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Ariel Corbat
N.N. y los del Falcon Verde
Vivencias de sudaKalandia
(Las comiquísimas tribulaciones de un español afligido por amor)
LA PLUMA DE LA DERECHA
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ADVERTENCIA AL LECTOR
Esta novela cuestiona. No presume de ser políticamente incorrecta, sencillamente lo es.
Pero sólo por ahora, mientras la hipocresía generalizada de los argentinos siga dando
comodidad a una intelectualidad cobarde. Mañana será otro día, otro país, otro mundo.
Porque no hay mentiras que duren por siempre, y cuando el mentiroso sobreactúa la
tragedia lucrando con ella, la sátira, antes que el tiempo, da el paso hacia la comedia.
Los autoritarios, del signo que sean, cuando se hacen del poder no le temen a los gritos
marciales, ni a los discursos de barricada; por el contrario ese desafío es el que les place
y conviene, desde que ofrece la chance de gritar más fuerte. Y aturdir.
Lo que temen son las risas. Las simples risas de aquellos que creen deberían temerles.
Cualquier gobierno que intenta imponer sus paradigmas de lo sacro obligando a repetir
una sola versión de la historia se aleja de la democracia. Lo sacro exige silencio y
ausencia de razonamiento. Los cerdos de Orwell no quedaron todos en la granja,
algunos hasta parecen humanos…
A pesar de los cerdos, para la República lo único sacro es la Libertad; y ella sabe reír.
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EN MEMORIA
De todos los inocentes que no vivieron sus vidas por causa de la violencia política.
Que no se repita.
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A LA ARGENTINA
Cuando parece que uno está a punto de tocar los sueños, y sólo es ilusión, justo ahí es
cuando empiezan a doler. Porque aquello de que “soñar no cuesta nada”… ¡Eso es una
gilipollez! Eso es lo que es, lo sé. Mi experiencia os puede iluminar al respecto. Se
sueña, y a fuerza de desencantos se cambia. De sueños, claro. ¿Pues qué sería la vida sin
sueños que soñar? Nada, un vacío mucho peor que la muerte. ¿Qué soñar te llena de
magullones? Sí, ¿y qué con eso? Llámenme romántico, iluso si quieren, pero basta un
acaso -hermosa palabra la palabra “acaso”-, y en la esperanza del más diminuto de los
sueños que puede ser cumplido florece la dicha. El problema no es soñar, sino andar tras
el sueño equivocado.
Como todos vosotros sabéis bien, cualquier español puede cambiar de ideas, de hábitos,
de religión y llegado el caso también de sexo. Hasta el cabrón más tozudo parido de
madre española es capaz de pegarse un viraje de esos que estupefactan al campeón de
los incrédulos. ¡Qué va! Suponer nomás a un tío como yo que, creyendo haberme
casado para siempre, de la noche a la mañana amparado por las sombras en que se
encubren las gentes de mal vivir salí por la puerta del hogar conyugal con la intención
de no volver, y ya tenéis la pauta que, como suele decirse, la arcilla con que estamos
moldeados no termina nunca de cocinarse.
¡Joder! ¡Qué torpeza! Si de algo no quería hablaros era de mi penosa separación, que
por eso le había puesto un mar de distancia en medio, para olvidar. Y no va que os digo
apenas cuatro palabras y ya dejo caer mi rollo. Os prometo que en lo sucesivo voy a
cuidarme de no distraeros con estos pesares míos, que acaso pasen por banalidades.
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Porque es lógico que si están aquí para que les cuente, pues, ¡que les cuente aquello que
quieren que les cuente! Lo que os decía, entonces, es que aún siendo flexible, el español
casi por fuerza sabe tras de sí cierta inercia predestinada a ser y hacerse sentir para
atravesar el universo por el tiempo en que el sol caliente sin achicharrarnos. Nos
reconocemos raza, o algo de eso, pues aunque un ibérico es tan del mundo como
cualquiera, hace siglos que somos lo que somos y hemos aprendido a mantener más o
menos inalterable lo más valioso: nuestra lengua.
Sí, un español hablará siempre como español, incluso en el caso de quedar mudo. El
idioma es el español, valga la redundancia y si es que se me entiende. Así es como, pese
a haberme sumergido entre sudacas por un tiempo considerable, lapso suficiente para
ser catalogado insalubre, he procurado con relativo éxito que no se me adhieran muchas
de sus malformaciones vocales. Hay que escuchar, ¡válgame Dios!, -y no lo tomen a
ofensa- lo que el salvajismo de las viejas colonias ha hecho con nuestro idioma. No
quiero aparecer exaltado ante ustedes, pero es que yo amo apasionadamente la fonética
que nos distingue. No por nada esta voz grave y aterciopelada, sin duda el privilegio con
que fui dotado por la naturaleza, me hizo conocer el éxito como locutor en radios de
frecuencia modulada estereofónica. En especial con "La luna oscila en el
Mediterráneo", mi propio programa de música romántica y poemas de amor en la
madrugada. Con esta voz puesta al servicio del idioma español disfruté las mieles de
una creciente popularidad. La audiencia iba en aumento y obtuve el premio de los
académicos de la lengua española a la mejor dicción.
Fue allí cuando me propusieron participar, aportando mi voz, en la realización del
proyecto para el novedoso “Diccionario audiovisual interactivo del idioma español”,
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una obra colosal que sería llevada por astronautas al espacio para que civilizaciones
extraterrestres tuvieran conocimiento de lo más elevado de la cultura humana. Entendí
la trascendencia del llamado y resignando tentadoras ofertas para hacer carrera
trabajando en radios importantes me entregué por completo a preservar el mayor legado
de nuestra cultura. Hice mi elección y no cultivo quejas. Las circunstancias me
arrastraron luego por donde quiso el destino. Lástima que la Fundación a cargo del
proyecto no era más que la pantalla para una estafa que no dio resultado. Y si bien es
bueno que a toda banda de estafadores le pille la Justicia, malo es que la estafa haya
fracasado por el poco interés de los ricos en fomentar el buen español. Es que los
ricachones no tienen visión y así va a pasar que cuando finalmente vengan los
extraterrestres para hacer contacto bajarán de las naves hablando inglés. Llegué a grabar
íntegramente las lecturas de los primeros cinco tomos, e iba por la letra "d" cuando todo
quedó en la nada. Recuerdo que la palabra en cuestión, la última en leer frente al
micrófono antes de que lo embargaran, fue "desinencia: elemento morfológico que
añadido al tema de una palabra, indica bajo que accidente gramatical se encuentra la
palabra". Alcance a decirlo y al minuto se llevaron, con la prepotente impiedad del fisco
y los acreedores, que nada saben de enaltecer la cultura, hasta la silla en que estaba
sentado.
Retorné a la radio con el rancio gusto de la derrota apestándome los labios. De alguna
manera ese fracaso, del que no era responsable, hizo añicos mis anhelos más elevados.
No me consolaban los llamados de los oyentes a la radio celebrando mi regreso. Estuve
a punto de ser la voz del idioma español, acaricié la eternidad probándome el guante del
prestigio. Y me iba. ¡Demonios que me iba! Poco me interesaban las cartas de las
enamoradas de mi voz, ni que fuera la compañía elegida de cuanta alma solitaria
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deambulaba por la noche. Ser importante para ellos, ya no era nada para mí. Había
perdido sensibilidad, ni siquiera me jactaba por saber que las chicas del viejo oficio
procuraban brindar sus prestaciones al momento justo en que yo recitaba el poema
escogido. Oyéndome recitar fantaseaban en la mar de las leches. Las putas soñaban el
verdadero amor sobre los cuerpos de sus clientes; tal el embrujo de mi voz, y eso, por lo
que otros profesionales de la gola hubiesen matado, no era nada para mí. Nada.
En mi desencanto, la radio dejó de fascinarme con la puñetera magia de la
comunicación. En cambio empezó a asfixiarme de modos sutiles la idea de quedarme
allí para siempre. Me tornaba oscuro, taciturno, sombrío, lúgubre como todas las
criaturas nocturnas. A veces angina, otras afonía y en los peores momentos diarreas
propias de pestes medioevales, me rescataban con parte de enfermo librándome de aquel
suplicio. Arrastrando invisibles y pesadas cadenas desgasté los puños golpeando cuantas
puertas podía golpear, y también aquellas que no. Pero todas eran no. Al borde de la
locura llegué a pensar que era el blanco de un maléfico e inmenso complot, en el que
todos sabían que el trabajo en la radio me estaba matando y por eso mismo negaban
cualquier oportunidad de salida, querían gozar el espectáculo de mi agonía, verme
desfallecer boqueando desesperadamente cual pez en la pecera vaciada de agua,
retorciéndome en el último e insuficiente charco. No te perdonan las ambiciones, la
envidia te quiere quietecito en el rincón y la mediocridad se relame cuando el talento es
amputado.
Debí renunciar entonces, finalizar el morboso espectáculo con la misma elegancia que
el bueno de Truman en la película del show. No lo hice por mi mujer, y porque tampoco
veía las cosas con la meditada claridad del hoy. ¿Cuándo se ven las cosas mejor de
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claras que después? En el momento me afligía la certeza de mi propia cobardía, el temor
de ser a sus ojos algo peor de lo que ya era. Es que el amor primero encandila, llena la
vida de una luz engañosa que hace verdades de los espejismos y dioses de simples
mortales. Y no es simplemente que uno vea al otro como en realidad no es, sino que
también uno le toma el gusto a saberse endiosado. Yo no quería ser para ella nada
menos que ese espejismo del primer momento. Su amor me hacía sentir especial;
cuando estaba a su lado el mundo entero dejaba de existir sin que ninguno de sus males
pudiera proyectar sombras entre nosotros. Pero luego, irremediablemente vuelto a la
realidad, la vulgaridad brotaba por los poros de mi piel. Ni siquiera era uno más, era
menos que los demás. Un fracasado que iba a pasar la vida siendo nadie. Esa voz
pérdida en la noche, entre soledades y vidas intrascendentes, poca cosa para quien se
imaginó llevando el idioma español más allá del universo conocido. A pesar del
micrófono era un mero espectador, uno de esos tipos que hacen masa, de los que votan
sin ser elegidos, alguien que canta en la ducha las canciones de otro, el fulano del
popcorn que pone el traste en la butaca del cine pretendiendo soñar que alguna pizca de
lo que pasa en la pantalla se parece a su vida. Un número, chavales. Un número. El que
aporta volumen a la fama de otros. O sea, uno más de ustedes… Y ante esos otros, yo,
que estuve tan cerca de trascender, me veía de lo peor. Así desdichado, abatidas mis
esperanzas de lograr salirme del batallón de los anónimos que deben conformarse con
recoger alguna migaja del banquete con el que se atragantan los elegidos, llevé las
sombras a la burbuja del amor.
¿Qué hacia ella conmigo? Me lo pregunté una vez y ya no pude dejar de darle vueltas al
asunto. Nunca hallé la respuesta. Se merecía alguien mejor. Uno que le diera todas esas
cosas que conmigo sólo vería en folletos suspirando la resignación. Y sin embargo sabía
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que con sus ojos me seguía viendo tal cual ella se merecía que yo fuera. Me acojoné y el
miedo a su desengaño caló hondo en mi espíritu. Entonces escribí esa nota que dejé en
la cocina, sobre la mesa, antes de irme. Decía: "No estoy a tu altura, soy un pigmeo y
mereces un gigante". Y me fui. Me fui, y no es que siga hablando de mi separación,
sencillamente es que venía a cuento de lo que estoy contando.
Quería irme a la mismísima mierda y saqué pasaje para el culo del mundo. Entonces era
muy poco lo que sabia de la Argentina. Claro, los argentinos piensan que todos los
españoles debemos estarles agradecidos por la ayuda de posguerra, y que como fueron
nuestra colonia y descienden en buena parte, ya por legítima, ya por bastardía, de
nosotros, pues que lo más natural es que conozcamos de ellos, pero la verdad es que no.
De hecho, en ese entonces que les cuento, era muy poco lo que sabía de la Argentina, y
ni falta que me hacía.
Siendo un niño, a finales de los 70', a casa de uno de mis amigos les cayó un pariente
argentino que no hacía otra cosa que hablar pestes de su país. Decía ser perseguido
político y, quizás envenenado por el rencor, para él todos sus compatriotas eran unos
reverendísimos fachas hijos de puta que consentían el gobierno de los militares
fascistas. Al dejar la casa de mi amigo, tras parasitar en ella largos años, el emigrado
argentino, además de haber hecho otras cosas propias de gente mala y miserable, se
esfumó alguna madrugada llevándose los ahorros de la familia. Con semejante
embajador de la argentinidad, cuya intriga ética era si gritar o no los goles de su
selección de fútbol en el Mundial 78, me formé una idea de los argentinos que los
situaba al nivel de lo parasitario.
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Luego, día en que acudí a la consulta del dentista, hojeando revistas en la espera me
enteré que estaban en guerra con Inglaterra a causa de unas islas poco más grandes que
el Peñón de Gibraltar. Una quijotada, tíos, de las que se hacen sin cabeza. Pero vaya,
siendo español las quijotadas me conmueven, así que por primera vez sentí simpatía por
los argentinos. Perdieron la guerra, sí, pero hundiendo barcos, derribando aviones y
combatiendo cuerpo a cuerpo, lo que se dice “con los cojones del Quijote”. Esa vez el
Mundial de fútbol se jugó en España y Maradona ya era Maradona. Después que
volvieron a la democracia me desentendí de las noticias argentinas, aunque de tanto en
tanto me enteraba de alguna cosa, sobre todo de los 30.000 desaparecidos en los campos
de concentración, ¡y que entre ellos también los hubo españoles joder!, los juicios por la
búsqueda de la verdad, bastante de fútbol, eso, la crisis con su ola de nuevos emigrados
y poco más.
Se preguntarán entonces por qué tomé el boleto para la Argentina. Es que cuando fui a
sacar pasaje no tenía destino. Llegué al mostrador de la agencia y el empleado, sudaca
indisimulado, me pregunta que adónde quiero ir. “A la mierda. Me quiero ir a la
mierda”, le dije. Sonriendo extendió el billete y en cuanto lo cojo me dice: "Cómprate
alguna empresa, que el país está de remate". ¡Para comprar empresas estaba yo! Aunque
la Argentina era en mi mente una idea vaga y confusa, del resto de Latinoamérica
conocía todavía menos. En cualquier caso hablarían algo como el español y me
embarqué sin mirar atrás.
En el avión una anciana me preguntó que a qué iba a la Argentina. “Ni puta idea señora,
-le respondí- ni puta idea”. Y fue así, sin tener ni puta idea, que a mediados del 2003
aterricé en las nieblas de Ezeiza. El funcionario de la Aduana leyó mi nombre del
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pasaporte: Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano. Noté el
dejo sarcástico en su mirada y en la tensión de los labios al leer, supe que se moría por
preguntarme cómo había ligado semejante lista de nombres, pero se limitó a finalizar el
trámite con la cordial jocosidad del diminutivo. Y al decir: "Bienvenido a la Argentina,
Rafa", cerca estuvo de acertar, porque para todos yo soy el Rafi.
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EN BUENOS AIRES
Repasemos. Ya sabéis quien soy y cómo he llegado, la primera vez, a tierra Sudaca.
Entiendo que algunos pueden impacientarse con este paseo previo que les estoy dando,
pero no es pura lata. El asunto aquí es que vosotros conocéis de antemano toda la
historia, o mejor dicho, vosotros creéis saber toda la historia. Pero lo que sabéis es la
cáscara del huevo, lo mío es la pura esencia de la yema y la clara, la génesis misma
desde que el gallo montó en la gallina. Por eso estáis ansiosos; os salís de la vaina por
llegar al punto en que les hable de aquello que específicamente interesa a cada uno, ¡y
vamos!, que si arrancara por cualquier lado para darles gusto, los pocos que no saben
nada terminarían por no entender ni jota. Acepten pues que para no confundirlo todo es
mejor ir paso a paso, de otro modo se perdería el hilo conductor, la sal de mis propias
vivencias que es lo que, en definitiva, puedo yo agregarle a una comida que vosotros ya
habéis degustado, así que dadme el tiempo para sazonarla.
Por otra parte, a mí tampoco me es fácil ponerle orden al relato. Mi cabeza era un lío, y
Buenos Aires no ayudaba en nada a que dejara de serlo. Además, claro, que como yo
entro a esta locura medio sin darme cuenta, hay cosas que pasaron antes y que yo las sé
del después, si es que me entendéis. No. No me entendéis. Ya lo haréis, espero.
A ver, rodaba yo en Buenos Aires con el mismo chip en cortocircuito que traía de
España, un perfecto gilipollas para decirlo sinceramente, y a falta de dinero que pudiera
pagar el alojarme en cualquier hotel decente lo estaba en el antro recomendado por el
taxista que me llevó del aeropuerto al centro. Tratábase, en rigor, de una mansión
ruinosa que se anunciaba en el cartel escrito a mano como "Hotel Familiar", calificación
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que ni el más corrupto de los inspectores municipales se hubiera atrevido a homologar.
Los dueños parecían ser unos peruanos muy habladores, simpáticos y emprendedores,
tan seductores que si al poner pie tras el umbral pensé en marcharme a la carrera, con
amables modos me convencieron de quedarme allí alojado. Subí los cuatro pisos por
escalera cargando mi bolso, y aunque el cuarto tenía tres camas en los primeros días no
tuve que compartirlo con nadie. Se contaba un solo baño por piso, pero únicamente
funcionaba el del segundo. En ese punto de obligada concurrencia fui conociendo a los
otros huéspedes. Ya os habréis dado cuenta que el hotel tenia poco de hotel, y como
estaréis deduciendo tampoco tenía mucho de familiar.
Por esos días la clientela principal resultaron ser marineros chinos, y no es que yo tenga
prejuicios, ni nada contra los chinos, pero como una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa; no es lo mismo millones de chinos por ahí a la buena de Dios, que tener que usar
el mismo baño con cincuenta de ellos que vaya uno a saber que peste podían traer de
Oriente. Y encima los peruanos que limpiaban cada vez que se acordaban, ¡y vamos!,
que se ve que tenían muy poca memoria. También había otras gentes que, bueno, ¿para
qué describirlas en detalle?, sólo les diré que cada vez que me aventuraba al baño me
entraban ataques de pánico. El olor de la orina estancada desataba en mí verdadero
terror a infectarme nuevas enfermedades exóticas y deformantes, de las que acarrean
padecimientos peores que los antes conocidos por la medicina. Allí dentro cualquier
salpicadura podía resultar mortal, sentía las miradas amenazantes de microbios,
gérmenes y bacterias deseosos de meterse al cuerpo; igual que en las películas de guerra
había que ser rápido, contener la respiración y tener puntería para escapar con vida.
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Pero, vaya paradoja, que el servicio sanitario fuera tan deficiente no vino del todo mal,
pues me impulsó a salir a la calle. Aire fresco querían mis pulmones, y era mejor poner
las asentaderas en cualquier inodoro de bar que sobre ese agujero inmundo del segundo
piso. Pienso que de haber estado en un hotel verdadero me hubiese quedado
higiénicamente instalado bajo llave, quién sabe con qué funestas consecuencias; porque
tal vez en algún lugar de mi mente andaba dando vueltas la idea del suicidio. La mugre
no tiene para el suicida la seducción que ofrece la asepsia. Bastante malo sería que a
más de darle ausencia volviera a mi mujer hecho un cadáver pestilente.
Y la extrañaba, la extrañaba a morir. Deambulando por las calles caí en la cuenta de lo
hecho, una quema de naves a lo Cortés pero sin nada que ganar. No podía volver, ni me
atrevía a llamarla para pedir perdón por mi estupidez. Algunas veces me senté frente a
alguno de los teléfonos en el locutorio del hotel -que dicho sea de paso era el único
servicio realmente eficiente que brindaban los peruanos- con intención de llamarle. Ni
siquiera me atreví a tocar el teléfono. ¿Qué iba a decirle? Si me había marchado para no
poner en evidencia que no era su príncipe azul, no iba a llamarla desde Sudamérica para
confirmarle lo idiota y fracasado que era.
Meditado a la distancia veo sinceramente que estaba ahí para suicidarme, porque en
algún momento el dinero iba a acabarse y ya no tenía ni para el boleto de vuelta. A la
distancia digo, porque por ese entonces no me importaba nada. Los pensamientos
oscuros se acumulaban en mi mente, igual que una enredadera venenosa de hojas negras
y malolientes trepando por los huesos del cráneo. Caminaba por toda la Ciudad de
Buenos Aires viendo a su gente que, como yo, estaba hecha mierda. Claro, sus motivos
eran distintos a los míos, pero que estaban hechos mierda, estaban hechos mierda. No
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era el mejor momento para ser español en la Argentina, les agobiaba el peso de la crisis
en la que se habían sumergido y los peninsulares les veníamos de perlas para expiarlos
de culpas. Porque verán, a los argentinos les encanta eso de escribirse el guión de la
película y sentirse los buenos de la historia; actuando como si por victimizarse pudieran
ser otros los que deban comer sus inmundicias.
En rigor de verdad, no sólo era mal momento para ser español, bastaba ser extranjero
para pasarla mal. Imagínense que, repentinamente, engullir hamburguesas en cualquier
local de Mc Donalds pasó a convertirse en una aventura propia de Indiana Jones. Por un
lado decían que la carne de esas hamburguesas estaba contaminada con bacterias
mortales, y por otro lado activistas de los grupos de izquierda, con la excusa de
oponerse a la guerra en Irak, irrumpían en los locales como si de ese modo hubieran
entorpecido la línea de abastecimiento de los aliados. No, si ya decía yo que al Sargento
Smith, a las puertas de Bagdad, no le llegaba la ración de comida porque un puñado de
rojos impedía la salida del delivery en un Mc Donalds de Buenos Aires, justo al lado del
Obelisco. ¡Ay!, pero que capullos esos tíos.
Había nuevo Gobierno surgido de elecciones, pero la agitación seguía en las calles. Los
hechos fueron decantando desde de la virulenta crisis que el veinte de Diciembre de
2001 hizo renunciar al Presidente radical Fernando De La Rúa, quien según las malas
lenguas además de ser de carácter tibio sufría penosas limitaciones mentales, producto
del alzheimer avanzado o la arterioesclerosis, que a la llegada a la Presidencia habían
quedado evidenciadas tanto en el carácter irresoluto como en la dependencia del grupo
Sushi que lideraba su hijo Antonio, ese que andaba liado a la Shakira.
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Tras su ida en helicóptero siguieron los convulsionados días de varios presidentes
provisionales que asumían para renunciar en cuestión de horas, quedando el poder
enteramente en manos peronistas. Es difícil a estas alturas definir qué cosa es un
peronista, se cree que ni Perón lo sabía, lo cierto es que como dicen algunos, sean lo que
sean, son incorregibles y les encanta el poder.
Casi al filo de la anarquía, el dos de Enero del 2002 la Asamblea Legislativa designó
Presidente Interino a Eduardo Duhalde; con él, al fin, las cosas se fueron encarrilando
hacia la normalidad institucional y llegaron las elecciones del 2003.
En la primera vuelta ganó el ex Presidente Carlos Saúl Menem, el peronista que
gobernó al país durante los 90'. Pero alertado por las encuestas de su segura derrota en
segunda vuelta se bajó de la candidatura haciendo que quien había salido segundo,
también peronista, se quedara con la Presidencia. ¡Joder! No les quiero dar un
compendio de la política argentina pero lo que pasó, pasó porque eventos de tal tenor
marcaban el país.
A ver si puedo explicarlo. Para cuando yo llegué a la Argentina Néstor Kirchner era ya
Presidente, y dispuesto a imprimirle al país el estilo “K” desde el vamos comenzó a
pelearse con todo él mundo: que Menem, que el Fondo Monetario Internacional, que los
empresarios españoles, que los militares, que los banqueros, que su propio
Vicepresidente, etc. Muchos argentinos se entusiasmaron con ese Presidente batallador,
los que no se entusiasmaban tampoco se quejaban, y es que, claro, la crisis institucional
había sido de tal magnitud que nadie quería otro Presidente débil, ni que fuera a
desencadenarse alguna nueva crisis que se llevara por el drenaje a todo el sistema.
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Además el hombre, que era la respuesta del sistema para salir de su propia crisis,
cargaba el estigma de ser el muñeco del ventrílocuo, un “Chirolita” que le dicen por
aquí, porque Gobernador de la patagónica y casi despoblada Provincia de Santa Cruz
por sí solo no hubiera reunido votos para acceder a la Presidencia. Su candidatura era
una quimera hasta que Eduardo Duhalde, decidió subirlo a sus rodillas apoyándolo para
evitar a cualquier precio la tercera Presidencia de Menem. Y eso que Duhalde había
sido Vicepresidente durante el primer mandato de Menem. En Argentina los Presidentes
y los Vicepresidentes no siempre congenian de la mejor manera.
