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“Voy a seguir 
esperando a mi 
hijo hasta que 
una tumba tenga 
su nombre” 
Benita Saucedo es la mamá de Juan Carlos 
Dábalo, soldado clase 62 del Batallón de 
Infantería 5 de Río Grande, Tierra del Fuego, 
quien murió en el Monte Tumbledown 
durante la cruenta batalla final. El joven 
chaqueño, de padres paraguayos, fue a la 
guerra sin saber leer ni escribir y sin haber 
conocido el amor. “Era como un nene. Vivió 
con privaciones y murió sufriendo”, se 
emociona su madre. Y pide, como muchos 
de los familiares de los 123 “soldados sólo 
conocidos por Dios” que descansan en 
Darwin, que su cuerpo sea identificado. “Sé 
que la herida no va a cerrar nunca, pero al 
menos voy a poder decir ‘este cuerpito es 
nuestro, éste es mi hijito’”, concluye. 
Por Gaby Cociffi. 
Fotos: Alejandro Carra. 
LAS 
MADRES DE 
MALVINAS 
Sin 
consuelo 
Benita (76) con el 
retrato de su hijo en 
su casa del barrio 
Santa Inés, en 
Resistencia, Chaco. 
“Todavía lo sigo 
llorando. Cuando lo 
perdí quise que Dios 
me llevara. Me 
medicaron y de ahí 
en más viví sin 
consuelo”, confiesa. 
122 123
125 
Por Juan pa é?”, dijo Fermín Dávalos, y cayó 
sentado en una de las cuatro sillas de made-ra 
que rodeaban la pequeña mesa, en su ran-cho 
de adobe y paja. “¿Es por Juan?”, tradu-jo 
Ramona Ofelia, la mayor de sus nueve 
hijos, con el miedo atorado en la garganta. El oficial, vestido 
con su uniforme de gala de la Armada Argentina –el cintu-rón 
blanco, los botones dorados, las condecoraciones ex-plotándole 
en el pecho– se quedó erguido frente a la puer-ta 
de chapa. “Su hijo Juan Carlos Dábalo no está en la lista 
de los soldados que vuelven al continente desde las Malvi-nas”, 
alcanzó a decir, antes de que Benita Saucedo (hoy 76) 
comenzara a golpear su cabeza contra la pared de barro, 
presa de un ataque de llanto y dolor: “¡Me quiero morir, me 
quiero morir! ¡Me mataron a mi hijo!”. 
Fue cerca de las once de la mañana, en un frío 
día de julio de 1982, cuando la camioneta blanca 
estacionó frente a la puerta de la humilde vi-vienda 
en el barrio La Liguria, lindante al cemen-terio 
de Barranqueras, Chaco. “Ese día nos ente-ramos 
que no había vuelto y también que 
había ido”, dice Benita con resignación. “El ofi-cial 
nos dijo que estaba desaparecido, que los 
ingleses podían tenerlo prisionero”, agrega Ra-mona. 
“Y yo mantuve la esperanza de que 
Juan Carlos algún día iba a volver”, confiesa 
su madre emocionada. Lo que no dice aún es 
que todavía lo espera... 
HUYENDO DE LA GUERRA. El destino hizo 
que Paula Coronel, abuela de Juan Carlos, llega-ra 
a la Argentina escapando de la guerra del Cha-co 
(entre Paraguay y Bolivia, 1932-1935) para sal-var 
de una muerte segura a sus tres hijos 
varones. Aterrorizada, dejó la localidad de Pedro 
Un oficial 
rubio, con 
uniforme de 
gala de la 
Armada, 
llegó hasta el 
rancho de 
adobe. Le 
dijo: “Juan 
no volvió”. 
Benita, presa 
de un ataque 
de llanto, 
gritó: “¡Me 
mataron a mi 
hijo! ¡Quiero 
morir!” 
González, en el Paraguay, y se lanzó al río en una canoa junto 
a sus cinco hijos, sin más brújula que su instinto de supervi-vencia. 
Así llegó Fermín Dávalos (quien murió en 1983, a los 
72) a Machagai, Chaco, para crecer entre la cosecha de algo-dón 
y las necesidades. Durante su vida fue changarín, peón 
golondrina y vendedor de verduras con un carro destartalado 
tirado por un caballo llamado Moro. Pasados los cuarenta co-noció 
a Benita, de sólo dieciséis –a quien su familia había traí-do 
a los ocho años del Paraguay, para dejarla en la casa de una 
señora como ayudante en los mandados–, y la tomó como es-posa. 
