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La gratitud de la fiera
Un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de su amo, escapó al bosque. Se llamaba
Androcles.
Buscando refugio seguro, encontró una cueva. A la débil luz que llegaba del exterior, el muchacho
descubrió un soberbio león. Se lamía la pata derecha y rugía de vez en cuando. Androcles, sin sentir
temor, se dijo:
- Este pobre animal debe estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí para
que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, vamos…
- Así, hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y tanteó su herida hasta
encontrar una flecha profundamente clavada. Se la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca.
Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva. Hasta que Androcles, creyendo que
ya no le buscarían se decidió a salir. Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron
sobre él y le llevaron prisionero al circo.
Pasados unos días, fue sacado de su pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes
ansiosas de contemplar la lucha.
Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De pronto, con un espantoso rugido,
la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su cabezota contra el cuerpo del
esclavo.
- ¡Sublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo, pues ha sojuzgado a la fiera! -gritaron los
espectadores.
El emperador ordenó que el esclavo fuera puesto en libertad. Lo que todos ignoraron fue que
Androcles no poseía ningún poder especial y que lo ocurrido no era sino la demostración de la
gratitud del animal…
LA PEQUEÑA LUCIÉRNAGA
Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un gigantesco lampati,
uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia. Cada noche, cuando todo se volvía
oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar de un cercano río, todas las luciérnagas salían
del árbol para mostrar al mundo sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus
luces, bailando al son de una música inventada para crear un sinfín de centelleos luminosos más
resplandeciente que cualquier espectáculo de fuegos artificiales.
Pero entre todas las luciérnagas del lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba
salir a volar.
- No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días la pequeña luciérnaga-. Id vosotros
que yo estoy muy bien aquí en casita.
Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban con ilusión la llegada del
anochecer para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por
qué la pequeña luciérnaga no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había
manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba.
-¡Que no quiero salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados!
Toda la colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña compañera.
-Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que siempre se quede sola en
casa sin salir con nosotros.
-No te preocupes, mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a
volar con nosotros.
Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga seguía encerrada en su cuarto.
Una noche, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le
acercó y le preguntó con mucha delicadeza:
-¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres venir nunca con nosotros a brillar en la
oscuridad?
-Es que no me gusta volar-, respondió la pequeña luciérnaga.
-Pero, ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga.
-Pues… -explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca podré brillar
tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su lado no soy nada. Soy tan
diminuta que en comparación parezco una simple chispita. Por eso siempre me quedo en casa,
porque nunca podré brillar tanto como la luna.
La abuela había escuchado con atención las razones de su nieta, y le contestó:
-¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería saber y, visto lo visto, desconoces. Si al
menos salieras de vez en cuando, lo habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el
árbol, pues no lo sabes.
-¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la pequeña luciérnaga.
-Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches -le contestó la abuela-. La
luna es tan variable que cada día es diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como
una pelota, y brilla sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo
desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras.
-¿De veras hay noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña luciérnaga.
-Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A veces crece y a veces se hace
pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja y otras en las que desaparece detrás de las
nubes. En cambio tú, mi niña, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu
propia luz.
La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento. Nunca se había imaginado
que la luna pudiese cambiar y que brillase o se escondiese según los días.
Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus
amigos. Así fue como nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y
por tanto, cada uno debe brillar con su propia luz.
Me gusta como soy
Había una vez, un chico que tenía el pelo color blanco, pero blanco-blanquísimo,
como la nieve, como la crema, como el algodón. Nació un día de sol brillante. Los
papás estaban tan contentos que no dejaban de sonreír, y a todos les comentaban
emocionados, lo hermoso que era su bebé.
Cuando salieron del sanatorio, los rayos de
sol iluminaron la cabeza de Ezequiel, y la
mamá le dijo al papá
- Mirá, parece un angelito
- Sí, es el bebé más lindo, del mundo-
contestó radiante, el papá.
Así creció Ezequiel, contento, querido y orgulloso de su pelo blanco, blanquísimo.
