Planificacion Anual 4to Grado Educacion Primaria 2024 Ccesa007.pdf
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AUSENTE
Madre, sé cuánto has esperado mi regreso, ojalá pudiera verte una vez más antes de morir.
Te pido humildemente perdón por mi deslealtad al partir antes que tú después de haber
esperado diez largos años para ver el día de nuestro reencuentro.
Soldado anónimo
…Y al tercer día resucitó entre los muertos y una vez más el horror
se apoderó de él. Tanta escena macabra le hizo creer que quizá estaba
en ese mundo terrible del que muchas veces le había hablado su
abuelo.
Los cadáveres dispersos en torno a él lo horrorizaron a tal punto
de hacerle perder la conciencia. Las imágenes de hombres y niños
asesinados de manera tan cruel aumentaron su inicial sospecha. Con
pánico y terror se levantó y fue entonces cuando empezó a recobrar la
memoria. De todas las experiencias vividas solo recordaba la mañana
en que fueron llevados al paredón y, antes del grito final, él había
caído desmayado. A partir de ese momento no sintió nada, esa
realidad, a pesar de los gritos y las balas, parecía estar lejos de él.
Desde ese instante creyó entrar a un mundo temido e infinito del
cual había escuchado hablar muchas veces pero que por primera vez
lo tenía tan cerca; ese lugar poseía muchos nombres pero personas
como él apenas lo conocían bajo un nombre lejano e inevitable:
infierno.
Como si fueran rayos repentinos recordó escenas entrecortadas,
las dos últimas semanas de castigo fueron fatales para su salud.
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Durante ese tiempo había vivido bajo la amenaza constante de ser
fusilado. En cada amanecer eran despertados con gritos y
maldiciones. Escogían al azar a cinco o seis prisioneros, los sacaban
a la fuerza, minutos después, una ráfaga de ametralladora confirmaba
lo temido. Cada mañana se repetía la misma operación, para algunos
detenidos ese final era el único medio de llegar a la libertad absoluta.
Con enorme esfuerzo trató de ponerse de pie; sin embargo, cayó
pesadamente, recién en ese instante se percató que tenía el tobillo
izquierdo destrozado. Un enjambre de moscas hizo de ese cuerpo
devastado un verdadero festín.
En un momento de lucidez decidió permanecer allí hasta la llegada
de la noche, temió que alguna patrulla registrara la zona y acabara con
él. Entre la repugnancia y el dolor reconoció a varios de sus
compañeros, incluso a los que habían estado junto a él en el paredón,
los llamó por sus nombres pero el silencio imponente fue su única
respuesta. Fijando los ojos al cielo se preguntó ¿Qué pasó con él?
¿Por qué continuaba vivo?, conocía ese lugar pero en realidad
¿dónde estaba?
En el transcurso de la tarde se le ocurrieron muchas ideas; sin
embargo, percibió lo fatal pues huir de ese lugar sería imposible. Toda
la isla ahora estaba bajo el poder de las fuerzas soviéticas. Le
quedaban dos salidas, regresar al campo de reclusión o permanecer
allí impasible, esperando la llegada de la Muerte. Ambas salidas
daban lo mismo.
La impotencia se apoderó de sus acciones. Desde el inicio sabía
que algo no había empezado bien, pero era demasiado tarde para
reparar el error.
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Con gran esfuerzo se desplazó entre los muertos. Quizá eso habían
querido sus adversarios. El estar allí en medio del horror sin saber
adónde ir era el peor castigo que le podría suceder. Trató de cerrar los
ojos, quizo despertar de esa pesadilla pero ese deseo fue interrumpido
por el ladrido furioso de los perros; tras un prolongado grito se
escuchó el sonido de las balas, luego nuevamente el silencio.
En esa larga noche de padecimiento se convenció que sus últimos
días estaban en manos del azar. Bastaba ser sorprendido por el olfato
agudo del enemigo para terminar con ese absurdo llamado vida.
Desde esa noche, con pasos temerosos, se dirigió por caminos
inciertos. Sació su hambre con lo que encontró, su padecimiento pudo
más que cualquier voluntad. La mayor parte del día se la pasó en la
profundidad de una tétrica cueva, tranquilo pero alerta. Al caer la
noche salió sigiloso a buscar algo con qué aplacar su hambre.