Saltando cada tres meses de un paraje a otro, llevados 
por las temporadas de las cosechas, fundaron una familia nu-merosa: 
los cinco primeros hermanos fueron anotados con el 
apellido Dábalo, los últimos cuatro como Dávalos. “Papá y 
mamá nunca fueron al colegio. Salvo Miguel Angel y yo, que 
pudimos hacer la primaria, porque nos quedamos viviendo 
en lo de una tía, ninguno de mis otros hermanos sabe leer ni 
escribir”, explica Ramona, quien acaba de jubilarse como au-xiliar 
de Neonatología luego de 35 años de labor en el hospital 
de Resistencia. Así, con diferentes apellidos pero una historia 
La infancia 
en la 
cosecha, 
el cofre de 
Malvinas 
Una de las pocas fotos 
de la niñez, junto a 
sus hermanos y 
primos. De izquierda a 
derecha: Mártire, 
Benito (camisa a 
rayas), José Oscar 
(mira hacia el 
costado), Juan Carlos 
(en el centro, con su 
eterna sonrisa), Miguel 
Angel y Mercedes 
Beatriz (la más 
pequeña). Atrás, 
Ramona (de pelo corto 
y en el centro). Abajo, 
orgulloso con su 
uniforme de la Armada 
Argentina. “Se fue 
ilusionado, porque 
nunca había salido de 
nuestro pueblo”, 
rememora su madre. Y 
feliz, con un lápiz y un 
cuaderno, mientras 
aprendía a leer y 
escribir en el servicio 
militar en Río Grande, 
Tierra del Fuego. “Es 
la foto que mejor lo 
muestra: vivía 
sonriendo”, cuenta su 
familia. Hoy, Benita 
guarda como un 
tesoro un cofre con su 
foto, turba y piedras 
de Malvinas. “Porque 
por esa tierra dejó su 
vida”, sintetiza.
raje”, recuerda su hermana. 
En la adolescencia, su único mundo fue el trabajo de sol a 
sol, un pato llamado Patricio como mascota, el amor de sus 
sobrinos “la gringa” y “mi indio” –Nancy y Rodrigo, hijos 
de Ramona, a quienes mimaba comprándoles alguna golo-sina 
cada tarde–, la tele de 14 pulgadas que lograron com-prar 
en la casa de su hermana a principios del ’81 –que le 
permitió reírse algunas tardes con El Chavo del Ocho– , y 
su pasión por Boca. No hubo bailes, cines ni salidas. Y par-tió 
a la guerra sin haber conocido la caricia de una mujer. 
TRES CARTAS Y UNA ILUSION. “Me estoy por ir, ma-má. 
Me tocó la Armada y me llevan a Buenos Aires”, le di-jo 
Juan a su madre con la voz llena de emoción. “Estaba ilu-sionado: 
nunca había salido de aquí, e iba a conocer la 
gran ciudad”, dice Benita. El Batallón de Infantería 5 lo lle-vó 
primero a La Plata, y luego del entrenamiento, al destino 
final. “Le tocó ir a Río Grande, Tierra del Fuego. A la com-pañía 
Nácar. Mucho después recibimos una carta de la 
mamá de un chico de San Justo, del que Juan se había he-cho 
amigo. Nos decía que mi hermano le había dicho: 
‘Quedate vos en La Plata que estás cerca de tu familia; yo no 
tengo a nadie’. Y se fue para el Sur. La mamá nos escribió: 
‘Por ese gesto, mi hijo se salvó de la guerra’”, se entristece 
Ramona. 
El 1º de abril de 1981 partió hacia el servicio militar, con una 
valija colorada en la que puso un pantalón de abrigo, un 
suéter marrón grueso, una camisa, algunas mudas y “el 
avio” (la vianda) que su madre le había preparado: pasteli-tos 
de pan rallado y queso. 
“Yo estaba en el hospital cerca de la estación, y quise ir a 
despedirlo, pero se me atrasó el trabajo en Neonatología. 
Corrí, pero cuando llegué me dijeron que el tren había 
partido a las ocho: ‘Se llevó a todos los soldados’, me in-formó 
un guardia. Me desesperé, porque presentí que no 
iba a ver nunca más a mi hermano. Tenía una angustia 
que se me atragantaba en la garganta. Volví llorando al 
hospital”, afirma Ramona. 
Desde Río Grande recibieron tres cartas, que sus compañe-ros 
Carlos Guevara y Jorge Ponce le escribieron con letra 
cuidada, copiando cada una de las palabras que Juan dicta-ba. 
“En la última misiva que recibimos, en mayo de 1982, 
decía que estaba contento porque estaba aprendiendo a 
leer y escribir. Me puso: ‘Mamá, la próxima carta la voy a es-cribir 
solo y sin ayuda’”, suspira Benita. 
“Una vez, cuando todavía estaba en el continente, pudi-mos 
hablar por teléfono. Sentí que lloraba y le pregunté: 
‘¿Querés que pida que te traigan porque papá está enfer-mo?’. 
Me dijo que no. No le insistí, porque Juan no sabía 
desenvolverse bien y yo tenía miedo de que se perdiera vi-niendo 
solo desde tan lejos. Era muy inocente, como un 
chico... la mala alimentación lo había dejado como un 
nene. Si hasta sus compañeros nos contaron que le costa-ba 
seguir las instrucciones de los superiores, el salto de ra-na, 
el cuerpo a tierra, y que pedía quedarse practicando 
tiempo extra para no perjudicar a los otros conscriptos... 
Hoy todavía me culpo por no haber rogado que lo traje-ran 
de vuelta a casa”, dice su hermana entre lágrimas. 