Kirchner, apodado “Pingüino” por su origen patagónico, una vez entronizado Presidente
buscó diferenciarse de Duhalde, hombre fuerte de la Provincia de Buenos Aires -el
distrito electoralmente más importante del país- y giró hacia la izquierda buscando
aliados por fuera del Partido Justicialista, artilugio de ingeniería política que denominan
“transversalidad”, tratando así de ganarse las simpatías de los piqueteros, que eran las
víctimas del paro y que habían ganado la calle reclamando pues que no les dejen morir
de hambre.
Con los activistas de izquierdas en las calles y el Presidente guiñándoles un ojo, fue que
pudieron sentirse igual que en sus casas Fidel Castro y Hugo Chávez dando discursos en
la Ciudad de Buenos Aires (que no hay que confundirla con la Provincia de Buenos
Aires). Kirchner, un hombre alto, de prominente nariz buitresca y andar desgarbado,
dueño de un estilo de vestir desprolijo -que tenía prolijamente estudiado-, pertenecía a
esa clase de tipos que son bastante más complicados de lo que aparentan.
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Dos detalles hacían dudar que sus coqueteos con la izquierda fueran mucho más que
conveniencia temporal y cotillón demagógico para el gusto de ciertos argentinos.
Primero y principal mantuvo en el Ministerio de Economía a Roberto Lavagna, quien
cumplía la misma función en el Gabinete de Duhalde, manteniendo así la línea
económica, que de izquierdas duras poco y nada. El otro detalle era su Vicepresidente,
Daniel Scioli, un motonauta que entró a la política del brazo de Carlos Menem. Ya ven
que aquí todos andan mezclados.
A propósito de esto permítanme una breve acotación, a Menem lo llaman “Méndez”
porque dicen que nada más mencionarlo acarrea mala fortuna, y Scioli contribuyó
involuntariamente a alimentar el mito del yetatore porque, como os dije, entró a la
política del brazo de Menem, y luego de haber navegado en su lancha con el entonces
Presidente sufrió un brutal accidente del que salió manco. Por eso, y porque Kirchner
traía desviado un ojo al que mantenía siempre medio entrecerrado, los humoristas
decían que el lema de la fórmula Kirchner Presidente - Scioli Vicepresidente era "visión
clara y mano dura". En fin, que no hay nada de lo que no pueda hacerse humor, e
incluso el propio Scioli ha hecho chistes sobre su miembro amputado, como que gracias
a él el Río Paraná tenía un nuevo brazo.
Vale reconocer que al reírse de la desgracia propia demostraba fortaleza interior, y
cuando no se pierde entereza en circunstancias semejantes, es que hay que prestar
atención al tipo, aunque a la larga, como en su caso, resultara ser el felpudo
complaciente en el que los Kirchner se limpiaban la mugre de los zapatos. Volviendo a
lo que iba, en lo que Kirchner actuaba de exaltado y confrontador, Scioli se mostraba
moderado y conciliador por eso es que nunca lanzó diatribas contra Menem. O sea, que
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al Presidente le gustaba hacer “fulbito para la tribuna”, como ha dicho con sagacidad un
empresario, pero que tampoco estaba para arrojarse alegremente a las enredadas barbas
de Fidel, aunque se las sobara.
Ahora, después de este preludio político, a todas luces insuficiente y muy superficial por
cierto pero enteramente necesario, me voy a meter en el tema espinoso, a consecuencias
del cual pasó lo que pasó; y aunque vosotros ya bien conocéis los hechos, insisten en
que os cuente por escucharlo de boca de un protagonista. Y encima que sea yo el
narrador, con esta voz que tanto agrada; pues natural, y entiendo que no quieran
privarse de semejante gusto. No es que sea yo Ortega y Gasset para decirles
“Argentinos, a las cosas”, pero como observador puedo aportar lo mío: Argentina es un
país tan enloquecido que sin la menor vergüenza ve pasar el péndulo de este extremo al
otro, así de la noche a la mañana les ataca la amnesia y resulta, por ejemplo, que nadie
votó a Menem. ¡Coño! Me pregunto cómo habrá hecho para gobernarlos diez años sin el
apoyo de nadie, y misterios semejantes abundan en Argentina. Con esa costumbre de
treparse al enloquecido vaivén pendular, resulta que la imagen del Presidente Kirchner
se encrespó rápidamente más que triplicando el escaso 22% de los votos que lo pusieron
en la Casa Rosada (así se llama a la residencia en la que tiene sus despachos el
Presidente), y acompañándole en la arremetida la prensa se tornó ostensiblemente
oficialista. La lectura es simple, la sociedad argentina se corrió en bloque al centro
izquierda. Y en la Argentina, ser de centro izquierda, ser progre, implicaba, a modo de
condición sine qua non, alzar las banderas de los derechos humanos repudiando la feroz
represión ilegal de los violentos años 70'. Consecuentemente, el Gobierno de Néstor
Kirchner trazó una política de derechos humanos focalizada en la revisión judicial de lo
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actuado por las fuerzas militares y paramilitares durante los funestos años que llaman de
plomo, y más que ello, diría, en el escarnio de los uniformados.
Al igual que Menem, quien llamando a la pacificación nacional indultó a militares y
guerrilleros para dar vuelta esa página de la historia, Kirchner también fue perseguido
por la dictadura militar. Pero mientras al riojano lo tuvieron durante años confinado en
un pueblito de Santiago del Estero llamado Las Lomitas, donde el calor es sofocante,
Kirchner apenas sufrió unas pocas horas de detención y en términos cordiales, lo cual
parece le causó tremendo trauma porque inmediatamente luego se exilió en el Chile del
General Augusto Pinochet.
Da risa eso de exiliarse al amparo de los militares chilenos. Joder. ¡Qué descaro hacer
banderola de perseguido en esos términos! Y aunque su arresto fue casi de broma,
considerablemente más corto e infinitamente menos severo que el sufrido por Menem,
su rencor se ha demostrado muchísimo más largo. Kirchner reivindicaba la militancia
alrededor de las guerrillas de los 70, a sus 30.000 compañeros desaparecidos, y se
llamaba a sí mismo (pretendiendo que todos los argentinos lo hagan) hijo de las madres
de Plaza de Mayo.
Cuando yo salía de mi hotel a caminar por la Ciudad de Buenos Aires llegué a advertir
que la ideología revolucionaria estaba a flor de piel. Muchas remeras con la cara del
Che Guevara, actividad de partidos de izquierdas, paredes con sus consignas, y esa
misma cara del Che tatuada en brazos y piernas. Cantidad de jóvenes exhibiendo ideas
políticas a fuerza de inyectarse tinta bajo la piel. Sin embargo me confundía en lo que
veía, pues resultaba muy raro notar chavales que llevando en un brazo la cara del Che
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portaban en el otro la de Maradona o la lengua de los Rolling Stones. Como que no
cerraba el compromiso revolucionario y se agotaba en una rebeldía hueca, de esas que
vende algún capitalista haciendo marketing. Recuerdo uno que andaba en camiseta sin
mangas, para que le vean el tatuaje del Comandante, y sobre la tela a la altura del pecho
la bandera de los Estados Unidos. Un despropósito, una verdadera esquizofrenia
política. Lo que no veía en mis caminatas, ni lo advertía en aquellos momentos, era a
alguien que del mismo modo se manifestara por ideas de derechas. Así pues, cualquiera
que se parase en una esquina creía que aquí se habían vuelto todos progres, como si
aspirasen a convertir a la europea Buenos Aires en La Habana, Managua o alguna otra
postal de insurgencia latinoamericana, y si había signos de disidencia eran muy sutiles
para que ojos inexpertos en descifrar los modos argentos pudieran advertirlos. En un
país de apariencias, lo esencial suele ser invisible. Igual, como ya sabéis, mi cabeza era
entonces tremendo lío, así que de todo esto visto por mis ojos españoles que les he
contado, aunque era lo que pasaba, a mí que ni fu ni fa. Pero calma, que si lo he contado
es porque venía a cuento de lo que os voy contando y todavía no cuento.
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LA NOCHE DEL COMIENZO
Tales las cosas en la Argentina, y tal el ánimo mío, que cierta tarde regresando al hotel
tras dar largas caminatas por la ciudad, el peruano que hacía las veces de conserje me
advierte que en mí habitación iba a encontrar otro huésped. Me encaminé por la escalera
rogándole a Dios que el dichoso compañerito de cuarto, que de seguro debía ser un
marinero, no fuera a resultar chino, y no es que tuviera nada contra los chinos, pero es
que no se les entiende nada. ¿Cómo demonios se hace para convivir con un chino bajo
el mismo techo? De todas formas, podía ser peor, y en cuánto así el picaporte me asaltó
el repentino terror de que al abrir la puerta estuviera allí un negro, y no es que tuviera
nada contra los negros tampoco, ¡y vamos!, que no tienen derecho ustedes a juzgarme
racista, a ver si les gustaría tener que dormir junto a un africano desconocido de dos
metros de alto y torso naval musculoso, que vaya uno a desentrañar qué perversas
intenciones desembarca a tierra luego de haber estado meses embarcado en navíos con
bandera de conveniencia que reclutan para sus tripulaciones a la escoria de los mares.
¡Ah!, no, la opinión del marica acá no cuenta, que respecto a mi culo el único parecer
que vale es el mío. Y el chirrido de la puerta me lo traía fruncido. Menos de los zócalos,
que eran de las cucarachas, me había acostumbrado a disponer de todo el cuarto, a
dormir en pelotas en cualquiera de las camas y dejar mis flatulencias flotar en el aire
cuando me venía en ganas. Bueno, que estas cosas íntimas se las cuento, porque se las
cuento, pero no vienen a cuento. Así que a lo nuestro. Abrí la puerta y estaba el cuarto
en penumbras. Distinguí el perfil de su silueta sentado al medio de la cama del medio,
con los pies en el piso, encorvado, los codos en las rodillas y las manos sosteniéndole la
frente. Me pareció que estaría resfriado porque lo escuché tragarse los mocos justo antes
de que mi mano diera con el interruptor de la luz. No era chino, ni era negro, tampoco
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marinero, era argentino y no estaba resfriado. Lloraba. ¡Vale!, que los hombres también
lloran, y casi siempre a causa de las mujeres. Se disculpó por verse como se veía, y yo
le ofrecí dejarlo solo pero dijo que no era necesario. Me senté frente a él en la que, a
partir de entonces, iba a ser mi cama y nos presentamos con un apretón de manos, uno
de esos saludos falsetes que damos cuando no queda más remedio.
- Soy Julio.
- Rafi.
- Mi esposa me echó.
- Yo me fui solo.
- No me perdonó.
- Me escapé para no pedirle perdón
- Es que yo la amo.
- Si no estuviera loco de amor por ella...
- Quise volver, y me cortó el rostro, mal me lo cortó...
- No tuve el valor para volver.
- De rodillas le pedí perdón, le juré… ¡Por mi vieja, le juré!, que nunca iba a
volver a hacerlo.
- ¿Qué haz hecho? Eso mismo es lo que yo me pregunto a veces.
- Cosas de hombre, fue su prima la que me provocó.
- Pero no se puede ir en contra del destino.
- No le podía decir que no, está refuerte la guacha, soy hombre… ¿Iba a arrugar?
- De ninguna manera, las cosas suceden por algo.
- Se abrió de gambas y no tenía bombacha. ¿Yo que podía hacer?
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- Todos procuramos hacer las cosas lo mejor que podemos, pero la vida cada cual
la coge como está escrito.
- Y me la cogí. No podía hacer otra cosa. Me puse al palo y la empomé, ahí
nomás, de parados en el patio del fondo. ¿Qué cara iba a poner para verla y
decirle que no era como ella lo veía? Cuando llegó y nos vio le dije: No es lo
que parece.
- No me iba a entender.
- No me entendió, me quería matar.
- Son cosas que quedan dando vueltas en la cabeza, que te van matando
lentamente.
- No me mató de pedo, así de cerquita de la cabeza me pasó el sifón.
- Un día explotas, y no sabes con quién te la agarras.
- Explotó contra la pared y se agarraron de las mechas.
- Porque en verdad no te conoces
- No sabía qué hacer.
- Y te ves indefenso, perdido, sin fuerzas.
- Las quise separar pero era peor.
- En esas condiciones, si te quedas das lástima.
- Al final la prima zafó, y mi mujer se me vino encima.
- Escapar es cobarde, pero al menos te deja la chance de arreglar algo en el futuro.
- “Rogá que esta puta no se aparezca embarazada”, me dijo.
- La distancia tal vez sirva para ver las cosas de otra manera.
- Y me echó, ahora espero que la prima no haya quedado embarazada.
- Lo embarazoso es poner la cara para volver.
- Cuando sepa que no anda de bombo voy a tratar de volver.
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- ¿Y después de volver serán las cosas como eran?
- Si vuelvo me va a tener cagando, no me va a dejar pasar ninguna.
- Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes.
- ¡Ojo que yo tampoco me quiero volver a mandar ninguna!
- Después de todo, ¿quién dice que deban ser como antes?
- A la prima no pienso verla más, ¿viste?
- La incertidumbre, el saberse vulnerable...
- Salvo que le haya hecho un pibe.
- Eso también puede ayudar, ser un alivio.
- No, un quilombo va a ser.
- Dejar de sentir que hay que ser Superman.
- Sí, Superman, si les hice el bombo a las dos flor de quilombo que voy a tener.
- Y es que al formar familia uno no puede cargarse todo al hombro.
- Se me van a venir todos los familiares encima.
- Pero volver es tan difícil, mucho más que haber partido.
- Si vuelvo ahora me parten al medio.
Ahí nos quedamos largo rato en silencio. Como podrán apreciar el tipo era un pelmazo
padre, de la clase de divorciados que sólo hablan de su divorcio y a los que nada les
importa, ni jota, de la vida de los demás. Aún así tuvimos largas conversaciones dónde
cada cual decía lo que quería y el otro hacía como que le escuchaba. Para mí era muy
difícil prestarle demasiada atención, porque después de todo lo de él era merecido, culpa
suya por ponerle flor de cuernos a la mujer. Julio experimentaba el clásico
arrepentimiento del putañero, que le iba a durar lo que tardase el perdón o la caída de
otras bragas, lo que pasase primero. Distinto era lo mío, donde circunstancias especiales
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me habían acorralado forzándome a la toma de una decisión desgarrante en la que me
arranqué, de verdad y sin culpas previas, pedazos del alma. Yo estaba donde estaba por
preservar la pureza del amor, y no por haberle arrojado el sucio polvo de una calentura.
Se lo traté de explicar, pero Julio que carecía de suficiente cultura para entenderlo se
justificaba en su necesidad de demostrar lo macho que era, incapaz por ende de decirle
que no a cualquier mujer que se abriera de piernas. Así fue como me contó que además
de haberse revolcado con la prima de su mujer, también se follaba a una vecina y a la
mujer de la limpieza en su lugar de trabajo.
Y había que verlo al macho de Sudamérica, llorando a moco tendido como una
Magdalena. ¿Cómo iba entonces a comparar mi situación con la de ese pobre guarro?
Lo de él estaba marcado por el trazo grueso de la grosería. Lo mío en cambio era digno
de respetarse, una actitud generosa, tal vez cobarde, pero de una generosidad a puro
corazón, porque mi huida fue el guante de seda para no dañar a mi amada más allá de lo
que no estaba en mí poder evitar. Yo había sido bueno, y me iba dando cuenta que
merecía otra oportunidad.
Desde la llegada de Julio pasaron escasos días hasta que en mis bolsillos sólo quedaron
pequeños guijarros que había ido levantando por ahí. Me gustaba tener piedrecillas para
frotarlas en las yemas de mis dedos pero necesitaba con urgencia juntar algunas
monedas, de otro modo los peruanos me lanzarían a la calle y aunque aquello fuera flor
de pocilga, al menos era una pocilga amigable, siempre mejor que la puta calle donde
no te haces amigo ni de tu sombra. Dicen que la mano de Dios aprieta, pero no ahorca, y
también dicen que eso se dice porque los ahorcados ya nada dicen. Como sea, resultó
ser Julio quien me sacó del trance. Era mozo en un café en el que, a veces, se
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organizaban eventos especiales que requerían de mozos adicionales. Allí nuevas bandas
de rock daban su recital de presentación y venía una de esas veces. En mi vida había
llevado una bandeja, pero Julio hizo el llamado telefónico a sus patrones ofreciendo mis
servicios y bastó les dijera que yo era gallego -lo que en realidad no soy- para que me
aceptasen. Parece que hubo época en que la abrumadora mayoría de los mozos de
Buenos Aires provenían de Galicia, aunque los argentinos llaman gallegos a todos los
españoles. Luego esos gallegos se hicieron dueños de sus propios bares, restaurantes y
variedad de locales gastronómicos, así es que tomaron de mozos a tucumanos,
catamarqueños y otros provincianos; los “cabecitas negras” que tentaban fortuna en la
Capital del país. Salvo en algunos selectos sitios de comidas ya no se cuenta con la
dedicada atención de los mozos gallegos, pero claro, habiendo marcado época, aquello
ha quedado flotando como el más alto ideal de servicio y bastó esgrimir nacionalidad
para que me prefiriesen.
El afrontar esa obligación laboral retempló lo mejor de mi ánimo, el efecto buscado al
encarar cualquier terapia de rehabilitación. Con mi intelecto, el trabajo manual nunca
fue lo mío, claro que no, pero al fin mi cabeza se permitió un descanso. Estaba ocupado
y aunque sólo se tratara de acomodar sillas, memorizar los números de las mesas y
atender los consejos de Julio acerca del difícil arte de desplazarse portando la bandeja
en alto y sobre los dedos de la diestra, por primera vez dejé de pensar en mis problemas.
Haciéndole honor a los gallegos de antaño brotó en mí cierto talento natural para el
transporte de bebidas y alimentos, mis pasos eran seguros, mi andar elegante, y mis
yemas adherían a la base de la bandeja sintiéndola cual extensión del propio cuerpo.
Ansioso porque llegara el público que iba a marcar mi debut como mozo jugaba
haciendo girar la bandeja sobre los dedos y pasándola de mano en mano con perfección
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de malabarista. Vibraba por el entusiasmo de saber que podía hacerlo bien y me vestí
apresuradamente con las ropas provistas para la ocasión: pantalón negro de hilo, camisa
gris muy brillante y chaleco negro. El lugar tenía su clase y los mozos no
desentonábamos.
Poco antes de la hora en que se abrieron las puertas, un grupo de técnicos terminó de
instalar los instrumentos musicales en el escenario conectando enchufes, micrófonos y
luces. También se aseguraron que el amplio portón al fondo del escenario abriera y
cerrara con facilidad. Cada detalle parecía preparado concienzudamente con antelación,
y así era. Con la puntualidad pautada el local estuvo abierto y el público comenzó a
poblar las mesas. Lleno total, invitados de los músicos debutantes en su mayoría más
alguno que otro descolgado. Y yo sirviendo a los clientes con plena felicidad interior.
Digo, el gusto de estar allí, sonriéndoles a todos, dándoles la bienvenida y
dispensándoles atención personalizada, con tal jerarquía de anfitrión que cualquiera me
hubiera juzgado el dueño y no un mero dependiente ocasional. Así se me fue pasando el
rato hasta que, en una de esas, al acercarme a la barra para transmitir las órdenes de las
mesas, aparece Julio con el rostro desencajado de alegría y cogiéndome del brazo me
informa que estaba todo listo para empezar el show pero que faltaba el presentador. Le
digo: "Tío, ¿y qué hay con eso?, que se busquen a otro", y entonces tomándome de los
hombros me dice que les había dicho que yo era locutor, por lo que ese otro era yo.
Imaginen mi sorpresa. Sin dejarme decir nada me lleva al costado de la barra y me
presenta al representante del grupo, un tal Seiko que terminaba de cerrar con furia su
frustrada conversación por el teléfono celular.
- Me dicen que sos locutor, ¿es cierto? –preguntó con displicente altanería.
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- Pues claro que lo soy, y en esta vida de lo único que puedo dar seguridad.
- Necesitamos que subas al escenario y hagas la presentación de los chicos.
- Pero… ¿Cómo que quieren que los presente? Si ni siquiera conozco el nombre
de la banda, ni la música que hacen...
- Tenemos un speach preparado, se supone que el que tenía que venir lo iba a
decir de memoria, pero las cosas se dieron así y ya sabés como es esto, el show
debe seguir… Tenés que subir al escenario, pararte frente al micrófono y leer
con entusiasmo este papel -ahí mismo y sin dejar de hablar me lo dio en mano-,
cuando termines de hablar se va a abrir el portón a tu espalda y va a haber un
cambio en el juego de luces, no te vayas del escenario por donde vas a subir
porque no vas poder bajar, agarra el micrófono con pie y todo y llévatelo para la
derecha, quédate atrás de la batería hasta que termine el show, ¿entendiste?
- Sí, no me bajo del escenario, cojo el micrófono y me resguardo junto a la
batería, pero… ¿Y mis mesas, quién las atiende?
- Olvidate de eso. ¿Entendés lo que tenés que hacer en el escenario?
- Sí, sí...
- Mirá el papel. ¿El tamaño de las letras está bien? ¿Lo podés leer?
- Sí, sin ningún problema.
- Bien, sacate ese chaleco y ponete mi saco.
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NN Y LOS DEL FALCON VERDE
Así de repente dejé el trabajo de mis antecesores gallegos y volví a encontrarme con mi
propio oficio. Cosas que sólo explica el destino, vamos: aquello para lo que uno ha
nacido. Cuando caminaba al escenario sentía que estaba volviendo a mí, era como si la
luz de ese reflector, el silencio que me zumbaba en los oídos y la expectativa que
envolvía mis pasos fueran a poner bisagra en mi vida. Y la pusieron. Lo que el destino
tiene de ineludible se anunciaba en los latidos de mi corazón. Mi alma, el micrófono
frente a mis labios, la ceguera brillante de luces y el papel en mi mano, eran los
elementos de un momento crucial. Ni puta idea de lo que iba a venir, pero lo que fuera
estaba yo ahí para traerlo. Y como que soy un profesional de la hostia, ¡les juro que mi
voz les llegó hasta los huesos! Leí mejor que si lo hubiera ensayado, aquel escrito que
decía:
- Expirado largamente el término de la garantía dispuesta por el fabricante, aun
sus ruedas siguen girando. Sus servicios superaron satisfactoriamente las
mejores previsiones de tiempo y kilometraje, sobreponiéndose a todos los
hábitos de manejo y a las exigencias de cualquier terreno. Podría decirse que es
el automóvil emblema de la familia argentina, pero no menos cierto es que ya no
es un auto sino una leyenda.
Y en tanto que yo avanzaba con el discurso, la máquina de humo formaba densa neblina
sobre el escenario hasta la altura de mis rodillas, lo que junto a luces hábilmente
dispuestas creaba la atmósfera fantasmagórica, ideal para dar crecimiento a la alta
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expectativa generada desde que las puertas se abrían lenta y silenciosamente. Continúe
leyendo:
- En los años duros del "yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se
escondieron bajo la cama a esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él
fue de los que salieron a poner el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas
aventuras, su nombre adquirió con la fama un color distintivo, fue bandera
desplegada tremolando al viento por las noches, cuando la más sucia de todas las
guerras se libraba en las calles. Cruel entre los crueles aceptó batirse recurriendo
a las mismas sucias artimañas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que
el suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto
al que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden
gratitud.
A mi espalda rugió el motor y encendiendo sus luces el Ford Falcon avanzó por el
escenario. Entonces subí la voz, entusiasmándome con esa puesta en escena que no
tenía idea cómo iba a terminar.
- ¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión: ¡Falcon Verde! Y esta noche,
para todos ustedes, damas y caballeros que buscan algo nuevo, una banda de
rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡ N.N. y los del Falcon
Verde!!!
Frenó el vehículo su arremetida al escenario con el paragolpes a milímetros de mi
humanidad, y tras dar una muy fuerte acelerada en punto muerto, se abrieron las puertas
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comenzando a salir fuera sus ocupantes. Tal como se me había indicado tomé el
micrófono y me dispuse a desplazarme por la derecha para quedarme detrás de la
batería. Seis tipos de traje, llevando el pelo engominado, anteojos oscuros e itakas en la
mano bajaron del Falcon y se desplegaron por el escenario haciendo sonar a un tiempo
la recarga de sus escopetas. Ese track-track atemorizante que te pone sobre aviso de que
viene el disparo. Un rayo de frío me atravesó el espinazo al verme en medio de ellos. El
humo potenciado por las luces, el silencio expectante del público y esos tíos serios con
las armas en las manos que se quedan estáticos, mudos, amenazantes, hasta que uno de
ellos haciendo chasquear los dedos ordena que abran el baúl, y otros dos sacan de allí a
un pobre chaval de camisa blanca desabotonada. Levantándolo por los codos lo llevan
al medio del escenario y lo dejan allí, entre las luces del Falcon, con las manos atadas a
la espalda y los ojos vendados. Ni un murmullo en la sala, todos las miradas atentas a
esa figura encorvada, temblorosa, llena de temor. El pobre Cristo, un prisionero, parece
estar esperando que lo muelan a palos. Pero no le pegan, al abrir y cerrar las alas de un
hada los otros seis trocaron las itakas por los instrumentos musicales que aguardaban en
el escenario. Dos guitarras, bajo, batería, teclado y trompeta comienzan a sonar en
compases que se repiten. Uno de los guitarristas pone entonces el micrófono delante del
que traen prisionero, y le ordena con voz áspera: "¡Empezá a cantar!". Y el tipo canta.
