Este documento describe un cuento corto ganador de un concurso organizado por el Instituto Nacional de Cultura en Chiclayo, Perú en 2007. El cuento se titula "Chasumá" y fue escrito por Rully Falla Failoc. Relata la historia de un pueblo aterrorizado por la leyenda de una mujer fantasma llamada Chasumá que vaga por las calles por las noches. Los habitantes del pueblo acuden al sacerdote en busca de ayuda, quien intenta resolver el problema mediante misas y confesiones.
1. CONCURSO DE CUENTO: JULIO RAMÓN RIBEYRO
ORGANIZA: I.N.C. (INSTITUTO NACIONAL DE CULTURA – CHICLAYO,
LAMBAYEQUE- PERÚ) - 2007
PRIMER PUESTO: “CHASUMÁ” (PREMIO COMPARTIDO)
ESCRITOR: RULLY FALLA FAILOC
CUENTO LAMBAYECANO:
CHASUMÁ
Los niños estaban asustados, pues, en la mañana, habían escuchado decir a Don
Ramón que todas las noches, desde las doce, salía la Chasumá; recorría las calles del
pueblo con paso cansado y tenebroso: "toc-toc-toc...". Cuando se escuchaba el
incesante taconear en las calles solitarias, los cuerpos se helaban de terror, los perros
aullaban temerosos: "auuuú, auuuú...", y el bullicioso caminar trepidaba en los oídos.
Pasaba golpeando el empedrado y lentamente se alejaba, un frío vientecillo soplaba
misterioso crispando los nervios.
Don Ramón dice que la vio en una noche de luna; era una mujer alta, los
cabellos largos le daban hasta el suelo y en la cara, en vez de ojos, tenía dos huecos
profundos, donde brillaban lenguas de fuego; era horrible, dice que de valiente no se
desmayó.
La noticia acerca de la diabólica mujer se divulgó en el pueblo con rapidez de
suspiro y el miedo se convirtió en pánico en toda la población. Ocultado el astro luz,
los niños temerosos se protegían junto a sus padres; los trasnochadores, con esfuerzo
inaudito, cambiaron de costumbre y temprano se recogían a sus domicilios. Desde las
nueve de la noche nadie se atrevía a salir, un silencio tétrico y envolvente cubría al
poblado, dando la apariencia de estar abandonado.
Atemorizada, la población formó una comisión para visitar al alcalde, exponerle
el problema y encontrar una solución, y correr el alma en pena que había quebrado la
tranquilidad del apacible pueblo. —Señor Alcalde — dijo don Cristóbal—. Algo
debemos hacer porque la Chasumá nos tiene a todos atemorizados y por su culpa todo
ha cambiado: los cantineros se quejan que sólo son visitados por los parroquianos
desde las seis de la mañana hasta las doce del día; los panaderos hacen el pan de cada
día cuando el sol asoma radiante, esto propicia que los estudiantes lleguen tarde a
clases; los campesinos no pueden madrugar y los gallos, como si estuvieran
amedrentados, tampoco cantan al amanecer.
Frente a tantos problemas y después de una serie de deliberaciones, acordaron
hacer una urgente visita al sacerdote para pedir su consejo y mandar hacer una misa
2. especial que sea capaz de poner en paz el alma pecadora de la difunta que
vagabundeaba por las calles en las noches oscuras, atemorizando a toda la población.
El religioso, tan luego se le comunicó el hecho, dijo:
— ¡A dónde iba a llegar con tanto pecador!, Dios se apiade de nosotros, haré entonces
la mejor misa de todos los tiempos, bien rezada y cantada para que rápido, si es
posible al instante, llegue a oídos del Señor nuestro clamor y de inmediato envíe su
ejército de ángeles, serafines, querubines y todo su ejército de guerreros alados para
que, de una vez por todas, atrapen a la Chasumá, pues estoy seguro que es el alma
condenada de una mala mujer.