Después estalló la guerra. “Y nadie nos avisó que mi hijo 
estaba en las Malvinas. Sólo sospechábamos que estaba 
en las islas”, expresa su hermana. Delante del televisor si- 
127 
en común, nacieron Ramona Ofelia (57), Benito (54), Már-tire 
(fallecido a los 27 años de cáncer), Roberto (52), Juan 
Carlos (13 de mayo de 1962), Miguel Angel (48), Juan Oscar 
(46), Mercedes Beatriz (42) y Esther Susana (40). “Cuando 
nació Juan estábamos en Roque Sáenz Peña y la partera 
vino a ayudarme. Ramona se sentó en el portón para es-perar 
a la cigüeña”, sonríe con timidez Benita. “Yo esperé 
mucho a ese hermanito; por eso ahora lo lloro tanto”, 
concluye Ramona entre lágrimas. 
LA SONRISA DE JUAN. Aun en medio de todas las pri-vaciones, 
Juan era un chico feliz. Cuando construyeron el 
ranchito de un solo cuarto en La Liguria, calle Justo Farías 
sin número, Juan, con una sonrisa, acomodó la paja del te-cho 
y metió sus manos en el barro para asegurar los pocos 
ladrillos del frente. Entre todos ubicaron las tres camas 
(una para los padres, otra para los varones, la última para las 
mujeres), la mesa, las cuatro sillas (“los más chicos comían 
parados”, recuerda Ramona), el enorme baúl con la poca 
ropa que compartían (“nos la regalaban, no alcanzaba 
para comprarle a todos”, dice Benita) y la cocina formada 
por unas chapas. 
Junto a su hermano Miguel Angel, Juan salía cada mañana a 
vender hilos, agujas y fósforos Dos Patitos. Aunque era anal-fabeto, 
había aprendido a reconocer las monedas, que cui-daba 
como un tesoro. “Peso que ganaba, peso que traía a 
casa”, agrega su hermana Mercedes con orgullo. “Tenía el 
pulóver roto y las zapatillas gastadas de los más grandes, 
pero él nunca pedía nada”, se emociona Benita. 
“Nos faltaba todo. Pero mi papá era bueno. No tenía vi-cios, 
no fumaba, no bebía y traía la leche”, aporta Ramo-na. 
Su historia, sin embargo, dice que no siempre hubo le-che 
para aplacar el hambre. Como aquella vez en un paraje 
cerca de Quitilipi, cuando el patrón no les quiso pagar por-que 
habían pedido un adelanto para sacar unas galletas. 
“Tuvimos que dormir debajo de un árbol y comimos hari-na 
hervida en agua”, rememora Ramona. La mayoría de 
las veces la venta de verdura les permitió poner sobre la 
mesa un guiso al mediodía, y mate cocido con leche por la 
noche. Cuando tenían suerte, al mate le agregaban tortilla 
de harina y huevo o torta a la brasa, que cocinaban adentro 
de una lata de dulce de batata –a modo de horno– “y que 
Juan comía como si fuera un manjar”, recuerda su ma-dre, 
y sonríe por primera y única vez. 
LOS REYES MAGOS NO PASAN POR CASA. “Nun-ca 
tuvimos un cumpleaños, ni Reyes, ni Navidades. 
Cuando uno es pobre no sabe qué es eso. Nos acostába-mos 
temprano y escuchábamos a lo lejos los estruendos 
de los fuegos artificiales”, cuenta con humildad Ramona. 
“No podíamos preparar una torta, pero matábamos una 
gallina y hacíamos un guiso con arroz. Ese era el festejo 
para nosotros”, subraya su madre. Una sola vez esperaron 
a los Reyes. Fue Juan quien buscó el agua y el pasto para de-jarles 
a los camellos. Junto a sus hermanos acomodaron las 
zapatillas rotas en la puerta del rancho. Pero los Reyes no 
pasaron. “A la mañana llegó mi tío Isabelino Coronel, y 
cuando vio la cara triste de Juan, le dijo a mi papá: ‘Pero 
Fermín, ¿vos no te fuiste detrás de la laguna Timbozal para 
ver si dejaron ahí los regalos? Quizás la oscuridad hizo que 
siguieran de largo’. Juntos se fueron los dos, y a la tarde 
trajeron unos regalitos, diciéndonos que los Reyes no se 
habían olvidado de nosotros”, conmueve Ramona con su 
relato. “Y Juan se fue feliz, con sus bolitas de vidrio, a ju-gar 
contra un árbol de la calle Farías”, finaliza Benita. 
A Juan, la infancia no le dio mucho tiempo para jugar: ape-nas 
un rato de fútbol con la pelota de trapo o la travesura de 
quedarse mirando la televisión en la casa de un vecino 
cuando iban hasta la canilla pública, a cinco cuadras de su 
casa, para buscar el agua con un balde de 20 litros. “Esa era 
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El primer y único 
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Benita a las islas. 
Fue en 1991 y allí le 
pidió a Dios que la 
iluminara para 
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su hijo. “Nos señaló 
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solicitando se 
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Darwin. La causa fue 
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del Chaco (en la foto junto 
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redactora. Todos los 
familiares que quieran 
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firmar una sencilla carta 
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que se facilitará a través 
de estos correos: 
info@nomeolvides.org.ar; 
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128 
guieron, entre llantos y plegarias, cada comunicado del 
Estado Mayor Conjunto. “Me arrodillaba y le pedía a 
Dios que terminara con la guerra y que mi hijo vuelva 
sano”, se emociona su madre. Pero Juan nunca volvió. 