Algunos de los otros le hacen coros. Canta esa cancioncita llamada "Demasiado tarde",
que dice:
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DEMASIADO TARDE
Desaparecidos
así quedaron los subversivos,
ellos decidieron la guerra,
ellos impusieron las reglas,
y después, muy tarde fue
para querer cambiar,
para pedir piedad,
llorar, o gritar:
¡¡¡Mamá!!!
Si las bombas eran buenas
(si las bombas eran buenas)
la picana no era mala
(la picana no era mala).
Si mis muertos no te apenan
(si mis muertos no te apenan)
tus ausencias no me llegan
(tus ausencias no me llegan).
Desaparecidos
así quedaron los subversivos,
ellos decidieron la guerra,
ellos impusieron las reglas,
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y después, muy tarde fue
para querer cambiar,
para pedir piedad,
llorar, o gritar:
¡¡¡Mamá!!!
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CHE, BETO
Al concluir la canción, el público petrificado no fue capaz de soltar nada, ni aplausos ni
abucheos, sólo quietud y silencio. Eso no parecía importarles a los músicos en escena.
Menos batero y teclas, los otros cuatro rodearon al prisionero para ocultarlo. Cuando lo
dejaron ver estaba transformado, ya no era el prisionero sin Ningún Nombre, el famoso
NN, sino que llevaba el saco, la corbata, las gafas negras y el peinado a la gomina.
Diríase que habiendo pasado de bando era uno más de ellos. Cantaron entonces "Che,
Beto":
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Tu padre ya sabía
lo que tu madre intuía:
El nene Juega a la revolución.
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Era una cita envenenada
y no caíste hasta caer
con la primer trompada
tu pastilla de cianuro
se te piantó de entre los dientes.
¡Qué mala suerte!
Llegaste tarde a tu propia muerte.
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La viste rodar por el andén,
y ya no viste más.
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Y ahora estás ahí
amarrado a una cama sin colchón.
Y Susanita...
Susanita...
¡Susanita te hace shock!
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
¿Y de los nuestros cuántos mataste, Beto?
¿A cuántos más pensaban matar?
Beto, están perdiendo.
Beto, es él final.
Beto, no digas más.
Ya lo sabemos.
Y vos te vas.
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REPRESOR ILEGAL
Un disparo cerró la canción y por primera vez las luces dieron oscuridad total. Forzando
ronquera se escuchó a alguno epilogar: "Fuiste; che Beto". El pulso nervioso de algunos
aplausos se impuso por sobre el murmullo generalizado. El público estaba impactado.
Procuraba adaptarse a un show que rompía todos los códigos conocidos del musical
argentino, algo que no era sólo políticamente incorrecto… ¡Era políticamente
imposible! Otra dimensión, la mirada al lado más oscuro de una sociedad hipócrita que
vive acostumbrada a guardarse lo que piensa. Y yo ahí, en medio de todo aquello,
patitieso, preguntándome en qué cueva de fachas me había metido. ¡Porque vamos! Que
yo cargaba mis preconceptos y esto, que os cuento tal y como ocurrió, se sentía extraño,
irreal, así cual esos recuerdos que se montan en sueños y en noches de fiebre le
distorsionan a uno la percepción del mundo. Y que te dices: "¡Anda! Cálmate ya
gilipollas. ¿Qué no ves que no puede estar pasando?”. Pero la banda siguió tocando, y
me di cuenta que era real porque mis pies querían bailar. Me decía que estaba mal, y
otra voz más fuerte me decía: "Déjate llevar". Arremetieron entonces con "Represor
Ilegal", puro rock and roll.
Horas de la noche
y en el Falcon Verde
todos los semáforos
me cantan verde.
¡Verde, Falcon, Verde!
¡Represor ilegal!
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¡Represor ilegal!
Cazando guerrilleros
por toda la ciudad.
¡Qué paradoja!
Los guerrilleros urbanos
después de tanta sangre…
¡Querer derechos humanos!
Tarde, muy tarde.
¡Suave!
¡Verde, Falcon, Verde!
¡Verde, Falcon, Verde!
Rápido en las curvas
más rápido en las rectas
pero siempre suave ¡Suave!
¡Verde, Falcon, Verde!
Horas de la noche
y en el Falcon Verde
todos los semáforos
me cantan verde
¡Verde, Falcon, Verde!
¡¡¡Verde!!!.
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MEDITANDO EN EL BAÚL
La algarabía de los aplausos se desató en festejo aún antes que la canción terminara.
"¡Gracias!", gritó uno de los guitarristas; quien brindaba la apariencia de ser el jefe. Y el
público de pie. ¡Qué suceso! El público entusiasmado con la gran función que había
presenciado no dejaba de batir palmas reclamando otra, un bis, algo más de aquella
imprevista cachetada sobre las convenciones del momento. Los siete músicos saludaron
con pomposa reverencia al borde del escenario, gesto que repitieron unas tres veces ante
la fervorosa aprobación de los espectadores que esperaban el bonus. Pero no hubo otra,
así como saludaron fueron hacia el auto y cuando parecía que nada más iban a subirse y
marcharse, uno de ellos me señaló con el dedo. Vi las sonrisas en sus rostros y antes que
viera otra cosa me estaban cargando en el baúl. Venciendo mi resistencia a fuerza de su
mayor número, con algunos golpes mediante, lograron sumergirme en esa celda de
tránsito, privándome de mi libertad y dejándome sumido en la peor de las
incertidumbres. Lo último que alcancé a distinguir en el tumulto fue la sonrisa del que
gritó: "¡A la valija, Chirolita!”. Chirolita, supe luego, era el nombre del muñeco de un
tal Chasman, famoso ventrílocuo argentino.
Cuando cerraron la tapa el estruendo pareció ahogarse en la oscuridad. No sentí temor.
¡Vamos! Estaba claro que aquello venía en tren de broma; pero me interrogué
seriamente acerca de cuestiones fundamentales. ¿Por qué no estaba en mi España? ¿Qué
clase de aventura loca estaba comenzando en Sudacalandia? Escuché los portazos,
percibí el bamboleo del auto por el ascenso de sus tripulantes, y las ruedas se echaron a
andar. Lento en la marcha atrás, para dispararse luego hacia delante en dirección a qué
sabía yo dónde. Acomodé mi humanidad lo mejor que pude en el espacioso interior del
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compartimiento de equipajes. Desde la cabina me llegaban inentendibles las voces
sobrepuestas de los siete músicos, era evidente que estaban de plena jarana así que no
gasté saliva en pedir a gritos que me libraran del encierro. Al cabo que en el baúl yo iba
más cómodo que cualquiera de ellos apretujados en los asientos.
Lo que duró el viaje me lo pasé pensando en mi amada mujer. Recordaba cosas que
había olvidado, pequeños gestos que quizás no supe valorar en su momento. Esas
menudencias de lo cotidiano que uno da por sentado, nimiedades que pasan
desapercibidas hasta que se pierden. El modo en que por las noches ella peinaba sus
largos cabellos sentada al borde de la cama. El olor mismo de nuestro hogar, y hasta esa
manía por encender inciensos que tanto me molestaba. De aquella nada oscura en la que
mi alma parecía estar flotando alrededor del cuerpo, me vino a la mente la imagen de
ella en un momento preciso. Era igual que ver una fotografía que en lugar de estar
impresa en papel lo estaba en sentimiento. Y es que de aquella reunión en casa de
amigos me había guardado la preciosura del instante en el corazón. Fue alrededor de la
mesa, en la que todos hablaban a grandes voces discutiendo alguna cuestión de esos
días. Yo batallaba con una botella de vino cuyo corcho se había partido y, mientras
procuraba descorchar el resto, desesperaba por entrar en el debate. Ni bien saqué el
medio corcho levanté la vista, y allí estaba ella, al otro lado, viéndome fijamente a los
ojos. Con el pulgar y el índice de la diestra cogió la aceituna que se llevó a la boca, la
mordió arrojándome una mirada como la noche que tuvimos luego y en ese segundo no
hubo sonidos, ni olores, ni cualquier otra sensación más que calor intenso en el pecho.
Era mi mujer. Y la estaba viendo exactamente igual, reviviendo el momento en la
cajuela de un Falcon Verde. Es que el baúl de ese vehículo es una especie de
confesionario, un lugar que empuja al examen de conciencia, a poner blanco sobre
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negro los errores abriendo el diálogo sincero con la propia alma. Hay muchos que
necesitarían pasar por esa experiencia. Comprendí allí lo mucho que mi ausencia la
estaría mortificando. ¡Pobrecita! ¡Tremendo calvario el que iría sufriendo por mi culpa!
Necesitaba llamarla, pedirle perdón y volver con ella. Después de todo, ¿qué importaba
si yo no era la voz de España? Era una más de las voces de España, y con eso bastaba
para andar con la frente en alto. ¿Qué más necesitaba de la vida que tenerla nuevamente
entre mis brazos? Pues nada. ¡Si ella era todo! Una luz misteriosa ordenaba al fin mis
ideas, mis sentimientos y mi proyecto de vida, y entonces... entonces un maldito bache
me hizo golpear la cabeza contra la tapa, y la bestia al volante que acelera por un
camino lleno de pozos que ni tras las bombas de Bosnia se ha visto. ¡Claro!, ellos
riendo, ¡qué va!, y el pobre de mí un hielo en la coctelera. Pasé el rato dándome de
golpes hasta que arribado a destino, una casa quinta en Tortuguitas, el vehículo se
detuvo. Cuando abrieron la tapa los siete estaban mirándome, sonreían sin decir palabra
y esa actitud de final de broma, así de esperar que yo les festejara el chistecito, fue lo
que realmente me dio entre medio de mis dos cojones. Saliendo sin recibir ayuda de
ninguno, me incorporé y en cuanto pude estirar las piernas, como seguían con esa
miradita de "mira que gracia te hicimos", sintiendo los pies firmes sobre el suelo les
grité mi enojo:
- ¡¡¡ Vosotros me habéis secuestrado, coño!!!
En respuesta se echaron a reír. Y yo que los miraba atónito sentía la sangre alborotarse
por mis venas.
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- ¡Que no es un chiste!, -les dije- me han traído por la fuerza, han perpetrado un
crimen, una felonía, un, un, un....
Los nervios, con la oportunidad que los caracterizan, me jugaron esa mala pasada y
quedé trabado repitiendo "un... un... un...", sin saber qué decir, cosa que por suerte
nunca me ha pasado frente al micrófono en el ejercicio de mi profesión. ¡Pero es que
estaba indignado! Más aún, ya casi los tomaba a golpes de puño que escucho a uno
entre las risas decir:
- ¡Estuviste genial, Gallego!
- Sí, -asintió otro- tu voz y tu acento hicieron del speach del comienzo algo mucho
mejor de lo que esperábamos.
- Teníamos miedo que sin presentador se nos fuera el show a la mierda.
- ¡Te pasaste chabón!
- Cuando te escuchamos supimos que todo iba a salir perfecto.
- ¡Salimos a escena recontra motivados!
- Dejaste al público listo para nosotros, y está claro que vos sos nuestro
presentador. ¡Indudable!
Me halagaban, palmeaban mi hombro y ¡qué diablos!, se me esfumó el enojo porque,
¡vamos!, es que de verdad, aunque no quiero pecar de vanidoso es la más pura realidad:
¡Que soy un locutor de la hostia!
- Modestamente -dije- yo sólo afino el instrumento que Dios me ha dado.
- Nos cabe el talento bien usado.
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- Les diré que ustedes tampoco han tocado mal, en la última canción no podía
dejar de mover los pies.
- Vení Gallego, vamos al quincho a comer el asado y bienvenido a la banda.
Conocéis mis penurias económicas a esas alturas de los acontecimientos, así que
imaginarán con facilidad que lo que había comido en los últimos días era, además de
alguno que otro engaño, nada. Nada, pero nada de nada. Ni siquiera andar a la sopa
boba. La sola idea de meterle sustancia al estómago hacía que mi mente se obnubilara
por ver la abundancia de carne en la parrilla, roja, jugosa, cocinándose al uniforme calor
de las brasas junto a chorizos, chinchulines, riñoncitos, morcilla y las mollejas. ¡Pienso
en esas mollejas y me viene una cosquilla al paladar que me inunda la boca de saliva!
En fin, una típica parrillada de carne argentina, y no tuve fuerzas más que para
quedarme allí junto esperando que sirvieran. Mi única distracción, la sola vez que quité
la vista de ese deleitoso espectáculo gastronómico, fue cuando llegaron a la quinta en
otro auto y una camioneta el resto de la banda, los que no eran músicos, o sea, el
sonidista, el iluminador, los dos asistentes que les ayudaban a armar y desarmar los
equipos y el representante. David Seiko vino de inmediato a reclamarme la devolución
del saco, y al encontrarlo arrugado, con uno de los bolsillos descosido e impregnado de
mi sudor por el viajecito en el baúl, reprendió a los músicos por haber estropeado su
saco. ¡Vaya descaro el de ese tío! Su saco le importaba más que el atropello a las
libertades individuales del que había sido víctima. Claro que atento como estaba a la
cocción de la carne, pues no iba a perder tiempo en hacerle notar su falta de sentido
cívico. Verán, de verdad estoy tentado de describirles el sabroso paso de aquellos
manjares por mi boca, sin embargo creo más adecuado al hilo conductor esta historia
contarles de los muchachos antes que de los platos.
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LOS MUCHACHOS
Como es de público y notorio en la formación originaria de los "N.N. y los del Falcon
Verde", revistaban siete músicos. ¡Vale! No me corrijan antes que termine de hablar,
siete si no se cuenta al Falcon. Para los que cuentan al Falcon, que son casi todos, la
banda era de ocho. Así es que, además de la leyenda, subían al escenario:
Agustín Canelois, voz.
César Carnovali, primera guitarra y coro.
Marcos Slahter, guitarra y coros.
Diego Magliani, bajo y coros.
Antonio Faull, teclados.
Fernando Hamal, batería y coros.
Carlos Bagliesso, vientos.
En aquella primera cena compartida ellos eran para mí perfectos desconocidos.
Comencé a conocerlos después del café, porque en la comida propiamente dicha me
limité a saciar mi hambre antes que la curiosidad. Cuestión de prioridades, se entiende.
Salimos del quincho para ir al interior de la casa y ubicarnos en los sillones de la sala de
estar, establecidos alrededor de un enorme televisor. César, con los ojos claros de mirar
profundo, me dijo entonces que mi presencia coincidía con la elección de videos que
habían dispuesto para esa noche. Disponían de dos películas españolas: "Torrente, el
brazo tonto de la ley", y "Torrente 2, misión en Marbella". Compartían ese humor entre
negro y guarro por el que transitaba el personaje de Santiago Segura, y a mí me tocó
padecer el que tomaran algunas de sus frases como muletillas de uso cotidiano. Es más,
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de modo extraño decidieron que era muy gracioso apodarme Torrente a mí,
comparándome con ese tío desagradable que es una suma de calamidades. Por el sólo
hecho de ser español y estar orgulloso de serlo, me adosaron parentesco con ese gordo
infame, que entre otras linduras de su personalidad demostraba ser sucio, corrupto,
racista, alcohólico, drogadicto, putañero, onanista, eyaculador precoz, traidor, cobarde,
estúpido, homosexual y hasta fascista. Reían a carcajadas viendo la peli, y siendo que
era el único allí que no reía me miraban de reojo retorciéndose de risa cada vez que
brotaba de mí algún comentario indignado. No era cuestión menor mi enojo. Que yo no
soy de los que se hinchan los cojones y se quedan sin hacer nada, ¡no señores! Al
término de la segunda película, mientras bajaban los créditos, cansado de escuchar las
risas de los sudacas y su grosera idea de lo gallego me puse de pie gritando: "¡España no
es todo Galicia y ser gallego no es un chiste!", y en cuanto no pararon con sus risotadas
exigí, listo para irme a las manos, que me llevaran a mi hotel.
Ese fue el momento en que el destino me hizo saber que había caído yo entre ellos y que
no me libraría de su compañía fácilmente. Quedaría bien en claro que mi falta de
fortuna y los caprichos del destino me unirían a la aventura de ese grupo de truhanes. Se
pusieron serios, no entendían mi ofuscación, y en eso que estamos ahí con los rostros
tensos Fernando presiona el power apagando el aparato de video. Volvió entonces a
trasmitir la señal del cable, y en eso, como un mal augurio veo al televisor llenar su
pantalla con el cartel rojo de Crónica TV, el más popular de los canales de noticias
argentinos. Con total claridad escucho que se dice: "Allanamiento en casa tomada, las
imágenes ya".
- Pero, pero... - Apenas pude balbucear incrédulo y pasmo- ¡Si ese es mi hotel!
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- ¡Su hotel! -Exclamó Diego riendo- Dijo su hotel...
- Y ese que llevan ahí es el conserje, el administrador del hotel -dije anonadado
viendo al peruano que manos esposadas a la espalda era introducido al
patrullero.
- ¡El administrador del hotel! -Repitió llorando de risa el cretino de Diego siendo
festejado por el resto de esas hienas.
- ¡Esos teléfonos! ¡Se llevan el locutorio! -Dije sin poder creer que estuviera la
Policía confiscándolo todo.
- ¡El locutorio! Dijo el locutorio… ¡El locutorio! -Y se reía retorciéndose con las
dos manos en la panza, cosa que me hinchó soberanamente las pelotas.
- ¡Pero me cago en tu puta madre! -Estallé preso de ira- ¿Es que acaso has de
repetir cada cosa que yo diga?
- No, no. Es que es muy gracioso -intentó explicarse sin dejar de reír.
- Pues no le veo yo la gracia, he perdido el techo bajo el cual dormía… ¿Y ahora
cómo recuperaré mis documentos y mis ropas? ¡Soy un paria! Un
indocumentado en este país extranjero...
- Por el lugar no te preocupes que te quedás con nosotros, y en cuanto a los
documentos le pedimos a Seiko que se encargue -intentó calmarme César.
- ¡Quiero mis documentos! ¡Quiero volverme a España!
- Bueno, está bien, pero cálmate. David tiene amigos en la cana, vas a ver que te
devuelven los documentos -me decía compasivo César-. No te desesperes
Gallego.
- ¡No soy gallego y si me llaman llámenme por mi nombre, que para eso lo
tengo!: Me llamo Rafael, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo
Ortiz y Serrano, si quieren pueden decirme Rafi, porque si mis padres me
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bautizaron con tantos nombres no ha sido para que ningunos sudacas me
inventen cualquier apodo.
- Bueno, está bien Rafael, cálmate.
- Y yo no debería estar acá, yo debería estar en España con mi mujer, con mi
trabajo en la radio, con todas esas cosas que no supe valorar adecuadamente
cuando las tenía de tiempo completo al alcance de las manos. ¡Un teléfono!
Necesito un teléfono…
- ¡Un teléfono! -Dijo riéndose otra vez Diego.
- ¡¿Pero que clase de subnormal eres?! -Lo confronté ya harto de sus estúpidas
risas- ¿Acaso tienes el cerebro de un loro? ¡Cállate de una maldita vez!
Me descontrolé. Quedé mudo, temblequeando por la repanocha mala, incapaz de
dominar mis actos ni mis pensamientos. Eran demasiadas cosas fuertes que me
atropellaban en poco tiempo. Alguno de los muchachos se llevó a Diego fuera del
cuarto sin que dejara de reír, y César tomándome por el hombro me dirigió
fraternalmente hacia la cocina, donde sirvió un vaso de agua y puso el teléfono sobre la
mesa, a mi entera disposición. Cerró la puerta y dejándome solo dijo: "Hablá tranquilo
Rafael". Las lágrimas caían por mis mejillas en el desconsuelo al que únicamente podía
poner fin la voz de mi amada. Al instante, cual si la muerte estuviera a punto de alzarme
con su mano implacable, vi pasar frente a mis ojos lo que, desde el momento en que
hice abandono del hogar conyugal, había hecho con mi vida. Me contemplé
escribiéndole aquella nota de despedida con que se disparó toda la secuencia. Ante mis
ojos pasaban los fotogramas de mi triste película y podía verme al abordar el avión,
caminando perdido por las calles de Buenos Aires, entre las caras extrañas del Hotel de
los peruanos y toda esa locura del Falcon Verde que me había puesto allí, donde estaba,
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frente al teléfono. Debía levantar el tubo, marcar el número y ponerle fin al descalabro.
Ella comprendería. Quizás tuviera algún enojo conmigo, pero como el amor es más
fuerte seguramente sería momentáneo, una de esas broncas superficiales bajo las cuales
aguarda el abrazo reconciliador. Limpié las lágrimas del rostro, soné mi nariz y aclaré la
voz. Me serené encontrando el valor necesario para pedirle perdón, suplicarle si era
menester. El corazón palpitaba trémulo de emoción escuchando la chicharra que
clamaba por ella al otro lado del océano.
Sonó cinco o seis veces, y yo con los ojos cerrados, pegando el oído al auricular, la
mente en blanco y la ansiedad. ¡La ansiedad! La ansiedad era un diapasón que vibrando
en mis huesos buscaba partirlos en millones de fragmentos. Apretaba los dientes
frunciendo todo cuanto podía fruncirse. Y luego, al percatarme que descolgaba al
teléfono el corazón se detuvo, contuve la respiración y el silencio al otro lado se
prolongó en elástica agonía. Sentí en su respiración el preludio a las palabras y cuando
por la bocina dijo: "Hable”, me sorprendió la voz de otra mujer, una señora de edad.
- Pero… ¿Quién habla? -pregunté descorazonado.
- ¿Cómo que quién habla? Eso es lo que yo pregunto.
- Usted no es mi mujer.
- ¡Qué va! Claro que no, yo soy mujer de un solo hombre, y mi marido está aquí
junto, mirando la tele desde el sillón. No hace otra cosa…
- Oiga, a mi no me importa su marido ¡Dígame qué ha pasado con mi mujer!
- ¿Cómo voy yo a saber lo que pasó con su mujer? Pero si ni siquiera sé quién es
usted. A ver ¿cómo ha conseguido este número?
- ¿Qué cómo he conseguido ese número?, pues porque yo vivo allí con mi mujer.
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- ¡Joder! Vaya tío listo, así que en esta casa vivíamos los cuatro y yo con mi
marido ni enterados. ¡A ver si ayudan a pagar las cuentas entonces!
- Señora, soy Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y
Serrano, le hablo desde la Argentina, y busco a mi mujer la Señora de Castillejo
- ¿La Señora de Castillejo?
- Exacto.
- Mire, ahora tengo una confusión, porque lo que yo sabía es que aquí vivía la
viuda de Castillejo.
- ¡Ninguna viuda, Señora! ¡Yo estoy vivo! Fregado en la mierda, pero vivo...
- Lo que ha pasado, es que el día de la mudanza nos cruzamos, pues cuando
entrábamos nuestras cosas ella retiraba las suyas, y como le vi algunos objetos
que eran de hombre, por caso unas pantuflas horribles que llevaba abrazadas
contra el pecho, le pregunté por el marido, y la pobrecita llorando me dice que el
marido se ha ido, y como vestía de negro, pues nada, que yo pensé que había
enviudado.
- Pero no he muerto señora, y quiero volver con ella...
- ¡Hombre! Entonces a por ella, que se ve que lo extraña.
- Es que estoy atrapado en la Argentina, indocumentado y sin dinero.
- ¡En ese caso está igual que viuda!
- Señora no diga eso, que es muy feo. ¿Ella no dejó un teléfono al que pueda
llamarla?
- No.
- ¿Acaso una dirección?
- Nada, apenas nos hemos visto unos segundos.
- Vea, noto que usted tiene buenos sentimientos, ¿podría yo pedirle un favor?
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- Eso depende de lo que me pida.
- ¿Usted podría apiadarse de este compatriota en desgracia y prestarme dinero
para el pasaje de vuelta?
- ¿Prestarle dinero a Usted?
- Podría enviarme un giro, y yo se lo devolvería de regreso a España.
- Usted, a quien no conozco, me dice que está indocumentado e indigente en la
Argentina y ¡vaya coraje! ¿me pide euros a mí?
- ¡Estoy desesperado, Señora!
- ¡Púdrete gilipollas!
