo saltó, rápido como el rayo, sobre el lomo
  • 75. de su yegua y le arrebató la bolsa. Fue una gran hazaña el hacerlo a un ritmo tan rápido. Pero lo que más le admiró a Franz fue que durante esa peligrosa muestra de habilidad, Beppo, a pesar de todo, se diera cuenta de que el ave tenía los ojos de distinto color: uno marrón y otro verde. ¡Eso no se lo podía haber inventado! Y por esa razón Franz estaba firmemente convencido de que también todo lo demás que contaba era cierto, punto por punto. A partir de entonces, todos los domingos iba en bicicleta a casa de Beppo. Mamá se alegraba de que por fin hiciera algo. Pero lo que Franz no reveló nunca es que lo único que hacían los dos en el jardín era vaguear. Beppo, como siempre, en su hamaca. Y Franz en la rama del ciruelo. El abuelo Jakob sirve el último resto de té. Pero un domingo —continúa— Franz no tenía ganas de escuchar las aventuras de Beppo. Tampoco tenía ganas de leche con miel ni de galletitas. Tenía calor y se sentía pesado. Prefería ir al lago a nadar. Y quería que Beppo fuera con él. Pero Beppo no quería. —¡Estoy demasiado cansado! —dijo bostezando. Franz dio un empujón a la hamaca. —¡Ven de una vez! ¡Vago, más que vago! ¡Muévete! Beppo se limitó a poner los brazos de:rás de la cabeza y replicó: —Hago lo que quiero. Y no quiero nadar.
  • 76. —¡Pero yo sí! —gritó Franz muy enfadado—. ¡Y tú vendrás conmigo! Beppo hizo caer una ciruela con el palo. —Yo me quedo aquí —repitió con calma. —Entonces ¡púdrete en tu hamaca, vago antipático! —chilló Franz— De todas maneras, yo me voy al lago. Esta vez le dio un empujón tan fuerte a la hamaca, que la volcó, tirando a Beppo sobre la hierba. Franz se rió maliciosamente y salió corriendo del jardín. ¡Estaba tan decepcionado!... Había creído que Beppo y él eran amigos. Pero cuando se tiene una amistad, también se hacen las cosas que el otro quiere, y no únicamente lo que a uno se le antoja. Cuando montó en su bicicleta y volvió a mirar furioso por encima de la valla, se quedó desconcertado. Beppo seguía tirado en el prado. Se había dado la vuelta y se arrastraba sobre los codos hacia su silbato, que estaba delante de él sobre la hierba. Cuando lo alcanzó, llamó dos veces seguidas, como siempre que quería llamar a Annie. Sonaba bastante lastimero. ¿Qué es lo que le ocurría? ¿Quizá estaba herido? ¿Sólo por ese pequeño revolcón en la hierba? La ha- maca estaba muy baja y la hierba era blanda. No podía haberse herido. Pero ¿porqué teníalas piernas tan rígidas? —¡Porque no podía moverse! —exclama Christopher asustado—. ¡Porque era paralítico! —Así era —dice el abuelo—. Franz también se dio cuenta en ese momento. Y se pegó un susto tan
  • 77. grande como el tuyo. Annie corrió inmediatamente hacia Beppo. Pero Franz no pudo oír lo que hablaron entre los dos. Solamente vio que levantaba al muchacho y lo llevaba a casa. Franz no podía creer lo que acababa de descubrir. La verdad sobre Beppo. El bravucón. El aventurero. El salvaje jinete con su salvaje yegua Jessika. La verdad sobre Beppo, el oso más perezoso del mundo. Porque tenía que ser vago, aunque no quisiera, y reírse de ello, porque el llorar no servía para nada. —¡Beppo! —gritó Franz. Tiró su bicicleta contra la valla y corrió por el jardín hasta la casa. Annie le abrió la puerta. —Pasa, Franz —le dijo amablemente—. Ya nos imaginábamos que ibas a volver. Te habías olvidado el jersey. Franz no había pensado en el jersey. Y ahora tampoco le interesaba. —Beppo... —tartamudeó—, Beppo... Annie suspiró. —Yo tampoco sé lo que le ocurre —le interrumpió—. Hace un momento lloraba mucho y no hacía más que hablar de un lago, en el que quería nadar a toda costa. A pesar de que sabe que no puede —Annie sacudió la cabeza—. Y luego, además, se ha caído de la hamaca. Para mí es un misterio cómo ha ocurrido. Franz se mordió los labios. —¿Ha dicho algo más? —preguntó en voz baja.