Como lo ofreció, el religioso se esmeró en hacer una buena misa. El evangelio,
después de mucho tiempo, lo leyó completo; los padrenuestros y avemarías, los rezó
con delicada pronunciación; tomó más vino de lo acostumbrado y la hostia fue de
mayor tamaño que en otras ocasiones. Se arrodilló varias veces, murmurando y fijando
la mirada en los cientos de creyentes; el monaguillo, vestido de rojo y verde, tocaba la
campanilla frenéticamente; los fieles, silenciosos, meditabundos y contritos, pedían
perdón. Antes de elevar el cáliz, el sacerdote observó con mucho detenimiento a la
gran cantidad de fieles que habían repletado el templo y ordenó:
— ¡Desde mañana todos deben confesarse!, ¡todos!, ¡niños y adultos! ¡Porque el alma
en pena que ronda nuestro pueblo ha de querer llevarse a uno de ustedes que vive en
pecado mortal! —los asistentes cerraron los ojos para hacer un recuento mental de sus
faltas.
Al siguiente amanecer, desde tempranas horas, comenzaron a llegar los
creyentes; tantos, que la hilera daba vueltas alrededor del templo y continuaba
circundando la Plaza de Armas. Permanecían sin decir palabra alguna, hasta habían
llevado en largos apuntes sus pecados, los que repasaban con suma atención como si
se preparasen para dar examen. Llegó la noche y el sacerdote no terminaba tan
monótona labor; su actividad se vio complicada, porque a las personas que nunca
había visto en misa las hacía arrodillarse; unas, frente a las imágenes y, a otras, las
obligaba a dar una vuelta al templo, con San Judas Tadeo al hombro.
Pasó una semana y los fieles seguían llegando debido al temor de la población
frente a los rumores esparcidos:
—Dicen que la Chasumá quiere llevarse a la Rosaura por chismosa y a Don Feliciano
porque ya no le deja un centavo a la Cruz bendita.
Tanto era el temor, que todos trataban de estar limpios de pecados y, sin medir
consecuencias, se sinceraban con el sacerdote, enterándose éste de las faltas más
graves y curiosas. Conoció, por boca de los mismos creyentes, que a la infidelidad de
las esposas se le llamaba "tropezones", obligándose a elaborar una minuciosa lista de
todas las mujeres que se tropezaban: la Pancracia Santibáñez, al mes, había tenido seis
tropezones; pero, la Juana Raminces, morenita espigada y jovial, se había tropezado
3. más de 15 veces. Cuando el religioso la citó a su despacho para preguntarle la causa de
tanto tropezón, ella sin inmutarse contestó:
— Padrecito, yo no quiero tropezarme, pero mi Pedro pasa un mes y otro mes y no
llega porque trabaja en Tumbes, me encomiendo a la virgen y a todos los santos y
siempre tengo que darme un tropezón.
El sacerdote colérico le dijo:
—Hija, el demonio se ha apoderado de ti, reza hija, reza lo más que puedas siempre
que la tentación esté por hacerte tropezar.
En vista que los tropezones iban en aumento, y para no repetirles a todas la
sanción, se vio obligado a pegar un aviso con letras grandes en una parte visible del
confesionario:
"Todo fiel, por tropezón, debe rezar dos padrenuestros, dos avemarias, un credo y
cinco yo-pecadores. Si la fiel acumula un quinquenio semanal, rezará un rosario
completo, más una limosna no menos del 50% del jornal diario de su marido que
pondrá al santo de su devoción. Si la fiel llega a diez tropezones, hará una semana de
ayuno y de rodillas rezará una docena de padrenuestros, más una limosna no menos
del 70% del jornal diario de su marido".
La señora Juana Raminces, cuando leyó el raro aviso, exclamó: — ¡Carajo, me
saldrán callos en las rodillas y lo dejaré pobre a mi marido!, ¡esto ya es un abuso!,
¡ahora mismo hablaré con todas las que se tropiezan!