Y cortó. De súbito me embargó un sentimiento de caída abismal. El teléfono en mis
manos se hizo soga muerta de la que podía jalar sin subir a ningún lado. Lo solté
espantado de tocarlo y quedó descolgado sobre la mesa. En la impotencia de mi soledad
sentí terror. Silenciosas lágrimas acudieron a mis mejillas sin que profiriese el mínimo
sollozo. El alma se me había acurrucado en algún lugar insondable de mi estática
humanidad, sólo las lágrimas me diferenciaban de cualquier estatua. No estuve vivo, no
podía sentir pulso, era de sal o de piedra en mi cuerpo maldecido por la distancia. La
cara de mi amada se desdibujaba en el recuerdo por el temor a no verle ya nunca jamás.
¿Qué sería de ella sin mí? ¿Dónde irían a parar mis pantuflas? ¿Y cómo pudo decir esa
insensible mujer que eran horribles? Quizás los delicados pies de mi esposa procuraban
mitigar su soledad en el calor de mis pantuflas. La suavidad de la tela escocesa, la alegre
combinación cuadrillé del amarillo, el verde y el rojo, y ese desgaste por el uso que ya
las transparentaban donde rozaban las uñas de los dedos gordos. ¡Nada sabía esa mujer
de mis pantuflas! Nada de nada, pero igual tuvo el descaro de criticarlas. Mis pantuflas
estaban más allá de su comprensión, eran un mensaje cifrado entre enamorados, mi
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mujer debía aferrarse a ellas sabiendo que tarde o temprano volverían a mis pies.
¡Cuánta devoción en mi amada! Tener mis pantuflas ahí, al alcance de la mano, de
seguro entibiándose el pecho con ellas, cuidándolas fielmente para que a mí retorno al
hogar, aunque fueran ya otras la paredes, estuviera igual que ayer la sacrosanta
intimidad conyugal. No, los obstáculos no iban a impedir que tomara nuevamente entre
mis brazos su estrecha cintura. Ella no me olvidaba, tal vez, pensé, en ese mismo
instante los dos llorábamos la mutua soledad, por eso acaricié mis lágrimas cual si
fueran las de ella. Y decía para mis adentros: "No me llores, mi amor, no me llores: yo
estoy volviendo a ti”.
César volvió a la cocina sentándose frente a mí. No dijo palabra y durante largo rato me
acompañó comprensivo de la situación, respetando el dolor.
- Ella se ha mudado. No tengo forma de ubicarla que no sea volviendo a España
-dije resumiendo la situación.
- Lo siento.
- Y volver a España es algo... “Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho”.
Bueno chaval, que todo esto que está ocurriendo me lo tengo bien merecido. Me
quise ir, yo solo, porque estaba atosigado con las menudencias de cada día y
necesitaba poner orden en mi cabeza. Ahora en cambio, daría mis piernas por
poder regresar.
- Para volverte lo único que necesitás es un poco de paciencia.
- ¿Tú crees? ¡Mírame! No tengo mis documentos, no tengo una moneda en el
bolsillo, ni un techo, ni una cama, ni mi ropa, no tengo ya ni un teléfono al que
llamar, no tengo nada. Estoy varado en la nada.
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- Eso no es tan así. De tus documentos ya te dije que se va a encargar David,
mientras tanto nosotros necesitamos un presentador, y vos sos mucho mejor que
el que teníamos, por eso queremos que sigas. Entiendo que tu situación no es la
mejor, y quiero dejar en claro que si te ofrecemos esto no es porque seamos
buenos samaritanos. Nunca nos imaginamos que el presentador pudiera ser
español, pero quedó tan bien que ahora no queremos otra cosa.
- Me estáis dorando la píldora, pero mi único deseo es retornar con mi mujer,
aunque sea nadando, digo, moriré en el intento porque no tengo branquias, pero
al menos me sentiré reconfortado por pensar que lo estoy intentando.
- Rafael, no seas pelotudo.
- Oye, no me hables así, que estoy en estado de sensibilidad extrema.
- No estás pensando Rafael, escúchame, trabajá con nosotros y vas a llegar a
España antes que a nado. Mirá, en esta casa vivimos todos, hay una cama para
vos también. La comida, me parece que te gustó.
- ¡Estaba rico el asadito!
- Y la plata no va a ser mucha, pero vas a poder juntar para el pasaje.
- ¿En cuánto tiempo?
- No sé, estamos empezando y todavía no somos conocidos, pero acá hay un
proyecto de trabajo, y en el peor de los casos, aunque nos fuera muy mal, para
vos esto es techo, comida y el pasaje de vuelta.
Me quedé viendo esa expresión en el rostro de César con la que aguardaba mi
respuesta. No tenía mucho de dónde elegir. No había otro remedio que ser uno de
los muchachos.
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- Junto para el regreso y me voy.
- Está claro, hasta comprar el pasaje de avión.
Y así fue que me convertí en el presentador y voz narrativa de "N.N y los del Falcon
verde". Contento de tenerme en el grupo, César me condujo a un dormitorio al final
del pasillo que comunicaba todas las habitaciones de la casa. La luz del sol entraba
por la ventana y en la cama no había sábanas.
- En el ropero hay juegos de sábanas y frazadas, ahora te consigo una almohada
que esté en buenas condiciones- dijo César dejándome allí.
Reconozco que me incomodaba aquel cuarto, limpio pero despojado, con olor a
desuso y paredes de hastío. Como si el último morador hubiese dejado allí su
aburrimiento y algún dolor escondido. Acaso, otra pena de amor.
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PESADILLAS DE UN AMOR DESGARRADO
Me acerqué a la ventana. A través de ella se veía el parque hasta el alto ligustro que
bordeaba la propiedad. Bajé la persiana y sin esperar por la almohada, me arrojé sobre
el colchón quedando dormido de inmediato. Cuerpo y mente clamaban descanso, el
agotamiento emocional había consumido la reserva de mis fuerzas: Pero el sueño, así
extenuado, no llegó a modo de bálsamo reparador, sino como siniestro remolino de
ásperas pesadillas. Veía a mi pobre mujercita acomodando nuestras cosas en un
apartamento miserable, oscuro, pequeño y de paredes descascaradas. Sentada en medio
de aquel desorden de cajas amontonadas y llorando mi ausencia, buscaba consuelo
apretando las pantuflas contra su pecho. Me desperté y el cansancio volvió a golpearme.
La almohada ya estaba allí. Roté mi cuerpo hundiendo mi cabeza en ella, cerré los ojos
y aparecí caminando por las calles de Madrid, cierta cámara lenta le daba toque
melancólico y feliz, inmensamente feliz, a cada uno de mis pasos. Eran los pasos que
me conducían a mi amada llevándole un ramo de flores en la diestra. Con esa lentitud de
los movimientos que me presentaba el sueño alzaba mi vista buscando ver el cielo que
me vio nacer, el celeste intenso de mi España, que deben creerme no puede parecerse al
de ningún otro lado. Sin parpadear daba gracias a Dios por ponerme nuevamente a
cobijo de mi cielo, y al instante la veía, a mi amada, caer desde un balcón. Así cayendo
me clavaba en los ojos su mirada de reproche; mía era toda la culpa y nada podía hacer
para remediarlo. El vestido blanco agitándose al viento, la pureza de su amor
hundiéndose en el sin sentido de mi huida y, cobarde al fin, apreté los párpados dando
vuelta mi cara al momento del impacto. Pero, ¿cómo hace uno para cerrar los oídos? No
necesité ver con mis ojos, los sonidos fueron igual de gráficos. Los huesos rompiéndose
contra el pavimento y su sangre rebotando fuera de la carne. Y al abrir los ojos estaba
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frente a su tumba. Ya no pude seguir durmiendo, de un salto me alejé de la cama
sintiéndola maldita. ¡Mi amada no debía morir! Yo retornaría para rescatarla de la
soledad, para devolverle el sentido a su vida, para ser su esclavo hasta el último de mis
días y compensarle todos los pesares causados con mi absurda partida. Me pregunté
entonces si la pena de amor encerrada en ese cuarto no sería otra que la mía, algo así
como un deja vu, o la fatal predicción del sufrimiento.
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EL LEGENDARIO
Salí al pasillo aterrorizado por mis pesadillas. Respiré hondo. Las demás puertas
estaban entreabiertas y desde el otro extremo del corredor se escuchaba un zumbido de
motor eléctrico. No quería estar solo y caminé hacia el ruido husmeando al pasar, por
cada una de las puertas no cerradas. El cuarto lindero con el mío era el más poblado de
la casa, luego me enteraría que por eso lo apodaban "la cuadra", allí dormían en camas
marineras Agustín, Diego, Carlos y Fernando. El siguiente cuarto, por lejos el más
espacioso de la casa y que utilizaban como sala de ensayo, le correspondía a Antonio
quien no dormía. De hecho no tenía cama, apenas un colchón muy delgado abandonado
en el piso al costado de la batería. Lo vi de espaldas con los auriculares puestos y muy
concentrado en sus teclados. Bastaba ver el lugar, el desorden, las paredes
pintarrajeadas, para darse cuenta que algo andaba mal en la cabeza de ese muchacho.
Seguí de largo, ¡joder!, que ya tenía bastante con mis propios problemas para irla de
metido en el manicomio de otro orate. En la cuarta habitación, la última, roncaba César
abrazado a la almohada. Enfrente a la suya había otra cama vacía, pero destendida lo
cual me hizo suponer que allí dormía Marcos. También noté, al fondo, entre medio de
las dos camas y bajo la ventana, un gran escritorio sosteniendo ordenador y cantidad de
libros. La puerta del extremo, de la que provenía el ruido, era el garaje donde encontré a
Marcos lustrando el Falcon. El auto dejaba muy poco espacio a su alrededor. Así
Marcos, en cuclillas con la espalda contra la pared, lustraba la chapa debajo de las
puertas, repitiendo las pasadas de la lustradora eléctrica con meticuloso esmero y
reconcentrada dedicación. Tan metido estaba en su tarea que debí hablarle elevando el
tono de voz para que notase mi presencia.
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- Oye chaval. Marcos… ¡Hey tú! Que haz de prenderle fuego con tanto lustre.
Al fin Marcos giró bruscamente la cabeza al escuchar mi voz. Sonrió apagando la
enceradora y se incorporó con la satisfacción brillando en sus ojos, casi tanto como
brillaba el auto.
- ¿Y?, ¿qué tal?, ¿no es una belleza? -me preguntó alegremente, casi necesitado de
alguien ante quien pavonearse de su obra.
- Parece recién salido de fábrica.
- Modelo del 76, completamente original, un auténtico legendario.
El guitarrista, tipo alto y espigado, estaba en zapatillas sin medias, calzoncillos slip, y
camisa desabotonada. Yo tenía un poco de frío, y por algunas gotas de sudor
formándose en línea sobre la frente debajo de sus cabellos, supuse que hacia un buen
rato estaba dale que dale con la maquinita. Dejó la lustradora colgada de un gancho.
Con el mismo brazo y en continuidad de movimiento, tomó del bolsillo de su camisa un
atado de cigarrillos. Hizo primero una invitación que rechacé, luego se prendió uno para
él. Rubio al igual que el cigarrillo, tenía en las facciones cierto aire a europeo del este,
donde los rostros pálidos son de fácil olvido, sin ninguna nota saliente. Largó la
bocanada de humo hacia el cielorraso, seguramente cuidando que no fuera el humo a
opacar el lustre del Falcon. Sus ojos parecían imantados al auto, se regocijaba en
contemplarlo y no dejó de hacerlo cuando me preguntó:
- ¿Conocés la historia de este auto?
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- No, bueno, he escuchado historias respecto a lo que hacían con ellos, pero
nada...
- La Ford empezó a fabricarlo en Estados Unidos allá por el 59 –se largó a
contarme casi interrumpiéndome-, y así grandote como lo ves allá lo
promocionaban como un auto compacto, claro, eso porque los autos
norteamericanos son, ¿cómo decirlo?, un desperdicio de chapa, ampulosos,
¡bah!, una grasada como el Cadillac y esas cosas llenas de cromados que les
gustan a ellos, para hacerse notar y que los vean desde lejos.
- Me dijeron alguna vez, que hacen los autos tan grandes por la cuestión del sexo.
- ¿Para fífar arriba del auto?
- Fifar es follar, ¿no?
- Sí.
- Bueno, no sólo por eso, sino porque piensan que el tamaño del auto hace
funcionar la imaginación de las mujeres en directa proporción sobre las
dimensiones del pene, y como los japoneses, que los tienen pequeñines, fabrican
autos chiquitos, ellos los hacen inmensos para que ellas piensen en grande.
- Eso es muy torrentiano -dijo sonriendo. Y me sentí incómodo por pensar que
pudiera compararse una expresión mía con la mentalidad de Torrente.
- Mira, -dije dispuesto a ponerle en claro las cosas- ese Torrente...
- ¡Qué buena película! -Exclamó dejándome con las palabras del reproche
atoradas en la boca- ¿Cuál te gustó más, la uno o la dos?
- ¡Ninguna! -respondí molesto- Y no quiero seguir hablando de ese gordo
calamitoso. Me estabas contando del auto -pronuncié con énfasis casi
autoritario, lo suficiente para ponerlo otra vez en tema.
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- Está bien -dijo con algún dejo de resignación, como si hubiese sido de su
preferencia contarme de nuevo, entre risas que sólo hubieran sido suyas, todas
las atrocidades de José Luis Torrente- Como te decía, al principio la Ford
importaba las partes y lo ensamblaba en la planta de General Pacheco. Pero a
partir del 15 de Julio de 1963, cuando sale el primer Falcon made in Argentina,
el coche empieza a desarrollar una personalidad típicamente argentina. Mantiene
la línea evolucionando con sobriedad. Cambian las luces, la parrilla delantera, el
tablero, las manijas de las puertas, se toca un poco el motor, hay alguna
modificación en el capot, pero el Falcon sigue siendo el Falcon porque mantiene
algo más que el nombre, se conserva el espíritu del auto y se fortalece, crece.
- ¿Dices que le crece el espíritu?, ¿al auto?, ¿el espíritu?
- Claro.
- ¿Pero qué es esto? ¿Una novela del Stephen King?
- Y, algo de eso hay -se sonrió al decirlo y no dejó de hacerlo mientras dio una
larga pitada al cigarrillo.
- Lo que yo he escuchado son cosas terribles.
- Sí, aunque también se dicen muchas mentiras, realmente pasaron cosas terribles.
Fueron tiempos de atrocidades, todos quisieron ser el más malo del barrio, el que
metiera más terror… -lo dijo serio y largó luego la bocanada de humo dibujando
un redondel- Mirá, me sale el óvalo de Ford -se jactó señalando el humo que con
la forma deseada flotaba sobre el auto.
- He dejado el cigarrillo, porque era malo para mis cuerdas vocales, pero en mis
buenos tiempos podía formar varios anillos de humo en una sola bocanada.
- Hacer círculos es más fácil, los óvalos son otra cosa.
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- Agradece que no quiero enviciar mis pulmones, que de otro modo, ya te
enseñaría yo lo que es un óvalo.
- ¿Sabes cuántos Ford Falcon se hicieron acá desde 1963 hasta 1991?
- Ni idea.
- 494.209. El último, verde clarito, el 10 de septiembre de 1991.
- ¿Y cómo es que se te ha dado por saber todo eso?
- Me gustan los fierros y los primeros juguetes que recuerdo eran herramientas de
mi viejo, seguí jugando hasta convertirme en mecánico.
- Pensé que eras guitarrista, músico.
- No, yo soy mecánico, lo de la guitarra es un pasatiempo. Es más, de no ser
porque soy mecánico yo no subiría al escenario, con esta ni con ninguna otra
banda. Como guitarrista me cagaría de hambre, no tengo talento, pero como sé
que no paso de mediocre me contento con acompañar tratando de no hacerme
notar, o sea, disimular mis falencias musicales manteniendo el bajo perfil.
- ¿Y trabajas de mecánico?
- Por ahora me dedico exclusivamente a este -dijo palmeando el techo del auto-,
por lo que dure este asunto de la banda. Son como unas vacaciones, cuando pase
vuelvo al taller de mi viejo. Somos una familia de mecánicos, y nos
especializamos en Ford, este es mío, mi primer auto.
- Entonces, tú estás en la banda por el auto.
- No pueden existir los del Falcon Verde sin un Falcon Verde.
- Supongo que no.
- Lo compré en un remate hace cinco años, cuando cumplí los veinte, y no lo
pagué barato. Por lo que dicen los papeles tuvo un único dueño antes que yo, un
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tal Juan Pérez. Estaba medio mal de motor pero muy bien de todo lo demás, casi
no tuve que hacerle nada.
- No, si se ve que ha sido bien cuidado, no lo podrías tener así cual nuevo si ese
Juan Pérez lo hubiese maltratado.
- No sé si existió Juan Pérez.
- Pero… ¿No me has dicho que en los papeles?
- En los papeles, creo que únicamente en los papeles.
- ¡Oh! ¿Me estás diciendo que este auto es uno de esos?
- No digo nada, si es un veterano no está probado.
- ¿Un veterano?
- Un veterano de guerra, se les dice así a los Falcon que estuvieron en servicio
para alguna fuerza armada o de seguridad en los años de plomo. Cuando esos
autos salen a remate lo que se busca adquirir es un pedazo de historia, una
reliquia, sin importar el estado en que se encuentren, porque generalmente están
muy palizeados.
- Que no era el caso de este.
- No, este fue muy bien preservado. Pero no sé. Digo que Juan Pérez como único
dueño me resulta sospechoso, además el día del remate había muchos falconeros
y los del Club del Falcon Verde, todos muy interesados. El remate fue
peleadísimo, dejé hasta mi último centavo.
- Así que hay un Club del Falcon Verde.
- Sí, soy miembro desde que el martillero gritó “vendido al señor”, y el señor era
yo, entonces se me acercó el tipo contra el que lo estuve peleando, me regaló sus
anteojos negros y me dijo "bienvenido al club".
- ¿Y cómo es ese club?
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- Silencioso.
- Suena como si fuera una secta.
- No, es mucho más abierto de lo que parece, un secreto a voces.
- Vosotros los argentinos sois rarísimos, me cuesta entenderos.
- ¿Por?
- Mira, yo no he llegado aquí con las mejores luces. ¡Vamos! ¿Qué digo? De
haber estado lúcido no me encontraría fuera de España, pero desde mi llegada
todo lo que escucho sobre los 70, que tanto les atormentan, es el discurso del
Presidente Kirchner, de las madres de Plaza de Mayo, de las abuelas de Plaza de
Mayo, de los organismos de derechos humanos, que es como escuchar al Juez
Garzón, y la prensa que elogia esa postura sin que surjan cuestionamientos de
parte de la gente.
- Sí. ¿Y?
- Y que cuando pensaba que en Argentina estaban todos contestes respecto al
pasado, aparezco en medio de ustedes, y me termino preguntando cómo serán
las cosas en este país.
- Complicadas, Rafi, las cosas en mi país son complicadas.
La charla tomó luego rumbos intrascendentes, datos técnicos del Falcon, que lejos de
interesarme me arrancaban bostezos. ¡Vamos!, que era volver sobre lo mismo
divagando por el mero pasar del tiempo hasta en los monosílabos de mis aburridas
contestaciones, dichas, sólo para acompañar la voz de Marcos disimulando el
monólogo. Al rato decidí enfrentar mis pesadillas retornando al cuarto y tendiendo la
cama para echarme a dormir. Hundí otra vez la cabeza en la almohada, llevándome mi
62
determinación -esa vez sí- a un sueño profundo y plácido sin interrupciones de ninguna
especie.
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OÍDO ABSOLUTO
Desperté cuando el sol se alejaba por el oeste y la casa era todo barullo. Desde el
preciso instante en que puse los pies fuera de la cama, aunque iba de coronilla, supe que
ya no habría descanso. Un gentío deambulaba sin orden aparente y me encontré, al
trasponer el umbral al pasillo, en medio del frenesí. La música a muy alto volumen
provenía del cuarto de Antonio, sitio al que entraba Fernando con una toalla a la cintura
por única vestimenta y ensayando pasos de baile.
Al fondo, cerca del garaje, permanecía David discutiendo con una bella mujer. Agustín,
el cantante de la banda, se asomaba haciendo ejercicios vocales y tapándose
alternadamente uno u otro oído. Sin duda impulsado por el remordimiento de su
conciencia, Diego se acercó en cuanto me vio y tratando de mostrarse complaciente
conmigo dijo:
- ¿Descansaste Rafael?
- Sí -le respondí, todavía molesto por las risas burlonas que había dedicado a mi
desgracia.
- David ya se está encargando de recuperarte los documentos.
- Bueno
- Me iba a bañar ahora, pero si te querés bañar vos te dejo el lugar.
- No chaval, ve tú, que yo lo haré después cuando vea qué ropa he de ponerme
- Yo te puedo prestar, somos más o menos de la misma talla, mis remeras te
tienen que ir bien.
64
- Te lo agradezco, Diego. Pero vete nomás a lavarte, que yo aprovecharé para
hablar con David.
- ¿Seguís enojado conmigo Rafi? -decía "Rafi" enfáticamente, para que no me
pasara desapercibido que no me llamaba "Gallego".
- No -mentí por cortesía, y porque al menos el chaval estaba haciendo esfuerzo de
caerme bien-, no estoy enojado contigo, pero vete antes que empieces a reír y
me entren ganas de darte un ostión.
Diego Magliani llevaba en los ojos la picardía de un ladrón napolitano, no le pregunté
pero supongo que de allí provenía su familia, hay rasgos que pronuncian la herencia a
los gritos. Alzó sus manos en señal de no querer problemas, bajó la vista y se fue sin
más. Caminé hacia David observando las buenas dimensiones de la rubia con la que
discutía. Dudaba entre interrumpir, para averiguar qué sabía de mis documentos, o
quedarme viendo a esa mujer hasta que se fuera. Verán, no quiero que me
malinterpreten, yo tenía mi corazón en España, en las pantuflas mismas que servían de
consuelo a mi amada, pero mis ojos seguían conmigo, cumpliendo con la natural
función de ver. ¡Y había que verla! Una hembra que alteraba los cojones. La música
empezó a sonar más fuerte, con ritmo pegadizo, contagioso, de fiesta. Miré de soslayo
al interior de la sala, y en ese ensayo, a excepción de Marcos y Diego, no faltaba nadie.
Seguramente Marcos estaba en el garaje y Diego se encaminaba a bañarse. Volví la
vista al pasillo, la rubia escuchaba explicaciones de David con postura tan amenazante
como seductora. De abajo para arriba verla causaba verdadero deleite. Las botitas de
gamuza, y el pie derecho golpeteando el piso con la media suela sin despegar el taco del
suelo, el ajustado calce del pantalón insinuando unas piernas de ensueño, las nalgas
otorgándole al jean el privilegio de amoldarse a ellas, las manos en la estrecha cintura,
65
los brazos a modo de jarro, los pechos marcando la caída a la camisa de seda, el cabello
ondulado deslizándose sobre los hombros, y el bello perfil de su cara manantial de una
mirada que, aunque destinada a otro, se percibía intensa hasta la ferocidad. Tal como la
cuento, y todavía más preciosa ¡Para calentarse de verla! Claro que, en ese mismo
instante, con la música subiendo y yo ahí contemplándola, una de sus manos dejó la
cintura y fue a estrellarse contra la cara del pobre David. Nunca he visto cachetada que
entrase con tanta violencia, con tanta precisión, ni con tanta autoridad como aquella.
¡Uh! ¡Qué carácter del demonio la rubia! Así es que, un tanto acobardado entré con
urgencia a la sala. No fuera cosa que por mirón ligara yo también alguno de sus
cachetazos.
Apenas entré en la sala me quedé refugiado de espaldas a la pared, al costado de la
puerta; no era cuestión de obstruir el paso si es que la rubia quería seguir repartiendo.
Los muchachos tocaban con alegre y creciente entusiasmo. La música brotaba y ellos
parecían bailar con sus instrumentos. A Femando Hamal la toalla se le había
desprendido y pendía enganchada de una saliente en el asiento de la batería, creo que no
llegó a darse cuenta que estaba en pelotas reconcentrado como se lo veía en batir el
parche. El único vestido correctamente era Antonio Faull, que daba la impresión de
estar allí con sus notas ininterrumpidamente desde que lo viera en la madrugada.
Aunque de espalda a los demás, Antonio era el que dirigía. De tanto en tanto daba
vuelta la cabeza haciendo alguna indicación. Si sus facciones huesudas le otorgaban un
aire a desvalido, y ciertamente no podía esperarse fortaleza física en su cuerpo de tísico,
el carácter correspondía al de un iluminado. Los demás permanecían atentos a sus
mímicas observaciones. El bien parecido Agustín, siempre pulcro, casi esperando posar
para la foto, tenía un papel en la mano y aguardaba entre César y Carlos Bagliesso. El
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ritmo era vibrante, divertido y contagioso, tal como lo definirían más tarde: la música
perfecta para un aviso publicitario. Repentinamente Antonio dejó de tocar y se da vuelta
haciendo un gesto abrupto con la mano. De inmediato la música se detuvo. Con cara de
ver la rana, y aunque acataron la indicación, los otros cuatro músicos se miraron
consternados; entonces Antonio, los ojos puestos en mí, dice:
- En el zapato tenés alguna porquería que hace ruido.
Quedé confundido.
- Debe ser una piedrita incrustada en la suela, hace un ruido desagradable que me
distrae -aclaró.
Les aseguro que la música allí tenía volumen como para tapar cualquier cosa, además
yo movía los pies sin mucha alharaca. A mitad de camino entre el escepticismo y el
temor reverencial, levanté el pie que me indicaba con su índice y observando la suela di
con el mínimo fragmento de vidrio que estaba allí clavado. Lo quité sin decir palabra y
lo exhibí en mis dedos cual si fuera la prueba de un milagro.
- Oído absoluto -se festejó Antonio.
- ¡Qué hijo de puta! -Celebró César Carnovali admirándose por la agudeza
auditiva del tecladista.
Rieron y yo permanecí con la boca abierta contemplando el insignificante pedacito de
vidrio, que vaya uno a saber qué tiempo llevaba en mi suela. "Un, dos, tres, ¡va!", dijo
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NN Y LOS DEL FALCON VERDE

  • 1. Ariel Corbat N.N. y los del Falcon Verde Vivencias de sudaKalandia (Las comiquísimas tribulaciones de un español afligido por amor) LA PLUMA DE LA DERECHA
  • 2. www.plumaderecha.blogspot.com ADVERTENCIA AL LECTOR Esta novela cuestiona. No presume de ser políticamente incorrecta, sencillamente lo es. Pero sólo por ahora, mientras la hipocresía generalizada de los argentinos siga dando comodidad a una intelectualidad cobarde. Mañana será otro día, otro país, otro mundo. Porque no hay mentiras que duren por siempre, y cuando el mentiroso sobreactúa la tragedia lucrando con ella, la sátira, antes que el tiempo, da el paso hacia la comedia. Los autoritarios, del signo que sean, cuando se hacen del poder no le temen a los gritos marciales, ni a los discursos de barricada; por el contrario ese desafío es el que les place y conviene, desde que ofrece la chance de gritar más fuerte. Y aturdir. Lo que temen son las risas. Las simples risas de aquellos que creen deberían temerles. Cualquier gobierno que intenta imponer sus paradigmas de lo sacro obligando a repetir una sola versión de la historia se aleja de la democracia. Lo sacro exige silencio y ausencia de razonamiento. Los cerdos de Orwell no quedaron todos en la granja, algunos hasta parecen humanos… A pesar de los cerdos, para la República lo único sacro es la Libertad; y ella sabe reír. 2
  • 3. EN MEMORIA De todos los inocentes que no vivieron sus vidas por causa de la violencia política. Que no se repita. 3
  • 4. A LA ARGENTINA Cuando parece que uno está a punto de tocar los sueños, y sólo es ilusión, justo ahí es cuando empiezan a doler. Porque aquello de que “soñar no cuesta nada”… ¡Eso es una gilipollez! Eso es lo que es, lo sé. Mi experiencia os puede iluminar al respecto. Se sueña, y a fuerza de desencantos se cambia. De sueños, claro. ¿Pues qué sería la vida sin sueños que soñar? Nada, un vacío mucho peor que la muerte. ¿Qué soñar te llena de magullones? Sí, ¿y qué con eso? Llámenme romántico, iluso si quieren, pero basta un acaso -hermosa palabra la palabra “acaso”-, y en la esperanza del más diminuto de los sueños que puede ser cumplido florece la dicha. El problema no es soñar, sino andar tras el sueño equivocado. Como todos vosotros sabéis bien, cualquier español puede cambiar de ideas, de hábitos, de religión y llegado el caso también de sexo. Hasta el cabrón más tozudo parido de madre española es capaz de pegarse un viraje de esos que estupefactan al campeón de los incrédulos. ¡Qué va! Suponer nomás a un tío como yo que, creyendo haberme casado para siempre, de la noche a la mañana amparado por las sombras en que se encubren las gentes de mal vivir salí por la puerta del hogar conyugal con la intención de no volver, y ya tenéis la pauta que, como suele decirse, la arcilla con que estamos moldeados no termina nunca de cocinarse. ¡Joder! ¡Qué torpeza! Si de algo no quería hablaros era de mi penosa separación, que por eso le había puesto un mar de distancia en medio, para olvidar. Y no va que os digo apenas cuatro palabras y ya dejo caer mi rollo. Os prometo que en lo sucesivo voy a cuidarme de no distraeros con estos pesares míos, que acaso pasen por banalidades. 4
  • 5. Porque es lógico que si están aquí para que les cuente, pues, ¡que les cuente aquello que quieren que les cuente! Lo que os decía, entonces, es que aún siendo flexible, el español casi por fuerza sabe tras de sí cierta inercia predestinada a ser y hacerse sentir para atravesar el universo por el tiempo en que el sol caliente sin achicharrarnos. Nos reconocemos raza, o algo de eso, pues aunque un ibérico es tan del mundo como cualquiera, hace siglos que somos lo que somos y hemos aprendido a mantener más o menos inalterable lo más valioso: nuestra lengua. Sí, un español hablará siempre como español, incluso en el caso de quedar mudo. El idioma es el español, valga la redundancia y si es que se me entiende. Así es como, pese a haberme sumergido entre sudacas por un tiempo considerable, lapso suficiente para ser catalogado insalubre, he procurado con relativo éxito que no se me adhieran muchas de sus malformaciones vocales. Hay que escuchar, ¡válgame Dios!, -y no lo tomen a ofensa- lo que el salvajismo de las viejas colonias ha hecho con nuestro idioma. No quiero aparecer exaltado ante ustedes, pero es que yo amo apasionadamente la fonética que nos distingue. No por nada esta voz grave y aterciopelada, sin duda el privilegio con que fui dotado por la naturaleza, me hizo conocer el éxito como locutor en radios de frecuencia modulada estereofónica. En especial con "La luna oscila en el Mediterráneo", mi propio programa de música romántica y poemas de amor en la madrugada. Con esta voz puesta al servicio del idioma español disfruté las mieles de una creciente popularidad. La audiencia iba en aumento y obtuve el premio de los académicos de la lengua española a la mejor dicción. Fue allí cuando me propusieron participar, aportando mi voz, en la realización del proyecto para el novedoso “Diccionario audiovisual interactivo del idioma español”, 5
  • 6. una obra colosal que sería llevada por astronautas al espacio para que civilizaciones extraterrestres tuvieran conocimiento de lo más elevado de la cultura humana. Entendí la trascendencia del llamado y resignando tentadoras ofertas para hacer carrera trabajando en radios importantes me entregué por completo a preservar el mayor legado de nuestra cultura. Hice mi elección y no cultivo quejas. Las circunstancias me arrastraron luego por donde quiso el destino. Lástima que la Fundación a cargo del proyecto no era más que la pantalla para una estafa que no dio resultado. Y si bien es bueno que a toda banda de estafadores le pille la Justicia, malo es que la estafa haya fracasado por el poco interés de los ricos en fomentar el buen español. Es que los ricachones no tienen visión y así va a pasar que cuando finalmente vengan los extraterrestres para hacer contacto bajarán de las naves hablando inglés. Llegué a grabar íntegramente las lecturas de los primeros cinco tomos, e iba por la letra "d" cuando todo quedó en la nada. Recuerdo que la palabra en cuestión, la última en leer frente al micrófono antes de que lo embargaran, fue "desinencia: elemento morfológico que añadido al tema de una palabra, indica bajo que accidente gramatical se encuentra la palabra". Alcance a decirlo y al minuto se llevaron, con la prepotente impiedad del fisco y los acreedores, que nada saben de enaltecer la cultura, hasta la silla en que estaba sentado. Retorné a la radio con el rancio gusto de la derrota apestándome los labios. De alguna manera ese fracaso, del que no era responsable, hizo añicos mis anhelos más elevados. No me consolaban los llamados de los oyentes a la radio celebrando mi regreso. Estuve a punto de ser la voz del idioma español, acaricié la eternidad probándome el guante del prestigio. Y me iba. ¡Demonios que me iba! Poco me interesaban las cartas de las enamoradas de mi voz, ni que fuera la compañía elegida de cuanta alma solitaria 6
  • 7. deambulaba por la noche. Ser importante para ellos, ya no era nada para mí. Había perdido sensibilidad, ni siquiera me jactaba por saber que las chicas del viejo oficio procuraban brindar sus prestaciones al momento justo en que yo recitaba el poema escogido. Oyéndome recitar fantaseaban en la mar de las leches. Las putas soñaban el verdadero amor sobre los cuerpos de sus clientes; tal el embrujo de mi voz, y eso, por lo que otros profesionales de la gola hubiesen matado, no era nada para mí. Nada. En mi desencanto, la radio dejó de fascinarme con la puñetera magia de la comunicación. En cambio empezó a asfixiarme de modos sutiles la idea de quedarme allí para siempre. Me tornaba oscuro, taciturno, sombrío, lúgubre como todas las criaturas nocturnas. A veces angina, otras afonía y en los peores momentos diarreas propias de pestes medioevales, me rescataban con parte de enfermo librándome de aquel suplicio. Arrastrando invisibles y pesadas cadenas desgasté los puños golpeando cuantas puertas podía golpear, y también aquellas que no. Pero todas eran no. Al borde de la locura llegué a pensar que era el blanco de un maléfico e inmenso complot, en el que todos sabían que el trabajo en la radio me estaba matando y por eso mismo negaban cualquier oportunidad de salida, querían gozar el espectáculo de mi agonía, verme desfallecer boqueando desesperadamente cual pez en la pecera vaciada de agua, retorciéndome en el último e insuficiente charco. No te perdonan las ambiciones, la envidia te quiere quietecito en el rincón y la mediocridad se relame cuando el talento es amputado. Debí renunciar entonces, finalizar el morboso espectáculo con la misma elegancia que el bueno de Truman en la película del show. No lo hice por mi mujer, y porque tampoco veía las cosas con la meditada claridad del hoy. ¿Cuándo se ven las cosas mejor de 7
  • 8. claras que después? En el momento me afligía la certeza de mi propia cobardía, el temor de ser a sus ojos algo peor de lo que ya era. Es que el amor primero encandila, llena la vida de una luz engañosa que hace verdades de los espejismos y dioses de simples mortales. Y no es simplemente que uno vea al otro como en realidad no es, sino que también uno le toma el gusto a saberse endiosado. Yo no quería ser para ella nada menos que ese espejismo del primer momento. Su amor me hacía sentir especial; cuando estaba a su lado el mundo entero dejaba de existir sin que ninguno de sus males pudiera proyectar sombras entre nosotros. Pero luego, irremediablemente vuelto a la realidad, la vulgaridad brotaba por los poros de mi piel. Ni siquiera era uno más, era menos que los demás. Un fracasado que iba a pasar la vida siendo nadie. Esa voz pérdida en la noche, entre soledades y vidas intrascendentes, poca cosa para quien se imaginó llevando el idioma español más allá del universo conocido. A pesar del micrófono era un mero espectador, uno de esos tipos que hacen masa, de los que votan sin ser elegidos, alguien que canta en la ducha las canciones de otro, el fulano del popcorn que pone el traste en la butaca del cine pretendiendo soñar que alguna pizca de lo que pasa en la pantalla se parece a su vida. Un número, chavales. Un número. El que aporta volumen a la fama de otros. O sea, uno más de ustedes… Y ante esos otros, yo, que estuve tan cerca de trascender, me veía de lo peor. Así desdichado, abatidas mis esperanzas de lograr salirme del batallón de los anónimos que deben conformarse con recoger alguna migaja del banquete con el que se atragantan los elegidos, llevé las sombras a la burbuja del amor. ¿Qué hacia ella conmigo? Me lo pregunté una vez y ya no pude dejar de darle vueltas al asunto. Nunca hallé la respuesta. Se merecía alguien mejor. Uno que le diera todas esas cosas que conmigo sólo vería en folletos suspirando la resignación. Y sin embargo sabía 8
  • 9. que con sus ojos me seguía viendo tal cual ella se merecía que yo fuera. Me acojoné y el miedo a su desengaño caló hondo en mi espíritu. Entonces escribí esa nota que dejé en la cocina, sobre la mesa, antes de irme. Decía: "No estoy a tu altura, soy un pigmeo y mereces un gigante". Y me fui. Me fui, y no es que siga hablando de mi separación, sencillamente es que venía a cuento de lo que estoy contando. Quería irme a la mismísima mierda y saqué pasaje para el culo del mundo. Entonces era muy poco lo que sabia de la Argentina. Claro, los argentinos piensan que todos los españoles debemos estarles agradecidos por la ayuda de posguerra, y que como fueron nuestra colonia y descienden en buena parte, ya por legítima, ya por bastardía, de nosotros, pues que lo más natural es que conozcamos de ellos, pero la verdad es que no. De hecho, en ese entonces que les cuento, era muy poco lo que sabía de la Argentina, y ni falta que me hacía. Siendo un niño, a finales de los 70', a casa de uno de mis amigos les cayó un pariente argentino que no hacía otra cosa que hablar pestes de su país. Decía ser perseguido político y, quizás envenenado por el rencor, para él todos sus compatriotas eran unos reverendísimos fachas hijos de puta que consentían el gobierno de los militares fascistas. Al dejar la casa de mi amigo, tras parasitar en ella largos años, el emigrado argentino, además de haber hecho otras cosas propias de gente mala y miserable, se esfumó alguna madrugada llevándose los ahorros de la familia. Con semejante embajador de la argentinidad, cuya intriga ética era si gritar o no los goles de su selección de fútbol en el Mundial 78, me formé una idea de los argentinos que los situaba al nivel de lo parasitario. 9
  • 10. Luego, día en que acudí a la consulta del dentista, hojeando revistas en la espera me enteré que estaban en guerra con Inglaterra a causa de unas islas poco más grandes que el Peñón de Gibraltar. Una quijotada, tíos, de las que se hacen sin cabeza. Pero vaya, siendo español las quijotadas me conmueven, así que por primera vez sentí simpatía por los argentinos. Perdieron la guerra, sí, pero hundiendo barcos, derribando aviones y combatiendo cuerpo a cuerpo, lo que se dice “con los cojones del Quijote”. Esa vez el Mundial de fútbol se jugó en España y Maradona ya era Maradona. Después que volvieron a la democracia me desentendí de las noticias argentinas, aunque de tanto en tanto me enteraba de alguna cosa, sobre todo de los 30.000 desaparecidos en los campos de concentración, ¡y que entre ellos también los hubo españoles joder!, los juicios por la búsqueda de la verdad, bastante de fútbol, eso, la crisis con su ola de nuevos emigrados y poco más. Se preguntarán entonces por qué tomé el boleto para la Argentina. Es que cuando fui a sacar pasaje no tenía destino. Llegué al mostrador de la agencia y el empleado, sudaca indisimulado, me pregunta que adónde quiero ir. “A la mierda. Me quiero ir a la mierda”, le dije. Sonriendo extendió el billete y en cuanto lo cojo me dice: "Cómprate alguna empresa, que el país está de remate". ¡Para comprar empresas estaba yo! Aunque la Argentina era en mi mente una idea vaga y confusa, del resto de Latinoamérica conocía todavía menos. En cualquier caso hablarían algo como el español y me embarqué sin mirar atrás. En el avión una anciana me preguntó que a qué iba a la Argentina. “Ni puta idea señora, -le respondí- ni puta idea”. Y fue así, sin tener ni puta idea, que a mediados del 2003 aterricé en las nieblas de Ezeiza. El funcionario de la Aduana leyó mi nombre del 10
  • 11. pasaporte: Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano. Noté el dejo sarcástico en su mirada y en la tensión de los labios al leer, supe que se moría por preguntarme cómo había ligado semejante lista de nombres, pero se limitó a finalizar el trámite con la cordial jocosidad del diminutivo. Y al decir: "Bienvenido a la Argentina, Rafa", cerca estuvo de acertar, porque para todos yo soy el Rafi. 11
  • 12. EN BUENOS AIRES Repasemos. Ya sabéis quien soy y cómo he llegado, la primera vez, a tierra Sudaca. Entiendo que algunos pueden impacientarse con este paseo previo que les estoy dando, pero no es pura lata. El asunto aquí es que vosotros conocéis de antemano toda la historia, o mejor dicho, vosotros creéis saber toda la historia. Pero lo que sabéis es la cáscara del huevo, lo mío es la pura esencia de la yema y la clara, la génesis misma desde que el gallo montó en la gallina. Por eso estáis ansiosos; os salís de la vaina por llegar al punto en que les hable de aquello que específicamente interesa a cada uno, ¡y vamos!, que si arrancara por cualquier lado para darles gusto, los pocos que no saben nada terminarían por no entender ni jota. Acepten pues que para no confundirlo todo es mejor ir paso a paso, de otro modo se perdería el hilo conductor, la sal de mis propias vivencias que es lo que, en definitiva, puedo yo agregarle a una comida que vosotros ya habéis degustado, así que dadme el tiempo para sazonarla. Por otra parte, a mí tampoco me es fácil ponerle orden al relato. Mi cabeza era un lío, y Buenos Aires no ayudaba en nada a que dejara de serlo. Además, claro, que como yo entro a esta locura medio sin darme cuenta, hay cosas que pasaron antes y que yo las sé del después, si es que me entendéis. No. No me entendéis. Ya lo haréis, espero. A ver, rodaba yo en Buenos Aires con el mismo chip en cortocircuito que traía de España, un perfecto gilipollas para decirlo sinceramente, y a falta de dinero que pudiera pagar el alojarme en cualquier hotel decente lo estaba en el antro recomendado por el taxista que me llevó del aeropuerto al centro. Tratábase, en rigor, de una mansión ruinosa que se anunciaba en el cartel escrito a mano como "Hotel Familiar", calificación 12
  • 13. que ni el más corrupto de los inspectores municipales se hubiera atrevido a homologar. Los dueños parecían ser unos peruanos muy habladores, simpáticos y emprendedores, tan seductores que si al poner pie tras el umbral pensé en marcharme a la carrera, con amables modos me convencieron de quedarme allí alojado. Subí los cuatro pisos por escalera cargando mi bolso, y aunque el cuarto tenía tres camas en los primeros días no tuve que compartirlo con nadie. Se contaba un solo baño por piso, pero únicamente funcionaba el del segundo. En ese punto de obligada concurrencia fui conociendo a los otros huéspedes. Ya os habréis dado cuenta que el hotel tenia poco de hotel, y como estaréis deduciendo tampoco tenía mucho de familiar. Por esos días la clientela principal resultaron ser marineros chinos, y no es que yo tenga prejuicios, ni nada contra los chinos, pero como una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa; no es lo mismo millones de chinos por ahí a la buena de Dios, que tener que usar el mismo baño con cincuenta de ellos que vaya uno a saber que peste podían traer de Oriente. Y encima los peruanos que limpiaban cada vez que se acordaban, ¡y vamos!, que se ve que tenían muy poca memoria. También había otras gentes que, bueno, ¿para qué describirlas en detalle?, sólo les diré que cada vez que me aventuraba al baño me entraban ataques de pánico. El olor de la orina estancada desataba en mí verdadero terror a infectarme nuevas enfermedades exóticas y deformantes, de las que acarrean padecimientos peores que los antes conocidos por la medicina. Allí dentro cualquier salpicadura podía resultar mortal, sentía las miradas amenazantes de microbios, gérmenes y bacterias deseosos de meterse al cuerpo; igual que en las películas de guerra había que ser rápido, contener la respiración y tener puntería para escapar con vida. 13
  • 14. Pero, vaya paradoja, que el servicio sanitario fuera tan deficiente no vino del todo mal, pues me impulsó a salir a la calle. Aire fresco querían mis pulmones, y era mejor poner las asentaderas en cualquier inodoro de bar que sobre ese agujero inmundo del segundo piso. Pienso que de haber estado en un hotel verdadero me hubiese quedado higiénicamente instalado bajo llave, quién sabe con qué funestas consecuencias; porque tal vez en algún lugar de mi mente andaba dando vueltas la idea del suicidio. La mugre no tiene para el suicida la seducción que ofrece la asepsia. Bastante malo sería que a más de darle ausencia volviera a mi mujer hecho un cadáver pestilente. Y la extrañaba, la extrañaba a morir. Deambulando por las calles caí en la cuenta de lo hecho, una quema de naves a lo Cortés pero sin nada que ganar. No podía volver, ni me atrevía a llamarla para pedir perdón por mi estupidez. Algunas veces me senté frente a alguno de los teléfonos en el locutorio del hotel -que dicho sea de paso era el único servicio realmente eficiente que brindaban los peruanos- con intención de llamarle. Ni siquiera me atreví a tocar el teléfono. ¿Qué iba a decirle? Si me había marchado para no poner en evidencia que no era su príncipe azul, no iba a llamarla desde Sudamérica para confirmarle lo idiota y fracasado que era. Meditado a la distancia veo sinceramente que estaba ahí para suicidarme, porque en algún momento el dinero iba a acabarse y ya no tenía ni para el boleto de vuelta. A la distancia digo, porque por ese entonces no me importaba nada. Los pensamientos oscuros se acumulaban en mi mente, igual que una enredadera venenosa de hojas negras y malolientes trepando por los huesos del cráneo. Caminaba por toda la Ciudad de Buenos Aires viendo a su gente que, como yo, estaba hecha mierda. Claro, sus motivos eran distintos a los míos, pero que estaban hechos mierda, estaban hechos mierda. No 14
  • 15. era el mejor momento para ser español en la Argentina, les agobiaba el peso de la crisis en la que se habían sumergido y los peninsulares les veníamos de perlas para expiarlos de culpas. Porque verán, a los argentinos les encanta eso de escribirse el guión de la película y sentirse los buenos de la historia; actuando como si por victimizarse pudieran ser otros los que deban comer sus inmundicias. En rigor de verdad, no sólo era mal momento para ser español, bastaba ser extranjero para pasarla mal. Imagínense que, repentinamente, engullir hamburguesas en cualquier local de Mc Donalds pasó a convertirse en una aventura propia de Indiana Jones. Por un lado decían que la carne de esas hamburguesas estaba contaminada con bacterias mortales, y por otro lado activistas de los grupos de izquierda, con la excusa de oponerse a la guerra en Irak, irrumpían en los locales como si de ese modo hubieran entorpecido la línea de abastecimiento de los aliados. No, si ya decía yo que al Sargento Smith, a las puertas de Bagdad, no le llegaba la ración de comida porque un puñado de rojos impedía la salida del delivery en un Mc Donalds de Buenos Aires, justo al lado del Obelisco. ¡Ay!, pero que capullos esos tíos. Había nuevo Gobierno surgido de elecciones, pero la agitación seguía en las calles. Los hechos fueron decantando desde de la virulenta crisis que el veinte de Diciembre de 2001 hizo renunciar al Presidente radical Fernando De La Rúa, quien según las malas lenguas además de ser de carácter tibio sufría penosas limitaciones mentales, producto del alzheimer avanzado o la arterioesclerosis, que a la llegada a la Presidencia habían quedado evidenciadas tanto en el carácter irresoluto como en la dependencia del grupo Sushi que lideraba su hijo Antonio, ese que andaba liado a la Shakira. 15
  • 16. Tras su ida en helicóptero siguieron los convulsionados días de varios presidentes provisionales que asumían para renunciar en cuestión de horas, quedando el poder enteramente en manos peronistas. Es difícil a estas alturas definir qué cosa es un peronista, se cree que ni Perón lo sabía, lo cierto es que como dicen algunos, sean lo que sean, son incorregibles y les encanta el poder. Casi al filo de la anarquía, el dos de Enero del 2002 la Asamblea Legislativa designó Presidente Interino a Eduardo Duhalde; con él, al fin, las cosas se fueron encarrilando hacia la normalidad institucional y llegaron las elecciones del 2003. En la primera vuelta ganó el ex Presidente Carlos Saúl Menem, el peronista que gobernó al país durante los 90'. Pero alertado por las encuestas de su segura derrota en segunda vuelta se bajó de la candidatura haciendo que quien había salido segundo, también peronista, se quedara con la Presidencia. ¡Joder! No les quiero dar un compendio de la política argentina pero lo que pasó, pasó porque eventos de tal tenor marcaban el país. A ver si puedo explicarlo. Para cuando yo llegué a la Argentina Néstor Kirchner era ya Presidente, y dispuesto a imprimirle al país el estilo “K” desde el vamos comenzó a pelearse con todo él mundo: que Menem, que el Fondo Monetario Internacional, que los empresarios españoles, que los militares, que los banqueros, que su propio Vicepresidente, etc. Muchos argentinos se entusiasmaron con ese Presidente batallador, los que no se entusiasmaban tampoco se quejaban, y es que, claro, la crisis institucional había sido de tal magnitud que nadie quería otro Presidente débil, ni que fuera a desencadenarse alguna nueva crisis que se llevara por el drenaje a todo el sistema. 16