Vivió en el campo hasta que tuvo 5 años, allí se crío jugando con los animales,
alimentando a las gallinas y sus pollitos, hasta aprendió a andar en un caballito, que el
papá le regaló, especialmente para él, al que le puso de nombre Petiso, y se convirtió
en su mejor amigo.
Una noche llena de estrellas, Ezequiel escuchó que los papás conversaban en la
galería de la entrada de su casa. Se acercó despacito porque los notó preocupados,
al verlo los papas le dijeron que era muy tarde y debía ir a dormir. Ezequiel queda tan
intrigado, que se escondió detrás de la puerta para escuchar. !!! Que sorpresa se llevo
¡!!!!. Los papas estaban hablando de mudarse, ¿ mudarse? ¡SÍ! Ir a vivir a otra casa,
nada más ni nada menos que a la ciudad, y todo el asunto era porque Ezequiel tenía
que empezar a ir a la escuela, y por allí donde vivían no había ninguna cerca. ¡QUE
ALEGRÍA ¡ conocer la ciudad tener nuevos amigos, eso si que parecía divertido. Así
fue que juntaron sus cosas y se mudaron a una linda casita en la ciudad que quedaba
muy cerquita de una hermosa escuela con sus paredes pintadas con dibujos que
habían hecho los chicos junto con las maestras.
Ezequiel estaba tan entusiasmado, que no
podía quedarse quieto. Fue con su mamá a
comprar el guardapolvo y los útiles
escolares, él eligió todos con la marca de su
cuadro favorito. Esa noche casi no pudo
dormir, de tan entusiasmado que estaba.
Entonces llego el día tan esperado, ¡el
primer día de clases!. Ezequiel se levanto
muy temprano, contento y nervioso. Se lavo
la cara, los dientes y se peinó su blanco-
blanquísimo pelo blanco. Ese pelo que era
su marca especial en la vida, ese pelo que su mamá acariciaba todas las noches
antes de que se duerma, su hermoso pelo de nieve, como le decía su papá. Llegó a la
escuela junto con sus papás, lo besaron en la entrada, y Ezequiel con paso decidido
se acercó al patio a la fila de primer grado.
Allí se empezó a sentir raro, todos los chicos lo miraban, no solo los de su grado, de
todas las filas los grandes, los chicos, y Ezequiel no entendía porque, quería que lo
tragara la tierra. De pronto un chico se acercó y le dijo
- ¡Oye!, ¿por qué tienes el pelo así?
Ezequiel, no contestó, no sabía que decir, se preguntaba
-¿Así cómo?, ¿lindo como la nieve?.
Ante su silencio todos lo miraron, algunos empezaron a reírse y otros a cargarlo, le
gritaban:
- ¡Cabeza de crema!, ¡cabeza de papel!, ¡cabeza de
azúcar!
Ezequiel miró a su alrededor y de pronto, con espanto
descubrió que, no había ningún chico con el pelo blanco-
blanquísimo como el suyo y parecía que esto les
molestaba a los chicos de la escuela. Lloro en silencio,
como para adentro, ya no le gustaba la escuela, se sentía triste y quería volver a
casa.
La seño los saludo uno a uno con un beso y los llevó hasta el aula de primer grado. El
aula era lindísima, estaba decorada con los nombres de todos los chicos, con dibujos,
letras y números. Pero Ezequiel estaba tan triste que no podía ver lo linda que era su
aula, solo quería llorar y salir corriendo. Se sentó solo, nadie quiso sentarse con él,
porque todos pensaron que su color de pelo lo hacía un chico raro.
Mary Luz, la seño, les dijo que iba a pasar lista, que a medida que los nombrara
fueran parándose al lado de su silla. Mary Luz comenzó – que se paren los altos- los
chicos desorientados se miraron – vamos, dijo la seño, párense los altos- Los chicos
se pararon. La seño siguió diciendo, ahora los petisos, los de pelo color rojo, los que
usan anteojos, los que no usan anteojos, los morochos, los pálidos, los que tengan
aparatos, los de pelo blanco, los de pelo marrón, los que tengan dientes chiquitos, los
de dientes grandes, los que se portan bien, los que se portan mal, los simpáticos, los
tímidos, los charlatanes, los calladitos y así siguió con una lista interminable.