“DIGANME COMO MURIO MI HIJO”. Mucho des-pués 
supieron que Juan había llegado el 8 de abril a las 
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supieron que murió el 14 de junio, durante la ba-talla 
final, cuando las tropas argentinas estaban en reti-rada 
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jamás supieron cómo murió. “Pedimos por humanidad 
que nos dijeran cómo fueron sus instantes finales, pe-ro 
nadie nos dio una respuesta”, dice Benita con la voz 
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preguntarles a sus compañeros”, agrega Ramona.La 
verdad jamás llegó. 
Pasaron treinta años y tres versiones sobre la muerte 
de su hijo torturan a Benita. El veterano Carlos Gue-vara 
les contó: “Al final, Juan no estaba bien psíqui-camente. 
Yo sólo lo veía cuando íbamos a misa. 
Cuando rezábamos, él me decía: ‘En este lugar nece-sitamos 
mucho de la ayuda de Dios’. Yo estaba en otro 
monte, en otro pozo. Me dijeron que lo alcanzó la 
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retiraban del campo de batalla”. Otro ex combatien-te, 
del que no recuerdan el nombre, les aseguró “Juan 
estaba adentro de la cocina cuando empezaron a 
bombardear. Todos salimos corriendo, pero él tuvo 
miedo y dijo: ‘No quiero salir’. Una bomba destruyó 
el lugar. Cuando volvimos no quedaba nada, ni res-tos 
humanos”. Por último, Osvaldo Báez, un soldado 
de Buenos Aires, les informó; “Lo de la cocina no es 
verdad. Yo sé dónde está Juan, porque yo lo enterré. 
Murió por una ráfaga de ametralladora”. 
Ante los recuerdos, Benita se quiebra: “Son 30 años de 
espera, de no saber, con la esperanza de verlo regre-sar 
y con un dolor que te desgarra la vida”. 
QUE DIOS NOS ILUMINE. Benita Saucedo viajó 
por primera y única vez a las Malvinas en 1991. La 
acompañaron Ramona y el menor de los varones, José 
Oscar. Llevaron flores, un crucifijo y una placa. Al lle-gar, 
a cada familia le dieron cintas de diferentes colo-res. 
“A nosotros nos tocó morado. Después supimos 
que era para los que no tenían a sus hijos identifica-dos”, 
recuerda Benita. “Sentimos una enorme tristeza 
y lloramos cuando no encontramos el nombre de 
Juan en ninguna placa”, vuelve a llorar su madre. 
Muy juntos, se sentaron los tres en el suelo de Darwin 
y le pidieron a Dios que los ilumine “y nos guíe a la 
cruz donde debíamos llevar la ofrenda”. Jura Ramo-na 
que sintieron que “la luz del Señor nos señaló el lu-gar 
indicado y nos marcó una tumba que decía ‘Sol-dado 
argentino sólo conocido por Dios’”. Allí dejaron 
la placa y las oraciones. Cuando José 
Oscar dejó el cementerio, sintió que 
se desvanecía. “Tuvimos que internar-lo 
en el hospital. Fue tremendo”, re-cuerda 
su hermana. Tan mal estaba 
que los médicos aconsejaron que, si 
no se reponía antes de la salida del 
avión, debía quedar internado para 
volver luego vía Londres. “¡Noooo! 
Sentate, Cachito. Yo voy a llevarte en 
brazos si es necesario. Acá no me van 
a matar a otro hijo”, gritó Benita de-lante 
de los miembros de la Cruz Roja 
Internacional y los médicos ingleses. Y 
sacando fuerzas de donde no tenía, 
arrastró a su hijo fuera del hospital. 
Hoy, el dolor sigue intacto. Juan Carlos Dábalo es uno de 
los 123 soldados que siguen siendo NN en el cemente-rio 
de Darwin. Por eso, su familia le envió una carta a la 
presidenta Cristina de Kirchner, solicitando se tomen las 
medidas necesarias para hacer el ADN y realizar la iden-tificación 
(ver recuadro. 
“Todavía lo sigo llorando. Cuando lo perdí quise que 
Dios me llevara. Me medicaron y de ahí en más viví 
sin consuelo. Me aferré a la esperanza de verlo regre-sar. 
¿Por qué no ilusionarme cuando aparece un ex 
combatiente en Uruguay? ¿Por qué no pensar que mi 
hijo también puede volver? ¿Acaso Juan no puede estar 
mal de la cabeza, perdido por ahí? Nunca nadie me 
dio una respuesta. Para poder enterrarlo necesito una 
tumba”, dice Benita entre lágrimas. 
–¿Podrá cerrar esta herida si algún día identifican el 
cuerpo de su hijo? 
–La guerra es como un cuchillo que te parte al medio. 
