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ALGO RARO



 ESTÁ PASANDO
ALGO RARO


              ESTÁ
PASANDORAMÓN QU
algo raro está pasando
aquí
como por arte de magia
de película
comunicado interno
tiempo de descuento
zapatos de piel de napa.
una humilde cebolla
la mirada más triste
puntos de vista
el extraño
el acantilado 45
el viejo reloj del salón 46
cuestión de años 52
el cuarto b 53
ni por esas 60
la bondad de la banca 61
¡vaya usted a saber por qué! 69
casi un cuento 70
fotos 75
cuestión de amigos 76
el alcalde 78
mi experiencia más importante de este verano 87
la playa 89
una receta 94
ellos 98
“De niño me tropecé con el misterio
  y comencé a coleccionar palabras.
 De joven me tropecé con la palabra
  y comencé a coleccionar misterios
De mayor soy esa colección perpleja
  de tropiezos, misterios y palabras”
                (Ricardo Uriarte)
ALGO RARO ESTÁ PASANDO

         Estoy desconcertado, os lo juro, sumamente
desconcertado. Y preocupado, muy preocupado. Por eso
os escribo. Porque la cosa es grave, en extremo grave.
O al menos yo lo creo así. Os lo cuento. El otro día, no
recuerdo si fue ayer, antesdeayer o mañana, decidí salir a
la calle. Y lo hice. Salté de la cama, me puse las playeras
rotas, me embutí los vaqueros y la camisa de leñador, cerré
la puerta de un buen portazo, bajé las escaleras de tres en
tres (bueno, de dos en dos; de tres en tres lo hacía de niño)
y, tras detenerme unos segundos en el portal, me lancé a
la calle. ¡Vaya sorpresa me llevé! Yo esperaba encontrarme
casas, gentes, coches, perros, algún bar y algún comercio…
pues de eso ¡nada de nada! No había casas, ni gentes, ni
coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había casas,
gentes, coches, perros, bares y comercios. ¿No os lo creéis?
Pues os lo juro y os lo repito: no había casas, ni gentes,
ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había
casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. Os podéis
imaginar el susto que me llevé. No soy valiente, tampoco
audaz y mis piernas flaquean a la menor amenaza, por lo
que me di la media vuelta, me metí en el portal más pálido
que las baldosas y subí las escaleras de tres en tres (esta vez
sí, palabra) No terminaron ahí mis cuitas ¡qué más hubiese
querido yo! Porque, mientras subía las escaleras de tres en
tres y con el corazón a punto de reventarme el pecho, yo
anhelaba reencontrarme con mi cocina llena de platos sucios,
mi radio siempre encendida, mi biblioteca repleta de libros,
mi cama deshecha, y ¿qué creéis que me encontré cuando
con un suspiro de alivio entré en casa? Exacto, lo habéis
adivinado. Ni rastro de mi cocina llena de platos sucios, ni
de mi radio siempre encendida, ni de mi biblioteca repleta
de libros, ni de mi cama deshecha. En su lugar, sólo había
una cocina llena de platos sucios, una radio encendida, una
biblioteca repleta de libros y una cama deshecha. Di un
grito y corrí como un loco a un rincón. Y allí me quedé
acurrucado durante horas, hasta que ayer o antesdeayer o
mañana, no recuerdo bien, me levanté de un salto y me senté
al ordenador para contaros mi experiencia. ¿Comprendéis
ahora por qué estoy desconcertado y preocupado?, ¿os ha
pasado a vosotros algo parecido? Contestadme, por favor
¿No os parece que algo raro, muy raro, está pasando?
AQUÍ
        Era el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos
lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que llegué,
mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”. Pero
yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el
traslado había durado toda la noche y no había pegado
ojo. Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba
muy cansado y me senté en las gradas de cemento que
forman un semicírculo de unos tres metros de altura y diez
metros de diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo.
No había una sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a
bajar los ojos; pero el suelo reverberaba, y entonces no
sabías donde mirar y tenías que cerrar los párpados. Los
hombres, en grupos o solos, en el polvo o en las gradas,
parecían piedras arrojadas de cualquier manera. Yo no
paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la cara con las
manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba despacio,
interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al sol en
lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi
cerebro. Y allí, todo se me hizo negro.
         Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre
las gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al
punto, pero una mano sarmentosa se posó en mi hombro y
me lo impidió.
         – ¡Despacio, despacio!
         Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo
me miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía
un rostro alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños,
nariz ganchuda y boca fina. Su mentón parecía la punta de
un zapato. Me sonreía, pero no con la boca o la mirada,
sino con el mar de arrugas que era su cara. Entonces me
di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos buscaron el
cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa teñía
el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer
de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando
logré sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella
luz: un trozo del horizonte parecía envuelto en llamas. El
viejo me ofreció un cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la
boca. La mano sarmentosa encendió un fósforo y lo acercó
a la punta del cigarrillo. Chupé y sentí el golpe caliente
del humo. Era asqueroso aquel repentino ardor en la boca
reseca, sin embargo volví a chupar con fruición. Fumamos
en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla al
suelo y la pisé.
        – No deberías fumar así – dijo entonces el viejo.
        – ¿Así?, ¿cómo? – pregunté sorprendido.
        El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía
por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba
poco a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra
calada. Entonces dejó caer la colilla y me contestó:
        – Tan rápido y pisando una colilla tan grande.
        – Yo fumo como quiero – fanfarroneé.
        El viejo resopló y dijo:
        – No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se
nota a la legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo…
No, no te irrites. Aquí no hay sudor que no huela a miedo.
Y te daría igual ser un tipo duro, en unos días sudarías
miedo como todos. Lo del cigarrillo era un ejemplo. Sólo
quería decirte que ha llegado la hora.
        – ¡¿La hora?! ¿La hora de qué?
        Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me
lo tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a
resoplar y me advirtió con tono solemne:
        – Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás
cuenta de que es la única manera.
        – ¡¿La única manera?! – logré articular aún entre
risas – Pero si eso es imposible… imposible y absurdo.
Además, ¡ni siquiera hay!
        – Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? – Aspiró con
fuerza, como si quisiera meterse en los pulmones hasta el
último gramo de aquel aire polvoriento y caliente – Está
escondido.
        – ¿Escondido?
        – Sí, escondido.
        – ¿Dónde?
        – En todos los lados, entre los dedos del aire.
        Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento
tuve la certeza de habérmelas con un loco. El viejo no
pareció percatarse ni de mi mirada, ni de mi movimiento.
Y si lo hizo no les dio la menor importancia. Simplemente
siguió hablando con el tono cansado de quien se ve
obligado a explicar lo evidente:
        – Cuando llegué aquí yo también me reí cuando
me lo dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado
que estaba y, al final… – se interrumpió durante unos
segundos; luego añadió, señalando con un movimiento
casi imperceptible –: Mira a ese tipo. Es el que mejor lo
hace. Si hay alguien que pueda lograrlo es él.
        Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al
primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había
en sus facciones que destacara o transmitiese algún tipo
de excelencia: una cara mofletuda, unos ojos pequeños,
una nariz ancha, una boca de labios gruesos y una barbilla
breve, casi engullida por la papada. Me pareció una especie
de huevo con palotes a modo de patas y brazos, y nada
me habría extrañado que se hubiese abierto de repente
para dar salida a un lechón sonrosado. No sin cierta ironía
pregunté:
– Y de lograrlo, ¿qué pasaría?
         – ¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo
el mundo quiere que pase.
         – ¿Te refieres…?
         – ¿A qué me voy a referir si no? – me cortó con
impaciencia. Ya más calmado, añadió: – Lograrlo es muy
difícil, algunos como tú dicen que imposible. De hecho,
aquí nadie recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo
ya soy muy viejo y nunca lo lograré, pero si hay alguien
que pueda es él. De eso no te quepa la menos duda. Y lo
logrará cualquier día; mañana, pasado, dentro de un año o
de veinte, incluso, ¿por qué no?, ahora mismo, pero tarde
o temprano lo verá, y entonces…
         – ¿Lo has hablado con él? – volví a preguntar.
Esta vez interesado a mi pesar.
         – ¡¿Para qué?! – exclamó, agitando las manos
sarmentosas en el aire – Él nunca habla; aquí nadie habla.
         – Tú has hablado conmigo.
         – ¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos
les hablo una única vez para advertirlos.
         – ¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás
a hablar conmigo?
         – Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por
eso grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y
trata de aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la
única manera de que aquí el tiempo no te pudra por dentro
y lleguen los buitres.
         – ¿Los buitres?
– Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos,
muy lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres…
        El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas
preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas
y se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos
estaban inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado
frente a sí. Y no sólo ellos. Algunos de los hombres que se
desparramaban por el recinto hacían lo mismo. No todos.
La mayoría parecía no hacer nada. Sentados, tumbados o
de pie tenían la vista en el polvo. El incendio del horizonte
se iba extinguido poco a poco en una oscuridad progresiva.
Nubes bajas fueron cubriendo el cielo como la tapa de un
ataúd. El silencio era completo. La tierra exhalaba el calor
retenido durante el día. El punto hacia donde miraban era
tan negro como cualquier otro. Sonó la hora de ir a dentro.
En una única fila, como hormigas, fuimos entrando.
        Desde aquel día, todos los días fueron el mismo
día. Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba
rastros de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera
tibia pronto desaparecía y, más que un alivio del que se
podía gozar, era como un malévolo recordatorio de lo que
habías perdido para siempre. Porque enseguida llegaba el
sol. El sol aplastando la tierra con su enorme presencia,
secando el aire con aliento de horno, golpeando sobre
nuestras cabezas, penetrando en el cerebro, agrietando
la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el incendio en el
horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las cosas, las
nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba como
la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas.
Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día…
         Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía
y bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una
forma de escapar. Pero pronto comprobé la completa
inutilidad de mis esfuerzos: aquí no hay salidas, ni
entradas, sólo está la llanura, polvorienta y sin una brizna
de vegetación, que se extiende por todos los lados, mucho
más allá de lo que puede abarcar la vista. Innumerables
veces traté de reanudar mi charla con el viejo. Me acercaba
a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba a zarandearlo.
Era inútil. No me contestaba, no me miraba, como si no
existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a los que
me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días
hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto
tiempo duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses
o años. No lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar,
que de hecho me estaba acabando. Y sin duda así habría
ocurrido, si no llega a ser porque una mañana, poco después
de que nos sacaran, noté que el viejo no estaba entre
nosotros. No di importancia a su ausencia. En realidad,
nada, ni nadie me importaban. Aún quedaban restos de
tibieza en el aire cuando descubrí, lejos, muy lejos, puntos
que se desplazaban en el cielo. Al pronto no supe muy bien
que podrían ser, pero no tardé en imaginar que eran. Grité,
señalé, traté de llamar la atención del resto de los hombres.
Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los puntos que
seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo hizo no
dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces
como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba
hacia lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi
conciencia se adormeció en la negrura; reí hasta que de
pronto comencé a sentir que un pitido taladraba mis oídos.
No hice caso y creí seguir riendo ovillado en el polvo.
Sin embargo, el pitido, agudo e interminable, no tardó en
verse acompañado de unos golpes como de martillo en las
sienes. Al principio leves, fueron haciéndose cada vez más
fuertes, hasta el punto que temí que mi cráneo se partiese
en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé las manos a
la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo; pero
los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan
pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban
en mi cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y
el corazón latía desbocado. Imágenes de tacto arenoso
bailaban por dentro de mis párpados cerrados; se estiraban
y se encogían, se retorcían y fragmentaban en un fondo
de sangre y entre destellos blancos. Eran buitres, decenas
de monstruosos buitres. Algo dentro de mí se rebeló y me
puse en pie de un salto. Sudoroso, jadeante, temblando,
me vi en medio del atardecer. Busqué con los ojos al
hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí estaba,
junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando
hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba.
Fue en aquel momento cuando me acerqué a él y comencé
a imitarlo. Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer,
sino también el siguiente y el siguiente y el siguiente,
por un tiempo del que mi memoria no guarda medida.
Nunca logré ver otra cosa que el progresivo avance de las
tinieblas y las nubes bajas, cayendo sobre nosotros como
la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella repetida visión
de nada no disminuyó un ápice mi necesidad de intentarlo
cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó, como si
se alimentara y creciese con la repetición del fracaso. Los
días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo
ya no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día
ovillado en el polvo o en las gradas, esperando y deseando
el fin. Ahora, mientras el sol recorría lentamente el cielo
haciendo suyas todas las cosas, yo pensaba que ya no era
de él, que ya había vuelto a pertenecerme a mí mismo,
que, en cuanto llegase el atardecer, lo volvería a intentar y,
¡esta vez, sí!, lo lograría.
        Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo
diario, dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor
lo hacía, cuando oí un grito a mis espaldas. Aquello era
extraordinario, así que alarmado me giré y busqué el origen
del grito. Era uno de los que también miraban. Señalaba a
las gradas. Miré en la dirección indicada. Yo estaba algo
alejado, pero podía imaginar lo que tantas veces había
visto: el hombre que mejor lo hacía. Llevaba la misma
ropa tosca que todos, pero en él daba la impresión de
mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída
del sol, miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad
progresaba. Tenía la cabeza ligeramente adelantada con
respecto al tronco, que, a su vez, se inclinaba hacia el
frente. Su inmovilidad era completa y los ojos parecían
flechas a punto de volar, impulsadas por el tenso arco
que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña barbilla
pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose
a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas
apretadas con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de
firmeza el rostro. Sus brazos y piernas, cortos y delgados,
parecían resortes en el instante previo a saltar lejos, muy
lejos… El hombre que había gritado, volvió a gritar. Hacía
tanto tiempo que no escuchaba una voz humana que, al
principio, no entendí sus palabras. Pero pronto logré captar
el significado. Exclamaba:
         – ¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está
viendo, lo está viendo!
          Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida
del atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas.
Quise acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo
estaba viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba
allí, entre los dedos del aire, y entonces yo también podría
verlo. Miré. Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes
había mirado. Miré hasta que la oscuridad y las nubes
bajas cayeron como la tapa de un ataúd. Miré hasta que
llegó la hora de entrar. Mire y miré, pero no logre ver nada,
absolutamente nada.
         A la mañana siguiente el hombre que mejor lo
hacía no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes
de que el silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió
de boca en boca el rumor de que había logrado escapar.
Pronto ese rumor se convirtió en convicción absoluta.
Desde entonces ya nadie duda de que sea la única manera,
y todos lo hacen. Yo no. Sé que no escapó. El mismo día
de su desaparición lo supe. Se lo dije a los demás, pero
no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron mirar.
Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de
su desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como
puntos en el aire, sobrevolando la ardiente e interminable
llanura.
COMO POR ARTE DE MAGIA


        Es difícil de creer, pero fue un cambio rápido, de
golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Al principio, tenía una
hoja larga y limpia, y un puño y un brazo y un pecho henchido
sobre el que se alzaba una cabeza de pelo encrespado. Pero
eso fue al principio, durante unos segundos que parecieron
hacer eternos la respiración de la olla y el goteo del grifo
en el fregadero; luego, de golpe, en un abrir y cerrar de
ojos, sesgó el aire al encuentro del grito. Ahora ya no tenía
el puño, ni el brazo, ni el rostro afilado con barba de unos
días; ahora tenía la hoja sucia y hundida, y la empuñadura
al aire, entre dos pechos pequeños, redondos, todavía
duros, a un palmo de una melena negra desparramada por
el suelo y de un bonito lunar en una mejilla carnosa, cada
vez más pálida. Es difícil de creer; lo sé. Pero fue así, tal y
como os lo cuento, mientras del patio llegaban los ecos de
las charlas de los tendales: un cambio rápido, de golpe, en
un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia.
DE PELÍCULA

        Dicen que cuando morimos vemos la película
completa de nuestra vida. Eso dicen y eso fue lo que le
pasó a nuestro héroe… Bueno, no del todo. Cierto que en
el momento en que su coche se estrelló contra el árbol,
pudo contemplar toda su existencia; pero no es menos
cierto que matarse no se mató. Quedó bastante maltrecho
y salvó la vida gracias a la rápida intervención de los
servicios sanitarios. Sin embargo, cuando despertó en
la cama del hospital, no pareció dar mucha importancia
al hecho milagroso de seguir vivo. Vendado como una
momia, con las piernas colgando de unas pesas, los
brazos asaeteados de agujas epicraneales y rodeado por
enigmáticos aparatos, únicamente tenía pensamientos para
una cosa: aunque sólo había durado un instante, no podía
sino admitir que la película de su vida le había aburrido
de forma soberana. Con un argumento pobre, una trama
deshilvanada, unos personajes ramplones, unas peripecias
sin interés y ni un solo efecto especial, carecía por completo
de tensión y ritmo, y resultaba plana y monótona hasta la
extremaunción. Morirse era inevitable, pero no lo era tener
que hacerlo entre bostezos. Nuestro héroe decidió cambiar
la película de su vida.
        Nada más salir del hospital después de una larga
convalecencia, puso manos a la obra. Lo primero que hizo
fue transformar el aspecto del protagonista, o sea, de él
mismo. Se peinó el pelo hacia atrás, se dejó unas patillas
largas y finas, y en vez de los trajes de corte clásico que
siempre había llevado, comenzó a vestir ropas juveniles,
siendo sus preferidas los pantalones y chaquetas de
cuero negro. Su mujer, amigos y compañeros de trabajo
achacaron estos cambios a unas comprensibles, aunque
algo extravagantes, ganas de vivir, nacidas de haber
estado tan cerca de la muerte. Más difícil les resultó dar
explicación a las otras nuevas peculiaridades de nuestro
héroe. Ahora, era un gesto muy suyo mirar todo a través
de la ventana que simulaba formar ante sí uniendo, con la
punta de los pulgares extendidos, las palmas de las manos
abiertas; también se había vuelto muy típico en él cambiar
el lugar o la postura de la gente, aunque para ello tuviese
que emplear empujones o descruzar brazos y piernas
ajenos con sus propias manos; a veces, se empeñaba en
modificar las conversaciones, y si alguien, por ejemplo,
decía: “Tengo sueño”, no cejaba hasta que ese mismo
alguien rectificaba y sentenciaba: “Toda la vida es sueño;
y los sueños, sueños son”. Se empezó a hablar de shock
post-traumático y de traumatismo craneal.
         Nuestro héroe, conocedor de estos rumores,
disimulaba y se reía para sus adentros. Sin embargo, no
tardó en darse cuenta de que, salvo por las redobladas
atenciones de su mujer y la actitud conmiserativa de los
amigos, todo seguía igual. Su vida continuaba siendo plana,
monótona y aburrida. Se dijo, entonces, que para hacer una
buena película de su vida no bastaba con cambiar el aspecto
del protagonista, perfeccionar los encuadres o mejorar la
forma de actuar y decir del reparto, sino que era necesario
una buena historia, un argumento bien construido, lleno de
conflictos, enredos, giros y golpes inesperados. Durante
una larga temporada vio centenares de películas y leyó
centenares de guiones. Cuando consideró que estaba
bien documentado, se puso manos a la obra. Tuvo su
primera gran ocasión con la muerte repentina del socio
del jefe de la empresa para la que trabajaba. Ni corto, ni
perezoso decidió aprovechar la oportunidad dramática.
Fue un verdadero clímax, un plano cargado de intensidad
y tensión, cuando, en el momento en que el silencio era
más recogido y el pesar llenaba todos los corazones,
nuestro héroe, señalando con un índice el ataúd y con el
otro al jefe, acusó a éste de haber asesinado a su socio para
quedarse con toda la empresa. ¡Qué gritos!, ¡qué miradas!,
¡qué gestos!, ¡qué caras de sorpresa e indignación! Sí, fue
una escena realmente conseguida, tan bien realizada que
sólo tuvo que gritar media docena de veces “¡corten!”,
cambiar de posición a tres enlutados asistentes y rectificar
apenas un par de líneas de diálogo. Todo un éxito, por más
que fuera expulsado de malas maneras del camposanto y
del trabajo.
        No le duró mucho la alegría a nuestro héroe por este
logro. Pasadas unas semanas, tuvo que reconocer que su
vida había caído de nuevo en el tedio y la monotonía. Todo
el día en casa y sin nada que hacer, sus días transcurrían
iguales, repitiéndose los unos a los otros de forma cada
vez más apagada, como un eco que se extingue. Entonces
volvió a ver los mismos centenares de películas, volvió a
leer los mismos centenares de guiones y, documentado,
volvió a poner manos a la obra. Con gran sentido de la
ambigüedad y el equívoco, fue sembrando indicios ante su
esposa que parecían indicar una probable infidelidad por su
parte. La mujer, al principio incrédula, más tarde suspicaz
y al cabo celosa, terminó por descubrir una apasionada
carta de amor que nuestro héroe había olvidado de forma
astuta en el bolsillo de la chaqueta. En esta ocasión no
tuvo que realizar ningún corte, ni cambiar ninguna línea
de diálogo. Todo salió redondo, perfecto, en tiempo
real, en plano secuencia. Fue en la cena como mandan
los cánones. Ella actuó y habló como si nada supiese,
él actuó y habló como si nada temiera; ella le tendió en
los postres la trampa adecuada, él cayó en la celada de
la forma exigida; ella entonces acusó, él entonces negó;
ella esgrimió la carta, él balbuceó; ella se puso en pie, él
se encogió en el asiento; ella gritó, él rogó; ella le exigió
el divorcio, él se lo concedió; ella salió dando un portazo,
él se quedó en la cocina con la satisfacción del artista que
alcanza su obra cumbre.
        Sin trabajo y sin esposa, recurrió a los amigos.
Ya tenía pensada una emocionante historia: Juan, íntimo
amigo de Luis, intentaría asesinar a éste por ser amante de
su esposa. La escena cumbre se produciría en el domicilio
de Luis. La atmósfera sería tensa, la iluminación dura, los
diálogos broncos, los silencios cargados; Juan, mascando
la rabia, sacaría una pistola ante el rostro demudado de
Luis; Juan, vengativo e inmisericorde, apuntaría a Luis
que, indigno y cobarde, imploraría por su vida; Juan
soltaría una carcajada sardónica, Luis un lastimero
gemido; ya aprieta el gatillo Juan cuando, de improviso,
nuestro héroe aparece en el plano y, arrojándose sobre el
hombre armado, logra desviar el disparo en el postrero
instante; la bala haría añicos el costoso jarrón de porcelana
china favorito de la mujer de Luis… Sin embargo, nuestro
héroe no tuvo oportunidad de dar realidad a tan magnífica
escena. No sólo Juan y Luis, sino la totalidad de amigos
y conocidos huían nada más verlo, hartos de tener que
salir o entrar, sentarse o levantarse, hablar o callar, según
ordenara nuestro héroe con su particular sentido del ritmo
y la tensión. Dolido por este fracaso, durante un tiempo se
dedicó a hacer exteriores. Era frecuente verlo en la calle
deteniendo el tráfico, reordenando a su gusto el deambular
de la gente o tratando de persuadir a un orondo carnicero
de que cambiase tanto de naturaleza como de negocio,
pues lo que él en verdad necesitaba para su escena, allí y
precisamente allí, no era una carnicería sino un restaurante
italiano y un cocinero con aspecto y ademanes de prima
ballerina.
        Cierto día, se le acercaron dos individuos. Con
gran pompa le dijeron que eran de “jólivud” y deseaban
proponerle un “gud bisnis”. Todo orgulloso se subió con
los dos individuos a la ambulancia. Pasó el resto de sus
días en un psiquiátrico. Fue bastante feliz, y era digno de
ver el entusiasmo, la seriedad y el empeño que ponían el
resto de los pacientes en seguir sus sabias instrucciones de
director experimentado. Lo malo fue cuando trató de hacer
una versión de “Rebelión en la granja”. El entusiasmo, la
seriedad y el empeño que pusieron entonces los pacientes
en el proyecto alcanzaron tal grado que los médicos,
alarmados, recluyeron en total aislamiento a nuestro héroe
por una larga temporada.
        Falleció a los ochenta años. Dicen que murió
diciendo: “Éste es el comienzo de una gran amistad”
COMUNICADO INTERNO
        Lo primero es cazar a uno. Pero cuidado, esos
cerdos suelen ir en bandas como los lobos y no conviene
enfrentarse a ellos cuando están juntos. Por lo tanto,
vigiladlos, estudiad sus rutinas: cuándo salen, cuándo
entran, a dónde van, de dónde vienen, por dónde pasan.
Una vez que conozcáis sus recorridos habituales,
seguidlos sin que os adviertan, esperad a que se separen
y continuad tras la pista del que veáis más débil. Escoged
una noche oscura, un barrio alejado, una calle solitaria.
Desplegaros de tal forma que cerréis cualquier vía de
escape. Comprobad que no haya testigos. A un gesto de
vuestro jefe, os abalanzáis todos a una. Si la pieza se
resiste golpeadla, pero teniendo buen cuidado de que no
pierda el conocimiento ¡debe saber lo que le pasa! Cuando
lo tengáis inmovilizado, le comunicáis la sentencia, pero
sin insultos ni gritos, ecuánimes y serios, como lo que
realmente somos, los legítimos ejecutores de lo que todo
el mundo piensa: que estamos hartos de que nos quiten
nuestros trabajos, de que asalten nuestras viviendas, de
que ensucien nuestras calles, de que no sigan nuestras
costumbres, de que amenacen nuestra civilización, de que
miren a nuestras mujeres… Después rociadlo bien. Esto es
muy importante: sin empaparlo a conciencia de gasolina es
difícil que prenda. Luego le dais fuego, sacáis unas fotos
y salís corriendo. Por ahora somos pocos y no conviene
que nos detengan. El valor se nos supone, no tenemos que
demostrarlo, sino ser eficaces. Buena suerte.
TIEMPO DE DESCUENTO