  • 78. —Sí —contestó Annie pensativa—. Me encargó que te dijera que el oso más perezoso es un embustero. Y que la salvaje Jessika no existió... Franz hundió la cabeza y clavó la punta de su zapato en la alfombra. —¿Qué quería decir con eso? —preguntó Annie. Pero Franz no le dio ninguna respuesta. Solamente le arrancó el jersey de la mano y gritó tan fuerte que Beppo tuvo que oírle desde su habitación: —Y tú puedes decirle a él que el próximo domingo le daré un buen puñetazo. Porque el oso perezoso es mi amigo. Y no es ningún embustero. Y claro que existe la salvaje Jessika. Yo mismo la he visto. Incluso he acariciado su cuello. Y Franz se marchó. Annie se quedó mirándole. Ahora ya no entendía nada de nada. —Pero yo sí... —dice Christopher ensimismado. Está pensando y el abuelo le deja tiempo. Al cabo de un ratito, pregunta: —¿Franz continuó yendo todos los domingos a casa de Beppo? —Sí —dice el abuelo—-. A veces también iba entre semana, cuando tenía tiempo suficiente, ya que estaba bastante lejos. Entonces le contaba a Beppo todo lo que había hecho los demás días. Sobre todo, aquello que el mismo Beppo no podía hacer. No se dejaba ni el más mínimo detalle, para que Beppo pudiera imaginárselo todo per-
  • 79. fectamente. Como si él también hubiera estado allí junto con Franz. Por ejemplo, Beppo veía claramente ante él las gruesas ramas del sauce que se extendían sobre el lago. Bajo ellas, Franz y él se zambullían como peces. 0 el campo de fútbol que estaba detrás del parque de los Patos. Y cómo Micha, con su camiseta amarilla. le pasaba de una patada el balón blanco y negro a Franz. Y cómo éste lo recogía hábilmente y disparaba con fuerza a la portería. Y la verdad es que Franz sabía contar muy bien, tan bien como Beppo. Ambos se habían hecho muy buenos amigos... El abuelo Jakob revuelve pensativo su taza de té y guarda silencio. Christopher tampoco dice
  • 80.
  • 81. nada. Observa la cucharilla que da vueltas. Pero, de repente, se da cuenta de que da vueltas en una taza vacía. Mira escrutadoramente al abuelo y pregunta: —¿Qué te pasa? El abuelo Jakob deja la cucharilla y saca la pipa del bolsillo. —En realidad, yo quería contarte una historia alegre —murmura—, pero de pronto... —el abuelo no termina la frase. Christopher le echa los brazos al cuello y le da un beso. —En primer lugar, la historia me ha gustado a pesar de todo —contesta consolándole—, y en segundo lugar... también. Saca un terrón de azúcar del azucarero y se lo mete en la boca. —Ahora voy a terminar de montar mi grúa — dice—. ¿Vendrás luego a verla? —¡Prometido! —dice el abuelo sonriendo. Christopher se levanta de la banqueta y está a punto de correr hacia la puerta. Pero ahí está la silla. En medio del camino. Se queda parado e inclina la cabeza a un lado. Piensa. Luego dobla las rodillas, abre los brazos y salta con ambos pies sobre el asiento de la silla. Justo en el momento en que su padre abre la puerta. —¿Qué estás haciendo? —pregunta sorprendido. Christopher está radiante. —Me alegro de que mis piernas hagan lo que yo
  • 82. quiero —le explica—. Las piernas de Beppo no lo habrían hecho. «¡Ajá!», piensa su padre. Y sabe que ambos han estado viviendo otra historia. Y sabe también que Christopher no le contará ahora ni una palabra, aunque lo hará a la hora de la cena, o cuando se vaya a acostar. Pero, de todas maneras, lo intenta. —¿Quién es Beppo? —pregunta. —El amigo de Franz, el hermano del abuelo Jakob —contesta Christopher. —¿El abuelo te ha contado que tiene un her- mano? —dice el padre, divertido—. ¿Y se llama Franz? ¡Qué raro! Yo siempre había pensado que no tenía hermanos. —Y yo siempre había pensado —explica Christopher mirando triunfante a su padre desde la silla— que ya habías perdido la costumbre de mirar con lupa cada palabra del abuelo Jakob. Indice El cazador de gotas de lluvia ........................................ 7
  • 83. Max y Alexander ......................................................... 29 La lombriz del aburrimiento ................................. 51 Los domingos con Beppo.............................................. 71