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El beso
De todas maneras, Exequiel Pantoja y Pantoja, hizo referencia su brutal crimen. Sucedió en
Campoalegre. Una noche, después de terminar su jornada laboral, llegó a casa de Brteelejalde
Casimiro Hidalgo e Hidalgo. Una cuestión de rutina. Era normal la visita protocolaria. Desde hace
seis años, lo hacía.
Entró a la casa, utilizando los duplicados de llaves que le había entregado Casimiro. Un protocolo
que comprometía el fervor sexual de los dos. Se habían conocido en ciudad Críspela. Desde muy
niños iniciaron una entrega pasional. Absoluta. En su infancia, todo les fue permitido; por la vía de
reivindicar el libre desarrollo de la personalidad. Como estipula la Carta Magna. Desafiaron a las
autoridades escolares. Una expresión de ensueño era su búsqueda constante.
Los domingos iban a misa, en el horario y la práctica ortodoxos. Un ensimismamiento hermoso.
Cogidos de la mano, atravesaban la nave central; desafiando las miradas y las expresiones de
repudio de todos los cartujos y todas las cartujas del barrio. El párroco de la capilla, había advertido
a Monseñor Capuleto Velásquez Saldarriaga. Inclusive, el pasado Gran Viernes de Pasión, monseñor
estuvo en la iglesita. Desenvolvió el procedimiento acordado desde el Vaticano. En términos de
ejercer una rabia flagelante, inquisidora. Convocando a los fieles y las fieles a realizar exterminio
sobre aquellos y aquellas que vulneraran, con sus miserables procedimientos, la Santa Autoridad
de El Crucificado Mayor. Avaló, incluso la posibilidad de la lapidación y el linchamiento a esos y esas
que se atrevieran a flagelar al Divino Rostro del Dios Único Envolvente en la Esperanza Grata.
Para ellos no había ningún afán. El desafío iba de largo aliento. Podían más sus ansias y sus
escarceos sexuales, que cualquier mandato, por divino que pareciere. Cada uno, por su lado,
asumió el reto. No dejaron que sus familias impidiesen su amorío. Cada semana, los jueves, salían
al campo. Caminaban varios kilómetros, hasta llegar al charquito de aguas limpias. Se bañaban, se
tenían en larguísimo tiempo. Comían la merienda que habían empacado desde la noche anterior
mamá Altagracia y mamá Sara.
En la empresa donde laboraban los dos, era común algunas sandeces, por parte de algunos de sus
compañeros. Como ese de colocar en sus lockers condones usados, falos adheridos a los anos
pintados. En ocasiones, fueron convocados por la gerente de la compañía, Ernestina del Carmen
Cipagauta Álvarez. Su caso fue llevado, por ella, a la Junta Directiva. Afortunadamente, para ellos y
para la causa, no fueron despedidos, dada la vehemente defensa que hizo el Presidente, de la
Junta Toribio Marmolejo.
Ese sábado tres de abril, Exequiel visitó a Casimiro. Las cosas no iban bien, desde el pasado
martes, cuando Exequiel asistió, coincidialmente, a la escena de Casimiro y el negro Jackson
Olimpia Metaute. Unos afanes de subyugación hermosos. Los dos en el beso de la idolatría
manifiesta, como era conocido esa expresión, entre ellos. Los reclamos fueron absorbidos, por la
vía de reivindicar la “libre elección”, por parte de Casimiro. Un centro de gravedad los aprisionó. Lo
hicieron de manera más apasionada que de costumbre. Cuando descansaban en la cama, después
de bella entrega, Exequiel, rompió una de las copas en que habían bebido. La hendió en la
garganta de Casimiro. Se quedó impávido. Viendo correr la sangre de su amado. Lo acompañó
hasta su desfallecimiento definitivo.
Cerró el cuarto. Salió al escampado que rodeaba la casa. Y luego a la calle. Caminó hasta la casa
de mamá Altagracia. Entró, casi de manera subrepticia. Se instaló en su cuarto. No supo cuánto
tempo durmió. Lo que si supo y vio, fue la impresionante sombra de Casimiro, que se erguía cada
vez más. Corrió hasta su baño. Trató de cerrar la puerta. Pero la sombra pudo más. Rompió la
Puerta, cargó a Exequiel y lo lanzó contra el espejo. Clavó cada una de las astillas en todo su
cuerpo... Todo se hizo obscuridad absoluta.
Exequiel todavía ronda por todo el barrio. Aquí y allá, grita palabras relacionadas con su amante.
Con fuerza brutal, destroza todas las puertas…desaparece casi al límite de la desaparición de la
Luna y la llegada del Sol. Y, así será, por siempre.
Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo
Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la
ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde
antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente.
Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e
inhóspita, por lo bajo.
Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la
simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida
como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando
uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del
entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer
superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la
vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita
del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él trataron de buscar remedio a las afugias heredadas.
Se hicieron al torbellino brusco, insensato.
Y, entre ella y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando aceptación. En este universo
explayado. Con sus sistemas ya definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí.
En lo que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella. Cantándole a los mares. Como
decían otrora; solo cantos de sirena.
Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa Luna, trataron de conocer su
otra cara. Como diciendo que no es posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa
Luna lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado.
Ya, en el pueblito suyo habían comenzado las fiestas. Y se escondieron para que no los incitaran, a
ella y a él a desestimular la alegría que, siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada.
Venciendo la gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y mamá. Fingiendo, en
veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado
Sol, les prohibió avanzar hasta su centro hirviente; milenario.
Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que maduraban constantemente. Para
luego volverse estigmas supurando ese pus malévolo. Ella le rogó que la untara. Para acompañarlo
hasta todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo sí. Y llegaron a ese
sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron solidarios. Cada día, en esa carne viva licuada por el calor
inmenso, como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches, contándose las historias
aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron sujetos y sujetas de la veeduría ampliada. En ese
perímetro primero y último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que eran ya. No en lo
que fueron antes.
Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las cosas y los cuerpos a la orilla
de esa estrella enana que va muriendo. Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes
ampliados. Un ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pasar después.-Patronato e
Inesita del Santísimo Juramento de las Casas, empezaron ese mediodía que separa la vida de la
muerte. Ahí, en esa sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus pústulas. Se
besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se
miraban entre sí. Como en ese espejo no conocido.
Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese parquecito. En su casita color azul
perenne. Y llevaron sus cuerpos. Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la
suma de años y de siglos…simplemente no volvieron.
Un bello hechizo
Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con Anita.
La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su
madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a gozar y a reír.
Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y
giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en guía
suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano taciturno,
prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese
cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a nacer cuando
ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente porque su
madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando a Amatista
madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía. Pintado de
anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con mi
mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba para dar
rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera.
Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre.
Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo
para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus
palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar
que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos.
Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo
rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre
nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores.
Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde
arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el
parque. Más nunca en el aire ensimismado.
Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la
distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas.
Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes. Orgullosas
de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa.
Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El
olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos.
Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras.
Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros
cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo el espacio abierto.
Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de
plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto
celoso. Como fuerza envolvente,
Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como
hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados
que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el
vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de
alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita
mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos
cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal
brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quién.
Sueño Erosionador
Lo que siempre soñó, Verticalisimo Dueñas Hinestroza, se hizo concreción. Desde que lo parió su
mamá Emperatriz Reina Hinestroza Gómez, se hizo a la idea de gobernar. En universo imbuido de
seres acostumbrados a verificar las herencias; por la vía de proclamar vigente el ejército milenario
de notarios del tiempo. Con esas aureolas crecidas y expandidas, por la totalidad de los horizontes.
En una envergadura posesiva, Quedando en vuelo, solo las vivencias cartujas. Como inmensidad
de ideas rotas, por lo mismo que su papá Lucio Xavier Dueñas Ugarte, ya había expelido todo el
odio posible en el entorno palaciego.
Casi siempre, de la mano con su hermanastra Coqueta María Hinestroza, iniciaba el día, con una
caminata por toda la vecindad. Constituida por hombres y mujeres adultos y adultas. No había
niños ni niñas. Solo él. Una manifestación explosiva, cuando no entendía las palabras dispuestas
por ahí. Como meros ecos repetitivos al infinito. Y, en ese mismo afán violento, los caminos se
abrían en puros lodazales. Ella, Coqueta María, asía su mano izquierda. Pretendiendo que no volara
al primer impacto de los vientos de abril y agosto. Porque, en eso de haber soñado lo que en
realidad es, Verticalisimo mostraba una enjundia inusual. Casi como rapacidad venida desde el
límite del tiempo y de la Tierra. Se iba por las nubes gruesas, densas. Exponiendo su mirada al
pálpito del hidrógeno azuzado, prepotente. Como si ya supiera, en ciernes, el poder guardado en su
centro rodeado de electrones y protones en fuerza devastadora.