        – ¡¿Importante?! – exclamó el hombre como
sorprendido por la pregunta. Luego añadió con tono
dramático: – Es nuestra última oportunidad.
        Estaban de pie en el vestíbulo. La mujer trataba
de colocar bien el abrigo y la bufanda al hombre, que no
paraba de moverse.
        – Seguro que tenemos suerte – le animó la mujer.
        – ¡Más nos vale!
        –     Pero no te pongas muy nervioso, ¿me lo
prometes?
        “Te lo prometo” contestó el hombre. Había abierto
la puerta del piso. En la escalera reinaba el silencio. La luz
de la caída de la tarde penetraba por una pequeña ventana
y dibujaba un recuadro amarillento en el suelo. El hombre
cogió el ascensor. El ruido del mecanismo ronroneó
durante unos segundos. Cuando cesó, la mujer se asomó
por el hueco de la escalera.
        – Y no te quites la bufanda que hace mucho frío
– gritó la mujer.
        Esta vez el hombre no contestó. La mujer siguió
asomada hasta que oyó el golpe de la puerta del portal;
entonces suspiró y entró en el piso. Cerró el armario del
vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. La televisión,
encendida pero sin sonido, mostraba imágenes de hombres
en camiseta y pantalones cortos detrás de un balón. La
mujer sonrió, se sentó y cambió de canal. Escogió uno
que daba imágenes de parajes naturales. Le gustaban
aquellos paisajes de ríos estrechos, de valles encajonados,
de laderas empinadas pobladas de bosques, de paredes
rocosas cubiertas en las altas cumbres de mantos de nieve.
Si antes había sonreído como una madre ante las travesuras
de un niño, ahora sonreía como una muchacha. Recordaba
las excursiones que hiciera con su marido en los tiempos
en que empezaban a ser novios, apenas tres años atrás.
Habían caminado por riberas similares, aturdidos por el
fragor de las aguas jóvenes y bravas; habían explorado
valles y bosques semejantes, avanzando, retrocediendo,
subiendo, bajando, según lo abrupto del terreno o lo
espeso de la vegetación les cerrara o les abriera el paso;
incluso habían ascendido cumbres parecidas por caminos
empinados, estrechos, pedregosos, de excitantes vértigos.
Su sonrisa se amplió con hoyuelos de travesura, cuando la
imagen de un gran roble junto a una cabaña de montaña
le trajo a la mente la primera vez que hicieron el amor.
“¡Eso sí que eran buenos tiempos!” exclamó de repente.
Se asustó al oír el sonido de su propia voz. No era que
temiese hablar a solas porque lo creyera síntoma de
locura. Desde niña había tenido esa costumbre y de mayor
la había conservado sin que nunca le hubiese preocupado
lo más mínimo. Por el contrario, le gustaba hablar en voz
alta consigo misma. Le ayudaba a pensar, a concentrarse,
a realizar con más empeño y eficacia las tareas que en cada
caso le ocuparan. No, no era eso. Era que últimamente
temía lo que se pudiese decir. No se le escapaba que, hasta
cierto punto, ese temor era absurdo. Después de todo, su
voz era suya y ella era ella, ¿qué se podía decir que ya no
supiese? Aunque, por otro lado, ¿no sería ese precisamente
el problema? Siempre había respetado mucho las palabras.
Para ella no eran simples sonidos con significados más
o menos precisos, más o menos importantes; para ella,
cada vez que una palabra salía de la boca de alguien, se
convertía en un ser invisible, pero activo, que permanecía
ya para siempre en la vida de los que habían hablado y
escuchado, bien como ángel, bien como diablo.
        Apagó la televisión, se levantó y salió al vestíbulo.
Fue recorriendo el piso de setenta metros cuadrados,
habitación por habitación. Primero la cocina, amplia,
luminosa, con todos los electrodomésticos recién
estrenados: la cocina con horno, el frigorífico de tres
estrellas, el microondas inteligente, el calentador estanco,
y los armarios tan cómodos, chapeados con melamina
imitación a cerezo, a juego con la mesa y las cuatro
banquetas; después el baño, de dimensiones demasiado
reducidas para su sueño de una bañera de hidromasaje, aún
más empequeñecido por la imprescindible presencia de la
lavadora pero, al fin y al cabo, limpio y funcional; luego,
la futura habitación de los niños, todavía sin amueblar,
mucho dinero todo de golpe, utilizada a la sazón como
trastero y cuarto de la plancha; por último, su orgullo, el
dormitorio, donde había desarrollado, sin más trabas que
las dimensiones, sus particulares gustos decorativos. Las
paredes, de un suave tono gris perla, roto por media docena
de litografías de cuadros abstractos e impresionistas,
contrastaban con los muebles: la cama de bancada invisible
y sin cabecero, con una gran plataforma color ébano;
las mesillas en el mismo color, con soportes livianos y
detalles en acero; el armario de puertas correderas estilo
japonés; la cómoda ancha, sencilla, bajo un gran espejo
de marco color ceniza. La mujer entró en el dormitorio
y acarició las hojas del ficus y las ramas colgantes de la
esparraguera que daban una pincelada de verde vivo a
ambos lados de la ventana. Apoyó la frente en el cristal y
miró al exterior. La nueva urbanización languidecía en una
quietud descarnada. Los bloques de pisos, simétricamente
distribuidos, parecían darse la espalda, como absortos en la
reflexión sobre su propio sentido. Filas de árboles jóvenes,
clavados como delgados mástiles desnudos, pugnaban por
enraizar en las tiras de tierra que flanqueaban las amplias
calzadas y aceras. Había unos pocos coches aparcados;
y las farolas, altas y estilizadas, aún esperaban su hora.
La mujer se apartó de la ventana, se giró con brusquedad
y contempló por unos segundos el alegre colorido de los
cojines coquetamente distribuidos sobre la cama estilo
Zen. “¡No!, ¡no!, ¡no!” gritó de repente como tratando
de contener con aquella triple negación las palabras que
pugnaba por salir de la garganta. Casi corriendo salió
del dormitorio y volvió a la sala de estar. Se sentó y trató
de concentrarse en la respiración. Los minutos pasaban
lentamente, de puntillas, como temerosos de romper el
silencio. La presión en la garganta fue desapareciendo poco
a poco. Sumida en la creciente oscuridad, la mujer miraba
el vacío. En el exterior, a las farolas ya les había llegados
su hora e iluminaban, con una luz todavía amarillenta, a un
hombre y un perro que pasaban junto a un gran cartel de
promoción inmobiliaria.
        Eran las diez de la noche. La mujer acababa de hacer
la cena. Oyó el ruido del ascensor, la llave deslizándose en
la cerradura, la puerta abriéndose y cerrándose, los pasos
en el vestíbulo. Esperó sonriente. El hombre apareció en
el umbral de la cocina. No se había quitado el abrigo y
llevaba la bufanda en la mano. Tenía los hombros hundidos
y la cabeza baja.
        – ¿Qué ha pasado? – preguntó ansiosa la mujer.
        El hombre dio un paso; levantó la cabeza; su rostro
era una caricatura de la desolación.
        – ¿No ha habido suerte? – volvió a preguntar la
mujer, dando a su vez un paso.
        El hombre negó y se cubrió la cara con la mano que
sostenía la bufanda. Sus hombros comenzaron a agitarse,
contenidos.
        – No te preocupes – trataba de consolarlo la mujer,
sinceramente preocupada por el disgusto de su marido.
        La agitación de los hombros crecía por momentos.
        – Seguro que la próxima vez…
        De pronto, desde detrás de la mano, brotaron unas
carcajadas incontenibles. El hombre descubrió el rostro y
exclamó:
        – ¡Ha sido grandioso!, ¡épico!, ¡histórico! Nunca
agradeceré bastante a Esteban que me haya invitado.
        – Entonces, ¿habéis ganado?
        “Sí, tonta, sí: ¡hemos ganado!” proclamó con
entusiasmo el hombre, enarbolando la bufanda. Luego, se
abrazó a la mujer y la llevó bailando todo a lo ancho y
largo de la cocina.
        – En el tiempo de descuento, mi niña, en el tiempo
de descuento metimos el gol.…
        Siguieron bailando. Giraban y giraban en torno a
la mesa. La mujer se dejaba llevar, se apretaba contra él,
reía. Cerró los ojos. Pegado el rostro al pecho del hombre
sentía los latidos, la respiración que acariciaba su cabeza;
agarrada con fuerza, sus pies apenas tocaban el suelo.
Aguas bravas y jóvenes. Valles y bosques. Cumbres.
Vueltas y más vueltas. Un roble. Una cabaña. Volaba.
        Al cabo, exhaustos y jadeantes, se separaron y
se dejaron caer en las banquetas. Mientras recuperaban
el aliento, se miraron sonrientes, en silencio, todavía las
manos enlazadas. Cuando sus respiraciones se aquietaron,
el hombre comenzó a contar los pormenores del partido.
Ella lo escuchaba sin prestar atención a sus palabras. Se
dejaba llevar por la música de su voz, disfrutando por
adelantado del momento en que él terminara y ella, como
si nada pretendiese, lo condujera adonde ya cada poro de
su piel deseaba y abría. El hombre continuaba narrando
el encuentro. Con tono sesudo y didáctico, habló de la
disposición táctica de su equipo: la defensa adelantada y
en línea, la superioridad numérica en el centro del campo,
la subida de los laterales, la presión asfixiante de los
delanteros, el buen trato del balón. Lamentó las múltiples
oportunidades perdidas; citó con tintes proféticos la vieja
verdad futbolística de “quien perdona, pierde”; recordó
estremecido como a diez minutos del final el equipo
contrario les cogió en una contra y a punto estuvo de
marcar... Entonces el hombre se interrumpió y se puso en
pie. Tras unos segundos de calculado silencio, continuó
su relato con énfasis apasionado. Se movía y gesticulaba,
representando dramáticamente sus palabras.
        – ¿Te imaginas? El empate nos llevaba a segunda…
y el balón que no quería entrar y el reloj que corría y corría
como una liebre… Entonces, el muy hijoputa del cuarto
árbitro saca el luminoso y ¿lo querrás creer?: ¡sólo añade
dos minutos!, ¡dos míseros minutos, cuando por lo menos
tenían que ser cinco! ¿Te das cuenta?: ¡sólo dos puñeteros
minutos nos separaban del abismo de segunda! ... Había
que dar el último arreón, atacar con todo. Los disparos
desde fuera del área, los centros a la olla se sucedían pero
ellos, colgados del larguero, eran como un frontón. ¡Ya
solo quedaba un minuto!, ¡un solo minuto!... Entonces, un
defensa suyo saca el balón de la raya y lo manda a corner. Es
nuestra última oportunidad, suben todos al remate ¡hasta el
portero!, en la grada se produce un silencio estremecedor,
la tensión es insoportable, Gandarillas saca al primer palo,
Quique la peina y Cagigal solo en el segundo palo remata,
y ¡¡¡Gooooooolllllll…!!!
        Y el hombre levanta los brazos, agita la bufanda,
corretea por la cocina. La mujer ríe y aplaude. Tras dar
unas cuantas vueltas, el hombre se detiene en el mismo
sitio de antes. Aún enarbola la bufanda y sonríe por unos
segundos, pero, poco a poco, los brazos caen y el rostro se
vela en un progresivo silencio. Sus ojos están inmersos en
un punto donde no puedan encontrar la mirada de la mujer,
que ya no aplaude, ni ríe. La bufanda pende de la mano,
toca el suelo, movida apenas por un ligero temblor. Los
labios también se estremecen y el ceño fruncido marca
en la frente dos arrugas paralelas. De pronto, como si
volviera de ningún sitio, como despertado por un resorte,
con tono febril y el rostro descompuesto, el hombre
vuelve a contar ese último minuto. Y de nuevo finge ser
Gandarillas oteando el área desde el banderín, haciendo
el gesto secreto con la mano, golpeando el balón con la
zurda y el interior del pie; de nuevo simula que es Quique
saltando, moviéndose, fajándose, saliendo disparado hacia
el primer palo para peinar el balón; de nuevo es Cagigal,
desmarcado en el segundo palo, rematando a placer,
alzando los brazos, celebrando el gol. Y, ante la mirada ya
alarmada de la mujer, el hombre aún se aferra por tercera
vez a su relato. Ahora lo repite inmóvil, sin un gesto,
sin una inflexión en la voz, con la mirada perdida en el
vacío, hasta que el grito de gol se le ahoga en la garganta.
Entonces se derrumba en la banqueta y sume el rostro en
las manos, la cabeza vencida a las rodillas.
        La mujer, paralizada, le contempló en silencio
por unos segundos. Luego, con tono lleno de temor, le
preguntó:
        – ¿Qué te pasa?
        El hombre no contestó. Y ella lo prefirió así: que
callara, que no respondiese ni en un minuto, ni en una hora,
ni en el día siguiente, ni en todos los días siguientes. Sí, lo
prefería de esa manera… sin embargo, volvió a preguntar:
        – ¿Qué te pasa?
        Y el silencio todavía duró un poco más. Y la
mujer se agarró, se apretó y se dejó llevar por él. Y en ese
breve tiempo detenido creyó escuchar el fragor de aguas
bravas y jóvenes, el tremolar de las hojas, el viento de las
cumbres, los chasquidos del roble y los quietos susurros
de la cabaña. Pero entonces el hombre habló.
        – ¡¿Qué me pasa?! ¡Qué crees que me puede
pasar! – exclamaba, descubierto el rostro, mirando con
fijeza a la mujer – ¡Qué absurdo!, ¡qué estúpido y absurdo
soy! ¡Qué me importan a mi Gandarillas, Quique, Cagigal
y todos los goles del mundo! Nosotros sí que vamos a
bajar a segunda; nosotros sí que estamos en el tiempo de
descuento. Dos semanas, sólo quedan dos semanas y para
nosotros no habrá gol en el último minuto, ¿entiendes?,
¡no lo habrá!
        La mujer percibió entonces su bullir en la garganta.
Sintió su sabor amargo, la quemazón en la lengua, el
empuje brutal con el que pugnaban por salir. Apretó los
dientes, cerró los labios, se llevó las manos a la boca. Pero
nada pudo. Las palabras saltaron, inevitables, una por una,
en toda su extensión y exacto significado:
        – Vamos a perder el piso, ¿verdad?
        El hombre se levantó y se fue. La mujer oyó el
golpe seco de la puerta del dormitorio. Sola, en la cocina,
supo que ya estaban allí. En el piso. Invisibles y vivas,
entre ellos.
Zapatos de piel de napa

        Caminaba por la playa, junto a la orilla. El paso
lento, la vista baja, sus zapatos de piel de napa marrón
se hundían en la arena aún húmeda de la marea anterior.
Siguió andando un buen rato, ajeno al rumor del mar y al
sol que aparecía y desaparecía entre las nubes. A veces
sus labios se movían, acompañados de un aleteo fugaz de
las manos; entonces se detenía, alzaba la mirada y agitaba
con brusquedad la cabeza. Fue en uno de esos momentos
cuando descubrió al niño. Estaba de rodillas, al lado de
un castillo de arena. El agua ya alcanzaba los muros y el
niño cogía puñados de arena y trataba de reforzarlos. Era
inútil. Las olas no cejaban en su empeño, incontenibles,
cada vez más fuertes. Al final, los muros cedieron, el mar
penetró en el interior, la torre se hundió y el castillo entero
no tardó en convertirse en un montón informe de arena
mojada. El palo que había hecho de mástil fue arrastrado
por la espuma.
        “Que pena ¿verdad?” dijo el hombre. El niño
lo miró por un instante y, sin contestarle, cogió su pala
de plástico y llenó el cubo con la arena del montón que
fuera castillo. Llevó la carga unos metros más arriba de
la línea de la marea, que seguía avanzando. Repitió la
operación varias veces con gesto serio y concentrado.
En ocasiones se detenía y, observando el progreso de
su labor, canturreaba por unos segundos. Luego, con un
brinco y una carrera, reanudaba su empeño. Cubo a cubo,
el montón fue creciendo. Por fin, el niño posó el cubo y la
pala, y dio unas vueltas en torno al montón. Lo miraba con
fijeza, desde diferentes ángulos, como sopesando si había
alcanzado el tamaño adecuado. Siempre con el mismo
gesto grave y absorto, ahora parloteaba para sí.
         El hombre le había estado contemplando en
silencio, con la cabeza ladeada y un tanto abierta la
boca, pero cuando el niño se puso de rodillas y metió
las manos en el montón de arena, sus labios se cerraron
de golpe y se arquearon en una sonrisa. Y la sonrisa no
tardó en hincharse y en hacerse risa; y la risa, creciendo y
creciendo, pronto explotó en carcajadas. Unas carcajadas
informes; unas carcajadas incontenibles; unas carcajadas
cada vez más fuertes que estremecían su cuerpo y le
hacían tambalearse. El niño lo miró con los ojos abiertos
de par en par, dudó por unos instantes, para de pronto salir
corriendo y desaparecer playa arriba. Y allí quedaron la
pala, el cubo y el nuevo montón de arena. Y también el
hombre. Presa aún de las carcajadas, no advertía que las
olas ya le alcanzaban y dejaban un palo en el charco donde
se hundían sus zapatos de piel de napa marrón.
Una humilde cebolla
        Érase una vez un cocinero de gran fama y talento.
Tenía un restaurante con un montón de estrellas, tenedores
y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a
sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal
e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas
más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas,
radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es
una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y
digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas”
        Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía
y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos
pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte
encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas
trazaban lenguajes secretos. Un rumor con gusto de sal
acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado
por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir
constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el
sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada
inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con
aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en
el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó
del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado
por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por
una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría
una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros,
orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio
plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío.
Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde
cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en
el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el
pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera
disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza…
Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí
fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su
capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso
aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el
horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también
de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento,
nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla
que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa
guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y
la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al
eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable
razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que
cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de
crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo
era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano
el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a
su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó
a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa
cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos
y hábiles, de cocinero experimentado; pero, según se
iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo
un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez
más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las
yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de
las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de
trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una
canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin
nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado
su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los
acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil
resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los
pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había
llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba
ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No,
no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva
y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de
todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero
si de algo pretendía estar seguro ahora era de que la vida
nunca sería una metáfora de las humildes cebollas.
        Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de
estrellas.
La mirada más triste

