1. Emilia
Eran cerca de las 12 de la noche. Estaban sentados con sus espaldas apoyadas en la columna de la
autopista que les pasaba por encima a unos cuantos metros de altura. Nadie se percataba que estaban allí.
La estaban esperando. El Polaco, que había conseguido un reloj, miraba a cada rato la hora. Estaba
preocupado, aunque no decía nada. En eso llegó. No los miró, se arrodilló frente a ellos, abrió la bolsa que
traía y repartió latas de Coca Cola y unos paquetes de papas fritas. Todos notaron que tenía un ojo hinchado
y la boca partida, pero nadie dijo palabra.
Ella agarró sus cosas y se sentó al lado de El Polaco y le convidó de su lata. El tomó mientras la
abrazaba.
Habían pasado unas dos horas y todos se levantaron. Algunos se fueron a dormir a los colchones que
habían arrimado a una caseta que había sido del peaje. Otros empezaron a caminar, todos juntos en
principio, después se fueron separando en distintas esquinas. El Polaco iba con su perro. Miró a Emilia y le
dijo que en dos horas se reencontraban ahí. Ella asintió con la cabeza y apoyó su pierna en la pared. Él
continuó caminando, el perro le seguía los pasos. Quiso darse vuelta aunque no lo hizo, era demasiado
orgulloso para eso. A ella, en cambio, no le importaba demostrarle sus sentimientos: lo siguió con la mirada
hasta que le dio la vista. Después la visión se le enturbió, se secó con la manga del buzo y subió a la
camioneta que estacionó en el cordón.
Transcurrieron las dos horas. El Polaco fue a la esquina en la que la había dejado y prendió un
cigarrillo. Espantaba al perro tirándole las cenizas. Se pararon dos chicos más. Se pasaban el cigarrillo y
pitaban un poco cada uno mientras miraban para todos lados. El Polaco empezó a mirar el reloj y a caminar.
Se tropezó con el perro, de la patada que le dio casi lo mata contra la pared. Los tres se quedaron mirándola
fijamente. En esa pared había estampada una silueta. Sus caras de asombro y de susto no podrían
describirse con exactitud. Uno de ellos agarró fuerte del cuello al perro, el otro cayó de rodillas. El Polaco dio
la última pitada y tiró el cigarrillo. Se acercó y la tocó. La recorrió con sus dedos, se pegó a ella. Después
retrocedió y la observó desde el cordón. Podría jurar que era el contorno de Emilia. Los otros dos lloraban. El
Polaco los agarró del brazo y les hizo una seña con la cabeza para irse.
En el camino uno de ellos le dijo:
- Che, Polaco, era la Emi, como la virgen esa de la iglesia del otro barrio que apareció estampada en
un vidrio ¿te acordás?
- Si, me acuerdo. En una pared, no en un vidrio.
- ¿Dios la habrá llamado?
- No seas boludo, en cualquier momento la Emi aparece.