Cada día iban, en sus paseos empalagosos, atesorando extravíos punzantes. Reteniendo el aire.
Cambiándolo de sitio. Inspirándolo en pleno bullicio de correrías. Desafiando los caballos, en sus
bríos y en la apuesta de conquistar distancias infinitas. Cada día, un afán superaba al otro. En una
nomenclatura escrita con la tinta sangre exprimida a los acorzados unicornios. Unas premisas
decantadas, a partir de codificar los seres. En sus huellas y en sus utopías.
Todo el verdor de los inmensos jardines expuestos al bello Sol, en el día. Y, a la bella Luna, en las
tardes-noches. El maltrato iba fluyendo. A cada recodo, en paralelo, al camino primero; desojaban
los cabellos de las lindas y tempraneras galaxias doncellas. Casi como al galope de los hierros
hendidos en los cuerpecitos. Cada hiriente lance, suponía imprimir su sello. Coqueta María,
imponente, esclava impotente, dirigía el espectáculo del día a día. Y empezaron los sembradíos de
cuerpos tiernos, desollados.
El paso del tiempo fue delineando los surtidores necesarios para recorrer la historia, por parte de
los cabríos sujetos del mismo corte. Como ADN ya pensado desde que explotaron, en hecatombe,
todos los aderezos forjando miríadas de soles, encasillados en estiramientos voraces de las
galaxias. Fuerzas gravitacionales infinitas. En infinitos universos expuestos en perspectivas. En las
lógicas viajeras. Como demostrando que, cada vida cabría en cada postura ígnea.
Y si, entonces, que Dueñas Hinestroza soñó en esa tarde-noche, que gobernaría la historia, desde
el mismo momento en que fue parido. Y mamá Emperatriz Reina fue consciente de eso. Por lo
mismo, en consecuencia, arrulló a su hijito en cunita hecha de hierros calcinados. Y de cuerpos
celestes sin vida. Y, en el hidrógeno condensado, preso en las coloquiales voces; desmirriadas
acezantes. Con energía espuria. Y, en ese crecer incesante, torcido. Contrario a las uniones, los
espasmos y las hecatombes, miradas millones de años luz, hacia atrás.
Se hizo idólatra de sí mismo. El sesgo creciente, lo vivió imprecando a su hermanastra esclava. En
procesos sigilosos. O aspaventosos, según fuese hora o momento. Y la poseyó en la misma franja
entre pasado y presente. En embelesado surco de ella. Hiriente, como el que más. Y, de esa unión
surgieron, otras galaxias minimizadas en brillo y en cuerpos celestes válidos.
Una soñadera burlesca, lacerante. Impropia en lo que esto tiene de las iridiscencias perdidas. En
afanosos y estridente voces licuadas por el viento enfermizo. Expandido por todo lo habido; por
cuenta de este mensajero procaz, vergonzoso.
Relato de un día
Cuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron para llenar
el aire de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las
calles. No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como
testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo
sustancial. Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía
cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y
arena. Un vestido ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a
entender que el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su
erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo
largo de su mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido.
No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese
esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las
mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas.
Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las
otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada.
Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida.
Mirando siempre en derredor. Fijó sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta.
Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz
andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio
Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de
mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que
languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente.
Y de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus
pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad.
Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa
lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día
que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí
absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta.
Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en
mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados,
pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó
su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en
su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, en do mayor,
cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso
de todo el cuerpo erguido, convocante.
Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla.
Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor
a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en
exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus
palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer,
allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos,
azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga.
La cautiva liberada
Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí
mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva
Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo
interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera
diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo
tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación contínua. Pero no como simple
contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces,
se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como
perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo
mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble
tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la
vemos desvertebrada.
Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería
vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo
que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por
temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a
no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.
Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya
vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el
mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita
textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero
distinto entorno.
Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia
efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores
milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de
magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de
la duermevela enquistada.
Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo
estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no
necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí
misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega.
Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz
recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como
blindaje. Para que hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy,
no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto,
hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir.
Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a
la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto
mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo
hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que,
habiendo sido hoy, no lo será mañana.
Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por
verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida.
Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo
que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del
universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.
Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tí lo que serás como guía de quienes
vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano.
O en el entorno que amamos.
Peregrinar
Y sí que me postulé para ser concejal. En este territorio mío que me conoció desde que me crié
Antes, cuando estudié en el bachillerato y pregrado en sociología, no me llamaba, para nada, la
atención, en lo que coloquialmente llaman, la política. Contaba mi madre que,” cuando era joven,
conoció muchas amarguras ante los muertos y muertas en ese cambalache de vida que nos tocó
vivir. Rojos y azules. Para nosotros esos eran los colores. No había otros”. Desde Santander y
Bolívar.” Por mi cuenta me di a la tarea de seguirle la puntica del hilo, para aprender a discernir.
En la escuelita y en el colegio, la historia patria nos fue contada por sujetos que habían sido
preparados para esconder las verdades. No era culpa de ellos y ellas, es cierto. Pero a fe que lo
hacían muy bien. Lo que llaman al pie de la letra. Nos filtraban verdades que no eran verdades.
Que el Generalísimo Santander, llevaba las riendas para hacer las leyes. Que Simón Bolívar fue un
héroe absoluto y que merecía todos los oropeles que pudiese cargar. Según nuestros maestros y
nuestras maestras, Policarpa Salavarrieta no fue heroína. Casi que dicen que era un insumo más.
Que lo suyo era pura logística. En general, las mujeres, solo eran personas de segunda categoría. Y
así lo plasmaron en esa hediondez de texto de historia. De Henao y Arrubla O el Catecismo del
Padre Astete. Toda una aureola perversa para reafirmar al catolicismo como religión oficial.
Mi papá Egnosodin me enseñó, desde muy temprano, a cantar el tango se Agustín Magaldi “Dios
te Salve mi Hijo”. Yo lo entonaba en la escuelita cuando estaba cursando tercero de primaria. Mi
papá había nacido en el municipio de El Bagre en Antioquia. Estuvo, desde muy niño, trabajando
para un señor de nombre Arturo Borrero. En eso que llaman oficios varios. Incluido el de vigilar su
casa, situada en el perímetro urbano. Se casaron, mi mamá y él, cuando ambos tenían dieciséis
años. Después de soportar el asedio del papá de mi mamá, por cuanto Egnosodin preñó a
Nicolasa. Había sucedido, entre los dos, una relación de pura pasión; muy bella por cierto, por lo
que supe. Yo nací, como consecuencia de esa preñez. Después de mucho tiempo, cuando yo tenía
diez años, empecé a vibrar con lo que me iban contando los otros niños. Uno de mis amigos, de
nombre Rolando Vaca, me contó, en uno de esos días que uno dice, puede pasar como anodinos,
que su mamá y su papá habían sido muertos tres años atrás. Sucedió que un grupo de hombres
armados, habían sitiado la casita en la finca. Los hicieron salir. Y, en el plenosol de junio los
fusilaron contra la pared. Rolando quedó solo. Después de un mes de estar andando por ahí, sin
rumbo, fue acogido por la familia Amazará, compuesta por don Eliseo, doña Belarmina y el hijo de
estos, de nombre Aureliano.
Entre tanto, conforme iban pasando los días, meses y años, me fui enterando de otras tropelías
ejercidas contra casi todas las familias. Los agresores se hacían llamar “Ejército Anti Comunista del
Nordeste”. Mi familia y yo tuvimos que abandonar el territorio que tanto amábamos. La situación se
tornó muy agria. Dejamos todo. Mi papá solo tenía cuatro mil pesos producto de la venta de varias
herramientas para la agricultura que le habían sido cedidas por don Arturo Borrero, como pago por
sus servicios.
Llegamos el cuatro de agosto de 1975, al municipio de Yarumal. Allí estuvimos, durante varios
meses, en casa de la familia Monsalve. Don Héctor, el jefe de familia, como se decía antes, había
conocido a un primo de mamá Nicolasa, cuando estuvieron trabajando juntos en el municipio de
Turbo. Nos hicimos, pues, a un cuartico y podíamos transitar por toda la casa y la finquita en la
cual don Héctor y su familia tenía seis vaquitas lecheras.
Un día cualquiera, martes por más señas, llegó a la casa un señor de nombre Ruperto Balasanián.
Era tío de doña Georgina, la esposa de don Héctor. Hablaron por mucho tiempo los tres mayores.
Nunca he podido saber el tema. Lo cierto es que mi papá viajó con don Balasanián con rumbo
desconocido. Mi mamá y yo quedamos con la señora Georgina. Se consolidó, con el paso de los
años, una amistad muy bonita. La señora Georgina tampoco supo lo que pasó. Y, don Héctor,
siguió sus labores; a pesar de sentirse muy preocupado. Esto lo leía en sus ojos.