        El repartidor tenía la mirada más triste que había
visto en su vida. Al menos eso pensaba Roberto Güemes.
Se lo encontraba todas las mañanas desde que le trasladaran
a las nuevas oficinas de la Delegación. De eso hacía ya un
par de meses. Sobre los sesenta años, bajo, menudo y con
un bigote un tanto ridículo, llevaba bandejas de pasteles
y tartas de una furgoneta a una lujosa cafetería de aquella
zona céntrica de la ciudad. Los primeros días no reparó
en él. Embutido en un abrigo ya un tanto raído, con paso
cansino y la vista baja, siempre caminaba hacia el trabajo
ensimismado. Lo había hecho así durante los casi veinte
años que había estado trabajando en las antiguas oficinas
y así lo hacía ahora, sin que el cambio de lugar y trayecto
despertase en él la más mínima curiosidad. Sin embargo,
una mañana sus respectivos trayectos los aproximaron
tanto que estuvieron a punto de chocar. Fue entonces, aún
con el sobresalto de quien es arrancado de súbito de sus
pensamientos, cuando las miradas de ambos se tropezaron
por primera vez. El encuentro apenas duró un instante. El
viejo repartidor, cargado de bandejas, le sorteó con gran
habilidad y, sin decir una palabra, siguió su camino en
dirección a la cafetería. Roberto Güemes, en cambio, se
quedó parado en medio de la acera. Pegada al costado, su
mano derecha agarraba con fuerza el asa del portafolio; la
izquierda, alzada hasta el pecho, había quedado paralizada
en el instintivo ademán de amortiguar el choque. La
inmovilidad duró unos segundos, luego reanudó el camino.
Su andar era ahora más rápido y balanceaba el portafolio
con fuerza, como si se empujara con él. Sentía un nudo en
el estómago. Llegó a la oficina, saludó con un gesto a los
compañeros y se sentó a su mesa. Quiso entonces ponerse
a trabajar pero no pudo. Aún veía frente a sí la mirada del
repartidor. Y la siguió viendo durante todo el resto de la
jornada. Cuando se fue a dormir, decidió que a la mañana
siguiente buscaría los ojos del repartidor para comprobar
si su mirada era tal y como la había sentido o si todo había
sido producto de la ocasión y de la mente. La mirada más
triste del mundo flotó en sus sueños.
        Salió de casa más temprano de lo habitual. Al
llegar a las cercanías de la cafetería pudo comprobar que el
repartidor no había llegado. Consultó el reloj: era demasiado
pronto. Se demoró mirando los escaparates de las tiendas,
aún cerradas. Pasaron veinte largos minutos. Roberto
Gúemes tenía la impresión de que todos los adormilados
viandantes que pasaban junto a él sabían la razón de la
espera y le miraban riendo para sus adentros. Cuando ya
su paciencia y vergüenza llegaban al límite, observó con el
rabillo del ojo que la furgoneta estaba aparcando. Esperó
a que el repartidor saliera del vehículo y cargase con las
bandejas de pasteles y tartas. Calculó la velocidad de los
pasos y la distancia que los separaba. Echó a andar. Con
la cabeza inclinada, miraba por debajo de las cejas. Poco
a poco los trayectos de ambos se fueron acercando. Diez
metros, cinco metros, dos metros. Roberto levantó apenas
lo necesario la vista... La mirada del repartidor le estaba
esperando. Le pareció que brotaba mortecina de unos ojos
oscuros, se asomaba tímida al mundo por un instante, para
languidecer en unas cuencas hundidas, y extenderse y
depositarse como una niebla cenicienta por todo el rostro.
Al verla, sintió un chasquido de hojas secas, un olor a
lluvia, un tacto de sombras, como si, de repente, caído de
algún ayer, estuviera sosteniendo en la palma de la mano
un ser frágil en el último pálpito. Roberto Güemes fue el
primero en apartar la vista. Empujándose con el portafolio,
se alejó con paso rápido y un nudo en el estómago. Tenía
la sensación de que la mirada del repartidor le seguía,
clavada en su espalda. Cuando llegó a las puertas de la
Delegación, se volvió con torpe disimulo. El repartidor ya
no estaba a la vista, pero la mirada más triste que había
visto en la vida parecía aún flotar ante a sus ojos.
        A sus cuarenta años, Roberto Güemes ya no
esperaba nada de la vida, pero tampoco pensaba desesperar
por nada. Si bien admitía que no había alcanzado sus
sueños juveniles, consideraba que estos no se habían
tornado, con el paso del tiempo, en pesadillas que le
atormentasen con la frustración o el arrepentimiento,
sino en desvaídos recuerdos merecedores tan sólo de una
sonrisa comprensiva o, simplemente, de un completo
olvido. Sin aparente nostalgia por el pasado, al parecer sin
temor al futuro, su existencia transcurría en un presente
que estimaba inmutable y hasta quizás eterno. Llevaba una
vida bien organizada, aunque algo solitaria. No gustaba
de sobresaltos, ni de complicaciones, prefiriendo una
monótona tranquilidad a la excitación de las novedades.
Orgulloso de sus principios, detestaba a quienes
pretendían defender valores morales elevados, cuando, en
realidad y según él, tan sólo recubrían de bellas palabras
inconfesables intereses y debilidades. A su entender,
cada individuo era una fortaleza en un paraje repleto de
trampas, trincheras y escaramuzas. Combatir era absurdo;
pactar, racional. “Vive y dejar vivir” le gustaba sentenciar
desde un cómodo y amable egoísmo.
          Roberto Güemes se tenía, pues, por hombre
pragmático, con gran control de sí mismo y poco dado a
fantasías y sentimentalismos, por eso no lograba entender
la razón de que la mirada del repartidor le perturbase de tal
forma. Pero así era. Los encuentros se fueron sucediendo
y, cada vez que su mirada se cruzaba con la mirada del
repartidor, el mismo doloroso sentimiento invadía su ser
y ya no le abandonaba. Mucho reflexionó al respecto y
muchas teorías elaboró para tratar de explicarlo, pero ni el
mucho tiempo, ni las muchas teorías lograron satisfacer su
razón y evitar el malestar. Dada su forma de ser y de ver el
mundo, parecía evidente que la mejor manera de resolver
el problema era salir de casa unos minutos antes. De
hecho, pasados unos días del primer encuentro, todas las
noches se acostaba con ese propósito; pero, para su propia
sorpresa y aunque hubiese madrugado media hora más,
siempre había algo que le demoraba el tiempo suficiente
para cruzarse con el repartidor. Eran demoras absurdas,
sólo justificables por el deseo inconfesado de ver la mirada
más triste del mundo. Y, en el fondo, él lo sabía. Con el
transcurrir de las semanas, la situación llegó al extremo de
afectar a su trabajo. Por unos descuidos incomprensibles
en su probada eficiencia, traspapeló dos importantes
expedientes. El caso no llegó a mayores porque otro
funcionario advirtió el error; pero, para su vergüenza y
humillación, recibió una advertencia del director. Entonces
decidió tomar cartas en el asunto: abordaría al repartidor.
        A la mañana siguiente de tomar la resolución,
Roberto Güemes no vio al repartidor de mirada más triste
del mundo; en su lugar, un joven transportaba las bandejas
de pasteles y tartas de la furgoneta a la cafetería. Dio un
suspiro de alivio, relajó el paso y llegó al trabajo con una
alegría desbordante. Durante toda la jornada charló de
forma animada, y hasta hizo un par de torpes bromas para
sorpresa de sus compañeros de oficina. Desafiante, tuvo
incluso la audacia de tomar un café y un croissant a media
mañana en la cafetería donde el viejo repartidor llevaba
las bandejas de pasteles y tartas. Volvió a casa sintiéndose
el de antes, el de siempre, él mismo. Por primera vez en
mucho tiempo durmió sin soñar con la mirada más triste
del mundo. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro, apareció
el viejo repartidor. Sin embargo, existía la posibilidad de
que estuviese de baja o de vacaciones, por lo que, aunque
esperanzado, decidió no echar las campanas al vuelo.
Cuando pasó una semana sin que apareciese, estuvo casi
seguro de que el joven repartidor había sustituido de forma
definitiva al viejo.
        Cabría pensar que las aguas volvieron a su cauce
y Roberto Güemes a ser definitivamente quien era: el
funcionario serio y eficaz, ni atraído, ni rechazado por
el resto de sus compañeros. Sin embargo, no fue así.
Su obsesión – como acabó por calificarla – tomó un
inesperado curso. Lejos de temer el encuentro con el viejo
repartidor, ahora iba cada mañana camino del trabajo
con la esperanza de verlo… y cada mañana sólo hallaba
al joven que tarareaba canciones de moda mientras
transportaba las bandejas de pasteles y tartas. Entonces
su paso se ralentizaba y su portafolio pendía inerte de la
mano, como a punto de desprenderse. El doloroso nudo
en el estómago que sintiera antes cuando se cruzaba con
el viejo repartidor, se había transformado en un no menos
doloroso vacío por su ausencia. Ahora, donde quiera que
estuviese, le parecía sentir un chasquido de hojas secas,
un olor a lluvia, un tacto de sombras; ahora, pusiera la
vista donde la pusiese, veía aquella mirada mortecina que
brotaba de unos ojos oscuros y unas cuencas hundidas,
y le cubría con una niebla de tristeza. De nuevo volvió
a no entender lo que le pasaba, de nuevo volvió a tener
problemas con su trabajo, de nuevo volvió a soñar que
sostenía en la palma de la mano un ser frágil en el último
pálpito. Como caído de algún ayer. Al cabo, reconoció que
necesitaba saber que había sido del hombre con la mirada
más triste que había visto en su vida.
        Aquella mañana, Roberto Güemes se levantó a
la hora habitual y salió de casa dispuesto a interrogar al
joven repartidor. Le encontró en el lugar acostumbrado,
descargando las bandejas de pasteles y tartas, mientras
tarareaba una conocida canción de amores desgraciados.
Se acercó a él y, tras presentarse, le preguntó si conocía al
antiguo repartidor.
        – ¿A Paco se refiere, usted? – Le contestó el joven –
¡cómo no! Desde que entré en la empresa hace ya tres años,
le conozco… ¡Pobre! Con lo alegre y simpático que es…
        – ¡¿Alegre y simpático?!... ¿está usted seguro
de…? – Roberto Güemes se interrumpió de pronto y, con
tono alarmado, preguntó: – ¿Por qué ha dicho pobre?, ¿le
ha ocurrido algo?
        Entonces el joven repartidor le contó que Paco
había enfermado de gravedad y que estaba en el hospital
en un estado “sin esperanza”. Roberto Güemes se informó
del nombre completo de Paco y del hospital en el que se
hallaba. Aquella misma tarde fue a visitarlo.
        La puerta de la habitación que le habían indicado
en el vestíbulo del hospital estaba abierta. Llamó con
suavidad pero no obtuvo respuesta. Se animó a entrar. El
único ocupante de la habitación parecía dormir. Ya estaba a
punto de darse la media vuelta, cuando los ojos del hombre
tendido en el lecho se abrieron y le miraron. Reconoció de
inmediato la mirada más triste que había visto en su vida.
Tras unos instantes de vacilación, dijo:
        – Perdone que le moleste, usted no me conoce pero…
        – Sí que le conozco, sí – le interrumpió el enfermo
– Me he cruzado con usted muchas mañanas mientras
descargaba la mercancía en el Central. ¿Sabe? me fijaba
en usted por… por la forma tan ensimismada que tiene de
caminar.
        El enfermo calló y trató de incorporarse. No
pudo. Dejó caer la cabeza en la almohada. Respiraba con
dificultad y su tez pálida había enrojecido por el esfuerzo.
Hubo unos segundos de silencio. Todavía con la respiración
anhelante, dijo con extrema amabilidad:
        – Pero acérquese y tome asiento, uno ya no es
quien era y le cuesta hablar en voz alta.
        Roberto Güemes se acercó y tomó asiento. Tosió,
carraspeó, se removió en la silla. Su mirada vagaba por la
habitación, temerosa de posarse en el rostro del repartidor
que, sin embargo, le observaba con atención y simpatía.
         – ¿De modo que usted también se fijaba en mí? –
preguntó el repartidor.
         Roberto Güemes asintió, sus ojos fijos en los
encendidos colores de la caída de la tarde que penetraban
por la ventana y teñían de tonos rojizos y amarillentos
la atmósfera del cuarto, seca y caliente en exceso por la
calefacción.
         – Me lo preguntaba, ¿sabe? Muchas veces me lo
pregunté. Pero siempre me contestaba que no, hombre,
que no. Después de todo ¿qué motivo iba a tener usted
para fijarse en mi?
         La mirada de Roberto Güemes había caído al
suelo, se había detenido por unos instantes en unas
zapatillas a cuadros, había ascendido por la pata de la
cama y, lentamente, recorría ahora el pequeño bulto que se
formaba en las sábanas.
         – Sin embargo – proseguía el repartidor – a veces
me decía: “con motivo o no, parece…” Pero bueno, ¡qué
importa ya eso! El caso es que usted está aquí y que yo me
alegro, de verdad que me alegro.
         La mirada de Roberto Güemes ya había alcanzado
el rostro ceniciento, ya había caído en las cuencas profundas
y topado con los ojos oscuros. Sintió el chasquido de hojas
secas, el olor a lluvia, el tacto de sombras.
         – Pero ¡vamos!, ¡ésta sí que es buena! – exclamó
de pronto el viejo repartidor – Yo aquí hablando y hablando
y ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Francisco
Alcántara, Paco para los amigos como usted…
         Paco levantó trabajosamente el brazo y tendió la
palma abierta; Roberto la estrechó. El último pálpito de
un ser frágil en la mano. Como caído de un ayer. Entonces
sintió la necesidad de levantar el ánimo del enfermo.
Quería utilizar lugares comunes, pero pintándolos de tal
forma que pareciesen parajes de esperanza. Y rompió
su silencio y, sin percatarse al principio, dándose cuenta
después de un buen rato, llevado al cabo por una fuerza
irresistible, se puso a hablar de sí mismo. Le habló del
padre campesino y la madre de luto, del pueblo de tejados
de pizarra, de los bancos de la escuela, del mapamundi, de
los prados y el bosque, de cuando acechaba nidos y cazaba
ranas en las charcas; le habló de su vida de estudiante
becado en la ciudad, las calles, el bullicio, la gente, las
primeras inquietudes, los primeros amigos, las primeras
noches en vela, el primer amor; le habló de las agotadoras
horas de estudio, del triunfo en la oposición a funcionario,
del empeño en los primeros años de trabajo, de aquellos
ojos grandes, de aquella cabellera rizosa, de aquella risa
de perlas, del noviazgo, el matrimonio, la vida en común,
el divorcio. Y habló y habló, e incluso cuando llegó
la cena y ayudó al viejo repartidor a tomar el alimento,
siguió hablando y hablando, animado porque creía ver
que sus palabras producían en aquella la mirada más triste
del mundo destellos de alegría. Y aún hablaba cuando la
enfermera llegó y le informó de que ya no podía quedarse
más. “Mañana vendré a la misma hora ¿le parece bien?”
dijo a modo de despedida. El enfermo asintió. Ya Roberto
salía por la puerta, cuando oyó que le llamaba. Volvió
junto al lecho:
        – Usted me perdonara – dijo el repartidor tras un
largo silencio – pero no es bueno que un moribundo mienta.
Y antes le mentí; sí, le mentí… ¿Sabe? no me había fijado
en usted por eso que le dije de su forma ensimismada de
andar. No, no fue por eso… – se interrumpió; le miraba
fijamente; continuó, después de otro largo silencio: –
Espero que no se ofenda, pero la verdadera razón de que me
fijara en su persona fue su mirada. Sí, sí, no se sorprenda:
fue su mirada. ¿Sabe? usted tiene la mirada más triste que
he visto en mi vida. Sin embargo, esta noche mientras me
hablaba de su vida he visto saltar en sus ojos como chispas
de alegría…
        Diez minutos más tarde, Roberto caminaba
ensimismado hacia su casa. Cuando cuatro días después
volvió al hospital, le informaron que el viejo repartidor
había muerto. Durante unos segundos se quedó inmóvil,
apoyado en el mostrador, mirando con fijeza las rosas de
aspecto frágil que la recepcionista tenía en un florero junto
al ordenador. Luego balbució unas palabras de despedida,
se dio la media vuelta, salió del hospital y se dirigió a su
casa. De nuevo ensimismado.
Puntos de vista

        Desde cierto punto de vista, se los podía considerar
parecidos. Los dos tenían veintitrés años, y eran altos,
fuertes y de tez morena. También cabría contar entre
las semejanzas el que ambos tuviesen una madre que
cocinaba muy bien y una novia de ojos grandes y negros.
Algo bravucones y a veces un tanto pendencieros,
quizás el rasgo más llamativo que poseían en común
fuese una sonrisa amplia, fácil, contagiosa, que llenaba
su rostro como de juegos infantiles. Sin embargo, desde
la práctica totalidad de los puntos de vista, se los debía
considerar muy diferentes. Sus orígenes, educación y
costumbres eran tan distintos como distantes. En realidad,
lo verdaderamente extraño fue que sus vidas se cruzaran.
Pero, más allá de semejanzas y diferencias, el caso es
que aquel día los dos se levantaron a la misma hora en
la madrugada y ambos dedicaron la mañana a cumplir
sus respectivas y diversas tareas, con esa laboriosidad y
simpatía que los caracterizaba. Empezaba a caer la tarde
cuando, sin saberlo, el transcurrir cotidiano los condujo al
encuentro. Ocurrió a la salida de una de las aldeas pobres y
polvorientas de aquel mundo polvoriento y pobre. El uno
iba en una bicicleta desvencijada; el otro en un carro de
combate ligero. El uno se llamaba Hamid Sayebi, civil; el
otro se llamaba Juan González, soldado. Desde la torreta,
Juan González vio venir a Hamid Sayebi en la bicicleta.
Le dio el alto una, dos veces… Quizás Juan no gritó lo
suficiente, o quizás Hamid pedaleaba distraído; o quizás
ambos estaban nerviosos o fuesen algo pendencieros y
un tanto bravucones. Tampoco sabemos si hubo o no un
tercer aviso, lo único que podemos asegurar es que Juan
disparó y Hamid fue arrancado de cuajo de la bicicleta.
Murió en el aire, cayó de espaldas con los brazos abiertos,
donde antes jugara su sonrisa ahora sólo había un gran
vacío sanguinolento. Juan siguió y siguió disparando a la
tarde que caía, aún durante un buen rato.
         Los mandos lamentaron el error, pero justificaron
la acción del soldado Juan González: sólo había cumplido
con el protocolo establecido por las fuerzas internacionales
en misión de paz; sus compañeros no cesaron de animarlo;
él, silencioso, se limitaba a sonreír. Una semana después
volvió de permiso a su pueblo. Los vecinos le recibieron
con grandes muestras de alegría. Él respondía a los
agasajos sin decir una palabra y sonriente. Todos opinaron
que volvía igual de simpático, pero con algo más de
hombre. Tan sólo la madre y la novia, ya desde el primer
beso, supieron que abrazaban una sonrisa vacía.
El extraño

        (Escenario vacío, salvo por unas cajas y un tablón
que están al fondo y, por ahora, no visibles. Un hombre
– Extraño – de pie en el medio del escenario mira al
frente y permanece totalmente inmóvil. Al cabo de unos
segundos entra otro hombre – Cualquiera – Camina por
el escenario con aire de duda, mirando a Extraño. Éste
sigue con la vista al frente sin hacer ningún movimiento.
Tras unos paseos arriba y abajo a lo largo del escenario,
Cualquiera se acerca a Extraño)


         Cualquiera.- Perdone que le moleste, pero… ¿Es
usted?
Extraño.- Depende de a qué usted se refiera usted.
        Cualquiera.- Me han dicho que por aquí encontraría
a un tipo de pie, solo y con aspecto…
        Extraño.- ¿Extraño?
        Cualquiera.- ¡Exacto! Esa fue la palabra.
        Extraño.- Bien, entonces sí: yo soy el usted que
busca usted.
        Cualquiera.- ¡Qué bien! ¿Sabe? No estaba seguro…
        Extraño.- (Interrumpiéndolo) Debe usted estarlo. Es
imprescindible para el encuentro. Dígame ¿lo está?
        Cualquiera.- ¡Oh, sí! Del encuentro, sí. Me refería a
si usted era usted…
        Extraño.- Ya le he dicho que lo soy. Y si usted está
seguro de querer realizar el encuentro, sólo nos queda
empezar.
        Cualquiera.- Claro, claro. ¿A qué he venido si no?
        Extraño.- En efecto, a qué ha venido si no.

       (Quedan en silencio. Se miran. Cualquiera
carraspea, toma aire y tras unos segundos, habla)


        Cualquiera.- Mire yo quería…
        Extraño.- ¡No!
        Cualquiera.- ¿No?
        Extraño.- No. Debemos empezar, pero desde el
principio.
        Cualquiera.- ¿Desde el principio?
        Extraño.- En efecto, eso he dicho: desde el principio.
(Cualquiera vuelve a carraspear y a tomar aire.
Habla)


        Cualquiera.- Buenos días, me llamo…
        Extraño.- ¡No!
        Cualquiera.- ¡¿No?!
        Extraño.- No.
        Cualquiera.- ¡Diablos! ¡Qué difícil es…!
        Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¿Se ha leído usted
las instrucciones que le dieron?
        Cualquiera.- ¿Las instrucciones…? ¿Se refiere al
folleto…?
        Extraño.- Sí (O asiente)
        Cualquiera.- Por encima.
        Extraño.- ¿Como cuánto de por encima?
        Cualquiera.- Bueno… por encima… ya sabe.
        Extraño.- No, no sé (Tras unos segundo de silencio,
mirándolo fijamente) ¿Ha leído el final?
        Cualquiera.- ¿El final del folleto, dice usted?
        Extraño.- Sí, el final del folleto: eso he dicho. Y
hágame el favor de contestarme con total sinceridad pues
de otra forma habrá que interrumpir el encuentro. ¿Se ha
leído o no se ha leído el final?
        Cualquiera.- ¡Oh, el final sí! Y con mucha atención,
no le quepa duda.
        Extraño.- ¿Y está usted de acuerdo?
        Cualquiera.- Sí, sí, completamente de acuerdo.
        Extraño.- ¿Seguro?
Cualquiera.- ¡Segurísimo!


       (Callan. Tras unos segundos de silencio, Extraño
vuelve a hablar)


         Extraño.- ¿Y del principio que leyó?
         Cualquiera.- Muy poco.
         Extraño.- ¿Eso quiere decir que no sabe cómo
tenemos que empezar?
         Cualquiera.- Bueno, yo pensé que…
         Extraño.- (Interrumpiéndolo) Poco importa lo
que pensó, lo que importa es que piense ahora (Tras unos
segundos de silencio) ¿Dónde quiere que sea?
         Cualquiera.- ¿El encuentro?
         Extraño.- En efecto, el encuentro. (O asiente)
         Cualquiera.- Pues aquí ¿Para qué ir a otra parte?
Este sitio es tan bueno como otro cualquiera ¿No le parece?
Sí, sí, sin duda aquí.
         Extraño.- Aquí no es ningún sitio. El encuentro se
tiene que realizar en un sitio concreto. Por ejemplo en una
estación o en un tren o en un avión.
         Cualquiera.- No, no en un avión no. Me da miedo
volar ¿sabe? En realidad me dan miedo muchas cosas…
         Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¿Dónde?
         Cualquiera.- ¡Oh, sí claro! ¡¿Dónde?! (Se queda
pensativo) ¿Qué le parece en un tren?
         Extraño.- De acuerdo: en un tren. ¿Quién será
usted?
Cualquiera.- ¿Yo? Pues yo ¿quién voy a ser si no?
        Extraño.- ¡Usted no ha leído el folleto ni por encima
ni por debajo! Creo que en estas condiciones…
        Cualquiera.- ¡Leí el final! Se lo aseguro: el final sí.
        Extraño.- ¿Está usted seguro?
        Cualquiera.- ¡Segurísimo!


        (Extraño se le queda observando. Al cabo, habla)


       Extraño.- Si hubiese leído el principio del folleto
sabría que tiene usted derecho a escoger un papel para
representar. Por ejemplo puede ser un viajante de comercio,
un médico en un congreso, un ejecutivo de vacaciones…
lo que quiera.
       Cualquiera.- Comprendo, comprendo. Me quedo
con ser yo mismo. No es que se me dé muy bien… en
realidad no se me da bien casi nada, pero, bueno, ya
sabe, con la costumbre uno llega a hacer de uno mismo
si no bien, sí al menos de forma pasable, aunque si me
preguntara cómo es ese yo mismo tendría dificultades en
explicárselo, porque…
       Extraño.- Aún no, por favor. Quedo yo.
       Cualquiera.- ¿Usted?
       Extraño.- Sí: yo. ¿Quién quiere que sea?
       Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro! Comprendo… Lo dejo
a su gusto.
       Extraño.- ¿Le parece bien un abogado de
vacaciones?
Cualquiera.- ¡Estupendo! ¡Estupendo! Aunque eso
sí, me gustaría que… (Calla si atreverse a continuar)
        Extraño.- ¿Qué le gustaría?
        Cualquiera.- Bueno no se ofenda, no quiero
molestarlo, pero si usted pudiese ser un poco menos…
quisquilloso.
        Extraño.- ¿Quiere que sea comprensivo?
        Cualquiera.- ¡Me encantaría!
        Extraño.- Bien ¿Qué le parece entonces un abogado
comprensivo, de mediana edad, divorciado, con dos hijos?
        Cualquiera.- ¡Excelente!
        Extraño.- Entonces, no se hable más y haga el
favor de ayudarme.


      (Extraño va hacia el fondo del escenario seguido
de Cualquiera. Coge una caja)

       Extraño.- Coja usted otra caja por favor.


       (Cualquiera coge otra caja. Extraño se dirige al
centro del escenario con la caja, seguido de Cualquiera
que también porta una caja. Extraño posa la caja)


       Extraño.- Póngala ahí (Señalando junto a la caja
que ha posado) Sígame de nuevo, por favor.


       (Extraño vuelve al fondo del escenario y coge el
tablón por un extremo)
Extraño.- Ayúdeme, por favor.


      (Cualquiera coge el otro extremo del tablón.
Caminan con él hacia las cajas y lo posan sobre ellas a
modo de banco)


       Extraño.- (Sentándose en el tablón) Bien, yo estoy
sentado en el departamento de un tren y usted…
       Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) ¿Podría ser al
revés?
       Extraño.- (Se levanta) Usted está sentado en el
departamento de un tren y yo entro ¿De acuerdo?
       Cualquiera.- De acuerdo (O asiente)


       (Se quedan inmóviles unos segundos. Extraño
esperando que Cualquiera se siente. Cualquiera, mirando
sin saber que hacer)

       Extraño.- (Impaciente) ¿Empezamos o no?
       Cualquiera.- Cuando usted quiera.


       (De nuevo se quedan inmóviles, en la actitud
reseñada arriba)


       Extraño.- ¿A qué espera?
       Cualquiera.- Pues yo… no sé… a lo que usted diga…
       Extraño.- Quedamos en que usted estaría sentado ¿no?
       Cualquiera.- Sí, en eso que…
Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¡Pues siéntese de
una vez!
       Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro! Perdone pero es la
primera vez y…
       Extraño.- ¿Se sienta o no se sienta?


       (Cualquiera se sienta en un extremo del tablón,
Extraño se aleja)


       Cualquiera.- ¿Adónde va?
       Extraño.- He de salir para poder entrar.
       Cualquiera.- ¿Entrar? ¿Adónde?
       Extraño.- (Yéndose) ¡Al departamento! El
encuentro es en un tren ¿recuerda?
       Cualquiera.- (Hablando al Extraño que ya se ha
ido) ¡Oh, sí, claro, claro!

        (Pasan unos segundos. Cualquiera mira inquieto a
su alrededor. Al cabo, entra de nuevo Extraño. Hace como
si llevara una maleta)


       Extraño.- ¡Buenos días!
       Cualquiera.- ¡Buenos días!


        (Extraño hace como si colocara la maleta en el
habitáculo para los equipajes. Se sienta en el otro extremo
del tablón. Simula que abre un periódico y se pone a leer.
Pasan unos segundos. Cualquiera, nervioso y sin saber
que hacer, lo mira. Extraño cierra el periódico y hace
como si tuviera mucho calor)


       Extraño.- Hace mucho calor aquí ¿no cree?
       Cualquiera.- ¿Calor? Bueno… yo…


       (Extraño se levanta y hace como si se quitara un
abrigo)


        Extraño.- Es lo malo de estos trenes tan modernos.
En verano ponen el aire tan fuerte que te congelas y en
verano la calefacción tan alta que te asas ¿No le parece?
        Cualquiera.- Bueno, yo no sé… es la primera vez y…
        Extraño.- (Sentándose de nuevo) ¿Va usted a la
capital?
        Cualquiera.- No, yo no voy a ningún…
        Extraño.- Yo también. De vacaciones ¿sabe?
(Sonríe) A la capital, a la gran capital; siempre me ha
fascinado la libertad de las grandes ciudades. Nadie te
conoce y se puede hacer lo que se quiera ¿no le parece?
        Cualquiera.- Bueno, yo…
        Extraño.- Si no es indiscreción ¿viaja usted por
negocios o también por vacaciones?
        Cualquiera.- Yo no viajo ni por negocios, ni por
vacaciones. Ni siquiera viajo. He venido aquí porque estoy
harto, realmente harto, totalmente harto, harto de…
        Extraño.- (Levantándose de golpe) ¡No, no, no!
        Cualquiera.- ¿No?
Extraño.- Eso he dicho: no.
        Cualquiera.- No ¿qué?
        Extraño.- No: (Imitándolo) estoy harto, realmente
harto, totalmente harto, harto de…
        Cualquiera.- ¿Por qué no si es verdad?
        Extraño.- Que sea verdad no importa.
        Cualquiera.- ¿Cómo que no importa? ¡Es lo que he
venido a decir!
        Extraño.- Sí, pero no así, de golpe, antes tiene
que representar un rato ¿Comprende? Hablar de cosas
intrascendentes, bromear un poco, hacerme preguntas, dar
algún rodeo, sugerir ciertas cosas…
        Cualquiera.- ¿Por qué?
        Extraño.- ¡¿Por qué?! Porque yo así lo espero...
(Señalando a los bastidores) y ellos… (Señalando al
público) y todos… Además es la única manera de que sea
eficaz.
        Cualquiera.- Comprendo, comprendo.
        Extraño.- Entonces empecemos de nuevo.


      (Extraño se vuelve a sentar. Deja pasar unos
segundos)


        Extraño.- Si no es indiscreción ¿viaja usted por
negocios o…?
        Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) Casi que ahora
preferiría que fuese en otro sitio.
        Extraño.- ¿En otro sitio?
Cualquiera.- Sí, en otro sitio (Acercándose a
Extraño y hablándole como al oído) Ese pasajero de ahí no
nos quita la vista de encima y me está poniendo nervioso.


       (Extraño se queda mirando a Cualquiera como si
valorase si le estaba tomando el pelo. Al cabo de unos
segundos se levanta. Cualquiera también)


       Extraño.- De acuerdo ¿dónde quiere ahora que sea?


      (Cualquiera pasea por el escenario como
pensando)


        Cualquiera.- ¿Le parece bien en un bar?
        Extraño.- ¿En un bar?
        Cualquiera.- Sí, en un bar. Ya sabe en un bar de
hotel de esos que salen en todas las películas y que…
        Extraño.- (Interrumpiéndolo) De acuerdo en un
bar de hotel. No se hable más y haga el favor de ayudarme.


        (Extraño coge un extremo del tablón. Cualquiera
coge el otro. Lo llevan a donde estaba al principio. Extraño
coge otra caja y lo lleva junto a las otras. Las distribuyen
como si fueran dos sillas y una mesa. Contempla el efecto.
Tras unos segundos, mira a Cualquiera)


       Extraño.- ¿Sigo siendo el abogado comprensivo de
vacaciones?
Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro, claro!
        Extraño.- ¿Y usted sigue siendo…?
        Cualquiera.- ¡Sí, sí! Como usted quiera.
        Extraño.- ¿Qué prefiere que esté yo sentado y usted
se acerca o al revés?
        Cualquiera.- (Tras unos segundos de meditación)
Prefiero estar yo sentado, nunca me atrevería a acercarme
y sentarme con un desconocido… sepa que yo…
        Extraño.- De acuerdo. Siéntese.


       (Cualquiera se sienta, Extraño se aleja)


       Cualquiera.- ¿Adónde va?
       Extraño.- He de salir para…
       Cualquiera.- ¡Oh, si claro, claro, perdone!


       (Extraño se va. Pasan unos segundos. Cualquiera
mira inquieto a su alrededor. Al cabo, entra de nuevo
Extraño. Pasea por el escenario como si buscara un sitio
para sentarse sin encontrarlo. Al final descubre la mesa
en donde se encuentra Cualquiera que es la única que se
supone tiene una silla libre. Se acerca)


       Extraño.- Perdone ¿Le importaría que me sentase
a su mesa?
       Cualquiera.- (Se le queda mirando sin saber qué
hacer o decir)
       Extraño.- (Sentándose) Muchas gracias, en esta
época y a estas horas es prácticamente imposible encontrar
un asiento y una mesa libre.


       (Cualquiera sigue mirando sin saber qué hacer ni
que decir. Extraño hace gestos de satisfacción por haberse
sentado. Un largo silencio)


        Extraño.- ¿Me permite invitarlo a algo?
        Cualquiera.- Bueno… yo… la verdad…
        Extraño.- Estupendo, estupendo. ¿Qué le parece
una botella de vino? En este hotel los tienen excelentes.
¿De acuerdo? No se hable más… Camarero, por favor,
un reserva de esos que usted ya sabe… ¿Es su primera
estancia en el hotel? El servicio aquí es impecable… de lo
mejorcito: rápido, eficaz, casi milagroso: se les ve cuando
se les necesita y no se les ve cuando no se les necesita.
Un lujo, un verdadero… ¡Oh, sí! Póngalo en la mesa por
favor. No gracias, lo haré yo mismo (Hace que saca dinero
y que paga al invisible camarero) Gracias y quédese con
la vuelta por favor… ¿Qué le dije? El servicio aquí parece
hecho de aire…


       (Extraño hace que coge una botella y que sirve
vino en unas copas. Luego hace que toma una de ellas y
que observa y huele el vino como si fuera un enólogo)


       Extraño.- Fíjese en su color intenso… huela: fragante
y a la vez delicado… (Da un sorbo) potente, elegante,
dotado de una notable complejidad, espléndidamente
estructurado, sugestivo, estimulante y muy serio… ¿no le
parece?
       Cualquiera.- Bueno… la verdad, yo soy más bien
bebedor de cerveza.
       Extraño.- No se disculpe. La cerveza también
es una bebida muy apreciable. ¿Desea que le pida una?
Aquí tienen unas cervezas alemanas e inglesas realmente
notables.
       Cualquiera.- ¡Oh, no! No se moleste. Probaré…
probaré ese excelente vino que usted dice (Alarga la
mano y hace que coge el invisible vaso y que lo prueba)
¡Uhm! Excelente y dotado de un complejo estructurado
espléndidamente potente… y sugestivo, como usted dice.


       (Callan durante un buen tiempo, mientras beben y
saborean el vino)

        Extraño.- Si no es indiscreción, ¿su estancia aquí
es por negocios o quizás está usted de vacaciones?
        Cualquiera.- Ni lo uno, ni lo otro.
        Extraño.- ¿Ni lo uno ni lo otro? ¡Ah! Es usted una
persona misteriosa. Me gusta, me gustan las personas
misteriosas. Soy abogado ¿sabe? Y, al contrario de lo que
piensa la gente, en nuestra profesión nada es misterioso:
o sabemos que nuestro cliente es inocente o culpable o,
en la mayoría de los casos, eso nos importa un rábano. Y
en cuanto a la sentencia judicial, tampoco es un misterio,
normalmente la negociamos. Muy burocrático todo ¿sabe?
(Breve silencio) Pero… pero déjeme adivinar… yo diría que
es usted médico ¿me equivoco? (Cualquiera permanece
impertérrito)... ¿Ve?, lo sabía, pero no vaya a creer que
tengo poderes adivinatorios, ni dotes psicológicos de
esos que en las películas se nos atribuyen a los abogados.
Es más sencillo, he visto anunciado en el vestíbulo un
congreso de cardiología y he supuesto que usted era uno
de los participantes…
        Cualquiera.- Soy funcionario.
        Extraño.- ¿Funcionario? ¿Ve? ¿Qué le decía? Los
abogados como detectives somos un verdadero desastre.
Sólo sabemos recitar artículos del código penal, como los
curas pasajes de la Biblia. Y creemos tanto en la justicia
como ellos en Dios… (Se interrumpe, como si temiese
haber metido la pata) Perdone, quizás le haya ofendido
¿es usted creyente?
        Cualquiera.- Yo no creo en nada.
        Extraño.- ¡Un nihilista! Me gusta, me gustan los
nihilistas. Es como el chiste, el del vaso por la mitad
¿lo sabe? El optimista dice: el vaso está medio lleno. El
pesimista: el vaso está medio vacío. El racionalista: este
vaso es el doble de grande de lo que debería ser. Y el
nihilista: ¿a quién diablos le importa ese maldito vaso?
(Ríe. Cualquiera, no) Pero hablando de vasos, seamos
realistas…


       (Coge la imaginaria botella y hace que llena los
imaginarios vasos. Bebe. Cualquiera, no. Unos segundos
de silencio. Extraño, después de saborear el vino, posa el
invisible vaso en la mesa)


        Extraño.- Pues ¿sabe? Yo estoy aquí de vacaciones.
Sí, señor, de vacaciones totales. No me he traído nada: ni
móvil, ni ordenador, ni nada de nada. Vamos, que si hubiese
podido no me habría traído ni a mí mismo. ¿Se imagina
que felicidad? De vacaciones solo, sin nadie y, sobre todo,
sin esa compañía tan pesada y aburrida en que se acaba
convirtiendo nuestra propia persona. ¡Quién pudiera dejar
la cabeza en el frigorífico e irse de vacaciones con sólo
una cámara de video sobre lo hombros! ¡La libertad!
¡la completa libertad! Pero, por ahora, no hay agencia
de viajes que ofrezca tan magnífica posibilidad y no he
podido dejarme en mi casa… Bueno, en mi casa no. La
verdad, ya no tengo lo que se dice “mi casa”… Me acabo
de divorciar ¿sabe?
        Cualquiera.- ¡Oh! Lo siento…
        Extraño.- No, no lo sienta. Ha sido lo mejor.


       (Breve silencio)


       Extraño.- Por cierto ¿está usted casado?
       Cualquiera.- No.
       Extraño.- ¿Divorciado?
       Cualquiera.- (No contesta)
       Extraño.- ¡Ah! Un soltero de oro.
Cualquiera.- (No contesta)
       Extraño.- ¿Viudo?
       Cualquiera.- (No contesta)
       Extraño.- ¡¿Tampoco?! ¡Diablos!          Es   usted
misterioso, realmente misterioso.


       (Breve silencio)


       Cualquiera.- Ya no los oigo.
       Extraño.- ¿No los oye? ¿A quién?
       Cualquiera.- A los mirlos.
       Extraño.- ¡¿A los mirlos?!
       Cualquiera.- Sí, a los mirlos.
       Extraño.- ¿Se refiere usted a esos pájaros negros
con pico…?
       Cualquiera.- Sí.


       (Breve silencio)


       Extraño.- Bueno… sí… nunca había oído… es un
problema, desde luego… ¿Es usted ornitólogo?
       Cualquiera.- No.
       Extraño.- ¿No?... ¡Ah, comprendo! Le gusta
a usted el canto de los pájaros. ¡Es usted un hombre
sensible!, ¡amante de la naturaleza! ¡Tiene razón! Sin
duda tiene razón. Vivimos en grandes ciudades, rodeados
de hormigón y asfalto, asaltados por el ruido de los coches
y de la muchedumbre solitaria que arrastra los pies y la
mirada por calles y avenidas. Hemos perdido el contacto
con nuestras raíces, con nuestra verdadera naturaleza.
¡Ah, el campo! Esos horizontes amplios que abren la
mirada, ese aire puro que ensancha los pulmones, ese
festival de colores que alegra el espíritu, esa sinfonía de
aromas que embriaga la mente, ese… ese… ese canto
de los pájaros que… Pero, no se preocupe. Su problema
tiene fácil remedio. Si quiere salimos al jardín del hotel, es
espléndido y sin duda algún mirlo habrá, o algún jilguero
o algún… no sé, algún pájaro cantor… Disculpe pero yo
de pájaros pájaros no sé mucho. Lo mío, ya sabe, son los
pájaros de cuenta (Ríe) Venga, anímese, si no encontramos
ningún mirlo en el jardín, esta tarde mismo vamos a una
pajarería y…
        Cualquiera.- No, no es eso. No lo comprende. Es
peor.
        Extraño.- ¿Peor?
        Cualquiera.- Sí, peor, mucho peor. El problema no
es que no oiga el canto de los mirlos porque no los haya
o no sepa dónde encontrarlos. El problema es que no los
oigo aunque esté rodeado de mirlos ¿entiende?, no los
oiría aunque cien mirlos me cantasen al oído.
        Extraño.- Bueno… es extraño… quizás sea un
problema de frecuencias, ya sabe, las ondas sonoras…
        Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) Quiero volver a
oírlos. Es lo único que he tenido siempre, lo único que me
quedaba. Si yo le contara.
       Extraño.- Cuente, cuente, ¿Acaso no ha venido
usted aquí para eso?
        Cualquiera.- Sí, tiene razón. He venido para eso,
pero… ¿qué quiere que le cuente? No hay nada que
contar, es muy sencillo, todo es muy sencillo: estoy harto,
simplemente eso, harto, muy harto, completamente harto.


          (Unos segundos de silencio. Cualquiera se pone
de pie)


       Cualquiera.- Siempre es lo mismo, desde hace
años es lo mismo: suena el despertador, me levanto como
un autómata, voy al baño y me miro en el espejo. Sí, me
miro y me dan ganas de gritar y de gritar. Porque miro, veo
y no comprendo. No, no comprendo nada. Y miro y miro
y vuelvo a mirar y sigo sin comprender y grito y pregunto
¿De quién es esa miraba vacía? ¿De quién esas mejillas
pálidas? ¿De quién esa boca apretada? ¿Quién es ese que
me mira? ¿Quién es ese al que miro? Di ¿quién eres? ¿De
dónde has salido? ¿Qué has hecho con mi rostro? ¿Qué
has hecho con mis ojos que miraban curiosos al mundo?
¿Qué has hecho con mis mejillas que gustaban del aire
abierto? ¿Qué has hecho de mis labios que amaban la risa?
¡Di! ¿Qué haces en mi casa, en mi espejo, en mi rostro?
¡Deja de mirarme! ¡No calles! ¡Habla! ¡Di! ¿qué has hecho
de mi rostro? ¡Dámelo! ¡Lo quiero! ¡Es mío! ¡Vete! ¡No
quiero verte! ¡Devuélveme mi rostro y lárgate!


          (Unos segundos de silencio)
Cualquiera.- Pero no se va ¿cómo va a irse si soy
yo? ¿Cómo va a devolverme mi rostro si ése es mi rostro? Y
entonces callo y me quedo inmóvil mirando fijamente esos
ojos asqueados que no cesan de mirarme. Y siento como
si una niebla saliera del espejo, como si manos invisibles
me atrajeran a su interior. Y me dejo arrastrar y es como si
penetrara en el espejo y es como si allí dentro recuerdos,
recuerdos y más recuerdos se pegaran a mi cuerpo, a mi
piel, a mis ojos, vívidos, reales, como recién estrenados…


       (Se interrumpe sorprendido. Señala a un punto del
escenario)


        Cualquiera.- ¡Mire! ¡Allí!... ¡¿Quién es esa?!...
¡Imposible!... ¡No puede ser! Pero sí… ¡Es ella!... ¡La ve!
¡Dígame! ¿La ve?... ¡Es mi madre!... Sí, mi madre. Una
madre a la antigua usanza. Una madre que cocinaba, lavaba
y fregaba; una madre, cuya vida se reducía al hogar, al
marido, a mí. ¿Ve cómo me mira? ¿Ve cómo me ama? ¿Ve
cómo desea que siempre sea así: un niño, a gatas, jugando
en torno a sus faldas? ¿Lo ve? ¡Dígame! ¿Lo está viendo?
¡Mire! ¡Fíjese! Va a acercarse a mí, va a besarme en la
frente, va a abrazarme, va a hablarme con todo su amor al
oído ¡Escuche! ¡Preste atención! ¿Ha oído sus palabras?...
¿No? ¡Aguce el oído! ¡Lea sus labios! ¿Ha escuchado
ahora? ¿Ha oído lo que ha dicho?... ¿No? Pues ha dicho
que soy el tesoro de su corazón, su corazón mismo, su
vida misma, que soy el niño más guapo, bueno y listo del
mundo, que me quiere, me quiere y me quiere más que a
nada y nadie en el mundo, que qué pena, pero qué pena,
que un día crezca y me haga mayor para dejar de ser el
tesoro de su corazón, su corazón mismo, su vida misma.


       (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- Pero ¡calle!, ¡escuche! ¿No oye ese
ruido en la escalera?, ¿el abrirse de la puerta?, ¡esos pasos
en el pasillo?


       (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- Sí, es mi padre. Un padre a la antigua
usanza: honesto, trabajador, rígido. ¿Lo ve? ¿Ve las horas
extras en sus ojos? ¿Ve las economías en sus manos? ¿Ve
todos sus sacrificios cargados a la espalda? Observe ese
beso torpe en la frente de la esposa. Observe cómo mira el
coche de juguete que aún conservo en la mano. Observe
cómo se me acerca, cómo posa sus duras manos en mis
hombros, cómo me mira desde la implacable altura de su
honrada existencia. ¡Escuche! Va a hablarme con su voz
de vino y trabajo, de cigarrillos y trabajo, de obediencia
y trabajo. ¿Lo oye? ¡Escuche! ¡Preste atención! Me dice
que ya no soy un niño, que ya soy un hombre; que el
mundo es cruel y salvaje y sólo triunfan los mejores; que
él me lo dará todo, todo lo que pueda, aunque le cueste la
salud y la vida; que debo estudiar duro, muy duro, hasta
quemarme los ojos y desollarme los codos; que yo debo
ser el mejor, triunfar, llegar lejos, muy lejos, lo más lejos
posible, arriba, a la cima, a donde él no pudo, pues yo soy
su hijo y él es mi padre


       (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- Pero ¡escuche! ¿No oye esos gritos,
esas risas, esa música, esos cánticos?


       (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- ¡Los amigos! ¡La juventud! ¡La
juventud y los amigos! Esas noches eternas de alcohol y
conversaciones; ese deambular por la calles bajo el cerco
amarillento de las farolas en busca de otro bar donde
seguir estirando las palabras y la noche; esas confesiones
interminables, ese sincerarse entre iguales, esos tumultos
en el pecho y la garganta; ese arrojar dolores pasados, ese
ansiar placeres futuros, ese culpar y condenar a la familia,
al mundo y a Dios; ese creer que el tiempo es un espacio
infinito frente a nosotros y ese espacio infinito el teatro
recién estrenado donde se va a representar, entre vítores y
aplausos, la feliz e interminable obra de nuestros gloriosos
triunfos, de nuestras brillantes conquistas, de nuestras
maravillosas vidas.
(Unos segundos de silencio)

       Cualquiera.- Sí, esas noches eternas… y aquellas,
aquellas otras noches aún más eternas.


        (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- Sí, aquellas otras noches aún más
eternas. La luna llena cayendo hacia el horizonte y
ofreciendo a nuestros ojos un camino de plata sobre el mar.
Las olas blandas, casi susurros, rompiendo en espumas
que correteaban hacia nosotros hasta casi lamernos los
pies. Sentados hombro con hombro, el palpitar de los
corazones, el calor de los cuerpos, las manos cogiendo
puñados de arena y dejando caer en tenue lluvia los
diminutos granos. Y, de pronto, ponerse en pie, quitarse
la ropa, correr desnudos hacia el mar, zambullirse, nadar,
abrazarse, sentir la piel del otro a través de la piel del agua,
caricias húmedas, besos de sal: hacer el amor sostenidos
por el fresco colchón del mar.


        (Unos segundos de silencio)


        Cualquiera.- Pero, calle ¡escuche! ¿No oye esos
redobles de tambores?... ¿No? ¿De verdad no los oye? Es el
tiempo, son las horas, los días, las semanas, los meses y los
años desfilando prietos en un incontenible marchar. ¿Nos
ve? ¿Nos ve ahora? ¿Nos ve años después? Así fue, así
fuimos, así acabó: discusiones, reproches, malentendidos;
caras largas, palabras afiladas, gestos duros; lágrimas,
silencios y gritos. Yo, carcelero de mi esposa y prisionero
de mi mujer. Ella, carcelera de mi y prisionera también de
mi. ¿No le parece estúpido? ¿No le parece cruel? ¿No le
parece absurdo? Carceleros y prisioneros a la vez, uno del
otro. Deseando ser libres, pero atados por las cadenas de
los recuerdos maravillosos de los tiempos pasados, de la
costumbre, del miedo a la soledad, del miedo a hacer daño,
del quizás, del puede ser, del a lo mejor, del tal vez se
arregle, aguanta un poco más, es tan sólo una mala racha...
Hasta que al cabo, como no podía ser de otro modo, llegó
el fin.