Los chicos no hacían más que pararse, sentarse y
volverse a parar, porque todos, todos, todos, se sentían
nombrados varias veces. Algunos eran bajitos,
charlatanes, de pelo amarillo y a veces se portaban
mal. Otros eran calladitos, altos, de dientes chiquitos y
simpáticos. Todos tuvieron que levantarse tantas veces
que quedaron agotados. Pero faltaba lo último. María
Luz dijo – ahora que se paren, los que quieran
divertirse, los que quieran aprender, los que quieran
hacerse amigos, los que quieran jugar, los que quieran
reírse-
¿Se imaginan lo que pasó?, ¡SIII! Se levantaron todos juntos, gritando
- Yo, yo, yo, yo, seño. Entonces, Mary Luz dijo:
- No importa las diferencias que tengamos, miremos que tenemos en común para así
poder respetarnos y pasarla bien todos juntos. Ezequiel, había dejado de llorar. Otra
vez se sentía contento y con ganas de estar en la escuela. De pronto se acerco un
chico y le pregunto si podía sentarse con él, Ezequiel le contesto que sí. De ahí en
más, lo que conozco de esta historia es que Ezequiel se hizo muchos, muchos
amigos, y otra cosa que me contaron, es que cuando había que actuar de Papá Noel,
siempre lo elegían a él, lo que lo hacía sentirse muy, pero muy orgulloso de haber
nacido con ese pelo blanco- blanquísimo.
El origen de la felicidad
Había una vez un niño que era muy feliz, , aunque no tenía muchos juguetes ni
dinero. Él decía que lo que le hacía feliz era hacer cosas
por los demás, y que eso le daba una sensación genial
en su interior. Pero realmente nadie le creía, y pensaban
que no andaba muy bien de la cabeza. Dedicaba todo el
día a ayudar a los demás, a dar limosna y ayuda a los
más pobres, a cuidar de los animales, y raras veces
hacía nada para sí mismo.
Un día conoció a un famoso médico al que extrañó tanto su caso, que decidió
investigarlo, y con un complejo sistema de cámaras y tubos, pudo grabar lo que
ocurría en su interior. Lo que descubrieron fue sorprendente: cada vez que hacía algo
bueno, un millar de angelitos diminutos aparecían para hacerle cosquillas justo en el
corazón.
Aquello explicó la felicidad del niño, pero el médico siguió estudiando hasta descubrir
que todos tenemos ese millar de angelitos en nuestro interior. La pena es que como
hacemos tan pocas cosas buenas, andan todos aburridos haciendo el vago.
Y así se descubrió en qué consiste la felicidad, y gracias a ese niño todos sabemos
qué hay que hacer para llegar a sentir cosquillitas.
Un granito de arroz
Hace muchísimos años, en un país que no es este, existió una colina que no era como las de
aquí. A los pies de esa colina había una aldea donde sus habitantes no vivían muy felices, y
por eso la colina era gris. La gente se sentía triste sin nunca saber cuál era el motivo de
su tristeza.
Uno de sus habitantes era un niño llamado Fito. A Fito le gustaba mucho ayudar a mamá en
la cocina, pero lo entristecía ver que siempre preparaban lo mismo en casa. Fito sentía que
podía ayudar, pero no descubría cómo hacerlo.
Un buen día, Fito decidió visitar la aldea cercana. Esta aldea no era gris como la suya sino
verde, muy verde. Los aldeanos cruzaban las calles felices, los mayores silbando y los niños
saltando. Caminando por sus calles, Fito descubrió una casita muy bonita. En ella había un
letrero que decía: "Descubre la receta de la felicidad" - Curso de cocina para niños. Fito no lo
dudó y se inscribió.
Fito iba a las clases seguido y era tan aplicado que se memorizó todas las recetas, hasta las
más complicadas. El problema era que al hacerlas, nunca le salían bien. Unas veces se le
quemaba la mantequilla, otras veces se le pasaban las medidas de sal o agua e incluso en
otras el preparado terminaba en un mazacote incomible.