Hoy, en este tiempo que sigue siendo muy amargo para todos y todas, recuerdo como me hice
sociólogo. Para mí es importante este hecho, ya que me posicioné muy bien en Medellín y Yarumal.
Me separé de mi familia putativa y de mi mamá, para desplazarme a Medellín. Allí vivía un cuñado
de doña Georgina. Ella me relacionó con don Euclides y con su esposa, doña Lorencita. Empecé mi
bachillerato en el Liceo Marco Fidel Suárez. Los fines de semana le ayudaba a don Euclides en la
cobranza de créditos. Tenía, él, un negocito de mercancías ofrecidas en el comercio casa a casa.
Vendía con el 5% de cuota inicial. Lo de más en pagos semanales.
Terminé el bachillerato e inicié la carrera en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. A
pesar de ser una universidad privada, me gané una beca concedida en cesión. Don Romualdo
Espinosa, hermano de la mamá de doña Lorencita. Algo así como entender que este señor
Romualdo era sacristán en la Iglesia Divina Providencia, en el municipio de Abejorral, en Antioquia.
El párroco de dicha iglesia conoció de mi vocación por la solidaridad con los y las demás. Tramitó la
beca con el excelentímo señor rector.
Durante toda la campaña proselitista, tuve muchos inconvenientes Dos fundamentalmente. Las
querellas insinuadas por los otros candidatos. Y, la falta de dinero y padrinos políticos. Yo veía
como se compraban votos. Y como le hablaban de mí a los sufragantes. Diciéndoles que yo era un
subversivo. Todo como consecuencia de mi liderazgo en diferentes obras sociales en Medellín y en
Yarumal.
Conocí, en el entretanto, a varios sacerdotes animadores de la opción política de Camilo Torres
Restrepo. También, más de cerca, a Vicente Mejía, quien trabajaba con las personas que se
ganaban la vida con el reciclaje en el basurero de Moravia. Tenía su asiento, en el barrio Caribe. El
día de las elecciones fue, para mí, un día de mucha congoja. El sábado anterior, mi mamá y yo,
recibimos la noticia de la muerte violenta de mi papá, en el municipio de Liborina. Tal parece que
se trató de una riña callejera. A Egnosodin le habían robado el plante del negocio de venta de
frutas. El ejercía como intermediario. Quienes lo mataron, lo esperaron en la noche, cuando iba a la
casita que había alquilado. Todo por cuenta del hecho que mi papá los había denunciado.
Fui elegido como concejal. De una lista promovida por Don Rosendo Natagaima, liberal que se
había hecho militante del MRL, liderado por Alfonso López Michelsen. Empecé mi nuevo trabajo,
con la pasión que siempre me ha distinguido para enfrentar retos y superarlos.
Este día, estando en la puerta de la alcaldía de Yarumal, departiendo con ex compañeros del Liceo,
se nos acercó un hombre, con la ruana terciada, de tal manera que le tapaba la mitad de su cara;
sacó su revólver y nos atacó a todos. Así, terminó mi vida. Mi última memoria fue para mí mamá
Nicolasa y para doña Georgina.
Moviola
Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona
ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono,
con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en procura de
las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al
pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando
los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío.
Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron
desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario
sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y
Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la
obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los
acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los
territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas
insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los
momentos, en sucesión.
Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo
supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a
enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y
las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella
de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella.
Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la
casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos.
Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor
de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por
alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en
coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a
su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables.
Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los
rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los
códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas,
envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De
la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris.
Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y
vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico.
Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el
día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado
por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas
volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de
alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él,
asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad,
al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.
Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o
grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta
superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se
contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron
distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada
cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada
hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos.
Posibles.
Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo
suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento
de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus
vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con
Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes.
De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus
valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión
nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas,
Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio
pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles
en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los
glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las
contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como
esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a
nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la
más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga.
Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue
perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron
arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda.
Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y
profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a
su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las
hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y
sus ilusiones.
Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto
Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de
la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares.
“Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de
celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda
herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos,
combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.
Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y
saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de
orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la
novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo,
cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.
Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a
opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y,
sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el
cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado,
inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos
como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se
mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.
Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a
reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien
quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano,
ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la
lectura a la que convocaba.
Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la
vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de
potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo
más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como
tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los
mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.
Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este
señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es
como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de
cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo
corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y,
yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.
Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía
apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese
cuerpo ya inerte.
No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito
mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes
pasado, yendo para Palermo.
Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la
puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con
esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted
también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi
aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y
me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su
hermana, de usted, don Ubaldino…”
Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello
Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo.
Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras.
Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al
límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos
conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita
benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y,
henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano
en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje
voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella...
Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido,
casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso,
convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella.
Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. Se
detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria
ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé
absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo
más la invitación a jugar el picaito de todos los días.
Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras,
con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo
conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su
mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto
convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá
trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos
Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que
atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en
Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos.
Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el
bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en
esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del
barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad
automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba
coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda
la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente,
preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con
una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la
educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con
el don de su palabra.
Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá
Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de
coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía
quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para
recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que
gozábamos ellas y yo.
Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese
día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí
muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita yo seguimos
conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto.
Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba
en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica,
preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin
que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente.
Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de
Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en
veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y
por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento
profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían
menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el
pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas.
Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en
la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno
quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La
saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras
personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la
noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había
informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de
un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya
estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el
comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le
pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato.
Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y
Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el
desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar
con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la
universidad puede hablar con ella.”
Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman “preventiva”, mientras cursa
la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco
él pudo verla, ni hablar con ella.
Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para
salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de
Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a
Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio
sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada
pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá
Olegario.
Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos
domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá
Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que
viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y
Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la
pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la
Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín.
Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada
de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue
con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho
menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera
vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente.
Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo.
Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de
“cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no
había pierde.
Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que
golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber
escuchado nada. Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo había sido
revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso.
Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se
ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que
encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera
he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi
espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que
sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el
camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin
conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de
ensoñación cimera.
Conversando con Marielita
En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se hizo icono lo que antes era
solo falso conserje. Le dimos el nombre de lógica, en conexión con lo que entendíamos desde
antes de ser uno, siendo dos. Y volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes eternos, no
vencidos por la historia guerrera libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes.
Como homenaje a África profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de
lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas, imaginadas. Nos
fuimos yendo en lo pendenciero. Por la vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la
brega hecha protesta libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los traidores a la manera
de Caballo de Troya. Y vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo
distanciado, liberado de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria.
Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos qué. Pero, sabiendo que estaba
languideciendo. Con sus hijos e hijas negras devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia.
Con los déspotas hiriendo el camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue
perdiendo en el agobio potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo
las lanzas como a corazón abierto.
Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra convocante. Como
presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las
expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante. Contando
las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad
creciente. Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo
autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su vocinglería
iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario.
Pero, sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles
de lo que vendría. De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que
debería ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres, aprendieron a
ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo dúctil. Tierno, explosivo,
herético.
Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos. Tratando de alcanzar su
vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo, libertario. Y, ella, como si nada andando.
En veloz carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las
alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de
universo dado. Como prolongación de infinito estímulo.
Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía apenas. El día
siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves
lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y siempre. Unieron sus
cuerpos en negritud los dos. Unieron la hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas
dependientes de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No
perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado sujeto equino que
fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron
también las suyas.
Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola en esta mí libertad
sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el
entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que arroparme quisieron.
Para mitigar la soledad cantada. O silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas,
robadas por ella. Por la Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza,
Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Pero reclamando de la
Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo, o
murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y expansivo que el de otrora hecho.
Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia nuestra, Tal vez
añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y
volviendo a ver a nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y
gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a
nosotros y a nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada.
La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa exuberancia que me
tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este
presente su expresión afín a lo que se ama en anchura inmensa. Siendo su belleza el asidero de la
ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime,
herético. Me fui haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo
mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio. Ofreciéndole todo el
ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de
momento. Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y
en palabras. Yendo en caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí.
Por los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo el viento
en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin que, la mujer mía libre; se fue
haciendo, cada vez más explayada en recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería
despótica. Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes.
La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las aves volando que
vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su
ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con
el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente.
Enhiesto. En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron
convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera. Cambiante siempre. Siendo
negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje
abierto, profundo.
Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que surgió la letra,
el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible,
para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la
espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad
es, me fui deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro milenario.
Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para efectuar el divertimento nuestro,
ante su potente mirada. Negra, en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o,
simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De
todas maneras permitiendo el encantamiento ilustrado.
Canto solo. Mi bella novia ausente
Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y todas. Para
quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se
hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica. Aclamando la voz
escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de
ella en ese tiempo en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí
que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera que
es fe de la libertad encontrada.
Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras de ella.
Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta
entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y digo esto,
porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones,
engarzadas en el cordón obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con
el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino por todos
y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como
esperanza viva vivida.
Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el primer día. Cuando,
con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante.
Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias
ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como
convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la
caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este
tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico,
por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada
arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho:
casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.
Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas
de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de
búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del
dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas
limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo
eterno.
Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica
primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado
inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si
nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo
cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con
el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.
Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el
insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la
diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la
felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin
llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera
tardía, me engulle y de satura.
Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo
mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí,
en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo
y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en
el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por
cualquier parte.
Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí
que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú
y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero
otro, no este mío.
Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el
beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses
que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde
el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento
religioso perverso.
Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de la ansiedad,
como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta
plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en
este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y
que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.
Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva
esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya
acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De
pronto, quien sabe cuándo.
Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al
vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como
presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace
enmudecer, el grito de potencia que creía tener.
A no ser por tì, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila
gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos
por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila
inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.
Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja,
por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado
resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si
recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo,
estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por
ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo
que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores
íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la
preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en
llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde
no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar,
por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el
sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la
heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De
aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y
comprometerse a fondo.
Yo solo. Sin ella, otra vez
Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento
que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron
conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una
opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las
convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman
Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates
insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía.
O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han
posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de
derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un
proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón
de ser.
Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían
mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una
figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como
estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los
bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán.
Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral.
Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos.
Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a
la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un
nano segundo…”
Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el
pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más.
Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que
encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban.
Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de
absoluta lealtad con ella misma.
Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo entre cuerpo y
líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y
todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que esto tiene de
enhebración con la limpieza de espíritu.
No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como garante del ir y
venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia
como comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente arropada por la lucidez de la
Diosa de enjundia exuberante. El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En
posición de uititas como si fuesen danza compleja milenaria.
Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi posibilidad de
ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un
ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni
ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de
encumbrar mi noción de ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en
dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas.
Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la percibí con dolor
íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y,
ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin
un por qué válido. O, al menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante.
De inusual densidad conocida.
Esmeralda
Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese
ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la
esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos.
Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación
absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo;
cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de
ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas.
Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive.
Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos
(as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente.
A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la
han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la
gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y
mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento
de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida.
Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en
ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en
que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto,
que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en
su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares
y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los
(as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo.
En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que
queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada
hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no
logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y
que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos.
Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de
la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos
llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo
que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo.
Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo
aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos;
sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que
están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que
sea posible abarcar.
ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una
aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse.
Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad
perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí.
Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero
que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad.
Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más
lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas
hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no.
Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero,
sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los
cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora,
ejercían como motor entregadas al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese
horizonte que creíamos nítido y libertario.
Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una
rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos
claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos
empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba.
Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos
imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos
ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como
convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida
es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De
sueños. Y de acciones convergentes o no.
Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de
nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de
espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas
a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el
desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza.
Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a
Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar
nuestro vuelo de amantes íntegros…”
Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto
Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de
la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares.
“Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de
celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda
herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos,
combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.
Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y
saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de
orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la
novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo,
cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.
Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a
opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y,
sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el
cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado,
inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos
como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se
mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.
Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a
reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien
quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano,
ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la
lectura a la que convocaba.
Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la
vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de
potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo
más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como
tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los
mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.
Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este
señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es
como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de
cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo
corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y,
yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.
Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía
apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese
cuerpo ya inerte.
No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito
mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes
pasado, yendo para Palermo.
Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la
puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con
esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted
también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi
aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y
me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su
hermana, de usted, don Ubaldino…”
Río mío. Río de ella
Yo te he propuesto volver conmigo. A este territorio expansivo, lleno de opciones y de imaginarios
vertiginosos. Te lo he dicho, por lo mismo que estoy reivindicando el derecho a mirarte una vez
más. En seguilla de palabras y de expresiones corporales; te he visto en todos mis sueños habidos
desde que volaste. Recuerdo bien ese día. Uno de tantos de enero. Te acompañé hasta el río
nuestro. Y, estando allí, me dijiste que no ibas más conmigo. Tu discurso se volvió lineal, insípido.
No como cuando nos conocimos. Este ahora es pura perplejidad para mí. Habiéndote visto en tu
infancia. Danzante. Con tus piecitos atados a las alas del águila nuestra. La que vimos, por primera
vez, en majestuoso bosque de los dos. Lo habíamos construido juntos. Tú con lo que tenías. Como
queriendo decir que no. Y, yo, aportando mi visión de universos hechos para ti y para mí. En una
corredera improvisada. En ese juego con el mar. Allá, en donde el agua es más densa. Y
colocamos arrecifes para detener las olas encrespadas y dotadas de una fuerza infinita.
Y te lo dije, diciéndote que no te fueras. Pero ya todo estaba dicho. No más palabras que en vez de
arrullar, laceran. Me regresé como perdido de fe y de memoria. Te fabriqué un ícono. Y lo puse a la
entrada de la casita, la que nos albergó tanto tiempo. La puse para que, quien pasara, supiera que
eras mujer absoluta. Y, al caer la noche, cerré puertas y ventanas. Y me propuse dormir. Buscando
los sueños idos. Cuando estábamos los dos. Dormí, en tiempo, trece veces más que lo eterno.
Buscándote en las soledades del desierto. Y vi tus huellas en el camino todo. Y soñé más. Viéndote
en la lejanía del río que te llevó a ti y a tu barca. Hecha del ilusionario tuyo y mío. Y, ese nuestro
río, siguió raudo buscando al mar. Barquita esa de papel con hilo trabajado por mi madre. Y la
recibiste ese día antes de partir. Y la vieja Baltazara, me dijo que, siendo ella mi madre; era tuya
también.
Bajé de los sueños consecutivos. Justo cuando robaban las alas a nuestra águila. que, tú y yo,
bautizamos Esperanza. Tal vez recordando lo que hicimos juntos, ese día de calentura manifiesta.
Tanto que derritieron todos y todas. Menos a nosotros. Alzando vuelo magnífico: Pensábamos ir
hasta donde estuviera quien hizo tus ojos. Lo encontramos en ese extremo que no conocíamos. Y
apareció. Así, ¡de golpe¡. Que yo necesitaba tener otro par como los tuyos. En alzando las manos,
como solo él podía hacerlo. Me susurró que su trabajo ya no era ese. Que buscáramos a la estrellita
que vivía todo enfrente. Pasamos a esa otra orilla. Y le dijimos al notario de la vida, lo mismo que
le habíamos dicho al otro hacedor de estigmas. Y, este otro, nos dijo que lo que pasó con tus ojos,
solo fue laminita de agua. Y que ahí se hicieron los negros luceros de mi alma bella. Mi mujer que
vive la vida, viviéndola tantas veces que ya había perdido la cuenta. Que lo único cierto era que
irrepetibles serían siempre.
Volví a soñar con el río. Y con tu barquita. Bajándola, estabas tú. Y que habías partido ese lunes,
después de haber hablado con los sabios que no pudieron repetir los ojos que miran y enloquecen
al unísono. Que todo lo nuestro había sido. Pero que ya no era. Que la soledad solita se prolongaría
hasta las setenta veces siete universos juntos.
Al despertar de ese enésimo sueño, corrí tanto y tan de prisa que la velocidad de la luz de las
luciérnagas, quedaron en silencio detenidas. Pasé por los bosques. Cada nada me perdía. Pero, al
momento, volvía a encontrar el río referente. Contigo abordo. Te llamaba a voces, a gritos. Y tú
imperturbable. Y llegué al mar antes que tu barca. Y, cuando llegó, venía íngrima. Y me contó que
te habías bajado a la mitad del viaje. Y que, en voz vibrante me llamabas para regresar conmigo.
Y que, la barquita, te respondió diciéndote que ya era muy tarde. Que yo había ido hasta el mar y
que con él me quedaría
Travesía
Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales
excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro
de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”.
Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían
hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de
ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui
elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad.
Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una
de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como
esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un
monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada.
Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría.
Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del propietario, impidió
que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don
Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la
señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas.
Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que
dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado
todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la
vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de
Isabela, le había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su
casa y su secreto, al prepararlo.
Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del
hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en
las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con
buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y
acciones realizadas durante la ausencia.
Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se
conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria.
Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle
el pulso a la vida, en todos los ámbitos.
La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor
conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las
siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregoces. Es muy lejos de aquí. Por
esos, le solicito esté temprano, a la hora convenida
Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del
coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras
tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que
hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacia dos años en
accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.
Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no
es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni
su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado
a la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la
Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá.
Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete
de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA
Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la
ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el
mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que
murió.
Sol viejo. Tu radiante
Ejerciendo como violín de tu danza y canto, me ha dado por recorrer todo lo que vivimos antes.