       (Unos segundos de silencio)


         Cualquiera.- Y, poco a poco, voy saliendo de mi
ensoñación y vuelvo a la realidad, vuelvo a estar frente al
espejo, frente a ese rostro asqueado que soy yo y que no
cesa de mirarme. Y me afeito y me visto y voy al trabajo
y allí estoy horas de pie, en el mostrador, recogiendo
papeles, sellando papeles, entregando papeles: recoge,
sella y entrega; recoge, sella y entrega; recoge, sella y
entrega; día tras día, mes tras mes, año tras año, como si la
vida toda consistiese en un comercio absurdo de papeles.
Y, al terminar de la jornada de trabajo, quizás las mismas
copas con los mismos amigos para hablar, reír, discutir,
reñir de las mismas, mismas cosas; o, quizás, nada: llegar
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Algo raro esta pasando

  • 1.
  • 2.
  • 3.
  • 4. ©
  • 5. ALGO RARO ESTÁ PASANDO
  • 6.
  • 7. ALGO RARO ESTÁ PASANDORAMÓN QU
  • 8.
  • 9. algo raro está pasando aquí como por arte de magia de película comunicado interno tiempo de descuento zapatos de piel de napa. una humilde cebolla la mirada más triste puntos de vista el extraño el acantilado 45 el viejo reloj del salón 46 cuestión de años 52 el cuarto b 53 ni por esas 60 la bondad de la banca 61 ¡vaya usted a saber por qué! 69 casi un cuento 70 fotos 75 cuestión de amigos 76 el alcalde 78 mi experiencia más importante de este verano 87 la playa 89 una receta 94 ellos 98
  • 10.
  • 11. “De niño me tropecé con el misterio y comencé a coleccionar palabras. De joven me tropecé con la palabra y comencé a coleccionar misterios De mayor soy esa colección perpleja de tropiezos, misterios y palabras” (Ricardo Uriarte)
  • 12.
  • 13. ALGO RARO ESTÁ PASANDO Estoy desconcertado, os lo juro, sumamente desconcertado. Y preocupado, muy preocupado. Por eso os escribo. Porque la cosa es grave, en extremo grave. O al menos yo lo creo así. Os lo cuento. El otro día, no recuerdo si fue ayer, antesdeayer o mañana, decidí salir a la calle. Y lo hice. Salté de la cama, me puse las playeras rotas, me embutí los vaqueros y la camisa de leñador, cerré la puerta de un buen portazo, bajé las escaleras de tres en tres (bueno, de dos en dos; de tres en tres lo hacía de niño) y, tras detenerme unos segundos en el portal, me lancé a la calle. ¡Vaya sorpresa me llevé! Yo esperaba encontrarme casas, gentes, coches, perros, algún bar y algún comercio… pues de eso ¡nada de nada! No había casas, ni gentes, ni
  • 14. coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. ¿No os lo creéis? Pues os lo juro y os lo repito: no había casas, ni gentes, ni coches, ni perros, ni bares, ni comercios; sólo había casas, gentes, coches, perros, bares y comercios. Os podéis imaginar el susto que me llevé. No soy valiente, tampoco audaz y mis piernas flaquean a la menor amenaza, por lo que me di la media vuelta, me metí en el portal más pálido que las baldosas y subí las escaleras de tres en tres (esta vez sí, palabra) No terminaron ahí mis cuitas ¡qué más hubiese querido yo! Porque, mientras subía las escaleras de tres en tres y con el corazón a punto de reventarme el pecho, yo anhelaba reencontrarme con mi cocina llena de platos sucios, mi radio siempre encendida, mi biblioteca repleta de libros, mi cama deshecha, y ¿qué creéis que me encontré cuando con un suspiro de alivio entré en casa? Exacto, lo habéis adivinado. Ni rastro de mi cocina llena de platos sucios, ni de mi radio siempre encendida, ni de mi biblioteca repleta de libros, ni de mi cama deshecha. En su lugar, sólo había una cocina llena de platos sucios, una radio encendida, una biblioteca repleta de libros y una cama deshecha. Di un grito y corrí como un loco a un rincón. Y allí me quedé acurrucado durante horas, hasta que ayer o antesdeayer o mañana, no recuerdo bien, me levanté de un salto y me senté al ordenador para contaros mi experiencia. ¿Comprendéis ahora por qué estoy desconcertado y preocupado?, ¿os ha pasado a vosotros algo parecido? Contestadme, por favor ¿No os parece que algo raro, muy raro, está pasando?
  • 15. AQUÍ Era el que mejor lo hacía. Y desde entonces todos lo hacen. Me lo dijo el viejo el mismo día en que llegué, mucho antes de que sucediese: “Es la única manera”. Pero yo los vi. Con absoluta claridad los vi. Recuerdo que el traslado había durado toda la noche y no había pegado ojo. Cuando me sacaron era ya mediodía. Me encontraba muy cansado y me senté en las gradas de cemento que forman un semicírculo de unos tres metros de altura y diez metros de diámetro. El sol estaba en lo alto y caía a plomo. No había una sola sombra. La luz cegaba y te obligaba a bajar los ojos; pero el suelo reverberaba, y entonces no sabías donde mirar y tenías que cerrar los párpados. Los hombres, en grupos o solos, en el polvo o en las gradas,
  • 16. parecían piedras arrojadas de cualquier manera. Yo no paraba de sudar y mi piel ardía. Me cubrí la cara con las manos y me pregunté por qué. El tiempo pasaba despacio, interminable, sin una nube, igual a sí mismo y al sol en lo alto. Busqué refugio en el lugar más recóndito de mi cerebro. Y allí, todo se me hizo negro. Me despertaron unos zarandeos. Estaba caído sobre las gradas, de lado, hecho una bola. Quise levantarme al punto, pero una mano sarmentosa se posó en mi hombro y me lo impidió. – ¡Despacio, despacio! Me quedé inmóvil y miré desde el suelo. Un viejo me miraba a su vez. Delgado y de escaso pelo blanco, tenía un rostro alargado, quemado por el sol, de ojos pequeños, nariz ganchuda y boca fina. Su mentón parecía la punta de un zapato. Me sonreía, pero no con la boca o la mirada, sino con el mar de arrugas que era su cara. Entonces me di cuenta de que ya se podía mirar. Mis ojos buscaron el cielo. El sol no estaba; en su lugar, una luz imprecisa teñía el aire como de polvo rojizo. Me levanté tratando de hacer de las palabras del viejo carne de mis músculos. Cuando logré sentarme en la grada, descubrí el origen de aquella luz: un trozo del horizonte parecía envuelto en llamas. El viejo me ofreció un cigarrillo. Lo cogí y me lo puse en la boca. La mano sarmentosa encendió un fósforo y lo acercó a la punta del cigarrillo. Chupé y sentí el golpe caliente del humo. Era asqueroso aquel repentino ardor en la boca reseca, sin embargo volví a chupar con fruición. Fumamos
  • 17. en silencio. Cuando di la última calada, tiré la colilla al suelo y la pisé. – No deberías fumar así – dijo entonces el viejo. – ¿Así?, ¿cómo? – pregunté sorprendido. El viejo no me respondió. Seguía fumando. Retenía por largo rato el humo en los pulmones y luego lo soltaba poco a poco. Cuando la brasa llegó al filtro aún dio otra calada. Entonces dejó caer la colilla y me contestó: – Tan rápido y pisando una colilla tan grande. – Yo fumo como quiero – fanfarroneé. El viejo resopló y dijo: – No hace falta que te hagas el duro conmigo. Se nota a la legua que no lo eres. Tu sudor huele a miedo… No, no te irrites. Aquí no hay sudor que no huela a miedo. Y te daría igual ser un tipo duro, en unos días sudarías miedo como todos. Lo del cigarrillo era un ejemplo. Sólo quería decirte que ha llegado la hora. – ¡¿La hora?! ¿La hora de qué? Fue entonces cuando me lo dijo. Recuerdo que me lo tomé a broma y me reí con ganas. El viejo volvió a resoplar y me advirtió con tono solemne: – Ríe, ríe mientras puedas; pero pronto te darás cuenta de que es la única manera. – ¡¿La única manera?! – logré articular aún entre risas – Pero si eso es imposible… imposible y absurdo. Además, ¡ni siquiera hay! – Sí, sí lo hay. ¿No lo hueles? – Aspiró con fuerza, como si quisiera meterse en los pulmones hasta el
  • 18. último gramo de aquel aire polvoriento y caliente – Está escondido. – ¿Escondido? – Sí, escondido. – ¿Dónde? – En todos los lados, entre los dedos del aire. Lo miré y me aparté un poco. En aquel momento tuve la certeza de habérmelas con un loco. El viejo no pareció percatarse ni de mi mirada, ni de mi movimiento. Y si lo hizo no les dio la menor importancia. Simplemente siguió hablando con el tono cansado de quien se ve obligado a explicar lo evidente: – Cuando llegué aquí yo también me reí cuando me lo dijeron. Pero no tardé en comprobar lo equivocado que estaba y, al final… – se interrumpió durante unos segundos; luego añadió, señalando con un movimiento casi imperceptible –: Mira a ese tipo. Es el que mejor lo hace. Si hay alguien que pueda lograrlo es él. Miré al hombre indicado. Estaba de pie, junto al primer escalón de la grada. Era bajo y gordo, y nada había en sus facciones que destacara o transmitiese algún tipo de excelencia: una cara mofletuda, unos ojos pequeños, una nariz ancha, una boca de labios gruesos y una barbilla breve, casi engullida por la papada. Me pareció una especie de huevo con palotes a modo de patas y brazos, y nada me habría extrañado que se hubiese abierto de repente para dar salida a un lechón sonrosado. No sin cierta ironía pregunté:
  • 19. – Y de lograrlo, ¿qué pasaría? – ¡¿Qué pasaría?! ¡Valiente pregunta! Lo que todo el mundo quiere que pase. – ¿Te refieres…? – ¿A qué me voy a referir si no? – me cortó con impaciencia. Ya más calmado, añadió: – Lograrlo es muy difícil, algunos como tú dicen que imposible. De hecho, aquí nadie recuerda que alguien lo haya conseguido. Yo ya soy muy viejo y nunca lo lograré, pero si hay alguien que pueda es él. De eso no te quepa la menos duda. Y lo logrará cualquier día; mañana, pasado, dentro de un año o de veinte, incluso, ¿por qué no?, ahora mismo, pero tarde o temprano lo verá, y entonces… – ¿Lo has hablado con él? – volví a preguntar. Esta vez interesado a mi pesar. – ¡¿Para qué?! – exclamó, agitando las manos sarmentosas en el aire – Él nunca habla; aquí nadie habla. – Tú has hablado conmigo. – ¡Oh, eso es porque eres nuevo! Y a los nuevos les hablo una única vez para advertirlos. – ¿Una única vez? ¿Quieres decir que no volverás a hablar conmigo? – Ni yo, ni nadie, muchacho, ni yo, ni nadie. Por eso grábate bien en la mollera lo que te he dicho: fíjate y trata de aprender de él cómo se hace. Recuerda que es la única manera de que aquí el tiempo no te pudra por dentro y lleguen los buitres. – ¿Los buitres?
  • 20. – Sí, los buitres. Cuando mueres te arrojan lejos, muy lejos, en la llanura y entonces aparecen los buitres… El viejo se levantó. Traté de retenerlo con nuevas preguntas, pero no me hizo caso: descendió por las gradas y se situó junto al hombre con aspecto de bola. Los dos estaban inmóviles. Miraban con fijeza a un punto elevado frente a sí. Y no sólo ellos. Algunos de los hombres que se desparramaban por el recinto hacían lo mismo. No todos. La mayoría parecía no hacer nada. Sentados, tumbados o de pie tenían la vista en el polvo. El incendio del horizonte se iba extinguido poco a poco en una oscuridad progresiva. Nubes bajas fueron cubriendo el cielo como la tapa de un ataúd. El silencio era completo. La tierra exhalaba el calor retenido durante el día. El punto hacia donde miraban era tan negro como cualquier otro. Sonó la hora de ir a dentro. En una única fila, como hormigas, fuimos entrando. Desde aquel día, todos los días fueron el mismo día. Nos sacaban al amanecer, cuando el aire aún guardaba rastros de la frescura de la noche. Pero aquella atmósfera tibia pronto desaparecía y, más que un alivio del que se podía gozar, era como un malévolo recordatorio de lo que habías perdido para siempre. Porque enseguida llegaba el sol. El sol aplastando la tierra con su enorme presencia, secando el aire con aliento de horno, golpeando sobre nuestras cabezas, penetrando en el cerebro, agrietando la conciencia. Y al cabo, el atardecer, el incendio en el horizonte, la luz rojiza, el último sudor en las cosas, las nubes bajas, la progresiva oscuridad que se cerraba como
  • 21. la tapa de un ataúd y la vuelta a dentro en fila de hormigas. Y así, día, tras día, siempre el mismo e inevitable día… Al principio, me negué a aceptar la realidad. Subía y bajaba las gradas, iba de un lado a otro, buscando una forma de escapar. Pero pronto comprobé la completa inutilidad de mis esfuerzos: aquí no hay salidas, ni entradas, sólo está la llanura, polvorienta y sin una brizna de vegetación, que se extiende por todos los lados, mucho más allá de lo que puede abarcar la vista. Innumerables veces traté de reanudar mi charla con el viejo. Me acercaba a él, le hablaba, le rogaba, incluso llegaba a zarandearlo. Era inútil. No me contestaba, no me miraba, como si no existiese. Y lo mismo ocurrió con todos aquellos a los que me dirigí. Desesperé entonces y empecé a pasar los días hecho un ovillo en el polvo o en las gradas. No sé cuanto tiempo duró esa situación. Quizás fuesen semanas, meses o años. No lo sé. Simplemente recuerdo que quería acabar, que de hecho me estaba acabando. Y sin duda así habría ocurrido, si no llega a ser porque una mañana, poco después de que nos sacaran, noté que el viejo no estaba entre nosotros. No di importancia a su ausencia. En realidad, nada, ni nadie me importaban. Aún quedaban restos de tibieza en el aire cuando descubrí, lejos, muy lejos, puntos que se desplazaban en el cielo. Al pronto no supe muy bien que podrían ser, pero no tardé en imaginar que eran. Grité, señalé, traté de llamar la atención del resto de los hombres. Fue inútil. Nadie me hizo caso, nadie miró a los puntos que seguían planeando lejos, muy lejos, y si alguien lo hizo no
  • 22. dio la más mínima señal de ver nada. Reí; reí entonces como si todo en mí fuese risa; reí mientras el sol avanzaba hacia lo más alto; reí hasta caer al suelo; reí hasta que mi conciencia se adormeció en la negrura; reí hasta que de pronto comencé a sentir que un pitido taladraba mis oídos. No hice caso y creí seguir riendo ovillado en el polvo. Sin embargo, el pitido, agudo e interminable, no tardó en verse acompañado de unos golpes como de martillo en las sienes. Al principio leves, fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta el punto que temí que mi cráneo se partiese en pedazos. Dejé de creer que reía y me llevé las manos a la cabeza con la vana pretensión de usarlas de escudo; pero los golpes continuaron, al tiempo que miles de agujas, tan pronto al rojo vivo, como hechas de hielo, se clavaban en mi cerebro. El aire ya no entraba en mis pulmones y el corazón latía desbocado. Imágenes de tacto arenoso bailaban por dentro de mis párpados cerrados; se estiraban y se encogían, se retorcían y fragmentaban en un fondo de sangre y entre destellos blancos. Eran buitres, decenas de monstruosos buitres. Algo dentro de mí se rebeló y me puse en pie de un salto. Sudoroso, jadeante, temblando, me vi en medio del atardecer. Busqué con los ojos al hombre que mejor lo hacía. Como siempre, allí estaba, junto a las gradas, de espaldas a la caída del sol, mirando hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Fue en aquel momento cuando me acerqué a él y comencé a imitarlo. Y lo seguí imitando no sólo aquel atardecer, sino también el siguiente y el siguiente y el siguiente,
  • 23. por un tiempo del que mi memoria no guarda medida. Nunca logré ver otra cosa que el progresivo avance de las tinieblas y las nubes bajas, cayendo sobre nosotros como la tapa de un ataúd. Sin embargo, aquella repetida visión de nada no disminuyó un ápice mi necesidad de intentarlo cada atardecer; muy por el contrario, la aumentó, como si se alimentara y creciese con la repetición del fracaso. Los días seguían siendo iguales a sí mismos; sin embargo, yo ya no me sentía el mismo. Había dejado de pasar el día ovillado en el polvo o en las gradas, esperando y deseando el fin. Ahora, mientras el sol recorría lentamente el cielo haciendo suyas todas las cosas, yo pensaba que ya no era de él, que ya había vuelto a pertenecerme a mí mismo, que, en cuanto llegase el atardecer, lo volvería a intentar y, ¡esta vez, sí!, lo lograría. Ocurrió un atardecer. Estaba dando mi paseo diario, dispuesto ya a acercarme al hombre que mejor lo hacía, cuando oí un grito a mis espaldas. Aquello era extraordinario, así que alarmado me giré y busqué el origen del grito. Era uno de los que también miraban. Señalaba a las gradas. Miré en la dirección indicada. Yo estaba algo alejado, pero podía imaginar lo que tantas veces había visto: el hombre que mejor lo hacía. Llevaba la misma ropa tosca que todos, pero en él daba la impresión de mayor ligereza y menor bastedad. De espaldas a la caída del sol, miraba hacia la parte del cielo donde la oscuridad progresaba. Tenía la cabeza ligeramente adelantada con respecto al tronco, que, a su vez, se inclinaba hacia el
  • 24. frente. Su inmovilidad era completa y los ojos parecían flechas a punto de volar, impulsadas por el tenso arco que formaba su ceño alzado. Incluso la pequeña barbilla pugnaba por salir de la bolsa de la papada, aferrándose a la repentina solidez que le ofrecían las mandíbulas apretadas con fuerza y la sonrisa que parecía llenar de firmeza el rostro. Sus brazos y piernas, cortos y delgados, parecían resortes en el instante previo a saltar lejos, muy lejos… El hombre que había gritado, volvió a gritar. Hacía tanto tiempo que no escuchaba una voz humana que, al principio, no entendí sus palabras. Pero pronto logré captar el significado. Exclamaba: – ¡Mirad! ¡Las ropas! ¡Se mueven! ¡Lo está viendo, lo está viendo! Desde mi posición y a la luz turbia y enrojecida del atardecer no alcancé a ver el movimiento de las ropas. Quise acercarme, pero un pensamiento me retuvo. Si él lo estaba viendo, si estaba moviendo sus ropas, es que estaba allí, entre los dedos del aire, y entonces yo también podría verlo. Miré. Miré con todo mi ser. Miré como nunca antes había mirado. Miré hasta que la oscuridad y las nubes bajas cayeron como la tapa de un ataúd. Miré hasta que llegó la hora de entrar. Mire y miré, pero no logre ver nada, absolutamente nada. A la mañana siguiente el hombre que mejor lo hacía no apareció, ni nunca más volvió a aparecer. Antes de que el silencio cayera de nuevo entre nosotros, corrió de boca en boca el rumor de que había logrado escapar.
  • 25. Pronto ese rumor se convirtió en convicción absoluta. Desde entonces ya nadie duda de que sea la única manera, y todos lo hacen. Yo no. Sé que no escapó. El mismo día de su desaparición lo supe. Se lo dije a los demás, pero no me creyeron. Se los señalé, pero no quisieron mirar. Por eso he dejado de hacerlo. Porque yo los vi el día de su desaparición. Los vi con claridad, en la lejanía, como puntos en el aire, sobrevolando la ardiente e interminable llanura.
  • 26.
  • 27. COMO POR ARTE DE MAGIA Es difícil de creer, pero fue un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. Al principio, tenía una hoja larga y limpia, y un puño y un brazo y un pecho henchido sobre el que se alzaba una cabeza de pelo encrespado. Pero eso fue al principio, durante unos segundos que parecieron hacer eternos la respiración de la olla y el goteo del grifo en el fregadero; luego, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, sesgó el aire al encuentro del grito. Ahora ya no tenía el puño, ni el brazo, ni el rostro afilado con barba de unos días; ahora tenía la hoja sucia y hundida, y la empuñadura al aire, entre dos pechos pequeños, redondos, todavía duros, a un palmo de una melena negra desparramada por el suelo y de un bonito lunar en una mejilla carnosa, cada vez más pálida. Es difícil de creer; lo sé. Pero fue así, tal y
  • 28. como os lo cuento, mientras del patio llegaban los ecos de las charlas de los tendales: un cambio rápido, de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia.
  • 29. DE PELÍCULA Dicen que cuando morimos vemos la película completa de nuestra vida. Eso dicen y eso fue lo que le pasó a nuestro héroe… Bueno, no del todo. Cierto que en el momento en que su coche se estrelló contra el árbol, pudo contemplar toda su existencia; pero no es menos cierto que matarse no se mató. Quedó bastante maltrecho y salvó la vida gracias a la rápida intervención de los servicios sanitarios. Sin embargo, cuando despertó en la cama del hospital, no pareció dar mucha importancia al hecho milagroso de seguir vivo. Vendado como una momia, con las piernas colgando de unas pesas, los brazos asaeteados de agujas epicraneales y rodeado por
  • 30. enigmáticos aparatos, únicamente tenía pensamientos para una cosa: aunque sólo había durado un instante, no podía sino admitir que la película de su vida le había aburrido de forma soberana. Con un argumento pobre, una trama deshilvanada, unos personajes ramplones, unas peripecias sin interés y ni un solo efecto especial, carecía por completo de tensión y ritmo, y resultaba plana y monótona hasta la extremaunción. Morirse era inevitable, pero no lo era tener que hacerlo entre bostezos. Nuestro héroe decidió cambiar la película de su vida. Nada más salir del hospital después de una larga convalecencia, puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue transformar el aspecto del protagonista, o sea, de él mismo. Se peinó el pelo hacia atrás, se dejó unas patillas largas y finas, y en vez de los trajes de corte clásico que siempre había llevado, comenzó a vestir ropas juveniles, siendo sus preferidas los pantalones y chaquetas de cuero negro. Su mujer, amigos y compañeros de trabajo achacaron estos cambios a unas comprensibles, aunque algo extravagantes, ganas de vivir, nacidas de haber estado tan cerca de la muerte. Más difícil les resultó dar explicación a las otras nuevas peculiaridades de nuestro héroe. Ahora, era un gesto muy suyo mirar todo a través de la ventana que simulaba formar ante sí uniendo, con la punta de los pulgares extendidos, las palmas de las manos abiertas; también se había vuelto muy típico en él cambiar el lugar o la postura de la gente, aunque para ello tuviese que emplear empujones o descruzar brazos y piernas
  • 31. ajenos con sus propias manos; a veces, se empeñaba en modificar las conversaciones, y si alguien, por ejemplo, decía: “Tengo sueño”, no cejaba hasta que ese mismo alguien rectificaba y sentenciaba: “Toda la vida es sueño; y los sueños, sueños son”. Se empezó a hablar de shock post-traumático y de traumatismo craneal. Nuestro héroe, conocedor de estos rumores, disimulaba y se reía para sus adentros. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que, salvo por las redobladas atenciones de su mujer y la actitud conmiserativa de los amigos, todo seguía igual. Su vida continuaba siendo plana, monótona y aburrida. Se dijo, entonces, que para hacer una buena película de su vida no bastaba con cambiar el aspecto del protagonista, perfeccionar los encuadres o mejorar la forma de actuar y decir del reparto, sino que era necesario una buena historia, un argumento bien construido, lleno de conflictos, enredos, giros y golpes inesperados. Durante una larga temporada vio centenares de películas y leyó centenares de guiones. Cuando consideró que estaba bien documentado, se puso manos a la obra. Tuvo su primera gran ocasión con la muerte repentina del socio del jefe de la empresa para la que trabajaba. Ni corto, ni perezoso decidió aprovechar la oportunidad dramática. Fue un verdadero clímax, un plano cargado de intensidad y tensión, cuando, en el momento en que el silencio era más recogido y el pesar llenaba todos los corazones, nuestro héroe, señalando con un índice el ataúd y con el otro al jefe, acusó a éste de haber asesinado a su socio para