La descontenta, un buen día, las reunió para formar una especie de sindicato, al que
pusieron: "Comisión de mujeres Tropezán' ", con el único objetivo de reclamar al
sacerdote el excesivo castigo que les imponía. Corajudas, llegaron a la parroquia; el
religioso, malhumorado, las atendió. —Padrecito —habló doña Juana—, venimos a
hablarle de los tropezones; lo que queremos decirle es que los tropezones no dependen
de nosotras, usted sabe que la naturaleza humana, creada por nuestro Señor, no es
perfecta, que el pecado fue inventado por Satanás; por otro lado, Padrecito, nuestro
organismo es así, el deseo incontenible por tropezamos nos impulsa como débiles
hojarascas llevadas por el viento; por eso, Padrecito, disminuyanos el castigo.
—Bueno hijas, pueden tener razón, pero tampoco está bien que siempre se estén
tropezando, no es posible que se tropiecen hasta en un palo de fósforo; de todas
maneras, eso ya lo veremos después, porque primero quiero resolver el inconoso
asunto de la Chasumá.
Era tanta le gente que se confesaba, que el sacerdote tuvo que pedir apoyo al
obispado y en tal misión llegó el religioso Julio Tetrabín, natural de España y, por
añadidura, rezongador por excelencia, quien desde las cinco de la mañana se instaló en
el confesionario para cumplir fielmente su deber. Después de haber confesado a varias
personas, una señora declaró:
4. —Padrecito, anoche me di un tropezón. Como aquél ignoraba el significado de los
tropezones dijo:
—Eso no es ningún pecado, cualquiera se tropieza, mucho más si en este pueblo no
hay luz.
Entre otras fieles llegó también la señora Gladis Trisanto y confesó:
—Padrecito, perdóneme Padrecito, fue sin querer, anoche me di un tropezón.
—Pero hija, eso no es ningún pecado, a cualquiera le pasa; estoy seguro de que si
Santa Teresa diera una vueltecita por estas calles, también se tropezaría.
—¡Dios mío! —exclamó doña Gladis, extrañada por la respuesta del sacerdote, el
mismo que intrigado monologó:
— ¡Qué barbaridad!, no es posible que las autoridades no se preocupen de su pueblo;
de 20 personas, cinco o más se tropiezan, las calles deben estar llenas de obstáculos,
en la primera oportunidad hablaré con el alcalde.
De pronto, llegó el sacristán apurado:
—Padre, frente al Corazón de Jesús hay un tipo arrodillado que le dice al Señor
vulgaridades, es un zambo que sólo se le escucha decir: “¡uy mierda, uy mierda!".
De inmediato, el religioso abandonó el confesionario y ligero se dirigió a donde
estaba el extraño feligrés; se puso detrás de la imagen para cerciorarse de la versión de
su ayudante; cuando, efectivamente, escuchó al que rezaba:
—¡Uy mierda, uy mierda!—.
El sacerdote lleno de cólera por la gran insolencia le llamó la atención:
—¡Oiga señor! ¿Por qué usted es tan soez?—. El hombre, que recién se percataba de
la presencia del religioso, asustado se puso de pie y explicó:
—Padrecito, mire cómo soy: zambo, negro, mis ojos son como la noche, mi mujer es
una cholita de Monsefú, ¡y acaba de alumbrar una niña rubia y de ojos azules!—.
El sacerdote, ante tamaña confesión del dolido hombre, exclamó inconscientemente-.
—¡Uy mierda!
En la misa dominguera, el sacerdote recomendó: —La Chasumá sigue
asustando a las personas y, para proteger a vuestros hogares, pongan en las puertas de
las casas la imagen de la Virgen, así como la de San Pedro—. La noticia se esparció
como el viento y atrajo cientos de vendedores de estampas y estatuillas religiosas. Los
pobladores vendieron hasta las cosas más queridas para poder adquirir tan exóticas
imágenes. Tanto compraron los asustados pobladores, que los comerciantes
prometieron regresar pronto. En tanto, las confesiones continuaban, porque los
habitantes rurales, noticiados del alma en pena que rondaba en las noches oscuras,
también quisieron estar sin pecados.