Toda una expresión que vuelve a revivir el recuerdo. De mi parte te he adjudicado una línea en el
tiempo básico. Para que, conmigo, iniciemos la caminata hacia ese territorio efímero. Un ir y venir
absoluto tratando de encontrar la vida. Aquella que no veo desde el tiempo en que tratamos de
iniciar los pasos por el camino provistos de un y mil aventuras. Como esa, cuando yo tomé la
decisión de vincular mis ilusiones a la vastedad de perspectivas que me dijiste habías iniciado;
desde el mismo momento en que naciste.
Todo fue como arrebato de verdades sin localizar en el universo que ya, desde ese momento, había
empezado su carrera. Y, por lo mismo entonces, la noción de las cosas, no pasaba de ser
diminutivo centrado en posibles expresiones que no irían a fundamentar ninguna opción de vida.
Viendo a Natura explayarse por todos los territorios que han sido espléndidos. Uno a uno los fuimos
contando. Haciendo de ese inventario un emblema sucinto. A propósito de sonsacar a los tiernos
días que viajan. Unitarios y autónomos. En ese recorrido nos situamos en la misma línea habida.
Situada en posición de entender su dinámica.-
La vía nuestra, fue y ha sido, entonces, un bruma falsa. Que impide que veamos todos los indicios
manifiestos. Y que, en su lugar, incorpora a sus hábitos, todo aquello que se venía insinuando.
Desde ese mismo anchuroso rio benévolo. Y, de mi parte, insistí en navegar contracorriente.
Tratando de no eludir ninguna bronca. Todo a su tiempo, te dije. Y esperamos en esa pasadera de
tiempo. Y volvimos, en esos escarceos, a habilitar la doctrina de los ilusionistas inveterados. Todo,
en una gran holgura de haceres trascendentes.
Y, ya que lo mío es ahora, una copia lánguida de todo lo que yo mismo había enunciado en ese
canto a capela. Y que traté de impulsar, como principio aludido y nunca indagado. En esa sordera
de vida. Solo comparable con el momento en que te fuiste. Y entendía que no escuchaba las
voces. Las ajenas y las nuestras, Como tiovivo enjuto. Varado en la primera vuelta. Y que tú
lloraste. Pero seguía el olvido de tus palabras. Porque ya se había instalado, en mí, la condición de
no hablante, no sujeto de escucha. Mil momentos tuve que pasar, antes de volver a escucharte. Y
paso, porque tú ya habías entendido y dominado el rol del silencio y de la vocinglería.
Contradictores frente a frente. Y que empezaste a enhebrar lo justo de las recomendaciones que te
hicieron los dioses chicaneros.
Tu irreverencia se hizo aún más propicia. Yendo para ese lugar que habías heredado de las otras
mujeres plenas. Hurgando, en ese espasmo doloroso, me encontré con tu otro nombre. No
iniciado. Pero que, estando ahí, sin uso. Lograste la licencia para actuar con él. En todas las
acechanzas que te siguieron desde ese día
Yo, entonces, me fui irguiendo como sujeto desamparado. Viviendo mi miseria de vida. Anclada en
suelo de los tuyos. Y me dijiste que era como plantar la esperanza. Para que, después que el Sol
deje de alumbrar; pudiésemos enrolarnos al ejército de los niños y las niñas que, a compás, de tu
música, iban implantando la ilusión en ver otro universo. Sin el mismo Sol. Muerto ya. Tú debes
elegir cual enana roja estrella nos alumbrará
Reencuentro
Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el
Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo
el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron
nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las
caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando,
zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras
casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las
adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y
el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos.
Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo que llaman “a flor de
labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos.
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DECÁGOLO DEL GENERAL ELOY ALFARO DELGADO
 

El beso y otros relatos

  • 1. El beso De todas maneras, Exequiel Pantoja y Pantoja, hizo referencia su brutal crimen. Sucedió en Campoalegre. Una noche, después de terminar su jornada laboral, llegó a casa de Brteelejalde Casimiro Hidalgo e Hidalgo. Una cuestión de rutina. Era normal la visita protocolaria. Desde hace seis años, lo hacía. Entró a la casa, utilizando los duplicados de llaves que le había entregado Casimiro. Un protocolo que comprometía el fervor sexual de los dos. Se habían conocido en ciudad Críspela. Desde muy niños iniciaron una entrega pasional. Absoluta. En su infancia, todo les fue permitido; por la vía de reivindicar el libre desarrollo de la personalidad. Como estipula la Carta Magna. Desafiaron a las autoridades escolares. Una expresión de ensueño era su búsqueda constante. Los domingos iban a misa, en el horario y la práctica ortodoxos. Un ensimismamiento hermoso. Cogidos de la mano, atravesaban la nave central; desafiando las miradas y las expresiones de repudio de todos los cartujos y todas las cartujas del barrio. El párroco de la capilla, había advertido a Monseñor Capuleto Velásquez Saldarriaga. Inclusive, el pasado Gran Viernes de Pasión, monseñor estuvo en la iglesita. Desenvolvió el procedimiento acordado desde el Vaticano. En términos de ejercer una rabia flagelante, inquisidora. Convocando a los fieles y las fieles a realizar exterminio sobre aquellos y aquellas que vulneraran, con sus miserables procedimientos, la Santa Autoridad de El Crucificado Mayor. Avaló, incluso la posibilidad de la lapidación y el linchamiento a esos y esas que se atrevieran a flagelar al Divino Rostro del Dios Único Envolvente en la Esperanza Grata. Para ellos no había ningún afán. El desafío iba de largo aliento. Podían más sus ansias y sus escarceos sexuales, que cualquier mandato, por divino que pareciere. Cada uno, por su lado, asumió el reto. No dejaron que sus familias impidiesen su amorío. Cada semana, los jueves, salían al campo. Caminaban varios kilómetros, hasta llegar al charquito de aguas limpias. Se bañaban, se tenían en larguísimo tiempo. Comían la merienda que habían empacado desde la noche anterior mamá Altagracia y mamá Sara. En la empresa donde laboraban los dos, era común algunas sandeces, por parte de algunos de sus compañeros. Como ese de colocar en sus lockers condones usados, falos adheridos a los anos pintados. En ocasiones, fueron convocados por la gerente de la compañía, Ernestina del Carmen Cipagauta Álvarez. Su caso fue llevado, por ella, a la Junta Directiva. Afortunadamente, para ellos y para la causa, no fueron despedidos, dada la vehemente defensa que hizo el Presidente, de la Junta Toribio Marmolejo. Ese sábado tres de abril, Exequiel visitó a Casimiro. Las cosas no iban bien, desde el pasado martes, cuando Exequiel asistió, coincidialmente, a la escena de Casimiro y el negro Jackson Olimpia Metaute. Unos afanes de subyugación hermosos. Los dos en el beso de la idolatría manifiesta, como era conocido esa expresión, entre ellos. Los reclamos fueron absorbidos, por la vía de reivindicar la “libre elección”, por parte de Casimiro. Un centro de gravedad los aprisionó. Lo hicieron de manera más apasionada que de costumbre. Cuando descansaban en la cama, después de bella entrega, Exequiel, rompió una de las copas en que habían bebido. La hendió en la garganta de Casimiro. Se quedó impávido. Viendo correr la sangre de su amado. Lo acompañó hasta su desfallecimiento definitivo. Cerró el cuarto. Salió al escampado que rodeaba la casa. Y luego a la calle. Caminó hasta la casa de mamá Altagracia. Entró, casi de manera subrepticia. Se instaló en su cuarto. No supo cuánto tempo durmió. Lo que si supo y vio, fue la impresionante sombra de Casimiro, que se erguía cada vez más. Corrió hasta su baño. Trató de cerrar la puerta. Pero la sombra pudo más. Rompió la
  • 2. Puerta, cargó a Exequiel y lo lanzó contra el espejo. Clavó cada una de las astillas en todo su cuerpo... Todo se hizo obscuridad absoluta. Exequiel todavía ronda por todo el barrio. Aquí y allá, grita palabras relacionadas con su amante. Con fuerza brutal, destroza todas las puertas…desaparece casi al límite de la desaparición de la Luna y la llegada del Sol. Y, así será, por siempre. Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente. Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e inhóspita, por lo bajo. Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él trataron de buscar remedio a las afugias heredadas. Se hicieron al torbellino brusco, insensato. Y, entre ella y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando aceptación. En este universo explayado. Con sus sistemas ya definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí. En lo que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella. Cantándole a los mares. Como decían otrora; solo cantos de sirena. Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa Luna, trataron de conocer su otra cara. Como diciendo que no es posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa Luna lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado. Ya, en el pueblito suyo habían comenzado las fiestas. Y se escondieron para que no los incitaran, a ella y a él a desestimular la alegría que, siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada. Venciendo la gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y mamá. Fingiendo, en veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado Sol, les prohibió avanzar hasta su centro hirviente; milenario. Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que maduraban constantemente. Para luego volverse estigmas supurando ese pus malévolo. Ella le rogó que la untara. Para acompañarlo hasta todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo sí. Y llegaron a ese sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron solidarios. Cada día, en esa carne viva licuada por el calor inmenso, como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches, contándose las historias aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron sujetos y sujetas de la veeduría ampliada. En ese perímetro primero y último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que eran ya. No en lo que fueron antes.