  • 17. Además el hombre, que era la respuesta del sistema para salir de su propia crisis, cargaba el estigma de ser el muñeco del ventrílocuo, un “Chirolita” que le dicen por aquí, porque Gobernador de la patagónica y casi despoblada Provincia de Santa Cruz por sí solo no hubiera reunido votos para acceder a la Presidencia. Su candidatura era una quimera hasta que Eduardo Duhalde, decidió subirlo a sus rodillas apoyándolo para evitar a cualquier precio la tercera Presidencia de Menem. Y eso que Duhalde había sido Vicepresidente durante el primer mandato de Menem. En Argentina los Presidentes y los Vicepresidentes no siempre congenian de la mejor manera. Kirchner, apodado “Pingüino” por su origen patagónico, una vez entronizado Presidente buscó diferenciarse de Duhalde, hombre fuerte de la Provincia de Buenos Aires -el distrito electoralmente más importante del país- y giró hacia la izquierda buscando aliados por fuera del Partido Justicialista, artilugio de ingeniería política que denominan “transversalidad”, tratando así de ganarse las simpatías de los piqueteros, que eran las víctimas del paro y que habían ganado la calle reclamando pues que no les dejen morir de hambre. Con los activistas de izquierdas en las calles y el Presidente guiñándoles un ojo, fue que pudieron sentirse igual que en sus casas Fidel Castro y Hugo Chávez dando discursos en la Ciudad de Buenos Aires (que no hay que confundirla con la Provincia de Buenos Aires). Kirchner, un hombre alto, de prominente nariz buitresca y andar desgarbado, dueño de un estilo de vestir desprolijo -que tenía prolijamente estudiado-, pertenecía a esa clase de tipos que son bastante más complicados de lo que aparentan. 17
  • 18. Dos detalles hacían dudar que sus coqueteos con la izquierda fueran mucho más que conveniencia temporal y cotillón demagógico para el gusto de ciertos argentinos. Primero y principal mantuvo en el Ministerio de Economía a Roberto Lavagna, quien cumplía la misma función en el Gabinete de Duhalde, manteniendo así la línea económica, que de izquierdas duras poco y nada. El otro detalle era su Vicepresidente, Daniel Scioli, un motonauta que entró a la política del brazo de Carlos Menem. Ya ven que aquí todos andan mezclados. A propósito de esto permítanme una breve acotación, a Menem lo llaman “Méndez” porque dicen que nada más mencionarlo acarrea mala fortuna, y Scioli contribuyó involuntariamente a alimentar el mito del yetatore porque, como os dije, entró a la política del brazo de Menem, y luego de haber navegado en su lancha con el entonces Presidente sufrió un brutal accidente del que salió manco. Por eso, y porque Kirchner traía desviado un ojo al que mantenía siempre medio entrecerrado, los humoristas decían que el lema de la fórmula Kirchner Presidente - Scioli Vicepresidente era "visión clara y mano dura". En fin, que no hay nada de lo que no pueda hacerse humor, e incluso el propio Scioli ha hecho chistes sobre su miembro amputado, como que gracias a él el Río Paraná tenía un nuevo brazo. Vale reconocer que al reírse de la desgracia propia demostraba fortaleza interior, y cuando no se pierde entereza en circunstancias semejantes, es que hay que prestar atención al tipo, aunque a la larga, como en su caso, resultara ser el felpudo complaciente en el que los Kirchner se limpiaban la mugre de los zapatos. Volviendo a lo que iba, en lo que Kirchner actuaba de exaltado y confrontador, Scioli se mostraba moderado y conciliador por eso es que nunca lanzó diatribas contra Menem. O sea, que 18
  • 19. al Presidente le gustaba hacer “fulbito para la tribuna”, como ha dicho con sagacidad un empresario, pero que tampoco estaba para arrojarse alegremente a las enredadas barbas de Fidel, aunque se las sobara. Ahora, después de este preludio político, a todas luces insuficiente y muy superficial por cierto pero enteramente necesario, me voy a meter en el tema espinoso, a consecuencias del cual pasó lo que pasó; y aunque vosotros ya bien conocéis los hechos, insisten en que os cuente por escucharlo de boca de un protagonista. Y encima que sea yo el narrador, con esta voz que tanto agrada; pues natural, y entiendo que no quieran privarse de semejante gusto. No es que sea yo Ortega y Gasset para decirles “Argentinos, a las cosas”, pero como observador puedo aportar lo mío: Argentina es un país tan enloquecido que sin la menor vergüenza ve pasar el péndulo de este extremo al otro, así de la noche a la mañana les ataca la amnesia y resulta, por ejemplo, que nadie votó a Menem. ¡Coño! Me pregunto cómo habrá hecho para gobernarlos diez años sin el apoyo de nadie, y misterios semejantes abundan en Argentina. Con esa costumbre de treparse al enloquecido vaivén pendular, resulta que la imagen del Presidente Kirchner se encrespó rápidamente más que triplicando el escaso 22% de los votos que lo pusieron en la Casa Rosada (así se llama a la residencia en la que tiene sus despachos el Presidente), y acompañándole en la arremetida la prensa se tornó ostensiblemente oficialista. La lectura es simple, la sociedad argentina se corrió en bloque al centro izquierda. Y en la Argentina, ser de centro izquierda, ser progre, implicaba, a modo de condición sine qua non, alzar las banderas de los derechos humanos repudiando la feroz represión ilegal de los violentos años 70'. Consecuentemente, el Gobierno de Néstor Kirchner trazó una política de derechos humanos focalizada en la revisión judicial de lo 19
  • 20. actuado por las fuerzas militares y paramilitares durante los funestos años que llaman de plomo, y más que ello, diría, en el escarnio de los uniformados. Al igual que Menem, quien llamando a la pacificación nacional indultó a militares y guerrilleros para dar vuelta esa página de la historia, Kirchner también fue perseguido por la dictadura militar. Pero mientras al riojano lo tuvieron durante años confinado en un pueblito de Santiago del Estero llamado Las Lomitas, donde el calor es sofocante, Kirchner apenas sufrió unas pocas horas de detención y en términos cordiales, lo cual parece le causó tremendo trauma porque inmediatamente luego se exilió en el Chile del General Augusto Pinochet. Da risa eso de exiliarse al amparo de los militares chilenos. Joder. ¡Qué descaro hacer banderola de perseguido en esos términos! Y aunque su arresto fue casi de broma, considerablemente más corto e infinitamente menos severo que el sufrido por Menem, su rencor se ha demostrado muchísimo más largo. Kirchner reivindicaba la militancia alrededor de las guerrillas de los 70, a sus 30.000 compañeros desaparecidos, y se llamaba a sí mismo (pretendiendo que todos los argentinos lo hagan) hijo de las madres de Plaza de Mayo. Cuando yo salía de mi hotel a caminar por la Ciudad de Buenos Aires llegué a advertir que la ideología revolucionaria estaba a flor de piel. Muchas remeras con la cara del Che Guevara, actividad de partidos de izquierdas, paredes con sus consignas, y esa misma cara del Che tatuada en brazos y piernas. Cantidad de jóvenes exhibiendo ideas políticas a fuerza de inyectarse tinta bajo la piel. Sin embargo me confundía en lo que veía, pues resultaba muy raro notar chavales que llevando en un brazo la cara del Che 20
  • 21. portaban en el otro la de Maradona o la lengua de los Rolling Stones. Como que no cerraba el compromiso revolucionario y se agotaba en una rebeldía hueca, de esas que vende algún capitalista haciendo marketing. Recuerdo uno que andaba en camiseta sin mangas, para que le vean el tatuaje del Comandante, y sobre la tela a la altura del pecho la bandera de los Estados Unidos. Un despropósito, una verdadera esquizofrenia política. Lo que no veía en mis caminatas, ni lo advertía en aquellos momentos, era a alguien que del mismo modo se manifestara por ideas de derechas. Así pues, cualquiera que se parase en una esquina creía que aquí se habían vuelto todos progres, como si aspirasen a convertir a la europea Buenos Aires en La Habana, Managua o alguna otra postal de insurgencia latinoamericana, y si había signos de disidencia eran muy sutiles para que ojos inexpertos en descifrar los modos argentos pudieran advertirlos. En un país de apariencias, lo esencial suele ser invisible. Igual, como ya sabéis, mi cabeza era entonces tremendo lío, así que de todo esto visto por mis ojos españoles que les he contado, aunque era lo que pasaba, a mí que ni fu ni fa. Pero calma, que si lo he contado es porque venía a cuento de lo que os voy contando y todavía no cuento. 21
  • 22. LA NOCHE DEL COMIENZO Tales las cosas en la Argentina, y tal el ánimo mío, que cierta tarde regresando al hotel tras dar largas caminatas por la ciudad, el peruano que hacía las veces de conserje me advierte que en mí habitación iba a encontrar otro huésped. Me encaminé por la escalera rogándole a Dios que el dichoso compañerito de cuarto, que de seguro debía ser un marinero, no fuera a resultar chino, y no es que tuviera nada contra los chinos, pero es que no se les entiende nada. ¿Cómo demonios se hace para convivir con un chino bajo el mismo techo? De todas formas, podía ser peor, y en cuánto así el picaporte me asaltó el repentino terror de que al abrir la puerta estuviera allí un negro, y no es que tuviera nada contra los negros tampoco, ¡y vamos!, que no tienen derecho ustedes a juzgarme racista, a ver si les gustaría tener que dormir junto a un africano desconocido de dos metros de alto y torso naval musculoso, que vaya uno a desentrañar qué perversas intenciones desembarca a tierra luego de haber estado meses embarcado en navíos con bandera de conveniencia que reclutan para sus tripulaciones a la escoria de los mares. ¡Ah!, no, la opinión del marica acá no cuenta, que respecto a mi culo el único parecer que vale es el mío. Y el chirrido de la puerta me lo traía fruncido. Menos de los zócalos, que eran de las cucarachas, me había acostumbrado a disponer de todo el cuarto, a dormir en pelotas en cualquiera de las camas y dejar mis flatulencias flotar en el aire cuando me venía en ganas. Bueno, que estas cosas íntimas se las cuento, porque se las cuento, pero no vienen a cuento. Así que a lo nuestro. Abrí la puerta y estaba el cuarto en penumbras. Distinguí el perfil de su silueta sentado al medio de la cama del medio, con los pies en el piso, encorvado, los codos en las rodillas y las manos sosteniéndole la frente. Me pareció que estaría resfriado porque lo escuché tragarse los mocos justo antes de que mi mano diera con el interruptor de la luz. No era chino, ni era negro, tampoco 22
  • 23. marinero, era argentino y no estaba resfriado. Lloraba. ¡Vale!, que los hombres también lloran, y casi siempre a causa de las mujeres. Se disculpó por verse como se veía, y yo le ofrecí dejarlo solo pero dijo que no era necesario. Me senté frente a él en la que, a partir de entonces, iba a ser mi cama y nos presentamos con un apretón de manos, uno de esos saludos falsetes que damos cuando no queda más remedio. - Soy Julio. - Rafi. - Mi esposa me echó. - Yo me fui solo. - No me perdonó. - Me escapé para no pedirle perdón - Es que yo la amo. - Si no estuviera loco de amor por ella... - Quise volver, y me cortó el rostro, mal me lo cortó... - No tuve el valor para volver. - De rodillas le pedí perdón, le juré… ¡Por mi vieja, le juré!, que nunca iba a volver a hacerlo. - ¿Qué haz hecho? Eso mismo es lo que yo me pregunto a veces. - Cosas de hombre, fue su prima la que me provocó. - Pero no se puede ir en contra del destino. - No le podía decir que no, está refuerte la guacha, soy hombre… ¿Iba a arrugar? - De ninguna manera, las cosas suceden por algo. - Se abrió de gambas y no tenía bombacha. ¿Yo que podía hacer? 23
  • 24. - Todos procuramos hacer las cosas lo mejor que podemos, pero la vida cada cual la coge como está escrito. - Y me la cogí. No podía hacer otra cosa. Me puse al palo y la empomé, ahí nomás, de parados en el patio del fondo. ¿Qué cara iba a poner para verla y decirle que no era como ella lo veía? Cuando llegó y nos vio le dije: No es lo que parece. - No me iba a entender. - No me entendió, me quería matar. - Son cosas que quedan dando vueltas en la cabeza, que te van matando lentamente. - No me mató de pedo, así de cerquita de la cabeza me pasó el sifón. - Un día explotas, y no sabes con quién te la agarras. - Explotó contra la pared y se agarraron de las mechas. - Porque en verdad no te conoces - No sabía qué hacer. - Y te ves indefenso, perdido, sin fuerzas. - Las quise separar pero era peor. - En esas condiciones, si te quedas das lástima. - Al final la prima zafó, y mi mujer se me vino encima. - Escapar es cobarde, pero al menos te deja la chance de arreglar algo en el futuro. - “Rogá que esta puta no se aparezca embarazada”, me dijo. - La distancia tal vez sirva para ver las cosas de otra manera. - Y me echó, ahora espero que la prima no haya quedado embarazada. - Lo embarazoso es poner la cara para volver. - Cuando sepa que no anda de bombo voy a tratar de volver. 24
  • 25. - ¿Y después de volver serán las cosas como eran? - Si vuelvo me va a tener cagando, no me va a dejar pasar ninguna. - Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes. - ¡Ojo que yo tampoco me quiero volver a mandar ninguna! - Después de todo, ¿quién dice que deban ser como antes? - A la prima no pienso verla más, ¿viste? - La incertidumbre, el saberse vulnerable... - Salvo que le haya hecho un pibe. - Eso también puede ayudar, ser un alivio. - No, un quilombo va a ser. - Dejar de sentir que hay que ser Superman. - Sí, Superman, si les hice el bombo a las dos flor de quilombo que voy a tener. - Y es que al formar familia uno no puede cargarse todo al hombro. - Se me van a venir todos los familiares encima. - Pero volver es tan difícil, mucho más que haber partido. - Si vuelvo ahora me parten al medio. Ahí nos quedamos largo rato en silencio. Como podrán apreciar el tipo era un pelmazo padre, de la clase de divorciados que sólo hablan de su divorcio y a los que nada les importa, ni jota, de la vida de los demás. Aún así tuvimos largas conversaciones dónde cada cual decía lo que quería y el otro hacía como que le escuchaba. Para mí era muy difícil prestarle demasiada atención, porque después de todo lo de él era merecido, culpa suya por ponerle flor de cuernos a la mujer. Julio experimentaba el clásico arrepentimiento del putañero, que le iba a durar lo que tardase el perdón o la caída de otras bragas, lo que pasase primero. Distinto era lo mío, donde circunstancias especiales 25
  • 26. me habían acorralado forzándome a la toma de una decisión desgarrante en la que me arranqué, de verdad y sin culpas previas, pedazos del alma. Yo estaba donde estaba por preservar la pureza del amor, y no por haberle arrojado el sucio polvo de una calentura. Se lo traté de explicar, pero Julio que carecía de suficiente cultura para entenderlo se justificaba en su necesidad de demostrar lo macho que era, incapaz por ende de decirle que no a cualquier mujer que se abriera de piernas. Así fue como me contó que además de haberse revolcado con la prima de su mujer, también se follaba a una vecina y a la mujer de la limpieza en su lugar de trabajo. Y había que verlo al macho de Sudamérica, llorando a moco tendido como una Magdalena. ¿Cómo iba entonces a comparar mi situación con la de ese pobre guarro? Lo de él estaba marcado por el trazo grueso de la grosería. Lo mío en cambio era digno de respetarse, una actitud generosa, tal vez cobarde, pero de una generosidad a puro corazón, porque mi huida fue el guante de seda para no dañar a mi amada más allá de lo que no estaba en mí poder evitar. Yo había sido bueno, y me iba dando cuenta que merecía otra oportunidad. Desde la llegada de Julio pasaron escasos días hasta que en mis bolsillos sólo quedaron pequeños guijarros que había ido levantando por ahí. Me gustaba tener piedrecillas para frotarlas en las yemas de mis dedos pero necesitaba con urgencia juntar algunas monedas, de otro modo los peruanos me lanzarían a la calle y aunque aquello fuera flor de pocilga, al menos era una pocilga amigable, siempre mejor que la puta calle donde no te haces amigo ni de tu sombra. Dicen que la mano de Dios aprieta, pero no ahorca, y también dicen que eso se dice porque los ahorcados ya nada dicen. Como sea, resultó ser Julio quien me sacó del trance. Era mozo en un café en el que, a veces, se 26
  • 27. organizaban eventos especiales que requerían de mozos adicionales. Allí nuevas bandas de rock daban su recital de presentación y venía una de esas veces. En mi vida había llevado una bandeja, pero Julio hizo el llamado telefónico a sus patrones ofreciendo mis servicios y bastó les dijera que yo era gallego -lo que en realidad no soy- para que me aceptasen. Parece que hubo época en que la abrumadora mayoría de los mozos de Buenos Aires provenían de Galicia, aunque los argentinos llaman gallegos a todos los españoles. Luego esos gallegos se hicieron dueños de sus propios bares, restaurantes y variedad de locales gastronómicos, así es que tomaron de mozos a tucumanos, catamarqueños y otros provincianos; los “cabecitas negras” que tentaban fortuna en la Capital del país. Salvo en algunos selectos sitios de comidas ya no se cuenta con la dedicada atención de los mozos gallegos, pero claro, habiendo marcado época, aquello ha quedado flotando como el más alto ideal de servicio y bastó esgrimir nacionalidad para que me prefiriesen. El afrontar esa obligación laboral retempló lo mejor de mi ánimo, el efecto buscado al encarar cualquier terapia de rehabilitación. Con mi intelecto, el trabajo manual nunca fue lo mío, claro que no, pero al fin mi cabeza se permitió un descanso. Estaba ocupado y aunque sólo se tratara de acomodar sillas, memorizar los números de las mesas y atender los consejos de Julio acerca del difícil arte de desplazarse portando la bandeja en alto y sobre los dedos de la diestra, por primera vez dejé de pensar en mis problemas. Haciéndole honor a los gallegos de antaño brotó en mí cierto talento natural para el transporte de bebidas y alimentos, mis pasos eran seguros, mi andar elegante, y mis yemas adherían a la base de la bandeja sintiéndola cual extensión del propio cuerpo. Ansioso porque llegara el público que iba a marcar mi debut como mozo jugaba haciendo girar la bandeja sobre los dedos y pasándola de mano en mano con perfección 27
  • 28. de malabarista. Vibraba por el entusiasmo de saber que podía hacerlo bien y me vestí apresuradamente con las ropas provistas para la ocasión: pantalón negro de hilo, camisa gris muy brillante y chaleco negro. El lugar tenía su clase y los mozos no desentonábamos. Poco antes de la hora en que se abrieron las puertas, un grupo de técnicos terminó de instalar los instrumentos musicales en el escenario conectando enchufes, micrófonos y luces. También se aseguraron que el amplio portón al fondo del escenario abriera y cerrara con facilidad. Cada detalle parecía preparado concienzudamente con antelación, y así era. Con la puntualidad pautada el local estuvo abierto y el público comenzó a poblar las mesas. Lleno total, invitados de los músicos debutantes en su mayoría más alguno que otro descolgado. Y yo sirviendo a los clientes con plena felicidad interior. Digo, el gusto de estar allí, sonriéndoles a todos, dándoles la bienvenida y dispensándoles atención personalizada, con tal jerarquía de anfitrión que cualquiera me hubiera juzgado el dueño y no un mero dependiente ocasional. Así se me fue pasando el rato hasta que, en una de esas, al acercarme a la barra para transmitir las órdenes de las mesas, aparece Julio con el rostro desencajado de alegría y cogiéndome del brazo me informa que estaba todo listo para empezar el show pero que faltaba el presentador. Le digo: "Tío, ¿y qué hay con eso?, que se busquen a otro", y entonces tomándome de los hombros me dice que les había dicho que yo era locutor, por lo que ese otro era yo. Imaginen mi sorpresa. Sin dejarme decir nada me lleva al costado de la barra y me presenta al representante del grupo, un tal Seiko que terminaba de cerrar con furia su frustrada conversación por el teléfono celular. - Me dicen que sos locutor, ¿es cierto? –preguntó con displicente altanería. 28
  • 29. - Pues claro que lo soy, y en esta vida de lo único que puedo dar seguridad. - Necesitamos que subas al escenario y hagas la presentación de los chicos. - Pero… ¿Cómo que quieren que los presente? Si ni siquiera conozco el nombre de la banda, ni la música que hacen... - Tenemos un speach preparado, se supone que el que tenía que venir lo iba a decir de memoria, pero las cosas se dieron así y ya sabés como es esto, el show debe seguir… Tenés que subir al escenario, pararte frente al micrófono y leer con entusiasmo este papel -ahí mismo y sin dejar de hablar me lo dio en mano-, cuando termines de hablar se va a abrir el portón a tu espalda y va a haber un cambio en el juego de luces, no te vayas del escenario por donde vas a subir porque no vas poder bajar, agarra el micrófono con pie y todo y llévatelo para la derecha, quédate atrás de la batería hasta que termine el show, ¿entendiste? - Sí, no me bajo del escenario, cojo el micrófono y me resguardo junto a la batería, pero… ¿Y mis mesas, quién las atiende? - Olvidate de eso. ¿Entendés lo que tenés que hacer en el escenario? - Sí, sí... - Mirá el papel. ¿El tamaño de las letras está bien? ¿Lo podés leer? - Sí, sin ningún problema. - Bien, sacate ese chaleco y ponete mi saco. 29
  • 30. NN Y LOS DEL FALCON VERDE Así de repente dejé el trabajo de mis antecesores gallegos y volví a encontrarme con mi propio oficio. Cosas que sólo explica el destino, vamos: aquello para lo que uno ha nacido. Cuando caminaba al escenario sentía que estaba volviendo a mí, era como si la luz de ese reflector, el silencio que me zumbaba en los oídos y la expectativa que envolvía mis pasos fueran a poner bisagra en mi vida. Y la pusieron. Lo que el destino tiene de ineludible se anunciaba en los latidos de mi corazón. Mi alma, el micrófono frente a mis labios, la ceguera brillante de luces y el papel en mi mano, eran los elementos de un momento crucial. Ni puta idea de lo que iba a venir, pero lo que fuera estaba yo ahí para traerlo. Y como que soy un profesional de la hostia, ¡les juro que mi voz les llegó hasta los huesos! Leí mejor que si lo hubiera ensayado, aquel escrito que decía: - Expirado largamente el término de la garantía dispuesta por el fabricante, aun sus ruedas siguen girando. Sus servicios superaron satisfactoriamente las mejores previsiones de tiempo y kilometraje, sobreponiéndose a todos los hábitos de manejo y a las exigencias de cualquier terreno. Podría decirse que es el automóvil emblema de la familia argentina, pero no menos cierto es que ya no es un auto sino una leyenda. Y en tanto que yo avanzaba con el discurso, la máquina de humo formaba densa neblina sobre el escenario hasta la altura de mis rodillas, lo que junto a luces hábilmente dispuestas creaba la atmósfera fantasmagórica, ideal para dar crecimiento a la alta 30
  • 31. expectativa generada desde que las puertas se abrían lenta y silenciosamente. Continúe leyendo: - En los años duros del "yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se escondieron bajo la cama a esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él fue de los que salieron a poner el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas aventuras, su nombre adquirió con la fama un color distintivo, fue bandera desplegada tremolando al viento por las noches, cuando la más sucia de todas las guerras se libraba en las calles. Cruel entre los crueles aceptó batirse recurriendo a las mismas sucias artimañas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que el suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto al que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden gratitud. A mi espalda rugió el motor y encendiendo sus luces el Ford Falcon avanzó por el escenario. Entonces subí la voz, entusiasmándome con esa puesta en escena que no tenía idea cómo iba a terminar. - ¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión: ¡Falcon Verde! Y esta noche, para todos ustedes, damas y caballeros que buscan algo nuevo, una banda de rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡ N.N. y los del Falcon Verde!!! Frenó el vehículo su arremetida al escenario con el paragolpes a milímetros de mi humanidad, y tras dar una muy fuerte acelerada en punto muerto, se abrieron las puertas 31