Hacía mucho que no sentía el transcurso de la vida, no sabía
cuánto tiempo había pasado desde que dejó su natal Otaka. Hubo días
en que agobiado tanto por la tristeza como por la soledad, se trepaba
a la copa de un árbol enorme y desde allí miraba el firmamento como
deseando ver a través de las estrellas la verdad. A veces esta situación
le resultaba tan inconcebible que le parecía estar en otro mundo.
Por más que trataba de alejarse del peligro, las explosiones o las
ráfagas de la contienda, le demostraban que la Muerte se encontraba
a unos pasos. A veces llevado por el miedo permanecía días enteros
en la oscuridad al tiempo que se preguntaba ¿Por qué tanto sacrificio
si todo estaba acabado? De manera progresiva fue imponiéndose
frente a algunos males.
El paso frecuente de los aviones le hacía pensar que la guerra aún
continuaba como el primer día. Caminando entre la oscuridad y lo
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incierto se cuestionaba si en realidad se había salvado de morir en el
paredón o era su espíritu que vagaba por los confines de la memoria.
Flagelado por el hambre y en un instante de debilidad pensó
entregarse a las patrullas que como de costumbre rondaban la zona,
pero si lo hacía, no tendría ninguna oportunidad de salir vivo, al
pensarlo mejor, se dijo que ya habían sido suficientes los años de
encierro.
Decidió continuar hasta el final, se aferró a la esperanza de que en
algún momento se revertiría la situación y que sus compañeros irían
por él. Impulsado por la soledad y la angustia deseó saber cómo se
estaba desarrollando la guerra, ellos habían perdido Manchuria pero
quizá los otros valientes continuaban dando batalla.
La incertidumbre y la confusión gobernaban sus días. Pensaba y
volvía a pensar sobre qué había desencadenado esa ola de muerte y
destrucción. Hasta ese momento no entendió cómo así había salido de
su tranquila Otaka. Una patrulla lo detuvo y en lugar de su caña de
pescar le dieron un arma con la consigna de matar al enemigo.
Hasta ese momento él solo se había enterado por rumores que su
país estaba en conflicto pero no pensó que el rumor de la verdad
llegaría hasta él. ¿Cómo negarse cuando se tiene la pistola en la sien?
Él que había crecido con la mística del abuelo, sujeto a valores
espirituales, a la comunión, a la paz interna, ahora estaba obligado a
matar ¿pero quién era el enemigo? ¿De dónde había surgido? ¿Qué
había pasado para terminar así? ¿Cómo dejar la pesca y su pacífica
vida en el lago? Abandonó a la mujer que tanto amaba, Umiko, habían
estado planeando la boda, la vida parecía estar encaminada a la
felicidad; la vida pacífica y el lento transcurrir de los días los
presentaba ante el pueblo como una pareja madura a punto de cumplir
bodas de plata, pero toda esa ilusión terminó en el momento en que lo
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embarcaron con dirección a lo desconocido. Se fue con la promesa
del retorno, deseo natural de aquel que un día abandona su país, ¿pero
a dónde iba a regresar si él ni ese lugar ya serían los mismos? Desde
que dejó el bosque supo que nada sería igual, ¿qué se podía esperar
de él si ya había pasado dos años en guerra y cuatro en los campos de
reclusión? Qué rápido y brutal había sido que ni él mismo lo podía
creer. Se lavó el rostro como deseando despertar de esa larga letanía.
Las pocas veces que soñó se vio pescando en una canoa, de pronto
un sonido intenso invadía el lugar y cuando abría los ojos se veía en
medio del caos y destrucción, tanto el bosque como la apacible laguna
habían desaparecido, ahora solo estaba él en medio de una
desconcertante realidad.
Al tiempo que calmó su sed se preguntó si ya no había sido
suficiente tanto sufrimiento, después de seis años en territorio
enemigo, solo quería regresar a casa y escuchar la melodía del
amanecer.
No tuvo en cuenta el paso de los días ni las noches pero ya estaba
allí alrededor de dos meses viviendo a salto de mata. Las frutas y los
peces lo habían alimentado, gracias a la habilidad en el arte de la pesca
pudo permanecer firme. Dormía de día y salía de noche, la oscuridad
se convirtió en su mejor aliada.
Hacía varias semanas que no escuchaba gritos ni disparos; sin
embargo, él continuó con lo suyo, no aceptaría el desenlace de la
guerra hasta el día en que lo viera con sus propios ojos. Ya no se
dejaría llevar por las sospechas, había escuchado tantas mentiras que
ahora bien valía la pena cerciorarse en persona.
Hacía tres madrugadas que la luna llena resplandecía imponente
en el cielo. La primera noche solo caminó hasta la mitad de la cueva,
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pudo más el miedo que la necesidad. La noche siguiente salió con el
mismo miedo pero decidido, si continuaba encerrado se moriría de
hambre. Esta vez atrapó un enorme pez que lo dejó satisfecho, la
noche posterior intentó la misma operación, se desplazó con sigilo,
luego de una breve espera por fin sacó lo que sería su almuerzo, pero
fue en ese preciso momento cuando sintió el inicio del final, un
movimiento extraño tras de sí lo dejó sin aliento, cuando quizo
reaccionar una mano desconocida sobre el hombro lo puso quieto, sin
poder hacer nada. Por el uniforme, muy distinto al suyo, supo que era
el enemigo. Le resultó imposible realizar cualquier maniobra. A
diferencia del trato acostumbrado esta vez no lo maltrataron, se dejó
llevar deseando en el fondo del alma el fin de esa historia trágica.
Llegó a la base central en las primeras horas de la mañana, pensó
que de inmediato lo enviarían al paredón pero no fue así; cuando
estuvo a punto de caer fulminado por el pánico, un soldado se presentó
ante él.
—Cálmese, la guerra ha terminado, somos de la Cruzada
Humanitaria Internacional, estamos aquí para ayudarlo.
Sin poder creerlo relacionó los sucesos acontecidos. Los ojos de
sus camaradas emitían destellos de ilusión y esperanza. Antes de ser
trasladado al servicio de rehabilitación creyó que las personas allí
reunidas, así como las acciones pasadas, habían sido producto de su
desaforada alucinación puesto que él se había quedado para siempre
con la Otaka de su infancia y de toda la vida.
El retorno a casa era una realidad cada vez más próxima, debía
tener paciencia. Por temor a cualquier represalia cambió su nombre,
ya no se llamaría Hikari sino Kaito, la persona anterior a él había
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muerto hacía un buen tiempo en el paredón y él así no quisiera tenía
que aceptarlo.
Desde ese momento se consideró un hombre nuevo que había
vuelto de la Muerte para quedarse y tener la oportunidad de regresar
a casa. Sabía que cualquier padecimiento o vejamen serían
transitorios, en casa recién podría darse el gusto de sentarse a pensar.
Desde la mañana en que fue embarcado no había podido conciliar
el sueño a causa de sus encontrados sentimientos. Habían sido seis
largos años fuera del calor familiar. Pese a las advertencias de no
regresar sin avisar él se veía corriendo alegre en medio del bosque, al
vaivén de las olas iba soñando con ver sonreír a su madre y abrazarla
muy fuerte.
Ante afirmaciones desoladoras, él prefirió mantenerse impasible.
Entre tantas mentiras corría el rumor de un Japón devastado, esta vez
ya no creería aquellos supuestos, esa era una vieja táctica para liquidar
cualquier alma desbocada. Ahora estaba en camino, no era necesario
creer en nada. En su mente continuaba aún el país que había dejado
un día antes de partir.
Cuando avistaron la patria de sus ancestros los rescatados de la
guerra se abrazaron deseando en el fondo del alma no volver a pasar
por otra experiencia similar. Fue entre esos aires y ese cielo
enrarecido cuando evidenció lo inevitable. No quiso aceptarlo por
temor a perder la esperanza. En ese momento se dio cuenta, por el
humo y el aire putrefacto, que el país de sus sueños ya no era el
mismo, quería resistirse a aceptar esa verdad pero la realidad se abría
paso ante sus ojos.
Cuando apenas desembarcó se percató de la tragedia, la multitud
adolorida los aguardaba como quien espera en ellos la ilusión negada.
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La tragedia tanto dentro como fuera del territorio había sido unánime,
el país alegre y floreciente de sus sueños se había reducido a
escombros. La gente se abalanzó creyendo ver en ellos a sus
familiares, algunos saborearon el gusto del milagro; sin embargo, a la
mayoría solo les quedó resignarse y seguir esperando.
Buscó entre la multitud impaciente tanto a su madre como a su
amada, creyó que de repente la noticia emitida por la radio no les
había llegado a tiempo; sin embargo, casi al instante, se percató de
otra verdad, él fue embarcado como Kaito, pero era Hikari quien había
llegado quizá por ello se debía la ausencia de los seres queridos.
La multitud los recibió, la multitud lloró, la multitud preguntó, la
multitud se dispersó, la multitud desapareció. Hikari aún guardó la
esperanza de encontrar el lugar tal como lo dejó, ¿qué podía significar
un pueblo de pescadores en una guerra? Sin querer ni poder esperar
se dirigió hacia el bosque, solo, a pie y con media ración de comida.
Tenía que ver a su madre, a ese deseo se resumía su existencia, se
pasó el día y parte de la noche caminando, cada paso era una verdad
por descubrir.
Al promediar las dos de la madrugada, en plena oscuridad Hikari
entró a su añorado pueblo el cual también había sido bombardeado
por el enemigo. Por más que le dijeron no regresar de noche por temor
a ser confundido por un fantasma Hikari se hizo presente, ¿cómo
esperar unas horas más si era por ellos que había resistido tantas
hostilidades?
De inmediato reconoció la casa que dejó hacía seis años. A pesar
de la oscuridad, sintió la profunda sensación de estar en un inmenso
cementerio. No fue necesario forzar nada, la puerta se abrió al impulso
de su tacto, tantos años aferrado a un desenlace feliz para darse de
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bruces con la cruda realidad. Contrariado y sin fuerzas sintió el fin de
las cosas.
Confundido en la oscuridad, en el pavoroso silencio percibió
aquella rara sensación como cuando despertó entre los muertos; en
ese instante, en medio de la destrucción y la soledad, el llamado de su
conciencia pareció apoderase de sí mismo ¿Quién soy?, ¿dónde
estoy? Los días posteriores se las pasó preguntando por su madre y su
prometida, a pesar de su indoblegable esfuerzo no consiguió
información alguna, las interrogadas movían la cabeza en lugar de
fungir de emisarias de la Muerte, ellas al igual que los demás, también
estaban de tránsito. La guerra había sido fatal, las bombas lo habían
destruido casi todo.
Antes de establecerse en un lugar fijo prefirió los caminos y las
estrellas. Los días posteriores fueron para confirmar la desolación, los
que pudieron salvarse habían huido por temor a la Muerte. No había
ningún conocido con quién hablar de la larga ausencia; sin embargo,
prefirió seguir guardando la esperanza, conocía la vitalidad de su
madre, ella había prometido esperarlo y así sería.
Al mediodía hostilizado por el hambre esperó impaciente su turno
para recibir su ración, ese día después de seis largos años tendría la
oportunidad de volver a probar el apetecido arroz japonés que tanto
había extrañado, lo bueno, a fin de cuentas, era estar vivo. Sin
embargo, cuando llegó su turno el cocinero expresó su malestar al no
encontrar su nombre por ningún lado y si no figuraba en esa larga lista
quería decir que esa persona no existía o que simplemente estaba
muerta. Se negó aceptar esa posibilidad, no podía estar muerto porque
él estaba allí, en persona. Con pesar tuvieron que retirarlo de la fila;
si no figuraba en la lista no tenía derecho a nada.
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Como último recurso argumentó que había luchado en Manchuria
y motivado por la desesperación se vio obligado a decir que era un
héroe; sin embargo, le replicaron que todos allí eran héroes y una vez
más la ironía de la vida ¿Qué de especial tenía él para recibir aquello
que pedía? Cuando quiso seguir argumentando vio a su alrededor a
un grupo de jóvenes y niños con la expresión desoladora de aquellos
que vivieron entre las costillas de la Muerte y regresaron para contar
su historia.