Sé que la herida no va a cerrar nunca, pero al menos 
voy a poder decir: “Este cuerpito es nuestro; éste es 
mi hijito”. ■ 
La firma 
Benita firmó con 
emoción la carta para 
la Presidenta 
solicitando se haga el 
ADN de su hijo. “Para 
poder enterrarlo 
necesito tener una 
tumba. Ese es un 
duelo que nunca 
cesa”, confiesa. 
“La guerra 
es como un 
cuchillo que 
te parte al 
medio. La 
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es madre y 
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Madres de Malvinas 3

  • 1. “Voy a seguir esperando a mi hijo hasta que una tumba tenga su nombre” Benita Saucedo es la mamá de Juan Carlos Dábalo, soldado clase 62 del Batallón de Infantería 5 de Río Grande, Tierra del Fuego, quien murió en el Monte Tumbledown durante la cruenta batalla final. El joven chaqueño, de padres paraguayos, fue a la guerra sin saber leer ni escribir y sin haber conocido el amor. “Era como un nene. Vivió con privaciones y murió sufriendo”, se emociona su madre. Y pide, como muchos de los familiares de los 123 “soldados sólo conocidos por Dios” que descansan en Darwin, que su cuerpo sea identificado. “Sé que la herida no va a cerrar nunca, pero al menos voy a poder decir ‘este cuerpito es nuestro, éste es mi hijito’”, concluye. Por Gaby Cociffi. Fotos: Alejandro Carra. LAS MADRES DE MALVINAS Sin consuelo Benita (76) con el retrato de su hijo en su casa del barrio Santa Inés, en Resistencia, Chaco. “Todavía lo sigo llorando. Cuando lo perdí quise que Dios me llevara. Me medicaron y de ahí en más viví sin consuelo”, confiesa. 122 123
  • 2. 125 Por Juan pa é?”, dijo Fermín Dávalos, y cayó sentado en una de las cuatro sillas de made-ra que rodeaban la pequeña mesa, en su ran-cho de adobe y paja. “¿Es por Juan?”, tradu-jo Ramona Ofelia, la mayor de sus nueve hijos, con el miedo atorado en la garganta. El oficial, vestido con su uniforme de gala de la Armada Argentina –el cintu-rón blanco, los botones dorados, las condecoraciones ex-plotándole en el pecho– se quedó erguido frente a la puer-ta de chapa. “Su hijo Juan Carlos Dábalo no está en la lista de los soldados que vuelven al continente desde las Malvi-nas”, alcanzó a decir, antes de que Benita Saucedo (hoy 76) comenzara a golpear su cabeza contra la pared de barro, presa de un ataque de llanto y dolor: “¡Me quiero morir, me quiero morir! ¡Me mataron a mi hijo!”. Fue cerca de las once de la mañana, en un frío día de julio de 1982, cuando la camioneta blanca estacionó frente a la puerta de la humilde vi-vienda en el barrio La Liguria, lindante al cemen-terio de Barranqueras, Chaco. “Ese día nos ente-ramos que no había vuelto y también que había ido”, dice Benita con resignación. “El ofi-cial nos dijo que estaba desaparecido, que los ingleses podían tenerlo prisionero”, agrega Ra-mona. “Y yo mantuve la esperanza de que Juan Carlos algún día iba a volver”, confiesa su madre emocionada. Lo que no dice aún es que todavía lo espera... HUYENDO DE LA GUERRA. El destino hizo que Paula Coronel, abuela de Juan Carlos, llega-ra a la Argentina escapando de la guerra del Cha-co (entre Paraguay y Bolivia, 1932-1935) para sal-var de una muerte segura a sus tres hijos varones. Aterrorizada, dejó la localidad de Pedro Un oficial rubio, con uniforme de gala de la Armada, llegó hasta el rancho de adobe. Le dijo: “Juan no volvió”. Benita, presa de un ataque de llanto, gritó: “¡Me mataron a mi hijo! ¡Quiero morir!” González, en el Paraguay, y se lanzó al río en una canoa junto a sus cinco hijos, sin más brújula que su instinto de supervi-vencia. Así llegó Fermín Dávalos (quien murió en 1983, a los 72) a Machagai, Chaco, para crecer entre la cosecha de algo-dón y las necesidades. Durante su vida fue changarín, peón golondrina y vendedor de verduras con un carro destartalado tirado por un caballo llamado Moro. Pasados los cuarenta co-noció a Benita, de sólo dieciséis –a quien su familia había traí-do a los ocho años del Paraguay, para dejarla en la casa de una señora como ayudante en los mandados–, y la tomó como es-posa. Saltando cada tres meses de un paraje a otro, llevados por las temporadas de las cosechas, fundaron una familia nu-merosa: los cinco primeros hermanos fueron anotados con el apellido Dábalo, los últimos cuatro como Dávalos. “Papá y mamá nunca fueron al colegio. Salvo Miguel Angel y yo, que pudimos hacer la primaria, porque nos quedamos viviendo en lo de una tía, ninguno de mis otros hermanos sabe leer ni escribir”, explica Ramona, quien acaba de jubilarse como au-xiliar de Neonatología luego de 35 años de labor en el hospital de Resistencia. Así, con diferentes apellidos pero una historia La infancia en la cosecha, el cofre de Malvinas Una de las pocas fotos de la niñez, junto a sus hermanos y primos. De izquierda a derecha: Mártire, Benito (camisa a rayas), José Oscar (mira hacia el costado), Juan Carlos (en el centro, con su eterna sonrisa), Miguel Angel y Mercedes Beatriz (la más pequeña). Atrás, Ramona (de pelo corto y en el centro). Abajo, orgulloso con su uniforme de la Armada Argentina. “Se fue ilusionado, porque nunca había salido de nuestro pueblo”, rememora su madre. Y feliz, con un lápiz y un cuaderno, mientras aprendía a leer y escribir en el servicio militar en Río Grande, Tierra del Fuego. “Es la foto que mejor lo muestra: vivía sonriendo”, cuenta su familia. Hoy, Benita guarda como un tesoro un cofre con su foto, turba y piedras de Malvinas. “Porque por esa tierra dejó su vida”, sintetiza.
  • 3. raje”, recuerda su hermana. En la adolescencia, su único mundo fue el trabajo de sol a sol, un pato llamado Patricio como mascota, el amor de sus sobrinos “la gringa” y “mi indio” –Nancy y Rodrigo, hijos de Ramona, a quienes mimaba comprándoles alguna golo-sina cada tarde–, la tele de 14 pulgadas que lograron com-prar en la casa de su hermana a principios del ’81 –que le permitió reírse algunas tardes con El Chavo del Ocho– , y su pasión por Boca. No hubo bailes, cines ni salidas. Y par-tió a la guerra sin haber conocido la caricia de una mujer. TRES CARTAS Y UNA ILUSION. “Me estoy por ir, ma-má. Me tocó la Armada y me llevan a Buenos Aires”, le di-jo Juan a su madre con la voz llena de emoción. “Estaba ilu-sionado: nunca había salido de aquí, e iba a conocer la gran ciudad”, dice Benita. El Batallón de Infantería 5 lo lle-vó primero a La Plata, y luego del entrenamiento, al destino final. “Le tocó ir a Río Grande, Tierra del Fuego. A la com-pañía Nácar. Mucho después recibimos una carta de la mamá de un chico de San Justo, del que Juan se había he-cho amigo. Nos decía que mi hermano le había dicho: ‘Quedate vos en La Plata que estás cerca de tu familia; yo no tengo a nadie’. Y se fue para el Sur. La mamá nos escribió: ‘Por ese gesto, mi hijo se salvó de la guerra’”, se entristece Ramona. El 1º de abril de 1981 partió hacia el servicio militar, con una valija colorada en la que puso un pantalón de abrigo, un suéter marrón grueso, una camisa, algunas mudas y “el avio” (la vianda) que su madre le había preparado: pasteli-tos de pan rallado y queso. “Yo estaba en el hospital cerca de la estación, y quise ir a despedirlo, pero se me atrasó el trabajo en Neonatología. Corrí, pero cuando llegué me dijeron que el tren había partido a las ocho: ‘Se llevó a todos los soldados’, me in-formó un guardia. Me desesperé, porque presentí que no iba a ver nunca más a mi hermano. Tenía una angustia que se me atragantaba en la garganta. Volví llorando al hospital”, afirma Ramona. Desde Río Grande recibieron tres cartas, que sus compañe-ros Carlos Guevara y Jorge Ponce le escribieron con letra cuidada, copiando cada una de las palabras que Juan dicta-ba. “En la última misiva que recibimos, en mayo de 1982, decía que estaba contento porque estaba aprendiendo a leer y escribir. Me puso: ‘Mamá, la próxima carta la voy a es-cribir solo y sin ayuda’”, suspira Benita. “Una vez, cuando todavía estaba en el continente, pudi-mos hablar por teléfono. Sentí que lloraba y le pregunté: ‘¿Querés que pida que te traigan porque papá está enfer-mo?’. Me dijo que no. No le insistí, porque Juan no sabía desenvolverse bien y yo tenía miedo de que se perdiera vi-niendo solo desde tan lejos. Era muy inocente, como un chico... la mala alimentación lo había dejado como un nene. Si hasta sus compañeros nos contaron que le costa-ba seguir las instrucciones de los superiores, el salto de ra-na, el cuerpo a tierra, y que pedía quedarse practicando tiempo extra para no perjudicar a los otros conscriptos... Hoy todavía me culpo por no haber rogado que lo traje-ran de vuelta a casa”, dice su hermana entre lágrimas. Después estalló la guerra. “Y nadie nos avisó que mi hijo estaba en las Malvinas. Sólo sospechábamos que estaba en las islas”, expresa su hermana. Delante del televisor si- 127 en común, nacieron Ramona Ofelia (57), Benito (54), Már-tire (fallecido a los 27 años de cáncer), Roberto (52), Juan Carlos (13 de mayo de 1962), Miguel Angel (48), Juan Oscar (46), Mercedes Beatriz (42) y Esther Susana (40). “Cuando nació Juan estábamos en Roque Sáenz Peña y la partera vino a ayudarme. Ramona se sentó en el portón para es-perar a la cigüeña”, sonríe con timidez Benita. “Yo esperé mucho a ese hermanito; por eso ahora lo lloro tanto”, concluye Ramona entre lágrimas. LA SONRISA DE JUAN. Aun en medio de todas las pri-vaciones, Juan era un chico feliz. Cuando construyeron el ranchito de un solo cuarto en La Liguria, calle Justo Farías sin número, Juan, con una sonrisa, acomodó la paja del te-cho y metió sus manos en el barro para asegurar los pocos ladrillos del frente. Entre todos ubicaron las tres camas (una para los padres, otra para los varones, la última para las mujeres), la mesa, las cuatro sillas (“los más chicos comían parados”, recuerda Ramona), el enorme baúl con la poca ropa que