  • 3. Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las cosas y los cuerpos a la orilla de esa estrella enana que va muriendo. Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes ampliados. Un ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pasar después.-Patronato e Inesita del Santísimo Juramento de las Casas, empezaron ese mediodía que separa la vida de la muerte. Ahí, en esa sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus pústulas. Se besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se miraban entre sí. Como en ese espejo no conocido. Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese parquecito. En su casita color azul perenne. Y llevaron sus cuerpos. Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la suma de años y de siglos…simplemente no volvieron. Un bello hechizo Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con Anita. La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a gozar y a reír. Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en guía suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano taciturno, prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a nacer cuando ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente porque su madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando a Amatista madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía. Pintado de anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con mi mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba para dar rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera. Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre. Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos. Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores. Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el parque. Más nunca en el aire ensimismado. Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas. Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes. Orgullosas de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa. Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos. Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras. Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo el espacio abierto. Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de
  • 4. plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto celoso. Como fuerza envolvente, Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quién. Sueño Erosionador Lo que siempre soñó, Verticalisimo Dueñas Hinestroza, se hizo concreción. Desde que lo parió su mamá Emperatriz Reina Hinestroza Gómez, se hizo a la idea de gobernar. En universo imbuido de seres acostumbrados a verificar las herencias; por la vía de proclamar vigente el ejército milenario de notarios del tiempo. Con esas aureolas crecidas y expandidas, por la totalidad de los horizontes. En una envergadura posesiva, Quedando en vuelo, solo las vivencias cartujas. Como inmensidad de ideas rotas, por lo mismo que su papá Lucio Xavier Dueñas Ugarte, ya había expelido todo el odio posible en el entorno palaciego. Casi siempre, de la mano con su hermanastra Coqueta María Hinestroza, iniciaba el día, con una caminata por toda la vecindad. Constituida por hombres y mujeres adultos y adultas. No había niños ni niñas. Solo él. Una manifestación explosiva, cuando no entendía las palabras dispuestas por ahí. Como meros ecos repetitivos al infinito. Y, en ese mismo afán violento, los caminos se abrían en puros lodazales. Ella, Coqueta María, asía su mano izquierda. Pretendiendo que no volara al primer impacto de los vientos de abril y agosto. Porque, en eso de haber soñado lo que en realidad es, Verticalisimo mostraba una enjundia inusual. Casi como rapacidad venida desde el límite del tiempo y de la Tierra. Se iba por las nubes gruesas, densas. Exponiendo su mirada al pálpito del hidrógeno azuzado, prepotente. Como si ya supiera, en ciernes, el poder guardado en su centro rodeado de electrones y protones en fuerza devastadora. Cada día iban, en sus paseos empalagosos, atesorando extravíos punzantes. Reteniendo el aire. Cambiándolo de sitio. Inspirándolo en pleno bullicio de correrías. Desafiando los caballos, en sus bríos y en la apuesta de conquistar distancias infinitas. Cada día, un afán superaba al otro. En una nomenclatura escrita con la tinta sangre exprimida a los acorzados unicornios. Unas premisas decantadas, a partir de codificar los seres. En sus huellas y en sus utopías. Todo el verdor de los inmensos jardines expuestos al bello Sol, en el día. Y, a la bella Luna, en las tardes-noches. El maltrato iba fluyendo. A cada recodo, en paralelo, al camino primero; desojaban los cabellos de las lindas y tempraneras galaxias doncellas. Casi como al galope de los hierros hendidos en los cuerpecitos. Cada hiriente lance, suponía imprimir su sello. Coqueta María, imponente, esclava impotente, dirigía el espectáculo del día a día. Y empezaron los sembradíos de cuerpos tiernos, desollados. El paso del tiempo fue delineando los surtidores necesarios para recorrer la historia, por parte de los cabríos sujetos del mismo corte. Como ADN ya pensado desde que explotaron, en hecatombe, todos los aderezos forjando miríadas de soles, encasillados en estiramientos voraces de las galaxias. Fuerzas gravitacionales infinitas. En infinitos universos expuestos en perspectivas. En las lógicas viajeras. Como demostrando que, cada vida cabría en cada postura ígnea.
  • 5. Y si, entonces, que Dueñas Hinestroza soñó en esa tarde-noche, que gobernaría la historia, desde el mismo momento en que fue parido. Y mamá Emperatriz Reina fue consciente de eso. Por lo mismo, en consecuencia, arrulló a su hijito en cunita hecha de hierros calcinados. Y de cuerpos celestes sin vida. Y, en el hidrógeno condensado, preso en las coloquiales voces; desmirriadas acezantes. Con energía espuria. Y, en ese crecer incesante, torcido. Contrario a las uniones, los espasmos y las hecatombes, miradas millones de años luz, hacia atrás. Se hizo idólatra de sí mismo. El sesgo creciente, lo vivió imprecando a su hermanastra esclava. En procesos sigilosos. O aspaventosos, según fuese hora o momento. Y la poseyó en la misma franja entre pasado y presente. En embelesado surco de ella. Hiriente, como el que más. Y, de esa unión surgieron, otras galaxias minimizadas en brillo y en cuerpos celestes válidos. Una soñadera burlesca, lacerante. Impropia en lo que esto tiene de las iridiscencias perdidas. En afanosos y estridente voces licuadas por el viento enfermizo. Expandido por todo lo habido; por cuenta de este mensajero procaz, vergonzoso. Relato de un día Cuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron para llenar el aire de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las calles. No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo sustancial. Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y arena. Un vestido ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a entender que el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo largo de su mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido. No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas. Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada. Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida. Mirando siempre en derredor. Fijó sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta. Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente. Y de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad. Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta. Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados, pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó
  • 6. su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, en do mayor, cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso de todo el cuerpo erguido, convocante. Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla. Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer, allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos, azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga. La cautiva liberada Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación contínua. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos desvertebrada. Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo. Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno. Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada. Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega. Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz
  • 7. recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje. Para que hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que, habiendo sido hoy, no lo será mañana. Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí. Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tí lo que serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el entorno que amamos. Peregrinar Y sí que me postulé para ser concejal. En este territorio mío que me conoció desde que me crié Antes, cuando estudié en el bachillerato y pregrado en sociología, no me llamaba, para nada, la atención, en lo que coloquialmente llaman, la política. Contaba mi madre que,” cuando era joven, conoció muchas amarguras ante los muertos y muertas en ese cambalache de vida que nos tocó vivir. Rojos y azules. Para nosotros esos eran los colores. No había otros”. Desde Santander y Bolívar.” Por mi cuenta me di a la tarea de seguirle la puntica del hilo, para aprender a discernir. En la escuelita y en el colegio, la historia patria nos fue contada por sujetos que habían sido preparados para esconder las verdades. No era culpa de ellos y ellas, es cierto. Pero a fe que lo hacían muy bien. Lo que llaman al pie de la letra. Nos filtraban verdades que no eran verdades. Que el Generalísimo Santander, llevaba las riendas para hacer las leyes. Que Simón Bolívar fue un héroe absoluto y que merecía todos los oropeles que pudiese cargar. Según nuestros maestros y nuestras maestras, Policarpa Salavarrieta no fue heroína. Casi que dicen que era un insumo más. Que lo suyo era pura logística. En general, las mujeres, solo eran personas de segunda categoría. Y así lo plasmaron en esa hediondez de texto de historia. De Henao y Arrubla O el Catecismo del Padre Astete. Toda una aureola perversa para reafirmar al catolicismo como religión oficial. Mi papá Egnosodin me enseñó, desde muy temprano, a cantar el tango se Agustín Magaldi “Dios te Salve mi Hijo”. Yo lo entonaba en la escuelita cuando estaba cursando tercero de primaria. Mi papá había nacido en el municipio de El Bagre en Antioquia. Estuvo, desde muy niño, trabajando para un señor de nombre Arturo Borrero. En eso que llaman oficios varios. Incluido el de vigilar su casa, situada en el perímetro urbano. Se casaron, mi mamá y él, cuando ambos tenían dieciséis años. Después de soportar el asedio del papá de mi mamá, por cuanto Egnosodin preñó a Nicolasa. Había sucedido, entre los dos, una relación de pura pasión; muy bella por cierto, por lo que supe. Yo nací, como consecuencia de esa preñez. Después de mucho tiempo, cuando yo tenía diez años, empecé a vibrar con lo que me iban contando los otros niños. Uno de mis amigos, de nombre Rolando Vaca, me contó, en uno de esos días que uno dice, puede pasar como anodinos, que su mamá y su papá habían sido muertos tres años atrás. Sucedió que un grupo de hombres armados, habían sitiado la casita en la finca. Los hicieron salir. Y, en el plenosol de junio los fusilaron contra la pared. Rolando quedó solo. Después de un mes de estar andando por ahí, sin rumbo, fue acogido por la familia Amazará, compuesta por don Eliseo, doña Belarmina y el hijo de estos, de nombre Aureliano.