Un buen día Fito se sentó bajo un árbol a la salida del curso. Revisaba su cuaderno de notas
cuando descubrió entre las páginas un granito de arroz. Al querer cogerlo y para su
asombro, el granito de arroz dió un brinco y le dijo así:
-¿Por qué me despiertas? ¡Estaba calentito aquí adentro!
Fito dió un salto. No podía creerlo. ¡Un arroz le estaba hablando!
-Puedes hablar!
-...y cantar y bailar y hacer muchas cosas. Y apuesto a que tú también.
-No. La verdad que nada me sale bien.
Fito regresó a casa y se quedó conversando con el granito de arroz. Ya iba siendo hora de
dormir, cuando finalmente le contó su problema.
-No te preocupes, Fito -le dijo el arroz, brincando de alegría-. Déjamelo a mí.
Al día siguiente, Fito asistió a su curso de cocina ocultando el granito de arroz en subolsillo.
Antes de que se diera cuenta, el arrocito ya se había trepado y escondido detrás de su oreja.
Pero no le dijo una palabra hasta el final de clases:
-Fito, creo que sé lo que te falta. Mañana cuando regresemos te lo diré. Ah, sólo una cosa
más. Piensa qué es lo que más te gusta en la vida, lo que más anhelas y lo que más feliz te
hace.
Fito aceptó. Al día siguiente le contó al arrocito:
-Lo que más me gusta es hacer la comida con mi mamá y anhelo verla feliz, así como sus
canciones me hacen feliz a mi.
-Pues entonces, Fito, cuando estés cocinando, piensa en esas canciones. Siente lo que haces
como sientes esas canciones. Hazlo con el corazón.
En ese momento la clase empezó y con ella Fito a entonar una canción, tarareando su
melodía. En su mente apareció la imagen de mamá cocinando, y en su corazón un
sentimiento de inacabable felicidad. Las manos de Fito se movían por toda la mesa cogiendo
los ingredientes con suavidad pero con destreza y seguridad.
Sus amiguitos de curso estaban asombrados. Un festival de luces de brillantes colores
saltaban por todas partes en la mesa de Fito. Nadie más atinaba a hacia nada. Hasta que
Fito terminó su receta.
El profesor, un Chef muy serio y un poco gordito, se acercó. Con una ceja levantada tomó una
cucharada del plato de Fito y se hizo el silencio.
Una sonrisa de plenitud se dibujo en el rostro del profesor y sus pies se desprendieron
ligeramente del suelo, mientras un luminoso arcoiris se dibujaba en su pecho.
La noticia corrió como un río caudaloso y llegó a la aldea de Fito antes que él regresara de su
clase. Fue recibido como un héroe. Fito se encargó entonces de expandir su arte en la aldea,
que se iluminó a partir de entonces con los brillantes colores del arco iris.
Pero lo que Fito nunca dejó de hacer fue preparar la comida con mamá -la mamá más feliz de
la aldea- en su cocina.
Y fue así como Fito descubrió que para ser y hacer feliz a todos, primero debes estar feliz de
tí mismo, de lo que eres, y de lo que puedes ser capaz de hacer. No importa lo pequeño que
te sientas.
¿Y qué fue del granito de arroz? Bueno, nadie supo nunca más de él. Pero cuando estés
bajo un árbol y te sientas preocupado y confundido, podrías dejar tulibro o tu mochila del
colegio abiertos. A lo mejor encuentres un arrocito dentro al volver a casa...

