Este documento presenta la historia de Alexander Berkel, un hombre condenado a vivir en las sombras debido a un crimen que no cometió. Alexander tiene la habilidad de transmitir mala suerte a otros con solo tocarlos. En la noche descrita, Alexander sigue a un hombre en el tranvía con la intención de transmitirle su mala suerte. Sin embargo, en el último momento siente remordimiento por sus acciones.

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OCTUBRE 2015
(DOS MESES ANTES DEL FENÓMENO)
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Ciudad Fortuna es enigmática, fascinante, fabulosa e inolvidable; co-
mienzo de relatos imperecederos y consumación de porvenires inenarra-
bles. Es la amalgama de lo conocido y lo insospechado, lo deseado y lo
detestado, lo amado y lo odiado. Constituye el término de infinitos tra-
yectos, el destino de la suerte y el hado de la ventura.
Sus lugares albergan fortunas conectadas. El interior de sus gentes
palpita con cadencias acompasadas. Se añoran afectos. Se temen verda-
des. En la superficie, se sigue un orden establecido. En lo profundo, se
tienta a la estoica desventura.
En el otoño del año quince, las fronteras se quiebran. Los horizontes se
desdibujan. Y una oscuridad ignota, pero imparable, envuelve la ciudad.
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Alexander Berkel se guareció en un rincón de penumbra y sintió có-
mo le envolvía un conocido manto de invisibilidad. La vida era irónica,
por no decir sarcástica. Durante casi toda su vida, esa vida anterior que
olvidaba más y más, buscó la soledad y la reserva. Receló de la exposi-
ción. No le gustaba sentirse el centro de atención. El anonimato le apaci-
guaba. Ahora, en cambio, privado de su libertad, se veía obligado a tran-
sitar por la clandestinidad, la ilegalidad y la inmoralidad.
Se ocultaba porque era un proscrito, acusado de un asesinato que no
había cometido. Debía evitar la luz, subsistir en las sombras y guardar
silencio. Así lo había acordado. Había firmado un pacto. Su existencia era
compleja, pero se había acostumbrado. De hecho, había reparado en al-
go: según pasaba el tiempo, el resto del mundo, el mundo normal, dejaba
de verle. Para la gente afortunada, esos que le rodeaban sin rozarle, él no
era más que una mera presencia en la que no se fijaban.
En el fondo, no le quedaba más remedio que asumir ese sendero de
penumbra e invisibilidad. No existía alternativa para alguien de su calaña.
Nació maldito. De niño, lo intuyó: una oscuridad etérea le acompañaba.

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En su juventud, lo confirmó. Hoy, resignado, tendía a pensar que un
hombre con su mácula nunca hubiera podido evitar lo ocurrido. Se con-
solaba de esa manera. A la vez, una voz dentro de él le susurraba que, tal
vez, con mejor tino, sí le hubiera podido ir mejor. Ya nunca lo sabría.
Pudo haber habitado la luminosidad, igual que toda esa gente que ya
no le veía y de la que se cuidaba. Pudo haber sido uno de ellos. Pudo ha-
berlo logrado. No obstante, si la vida era sarcástica, la suerte lo era aún
más, en especial con un portador del infortunio. La suerte tenía incisivas
aristas con las que era sencillo lastimarse. Alexander había renegado de
ella muchos años. Pensaba que si la desterraba de sus pensamientos y la
rehuía, la suerte no se acordaría de él. ¡Cuánto se equivocaba!
Una vez, un hombre bueno y sabio le recordó el primer dogma, “La
suerte ni se crea ni se destruye”, y le conminó a aceptar su realidad. Él se
resistió.
Esa noche de otoño, a bordo del tranvía, Alexander se disponía a
aprovecharse de las aristas de la suerte para aplicar su infortunio a un
pobre infeliz.
El tranvía era uno de los últimos de la jornada. Iba poco concurrido.
Al subirse al vagón, había localizado un discreto asiento en la parte trase-
ra, bajo una bombilla rota. Desde ahí, podía observar al infeliz al que iba
a arrebatar una pizca de lo más valioso: un hombre de treinta y tantos,
desmejorado para su edad, con una ceja partida y una chaqueta gastada
por los lavados. Había analizado sus horarios para planear el crimen, esa
deshonra que solo aquellos como él eran capaces de perpetrar.
El tranvía se dirigía a la parada donde, como era su costumbre, el de
la ceja partida se apearía. Alexander sufrió una aguda punzada en algún
lugar de su torturada conciencia. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿En quién se
había convertido?
El convoy se detuvo. El de la ceja partida se levantó y fue hacia la sa-
lida. Alexander le siguió. Durante unos instantes muy calculados, ya en la
calle vacía, se recluyó en una burbuja irreal, en la que el resto del univer-
so ni existía ni importaba. Moldeó el aire con su mano izquierda. Reunía
su energía, su mal fario. El tipo caminaba incauto, unos pocos pasos de-
lante de él. Cuando estuvo listo, sin nadie alrededor, Alexander se acercó,
contuvo la respiración, concentró su nociva esencia, fingió un leve tro-
piezo y posó la mano izquierda sobre la espalda del incauto. Notó cómo

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una fuerza que solo él percibía se transmitía al de la ceja partida. Murmu-
ró una excusa inaudible y se alejó de allí.
No hubo testigos. La ciudad dormía. Ya era miércoles. Mercurio no
se avistaba en el cielo. Estaba en algún sitio, mas no se dejaba ver, como
Alexander.
Alexander Berkel era un gafe, uno que acababa de echar mal de ojo.
Habían transcurrido más de trece meses desde “La noche escarlata”.