  • 8. Entre tanto, conforme iban pasando los días, meses y años, me fui enterando de otras tropelías ejercidas contra casi todas las familias. Los agresores se hacían llamar “Ejército Anti Comunista del Nordeste”. Mi familia y yo tuvimos que abandonar el territorio que tanto amábamos. La situación se tornó muy agria. Dejamos todo. Mi papá solo tenía cuatro mil pesos producto de la venta de varias herramientas para la agricultura que le habían sido cedidas por don Arturo Borrero, como pago por sus servicios. Llegamos el cuatro de agosto de 1975, al municipio de Yarumal. Allí estuvimos, durante varios meses, en casa de la familia Monsalve. Don Héctor, el jefe de familia, como se decía antes, había conocido a un primo de mamá Nicolasa, cuando estuvieron trabajando juntos en el municipio de Turbo. Nos hicimos, pues, a un cuartico y podíamos transitar por toda la casa y la finquita en la cual don Héctor y su familia tenía seis vaquitas lecheras. Un día cualquiera, martes por más señas, llegó a la casa un señor de nombre Ruperto Balasanián. Era tío de doña Georgina, la esposa de don Héctor. Hablaron por mucho tiempo los tres mayores. Nunca he podido saber el tema. Lo cierto es que mi papá viajó con don Balasanián con rumbo desconocido. Mi mamá y yo quedamos con la señora Georgina. Se consolidó, con el paso de los años, una amistad muy bonita. La señora Georgina tampoco supo lo que pasó. Y, don Héctor, siguió sus labores; a pesar de sentirse muy preocupado. Esto lo leía en sus ojos. Hoy, en este tiempo que sigue siendo muy amargo para todos y todas, recuerdo como me hice sociólogo. Para mí es importante este hecho, ya que me posicioné muy bien en Medellín y Yarumal. Me separé de mi familia putativa y de mi mamá, para desplazarme a Medellín. Allí vivía un cuñado de doña Georgina. Ella me relacionó con don Euclides y con su esposa, doña Lorencita. Empecé mi bachillerato en el Liceo Marco Fidel Suárez. Los fines de semana le ayudaba a don Euclides en la cobranza de créditos. Tenía, él, un negocito de mercancías ofrecidas en el comercio casa a casa. Vendía con el 5% de cuota inicial. Lo de más en pagos semanales. Terminé el bachillerato e inicié la carrera en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. A pesar de ser una universidad privada, me gané una beca concedida en cesión. Don Romualdo Espinosa, hermano de la mamá de doña Lorencita. Algo así como entender que este señor Romualdo era sacristán en la Iglesia Divina Providencia, en el municipio de Abejorral, en Antioquia. El párroco de dicha iglesia conoció de mi vocación por la solidaridad con los y las demás. Tramitó la beca con el excelentímo señor rector. Durante toda la campaña proselitista, tuve muchos inconvenientes Dos fundamentalmente. Las querellas insinuadas por los otros candidatos. Y, la falta de dinero y padrinos políticos. Yo veía como se compraban votos. Y como le hablaban de mí a los sufragantes. Diciéndoles que yo era un subversivo. Todo como consecuencia de mi liderazgo en diferentes obras sociales en Medellín y en Yarumal. Conocí, en el entretanto, a varios sacerdotes animadores de la opción política de Camilo Torres Restrepo. También, más de cerca, a Vicente Mejía, quien trabajaba con las personas que se ganaban la vida con el reciclaje en el basurero de Moravia. Tenía su asiento, en el barrio Caribe. El día de las elecciones fue, para mí, un día de mucha congoja. El sábado anterior, mi mamá y yo, recibimos la noticia de la muerte violenta de mi papá, en el municipio de Liborina. Tal parece que se trató de una riña callejera. A Egnosodin le habían robado el plante del negocio de venta de frutas. El ejercía como intermediario. Quienes lo mataron, lo esperaron en la noche, cuando iba a la casita que había alquilado. Todo por cuenta del hecho que mi papá los había denunciado. Fui elegido como concejal. De una lista promovida por Don Rosendo Natagaima, liberal que se había hecho militante del MRL, liderado por Alfonso López Michelsen. Empecé mi nuevo trabajo, con la pasión que siempre me ha distinguido para enfrentar retos y superarlos.
  • 9. Este día, estando en la puerta de la alcaldía de Yarumal, departiendo con ex compañeros del Liceo, se nos acercó un hombre, con la ruana terciada, de tal manera que le tapaba la mitad de su cara; sacó su revólver y nos atacó a todos. Así, terminó mi vida. Mi última memoria fue para mí mamá Nicolasa y para doña Georgina. Moviola Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío. Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión. Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos. Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico. Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.
  • 10. Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles. Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga. Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones. Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco, inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida. Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”. Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y,
  • 11. sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida. Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba. Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad. Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato. Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte. No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado, yendo para Palermo. Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don Ubaldino…” Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras. Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje
  • 12. voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella. Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. Se detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la invitación a jugar el picaito de todos los días. Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras, con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos. Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente, preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con el don de su palabra. Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que gozábamos ellas y yo. Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita yo seguimos conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica, preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente. Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían
  • 13. menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas. Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato. Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad puede hablar con ella.” Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman “preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo verla, ni hablar con ella. Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá Olegario. Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín. Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente. Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo. Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no había pierde. Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber
  • 14. escuchado nada. Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo había sido revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso. Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de ensoñación cimera. Conversando con Marielita En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se hizo icono lo que antes era solo falso conserje. Le dimos el nombre de lógica, en conexión con lo que entendíamos desde antes de ser uno, siendo dos. Y volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes eternos, no vencidos por la historia guerrera libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje a África profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas, imaginadas. Nos fuimos yendo en lo pendenciero. Por la vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha protesta libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los traidores a la manera de Caballo de Troya. Y vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo distanciado, liberado de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria. Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos qué. Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e hijas negras devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los déspotas hiriendo el camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue perdiendo en el agobio potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo las lanzas como a corazón abierto. Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra convocante. Como presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante. Contando las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad creciente. Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su vocinglería iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario. Pero, sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles de lo que vendría. De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que debería ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres, aprendieron a ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo dúctil. Tierno, explosivo, herético. Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos. Tratando de alcanzar su vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo, libertario. Y, ella, como si nada andando. En veloz carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de universo dado. Como prolongación de infinito estímulo. Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía apenas. El día siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y siempre. Unieron sus cuerpos en negritud los dos. Unieron la hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas
  • 15. dependientes de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado sujeto equino que fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron también las suyas. Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola en esta mí libertad sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que arroparme quisieron. Para mitigar la soledad cantada. O silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas, robadas por ella. Por la Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza, Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Pero reclamando de la Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo, o murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y expansivo que el de otrora hecho. Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia nuestra, Tal vez añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y volviendo a ver a nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a nosotros y a nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada. La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa exuberancia que me tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este presente su expresión afín a lo que se ama en anchura inmensa. Siendo su belleza el asidero de la ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime, herético. Me fui haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio. Ofreciéndole todo el ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de momento. Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y en palabras. Yendo en caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí. Por los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo el viento en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin que, la mujer mía libre; se fue haciendo, cada vez más explayada en recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería despótica. Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes. La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las aves volando que vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente. Enhiesto. En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera. Cambiante siempre. Siendo negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje abierto, profundo. Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que surgió la letra, el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible, para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad es, me fui deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro milenario. Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para efectuar el divertimento nuestro, ante su potente mirada. Negra, en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o, simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De todas maneras permitiendo el encantamiento ilustrado.
  • 16. Canto solo. Mi bella novia ausente Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y todas. Para quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica. Aclamando la voz escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de ella en ese tiempo en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera que es fe de la libertad encontrada. Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras de ella. Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y digo esto, porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones, engarzadas en el cordón obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino por todos y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como esperanza viva vivida. Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el primer día. Cuando, con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante. Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico, por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación. Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo eterno. Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne. Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera tardía, me engulle y de satura. Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí, en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo
  • 17. y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por cualquier parte. Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero otro, no este mío. Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento religioso perverso. Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad. Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo. Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia que creía tener. A no ser por tì, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste. Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar, por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y comprometerse a fondo.