Con amargura e indignación fue a la estación militar para saber el
porqué de aquella determinación. El sargento, un hombre enjuto y con
una sola pierna, le dijo que quizá no haya ido a la guerra y así como
muchos seguramente había preferido guarecerse en su madriguera
esperando el final y ahora salía llamándose héroe cuando nunca en su
vida había agarrado un arma.
Haciendo un gran esfuerzo por contener su furia le explicó que él
había sido uno de los primeros enviados y le detalló parte de su
historia. Fue así como el sargento, obligado por la evidencia, sacó de
entre cientos, un voluminoso cuaderno con los nombres de los
soldados enviados a Manchuria y luego de una paciente búsqueda
confirmó:
—Tanaka, Hikari. Según nuestros datos usted oficialmente ha
muerto en Manchuria el 14 de noviembre de 1944. Es decir usted lleva
muerto dos años, está escrito.
Más que la noticia fue el convencimiento de esas palabras, para el
sargento él estaba muerto y punto. Más allá de indignarse remarcó su
realidad:
—Los muertos no hablan, Hikari soy yo.
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El hombre permaneció impasible, daba la impresión de estar
acostumbrado a esa rutina, mucha gente angustiada por el hambre se
presentaban fungiendo vidas ajenas pero él ya sabía cuál era la
respuesta para esos casos.
—Usted puede decir muchas cosas, ahora son los testigos y los
cuadernos los que cuentan.
Salió furioso del lugar, su indignación le hizo pensar en la
posibilidad de tirarlo todo por la borda ¿Qué podía hacer? Las
personas que lo conocían habían desaparecido, los años de ausencia
no habían sido en vano, nadie en este mundo podía confirmar su
verdad.
No podía creer que le negaran su existencia. En un momento de
depresión hasta llegó a pensar que en realidad Hikari había muerto y
que él no era más que un impostor.
Una tarde caminando por la calle se encontró con un viejo amigo
a quien había olvidado por completo, pensó encontrarse con muchos
pero menos con él, era su querido perro y que por tener la oreja
izquierda cercenada llamaba Orejas, jamás lo hubiera reconocido si
Orejas no se le hubiera lanzado encima suyo, estaba tan desnutrido y
lleno de llagas que apenas podía caminar.
Fue como un golpe de alegría. Nadie como Orejas para recibirlo
entre saltos y ladridos. Pocos abrazaban a sus familiares y él abrazaba
con el mismo amor a su perro y aferrado a éste lloró
desconsoladamente. Lloró por verlo vivo y porque al menos alguien
lo reconocía. ¿Cómo hacerle hablar a Orejas y convencer al mundo
que él era Hikari? El can conocía su corazón por eso ladraba de alegría
como alguien que pronuncia un nombre deseando que llegue hasta el
cielo.
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Orejas obstinado lo condujo hacia el cementerio. Un inmenso
campo daba cuenta de la magnitud de la tragedia, las tumbas se
sucedían unas tras otras. Después de un largo trajín Orejas se quedó
parado frente a una lápida, Hikari rompió en llanto al reconocer la
tumba de su madre, cayó de rodillas pidiéndole perdón por esos largos
años de ausencia, el silencio y la inmensidad de la noche parecieron
apoderarse de él. Y como presa de la ironía se percató que la tumba
contigua a la de su madre estaba la suya, asombrado contempló por
unos segundos su propio sepulcro. En la inscripción figuraba su
nombre real y el nombre budista que se le había otorgado al morir y
en letras pequeñas la siguiente inscripción: “Gloria eterna al soldado
Hikari Tanaka, hijo amado del Japón”. Esa aparición inesperada
confirmó una vez más una posible verdad. Estaba muerto y él recién
se daba por enterado. Impaciente por saber la verdad y armado de una
pala cavó su propia tumba; esta vez confirmaría su individualidad. A
muy poca profundidad por fin se dio con un pequeño cofre, tras un
breve esfuerzo encontró en su interior un trozo de madera en la cual
estaba escrito un nombre con letras grandes que decía: “Tanaka,
Hikari”, un clavel marchito y una carta donde su madre rogaba por él
en cualquier lugar donde estuviera. Y de pronto el mismo dolor de
siempre. ¿Cómo decirle a su madre que no estaba muerto y que había
hecho lo imposible por volver a verla? Pero ahora el sueño feliz se
había desvanecido.
Quiso regresar a su casa pero de ella solo quedaban escombros.
Continuó en la intemperie con la incertidumbre de no saber a dónde
ir ni qué hacer.
La gente prefería no hablar del pasado, el dolor era muy grande,
había guerras que mataban el cuerpo pero también había guerras que
mataban el alma.
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Mientras caminaba en el caos y la miseria se preguntaba hasta qué
punto era valedero llamarse héroe. No había hecho otra cosa que
matar a su prójimo. Era el primer héroe que cuando estuvo en el frente
se dio cuenta de lo absurdo de esa aventura, habría luchado una vida
entera si hubiera tenido un por qué pero él no lo tenía, quizá por eso
se había salvado. Tal vez en ello radicaba su heroicidad, en haberse
dado cuenta que todo aquello no tenía sentido. Mientras caminaba se
iba diciendo ¿Qué hubiera pasado si hubiera nacido en otro país? Es
así como una vez más la idea de patria se le hizo insostenible. Pensó
que esa guerra no solo había sido luchar contra el adversario sino
también la creación de un mundo paralelo en la que él mismo había
cavado su propia sepultura.
Recordó los momentos difíciles en los que luchaba contra el
“enemigo”, apretaba el gatillo y mientras combatía, se dejaba llevar
por el flagelo de su propio cuestionamiento. Moriría lejos de casa, sin
saber el porqué de tanta sangre derramada.
El país nunca le había dado nada, pero esa mañana de otoño se
había enrolado porque no tenía otra salida. Su madre y Umiko lo
abrazaron muy fuerte sintiendo el dolor de la desgracia, había tenido
planes de casarse pero la premura de la guerra pudo más que el
matrimonio; se había ido con la promesa de regresar y casarse en el
lago en una tarde primaveral, pero ya nada tenía sentido, todo le
pareció perverso, lejano, como si viviera en otro mundo.
Los esfuerzos para reclamar sus derechos resultaron inútiles, no
pudo tener acceso a la cartilla de racionamiento porque le exigían un
certificado que probara que aún seguía vivo y no había nadie en este
mundo que testificara su existencia.
El hambre le hizo pensar una y otra vez en la importancia de lo
que estaba viviendo en ese momento ¿qué significaba el hecho de
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haber estado a punto de morir? O mejor aún ¿qué significaba que
estando muerto regresara a la vida y querer vivir como una rata? En
ese caso prefería la Muerte que es el descanso del cuerpo y el extravío
del alma, todo eso en el supuesto que él existiera.
En las noches friolentas, acompañado de Orejas miraba al cielo
como si quisiera encontrar alguna explicación pero solo la lejanía y
las estrellas distantes podían responder con su infinito silencio toda
esa constelación de grandes preguntas, solo deseaba su
reconocimiento y el lago para ser feliz.
Entre tantos recuerdos el rostro de un niño apuntando con un arma
hacia el horizonte se le aparecía de tiempo en tiempo, nunca pudo
descifrar esa expresión tan desoladora que solo se comprende cuando
se está a un paso de lo inevitable, se preguntaba una y otra vez ¿Qué
hacía el niño en ese lugar así como también qué hacía él allí en ese
instante? Tanto despierto como dormido vivía la pesadilla de la
guerra. A cada hora, en cada lugar la gente le preguntaba si por las
tierras donde anduvo había conocido a tal o cual persona, pero él
negaba, salía huyendo. ¿Cómo ponerse a dar detalles si le habían
obligado a incinerar los cadáveres de sus propios compatriotas? No
podía con tanta muerte. Hubo un instante de debilidad en que deseó
con todas sus fuerzas haber muerto.
Los sucesos cotidianos le obligaron a no pensar en el futuro, solo
debía salvar el presente. No podía entender tanta desdicha, se sabe un
hombre vacío y utilizado, todas esas acciones iban a darse
inevitablemente de haber expirado en Manchuria; quizá ese era el
significado de morir, el no poder presenciar los cambios ya sean
grandes o pequeños porque para los que aún podían respirar no
importaba mucho el resto de la gente. Le era difícil comprender que
sufrir las peores miserias significara estar vivo.
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Una tarde caminando como un loco por las calles buscando algo
qué comer se vio de pronto fulminado con la aparición repentina de
lo impredecible. Sintió que, como un rayo venido del cielo, le partía
en dos el cuerpo, a unos metros de distancia se vio cara a cara con la
mujer que dejó antes de partir, era Umiko. Ella, sobre el carruaje, lo
miró aterrada como si viera a la Muerte en persona, él como por
instinto, extendió la mano y cuando estuvo a punto de llamarla, un
sargento impecablemente uniformado tomó asiento junto a ella, le
hizo una caricia y tomándola de la mano ordenó al conductor
continuar el camino. Cayó de rodillas entre la multitud indiferente,
ella lo había reconocido, entonces era él; el Hikari de Otaka era quien
había regresado. Se contentó y mientras daba pasos inciertos pensó en
la posibilidad de una equivocación, tantos muertos de hambre en el
camino, quizá solo le había llamado la atención su miseria ¿Quién
podía reconocerlo en esa situación? Impaciente buscó un espejo, vio
la imagen de un hombre que llevaba en los ojos el olvido y la Muerte,
siguió viéndose demacrado y asustado; sin embargo, dentro de su ser
sabía que ya no era él.
Escuchó que ciudades vecinas como Hiroshima y Nagasaki habían
desaparecido pero él ya no alcanzó a comprender el significado de esa
verdad.
Azuzado por el hambre y guiado por el escuálido Orejas logró
entrar al almacén de comida, le pareció irónico, tanta hambre y tanta
comida reunidas en un mismo lugar. Sacó lo que pudo y en contados
minutos volvió a tapar el boquete por donde se había metido. En esa
estática noche iluminada por las estrellas probó el arroz japonés
después de mucho tiempo. Las estrellas fueron amigas y la noche
eterna una confidente a quien valió la pena contar los sueños y las
desesperanzas.
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A pesar de ser consciente del peligro, el hambre pudo más que sus
temores.
Escudado por Orejas regresó al almacén de alimentos. La
operación se repitió una y otra vez hasta que en la sexta ocasión en el
preciso instante en que estuvo asomándose para salir con las
provisiones, tres soldados lo estuvieron esperando con muchas ganas
de tirar del gatillo. Con el primer golpe se le fueron las esperanzas de
pedir misericordia, Orejas, rabioso, intentó lanzarse sobre uno de ellos
pero un balazo detuvo su osadía.
Sabía que los hurtos se pagaban con la Muerte, no tenía
oportunidad, los tres soldados le hicieron llegar a la presencia del jefe
de regimiento, éste le observó con repugnancia, Hikari al mirarlo
quedó asombrado, era el mismo sargento impecablemente vestido con
quien había partido su amada. El oficial de un golpe lo derribó al piso
y limpiándose las botas preguntó.
—¿Quién diablos eres?
Hikari con toda la eternidad tras de sí, no supo qué contestar.
En una rápida movilización lo sacaron a rastras ¿A dónde lo
llevaban? No debían hacer mucho esfuerzo, ya estaba muerto, ¿qué
más querían hacer con él? Mientras lo arrastraban hacia la fosa creyó
escuchar por los altoparlantes el sentido homenaje que se le daría esa
tarde a los héroes que defendieron con sus vidas el Imperio y entre
nombre y nombre escuchó el suyo, estaba dentro del primer grupo,
dentro de aquellos que lo habían dado todo, ya no tenía sentido decir
quién era cuando en realidad quizá ya no era la persona que decía ser.
Tres balazos de parte del sargento segaron su vida. Con fastidio y
repugnancia lo lanzaron a la fosa común, lugar de donde quizá jamás
debió salir.