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Autoconocimiento

  • 1. La gratitud de la fiera Un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de su amo, escapó al bosque. Se llamaba Androcles. Buscando refugio seguro, encontró una cueva. A la débil luz que llegaba del exterior, el muchacho descubrió un soberbio león. Se lamía la pata derecha y rugía de vez en cuando. Androcles, sin sentir temor, se dijo: - Este pobre animal debe estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, vamos… - Así, hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y tanteó su herida hasta encontrar una flecha profundamente clavada. Se la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca. Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva. Hasta que Androcles, creyendo que ya no le buscarían se decidió a salir. Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron sobre él y le llevaron prisionero al circo. Pasados unos días, fue sacado de su pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de contemplar la lucha. Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De pronto, con un espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su cabezota contra el cuerpo del esclavo. - ¡Sublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo, pues ha sojuzgado a la fiera! -gritaron los espectadores. El emperador ordenó que el esclavo fuera puesto en libertad. Lo que todos ignoraron fue que Androcles no poseía ningún poder especial y que lo ocurrido no era sino la demostración de la gratitud del animal… LA PEQUEÑA LUCIÉRNAGA Había una vez una comunidad de luciérnagas que habitaba el interior de un gigantesco lampati, uno de los árboles más majestuosos y antiguos de Tailandia. Cada noche, cuando todo se volvía oscuro y apenas se escuchaba el leve murmurar de un cercano río, todas las luciérnagas salían del árbol para mostrar al mundo sus maravillosos destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces, bailando al son de una música inventada para crear un sinfín de centelleos luminosos más resplandeciente que cualquier espectáculo de fuegos artificiales. Pero entre todas las luciérnagas del lampati había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar. - No, hoy tampoco quiero salir a volar -decía todos los días la pequeña luciérnaga-. Id vosotros que yo estoy muy bien aquí en casita.
  • 2. Tanto sus padres como sus abuelos, hermanos y amigos esperaban con ilusión la llegada del anochecer para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se divertían tanto que no comprendían por qué la pequeña luciérnaga no les quería acompañar. Le insistían una y otra vez, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba. -¡Que no quiero salir afuera! -repetía una y otra vez-. ¡Mira que sois pesados! Toda la colonia de luciérnagas estaba muy preocupada por su pequeña compañera. -Tenemos que hacer algo -se quejaba su madre-. No puede ser que siempre se quede sola en casa sin salir con nosotros. -No te preocupes, mujer -la consolaba el padre-. Ya verás como cualquier día de estos sale a volar con nosotros. Pero los días pasaban y pasaban y la pequeña luciérnaga seguía encerrada en su cuarto. Una noche, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela de la pequeña se le acercó y le preguntó con mucha delicadeza: -¿Qué es lo que ocurre, mi pequeña? ¿Por qué no quieres venir nunca con nosotros a brillar en la oscuridad? -Es que no me gusta volar-, respondió la pequeña luciérnaga. -Pero, ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu maravillosa luz? -insistió la abuela luciérnaga. -Pues… -explicó al fin la pequeña luciérnaga-. Es que para qué voy a salir si nunca podré brillar tanto como la luna. La luna es grande, y muy brillante, y yo a su lado no soy nada. Soy tan diminuta que en comparación parezco una simple chispita. Por eso siempre me quedo en casa, porque nunca podré brillar tanto como la luna. La abuela había escuchado con atención las razones de su nieta, y le contestó: -¡Ay, mi niña! hay una cosa de la luna que debería saber y, visto lo visto, desconoces. Si al menos salieras de vez en cuando, lo habrías descubierto, pero como siempre te quedas en el árbol, pues no lo sabes. -¿Qué es lo que he de saber y no sé? -preguntó con impaciencia la pequeña luciérnaga. -Tienes que saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches -le contestó la abuela-. La luna es tan variable que cada día es diferente. Hay días en los que es grande y majestuosa como una pelota, y brilla sin cesar en el cielo. Pero hay otros días en los que se esconde, su brillo desaparece y el mundo se queda completamente a oscuras. -¿De veras hay noches en las que la luna no sale? -preguntó sorprendida la pequeña luciérnaga. -Así es -le confirmó la abuela. La luna es muy cambiante. A veces crece y a veces se hace pequeñita. Hay noches en las que es grande y roja y otras en las que desaparece detrás de las nubes. En cambio tú, mi niña, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz. La pequeña luciérnaga estaba asombrada ante tal descubrimiento. Nunca se había imaginado que la luna pudiese cambiar y que brillase o se escondiese según los días.
  • 3. Y a partir de aquel día, la pequeña luciérnaga decidió salir a volar y a bailar con su familia y sus amigos. Así fue como nuestra pequeña amiguita aprendió que cada uno tiene sus cualidades y por tanto, cada uno debe brillar con su propia luz. Me gusta como soy Había una vez, un chico que tenía el pelo color blanco, pero blanco-blanquísimo, como la nieve, como la crema, como el algodón. Nació un día de sol brillante. Los papás estaban tan contentos que no dejaban de sonreír, y a todos les comentaban emocionados, lo hermoso que era su bebé. Cuando salieron del sanatorio, los rayos de sol iluminaron la cabeza de Ezequiel, y la mamá le dijo al papá - Mirá, parece un angelito - Sí, es el bebé más lindo, del mundo- contestó radiante, el papá. Así creció Ezequiel, contento, querido y orgulloso de su pelo blanco, blanquísimo. Vivió en el campo hasta que tuvo 5 años, allí se crío jugando con los animales, alimentando a las gallinas y sus pollitos, hasta aprendió a andar en un caballito, que el papá le regaló, especialmente para él, al que le puso de nombre Petiso, y se convirtió en su mejor amigo. Una noche llena de estrellas, Ezequiel escuchó que los papás conversaban en la galería de la entrada de su casa. Se acercó despacito porque los notó preocupados, al verlo los papas le dijeron que era muy tarde y debía ir a dormir. Ezequiel queda tan intrigado, que se escondió detrás de la puerta para escuchar. !!! Que sorpresa se llevo ¡!!!!. Los papas estaban hablando de mudarse, ¿ mudarse? ¡SÍ! Ir a vivir a otra casa, nada más ni nada menos que a la ciudad, y todo el asunto era porque Ezequiel tenía que empezar a ir a la escuela, y por allí donde vivían no había ninguna cerca. ¡QUE ALEGRÍA ¡ conocer la ciudad tener nuevos amigos, eso si que parecía divertido. Así fue que juntaron sus cosas y se mudaron a una linda casita en la ciudad que quedaba muy cerquita de una hermosa escuela con sus paredes pintadas con dibujos que habían hecho los chicos junto con las maestras.
  • 4. Ezequiel estaba tan entusiasmado, que no podía quedarse quieto. Fue con su mamá a comprar el guardapolvo y los útiles escolares, él eligió todos con la marca de su cuadro favorito. Esa noche casi no pudo dormir, de tan entusiasmado que estaba. Entonces llego el día tan esperado, ¡el primer día de clases!. Ezequiel se levanto muy temprano, contento y nervioso. Se lavo la cara, los dientes y se peinó su blanco- blanquísimo pelo blanco. Ese pelo que era su marca especial en la vida, ese pelo que su mamá acariciaba todas las noches antes de que se duerma, su hermoso pelo de nieve, como le decía su papá. Llegó a la escuela junto con sus papás, lo besaron en la entrada, y Ezequiel con paso decidido se acercó al patio a la fila de primer grado. Allí se empezó a sentir raro, todos los chicos lo miraban, no solo los de su grado, de todas las filas los grandes, los chicos, y Ezequiel no entendía porque, quería que lo tragara la tierra. De pronto un chico se acercó y le dijo - ¡Oye!, ¿por qué tienes el pelo así? Ezequiel, no contestó, no sabía que decir, se preguntaba -¿Así cómo?, ¿lindo como la nieve?. Ante su silencio todos lo miraron, algunos empezaron a reírse y otros a cargarlo, le gritaban: - ¡Cabeza de crema!, ¡cabeza de papel!, ¡cabeza de azúcar! Ezequiel miró a su alrededor y de pronto, con espanto descubrió que, no había ningún chico con el pelo blanco- blanquísimo como el suyo y parecía que esto les molestaba a los chicos de la escuela. Lloro en silencio,
  • 5. como para adentro, ya no le gustaba la escuela, se sentía triste y quería volver a casa. La seño los saludo uno a uno con un beso y los llevó hasta el aula de primer grado. El aula era lindísima, estaba decorada con los nombres de todos los chicos, con dibujos, letras y números. Pero Ezequiel estaba tan triste que no podía ver lo linda que era su aula, solo quería llorar y salir corriendo. Se sentó solo, nadie quiso sentarse con él, porque todos pensaron que su color de pelo lo hacía un chico raro. Mary Luz, la seño, les dijo que iba a pasar lista, que a medida que los nombrara fueran parándose al lado de su silla. Mary Luz comenzó – que se paren los altos- los chicos desorientados se miraron – vamos, dijo la seño, párense los altos- Los chicos se pararon. La seño siguió diciendo, ahora los petisos, los de pelo color rojo, los que usan anteojos, los que no usan anteojos, los morochos, los pálidos, los que tengan aparatos, los de pelo blanco, los de pelo marrón, los que tengan dientes chiquitos, los de dientes grandes, los que se portan bien, los que se portan mal, los simpáticos, los tímidos, los charlatanes, los calladitos y así siguió con una lista interminable. Los chicos no hacían más que pararse, sentarse y volverse a parar, porque todos, todos, todos, se sentían nombrados varias veces. Algunos eran bajitos, charlatanes, de pelo amarillo y a veces se portaban mal. Otros eran calladitos, altos, de dientes chiquitos y simpáticos. Todos tuvieron que levantarse tantas veces que quedaron agotados. Pero faltaba lo último. María Luz dijo – ahora que se paren, los que quieran divertirse, los que quieran aprender, los que quieran hacerse amigos, los que quieran jugar, los que quieran reírse- ¿Se imaginan lo que pasó?, ¡SIII! Se levantaron todos juntos, gritando - Yo, yo, yo, yo, seño. Entonces, Mary Luz dijo: - No importa las diferencias que tengamos, miremos que tenemos en común para así poder respetarnos y pasarla bien todos juntos. Ezequiel, había dejado de llorar. Otra
  • 6. vez se sentía contento y con ganas de estar en la escuela. De pronto se acerco un chico y le pregunto si podía sentarse con él, Ezequiel le contesto que sí. De ahí en más, lo que conozco de esta historia es que Ezequiel se hizo muchos, muchos amigos, y otra cosa que me contaron, es que cuando había que actuar de Papá Noel, siempre lo elegían a él, lo que lo hacía sentirse muy, pero muy orgulloso de haber nacido con ese pelo blanco- blanquísimo. El origen de la felicidad Había una vez un niño que era muy feliz, , aunque no tenía muchos juguetes ni dinero. Él decía que lo que le hacía feliz era hacer cosas por los demás, y que eso le daba una sensación genial en su interior. Pero realmente nadie le creía, y pensaban que no andaba muy bien de la cabeza. Dedicaba todo el día a ayudar a los demás, a dar limosna y ayuda a los más pobres, a cuidar de los animales, y raras veces hacía nada para sí mismo. Un día conoció a un famoso médico al que extrañó tanto su caso, que decidió investigarlo, y con un complejo sistema de cámaras y tubos, pudo grabar lo que ocurría en su interior. Lo que descubrieron fue sorprendente: cada vez que hacía algo bueno, un millar de angelitos diminutos aparecían para hacerle cosquillas justo en el corazón. Aquello explicó la felicidad del niño, pero el médico siguió estudiando hasta descubrir que todos tenemos ese millar de angelitos en nuestro interior. La pena es que como hacemos tan pocas cosas buenas, andan todos aburridos haciendo el vago. Y así se descubrió en qué consiste la felicidad, y gracias a ese niño todos sabemos qué hay que hacer para llegar a sentir cosquillitas. Un granito de arroz Hace muchísimos años, en un país que no es este, existió una colina que no era como las de aquí. A los pies de esa colina había una aldea donde sus habitantes no vivían muy felices, y por eso la colina era gris. La gente se sentía triste sin nunca saber cuál era el motivo de su tristeza.
  • 7. Uno de sus habitantes era un niño llamado Fito. A Fito le gustaba mucho ayudar a mamá en la cocina, pero lo entristecía ver que siempre preparaban lo mismo en casa. Fito sentía que podía ayudar, pero no descubría cómo hacerlo. Un buen día, Fito decidió visitar la aldea cercana. Esta aldea no era gris como la suya sino verde, muy verde. Los aldeanos cruzaban las calles felices, los mayores silbando y los niños saltando. Caminando por sus calles, Fito descubrió una casita muy bonita. En ella había un letrero que decía: "Descubre la receta de la felicidad" - Curso de cocina para niños. Fito no lo dudó y se inscribió. Fito iba a las clases seguido y era tan aplicado que se memorizó todas las recetas, hasta las más complicadas. El problema era que al hacerlas, nunca le salían bien. Unas veces se le quemaba la mantequilla, otras veces se le pasaban las medidas de sal o agua e incluso en otras el preparado terminaba en un mazacote incomible. Un buen día Fito se sentó bajo un árbol a la salida del curso. Revisaba su cuaderno de notas cuando descubrió entre las páginas un granito de arroz. Al querer cogerlo y para su asombro, el granito de arroz dió un brinco y le dijo así: -¿Por qué me despiertas? ¡Estaba calentito aquí adentro! Fito dió un salto. No podía creerlo. ¡Un arroz le estaba hablando! -Puedes hablar! -...y cantar y bailar y hacer muchas cosas. Y apuesto a que tú también. -No. La verdad que nada me sale bien. Fito regresó a casa y se quedó conversando con el granito de arroz. Ya iba siendo hora de dormir, cuando finalmente le contó su problema. -No te preocupes, Fito -le dijo el arroz, brincando de alegría-. Déjamelo a mí. Al día siguiente, Fito asistió a su curso de cocina ocultando el granito de arroz en subolsillo. Antes de que se diera cuenta, el arrocito ya se había trepado y escondido detrás de su oreja. Pero no le dijo una palabra hasta el final de clases: -Fito, creo que sé lo que te falta. Mañana cuando regresemos te lo diré. Ah, sólo una cosa más. Piensa qué es lo que más te gusta en la vida, lo que más anhelas y lo que más feliz te hace. Fito aceptó. Al día siguiente le contó al arrocito: -Lo que más me gusta es hacer la comida con mi mamá y anhelo verla feliz, así como sus canciones me hacen feliz a mi.
  • 8. -Pues entonces, Fito, cuando estés cocinando, piensa en esas canciones. Siente lo que haces como sientes esas canciones. Hazlo con el corazón. En ese momento la clase empezó y con ella Fito a entonar una canción, tarareando su melodía. En su mente apareció la imagen de mamá cocinando, y en su corazón un sentimiento de inacabable felicidad. Las manos de Fito se movían por toda la mesa cogiendo los ingredientes con suavidad pero con destreza y seguridad. Sus amiguitos de curso estaban asombrados. Un festival de luces de brillantes colores saltaban por todas partes en la mesa de Fito. Nadie más atinaba a hacia nada. Hasta que Fito terminó su receta. El profesor, un Chef muy serio y un poco gordito, se acercó. Con una ceja levantada tomó una cucharada del plato de Fito y se hizo el silencio. Una sonrisa de plenitud se dibujo en el rostro del profesor y sus pies se desprendieron ligeramente del suelo, mientras un luminoso arcoiris se dibujaba en su pecho. La noticia corrió como un río caudaloso y llegó a la aldea de Fito antes que él regresara de su clase. Fue recibido como un héroe. Fito se encargó entonces de expandir su arte en la aldea, que se iluminó a partir de entonces con los brillantes colores del arco iris. Pero lo que Fito nunca dejó de hacer fue preparar la comida con mamá -la mamá más feliz de la aldea- en su cocina. Y fue así como Fito descubrió que para ser y hacer feliz a todos, primero debes estar feliz de tí mismo, de lo que eres, y de lo que puedes ser capaz de hacer. No importa lo pequeño que te sientas. ¿Y qué fue del granito de arroz? Bueno, nadie supo nunca más de él. Pero cuando estés bajo un árbol y te sientas preocupado y confundido, podrías dejar tulibro o tu mochila del colegio abiertos. A lo mejor encuentres un arrocito dentro al volver a casa...