compartían (“nos la regalaban, no alcanzaba para comprarle a todos”, dice Benita) y la cocina formada por unas chapas. Junto a su hermano Miguel Angel, Juan salía cada mañana a vender hilos, agujas y fósforos Dos Patitos. Aunque era anal-fabeto, había aprendido a reconocer las monedas, que cui-daba como un tesoro. “Peso que ganaba, peso que traía a casa”, agrega su hermana Mercedes con orgullo. “Tenía el pulóver roto y las zapatillas gastadas de los más grandes, pero él nunca pedía nada”, se emociona Benita. “Nos faltaba todo. Pero mi papá era bueno. No tenía vi-cios, no fumaba, no bebía y traía la leche”, aporta Ramo-na. Su historia, sin embargo, dice que no siempre hubo le-che para aplacar el hambre. Como aquella vez en un paraje cerca de Quitilipi, cuando el patrón no les quiso pagar por-que habían pedido un adelanto para sacar unas galletas. “Tuvimos que dormir debajo de un árbol y comimos hari-na hervida en agua”, rememora Ramona. La mayoría de las veces la venta de verdura les permitió poner sobre la mesa un guiso al mediodía, y mate cocido con leche por la noche. Cuando tenían suerte, al mate le agregaban tortilla de harina y huevo o torta a la brasa, que cocinaban adentro de una lata de dulce de batata –a modo de horno– “y que Juan comía como si fuera un manjar”, recuerda su ma-dre, y sonríe por primera y única vez. LOS REYES MAGOS NO PASAN POR CASA. “Nun-ca tuvimos un cumpleaños, ni Reyes, ni Navidades. Cuando uno es pobre no sabe qué es eso. Nos acostába-mos temprano y escuchábamos a lo lejos los estruendos de los fuegos artificiales”, cuenta con humildad Ramona. “No podíamos preparar una torta, pero matábamos una gallina y hacíamos un guiso con arroz. Ese era el festejo para nosotros”, subraya su madre. Una sola vez esperaron a los Reyes. Fue Juan quien buscó el agua y el pasto para de-jarles a los camellos. Junto a sus hermanos acomodaron las zapatillas rotas en la puerta del rancho. Pero los Reyes no pasaron. “A la mañana llegó mi tío Isabelino Coronel, y cuando vio la cara triste de Juan, le dijo a mi papá: ‘Pero Fermín, ¿vos no te fuiste detrás de la laguna Timbozal para ver si dejaron ahí los regalos? Quizás la oscuridad hizo que siguieran de largo’. Juntos se fueron los dos, y a la tarde trajeron unos regalitos, diciéndonos que los Reyes no se habían olvidado de nosotros”, conmueve Ramona con su relato. “Y Juan se fue feliz, con sus bolitas de vidrio, a ju-gar contra un árbol de la calle Farías”, finaliza Benita. A Juan, la infancia no le dio mucho tiempo para jugar: ape-nas un rato de fútbol con la pelota de trapo o la travesura de quedarse mirando la televisión en la casa de un vecino cuando iban hasta la canilla pública, a cinco cuadras de su casa, para buscar el agua con un balde de 20 litros. “Esa era su única desobediencia. Tardaba en volver y mamá, que estaba esperando el agua para bañar a los más chicos en el latón, tenía que salir a los gritos a buscarlo por el pa- Malvinas y después El primer y único viaje que hizo Benita a las islas. Fue en 1991 y allí le pidió a Dios que la iluminara para saber dónde estaba su hijo. “Nos señaló una tumba sin nombre”, revela. Hoy, junto a su hija Ramona, luchan por lograr la identificación del cuerpo de Juan. Soldados NN El 2 de abril Cristina de Kirchner anunció el envío de una carta a la Cruz Roja Internacional solicitando se implementen las medidas necesarias para identificar a los soldados NN del cementerio de Darwin. La causa fue impulsada por los veteranos Julio Aro y José Raschia, de la fundación No Me Olvides, con el apoyo de David Zambrino, del Centro de ex Soldados Combatientes de Malvinas del Chaco (en la foto junto a su compañero Carlos Bruscker), y de esta redactora. Todos los familiares que quieran hacer el ADN pueden firmar una sencilla carta dirigida a la Presidenta, que se facilitará a través de estos correos: info@nomeolvides.org.ar; gabymcociffi@gmail.com y cescem.chaco@gmail.com
  • 4. 128 guieron, entre llantos y plegarias, cada comunicado del Estado Mayor Conjunto. “Me arrodillaba y le pedía a Dios que terminara con la guerra y que mi hijo vuelva sano”, se emociona su madre. Pero Juan nunca volvió. “DIGANME COMO MURIO MI HIJO”. Mucho des-pués supieron que Juan había llegado el 8 de abril a las islas, y que le tocó instalarse en el Monte Tumbledown con la sección morteros del BIM 5. También mucho des-pués supieron que murió el 14 de junio, durante la ba-talla final, cuando las tropas argentinas estaban en reti-rada y las bombas azotaban el suelo malvinense. Pero jamás supieron cómo murió. “Pedimos por humanidad que nos dijeran cómo fueron sus instantes finales, pe-ro nadie nos dio una respuesta”, dice Benita con la voz quebrada. “Entonces, en busca de la verdad, fuimos a preguntarles a sus compañeros”, agrega Ramona.La verdad jamás llegó. Pasaron treinta años y tres versiones sobre la muerte de su hijo torturan a Benita. El veterano Carlos Gue-vara les contó: “Al final, Juan no estaba bien psíqui-camente. Yo sólo lo veía cuando íbamos a misa. Cuando rezábamos, él me decía: ‘En este lugar nece-sitamos mucho de la ayuda de Dios’. Yo estaba en otro monte, en otro pozo. Me dijeron que lo alcanzó la onda expansiva de una bomba cuando ya todos se retiraban del campo de batalla”. Otro ex combatien-te, del que no recuerdan el nombre, les aseguró “Juan estaba adentro de la cocina cuando empezaron a bombardear. Todos salimos corriendo, pero él tuvo miedo y dijo: ‘No quiero salir’. Una bomba destruyó el lugar. Cuando volvimos no quedaba nada, ni res-tos humanos”. Por último, Osvaldo Báez, un soldado de Buenos Aires, les informó; “Lo de la cocina no es verdad. Yo sé dónde está Juan, porque yo lo enterré. Murió por una ráfaga de ametralladora”. Ante los recuerdos, Benita se quiebra: “Son 30 años de espera, de no saber, con la esperanza de verlo regre-sar y con un dolor que te desgarra la vida”. QUE DIOS NOS ILUMINE. Benita Saucedo viajó por primera y única vez a las Malvinas en 1991. La acompañaron Ramona y el menor de los varones, José Oscar. Llevaron flores, un crucifijo y una placa. Al lle-gar, a cada familia le dieron cintas de diferentes colo-res. “A nosotros nos tocó morado. Después supimos que era para los que no tenían a sus hijos identifica-dos”, recuerda Benita. “Sentimos una enorme tristeza y lloramos cuando no encontramos el nombre de Juan en ninguna placa”, vuelve a llorar su madre. Muy juntos, se sentaron los tres en el suelo de Darwin y le pidieron a Dios que los ilumine “y nos guíe a la cruz donde debíamos llevar la ofrenda”. Jura Ramo-na que sintieron que “la luz del Señor nos señaló el lu-gar indicado y nos marcó una tumba que decía ‘Sol-dado argentino sólo conocido por Dios’”. Allí dejaron la placa y las oraciones. Cuando José Oscar dejó el cementerio, sintió que se desvanecía. “Tuvimos que internar-lo en el hospital. Fue tremendo”, re-cuerda su hermana. Tan mal estaba que los médicos aconsejaron que, si no se reponía antes de la salida del avión, debía quedar internado para volver luego vía Londres. “¡Noooo! Sentate, Cachito. Yo voy a llevarte en brazos si es necesario. Acá no me van a matar a otro hijo”, gritó Benita de-lante de los miembros de la Cruz Roja Internacional y los médicos ingleses. Y sacando fuerzas de donde no tenía, arrastró a su hijo fuera del hospital. Hoy, el dolor sigue intacto. Juan Carlos Dábalo es uno de los 123 soldados que siguen siendo NN en el cemente-rio de Darwin. Por eso, su familia le envió una carta a la presidenta Cristina de Kirchner, solicitando se tomen las medidas necesarias para hacer el ADN y realizar la iden-tificación (ver recuadro. “Todavía lo sigo llorando. Cuando lo perdí quise que Dios me llevara. Me medicaron y de ahí en más viví sin consuelo. Me aferré a la esperanza de verlo regre-sar. ¿Por qué no ilusionarme cuando aparece un ex combatiente en Uruguay? ¿Por qué no pensar que mi hijo también puede volver? ¿Acaso Juan no puede estar mal de la cabeza, perdido por ahí? Nunca nadie me dio una respuesta. Para poder enterrarlo necesito una tumba”, dice Benita entre lágrimas. –¿Podrá cerrar esta herida si algún día identifican el cuerpo de su hijo? –La guerra es como un cuchillo que te parte al medio. Sé que la herida no va a cerrar nunca, pero al menos voy a poder decir: “Este cuerpito es nuestro; éste es mi hijito”. ■ La firma Benita firmó con emoción la carta para la Presidenta solicitando se haga el ADN de su hijo. “Para poder enterrarlo necesito tener una tumba. Ese es un duelo que nunca cesa”, confiesa. “La guerra es como un cuchillo que te parte al medio. La Presidenta es madre y sabe de este dolor. Necesito ahora que me ayude a buscar a mi hijo”