La Gela se arrodilló en el confesionario y dijo:
—Padrecito, anoche soñé que usted era un hermoso árbol cargado de exquisitas frutas
y los niños del pueblo llegaban a su lado para agarrarle una siquiera, pero sus ramas
estaban tan altas que no las podían alcanzar; un niño, el más chiquito y flacucho,
5. suplicó: "¡árbol, por favor, baja tus ramas para cogerte una fruta porque hace varios
días que no he comido!", y el árbol, en vez de compadecerse, levantó más sus ramas
para que ningún niño los alcanzara; y el Señor de los cielos, el Juez Supremo, al ver
que los niños sufrían y el árbol engreído levantaba más sus ramas, lanzó terribles rayos
sobre él, tumbó sus frutos, quemó sus ramas, ardió sus raíces y dijo: "todo aquel que
sea malo con los niños será quemado". La loca lanzó una carcajada y en la puerta del
templo contorsionaba su cuerpo como una experta bailarina. Caramelo, el borrachín
del pueblo, al ver que formaban cola para confesarse, también ocupó un lugar en la fila
de varones; tambaleando, apenas pudo arrodillarse y dijo:
—¿Sabe, Padre, cuál es mi pecado?, mi pecado es ser egoísta, ¿y sabe por qué?,
porque el único deseo de mi vida es que el Océano Pacífico sea de puro yonque y yo el
único pececito. — ¡Insolente! —gritó el sacerdote; y Caramelo, carcajeando,
abandonó el templo.
En una nueva misa, ordenó el sacerdote que se pusieran flores y rezaran
responsos a todos los difuntos, porque podía ser uno de ellos el que había sido
condenado e imposibilitado de entrar al cielo y vagabundeaba por las calles del
pueblo. Esa misma tarde, el cementerio estuvo repleto de flores, hasta las tumbas más
antiguas y olvidadas fueron adornadas; tantas flores se cortaron, que los jardines y
montes perdieron su belleza natural por la depredadora oleada de buscadores de
pétalos y corolas, dejando sin alimento a las abejas, avispas, abejorros y colibríes, que
por natural instinto tuvieron que invadir el campo mortuorio en busca del preciado
néctar. Mientras unos rezaban y otros lloraban frente a las tumbas de sus seres
queridos, las abejas atacaron a una señora, quien, al sentir el aguijón en la nariz,
exclamó:
— ¡Es la Chasumá que se ha convertido en abeja!—. Otros fueron picados en
diferentes partes del cuerpo, pero a doña Juana Raminces, cuando se agachó para
recoger unas flores, se le introdujeron en sus enaguas y la picaron haciéndola correr
despavorida; gritando, señalaba el lugar donde tenía los insectos melíferos: —¡Aquí
me pican! —se levantaba el vestido sin importarle las traviesas miradas de los
curiosos; muchos, temerosos de pecar, apretaban los ojos para no mirar a doña Juana
que enseñaba sus intimidades.
Los religiosos establecieron horarios especiales para poder atender a tantos
fieles que requerían de sus servicios. Misas en las mañanas y confesiones por las
tardes. La señora Baltazara Alegría, esposa del Alcalde, decidió confesarse por temor
a ser atacada por la Chasumá; con suma timidez se acercó al confesionario que atendía
el sacerdote español: —Padrecito, anoche me di un tropezón, no sé que me pasó, perdí
la cabeza.
— ¿Hija, tan fuerte fue el tropezón? Qué puedo hacer hija si los rezos no curan estos
males.
—Pero alivian la conciencia, Padre —musitó doña Baltazara. —Bueno hija, entonces
reza un padrenuestro. — ¿Tan poquito padre?, si fue un gran tropezón.
6. —Entonces abre bien los ojos y fíjate por donde caminas, después de todo, tú no tienes
la culpa.
A solas, el religioso comentó: —Esto es el colmo—. Exasperado, cerró el
confesionario y se encaminó al local municipal. El alcalde, reflexivo, firmaba
documentos y no se había percatado de la presencia del ministro del Señor; de pronto,
al notarla, se paró intempestivamente y exclamó:
—¡Disculpe, Padrecito!, ¿en qué puedo servirle?
—Señor alcalde, soy nuevo en esta parroquia, por eso quiero comunicarle que es
necesario que haga arreglar las calles de la ciudad, porque la gente se mata a
tropezones, y las más sufridas son las señoras.
El alcalde, interiormente, celebró el desconocimiento del sacerdote con disimulo
y enfático respondió:
—No se preocupe, Padrecito, de inmediato haré retirar todo objeto que impida el
normal paso de los ciudadanos. Para reforzar su petición el religioso fundamentó: —
Figúrese usted, que hasta le esposa del Gobernador se ha tropezado. El alcalde no
pudo celebrar la inmensa alegría que le causaba la imprevista noticia, pues recién se
enteraba que su enemigo político era un cornúpeta más del pueblo, en el fondo no
cabía de contento, pero con temeridad e hipocresía rezongó:
—De inmediato, el problema lo arreglaré, Padrecito. —Gracias —dijo el sacerdote, y
recomendó a la autoridad— Espero verlo mañana en misa. —Estaré primero,
Padrecito.
—Aaah, olvidaba decirle que también entre las víctimas de los tropezones figura la
señora Baltazara Alegría, presidenta del Comité de Damas del Señor del Clavo;
anoche, según me confesó, se dio un fuerte tropezón.
El alcalde, ante la inesperada noticia, se quedó clavado en el asiento, pálido, sus
ojos se desorbitaron, como si hubieran visto a la Chasumá, mudo, y un temblor de
manos acompañó a su profundo dolor:
— ¡Dios mío! —exclamó— ¿Que Baltazara, la mujer de mi vida, esté tropezándose?
—se dejó caer en el asiento como herido de muerte y gruesas lágrimas nublaron sus
ojos.
El problema de la Chasumá no había sido resuelto, más bien otros asuntos
complicaron la vida de los pobladores del pueblo Valle Escondido, el miedo se
convirtió en pánico y los habitantes alborotados se concentraron frente a la parroquia
gritando:
—¡Padre, ayúdenos a correr de nuestro pueblo a la Chasumá, nuestros hijos tiemblan
de miedo!
El religioso, al escuchar el reclamo popular, muy preocupado recomendó a la
multitud:
7. —Hermanos en Cristo, arrepentiros de todos los pecados, esto es una prueba para
vuestra fe, no hay que desmayar, mañana domingo empezaremos a regar las calles con
agua bendita, lo haremos juntos, que los adultos traigan agua en latas, los niños en
botellas y las mujeres sus rosarios.
El domingo, desde la alborada, las campanas se echaron a gritar: "tingo-lango,
tingo-lango"; el tingolanguero, con gran esfuerzo, tronaba el bronce y, como si todos
hubieran sido tocados en el corazón por una mágica palabra, salían de sus casas. Unos
llevaban una lata repleta con agua, los niños con botellas y las mujeres, en actitud
contrita, balbuceaban el rosario. El extraño tumulto se encaminaba en silencio
sepulcral al templo, se escuchaba apenas el roce de botellas y latas. El templo no pudo
albergar a tantas personas con sus extraños objetos y se decidió realizar la ceremonia
fuera del recinto religioso. El sacerdote se puso sus rojos atuendos, juntó las manos y
rezó; los fieles se arrodillaron y en éxtasis profundo participaron del ritual. El agua de
las latas, baldes y botellas, desde ese instante, según el sacerdote, quedó bendita, dijo:
—Que los hombres rieguen calle por calle y las mujeres tras los regadores que recen el
rosario en alta voz, lo más alto posible, para que los espíritus malignos escuchen la
palabra del Señor—. Varias personas mojaron sus dedos y se hicieron la señal de la
cruz en la frente y en el pecho, otros metían en los baldes y latas, pañuelos, aretes, así
como fotografías de sus seres queridos, uno de ellos se quitó los zapatos y los
zambulló en el agua.