  • 32. quedarse con toda la empresa. ¡Qué gritos!, ¡qué miradas!, ¡qué gestos!, ¡qué caras de sorpresa e indignación! Sí, fue una escena realmente conseguida, tan bien realizada que sólo tuvo que gritar media docena de veces “¡corten!”, cambiar de posición a tres enlutados asistentes y rectificar apenas un par de líneas de diálogo. Todo un éxito, por más que fuera expulsado de malas maneras del camposanto y del trabajo. No le duró mucho la alegría a nuestro héroe por este logro. Pasadas unas semanas, tuvo que reconocer que su vida había caído de nuevo en el tedio y la monotonía. Todo el día en casa y sin nada que hacer, sus días transcurrían iguales, repitiéndose los unos a los otros de forma cada vez más apagada, como un eco que se extingue. Entonces volvió a ver los mismos centenares de películas, volvió a leer los mismos centenares de guiones y, documentado, volvió a poner manos a la obra. Con gran sentido de la ambigüedad y el equívoco, fue sembrando indicios ante su esposa que parecían indicar una probable infidelidad por su parte. La mujer, al principio incrédula, más tarde suspicaz y al cabo celosa, terminó por descubrir una apasionada carta de amor que nuestro héroe había olvidado de forma astuta en el bolsillo de la chaqueta. En esta ocasión no tuvo que realizar ningún corte, ni cambiar ninguna línea de diálogo. Todo salió redondo, perfecto, en tiempo real, en plano secuencia. Fue en la cena como mandan los cánones. Ella actuó y habló como si nada supiese, él actuó y habló como si nada temiera; ella le tendió en
  • 33. los postres la trampa adecuada, él cayó en la celada de la forma exigida; ella entonces acusó, él entonces negó; ella esgrimió la carta, él balbuceó; ella se puso en pie, él se encogió en el asiento; ella gritó, él rogó; ella le exigió el divorcio, él se lo concedió; ella salió dando un portazo, él se quedó en la cocina con la satisfacción del artista que alcanza su obra cumbre. Sin trabajo y sin esposa, recurrió a los amigos. Ya tenía pensada una emocionante historia: Juan, íntimo amigo de Luis, intentaría asesinar a éste por ser amante de su esposa. La escena cumbre se produciría en el domicilio de Luis. La atmósfera sería tensa, la iluminación dura, los diálogos broncos, los silencios cargados; Juan, mascando la rabia, sacaría una pistola ante el rostro demudado de Luis; Juan, vengativo e inmisericorde, apuntaría a Luis que, indigno y cobarde, imploraría por su vida; Juan soltaría una carcajada sardónica, Luis un lastimero gemido; ya aprieta el gatillo Juan cuando, de improviso, nuestro héroe aparece en el plano y, arrojándose sobre el hombre armado, logra desviar el disparo en el postrero instante; la bala haría añicos el costoso jarrón de porcelana china favorito de la mujer de Luis… Sin embargo, nuestro héroe no tuvo oportunidad de dar realidad a tan magnífica escena. No sólo Juan y Luis, sino la totalidad de amigos y conocidos huían nada más verlo, hartos de tener que salir o entrar, sentarse o levantarse, hablar o callar, según ordenara nuestro héroe con su particular sentido del ritmo y la tensión. Dolido por este fracaso, durante un tiempo se
  • 34. dedicó a hacer exteriores. Era frecuente verlo en la calle deteniendo el tráfico, reordenando a su gusto el deambular de la gente o tratando de persuadir a un orondo carnicero de que cambiase tanto de naturaleza como de negocio, pues lo que él en verdad necesitaba para su escena, allí y precisamente allí, no era una carnicería sino un restaurante italiano y un cocinero con aspecto y ademanes de prima ballerina. Cierto día, se le acercaron dos individuos. Con gran pompa le dijeron que eran de “jólivud” y deseaban proponerle un “gud bisnis”. Todo orgulloso se subió con los dos individuos a la ambulancia. Pasó el resto de sus días en un psiquiátrico. Fue bastante feliz, y era digno de ver el entusiasmo, la seriedad y el empeño que ponían el resto de los pacientes en seguir sus sabias instrucciones de director experimentado. Lo malo fue cuando trató de hacer una versión de “Rebelión en la granja”. El entusiasmo, la seriedad y el empeño que pusieron entonces los pacientes en el proyecto alcanzaron tal grado que los médicos, alarmados, recluyeron en total aislamiento a nuestro héroe por una larga temporada. Falleció a los ochenta años. Dicen que murió diciendo: “Éste es el comienzo de una gran amistad”
  • 35. COMUNICADO INTERNO Lo primero es cazar a uno. Pero cuidado, esos cerdos suelen ir en bandas como los lobos y no conviene enfrentarse a ellos cuando están juntos. Por lo tanto, vigiladlos, estudiad sus rutinas: cuándo salen, cuándo entran, a dónde van, de dónde vienen, por dónde pasan. Una vez que conozcáis sus recorridos habituales, seguidlos sin que os adviertan, esperad a que se separen y continuad tras la pista del que veáis más débil. Escoged una noche oscura, un barrio alejado, una calle solitaria. Desplegaros de tal forma que cerréis cualquier vía de escape. Comprobad que no haya testigos. A un gesto de vuestro jefe, os abalanzáis todos a una. Si la pieza se resiste golpeadla, pero teniendo buen cuidado de que no
  • 36. pierda el conocimiento ¡debe saber lo que le pasa! Cuando lo tengáis inmovilizado, le comunicáis la sentencia, pero sin insultos ni gritos, ecuánimes y serios, como lo que realmente somos, los legítimos ejecutores de lo que todo el mundo piensa: que estamos hartos de que nos quiten nuestros trabajos, de que asalten nuestras viviendas, de que ensucien nuestras calles, de que no sigan nuestras costumbres, de que amenacen nuestra civilización, de que miren a nuestras mujeres… Después rociadlo bien. Esto es muy importante: sin empaparlo a conciencia de gasolina es difícil que prenda. Luego le dais fuego, sacáis unas fotos y salís corriendo. Por ahora somos pocos y no conviene que nos detengan. El valor se nos supone, no tenemos que demostrarlo, sino ser eficaces. Buena suerte.
  • 37. TIEMPO DE DESCUENTO – ¡¿Importante?! – exclamó el hombre como sorprendido por la pregunta. Luego añadió con tono dramático: – Es nuestra última oportunidad. Estaban de pie en el vestíbulo. La mujer trataba de colocar bien el abrigo y la bufanda al hombre, que no paraba de moverse. – Seguro que tenemos suerte – le animó la mujer. – ¡Más nos vale! – Pero no te pongas muy nervioso, ¿me lo prometes? “Te lo prometo” contestó el hombre. Había abierto la puerta del piso. En la escalera reinaba el silencio. La luz
  • 38. de la caída de la tarde penetraba por una pequeña ventana y dibujaba un recuadro amarillento en el suelo. El hombre cogió el ascensor. El ruido del mecanismo ronroneó durante unos segundos. Cuando cesó, la mujer se asomó por el hueco de la escalera. – Y no te quites la bufanda que hace mucho frío – gritó la mujer. Esta vez el hombre no contestó. La mujer siguió asomada hasta que oyó el golpe de la puerta del portal; entonces suspiró y entró en el piso. Cerró el armario del vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. La televisión, encendida pero sin sonido, mostraba imágenes de hombres en camiseta y pantalones cortos detrás de un balón. La mujer sonrió, se sentó y cambió de canal. Escogió uno que daba imágenes de parajes naturales. Le gustaban aquellos paisajes de ríos estrechos, de valles encajonados, de laderas empinadas pobladas de bosques, de paredes rocosas cubiertas en las altas cumbres de mantos de nieve. Si antes había sonreído como una madre ante las travesuras de un niño, ahora sonreía como una muchacha. Recordaba las excursiones que hiciera con su marido en los tiempos en que empezaban a ser novios, apenas tres años atrás. Habían caminado por riberas similares, aturdidos por el fragor de las aguas jóvenes y bravas; habían explorado valles y bosques semejantes, avanzando, retrocediendo, subiendo, bajando, según lo abrupto del terreno o lo espeso de la vegetación les cerrara o les abriera el paso; incluso habían ascendido cumbres parecidas por caminos
  • 39. empinados, estrechos, pedregosos, de excitantes vértigos. Su sonrisa se amplió con hoyuelos de travesura, cuando la imagen de un gran roble junto a una cabaña de montaña le trajo a la mente la primera vez que hicieron el amor. “¡Eso sí que eran buenos tiempos!” exclamó de repente. Se asustó al oír el sonido de su propia voz. No era que temiese hablar a solas porque lo creyera síntoma de locura. Desde niña había tenido esa costumbre y de mayor la había conservado sin que nunca le hubiese preocupado lo más mínimo. Por el contrario, le gustaba hablar en voz alta consigo misma. Le ayudaba a pensar, a concentrarse, a realizar con más empeño y eficacia las tareas que en cada caso le ocuparan. No, no era eso. Era que últimamente temía lo que se pudiese decir. No se le escapaba que, hasta cierto punto, ese temor era absurdo. Después de todo, su voz era suya y ella era ella, ¿qué se podía decir que ya no supiese? Aunque, por otro lado, ¿no sería ese precisamente el problema? Siempre había respetado mucho las palabras. Para ella no eran simples sonidos con significados más o menos precisos, más o menos importantes; para ella, cada vez que una palabra salía de la boca de alguien, se convertía en un ser invisible, pero activo, que permanecía ya para siempre en la vida de los que habían hablado y escuchado, bien como ángel, bien como diablo. Apagó la televisión, se levantó y salió al vestíbulo. Fue recorriendo el piso de setenta metros cuadrados, habitación por habitación. Primero la cocina, amplia, luminosa, con todos los electrodomésticos recién
  • 40. estrenados: la cocina con horno, el frigorífico de tres estrellas, el microondas inteligente, el calentador estanco, y los armarios tan cómodos, chapeados con melamina imitación a cerezo, a juego con la mesa y las cuatro banquetas; después el baño, de dimensiones demasiado reducidas para su sueño de una bañera de hidromasaje, aún más empequeñecido por la imprescindible presencia de la lavadora pero, al fin y al cabo, limpio y funcional; luego, la futura habitación de los niños, todavía sin amueblar, mucho dinero todo de golpe, utilizada a la sazón como trastero y cuarto de la plancha; por último, su orgullo, el dormitorio, donde había desarrollado, sin más trabas que las dimensiones, sus particulares gustos decorativos. Las paredes, de un suave tono gris perla, roto por media docena de litografías de cuadros abstractos e impresionistas, contrastaban con los muebles: la cama de bancada invisible y sin cabecero, con una gran plataforma color ébano; las mesillas en el mismo color, con soportes livianos y detalles en acero; el armario de puertas correderas estilo japonés; la cómoda ancha, sencilla, bajo un gran espejo de marco color ceniza. La mujer entró en el dormitorio y acarició las hojas del ficus y las ramas colgantes de la esparraguera que daban una pincelada de verde vivo a ambos lados de la ventana. Apoyó la frente en el cristal y miró al exterior. La nueva urbanización languidecía en una quietud descarnada. Los bloques de pisos, simétricamente distribuidos, parecían darse la espalda, como absortos en la reflexión sobre su propio sentido. Filas de árboles jóvenes,
  • 41. clavados como delgados mástiles desnudos, pugnaban por enraizar en las tiras de tierra que flanqueaban las amplias calzadas y aceras. Había unos pocos coches aparcados; y las farolas, altas y estilizadas, aún esperaban su hora. La mujer se apartó de la ventana, se giró con brusquedad y contempló por unos segundos el alegre colorido de los cojines coquetamente distribuidos sobre la cama estilo Zen. “¡No!, ¡no!, ¡no!” gritó de repente como tratando de contener con aquella triple negación las palabras que pugnaba por salir de la garganta. Casi corriendo salió del dormitorio y volvió a la sala de estar. Se sentó y trató de concentrarse en la respiración. Los minutos pasaban lentamente, de puntillas, como temerosos de romper el silencio. La presión en la garganta fue desapareciendo poco a poco. Sumida en la creciente oscuridad, la mujer miraba el vacío. En el exterior, a las farolas ya les había llegados su hora e iluminaban, con una luz todavía amarillenta, a un hombre y un perro que pasaban junto a un gran cartel de promoción inmobiliaria. Eran las diez de la noche. La mujer acababa de hacer la cena. Oyó el ruido del ascensor, la llave deslizándose en la cerradura, la puerta abriéndose y cerrándose, los pasos en el vestíbulo. Esperó sonriente. El hombre apareció en el umbral de la cocina. No se había quitado el abrigo y llevaba la bufanda en la mano. Tenía los hombros hundidos y la cabeza baja. – ¿Qué ha pasado? – preguntó ansiosa la mujer. El hombre dio un paso; levantó la cabeza; su rostro
  • 42. era una caricatura de la desolación. – ¿No ha habido suerte? – volvió a preguntar la mujer, dando a su vez un paso. El hombre negó y se cubrió la cara con la mano que sostenía la bufanda. Sus hombros comenzaron a agitarse, contenidos. – No te preocupes – trataba de consolarlo la mujer, sinceramente preocupada por el disgusto de su marido. La agitación de los hombros crecía por momentos. – Seguro que la próxima vez… De pronto, desde detrás de la mano, brotaron unas carcajadas incontenibles. El hombre descubrió el rostro y exclamó: – ¡Ha sido grandioso!, ¡épico!, ¡histórico! Nunca agradeceré bastante a Esteban que me haya invitado. – Entonces, ¿habéis ganado? “Sí, tonta, sí: ¡hemos ganado!” proclamó con entusiasmo el hombre, enarbolando la bufanda. Luego, se abrazó a la mujer y la llevó bailando todo a lo ancho y largo de la cocina. – En el tiempo de descuento, mi niña, en el tiempo de descuento metimos el gol.… Siguieron bailando. Giraban y giraban en torno a la mesa. La mujer se dejaba llevar, se apretaba contra él, reía. Cerró los ojos. Pegado el rostro al pecho del hombre sentía los latidos, la respiración que acariciaba su cabeza; agarrada con fuerza, sus pies apenas tocaban el suelo. Aguas bravas y jóvenes. Valles y bosques. Cumbres.
  • 43. Vueltas y más vueltas. Un roble. Una cabaña. Volaba. Al cabo, exhaustos y jadeantes, se separaron y se dejaron caer en las banquetas. Mientras recuperaban el aliento, se miraron sonrientes, en silencio, todavía las manos enlazadas. Cuando sus respiraciones se aquietaron, el hombre comenzó a contar los pormenores del partido. Ella lo escuchaba sin prestar atención a sus palabras. Se dejaba llevar por la música de su voz, disfrutando por adelantado del momento en que él terminara y ella, como si nada pretendiese, lo condujera adonde ya cada poro de su piel deseaba y abría. El hombre continuaba narrando el encuentro. Con tono sesudo y didáctico, habló de la disposición táctica de su equipo: la defensa adelantada y en línea, la superioridad numérica en el centro del campo, la subida de los laterales, la presión asfixiante de los delanteros, el buen trato del balón. Lamentó las múltiples oportunidades perdidas; citó con tintes proféticos la vieja verdad futbolística de “quien perdona, pierde”; recordó estremecido como a diez minutos del final el equipo contrario les cogió en una contra y a punto estuvo de marcar... Entonces el hombre se interrumpió y se puso en pie. Tras unos segundos de calculado silencio, continuó su relato con énfasis apasionado. Se movía y gesticulaba, representando dramáticamente sus palabras. – ¿Te imaginas? El empate nos llevaba a segunda… y el balón que no quería entrar y el reloj que corría y corría como una liebre… Entonces, el muy hijoputa del cuarto árbitro saca el luminoso y ¿lo querrás creer?: ¡sólo añade
  • 44. dos minutos!, ¡dos míseros minutos, cuando por lo menos tenían que ser cinco! ¿Te das cuenta?: ¡sólo dos puñeteros minutos nos separaban del abismo de segunda! ... Había que dar el último arreón, atacar con todo. Los disparos desde fuera del área, los centros a la olla se sucedían pero ellos, colgados del larguero, eran como un frontón. ¡Ya solo quedaba un minuto!, ¡un solo minuto!... Entonces, un defensa suyo saca el balón de la raya y lo manda a corner. Es nuestra última oportunidad, suben todos al remate ¡hasta el portero!, en la grada se produce un silencio estremecedor, la tensión es insoportable, Gandarillas saca al primer palo, Quique la peina y Cagigal solo en el segundo palo remata, y ¡¡¡Gooooooolllllll…!!! Y el hombre levanta los brazos, agita la bufanda, corretea por la cocina. La mujer ríe y aplaude. Tras dar unas cuantas vueltas, el hombre se detiene en el mismo sitio de antes. Aún enarbola la bufanda y sonríe por unos segundos, pero, poco a poco, los brazos caen y el rostro se vela en un progresivo silencio. Sus ojos están inmersos en un punto donde no puedan encontrar la mirada de la mujer, que ya no aplaude, ni ríe. La bufanda pende de la mano, toca el suelo, movida apenas por un ligero temblor. Los labios también se estremecen y el ceño fruncido marca en la frente dos arrugas paralelas. De pronto, como si volviera de ningún sitio, como despertado por un resorte, con tono febril y el rostro descompuesto, el hombre vuelve a contar ese último minuto. Y de nuevo finge ser Gandarillas oteando el área desde el banderín, haciendo
  • 45. el gesto secreto con la mano, golpeando el balón con la zurda y el interior del pie; de nuevo simula que es Quique saltando, moviéndose, fajándose, saliendo disparado hacia el primer palo para peinar el balón; de nuevo es Cagigal, desmarcado en el segundo palo, rematando a placer, alzando los brazos, celebrando el gol. Y, ante la mirada ya alarmada de la mujer, el hombre aún se aferra por tercera vez a su relato. Ahora lo repite inmóvil, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, con la mirada perdida en el vacío, hasta que el grito de gol se le ahoga en la garganta. Entonces se derrumba en la banqueta y sume el rostro en las manos, la cabeza vencida a las rodillas. La mujer, paralizada, le contempló en silencio por unos segundos. Luego, con tono lleno de temor, le preguntó: – ¿Qué te pasa? El hombre no contestó. Y ella lo prefirió así: que callara, que no respondiese ni en un minuto, ni en una hora, ni en el día siguiente, ni en todos los días siguientes. Sí, lo prefería de esa manera… sin embargo, volvió a preguntar: – ¿Qué te pasa? Y el silencio todavía duró un poco más. Y la mujer se agarró, se apretó y se dejó llevar por él. Y en ese breve tiempo detenido creyó escuchar el fragor de aguas bravas y jóvenes, el tremolar de las hojas, el viento de las cumbres, los chasquidos del roble y los quietos susurros de la cabaña. Pero entonces el hombre habló. – ¡¿Qué me pasa?! ¡Qué crees que me puede
  • 46. pasar! – exclamaba, descubierto el rostro, mirando con fijeza a la mujer – ¡Qué absurdo!, ¡qué estúpido y absurdo soy! ¡Qué me importan a mi Gandarillas, Quique, Cagigal y todos los goles del mundo! Nosotros sí que vamos a bajar a segunda; nosotros sí que estamos en el tiempo de descuento. Dos semanas, sólo quedan dos semanas y para nosotros no habrá gol en el último minuto, ¿entiendes?, ¡no lo habrá! La mujer percibió entonces su bullir en la garganta. Sintió su sabor amargo, la quemazón en la lengua, el empuje brutal con el que pugnaban por salir. Apretó los dientes, cerró los labios, se llevó las manos a la boca. Pero nada pudo. Las palabras saltaron, inevitables, una por una, en toda su extensión y exacto significado: – Vamos a perder el piso, ¿verdad? El hombre se levantó y se fue. La mujer oyó el golpe seco de la puerta del dormitorio. Sola, en la cocina, supo que ya estaban allí. En el piso. Invisibles y vivas, entre ellos.
  • 47. Zapatos de piel de napa Caminaba por la playa, junto a la orilla. El paso lento, la vista baja, sus zapatos de piel de napa marrón se hundían en la arena aún húmeda de la marea anterior. Siguió andando un buen rato, ajeno al rumor del mar y al sol que aparecía y desaparecía entre las nubes. A veces sus labios se movían, acompañados de un aleteo fugaz de las manos; entonces se detenía, alzaba la mirada y agitaba con brusquedad la cabeza. Fue en uno de esos momentos cuando descubrió al niño. Estaba de rodillas, al lado de un castillo de arena. El agua ya alcanzaba los muros y el niño cogía puñados de arena y trataba de reforzarlos. Era inútil. Las olas no cejaban en su empeño, incontenibles, cada vez más fuertes. Al final, los muros cedieron, el mar penetró en el interior, la torre se hundió y el castillo entero no tardó en convertirse en un montón informe de arena mojada. El palo que había hecho de mástil fue arrastrado por la espuma. “Que pena ¿verdad?” dijo el hombre. El niño lo miró por un instante y, sin contestarle, cogió su pala de plástico y llenó el cubo con la arena del montón que
  • 48. fuera castillo. Llevó la carga unos metros más arriba de la línea de la marea, que seguía avanzando. Repitió la operación varias veces con gesto serio y concentrado. En ocasiones se detenía y, observando el progreso de su labor, canturreaba por unos segundos. Luego, con un brinco y una carrera, reanudaba su empeño. Cubo a cubo, el montón fue creciendo. Por fin, el niño posó el cubo y la pala, y dio unas vueltas en torno al montón. Lo miraba con fijeza, desde diferentes ángulos, como sopesando si había alcanzado el tamaño adecuado. Siempre con el mismo gesto grave y absorto, ahora parloteaba para sí. El hombre le había estado contemplando en silencio, con la cabeza ladeada y un tanto abierta la boca, pero cuando el niño se puso de rodillas y metió las manos en el montón de arena, sus labios se cerraron de golpe y se arquearon en una sonrisa. Y la sonrisa no tardó en hincharse y en hacerse risa; y la risa, creciendo y creciendo, pronto explotó en carcajadas. Unas carcajadas informes; unas carcajadas incontenibles; unas carcajadas cada vez más fuertes que estremecían su cuerpo y le hacían tambalearse. El niño lo miró con los ojos abiertos de par en par, dudó por unos instantes, para de pronto salir corriendo y desaparecer playa arriba. Y allí quedaron la pala, el cubo y el nuevo montón de arena. Y también el hombre. Presa aún de las carcajadas, no advertía que las olas ya le alcanzaban y dejaban un palo en el charco donde se hundían sus zapatos de piel de napa marrón.
  • 49. Una humilde cebolla Érase una vez un cocinero de gran fama y talento. Tenía un restaurante con un montón de estrellas, tenedores y gente adinerada. Su carta elevaba al olimpo del paladar a sacrificados representantes del mundo animal, del vegetal e incluso del mineral. En sus bodegas atesoraba las añadas más codiciadas. Entrevistado por periódicos, revistas, radios y televisiones, gustaba de decir que “la cocina es una metáfora de la vida”. Era un titular asegurado; ligero y digestivo como su premiada “sopa de hierbas aromáticas” Cierto día se encontraba solo en su casa. Atardecía y desde el ventanal abierto del salón podía ver los últimos pasos del sol, titilando en el mar camino de un horizonte encendido de rojos y dorados. En el cielo las gaviotas trazaban lenguajes secretos. Un rumor con gusto de sal acariciaba la atmósfera tibia y serena. Suspiró, embargado por los pensamientos que parecía posar ante sus ojos el batir constante y blando de las olas. Empezaba a comprender el sentido último de todas las cosas, cuando sintió la llamada inoportuna del apetito. Volvió a suspirar, encantado con aquella aleccionadora paradoja que le tornaba al cuerpo en el preciso momento en que se perdía en el alma. Se levantó
  • 50. del sillón ergonómico y se dirigió a la cocina. Arrebatado por la conciencia de la vanidad de las vanidades, optó por una respuesta estoica a la demanda de su estómago: haría una tortilla de patatas con cebolla. Rió para sus adentros, orgulloso del desafío prometeico que con aquel sobrio plato lanzaba a la totalidad del universo indiferente y frío. Cogió un par de huevos, una patata grande y una humilde cebolla. Quizás entonces una gaviota estuviese trazando en el cielo un símbolo arcano; o una ola dejando en la arena el pecio de una verdad profunda; o el rayo verde se hubiera disparado en el horizonte como lejano faro de esperanza… Sí, quizás estuviesen sucediendo todas estas maravillas allí fuera, mientras la noche sacaba del armario de la galaxia su capa de leche y lentejuelas; pero ¿qué importaba?, ¿acaso aquella humilde cebolla no había sido cocinada en el horno de una supernova?, ¿acaso no estaba hecha también de polvo de estrellas? Porque, en aquel preciso momento, nuestro afamado y talentoso cocinero miraba la cebolla que sostenía frente a sí con hamletianas maneras. Y de esa guisa permaneció un buen rato, olvidados el estómago y la tortilla de patatas, ajeno a la música de las esferas y al eterno girar de los cielos, hasta que por alguna inefable razón comenzó a pelar la cebolla. Desprendió la piel, que cayó al suelo en ligero vuelo como una inútil envoltura de crisálida. De pronto colombino, alargó el brazo cuán largo era y se quedó contemplando con ojos de infinito océano el desnudo, redondeado y rojizo bulbo; luego, acercó a su oronda panza el preciado descubrimiento y empezó
  • 51. a quitar capa tras capa de las entrañas de la indefensa cebolla. Al principio sus dedos se mostraron mecánicos y hábiles, de cocinero experimentado; pero, según se iban acercando al centro del bulbo, fueron adquiriendo un progresivo temblor de ansiosa búsqueda. La cada vez más disminuida cebolla parecía saltar y bailar entre las yemas, como si pugnara por huir del creciente hervor de las manos. Las capas caían blandas al suelo, al modo de trozos aún curvados de pelota. Al final, ya menor que una canica, exhaló su última capa y el cocinero se quedó sin nada entre las manos. Fuera, la noche ya había desplegado su capa de leche y lentejuelas, las gaviotas dormían en los acantilados, el rumor del mar salaba el silencio y el débil resplandor de la espuma trazaba líneas fantasmales a los pies de la arena. Pero el cocinero no lloró. Nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando de pinche cortaba ajos, patatas y cebollas, ¿por qué iba a hacerlo ahora? No, no había motivo alguno, por más que la Luna fuera nueva y se escondiese de la sed de plata de la Tierra. Después de todo, quizás la cocina fuese una metáfora de la vida, pero si de algo pretendía estar seguro ahora era de que la vida nunca sería una metáfora de las humildes cebollas. Se fue a la cama sin cenar y soñó con sopa de estrellas.
  • 52.
  • 53. La mirada más triste El repartidor tenía la mirada más triste que había visto en su vida. Al menos eso pensaba Roberto Güemes. Se lo encontraba todas las mañanas desde que le trasladaran a las nuevas oficinas de la Delegación. De eso hacía ya un par de meses. Sobre los sesenta años, bajo, menudo y con un bigote un tanto ridículo, llevaba bandejas de pasteles y tartas de una furgoneta a una lujosa cafetería de aquella zona céntrica de la ciudad. Los primeros días no reparó en él. Embutido en un abrigo ya un tanto raído, con paso cansino y la vista baja, siempre caminaba hacia el trabajo ensimismado. Lo había hecho así durante los casi veinte años que había estado trabajando en las antiguas oficinas
  • 54. y así lo hacía ahora, sin que el cambio de lugar y trayecto despertase en él la más mínima curiosidad. Sin embargo, una mañana sus respectivos trayectos los aproximaron tanto que estuvieron a punto de chocar. Fue entonces, aún con el sobresalto de quien es arrancado de súbito de sus pensamientos, cuando las miradas de ambos se tropezaron por primera vez. El encuentro apenas duró un instante. El viejo repartidor, cargado de bandejas, le sorteó con gran habilidad y, sin decir una palabra, siguió su camino en dirección a la cafetería. Roberto Güemes, en cambio, se quedó parado en medio de la acera. Pegada al costado, su mano derecha agarraba con fuerza el asa del portafolio; la izquierda, alzada hasta el pecho, había quedado paralizada en el instintivo ademán de amortiguar el choque. La inmovilidad duró unos segundos, luego reanudó el camino. Su andar era ahora más rápido y balanceaba el portafolio con fuerza, como si se empujara con él. Sentía un nudo en el estómago. Llegó a la oficina, saludó con un gesto a los compañeros y se sentó a su mesa. Quiso entonces ponerse a trabajar pero no pudo. Aún veía frente a sí la mirada del repartidor. Y la siguió viendo durante todo el resto de la jornada. Cuando se fue a dormir, decidió que a la mañana siguiente buscaría los ojos del repartidor para comprobar si su mirada era tal y como la había sentido o si todo había sido producto de la ocasión y de la mente. La mirada más triste del mundo flotó en sus sueños. Salió de casa más temprano de lo habitual. Al llegar a las cercanías de la cafetería pudo comprobar que el
  • 55. repartidor no había llegado. Consultó el reloj: era demasiado pronto. Se demoró mirando los escaparates de las tiendas, aún cerradas. Pasaron veinte largos minutos. Roberto Gúemes tenía la impresión de que todos los adormilados viandantes que pasaban junto a él sabían la razón de la espera y le miraban riendo para sus adentros. Cuando ya su paciencia y vergüenza llegaban al límite, observó con el rabillo del ojo que la furgoneta estaba aparcando. Esperó a que el repartidor saliera del vehículo y cargase con las bandejas de pasteles y tartas. Calculó la velocidad de los pasos y la distancia que los separaba. Echó a andar. Con la cabeza inclinada, miraba por debajo de las cejas. Poco a poco los trayectos de ambos se fueron acercando. Diez metros, cinco metros, dos metros. Roberto levantó apenas lo necesario la vista... La mirada del repartidor le estaba esperando. Le pareció que brotaba mortecina de unos ojos oscuros, se asomaba tímida al mundo por un instante, para languidecer en unas cuencas hundidas, y extenderse y depositarse como una niebla cenicienta por todo el rostro. Al verla, sintió un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras, como si, de repente, caído de algún ayer, estuviera sosteniendo en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Roberto Güemes fue el primero en apartar la vista. Empujándose con el portafolio, se alejó con paso rápido y un nudo en el estómago. Tenía la sensación de que la mirada del repartidor le seguía, clavada en su espalda. Cuando llegó a las puertas de la Delegación, se volvió con torpe disimulo. El repartidor ya
  • 56. no estaba a la vista, pero la mirada más triste que había visto en la vida parecía aún flotar ante a sus ojos. A sus cuarenta años, Roberto Güemes ya no esperaba nada de la vida, pero tampoco pensaba desesperar por nada. Si bien admitía que no había alcanzado sus sueños juveniles, consideraba que estos no se habían tornado, con el paso del tiempo, en pesadillas que le atormentasen con la frustración o el arrepentimiento, sino en desvaídos recuerdos merecedores tan sólo de una sonrisa comprensiva o, simplemente, de un completo olvido. Sin aparente nostalgia por el pasado, al parecer sin temor al futuro, su existencia transcurría en un presente que estimaba inmutable y hasta quizás eterno. Llevaba una vida bien organizada, aunque algo solitaria. No gustaba de sobresaltos, ni de complicaciones, prefiriendo una monótona tranquilidad a la excitación de las novedades. Orgulloso de sus principios, detestaba a quienes pretendían defender valores morales elevados, cuando, en realidad y según él, tan sólo recubrían de bellas palabras inconfesables intereses y debilidades. A su entender, cada individuo era una fortaleza en un paraje repleto de trampas, trincheras y escaramuzas. Combatir era absurdo; pactar, racional. “Vive y dejar vivir” le gustaba sentenciar desde un cómodo y amable egoísmo. Roberto Güemes se tenía, pues, por hombre pragmático, con gran control de sí mismo y poco dado a fantasías y sentimentalismos, por eso no lograba entender la razón de que la mirada del repartidor le perturbase de tal
  • 57. forma. Pero así era. Los encuentros se fueron sucediendo y, cada vez que su mirada se cruzaba con la mirada del repartidor, el mismo doloroso sentimiento invadía su ser y ya no le abandonaba. Mucho reflexionó al respecto y muchas teorías elaboró para tratar de explicarlo, pero ni el mucho tiempo, ni las muchas teorías lograron satisfacer su razón y evitar el malestar. Dada su forma de ser y de ver el mundo, parecía evidente que la mejor manera de resolver el problema era salir de casa unos minutos antes. De hecho, pasados unos días del primer encuentro, todas las noches se acostaba con ese propósito; pero, para su propia sorpresa y aunque hubiese madrugado media hora más, siempre había algo que le demoraba el tiempo suficiente para cruzarse con el repartidor. Eran demoras absurdas, sólo justificables por el deseo inconfesado de ver la mirada más triste del mundo. Y, en el fondo, él lo sabía. Con el transcurrir de las semanas, la situación llegó al extremo de afectar a su trabajo. Por unos descuidos incomprensibles en su probada eficiencia, traspapeló dos importantes expedientes. El caso no llegó a mayores porque otro funcionario advirtió el error; pero, para su vergüenza y humillación, recibió una advertencia del director. Entonces decidió tomar cartas en el asunto: abordaría al repartidor. A la mañana siguiente de tomar la resolución, Roberto Güemes no vio al repartidor de mirada más triste del mundo; en su lugar, un joven transportaba las bandejas de pasteles y tartas de la furgoneta a la cafetería. Dio un suspiro de alivio, relajó el paso y llegó al trabajo con una
  • 58. alegría desbordante. Durante toda la jornada charló de forma animada, y hasta hizo un par de torpes bromas para sorpresa de sus compañeros de oficina. Desafiante, tuvo incluso la audacia de tomar un café y un croissant a media mañana en la cafetería donde el viejo repartidor llevaba las bandejas de pasteles y tartas. Volvió a casa sintiéndose el de antes, el de siempre, él mismo. Por primera vez en mucho tiempo durmió sin soñar con la mirada más triste del mundo. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro, apareció el viejo repartidor. Sin embargo, existía la posibilidad de que estuviese de baja o de vacaciones, por lo que, aunque esperanzado, decidió no echar las campanas al vuelo. Cuando pasó una semana sin que apareciese, estuvo casi seguro de que el joven repartidor había sustituido de forma definitiva al viejo. Cabría pensar que las aguas volvieron a su cauce y Roberto Güemes a ser definitivamente quien era: el funcionario serio y eficaz, ni atraído, ni rechazado por el resto de sus compañeros. Sin embargo, no fue así. Su obsesión – como acabó por calificarla – tomó un inesperado curso. Lejos de temer el encuentro con el viejo repartidor, ahora iba cada mañana camino del trabajo con la esperanza de verlo… y cada mañana sólo hallaba al joven que tarareaba canciones de moda mientras transportaba las bandejas de pasteles y tartas. Entonces su paso se ralentizaba y su portafolio pendía inerte de la mano, como a punto de desprenderse. El doloroso nudo en el estómago que sintiera antes cuando se cruzaba con
  • 59. el viejo repartidor, se había transformado en un no menos doloroso vacío por su ausencia. Ahora, donde quiera que estuviese, le parecía sentir un chasquido de hojas secas, un olor a lluvia, un tacto de sombras; ahora, pusiera la vista donde la pusiese, veía aquella mirada mortecina que brotaba de unos ojos oscuros y unas cuencas hundidas, y le cubría con una niebla de tristeza. De nuevo volvió a no entender lo que le pasaba, de nuevo volvió a tener problemas con su trabajo, de nuevo volvió a soñar que sostenía en la palma de la mano un ser frágil en el último pálpito. Como caído de algún ayer. Al cabo, reconoció que necesitaba saber que había sido del hombre con la mirada más triste que había visto en su vida. Aquella mañana, Roberto Güemes se levantó a la hora habitual y salió de casa dispuesto a interrogar al joven repartidor. Le encontró en el lugar acostumbrado, descargando las bandejas de pasteles y tartas, mientras tarareaba una conocida canción de amores desgraciados. Se acercó a él y, tras presentarse, le preguntó si conocía al antiguo repartidor. – ¿A Paco se refiere, usted? – Le contestó el joven – ¡cómo no! Desde que entré en la empresa hace ya tres años, le conozco… ¡Pobre! Con lo alegre y simpático que es… – ¡¿Alegre y simpático?!... ¿está usted seguro de…? – Roberto Güemes se interrumpió de pronto y, con tono alarmado, preguntó: – ¿Por qué ha dicho pobre?, ¿le ha ocurrido algo? Entonces el joven repartidor le contó que Paco
  • 60. había enfermado de gravedad y que estaba en el hospital en un estado “sin esperanza”. Roberto Güemes se informó del nombre completo de Paco y del hospital en el que se hallaba. Aquella misma tarde fue a visitarlo. La puerta de la habitación que le habían indicado en el vestíbulo del hospital estaba abierta. Llamó con suavidad pero no obtuvo respuesta. Se animó a entrar. El único ocupante de la habitación parecía dormir. Ya estaba a punto de darse la media vuelta, cuando los ojos del hombre tendido en el lecho se abrieron y le miraron. Reconoció de inmediato la mirada más triste que había visto en su vida. Tras unos instantes de vacilación, dijo: – Perdone que le moleste, usted no me conoce pero… – Sí que le conozco, sí – le interrumpió el enfermo – Me he cruzado con usted muchas mañanas mientras descargaba la mercancía en el Central. ¿Sabe? me fijaba en usted por… por la forma tan ensimismada que tiene de caminar. El enfermo calló y trató de incorporarse. No pudo. Dejó caer la cabeza en la almohada. Respiraba con dificultad y su tez pálida había enrojecido por el esfuerzo. Hubo unos segundos de silencio. Todavía con la respiración anhelante, dijo con extrema amabilidad: – Pero acérquese y tome asiento, uno ya no es quien era y le cuesta hablar en voz alta. Roberto Güemes se acercó y tomó asiento. Tosió, carraspeó, se removió en la silla. Su mirada vagaba por la habitación, temerosa de posarse en el rostro del repartidor
  • 61. que, sin embargo, le observaba con atención y simpatía. – ¿De modo que usted también se fijaba en mí? – preguntó el repartidor. Roberto Güemes asintió, sus ojos fijos en los encendidos colores de la caída de la tarde que penetraban por la ventana y teñían de tonos rojizos y amarillentos la atmósfera del cuarto, seca y caliente en exceso por la calefacción. – Me lo preguntaba, ¿sabe? Muchas veces me lo pregunté. Pero siempre me contestaba que no, hombre, que no. Después de todo ¿qué motivo iba a tener usted para fijarse en mi? La mirada de Roberto Güemes había caído al suelo, se había detenido por unos instantes en unas zapatillas a cuadros, había ascendido por la pata de la cama y, lentamente, recorría ahora el pequeño bulto que se formaba en las sábanas. – Sin embargo – proseguía el repartidor – a veces me decía: “con motivo o no, parece…” Pero bueno, ¡qué importa ya eso! El caso es que usted está aquí y que yo me alegro, de verdad que me alegro. La mirada de Roberto Güemes ya había alcanzado el rostro ceniciento, ya había caído en las cuencas profundas y topado con los ojos oscuros. Sintió el chasquido de hojas secas, el olor a lluvia, el tacto de sombras. – Pero ¡vamos!, ¡ésta sí que es buena! – exclamó de pronto el viejo repartidor – Yo aquí hablando y hablando y ni siquiera nos hemos presentado. Me llamo Francisco
  • 62. Alcántara, Paco para los amigos como usted… Paco levantó trabajosamente el brazo y tendió la palma abierta; Roberto la estrechó. El último pálpito de un ser frágil en la mano. Como caído de un ayer. Entonces sintió la necesidad de levantar el ánimo del enfermo. Quería utilizar lugares comunes, pero pintándolos de tal forma que pareciesen parajes de esperanza. Y rompió su silencio y, sin percatarse al principio, dándose cuenta después de un buen rato, llevado al cabo por una fuerza irresistible, se puso a hablar de sí mismo. Le habló del padre campesino y la madre de luto, del pueblo de tejados de pizarra, de los bancos de la escuela, del mapamundi, de los prados y el bosque, de cuando acechaba nidos y cazaba ranas en las charcas; le habló de su vida de estudiante becado en la ciudad, las calles, el bullicio, la gente, las primeras inquietudes, los primeros amigos, las primeras noches en vela, el primer amor; le habló de las agotadoras horas de estudio, del triunfo en la oposición a funcionario, del empeño en los primeros años de trabajo, de aquellos ojos grandes, de aquella cabellera rizosa, de aquella risa de perlas, del noviazgo, el matrimonio, la vida en común, el divorcio. Y habló y habló, e incluso cuando llegó la cena y ayudó al viejo repartidor a tomar el alimento, siguió hablando y hablando, animado porque creía ver que sus palabras producían en aquella la mirada más triste del mundo destellos de alegría. Y aún hablaba cuando la enfermera llegó y le informó de que ya no podía quedarse más. “Mañana vendré a la misma hora ¿le parece bien?”
  • 63. dijo a modo de despedida. El enfermo asintió. Ya Roberto salía por la puerta, cuando oyó que le llamaba. Volvió junto al lecho: – Usted me perdonara – dijo el repartidor tras un largo silencio – pero no es bueno que un moribundo mienta. Y antes le mentí; sí, le mentí… ¿Sabe? no me había fijado en usted por eso que le dije de su forma ensimismada de andar. No, no fue por eso… – se interrumpió; le miraba fijamente; continuó, después de otro largo silencio: – Espero que no se ofenda, pero la verdadera razón de que me fijara en su persona fue su mirada. Sí, sí, no se sorprenda: fue su mirada. ¿Sabe? usted tiene la mirada más triste que he visto en mi vida. Sin embargo, esta noche mientras me hablaba de su vida he visto saltar en sus ojos como chispas de alegría… Diez minutos más tarde, Roberto caminaba ensimismado hacia su casa. Cuando cuatro días después volvió al hospital, le informaron que el viejo repartidor había muerto. Durante unos segundos se quedó inmóvil, apoyado en el mostrador, mirando con fijeza las rosas de aspecto frágil que la recepcionista tenía en un florero junto al ordenador. Luego balbució unas palabras de despedida, se dio la media vuelta, salió del hospital y se dirigió a su casa. De nuevo ensimismado.
  • 64.
  • 65. Puntos de vista Desde cierto punto de vista, se los podía considerar parecidos. Los dos tenían veintitrés años, y eran altos, fuertes y de tez morena. También cabría contar entre las semejanzas el que ambos tuviesen una madre que cocinaba muy bien y una novia de ojos grandes y negros. Algo bravucones y a veces un tanto pendencieros, quizás el rasgo más llamativo que poseían en común fuese una sonrisa amplia, fácil, contagiosa, que llenaba su rostro como de juegos infantiles. Sin embargo, desde la práctica totalidad de los puntos de vista, se los debía considerar muy diferentes. Sus orígenes, educación y costumbres eran tan distintos como distantes. En realidad,
  • 66. lo verdaderamente extraño fue que sus vidas se cruzaran. Pero, más allá de semejanzas y diferencias, el caso es que aquel día los dos se levantaron a la misma hora en la madrugada y ambos dedicaron la mañana a cumplir sus respectivas y diversas tareas, con esa laboriosidad y simpatía que los caracterizaba. Empezaba a caer la tarde cuando, sin saberlo, el transcurrir cotidiano los condujo al encuentro. Ocurrió a la salida de una de las aldeas pobres y polvorientas de aquel mundo polvoriento y pobre. El uno iba en una bicicleta desvencijada; el otro en un carro de combate ligero. El uno se llamaba Hamid Sayebi, civil; el otro se llamaba Juan González, soldado. Desde la torreta, Juan González vio venir a Hamid Sayebi en la bicicleta. Le dio el alto una, dos veces… Quizás Juan no gritó lo suficiente, o quizás Hamid pedaleaba distraído; o quizás ambos estaban nerviosos o fuesen algo pendencieros y un tanto bravucones. Tampoco sabemos si hubo o no un tercer aviso, lo único que podemos asegurar es que Juan disparó y Hamid fue arrancado de cuajo de la bicicleta. Murió en el aire, cayó de espaldas con los brazos abiertos, donde antes jugara su sonrisa ahora sólo había un gran vacío sanguinolento. Juan siguió y siguió disparando a la tarde que caía, aún durante un buen rato. Los mandos lamentaron el error, pero justificaron la acción del soldado Juan González: sólo había cumplido con el protocolo establecido por las fuerzas internacionales en misión de paz; sus compañeros no cesaron de animarlo; él, silencioso, se limitaba a sonreír. Una semana después
  • 67. volvió de permiso a su pueblo. Los vecinos le recibieron con grandes muestras de alegría. Él respondía a los agasajos sin decir una palabra y sonriente. Todos opinaron que volvía igual de simpático, pero con algo más de hombre. Tan sólo la madre y la novia, ya desde el primer beso, supieron que abrazaban una sonrisa vacía.
  • 68.
  • 69. El extraño (Escenario vacío, salvo por unas cajas y un tablón que están al fondo y, por ahora, no visibles. Un hombre – Extraño – de pie en el medio del escenario mira al frente y permanece totalmente inmóvil. Al cabo de unos segundos entra otro hombre – Cualquiera – Camina por el escenario con aire de duda, mirando a Extraño. Éste sigue con la vista al frente sin hacer ningún movimiento. Tras unos paseos arriba y abajo a lo largo del escenario, Cualquiera se acerca a Extraño) Cualquiera.- Perdone que le moleste, pero… ¿Es usted?
  • 70. Extraño.- Depende de a qué usted se refiera usted. Cualquiera.- Me han dicho que por aquí encontraría a un tipo de pie, solo y con aspecto… Extraño.- ¿Extraño? Cualquiera.- ¡Exacto! Esa fue la palabra. Extraño.- Bien, entonces sí: yo soy el usted que busca usted. Cualquiera.- ¡Qué bien! ¿Sabe? No estaba seguro… Extraño.- (Interrumpiéndolo) Debe usted estarlo. Es imprescindible para el encuentro. Dígame ¿lo está? Cualquiera.- ¡Oh, sí! Del encuentro, sí. Me refería a si usted era usted… Extraño.- Ya le he dicho que lo soy. Y si usted está seguro de querer realizar el encuentro, sólo nos queda empezar. Cualquiera.- Claro, claro. ¿A qué he venido si no? Extraño.- En efecto, a qué ha venido si no. (Quedan en silencio. Se miran. Cualquiera carraspea, toma aire y tras unos segundos, habla) Cualquiera.- Mire yo quería… Extraño.- ¡No! Cualquiera.- ¿No? Extraño.- No. Debemos empezar, pero desde el principio. Cualquiera.- ¿Desde el principio? Extraño.- En efecto, eso he dicho: desde el principio.
  • 71. (Cualquiera vuelve a carraspear y a tomar aire. Habla) Cualquiera.- Buenos días, me llamo… Extraño.- ¡No! Cualquiera.- ¡¿No?! Extraño.- No. Cualquiera.- ¡Diablos! ¡Qué difícil es…! Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¿Se ha leído usted las instrucciones que le dieron? Cualquiera.- ¿Las instrucciones…? ¿Se refiere al folleto…? Extraño.- Sí (O asiente) Cualquiera.- Por encima. Extraño.- ¿Como cuánto de por encima? Cualquiera.- Bueno… por encima… ya sabe. Extraño.- No, no sé (Tras unos segundo de silencio, mirándolo fijamente) ¿Ha leído el final? Cualquiera.- ¿El final del folleto, dice usted? Extraño.- Sí, el final del folleto: eso he dicho. Y hágame el favor de contestarme con total sinceridad pues de otra forma habrá que interrumpir el encuentro. ¿Se ha leído o no se ha leído el final? Cualquiera.- ¡Oh, el final sí! Y con mucha atención, no le quepa duda. Extraño.- ¿Y está usted de acuerdo? Cualquiera.- Sí, sí, completamente de acuerdo. Extraño.- ¿Seguro?
  • 72. Cualquiera.- ¡Segurísimo! (Callan. Tras unos segundos de silencio, Extraño vuelve a hablar) Extraño.- ¿Y del principio que leyó? Cualquiera.- Muy poco. Extraño.- ¿Eso quiere decir que no sabe cómo tenemos que empezar? Cualquiera.- Bueno, yo pensé que… Extraño.- (Interrumpiéndolo) Poco importa lo que pensó, lo que importa es que piense ahora (Tras unos segundos de silencio) ¿Dónde quiere que sea? Cualquiera.- ¿El encuentro? Extraño.- En efecto, el encuentro. (O asiente) Cualquiera.- Pues aquí ¿Para qué ir a otra parte? Este sitio es tan bueno como otro cualquiera ¿No le parece? Sí, sí, sin duda aquí. Extraño.- Aquí no es ningún sitio. El encuentro se tiene que realizar en un sitio concreto. Por ejemplo en una estación o en un tren o en un avión. Cualquiera.- No, no en un avión no. Me da miedo volar ¿sabe? En realidad me dan miedo muchas cosas… Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¿Dónde? Cualquiera.- ¡Oh, sí claro! ¡¿Dónde?! (Se queda pensativo) ¿Qué le parece en un tren? Extraño.- De acuerdo: en un tren. ¿Quién será usted?
  • 73. Cualquiera.- ¿Yo? Pues yo ¿quién voy a ser si no? Extraño.- ¡Usted no ha leído el folleto ni por encima ni por debajo! Creo que en estas condiciones… Cualquiera.- ¡Leí el final! Se lo aseguro: el final sí. Extraño.- ¿Está usted seguro? Cualquiera.- ¡Segurísimo! (Extraño se le queda observando. Al cabo, habla) Extraño.- Si hubiese leído el principio del folleto sabría que tiene usted derecho a escoger un papel para representar. Por ejemplo puede ser un viajante de comercio, un médico en un congreso, un ejecutivo de vacaciones… lo que quiera. Cualquiera.- Comprendo, comprendo. Me quedo con ser yo mismo. No es que se me dé muy bien… en realidad no se me da bien casi nada, pero, bueno, ya sabe, con la costumbre uno llega a hacer de uno mismo si no bien, sí al menos de forma pasable, aunque si me preguntara cómo es ese yo mismo tendría dificultades en explicárselo, porque… Extraño.- Aún no, por favor. Quedo yo. Cualquiera.- ¿Usted? Extraño.- Sí: yo. ¿Quién quiere que sea? Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro! Comprendo… Lo dejo a su gusto. Extraño.- ¿Le parece bien un abogado de vacaciones?
  • 74. Cualquiera.- ¡Estupendo! ¡Estupendo! Aunque eso sí, me gustaría que… (Calla si atreverse a continuar) Extraño.- ¿Qué le gustaría? Cualquiera.- Bueno no se ofenda, no quiero molestarlo, pero si usted pudiese ser un poco menos… quisquilloso. Extraño.- ¿Quiere que sea comprensivo? Cualquiera.- ¡Me encantaría! Extraño.- Bien ¿Qué le parece entonces un abogado comprensivo, de mediana edad, divorciado, con dos hijos? Cualquiera.- ¡Excelente! Extraño.- Entonces, no se hable más y haga el favor de ayudarme. (Extraño va hacia el fondo del escenario seguido de Cualquiera. Coge una caja) Extraño.- Coja usted otra caja por favor. (Cualquiera coge otra caja. Extraño se dirige al centro del escenario con la caja, seguido de Cualquiera que también porta una caja. Extraño posa la caja) Extraño.- Póngala ahí (Señalando junto a la caja que ha posado) Sígame de nuevo, por favor. (Extraño vuelve al fondo del escenario y coge el tablón por un extremo)
  • 75. Extraño.- Ayúdeme, por favor. (Cualquiera coge el otro extremo del tablón. Caminan con él hacia las cajas y lo posan sobre ellas a modo de banco) Extraño.- (Sentándose en el tablón) Bien, yo estoy sentado en el departamento de un tren y usted… Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) ¿Podría ser al revés? Extraño.- (Se levanta) Usted está sentado en el departamento de un tren y yo entro ¿De acuerdo? Cualquiera.- De acuerdo (O asiente) (Se quedan inmóviles unos segundos. Extraño esperando que Cualquiera se siente. Cualquiera, mirando sin saber que hacer) Extraño.- (Impaciente) ¿Empezamos o no? Cualquiera.- Cuando usted quiera. (De nuevo se quedan inmóviles, en la actitud reseñada arriba) Extraño.- ¿A qué espera? Cualquiera.- Pues yo… no sé… a lo que usted diga… Extraño.- Quedamos en que usted estaría sentado ¿no? Cualquiera.- Sí, en eso que…
  • 76. Extraño.- (Interrumpiéndolo) ¡Pues siéntese de una vez! Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro! Perdone pero es la primera vez y… Extraño.- ¿Se sienta o no se sienta? (Cualquiera se sienta en un extremo del tablón, Extraño se aleja) Cualquiera.- ¿Adónde va? Extraño.- He de salir para poder entrar. Cualquiera.- ¿Entrar? ¿Adónde? Extraño.- (Yéndose) ¡Al departamento! El encuentro es en un tren ¿recuerda? Cualquiera.- (Hablando al Extraño que ya se ha ido) ¡Oh, sí, claro, claro! (Pasan unos segundos. Cualquiera mira inquieto a su alrededor. Al cabo, entra de nuevo Extraño. Hace como si llevara una maleta) Extraño.- ¡Buenos días! Cualquiera.- ¡Buenos días! (Extraño hace como si colocara la maleta en el habitáculo para los equipajes. Se sienta en el otro extremo del tablón. Simula que abre un periódico y se pone a leer. Pasan unos segundos. Cualquiera, nervioso y sin saber
  • 77. que hacer, lo mira. Extraño cierra el periódico y hace como si tuviera mucho calor) Extraño.- Hace mucho calor aquí ¿no cree? Cualquiera.- ¿Calor? Bueno… yo… (Extraño se levanta y hace como si se quitara un abrigo) Extraño.- Es lo malo de estos trenes tan modernos. En verano ponen el aire tan fuerte que te congelas y en verano la calefacción tan alta que te asas ¿No le parece? Cualquiera.- Bueno, yo no sé… es la primera vez y… Extraño.- (Sentándose de nuevo) ¿Va usted a la capital? Cualquiera.- No, yo no voy a ningún… Extraño.- Yo también. De vacaciones ¿sabe? (Sonríe) A la capital, a la gran capital; siempre me ha fascinado la libertad de las grandes ciudades. Nadie te conoce y se puede hacer lo que se quiera ¿no le parece? Cualquiera.- Bueno, yo… Extraño.- Si no es indiscreción ¿viaja usted por negocios o también por vacaciones? Cualquiera.- Yo no viajo ni por negocios, ni por vacaciones. Ni siquiera viajo. He venido aquí porque estoy harto, realmente harto, totalmente harto, harto de… Extraño.- (Levantándose de golpe) ¡No, no, no! Cualquiera.- ¿No?
  • 78. Extraño.- Eso he dicho: no. Cualquiera.- No ¿qué? Extraño.- No: (Imitándolo) estoy harto, realmente harto, totalmente harto, harto de… Cualquiera.- ¿Por qué no si es verdad? Extraño.- Que sea verdad no importa. Cualquiera.- ¿Cómo que no importa? ¡Es lo que he venido a decir! Extraño.- Sí, pero no así, de golpe, antes tiene que representar un rato ¿Comprende? Hablar de cosas intrascendentes, bromear un poco, hacerme preguntas, dar algún rodeo, sugerir ciertas cosas… Cualquiera.- ¿Por qué? Extraño.- ¡¿Por qué?! Porque yo así lo espero... (Señalando a los bastidores) y ellos… (Señalando al público) y todos… Además es la única manera de que sea eficaz. Cualquiera.- Comprendo, comprendo. Extraño.- Entonces empecemos de nuevo. (Extraño se vuelve a sentar. Deja pasar unos segundos) Extraño.- Si no es indiscreción ¿viaja usted por negocios o…? Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) Casi que ahora preferiría que fuese en otro sitio. Extraño.- ¿En otro sitio?
  • 79. Cualquiera.- Sí, en otro sitio (Acercándose a Extraño y hablándole como al oído) Ese pasajero de ahí no nos quita la vista de encima y me está poniendo nervioso. (Extraño se queda mirando a Cualquiera como si valorase si le estaba tomando el pelo. Al cabo de unos segundos se levanta. Cualquiera también) Extraño.- De acuerdo ¿dónde quiere ahora que sea? (Cualquiera pasea por el escenario como pensando) Cualquiera.- ¿Le parece bien en un bar? Extraño.- ¿En un bar? Cualquiera.- Sí, en un bar. Ya sabe en un bar de hotel de esos que salen en todas las películas y que… Extraño.- (Interrumpiéndolo) De acuerdo en un bar de hotel. No se hable más y haga el favor de ayudarme. (Extraño coge un extremo del tablón. Cualquiera coge el otro. Lo llevan a donde estaba al principio. Extraño coge otra caja y lo lleva junto a las otras. Las distribuyen como si fueran dos sillas y una mesa. Contempla el efecto. Tras unos segundos, mira a Cualquiera) Extraño.- ¿Sigo siendo el abogado comprensivo de vacaciones?
  • 80. Cualquiera.- ¡Oh, sí, claro, claro! Extraño.- ¿Y usted sigue siendo…? Cualquiera.- ¡Sí, sí! Como usted quiera. Extraño.- ¿Qué prefiere que esté yo sentado y usted se acerca o al revés? Cualquiera.- (Tras unos segundos de meditación) Prefiero estar yo sentado, nunca me atrevería a acercarme y sentarme con un desconocido… sepa que yo… Extraño.- De acuerdo. Siéntese. (Cualquiera se sienta, Extraño se aleja) Cualquiera.- ¿Adónde va? Extraño.- He de salir para… Cualquiera.- ¡Oh, si claro, claro, perdone! (Extraño se va. Pasan unos segundos. Cualquiera mira inquieto a su alrededor. Al cabo, entra de nuevo Extraño. Pasea por el escenario como si buscara un sitio para sentarse sin encontrarlo. Al final descubre la mesa en donde se encuentra Cualquiera que es la única que se supone tiene una silla libre. Se acerca) Extraño.- Perdone ¿Le importaría que me sentase a su mesa? Cualquiera.- (Se le queda mirando sin saber qué hacer o decir) Extraño.- (Sentándose) Muchas gracias, en esta
  • 81. época y a estas horas es prácticamente imposible encontrar un asiento y una mesa libre. (Cualquiera sigue mirando sin saber qué hacer ni que decir. Extraño hace gestos de satisfacción por haberse sentado. Un largo silencio) Extraño.- ¿Me permite invitarlo a algo? Cualquiera.- Bueno… yo… la verdad… Extraño.- Estupendo, estupendo. ¿Qué le parece una botella de vino? En este hotel los tienen excelentes. ¿De acuerdo? No se hable más… Camarero, por favor, un reserva de esos que usted ya sabe… ¿Es su primera estancia en el hotel? El servicio aquí es impecable… de lo mejorcito: rápido, eficaz, casi milagroso: se les ve cuando se les necesita y no se les ve cuando no se les necesita. Un lujo, un verdadero… ¡Oh, sí! Póngalo en la mesa por favor. No gracias, lo haré yo mismo (Hace que saca dinero y que paga al invisible camarero) Gracias y quédese con la vuelta por favor… ¿Qué le dije? El servicio aquí parece hecho de aire… (Extraño hace que coge una botella y que sirve vino en unas copas. Luego hace que toma una de ellas y que observa y huele el vino como si fuera un enólogo) Extraño.- Fíjese en su color intenso… huela: fragante y a la vez delicado… (Da un sorbo) potente, elegante,
  • 82. dotado de una notable complejidad, espléndidamente estructurado, sugestivo, estimulante y muy serio… ¿no le parece? Cualquiera.- Bueno… la verdad, yo soy más bien bebedor de cerveza. Extraño.- No se disculpe. La cerveza también es una bebida muy apreciable. ¿Desea que le pida una? Aquí tienen unas cervezas alemanas e inglesas realmente notables. Cualquiera.- ¡Oh, no! No se moleste. Probaré… probaré ese excelente vino que usted dice (Alarga la mano y hace que coge el invisible vaso y que lo prueba) ¡Uhm! Excelente y dotado de un complejo estructurado espléndidamente potente… y sugestivo, como usted dice. (Callan durante un buen tiempo, mientras beben y saborean el vino) Extraño.- Si no es indiscreción, ¿su estancia aquí es por negocios o quizás está usted de vacaciones? Cualquiera.- Ni lo uno, ni lo otro. Extraño.- ¿Ni lo uno ni lo otro? ¡Ah! Es usted una persona misteriosa. Me gusta, me gustan las personas misteriosas. Soy abogado ¿sabe? Y, al contrario de lo que piensa la gente, en nuestra profesión nada es misterioso: o sabemos que nuestro cliente es inocente o culpable o, en la mayoría de los casos, eso nos importa un rábano. Y en cuanto a la sentencia judicial, tampoco es un misterio,
  • 83. normalmente la negociamos. Muy burocrático todo ¿sabe? (Breve silencio) Pero… pero déjeme adivinar… yo diría que es usted médico ¿me equivoco? (Cualquiera permanece impertérrito)... ¿Ve?, lo sabía, pero no vaya a creer que tengo poderes adivinatorios, ni dotes psicológicos de esos que en las películas se nos atribuyen a los abogados. Es más sencillo, he visto anunciado en el vestíbulo un congreso de cardiología y he supuesto que usted era uno de los participantes… Cualquiera.- Soy funcionario. Extraño.- ¿Funcionario? ¿Ve? ¿Qué le decía? Los abogados como detectives somos un verdadero desastre. Sólo sabemos recitar artículos del código penal, como los curas pasajes de la Biblia. Y creemos tanto en la justicia como ellos en Dios… (Se interrumpe, como si temiese haber metido la pata) Perdone, quizás le haya ofendido ¿es usted creyente? Cualquiera.- Yo no creo en nada. Extraño.- ¡Un nihilista! Me gusta, me gustan los nihilistas. Es como el chiste, el del vaso por la mitad ¿lo sabe? El optimista dice: el vaso está medio lleno. El pesimista: el vaso está medio vacío. El racionalista: este vaso es el doble de grande de lo que debería ser. Y el nihilista: ¿a quién diablos le importa ese maldito vaso? (Ríe. Cualquiera, no) Pero hablando de vasos, seamos realistas… (Coge la imaginaria botella y hace que llena los
  • 84. imaginarios vasos. Bebe. Cualquiera, no. Unos segundos de silencio. Extraño, después de saborear el vino, posa el invisible vaso en la mesa) Extraño.- Pues ¿sabe? Yo estoy aquí de vacaciones. Sí, señor, de vacaciones totales. No me he traído nada: ni móvil, ni ordenador, ni nada de nada. Vamos, que si hubiese podido no me habría traído ni a mí mismo. ¿Se imagina que felicidad? De vacaciones solo, sin nadie y, sobre todo, sin esa compañía tan pesada y aburrida en que se acaba convirtiendo nuestra propia persona. ¡Quién pudiera dejar la cabeza en el frigorífico e irse de vacaciones con sólo una cámara de video sobre lo hombros! ¡La libertad! ¡la completa libertad! Pero, por ahora, no hay agencia de viajes que ofrezca tan magnífica posibilidad y no he podido dejarme en mi casa… Bueno, en mi casa no. La verdad, ya no tengo lo que se dice “mi casa”… Me acabo de divorciar ¿sabe? Cualquiera.- ¡Oh! Lo siento… Extraño.- No, no lo sienta. Ha sido lo mejor. (Breve silencio) Extraño.- Por cierto ¿está usted casado? Cualquiera.- No. Extraño.- ¿Divorciado? Cualquiera.- (No contesta) Extraño.- ¡Ah! Un soltero de oro.
  • 85. Cualquiera.- (No contesta) Extraño.- ¿Viudo? Cualquiera.- (No contesta) Extraño.- ¡¿Tampoco?! ¡Diablos! Es usted misterioso, realmente misterioso. (Breve silencio) Cualquiera.- Ya no los oigo. Extraño.- ¿No los oye? ¿A quién? Cualquiera.- A los mirlos. Extraño.- ¡¿A los mirlos?! Cualquiera.- Sí, a los mirlos. Extraño.- ¿Se refiere usted a esos pájaros negros con pico…? Cualquiera.- Sí. (Breve silencio) Extraño.- Bueno… sí… nunca había oído… es un problema, desde luego… ¿Es usted ornitólogo? Cualquiera.- No. Extraño.- ¿No?... ¡Ah, comprendo! Le gusta a usted el canto de los pájaros. ¡Es usted un hombre sensible!, ¡amante de la naturaleza! ¡Tiene razón! Sin duda tiene razón. Vivimos en grandes ciudades, rodeados de hormigón y asfalto, asaltados por el ruido de los coches y de la muchedumbre solitaria que arrastra los pies y la
  • 86. mirada por calles y avenidas. Hemos perdido el contacto con nuestras raíces, con nuestra verdadera naturaleza. ¡Ah, el campo! Esos horizontes amplios que abren la mirada, ese aire puro que ensancha los pulmones, ese festival de colores que alegra el espíritu, esa sinfonía de aromas que embriaga la mente, ese… ese… ese canto de los pájaros que… Pero, no se preocupe. Su problema tiene fácil remedio. Si quiere salimos al jardín del hotel, es espléndido y sin duda algún mirlo habrá, o algún jilguero o algún… no sé, algún pájaro cantor… Disculpe pero yo de pájaros pájaros no sé mucho. Lo mío, ya sabe, son los pájaros de cuenta (Ríe) Venga, anímese, si no encontramos ningún mirlo en el jardín, esta tarde mismo vamos a una pajarería y… Cualquiera.- No, no es eso. No lo comprende. Es peor. Extraño.- ¿Peor? Cualquiera.- Sí, peor, mucho peor. El problema no es que no oiga el canto de los mirlos porque no los haya o no sepa dónde encontrarlos. El problema es que no los oigo aunque esté rodeado de mirlos ¿entiende?, no los oiría aunque cien mirlos me cantasen al oído. Extraño.- Bueno… es extraño… quizás sea un problema de frecuencias, ya sabe, las ondas sonoras… Cualquiera.- (Interrumpiéndolo) Quiero volver a oírlos. Es lo único que he tenido siempre, lo único que me quedaba. Si yo le contara. Extraño.- Cuente, cuente, ¿Acaso no ha venido
  • 87. usted aquí para eso? Cualquiera.- Sí, tiene razón. He venido para eso, pero… ¿qué quiere que le cuente? No hay nada que contar, es muy sencillo, todo es muy sencillo: estoy harto, simplemente eso, harto, muy harto, completamente harto. (Unos segundos de silencio. Cualquiera se pone de pie) Cualquiera.- Siempre es lo mismo, desde hace años es lo mismo: suena el despertador, me levanto como un autómata, voy al baño y me miro en el espejo. Sí, me miro y me dan ganas de gritar y de gritar. Porque miro, veo y no comprendo. No, no comprendo nada. Y miro y miro y vuelvo a mirar y sigo sin comprender y grito y pregunto ¿De quién es esa miraba vacía? ¿De quién esas mejillas pálidas? ¿De quién esa boca apretada? ¿Quién es ese que me mira? ¿Quién es ese al que miro? Di ¿quién eres? ¿De dónde has salido? ¿Qué has hecho con mi rostro? ¿Qué has hecho con mis ojos que miraban curiosos al mundo? ¿Qué has hecho con mis mejillas que gustaban del aire abierto? ¿Qué has hecho de mis labios que amaban la risa? ¡Di! ¿Qué haces en mi casa, en mi espejo, en mi rostro? ¡Deja de mirarme! ¡No calles! ¡Habla! ¡Di! ¿qué has hecho de mi rostro? ¡Dámelo! ¡Lo quiero! ¡Es mío! ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Devuélveme mi rostro y lárgate! (Unos segundos de silencio)
  • 88. Cualquiera.- Pero no se va ¿cómo va a irse si soy yo? ¿Cómo va a devolverme mi rostro si ése es mi rostro? Y entonces callo y me quedo inmóvil mirando fijamente esos ojos asqueados que no cesan de mirarme. Y siento como si una niebla saliera del espejo, como si manos invisibles me atrajeran a su interior. Y me dejo arrastrar y es como si penetrara en el espejo y es como si allí dentro recuerdos, recuerdos y más recuerdos se pegaran a mi cuerpo, a mi piel, a mis ojos, vívidos, reales, como recién estrenados… (Se interrumpe sorprendido. Señala a un punto del escenario) Cualquiera.- ¡Mire! ¡Allí!... ¡¿Quién es esa?!... ¡Imposible!... ¡No puede ser! Pero sí… ¡Es ella!... ¡La ve! ¡Dígame! ¿La ve?... ¡Es mi madre!... Sí, mi madre. Una madre a la antigua usanza. Una madre que cocinaba, lavaba y fregaba; una madre, cuya vida se reducía al hogar, al marido, a mí. ¿Ve cómo me mira? ¿Ve cómo me ama? ¿Ve cómo desea que siempre sea así: un niño, a gatas, jugando en torno a sus faldas? ¿Lo ve? ¡Dígame! ¿Lo está viendo? ¡Mire! ¡Fíjese! Va a acercarse a mí, va a besarme en la frente, va a abrazarme, va a hablarme con todo su amor al oído ¡Escuche! ¡Preste atención! ¿Ha oído sus palabras?... ¿No? ¡Aguce el oído! ¡Lea sus labios! ¿Ha escuchado ahora? ¿Ha oído lo que ha dicho?... ¿No? Pues ha dicho que soy el tesoro de su corazón, su corazón mismo, su
  • 89. vida misma, que soy el niño más guapo, bueno y listo del mundo, que me quiere, me quiere y me quiere más que a nada y nadie en el mundo, que qué pena, pero qué pena, que un día crezca y me haga mayor para dejar de ser el tesoro de su corazón, su corazón mismo, su vida misma. (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Pero ¡calle!, ¡escuche! ¿No oye ese ruido en la escalera?, ¿el abrirse de la puerta?, ¡esos pasos en el pasillo? (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Sí, es mi padre. Un padre a la antigua usanza: honesto, trabajador, rígido. ¿Lo ve? ¿Ve las horas extras en sus ojos? ¿Ve las economías en sus manos? ¿Ve todos sus sacrificios cargados a la espalda? Observe ese beso torpe en la frente de la esposa. Observe cómo mira el coche de juguete que aún conservo en la mano. Observe cómo se me acerca, cómo posa sus duras manos en mis hombros, cómo me mira desde la implacable altura de su honrada existencia. ¡Escuche! Va a hablarme con su voz de vino y trabajo, de cigarrillos y trabajo, de obediencia y trabajo. ¿Lo oye? ¡Escuche! ¡Preste atención! Me dice que ya no soy un niño, que ya soy un hombre; que el mundo es cruel y salvaje y sólo triunfan los mejores; que él me lo dará todo, todo lo que pueda, aunque le cueste la
  • 90. salud y la vida; que debo estudiar duro, muy duro, hasta quemarme los ojos y desollarme los codos; que yo debo ser el mejor, triunfar, llegar lejos, muy lejos, lo más lejos posible, arriba, a la cima, a donde él no pudo, pues yo soy su hijo y él es mi padre (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Pero ¡escuche! ¿No oye esos gritos, esas risas, esa música, esos cánticos? (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- ¡Los amigos! ¡La juventud! ¡La juventud y los amigos! Esas noches eternas de alcohol y conversaciones; ese deambular por la calles bajo el cerco amarillento de las farolas en busca de otro bar donde seguir estirando las palabras y la noche; esas confesiones interminables, ese sincerarse entre iguales, esos tumultos en el pecho y la garganta; ese arrojar dolores pasados, ese ansiar placeres futuros, ese culpar y condenar a la familia, al mundo y a Dios; ese creer que el tiempo es un espacio infinito frente a nosotros y ese espacio infinito el teatro recién estrenado donde se va a representar, entre vítores y aplausos, la feliz e interminable obra de nuestros gloriosos triunfos, de nuestras brillantes conquistas, de nuestras maravillosas vidas.
  • 91. (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Sí, esas noches eternas… y aquellas, aquellas otras noches aún más eternas. (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Sí, aquellas otras noches aún más eternas. La luna llena cayendo hacia el horizonte y ofreciendo a nuestros ojos un camino de plata sobre el mar. Las olas blandas, casi susurros, rompiendo en espumas que correteaban hacia nosotros hasta casi lamernos los pies. Sentados hombro con hombro, el palpitar de los corazones, el calor de los cuerpos, las manos cogiendo puñados de arena y dejando caer en tenue lluvia los diminutos granos. Y, de pronto, ponerse en pie, quitarse la ropa, correr desnudos hacia el mar, zambullirse, nadar, abrazarse, sentir la piel del otro a través de la piel del agua, caricias húmedas, besos de sal: hacer el amor sostenidos por el fresco colchón del mar. (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Pero, calle ¡escuche! ¿No oye esos redobles de tambores?... ¿No? ¿De verdad no los oye? Es el tiempo, son las horas, los días, las semanas, los meses y los años desfilando prietos en un incontenible marchar. ¿Nos ve? ¿Nos ve ahora? ¿Nos ve años después? Así fue, así
  • 92. fuimos, así acabó: discusiones, reproches, malentendidos; caras largas, palabras afiladas, gestos duros; lágrimas, silencios y gritos. Yo, carcelero de mi esposa y prisionero de mi mujer. Ella, carcelera de mi y prisionera también de mi. ¿No le parece estúpido? ¿No le parece cruel? ¿No le parece absurdo? Carceleros y prisioneros a la vez, uno del otro. Deseando ser libres, pero atados por las cadenas de los recuerdos maravillosos de los tiempos pasados, de la costumbre, del miedo a la soledad, del miedo a hacer daño, del quizás, del puede ser, del a lo mejor, del tal vez se arregle, aguanta un poco más, es tan sólo una mala racha... Hasta que al cabo, como no podía ser de otro modo, llegó el fin. (Unos segundos de silencio) Cualquiera.- Y, poco a poco, voy saliendo de mi ensoñación y vuelvo a la realidad, vuelvo a estar frente al espejo, frente a ese rostro asqueado que soy yo y que no cesa de mirarme. Y me afeito y me visto y voy al trabajo y allí estoy horas de pie, en el mostrador, recogiendo papeles, sellando papeles, entregando papeles: recoge, sella y entrega; recoge, sella y entrega; recoge, sella y entrega; día tras día, mes tras mes, año tras año, como si la vida toda consistiese en un comercio absurdo de papeles. Y, al terminar de la jornada de trabajo, quizás las mismas copas con los mismos amigos para hablar, reír, discutir, reñir de las mismas, mismas cosas; o, quizás, nada: llegar