  • 18. Yo solo. Sin ella, otra vez Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de ser. Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral. Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un nano segundo…” Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más. Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban. Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma. Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu. No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas como si fuesen danza compleja milenaria. Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas.
  • 19. Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual densidad conocida. Esmeralda Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas. Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo. En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos. Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo. Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos; sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea posible abarcar. ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad.
  • 20. Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero, sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como motor entregadas al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte que creíamos nítido y libertario. Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba. Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no. Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza. Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de amantes íntegros…” Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco, inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida. Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”. Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos
  • 21. como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida. Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba. Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad. Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato. Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte. No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado, yendo para Palermo. Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don Ubaldino…” Río mío. Río de ella Yo te he propuesto volver conmigo. A este territorio expansivo, lleno de opciones y de imaginarios vertiginosos. Te lo he dicho, por lo mismo que estoy reivindicando el derecho a mirarte una vez más. En seguilla de palabras y de expresiones corporales; te he visto en todos mis sueños habidos desde que volaste. Recuerdo bien ese día. Uno de tantos de enero. Te acompañé hasta el río nuestro. Y, estando allí, me dijiste que no ibas más conmigo. Tu discurso se volvió lineal, insípido. No como cuando nos conocimos. Este ahora es pura perplejidad para mí. Habiéndote visto en tu infancia. Danzante. Con tus piecitos atados a las alas del águila nuestra. La que vimos, por primera vez, en majestuoso bosque de los dos. Lo habíamos construido juntos. Tú con lo que tenías. Como queriendo decir que no. Y, yo, aportando mi visión de universos hechos para ti y para mí. En una corredera improvisada. En ese juego con el mar. Allá, en donde el agua es más densa. Y colocamos arrecifes para detener las olas encrespadas y dotadas de una fuerza infinita.
  • 22. Y te lo dije, diciéndote que no te fueras. Pero ya todo estaba dicho. No más palabras que en vez de arrullar, laceran. Me regresé como perdido de fe y de memoria. Te fabriqué un ícono. Y lo puse a la entrada de la casita, la que nos albergó tanto tiempo. La puse para que, quien pasara, supiera que eras mujer absoluta. Y, al caer la noche, cerré puertas y ventanas. Y me propuse dormir. Buscando los sueños idos. Cuando estábamos los dos. Dormí, en tiempo, trece veces más que lo eterno. Buscándote en las soledades del desierto. Y vi tus huellas en el camino todo. Y soñé más. Viéndote en la lejanía del río que te llevó a ti y a tu barca. Hecha del ilusionario tuyo y mío. Y, ese nuestro río, siguió raudo buscando al mar. Barquita esa de papel con hilo trabajado por mi madre. Y la recibiste ese día antes de partir. Y la vieja Baltazara, me dijo que, siendo ella mi madre; era tuya también. Bajé de los sueños consecutivos. Justo cuando robaban las alas a nuestra águila. que, tú y yo, bautizamos Esperanza. Tal vez recordando lo que hicimos juntos, ese día de calentura manifiesta. Tanto que derritieron todos y todas. Menos a nosotros. Alzando vuelo magnífico: Pensábamos ir hasta donde estuviera quien hizo tus ojos. Lo encontramos en ese extremo que no conocíamos. Y apareció. Así, ¡de golpe¡. Que yo necesitaba tener otro par como los tuyos. En alzando las manos, como solo él podía hacerlo. Me susurró que su trabajo ya no era ese. Que buscáramos a la estrellita que vivía todo enfrente. Pasamos a esa otra orilla. Y le dijimos al notario de la vida, lo mismo que le habíamos dicho al otro hacedor de estigmas. Y, este otro, nos dijo que lo que pasó con tus ojos, solo fue laminita de agua. Y que ahí se hicieron los negros luceros de mi alma bella. Mi mujer que vive la vida, viviéndola tantas veces que ya había perdido la cuenta. Que lo único cierto era que irrepetibles serían siempre. Volví a soñar con el río. Y con tu barquita. Bajándola, estabas tú. Y que habías partido ese lunes, después de haber hablado con los sabios que no pudieron repetir los ojos que miran y enloquecen al unísono. Que todo lo nuestro había sido. Pero que ya no era. Que la soledad solita se prolongaría hasta las setenta veces siete universos juntos. Al despertar de ese enésimo sueño, corrí tanto y tan de prisa que la velocidad de la luz de las luciérnagas, quedaron en silencio detenidas. Pasé por los bosques. Cada nada me perdía. Pero, al momento, volvía a encontrar el río referente. Contigo abordo. Te llamaba a voces, a gritos. Y tú imperturbable. Y llegué al mar antes que tu barca. Y, cuando llegó, venía íngrima. Y me contó que te habías bajado a la mitad del viaje. Y que, en voz vibrante me llamabas para regresar conmigo. Y que, la barquita, te respondió diciéndote que ya era muy tarde. Que yo había ido hasta el mar y que con él me quedaría Travesía Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”. Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad. Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada. Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría. Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del propietario, impidió
  • 23. que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas. Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de Isabela, le había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su casa y su secreto, al prepararlo. Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y acciones realizadas durante la ausencia. Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria. Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle el pulso a la vida, en todos los ámbitos. La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregoces. Es muy lejos de aquí. Por esos, le solicito esté temprano, a la hora convenida Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacia dos años en accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta. Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado a la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá. Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que murió. Sol viejo. Tu radiante Ejerciendo como violín de tu danza y canto, me ha dado por recorrer todo lo que vivimos antes. Toda una expresión que vuelve a revivir el recuerdo. De mi parte te he adjudicado una línea en el tiempo básico. Para que, conmigo, iniciemos la caminata hacia ese territorio efímero. Un ir y venir absoluto tratando de encontrar la vida. Aquella que no veo desde el tiempo en que tratamos de iniciar los pasos por el camino provistos de un y mil aventuras. Como esa, cuando yo tomé la
  • 24. decisión de vincular mis ilusiones a la vastedad de perspectivas que me dijiste habías iniciado; desde el mismo momento en que naciste. Todo fue como arrebato de verdades sin localizar en el universo que ya, desde ese momento, había empezado su carrera. Y, por lo mismo entonces, la noción de las cosas, no pasaba de ser diminutivo centrado en posibles expresiones que no irían a fundamentar ninguna opción de vida. Viendo a Natura explayarse por todos los territorios que han sido espléndidos. Uno a uno los fuimos contando. Haciendo de ese inventario un emblema sucinto. A propósito de sonsacar a los tiernos días que viajan. Unitarios y autónomos. En ese recorrido nos situamos en la misma línea habida. Situada en posición de entender su dinámica.- La vía nuestra, fue y ha sido, entonces, un bruma falsa. Que impide que veamos todos los indicios manifiestos. Y que, en su lugar, incorpora a sus hábitos, todo aquello que se venía insinuando. Desde ese mismo anchuroso rio benévolo. Y, de mi parte, insistí en navegar contracorriente. Tratando de no eludir ninguna bronca. Todo a su tiempo, te dije. Y esperamos en esa pasadera de tiempo. Y volvimos, en esos escarceos, a habilitar la doctrina de los ilusionistas inveterados. Todo, en una gran holgura de haceres trascendentes. Y, ya que lo mío es ahora, una copia lánguida de todo lo que yo mismo había enunciado en ese canto a capela. Y que traté de impulsar, como principio aludido y nunca indagado. En esa sordera de vida. Solo comparable con el momento en que te fuiste. Y entendía que no escuchaba las voces. Las ajenas y las nuestras, Como tiovivo enjuto. Varado en la primera vuelta. Y que tú lloraste. Pero seguía el olvido de tus palabras. Porque ya se había instalado, en mí, la condición de no hablante, no sujeto de escucha. Mil momentos tuve que pasar, antes de volver a escucharte. Y paso, porque tú ya habías entendido y dominado el rol del silencio y de la vocinglería. Contradictores frente a frente. Y que empezaste a enhebrar lo justo de las recomendaciones que te hicieron los dioses chicaneros. Tu irreverencia se hizo aún más propicia. Yendo para ese lugar que habías heredado de las otras mujeres plenas. Hurgando, en ese espasmo doloroso, me encontré con tu otro nombre. No iniciado. Pero que, estando ahí, sin uso. Lograste la licencia para actuar con él. En todas las acechanzas que te siguieron desde ese día Yo, entonces, me fui irguiendo como sujeto desamparado. Viviendo mi miseria de vida. Anclada en suelo de los tuyos. Y me dijiste que era como plantar la esperanza. Para que, después que el Sol deje de alumbrar; pudiésemos enrolarnos al ejército de los niños y las niñas que, a compás, de tu música, iban implantando la ilusión en ver otro universo. Sin el mismo Sol. Muerto ya. Tú debes elegir cual enana roja estrella nos alumbrará Reencuentro Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando, zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos. Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo que llaman “a flor de labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos.