Este documento presenta un resumen del cuento "Diles que no me maten" de Juan Rulfo. Narra la historia de Juvencio Nava, un hombre que es amarrado a un poste para ser fusilado por haber matado años atrás a su compadre Don Lupe Terreros. Juvencio implora a su hijo Justino que interceda por él. Mientras espera su ejecución, Juvencio recuerda los eventos que llevaron al asesinato de Don Lupe durante una sequía, y cómo desde entonces ha vivido huyendo.
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Ensayo ¡diles que no me maten!2
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Introducción
En el desarrollo de este ensayo hablaremos del extraordinario cuento “Diles que
no me maten” Por el escritor mexicano Juan Rulfo quien nace el 16 de mayo de
1917 en la ciudad de Sayula, Jalisco y muere el 7 de enero de 1986 en la Ciudad
de México D.F. También es ganador del Premio Nobel de la Literatura; [1] trata de
un cuento de mediados del siglo XIX, en el cual se hacen presentes el miedo, el
dolor, la venganza y el asesinato. Este texto es breve en cuanto a su extensión,
pero el discurso que maneja está repleto de un profundo mensaje, que Rulfo
externa por medio de sentimientos desgarradores, que se hacen casi palpables en
los personajes del relato. [2] Él escribe sobre los personajes que habitan en los
poblados, sus costumbres, su estilo de vida, sus motivos, sentimientos, su forma
tan peculiar de hablar, acorde con la región. El cuento puede dividirse en tres
unidades que se integran progresivamente:
I. Un hombre es amarrado a un horcón para ser fusilado. Éste implora a
Justino (su hijo) para que interceda y le salve la vida.
II. Ese hombre es Juvencio Nava, y en la soledad de la noche anterior al
fusilamiento recuerda un episodio central, en su vida pasada: el
asesinato de Don Lupe Terreros, su compadre.
III. El coronel que ha mandado a los cuatro soldados es hijo de Don Lupe
y vengador ahora de la muerte de su padre.
La historia del asesino de su compadre y la del hijo vengador se cierran con el
cadáver que el otro hijo (Justino) lleva encima de un burro para el velorio en Palo
de Venado. [3]
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Desarrollo
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así
diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile
que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero
volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán
por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las
cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la
puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi
mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué
cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía
todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había
hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido.
También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora
que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a
decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que
estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por
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nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él
se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre.
Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de
Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en
que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y
que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces
fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta
las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don
Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a
abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a
abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre
esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin
poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.
Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo.
Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en
el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez,
ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se
pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos
me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que
yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera
Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería
estar olvidado. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto
don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a
gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los
llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que
tener miedo.
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"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para
asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me
avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los
días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me
fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue
toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido
en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría
tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo
imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear
para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado
para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser
un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que
amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la
cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni
con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como
se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba
para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar
que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron
amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el
miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con
aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir.
Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le
llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia
por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que
tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras
su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna
esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio
Nava y no al Juvencio Nava que era él.
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Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada
era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y
traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí,
debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida.
Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla
probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola
con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que
sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a
decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a
nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los
diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero
no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el
camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en
que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa
tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la
milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo
haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se
iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún
modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y
la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres
como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran.
No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él.
De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los
bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual,
como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la
esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las
primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por
el color negro de la noche.
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-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la
mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá
adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que
estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al
otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que
estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos
agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica
de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que,
cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo
el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida
es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma
podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo
conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está,
me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No
debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
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-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito,
derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me
castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido
como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían.
No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No
me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.
Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan
los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón.
Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora
otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se
fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no
diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de
prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del
difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán
que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con
esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
Conclusión
Juvencio Nava mata a su amigo, a su compadre Lupe Terreros, por pelear las
tierras fructíferas de este. Pleitos que eran muy comunes de la gente de estas
poblaciones. Las sequías duraron mucho tiempo y los animales de Juvencio
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morían por no tener donde apacentar. El mejor lugar para apacentar era el terreno
de su compadre, pero éste no le permitía entrar.
Por eso, desesperado, Juvencio rompía la cerca de Don Lupe todas las noches
para llevar a sus animales a apacentar. Después de varias advertencias, Don
Lupe, enojado, le mata un novillo y la respuesta de Juvencio fue de furia contra su
amigo.
Comentario: La supuesta amistad de estos dos hombres, se pone en tela de
juicio ya que, como es posible que siendo hasta compadres no se hayan podido
poner de acuerdo, el egoísmo de Don Lupe es grande y es muy triste darse
cuenta que esto es una cruel realidad, definitivamente en los problemas, en las
dificultades, se conocen los verdaderos amigos.