  • 32. comenzando a salir fuera sus ocupantes. Tal como se me había indicado tomé el micrófono y me dispuse a desplazarme por la derecha para quedarme detrás de la batería. Seis tipos de traje, llevando el pelo engominado, anteojos oscuros e itakas en la mano bajaron del Falcon y se desplegaron por el escenario haciendo sonar a un tiempo la recarga de sus escopetas. Ese track-track atemorizante que te pone sobre aviso de que viene el disparo. Un rayo de frío me atravesó el espinazo al verme en medio de ellos. El humo potenciado por las luces, el silencio expectante del público y esos tíos serios con las armas en las manos que se quedan estáticos, mudos, amenazantes, hasta que uno de ellos haciendo chasquear los dedos ordena que abran el baúl, y otros dos sacan de allí a un pobre chaval de camisa blanca desabotonada. Levantándolo por los codos lo llevan al medio del escenario y lo dejan allí, entre las luces del Falcon, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. Ni un murmullo en la sala, todos las miradas atentas a esa figura encorvada, temblorosa, llena de temor. El pobre Cristo, un prisionero, parece estar esperando que lo muelan a palos. Pero no le pegan, al abrir y cerrar las alas de un hada los otros seis trocaron las itakas por los instrumentos musicales que aguardaban en el escenario. Dos guitarras, bajo, batería, teclado y trompeta comienzan a sonar en compases que se repiten. Uno de los guitarristas pone entonces el micrófono delante del que traen prisionero, y le ordena con voz áspera: "¡Empezá a cantar!". Y el tipo canta. Algunos de los otros le hacen coros. Canta esa cancioncita llamada "Demasiado tarde", que dice: 32
  • 33. DEMASIADO TARDE Desaparecidos así quedaron los subversivos, ellos decidieron la guerra, ellos impusieron las reglas, y después, muy tarde fue para querer cambiar, para pedir piedad, llorar, o gritar: ¡¡¡Mamá!!! Si las bombas eran buenas (si las bombas eran buenas) la picana no era mala (la picana no era mala). Si mis muertos no te apenan (si mis muertos no te apenan) tus ausencias no me llegan (tus ausencias no me llegan). Desaparecidos así quedaron los subversivos, ellos decidieron la guerra, ellos impusieron las reglas, 33
  • 34. y después, muy tarde fue para querer cambiar, para pedir piedad, llorar, o gritar: ¡¡¡Mamá!!! 34
  • 35. CHE, BETO Al concluir la canción, el público petrificado no fue capaz de soltar nada, ni aplausos ni abucheos, sólo quietud y silencio. Eso no parecía importarles a los músicos en escena. Menos batero y teclas, los otros cuatro rodearon al prisionero para ocultarlo. Cuando lo dejaron ver estaba transformado, ya no era el prisionero sin Ningún Nombre, el famoso NN, sino que llevaba el saco, la corbata, las gafas negras y el peinado a la gomina. Diríase que habiendo pasado de bando era uno más de ellos. Cantaron entonces "Che, Beto": ¡Che, Beto! Cuántas cagadas te mandaste, Beto. Tu padre ya sabía lo que tu madre intuía: El nene Juega a la revolución. ¡Che, Beto! Cuántas cagadas te mandaste, Beto. Era una cita envenenada y no caíste hasta caer con la primer trompada tu pastilla de cianuro se te piantó de entre los dientes. ¡Qué mala suerte! Llegaste tarde a tu propia muerte. 35
  • 36. La viste rodar por el andén, y ya no viste más. ¡Che, Beto! Cuántas cagadas te mandaste, Beto. Y ahora estás ahí amarrado a una cama sin colchón. Y Susanita... Susanita... ¡Susanita te hace shock! ¡Che, Beto! Cuántas cagadas te mandaste, Beto. ¿Y de los nuestros cuántos mataste, Beto? ¿A cuántos más pensaban matar? Beto, están perdiendo. Beto, es él final. Beto, no digas más. Ya lo sabemos. Y vos te vas. 36
  • 37. REPRESOR ILEGAL Un disparo cerró la canción y por primera vez las luces dieron oscuridad total. Forzando ronquera se escuchó a alguno epilogar: "Fuiste; che Beto". El pulso nervioso de algunos aplausos se impuso por sobre el murmullo generalizado. El público estaba impactado. Procuraba adaptarse a un show que rompía todos los códigos conocidos del musical argentino, algo que no era sólo políticamente incorrecto… ¡Era políticamente imposible! Otra dimensión, la mirada al lado más oscuro de una sociedad hipócrita que vive acostumbrada a guardarse lo que piensa. Y yo ahí, en medio de todo aquello, patitieso, preguntándome en qué cueva de fachas me había metido. ¡Porque vamos! Que yo cargaba mis preconceptos y esto, que os cuento tal y como ocurrió, se sentía extraño, irreal, así cual esos recuerdos que se montan en sueños y en noches de fiebre le distorsionan a uno la percepción del mundo. Y que te dices: "¡Anda! Cálmate ya gilipollas. ¿Qué no ves que no puede estar pasando?”. Pero la banda siguió tocando, y me di cuenta que era real porque mis pies querían bailar. Me decía que estaba mal, y otra voz más fuerte me decía: "Déjate llevar". Arremetieron entonces con "Represor Ilegal", puro rock and roll. Horas de la noche y en el Falcon Verde todos los semáforos me cantan verde. ¡Verde, Falcon, Verde! ¡Represor ilegal! 37
  • 38. ¡Represor ilegal! Cazando guerrilleros por toda la ciudad. ¡Qué paradoja! Los guerrilleros urbanos después de tanta sangre… ¡Querer derechos humanos! Tarde, muy tarde. ¡Suave! ¡Verde, Falcon, Verde! ¡Verde, Falcon, Verde! Rápido en las curvas más rápido en las rectas pero siempre suave ¡Suave! ¡Verde, Falcon, Verde! Horas de la noche y en el Falcon Verde todos los semáforos me cantan verde ¡Verde, Falcon, Verde! ¡¡¡Verde!!!. 38
  • 39. MEDITANDO EN EL BAÚL La algarabía de los aplausos se desató en festejo aún antes que la canción terminara. "¡Gracias!", gritó uno de los guitarristas; quien brindaba la apariencia de ser el jefe. Y el público de pie. ¡Qué suceso! El público entusiasmado con la gran función que había presenciado no dejaba de batir palmas reclamando otra, un bis, algo más de aquella imprevista cachetada sobre las convenciones del momento. Los siete músicos saludaron con pomposa reverencia al borde del escenario, gesto que repitieron unas tres veces ante la fervorosa aprobación de los espectadores que esperaban el bonus. Pero no hubo otra, así como saludaron fueron hacia el auto y cuando parecía que nada más iban a subirse y marcharse, uno de ellos me señaló con el dedo. Vi las sonrisas en sus rostros y antes que viera otra cosa me estaban cargando en el baúl. Venciendo mi resistencia a fuerza de su mayor número, con algunos golpes mediante, lograron sumergirme en esa celda de tránsito, privándome de mi libertad y dejándome sumido en la peor de las incertidumbres. Lo último que alcancé a distinguir en el tumulto fue la sonrisa del que gritó: "¡A la valija, Chirolita!”. Chirolita, supe luego, era el nombre del muñeco de un tal Chasman, famoso ventrílocuo argentino. Cuando cerraron la tapa el estruendo pareció ahogarse en la oscuridad. No sentí temor. ¡Vamos! Estaba claro que aquello venía en tren de broma; pero me interrogué seriamente acerca de cuestiones fundamentales. ¿Por qué no estaba en mi España? ¿Qué clase de aventura loca estaba comenzando en Sudacalandia? Escuché los portazos, percibí el bamboleo del auto por el ascenso de sus tripulantes, y las ruedas se echaron a andar. Lento en la marcha atrás, para dispararse luego hacia delante en dirección a qué sabía yo dónde. Acomodé mi humanidad lo mejor que pude en el espacioso interior del 39
  • 40. compartimiento de equipajes. Desde la cabina me llegaban inentendibles las voces sobrepuestas de los siete músicos, era evidente que estaban de plena jarana así que no gasté saliva en pedir a gritos que me libraran del encierro. Al cabo que en el baúl yo iba más cómodo que cualquiera de ellos apretujados en los asientos. Lo que duró el viaje me lo pasé pensando en mi amada mujer. Recordaba cosas que había olvidado, pequeños gestos que quizás no supe valorar en su momento. Esas menudencias de lo cotidiano que uno da por sentado, nimiedades que pasan desapercibidas hasta que se pierden. El modo en que por las noches ella peinaba sus largos cabellos sentada al borde de la cama. El olor mismo de nuestro hogar, y hasta esa manía por encender inciensos que tanto me molestaba. De aquella nada oscura en la que mi alma parecía estar flotando alrededor del cuerpo, me vino a la mente la imagen de ella en un momento preciso. Era igual que ver una fotografía que en lugar de estar impresa en papel lo estaba en sentimiento. Y es que de aquella reunión en casa de amigos me había guardado la preciosura del instante en el corazón. Fue alrededor de la mesa, en la que todos hablaban a grandes voces discutiendo alguna cuestión de esos días. Yo batallaba con una botella de vino cuyo corcho se había partido y, mientras procuraba descorchar el resto, desesperaba por entrar en el debate. Ni bien saqué el medio corcho levanté la vista, y allí estaba ella, al otro lado, viéndome fijamente a los ojos. Con el pulgar y el índice de la diestra cogió la aceituna que se llevó a la boca, la mordió arrojándome una mirada como la noche que tuvimos luego y en ese segundo no hubo sonidos, ni olores, ni cualquier otra sensación más que calor intenso en el pecho. Era mi mujer. Y la estaba viendo exactamente igual, reviviendo el momento en la cajuela de un Falcon Verde. Es que el baúl de ese vehículo es una especie de confesionario, un lugar que empuja al examen de conciencia, a poner blanco sobre 40
  • 41. negro los errores abriendo el diálogo sincero con la propia alma. Hay muchos que necesitarían pasar por esa experiencia. Comprendí allí lo mucho que mi ausencia la estaría mortificando. ¡Pobrecita! ¡Tremendo calvario el que iría sufriendo por mi culpa! Necesitaba llamarla, pedirle perdón y volver con ella. Después de todo, ¿qué importaba si yo no era la voz de España? Era una más de las voces de España, y con eso bastaba para andar con la frente en alto. ¿Qué más necesitaba de la vida que tenerla nuevamente entre mis brazos? Pues nada. ¡Si ella era todo! Una luz misteriosa ordenaba al fin mis ideas, mis sentimientos y mi proyecto de vida, y entonces... entonces un maldito bache me hizo golpear la cabeza contra la tapa, y la bestia al volante que acelera por un camino lleno de pozos que ni tras las bombas de Bosnia se ha visto. ¡Claro!, ellos riendo, ¡qué va!, y el pobre de mí un hielo en la coctelera. Pasé el rato dándome de golpes hasta que arribado a destino, una casa quinta en Tortuguitas, el vehículo se detuvo. Cuando abrieron la tapa los siete estaban mirándome, sonreían sin decir palabra y esa actitud de final de broma, así de esperar que yo les festejara el chistecito, fue lo que realmente me dio entre medio de mis dos cojones. Saliendo sin recibir ayuda de ninguno, me incorporé y en cuanto pude estirar las piernas, como seguían con esa miradita de "mira que gracia te hicimos", sintiendo los pies firmes sobre el suelo les grité mi enojo: - ¡¡¡ Vosotros me habéis secuestrado, coño!!! En respuesta se echaron a reír. Y yo que los miraba atónito sentía la sangre alborotarse por mis venas. 41
  • 42. - ¡Que no es un chiste!, -les dije- me han traído por la fuerza, han perpetrado un crimen, una felonía, un, un, un.... Los nervios, con la oportunidad que los caracterizan, me jugaron esa mala pasada y quedé trabado repitiendo "un... un... un...", sin saber qué decir, cosa que por suerte nunca me ha pasado frente al micrófono en el ejercicio de mi profesión. ¡Pero es que estaba indignado! Más aún, ya casi los tomaba a golpes de puño que escucho a uno entre las risas decir: - ¡Estuviste genial, Gallego! - Sí, -asintió otro- tu voz y tu acento hicieron del speach del comienzo algo mucho mejor de lo que esperábamos. - Teníamos miedo que sin presentador se nos fuera el show a la mierda. - ¡Te pasaste chabón! - Cuando te escuchamos supimos que todo iba a salir perfecto. - ¡Salimos a escena recontra motivados! - Dejaste al público listo para nosotros, y está claro que vos sos nuestro presentador. ¡Indudable! Me halagaban, palmeaban mi hombro y ¡qué diablos!, se me esfumó el enojo porque, ¡vamos!, es que de verdad, aunque no quiero pecar de vanidoso es la más pura realidad: ¡Que soy un locutor de la hostia! - Modestamente -dije- yo sólo afino el instrumento que Dios me ha dado. - Nos cabe el talento bien usado. 42
  • 43. - Les diré que ustedes tampoco han tocado mal, en la última canción no podía dejar de mover los pies. - Vení Gallego, vamos al quincho a comer el asado y bienvenido a la banda. Conocéis mis penurias económicas a esas alturas de los acontecimientos, así que imaginarán con facilidad que lo que había comido en los últimos días era, además de alguno que otro engaño, nada. Nada, pero nada de nada. Ni siquiera andar a la sopa boba. La sola idea de meterle sustancia al estómago hacía que mi mente se obnubilara por ver la abundancia de carne en la parrilla, roja, jugosa, cocinándose al uniforme calor de las brasas junto a chorizos, chinchulines, riñoncitos, morcilla y las mollejas. ¡Pienso en esas mollejas y me viene una cosquilla al paladar que me inunda la boca de saliva! En fin, una típica parrillada de carne argentina, y no tuve fuerzas más que para quedarme allí junto esperando que sirvieran. Mi única distracción, la sola vez que quité la vista de ese deleitoso espectáculo gastronómico, fue cuando llegaron a la quinta en otro auto y una camioneta el resto de la banda, los que no eran músicos, o sea, el sonidista, el iluminador, los dos asistentes que les ayudaban a armar y desarmar los equipos y el representante. David Seiko vino de inmediato a reclamarme la devolución del saco, y al encontrarlo arrugado, con uno de los bolsillos descosido e impregnado de mi sudor por el viajecito en el baúl, reprendió a los músicos por haber estropeado su saco. ¡Vaya descaro el de ese tío! Su saco le importaba más que el atropello a las libertades individuales del que había sido víctima. Claro que atento como estaba a la cocción de la carne, pues no iba a perder tiempo en hacerle notar su falta de sentido cívico. Verán, de verdad estoy tentado de describirles el sabroso paso de aquellos manjares por mi boca, sin embargo creo más adecuado al hilo conductor esta historia contarles de los muchachos antes que de los platos. 43
  • 44. LOS MUCHACHOS Como es de público y notorio en la formación originaria de los "N.N. y los del Falcon Verde", revistaban siete músicos. ¡Vale! No me corrijan antes que termine de hablar, siete si no se cuenta al Falcon. Para los que cuentan al Falcon, que son casi todos, la banda era de ocho. Así es que, además de la leyenda, subían al escenario: Agustín Canelois, voz. César Carnovali, primera guitarra y coro. Marcos Slahter, guitarra y coros. Diego Magliani, bajo y coros. Antonio Faull, teclados. Fernando Hamal, batería y coros. Carlos Bagliesso, vientos. En aquella primera cena compartida ellos eran para mí perfectos desconocidos. Comencé a conocerlos después del café, porque en la comida propiamente dicha me limité a saciar mi hambre antes que la curiosidad. Cuestión de prioridades, se entiende. Salimos del quincho para ir al interior de la casa y ubicarnos en los sillones de la sala de estar, establecidos alrededor de un enorme televisor. César, con los ojos claros de mirar profundo, me dijo entonces que mi presencia coincidía con la elección de videos que habían dispuesto para esa noche. Disponían de dos películas españolas: "Torrente, el brazo tonto de la ley", y "Torrente 2, misión en Marbella". Compartían ese humor entre negro y guarro por el que transitaba el personaje de Santiago Segura, y a mí me tocó padecer el que tomaran algunas de sus frases como muletillas de uso cotidiano. Es más, 44
  • 45. de modo extraño decidieron que era muy gracioso apodarme Torrente a mí, comparándome con ese tío desagradable que es una suma de calamidades. Por el sólo hecho de ser español y estar orgulloso de serlo, me adosaron parentesco con ese gordo infame, que entre otras linduras de su personalidad demostraba ser sucio, corrupto, racista, alcohólico, drogadicto, putañero, onanista, eyaculador precoz, traidor, cobarde, estúpido, homosexual y hasta fascista. Reían a carcajadas viendo la peli, y siendo que era el único allí que no reía me miraban de reojo retorciéndose de risa cada vez que brotaba de mí algún comentario indignado. No era cuestión menor mi enojo. Que yo no soy de los que se hinchan los cojones y se quedan sin hacer nada, ¡no señores! Al término de la segunda película, mientras bajaban los créditos, cansado de escuchar las risas de los sudacas y su grosera idea de lo gallego me puse de pie gritando: "¡España no es todo Galicia y ser gallego no es un chiste!", y en cuanto no pararon con sus risotadas exigí, listo para irme a las manos, que me llevaran a mi hotel. Ese fue el momento en que el destino me hizo saber que había caído yo entre ellos y que no me libraría de su compañía fácilmente. Quedaría bien en claro que mi falta de fortuna y los caprichos del destino me unirían a la aventura de ese grupo de truhanes. Se pusieron serios, no entendían mi ofuscación, y en eso que estamos ahí con los rostros tensos Fernando presiona el power apagando el aparato de video. Volvió entonces a trasmitir la señal del cable, y en eso, como un mal augurio veo al televisor llenar su pantalla con el cartel rojo de Crónica TV, el más popular de los canales de noticias argentinos. Con total claridad escucho que se dice: "Allanamiento en casa tomada, las imágenes ya". - Pero, pero... - Apenas pude balbucear incrédulo y pasmo- ¡Si ese es mi hotel! 45
  • 46. - ¡Su hotel! -Exclamó Diego riendo- Dijo su hotel... - Y ese que llevan ahí es el conserje, el administrador del hotel -dije anonadado viendo al peruano que manos esposadas a la espalda era introducido al patrullero. - ¡El administrador del hotel! -Repitió llorando de risa el cretino de Diego siendo festejado por el resto de esas hienas. - ¡Esos teléfonos! ¡Se llevan el locutorio! -Dije sin poder creer que estuviera la Policía confiscándolo todo. - ¡El locutorio! Dijo el locutorio… ¡El locutorio! -Y se reía retorciéndose con las dos manos en la panza, cosa que me hinchó soberanamente las pelotas. - ¡Pero me cago en tu puta madre! -Estallé preso de ira- ¿Es que acaso has de repetir cada cosa que yo diga? - No, no. Es que es muy gracioso -intentó explicarse sin dejar de reír. - Pues no le veo yo la gracia, he perdido el techo bajo el cual dormía… ¿Y ahora cómo recuperaré mis documentos y mis ropas? ¡Soy un paria! Un indocumentado en este país extranjero... - Por el lugar no te preocupes que te quedás con nosotros, y en cuanto a los documentos le pedimos a Seiko que se encargue -intentó calmarme César. - ¡Quiero mis documentos! ¡Quiero volverme a España! - Bueno, está bien, pero cálmate. David tiene amigos en la cana, vas a ver que te devuelven los documentos -me decía compasivo César-. No te desesperes Gallego. - ¡No soy gallego y si me llaman llámenme por mi nombre, que para eso lo tengo!: Me llamo Rafael, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano, si quieren pueden decirme Rafi, porque si mis padres me 46
  • 47. bautizaron con tantos nombres no ha sido para que ningunos sudacas me inventen cualquier apodo. - Bueno, está bien Rafael, cálmate. - Y yo no debería estar acá, yo debería estar en España con mi mujer, con mi trabajo en la radio, con todas esas cosas que no supe valorar adecuadamente cuando las tenía de tiempo completo al alcance de las manos. ¡Un teléfono! Necesito un teléfono… - ¡Un teléfono! -Dijo riéndose otra vez Diego. - ¡¿Pero que clase de subnormal eres?! -Lo confronté ya harto de sus estúpidas risas- ¿Acaso tienes el cerebro de un loro? ¡Cállate de una maldita vez! Me descontrolé. Quedé mudo, temblequeando por la repanocha mala, incapaz de dominar mis actos ni mis pensamientos. Eran demasiadas cosas fuertes que me atropellaban en poco tiempo. Alguno de los muchachos se llevó a Diego fuera del cuarto sin que dejara de reír, y César tomándome por el hombro me dirigió fraternalmente hacia la cocina, donde sirvió un vaso de agua y puso el teléfono sobre la mesa, a mi entera disposición. Cerró la puerta y dejándome solo dijo: "Hablá tranquilo Rafael". Las lágrimas caían por mis mejillas en el desconsuelo al que únicamente podía poner fin la voz de mi amada. Al instante, cual si la muerte estuviera a punto de alzarme con su mano implacable, vi pasar frente a mis ojos lo que, desde el momento en que hice abandono del hogar conyugal, había hecho con mi vida. Me contemplé escribiéndole aquella nota de despedida con que se disparó toda la secuencia. Ante mis ojos pasaban los fotogramas de mi triste película y podía verme al abordar el avión, caminando perdido por las calles de Buenos Aires, entre las caras extrañas del Hotel de los peruanos y toda esa locura del Falcon Verde que me había puesto allí, donde estaba, 47
  • 48. frente al teléfono. Debía levantar el tubo, marcar el número y ponerle fin al descalabro. Ella comprendería. Quizás tuviera algún enojo conmigo, pero como el amor es más fuerte seguramente sería momentáneo, una de esas broncas superficiales bajo las cuales aguarda el abrazo reconciliador. Limpié las lágrimas del rostro, soné mi nariz y aclaré la voz. Me serené encontrando el valor necesario para pedirle perdón, suplicarle si era menester. El corazón palpitaba trémulo de emoción escuchando la chicharra que clamaba por ella al otro lado del océano. Sonó cinco o seis veces, y yo con los ojos cerrados, pegando el oído al auricular, la mente en blanco y la ansiedad. ¡La ansiedad! La ansiedad era un diapasón que vibrando en mis huesos buscaba partirlos en millones de fragmentos. Apretaba los dientes frunciendo todo cuanto podía fruncirse. Y luego, al percatarme que descolgaba al teléfono el corazón se detuvo, contuve la respiración y el silencio al otro lado se prolongó en elástica agonía. Sentí en su respiración el preludio a las palabras y cuando por la bocina dijo: "Hable”, me sorprendió la voz de otra mujer, una señora de edad. - Pero… ¿Quién habla? -pregunté descorazonado. - ¿Cómo que quién habla? Eso es lo que yo pregunto. - Usted no es mi mujer. - ¡Qué va! Claro que no, yo soy mujer de un solo hombre, y mi marido está aquí junto, mirando la tele desde el sillón. No hace otra cosa… - Oiga, a mi no me importa su marido ¡Dígame qué ha pasado con mi mujer! - ¿Cómo voy yo a saber lo que pasó con su mujer? Pero si ni siquiera sé quién es usted. A ver ¿cómo ha conseguido este número? - ¿Qué cómo he conseguido ese número?, pues porque yo vivo allí con mi mujer. 48
  • 49. - ¡Joder! Vaya tío listo, así que en esta casa vivíamos los cuatro y yo con mi marido ni enterados. ¡A ver si ayudan a pagar las cuentas entonces! - Señora, soy Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano, le hablo desde la Argentina, y busco a mi mujer la Señora de Castillejo - ¿La Señora de Castillejo? - Exacto. - Mire, ahora tengo una confusión, porque lo que yo sabía es que aquí vivía la viuda de Castillejo. - ¡Ninguna viuda, Señora! ¡Yo estoy vivo! Fregado en la mierda, pero vivo... - Lo que ha pasado, es que el día de la mudanza nos cruzamos, pues cuando entrábamos nuestras cosas ella retiraba las suyas, y como le vi algunos objetos que eran de hombre, por caso unas pantuflas horribles que llevaba abrazadas contra el pecho, le pregunté por el marido, y la pobrecita llorando me dice que el marido se ha ido, y como vestía de negro, pues nada, que yo pensé que había enviudado. - Pero no he muerto señora, y quiero volver con ella... - ¡Hombre! Entonces a por ella, que se ve que lo extraña. - Es que estoy atrapado en la Argentina, indocumentado y sin dinero. - ¡En ese caso está igual que viuda! - Señora no diga eso, que es muy feo. ¿Ella no dejó un teléfono al que pueda llamarla? - No. - ¿Acaso una dirección? - Nada, apenas nos hemos visto unos segundos. - Vea, noto que usted tiene buenos sentimientos, ¿podría yo pedirle un favor? 49