Cuando aún no habían terminado de regar la primera calle polvorienta, el agua
se les terminó. De inmediato volvieron a llenar los depósitos y luego el sacerdote
bendijo el agua. La Margarita Quife se vació media lata para que la Chasumá no se le
ocurriera acercársele, otras mujeres quisieron imitarla, pero la intervención del
religioso lo evitó.
Este vaivén incesante de todo el día, agotó a todos los participantes de tan
extraña actividad, tanto, que el sacerdote decidió ir mejor al río para bendecirlo. Más
tardó en bendecirlo, cuando la Margarita Quife, seguida de otras mujeres, se lanzó al
río para quedar limpia de todo pecado. En el ocaso, las rezadoras apenas se les
escuchaba y los regadores casi no podían dar un paso, entregándose en la noche al
quieto sueño; pero, a partir de las doce, se volvió a escuchar en las solitarias calles:
"toc-toc-toc...", de la quejumbrosa ánima rondando en la oscuridad. —¡¿Qué podemos
hacer?! ¡El terror nos alocará! —gritaban.
El pueblo entero en la madrugada se volcó a las calles con estampas, crucifijos,
santos y vírgenes. El sacerdote marchó delante del madrugador cortejo. Iban también
el alcalde, el gobernador y los jueces. El unísono grito de la multitud asustada retumbó
en la noche tétrica: "¡Abajo la Chasumá, arriba Cristo!". En cada esquina paraban, se
arrodillaban, rezaban, otros lloraban. Algunos barrios, enterados de la comitiva,
improvisaron tabladillos para rendir homenaje a sus santos preferidos y entre cirios,
8. sahumerios, aleluyas y ruda, los improvisados oradores pedían protección contra el
ánima maldita.
El miedo creció en la población, al extremo de provocar las más estrafalarias
actitudes; tan común fue ver a las personas con estampas pegadas o cosidas en el
pecho y en la espalda, los rosarios pendían del cuello, de la cintura o de cualquier otro
lugar del cuerpo; se inventaron nuevas oraciones y cánticos para pedir perdón por los
pecados y la condena al fuego eterno del alma en pena. En cualquier momento se
organizaba una procesión y los fieles cargaban pesadas cruces o piedras y otros
llenaron costales con arena para llevarlos sobre sus hombros. Desde entonces, ninguna
actividad se realizó sin antes rezar y se dispuso que todas las cosas del hogar, hasta las
más insignificantes, se las bendijera. El domingo fue otro loquerío en el templo, pues
los creyentes llevaron toda suerte de objetos, cuadros, ropa y sillas, hasta la vajilla de
cocina gozó de la bendición sacerdotal. Don Rigoberto Latis, se apareció en misa con
un bacín, pero el religioso le increpó su actitud:
—¡¿Cómo es posible que traiga eso a la casa del Señor?! —Padrecito, échele la
bendición, no sea malo, estoy seguro que me curará las almorranas—. Disimulando
desagrado, cerró los ojos e impartió la bendición. Otros también llevaron sus animales
domésticos como perros y gatos, y no faltó alguien que se apareció con su burrito y un
pavo.
Una noche, Don Ramón, cuando escuchó el toc-toc-toc, armándose de valor
cogió la vieja escopeta, abrió la puerta, y en el silencio inmenso, una carcajada, como
salida de ultratumba, le heló la sangre; luego, llamó alegremente:
—¡Pascuala, Abelito, agarré a la Chasumá.
La dócil burra, en una pata delantera, tenía atascada una lata de leche condensada.
FIN
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