Al principio dio en prenda (fianza) sus animales, más sin embargo, no le sirvió de
nada; perdió su terrenito, se escondió en otro pueblo, y a lo largo de los años, su
mujer terminó abandonándolo. No la buscó, porque tenía miedo de que lo
encontraran, prefería seguir escondido y salvar su vida. Se quedó solo con su hijo
Justino. Éste creció y se casó. Ahora tenía 8 hijos por quien velar.
Comentario: Juvencio creyó que con dinero podía solventar el error que había
cometido, pero en realidad su mala decisión lo persiguió durante esos 30 años.
Hoy en día podemos ver muchas injusticias, porque las personas que matan,
roban o cometen algún tipo de crimen, usan sus influencias, su dinero para quedar
absueltos, pero aunque encuentren la libertad física quedan presos en su error y
su pecado y eso lo podemos ver de una manera muy clara en la vida de Juvencio
que siempre vivió con ese temor en su estómago, sabiendo que algún momento lo
alcanzaría la muerte.
¡Diles que no me maten! Le repetía una y otra vez a su hijo, y le pedía, casi exigía,
que abogara por él. Pero Justino ya no deseaba interceder, porque temía que lo
enjuiciaran por lo que hizo su padre y ahora debía proteger a su familia, que era
numerosa. Eso era su primera responsabilidad y quería cumplirla.
Comentario: Aplaudo la valentía de este hijo que podía reconocer que su
responsabilidad era proteger a su familia y que su papá había cometido un error y
debía asumir con esa responsabilidad, pasar por encima de su amor como hijo es
algo sumamente valiente, tanto que cuando su papá le pedía que abogara por él,
el apretaba sus dientes y movía su cabeza, que tremenda situación para este
hombre.
Juvencio seguía pensando que ya había pagado por su crimen con creces: 30
años huyendo, escondido, viviendo miserablemente. No merecía morir. Al menos,
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eso creía él. Ya era viejo, pero ahora, debía responder por su crimen. Había
dejado una viuda y dos huérfanos, apenas de 5 años. ¿Podrían perdonarle? Tarde
o temprano, cada uno seremos enjuiciados tanto en el tribunal terrenal como en el
espiritual. Podemos huir, podemos darle la vuelta, pero un día, tendremos que
enfrentarlo. Cada acto que el hombre realiza, debe hacerlo asumiendo su
responsabilidad, porque nadie más, puede hacerlo por él, sin importar cuales sean
los motivos, las razones, sin importar cuales sean las consecuencias.
Comentario: Sin duda alguna no podemos escaparnos de nuestros errores,
tendremos que enfrentarlo en cualquier momento, la actitud de Juvencio fue muy
cobarde, no le importó perder todo, solo pensaba en su bienestar propio, su
egoísmo y orgullo lo invadieron de tal forma que él mismo se justificaba de lo que
había hecho y pensaba que los demás debían perdonarle y olvidar lo sucedido.
Acabó prácticamente con dos familias, los hijos, niños que no tenían la culpa de lo
sucedido pero que sin embargo sufrieron por su mala decisión.
En este cuento Juan Rulfo plasma tres puntos que describen importantes
características de la sociedad:
1. La preferencia que existe hacía los humanos y el desinterés hacia los
animales, y cómo una vida humana es muchísimo más valorada que la vida
animal.
2. El rencor, pues en definitiva la sed de venganza es un sentimiento que
prevalecen a lo largo de una vida. Es, también el amor hacia la figura
paterna, aunque no haya sido conocida, sentimiento que nos mueve y nos
inspira a vengar su muerte hasta la máxima consecuencia.
3. El miedo a perder la vida y la necesidad de protegerla de todo peligro,
viviendo con la eterna preocupación de que en cualquier momento morirás
y es esta misma preocupación la que de una manera inconsciente tenemos
presente. [4]
Un aprendizaje que deja este cuento es que un error fatal puede dar más
consecuencias de las que uno se imagina.
Referencias
[1]http://www.clubensayos.com/Temas-Variados/Diles-Que-Maten/51705.html
[2]http://crticadearte.blogspot.mx/2011/06/diles-que-no-me-maten-de-juan-
rulfo.html
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[3]http://elblogdemara5.blogspot.mx/2009/02/analisis-de-diles-que-no-me-
matende.html
[4]http://postredeletras2011.blogspot.mx/2011/02/comentarios-diles-que-no-
me-maten-de.html