  • 50. - Eso depende de lo que me pida. - ¿Usted podría apiadarse de este compatriota en desgracia y prestarme dinero para el pasaje de vuelta? - ¿Prestarle dinero a Usted? - Podría enviarme un giro, y yo se lo devolvería de regreso a España. - Usted, a quien no conozco, me dice que está indocumentado e indigente en la Argentina y ¡vaya coraje! ¿me pide euros a mí? - ¡Estoy desesperado, Señora! - ¡Púdrete gilipollas! Y cortó. De súbito me embargó un sentimiento de caída abismal. El teléfono en mis manos se hizo soga muerta de la que podía jalar sin subir a ningún lado. Lo solté espantado de tocarlo y quedó descolgado sobre la mesa. En la impotencia de mi soledad sentí terror. Silenciosas lágrimas acudieron a mis mejillas sin que profiriese el mínimo sollozo. El alma se me había acurrucado en algún lugar insondable de mi estática humanidad, sólo las lágrimas me diferenciaban de cualquier estatua. No estuve vivo, no podía sentir pulso, era de sal o de piedra en mi cuerpo maldecido por la distancia. La cara de mi amada se desdibujaba en el recuerdo por el temor a no verle ya nunca jamás. ¿Qué sería de ella sin mí? ¿Dónde irían a parar mis pantuflas? ¿Y cómo pudo decir esa insensible mujer que eran horribles? Quizás los delicados pies de mi esposa procuraban mitigar su soledad en el calor de mis pantuflas. La suavidad de la tela escocesa, la alegre combinación cuadrillé del amarillo, el verde y el rojo, y ese desgaste por el uso que ya las transparentaban donde rozaban las uñas de los dedos gordos. ¡Nada sabía esa mujer de mis pantuflas! Nada de nada, pero igual tuvo el descaro de criticarlas. Mis pantuflas estaban más allá de su comprensión, eran un mensaje cifrado entre enamorados, mi 50
  • 51. mujer debía aferrarse a ellas sabiendo que tarde o temprano volverían a mis pies. ¡Cuánta devoción en mi amada! Tener mis pantuflas ahí, al alcance de la mano, de seguro entibiándose el pecho con ellas, cuidándolas fielmente para que a mí retorno al hogar, aunque fueran ya otras la paredes, estuviera igual que ayer la sacrosanta intimidad conyugal. No, los obstáculos no iban a impedir que tomara nuevamente entre mis brazos su estrecha cintura. Ella no me olvidaba, tal vez, pensé, en ese mismo instante los dos llorábamos la mutua soledad, por eso acaricié mis lágrimas cual si fueran las de ella. Y decía para mis adentros: "No me llores, mi amor, no me llores: yo estoy volviendo a ti”. César volvió a la cocina sentándose frente a mí. No dijo palabra y durante largo rato me acompañó comprensivo de la situación, respetando el dolor. - Ella se ha mudado. No tengo forma de ubicarla que no sea volviendo a España -dije resumiendo la situación. - Lo siento. - Y volver a España es algo... “Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho”. Bueno chaval, que todo esto que está ocurriendo me lo tengo bien merecido. Me quise ir, yo solo, porque estaba atosigado con las menudencias de cada día y necesitaba poner orden en mi cabeza. Ahora en cambio, daría mis piernas por poder regresar. - Para volverte lo único que necesitás es un poco de paciencia. - ¿Tú crees? ¡Mírame! No tengo mis documentos, no tengo una moneda en el bolsillo, ni un techo, ni una cama, ni mi ropa, no tengo ya ni un teléfono al que llamar, no tengo nada. Estoy varado en la nada. 51
  • 52. - Eso no es tan así. De tus documentos ya te dije que se va a encargar David, mientras tanto nosotros necesitamos un presentador, y vos sos mucho mejor que el que teníamos, por eso queremos que sigas. Entiendo que tu situación no es la mejor, y quiero dejar en claro que si te ofrecemos esto no es porque seamos buenos samaritanos. Nunca nos imaginamos que el presentador pudiera ser español, pero quedó tan bien que ahora no queremos otra cosa. - Me estáis dorando la píldora, pero mi único deseo es retornar con mi mujer, aunque sea nadando, digo, moriré en el intento porque no tengo branquias, pero al menos me sentiré reconfortado por pensar que lo estoy intentando. - Rafael, no seas pelotudo. - Oye, no me hables así, que estoy en estado de sensibilidad extrema. - No estás pensando Rafael, escúchame, trabajá con nosotros y vas a llegar a España antes que a nado. Mirá, en esta casa vivimos todos, hay una cama para vos también. La comida, me parece que te gustó. - ¡Estaba rico el asadito! - Y la plata no va a ser mucha, pero vas a poder juntar para el pasaje. - ¿En cuánto tiempo? - No sé, estamos empezando y todavía no somos conocidos, pero acá hay un proyecto de trabajo, y en el peor de los casos, aunque nos fuera muy mal, para vos esto es techo, comida y el pasaje de vuelta. Me quedé viendo esa expresión en el rostro de César con la que aguardaba mi respuesta. No tenía mucho de dónde elegir. No había otro remedio que ser uno de los muchachos. 52
  • 53. - Junto para el regreso y me voy. - Está claro, hasta comprar el pasaje de avión. Y así fue que me convertí en el presentador y voz narrativa de "N.N y los del Falcon verde". Contento de tenerme en el grupo, César me condujo a un dormitorio al final del pasillo que comunicaba todas las habitaciones de la casa. La luz del sol entraba por la ventana y en la cama no había sábanas. - En el ropero hay juegos de sábanas y frazadas, ahora te consigo una almohada que esté en buenas condiciones- dijo César dejándome allí. Reconozco que me incomodaba aquel cuarto, limpio pero despojado, con olor a desuso y paredes de hastío. Como si el último morador hubiese dejado allí su aburrimiento y algún dolor escondido. Acaso, otra pena de amor. 53
  • 54. PESADILLAS DE UN AMOR DESGARRADO Me acerqué a la ventana. A través de ella se veía el parque hasta el alto ligustro que bordeaba la propiedad. Bajé la persiana y sin esperar por la almohada, me arrojé sobre el colchón quedando dormido de inmediato. Cuerpo y mente clamaban descanso, el agotamiento emocional había consumido la reserva de mis fuerzas: Pero el sueño, así extenuado, no llegó a modo de bálsamo reparador, sino como siniestro remolino de ásperas pesadillas. Veía a mi pobre mujercita acomodando nuestras cosas en un apartamento miserable, oscuro, pequeño y de paredes descascaradas. Sentada en medio de aquel desorden de cajas amontonadas y llorando mi ausencia, buscaba consuelo apretando las pantuflas contra su pecho. Me desperté y el cansancio volvió a golpearme. La almohada ya estaba allí. Roté mi cuerpo hundiendo mi cabeza en ella, cerré los ojos y aparecí caminando por las calles de Madrid, cierta cámara lenta le daba toque melancólico y feliz, inmensamente feliz, a cada uno de mis pasos. Eran los pasos que me conducían a mi amada llevándole un ramo de flores en la diestra. Con esa lentitud de los movimientos que me presentaba el sueño alzaba mi vista buscando ver el cielo que me vio nacer, el celeste intenso de mi España, que deben creerme no puede parecerse al de ningún otro lado. Sin parpadear daba gracias a Dios por ponerme nuevamente a cobijo de mi cielo, y al instante la veía, a mi amada, caer desde un balcón. Así cayendo me clavaba en los ojos su mirada de reproche; mía era toda la culpa y nada podía hacer para remediarlo. El vestido blanco agitándose al viento, la pureza de su amor hundiéndose en el sin sentido de mi huida y, cobarde al fin, apreté los párpados dando vuelta mi cara al momento del impacto. Pero, ¿cómo hace uno para cerrar los oídos? No necesité ver con mis ojos, los sonidos fueron igual de gráficos. Los huesos rompiéndose contra el pavimento y su sangre rebotando fuera de la carne. Y al abrir los ojos estaba 54
  • 55. frente a su tumba. Ya no pude seguir durmiendo, de un salto me alejé de la cama sintiéndola maldita. ¡Mi amada no debía morir! Yo retornaría para rescatarla de la soledad, para devolverle el sentido a su vida, para ser su esclavo hasta el último de mis días y compensarle todos los pesares causados con mi absurda partida. Me pregunté entonces si la pena de amor encerrada en ese cuarto no sería otra que la mía, algo así como un deja vu, o la fatal predicción del sufrimiento. 55
  • 56. EL LEGENDARIO Salí al pasillo aterrorizado por mis pesadillas. Respiré hondo. Las demás puertas estaban entreabiertas y desde el otro extremo del corredor se escuchaba un zumbido de motor eléctrico. No quería estar solo y caminé hacia el ruido husmeando al pasar, por cada una de las puertas no cerradas. El cuarto lindero con el mío era el más poblado de la casa, luego me enteraría que por eso lo apodaban "la cuadra", allí dormían en camas marineras Agustín, Diego, Carlos y Fernando. El siguiente cuarto, por lejos el más espacioso de la casa y que utilizaban como sala de ensayo, le correspondía a Antonio quien no dormía. De hecho no tenía cama, apenas un colchón muy delgado abandonado en el piso al costado de la batería. Lo vi de espaldas con los auriculares puestos y muy concentrado en sus teclados. Bastaba ver el lugar, el desorden, las paredes pintarrajeadas, para darse cuenta que algo andaba mal en la cabeza de ese muchacho. Seguí de largo, ¡joder!, que ya tenía bastante con mis propios problemas para irla de metido en el manicomio de otro orate. En la cuarta habitación, la última, roncaba César abrazado a la almohada. Enfrente a la suya había otra cama vacía, pero destendida lo cual me hizo suponer que allí dormía Marcos. También noté, al fondo, entre medio de las dos camas y bajo la ventana, un gran escritorio sosteniendo ordenador y cantidad de libros. La puerta del extremo, de la que provenía el ruido, era el garaje donde encontré a Marcos lustrando el Falcon. El auto dejaba muy poco espacio a su alrededor. Así Marcos, en cuclillas con la espalda contra la pared, lustraba la chapa debajo de las puertas, repitiendo las pasadas de la lustradora eléctrica con meticuloso esmero y reconcentrada dedicación. Tan metido estaba en su tarea que debí hablarle elevando el tono de voz para que notase mi presencia. 56
  • 57. - Oye chaval. Marcos… ¡Hey tú! Que haz de prenderle fuego con tanto lustre. Al fin Marcos giró bruscamente la cabeza al escuchar mi voz. Sonrió apagando la enceradora y se incorporó con la satisfacción brillando en sus ojos, casi tanto como brillaba el auto. - ¿Y?, ¿qué tal?, ¿no es una belleza? -me preguntó alegremente, casi necesitado de alguien ante quien pavonearse de su obra. - Parece recién salido de fábrica. - Modelo del 76, completamente original, un auténtico legendario. El guitarrista, tipo alto y espigado, estaba en zapatillas sin medias, calzoncillos slip, y camisa desabotonada. Yo tenía un poco de frío, y por algunas gotas de sudor formándose en línea sobre la frente debajo de sus cabellos, supuse que hacia un buen rato estaba dale que dale con la maquinita. Dejó la lustradora colgada de un gancho. Con el mismo brazo y en continuidad de movimiento, tomó del bolsillo de su camisa un atado de cigarrillos. Hizo primero una invitación que rechacé, luego se prendió uno para él. Rubio al igual que el cigarrillo, tenía en las facciones cierto aire a europeo del este, donde los rostros pálidos son de fácil olvido, sin ninguna nota saliente. Largó la bocanada de humo hacia el cielorraso, seguramente cuidando que no fuera el humo a opacar el lustre del Falcon. Sus ojos parecían imantados al auto, se regocijaba en contemplarlo y no dejó de hacerlo cuando me preguntó: - ¿Conocés la historia de este auto? 57
  • 58. - No, bueno, he escuchado historias respecto a lo que hacían con ellos, pero nada... - La Ford empezó a fabricarlo en Estados Unidos allá por el 59 –se largó a contarme casi interrumpiéndome-, y así grandote como lo ves allá lo promocionaban como un auto compacto, claro, eso porque los autos norteamericanos son, ¿cómo decirlo?, un desperdicio de chapa, ampulosos, ¡bah!, una grasada como el Cadillac y esas cosas llenas de cromados que les gustan a ellos, para hacerse notar y que los vean desde lejos. - Me dijeron alguna vez, que hacen los autos tan grandes por la cuestión del sexo. - ¿Para fífar arriba del auto? - Fifar es follar, ¿no? - Sí. - Bueno, no sólo por eso, sino porque piensan que el tamaño del auto hace funcionar la imaginación de las mujeres en directa proporción sobre las dimensiones del pene, y como los japoneses, que los tienen pequeñines, fabrican autos chiquitos, ellos los hacen inmensos para que ellas piensen en grande. - Eso es muy torrentiano -dijo sonriendo. Y me sentí incómodo por pensar que pudiera compararse una expresión mía con la mentalidad de Torrente. - Mira, -dije dispuesto a ponerle en claro las cosas- ese Torrente... - ¡Qué buena película! -Exclamó dejándome con las palabras del reproche atoradas en la boca- ¿Cuál te gustó más, la uno o la dos? - ¡Ninguna! -respondí molesto- Y no quiero seguir hablando de ese gordo calamitoso. Me estabas contando del auto -pronuncié con énfasis casi autoritario, lo suficiente para ponerlo otra vez en tema. 58
  • 59. - Está bien -dijo con algún dejo de resignación, como si hubiese sido de su preferencia contarme de nuevo, entre risas que sólo hubieran sido suyas, todas las atrocidades de José Luis Torrente- Como te decía, al principio la Ford importaba las partes y lo ensamblaba en la planta de General Pacheco. Pero a partir del 15 de Julio de 1963, cuando sale el primer Falcon made in Argentina, el coche empieza a desarrollar una personalidad típicamente argentina. Mantiene la línea evolucionando con sobriedad. Cambian las luces, la parrilla delantera, el tablero, las manijas de las puertas, se toca un poco el motor, hay alguna modificación en el capot, pero el Falcon sigue siendo el Falcon porque mantiene algo más que el nombre, se conserva el espíritu del auto y se fortalece, crece. - ¿Dices que le crece el espíritu?, ¿al auto?, ¿el espíritu? - Claro. - ¿Pero qué es esto? ¿Una novela del Stephen King? - Y, algo de eso hay -se sonrió al decirlo y no dejó de hacerlo mientras dio una larga pitada al cigarrillo. - Lo que yo he escuchado son cosas terribles. - Sí, aunque también se dicen muchas mentiras, realmente pasaron cosas terribles. Fueron tiempos de atrocidades, todos quisieron ser el más malo del barrio, el que metiera más terror… -lo dijo serio y largó luego la bocanada de humo dibujando un redondel- Mirá, me sale el óvalo de Ford -se jactó señalando el humo que con la forma deseada flotaba sobre el auto. - He dejado el cigarrillo, porque era malo para mis cuerdas vocales, pero en mis buenos tiempos podía formar varios anillos de humo en una sola bocanada. - Hacer círculos es más fácil, los óvalos son otra cosa. 59
  • 60. - Agradece que no quiero enviciar mis pulmones, que de otro modo, ya te enseñaría yo lo que es un óvalo. - ¿Sabes cuántos Ford Falcon se hicieron acá desde 1963 hasta 1991? - Ni idea. - 494.209. El último, verde clarito, el 10 de septiembre de 1991. - ¿Y cómo es que se te ha dado por saber todo eso? - Me gustan los fierros y los primeros juguetes que recuerdo eran herramientas de mi viejo, seguí jugando hasta convertirme en mecánico. - Pensé que eras guitarrista, músico. - No, yo soy mecánico, lo de la guitarra es un pasatiempo. Es más, de no ser porque soy mecánico yo no subiría al escenario, con esta ni con ninguna otra banda. Como guitarrista me cagaría de hambre, no tengo talento, pero como sé que no paso de mediocre me contento con acompañar tratando de no hacerme notar, o sea, disimular mis falencias musicales manteniendo el bajo perfil. - ¿Y trabajas de mecánico? - Por ahora me dedico exclusivamente a este -dijo palmeando el techo del auto-, por lo que dure este asunto de la banda. Son como unas vacaciones, cuando pase vuelvo al taller de mi viejo. Somos una familia de mecánicos, y nos especializamos en Ford, este es mío, mi primer auto. - Entonces, tú estás en la banda por el auto. - No pueden existir los del Falcon Verde sin un Falcon Verde. - Supongo que no. - Lo compré en un remate hace cinco años, cuando cumplí los veinte, y no lo pagué barato. Por lo que dicen los papeles tuvo un único dueño antes que yo, un 60
  • 61. tal Juan Pérez. Estaba medio mal de motor pero muy bien de todo lo demás, casi no tuve que hacerle nada. - No, si se ve que ha sido bien cuidado, no lo podrías tener así cual nuevo si ese Juan Pérez lo hubiese maltratado. - No sé si existió Juan Pérez. - Pero… ¿No me has dicho que en los papeles? - En los papeles, creo que únicamente en los papeles. - ¡Oh! ¿Me estás diciendo que este auto es uno de esos? - No digo nada, si es un veterano no está probado. - ¿Un veterano? - Un veterano de guerra, se les dice así a los Falcon que estuvieron en servicio para alguna fuerza armada o de seguridad en los años de plomo. Cuando esos autos salen a remate lo que se busca adquirir es un pedazo de historia, una reliquia, sin importar el estado en que se encuentren, porque generalmente están muy palizeados. - Que no era el caso de este. - No, este fue muy bien preservado. Pero no sé. Digo que Juan Pérez como único dueño me resulta sospechoso, además el día del remate había muchos falconeros y los del Club del Falcon Verde, todos muy interesados. El remate fue peleadísimo, dejé hasta mi último centavo. - Así que hay un Club del Falcon Verde. - Sí, soy miembro desde que el martillero gritó “vendido al señor”, y el señor era yo, entonces se me acercó el tipo contra el que lo estuve peleando, me regaló sus anteojos negros y me dijo "bienvenido al club". - ¿Y cómo es ese club? 61
  • 62. - Silencioso. - Suena como si fuera una secta. - No, es mucho más abierto de lo que parece, un secreto a voces. - Vosotros los argentinos sois rarísimos, me cuesta entenderos. - ¿Por? - Mira, yo no he llegado aquí con las mejores luces. ¡Vamos! ¿Qué digo? De haber estado lúcido no me encontraría fuera de España, pero desde mi llegada todo lo que escucho sobre los 70, que tanto les atormentan, es el discurso del Presidente Kirchner, de las madres de Plaza de Mayo, de las abuelas de Plaza de Mayo, de los organismos de derechos humanos, que es como escuchar al Juez Garzón, y la prensa que elogia esa postura sin que surjan cuestionamientos de parte de la gente. - Sí. ¿Y? - Y que cuando pensaba que en Argentina estaban todos contestes respecto al pasado, aparezco en medio de ustedes, y me termino preguntando cómo serán las cosas en este país. - Complicadas, Rafi, las cosas en mi país son complicadas. La charla tomó luego rumbos intrascendentes, datos técnicos del Falcon, que lejos de interesarme me arrancaban bostezos. ¡Vamos!, que era volver sobre lo mismo divagando por el mero pasar del tiempo hasta en los monosílabos de mis aburridas contestaciones, dichas, sólo para acompañar la voz de Marcos disimulando el monólogo. Al rato decidí enfrentar mis pesadillas retornando al cuarto y tendiendo la cama para echarme a dormir. Hundí otra vez la cabeza en la almohada, llevándome mi 62
  • 63. determinación -esa vez sí- a un sueño profundo y plácido sin interrupciones de ninguna especie. 63
  • 64. OÍDO ABSOLUTO Desperté cuando el sol se alejaba por el oeste y la casa era todo barullo. Desde el preciso instante en que puse los pies fuera de la cama, aunque iba de coronilla, supe que ya no habría descanso. Un gentío deambulaba sin orden aparente y me encontré, al trasponer el umbral al pasillo, en medio del frenesí. La música a muy alto volumen provenía del cuarto de Antonio, sitio al que entraba Fernando con una toalla a la cintura por única vestimenta y ensayando pasos de baile. Al fondo, cerca del garaje, permanecía David discutiendo con una bella mujer. Agustín, el cantante de la banda, se asomaba haciendo ejercicios vocales y tapándose alternadamente uno u otro oído. Sin duda impulsado por el remordimiento de su conciencia, Diego se acercó en cuanto me vio y tratando de mostrarse complaciente conmigo dijo: - ¿Descansaste Rafael? - Sí -le respondí, todavía molesto por las risas burlonas que había dedicado a mi desgracia. - David ya se está encargando de recuperarte los documentos. - Bueno - Me iba a bañar ahora, pero si te querés bañar vos te dejo el lugar. - No chaval, ve tú, que yo lo haré después cuando vea qué ropa he de ponerme - Yo te puedo prestar, somos más o menos de la misma talla, mis remeras te tienen que ir bien. 64
  • 65. - Te lo agradezco, Diego. Pero vete nomás a lavarte, que yo aprovecharé para hablar con David. - ¿Seguís enojado conmigo Rafi? -decía "Rafi" enfáticamente, para que no me pasara desapercibido que no me llamaba "Gallego". - No -mentí por cortesía, y porque al menos el chaval estaba haciendo esfuerzo de caerme bien-, no estoy enojado contigo, pero vete antes que empieces a reír y me entren ganas de darte un ostión. Diego Magliani llevaba en los ojos la picardía de un ladrón napolitano, no le pregunté pero supongo que de allí provenía su familia, hay rasgos que pronuncian la herencia a los gritos. Alzó sus manos en señal de no querer problemas, bajó la vista y se fue sin más. Caminé hacia David observando las buenas dimensiones de la rubia con la que discutía. Dudaba entre interrumpir, para averiguar qué sabía de mis documentos, o quedarme viendo a esa mujer hasta que se fuera. Verán, no quiero que me malinterpreten, yo tenía mi corazón en España, en las pantuflas mismas que servían de consuelo a mi amada, pero mis ojos seguían conmigo, cumpliendo con la natural función de ver. ¡Y había que verla! Una hembra que alteraba los cojones. La música empezó a sonar más fuerte, con ritmo pegadizo, contagioso, de fiesta. Miré de soslayo al interior de la sala, y en ese ensayo, a excepción de Marcos y Diego, no faltaba nadie. Seguramente Marcos estaba en el garaje y Diego se encaminaba a bañarse. Volví la vista al pasillo, la rubia escuchaba explicaciones de David con postura tan amenazante como seductora. De abajo para arriba verla causaba verdadero deleite. Las botitas de gamuza, y el pie derecho golpeteando el piso con la media suela sin despegar el taco del suelo, el ajustado calce del pantalón insinuando unas piernas de ensueño, las nalgas otorgándole al jean el privilegio de amoldarse a ellas, las manos en la estrecha cintura, 65
  • 66. los brazos a modo de jarro, los pechos marcando la caída a la camisa de seda, el cabello ondulado deslizándose sobre los hombros, y el bello perfil de su cara manantial de una mirada que, aunque destinada a otro, se percibía intensa hasta la ferocidad. Tal como la cuento, y todavía más preciosa ¡Para calentarse de verla! Claro que, en ese mismo instante, con la música subiendo y yo ahí contemplándola, una de sus manos dejó la cintura y fue a estrellarse contra la cara del pobre David. Nunca he visto cachetada que entrase con tanta violencia, con tanta precisión, ni con tanta autoridad como aquella. ¡Uh! ¡Qué carácter del demonio la rubia! Así es que, un tanto acobardado entré con urgencia a la sala. No fuera cosa que por mirón ligara yo también alguno de sus cachetazos. Apenas entré en la sala me quedé refugiado de espaldas a la pared, al costado de la puerta; no era cuestión de obstruir el paso si es que la rubia quería seguir repartiendo. Los muchachos tocaban con alegre y creciente entusiasmo. La música brotaba y ellos parecían bailar con sus instrumentos. A Femando Hamal la toalla se le había desprendido y pendía enganchada de una saliente en el asiento de la batería, creo que no llegó a darse cuenta que estaba en pelotas reconcentrado como se lo veía en batir el parche. El único vestido correctamente era Antonio Faull, que daba la impresión de estar allí con sus notas ininterrumpidamente desde que lo viera en la madrugada. Aunque de espalda a los demás, Antonio era el que dirigía. De tanto en tanto daba vuelta la cabeza haciendo alguna indicación. Si sus facciones huesudas le otorgaban un aire a desvalido, y ciertamente no podía esperarse fortaleza física en su cuerpo de tísico, el carácter correspondía al de un iluminado. Los demás permanecían atentos a sus mímicas observaciones. El bien parecido Agustín, siempre pulcro, casi esperando posar para la foto, tenía un papel en la mano y aguardaba entre César y Carlos Bagliesso. El 66
  • 67. ritmo era vibrante, divertido y contagioso, tal como lo definirían más tarde: la música perfecta para un aviso publicitario. Repentinamente Antonio dejó de tocar y se da vuelta haciendo un gesto abrupto con la mano. De inmediato la música se detuvo. Con cara de ver la rana, y aunque acataron la indicación, los otros cuatro músicos se miraron consternados; entonces Antonio, los ojos puestos en mí, dice: - En el zapato tenés alguna porquería que hace ruido. Quedé confundido. - Debe ser una piedrita incrustada en la suela, hace un ruido desagradable que me distrae -aclaró. Les aseguro que la música allí tenía volumen como para tapar cualquier cosa, además yo movía los pies sin mucha alharaca. A mitad de camino entre el escepticismo y el temor reverencial, levanté el pie que me indicaba con su índice y observando la suela di con el mínimo fragmento de vidrio que estaba allí clavado. Lo quité sin decir palabra y lo exhibí en mis dedos cual si fuera la prueba de un milagro. - Oído absoluto -se festejó Antonio. - ¡Qué hijo de puta! -Celebró César Carnovali admirándose por la agudeza auditiva del tecladista. Rieron y yo permanecí con la boca abierta contemplando el insignificante pedacito de vidrio, que vaya uno a saber qué tiempo llevaba en mi suela. "Un, dos, tres, ¡va!", dijo 67